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Revista latinoamericana de estudios educativos

versión On-line ISSN 2448-878Xversión impresa ISSN 0185-1284

Rev. latinoam. estud. educ. vol.54 no.1 Ciudad de México ene./abr. 2024  Epub 11-Mar-2024

https://doi.org/10.48102/rlee.2024.54.1.608 

Enclave

¿Educar para qué? Los propósitos de la educación en y más allá del colapso

Why Educate? The Purposes of Education in and beyond Collapse

Santiago Rincón-Gallardo* 
http://orcid.org/0000-0001-7974-0367

*Liberating Learning, Canadá. rinconsa@gmail.com


Resumen

En este ensayo se proponen cuatro propósitos para la educación en el contexto actual de colapso social, político y ambiental. Se argumenta que la escuela convencional estorba la realización plena de estos propósitos. Se propone la metáfora de los movimientos sociales para dar forma a un nuevo paradigma que redefina cómo entender y practicar el liderazgo y el cambio educativo. Para construir los argumentos aquí presentados se revisan trabajos históricos y científicos que validan la existencia de la etapa actual de colapso y se examinan algunas críticas clave a la escolarización como vía de dominación, control y deshumanización. Se revisa y se discute el pensamiento y trabajo de académicos y activistas como Margaret Wheatley y Marshall Ganz. Se propone que, en el colapso actual, la educación debe cuidar y proteger el poder de aprender de niñas, niños y jóvenes y, con ello, salvaguardar el espíritu humano, no porque se tenga certeza del éxito del empeño, sino porque es lo que es correcto hacer. El ensayo ofrece dirección, orientaciones conceptuales y prácticas para la acción ante los escenarios aterradores que del actual colapso civilizatorio y planetario.

Palabras clave: educación en contextos de crisis; propósitos de la educación; liderazgo educativo; cambio educativo

Abstract

This essay proposes four purposes for education in the current context of social, political, and environmental collapse. It is argued that the conventional school hinders the full realization of these purposes. The metaphor of social movements is proposed to shape a new paradigm that redefines how to understand and practice leadership and educational change. To build the arguments presented here, historical and scientific works that validate the existence of the current stage of collapse are reviewed and some key criticisms of schooling as a means of domination, control, and dehumanization are examined. The thinking and work of scholars and activists such as Margaret Wheatley and Marshall Ganz are reviewed and discussed. It is proposed that, in the current collapse, education must care for and protect the power of children and young people to learn and, with this, safeguard the human spirit, not because there is a certainty of the success of the endeavor, but because it is what it is right to do. The essay offers direction and conceptual and practical guidelines for action in the face of the terrifying scenarios of the current civilizational and planetary collapse.

Keywords: education in crisis contexts; purposes of education; educational leadership; educational change

Comencemos con la mala noticia, una que creo que intuimos todos aquellos que prestamos algo de atención a los acontecimientos en nuestras naciones y a lo largo del mundo, pero que cuesta mucho mirar de frente. Son tiempos de colapso. Colapso social, político, financiero, ambiental. Tenemos todos los signos de que estamos ya entrados en el colapso de la civilización occidental moderna. Gracias a historiadores que han estudiado el surgimiento y el colapso de las múltiples civilizaciones a lo largo de la historia de la humanidad y en diversos rincones del planeta, es posible ahora identificar los signos de una civilización al borde del colapso (Diamond, 2005; Taibo, 2020; Wheatley, 2017). Repasemos algunos: división exacerbada entre grupos con identidades o ideologías cada vez más polarizadas; adoración masiva a estrellas del deporte, músicos, y otras celebridades; acumulación desproporcionada de bienes y riqueza por parte de las élites; abandono de las poblaciones marginadas y deterioro de las instituciones públicas; aumento de las desigualdades, la violencia, y la inseguridad. ¿Suena familiar?

Al colapso de la civilización occidental moderna, que por su tremenda expansión a lo largo del planeta en el último siglo pueda ahora considerarse civilización global moderna, se suma el colapso ambiental, cuyos signos están a la vista de todos aquéllos dispuestos a mirarlos. Las ya de por sí aterradoras predicciones y advertencias de los reportes del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC, 2023) parecen haber sido optimistas. Algunas de las tendencias del cambio climático que están sucediendo a un ritmo más acelerado que lo que se temía incluyen: el aumento de la temperatura del planeta, el derretimiento de los glaciares, la extinción masiva de ecosistemas y especies, el aumento en la frecuencia y escala de desastres naturales -incendios, inundaciones-. Nuestro planeta está alcanzando una temperatura promedio que no había existido aquí en por lo menos los últimos 125 000 años, mucho antes de la aparición de cualquier tipo de civilización humana. Y lo trágico es que esta destrucción planetaria es creación humana. Es indiscutible ya que la causa fundamental es la producción humana de dióxido de carbono a través de la extracción y la quema de combustibles fósiles (IPCC, 2023).

Me ha costado muchos desvelos y angustia conciliar con el hecho de que es ya demasiado tarde para detener el colapso civilizatorio y ambiental en el que estamos inmersos. No ha habido civilización alguna que, una vez desatados los signos del colapso, lo haya podido evitar. Algo similar ocurre con el colapso ambiental. Aunque hoy mismo se pusiera un alto absoluto a la extracción y quema de combustibles fósiles, los procesos naturales del colapso están ya en marcha, seguirán desarrollándose en los años y décadas venideros, y es imposible detenerlos. Desde luego que vale la pena luchar por interrumpir el uso de combustibles fósiles para que el daño sea menos grave, pero la trágica pérdida masiva de vidas, especies y ecosistemas es un proceso ya desatado que resultará en inmenso sufrimiento, tragedia, y muertes. Que el colapso es inevitable no es cuestión de creencia, sino una afirmación validada histórica y científicamente (Wheatley, 2017).

Una opción ante este escenario aterrador es rendirse, aceptar que no hay nada ya que hacer. Otra opción, que es por la que he decidido inclinarme, es actuar -individual y colectivamente- por proteger el espíritu humano y las múltiples formas de vida en este hermoso planeta. Asumir la responsabilidad de convertirnos en lo que Margaret Wheatley (2017) ha llamado “guerreros por el espíritu humano” y a crear lo que ella misma nombra “islas de cordura”. No porque tengamos certeza alguna de que podemos ganar, sino simplemente porque es lo que es correcto hacer. Nunca como antes ha resonado tanto conmigo la invitación del revolucionario intelectual Antonio Gramsci de actuar “con el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad” (1992).1

Los tiempos de colapso como el actual vienen acompañados de múltiples crisis. Según la define Gramsci (1992), una crisis es una etapa en que el viejo orden ya se murió, pero el nuevo orden aún no nace. En la cultura china, el término crisis -weiji- se compone de dos caracteres básicos. El primero -wei- representa el concepto de “peligro”. Éstos son tiempos en que peligran tanto el proyecto humano como la vida en el planeta. El segundo concepto -ji- representa la idea de “múltiples posibilidades”. En tiempos de crisis son tantas las piezas en movimiento que existe un rango amplio de posibles resultados y nuevos arreglos. En tiempos de crisis, nada garantiza que el nuevo orden vaya a ser mejor que el que le precedió. Por otro lado, la crisis en que estamos inmersos ofrece una oportunidad inigualable para reimaginar radicalmente cómo vivimos y cómo organizamos nuestras sociedades, nuestras economías, y nuestra conexión con el planeta.

Es posible distinguir, en medio del colapso, la consolidación de dos polos que representan maneras diametralmente opuestas de organizar la actividad y las relaciones humanas, lo mismo que el vínculo entre humanos y planeta. En un polo están las relaciones de dominación y control -de unos grupos sobre otros, del Estado sobre los ciudadanos, de unas naciones sobre otras, de los humanos sobre la naturaleza, del capital sobre todo lo demás-. En el otro polo están las relaciones de solidaridad, de cuidado, de cariño. Las relaciones de dominación y control deshumanizan (ver, por ejemplo, Memmi, 1957). En contraste, las relaciones de solidaridad y cariño humanizan. Mantener vivo el espíritu humano requiere la creación y sostenimiento de relaciones de solidaridad, cariño y cuidado mutuo. Es éste, creo yo, un punto de referencia fundamental para orientar nuestros esfuerzos por mantener vivo el espíritu humano, y para identificar los rasgos deseables de un nuevo orden que sea mejor tras el colapso en el que estamos inmersos.

En lo que respecta a la educación, la actual crisis multidimensional presenta una oportunidad para reimaginar la escuela y los sistemas educativos, de modo que éstos se conviertan en vehículos efectivos para aumentar al máximo las posibilidades de que nuestras generaciones más jóvenes sobrevivan al colapso, encuentren plenitud, y den forma a un nuevo orden que sea mucho mejor que el que estamos dejando atrás. Y para hacer esto es fundamental encontrar y articular una respuesta lo más clara y específica posible a la pregunta que orienta este texto y el Enclave temático de la RLEE2 en que se publica: ¿educar para qué?

¿Educar para qué?

Propongo aquí cuatro propósitos fundamentales que resumen lo que creo debería perseguir la educación formal: apoyar el desarrollo de las personas para que

  1. se conozcan a sí mismas;

  2. aprendan y piensen por sí mismas;

  3. cuiden de sí mismas, de otros y del planeta, y

  4. mejoren el mundo.

Esta lista intenta englobar y organizar de manera simple los propósitos de la educación que pueden identificarse en los idearios educativos de múltiples naciones, culturas, filosofías y momentos históricos. Estos propósitos son aún más relevantes hoy. Si empezamos ahora a cultivarlos de manera enfocada y con determinación, nuestras niñas, niños y jóvenes estarán mejor colocados para preservar el espíritu humano y contribuir a crear un orden mejor que el que estamos dejando atrás.

No espero aquí convencer al lector de que acepte ésta como lista definitiva de propósitos fundamentales de la educación. Más bien, señalo la importancia de volver nuestra atención -individual y colectivamente- a la pregunta de para qué educamos, y de articular una respuesta lo más explícita, clara y específica posible -coincida o no con las prioridades que aquí propongo.

Dicho esto, utilizaré este listado -provisional y quizá incompleto- como punto de referencia para las ideas que desarrollo más adelante. En particular, presto atención a una tensión clave con la que debemos trabajar si es que la educación ha de convertirse en vehículo efectivo para cultivar el tipo de propósitos que vale la pena perseguir para tener al menos la posibilidad -por mínima que ésta sea- de preservar el espíritu humano y la vida en el planeta.

¿El control de la escuela o la libertad de aprender?

Aprender es una práctica de libertad. La escolarización es un vehículo de control (ver Rincón-Gallardo, 2019). He aquí una de las tensiones fundamentales con que debemos lidiar si queremos hacer de la educación un vehículo efectivo para preservar el espíritu humano. Los cuatro propósitos de la educación que he propuesto aquí tienen como centro de gravedad el ejercicio y la práctica de la libertad, así como el cuidado personal, de otros, y del planeta. La mala noticia es que la escuela y los sistemas educativos convencionales han sido hasta ahora medios muy poco efectivos para alcanzar cualquiera de estos propósitos. De hecho, la escolarización obstaculiza su realización en muchos sentidos. Históricamente, la escolarización masiva y obligatoria ha cumplido tres funciones fundamentales: la custodia (cuidar de los niños mientras los papás trabajan), el control y la clasificación (determinar quién tendrá acceso a qué tipo de oportunidades) (Elmore, 2019; Rincón-Gallardo, 2019). La escuela convencional ha cumplido estas tres funciones históricas con relativo éxito por más de un siglo. No es que la escuela y los sistemas escolares no funcionen: lo hacen bien para los fines para los que fueron diseñados. Pero cuando se trata de preparar a nuestras niñas, niños y jóvenes para el mundo presente y el futuro, la escolarización convencional se queda muy corta y, en muchos sentidos, estorba.

Los propósitos, prioridades, formas de organización y estrategias de las escuelas y los sistemas educativos a lo largo del mundo pueden variar mucho según su contexto y momento histórico. En toda esta diversidad, sin embargo, es posible identificar un rasgo distintivo de la escolarización: la experiencia casi universal de aprender a que nos enseñen. Aprender a que te enseñen significa aprender a sentarse quieto y callado, a escuchar atentamente lo que el maestro dice, a entender y satisfacer las expectativas de la autoridad. Aprender a que te enseñen es, fundamentalmente, aprender a obedecer. No afirmo aquí que aprender a que te enseñen es lo único que se aprende en la escuela, sino tan sólo propongo que se trata de una experiencia sumamente común en el grueso de las escuelas convencionales alrededor del mundo. Desde luego que existen y han existido desde los inicios de los sistemas escolares innovaciones, corrientes y propuestas pedagógicas que enfatizan el aprendizaje y el desarrollo integral de los estudiantes, pero éstas continúan siendo excepciones que confirman y que no han logrado revertir la hegemonía de la cultura escolar convencional y su énfasis -no necesariamente explícito, pero claramente presente- en entrenar a las generaciones más jóvenes para aprender a que les enseñen.3

Aprender a que te enseñen sirvió bien a las prioridades de las sociedades industriales que surgieron a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, cuando el crecimiento económico requería trabajadores capaces de repetir tareas rutinarias de manera precisa y confiable. Aprender a que te enseñen ayudó también -en ocasiones no intencionalmente, en otras de forma deliberada- a crear poblaciones obedientes, predecibles y controlables. De hecho, los primeros sistemas de escolarización masiva obligatoria se crearon en los reinados autoritarios de Federico el Grande de Prusia y María Teresa de Austria, con la intención explícita de alcanzar justo estos propósitos (Gatto, 2009, y van Horn-Melton, 2003). En este sentido, como institución, la escolarización ha estado más cargada hacia las relaciones de dominación y control que a las de libertad, solidaridad y cariño.

Hasta el día de hoy, aprender a que te enseñen continúa siendo la experiencia fundamental de los estudiantes en la mayoría de las escuelas alrededor del mundo.4 Puede debatirse si aprender a que te enseñen es o no útil para estos tiempos. El gran problema es que va contra los cuatro propósitos de la educación que he delineado aquí. Aprender a que te enseñen supone depositar fuera de ti (en el maestro, en el director escolar, en el ministro de educación, el presidente, en “los expertos”) la autoridad y la responsabilidad de determinar qué es verdadero, qué es bueno y qué es bello. Y poner fuera de ti esta responsabilidad enajena. En otras palabras, te aleja del conocerte a ti mismo, que debiera estar en el centro de nuestros esfuerzos por educar a nuestras generaciones más jóvenes.

Más que aprender a que te enseñen, la educación debiera contribuir a desarrollar la capacidad de niños y jóvenes de aprender a aprender. Pero aprender a aprender y aprender a que te enseñen son dos cosas muy distintas. Si aprender a que te enseñen supone poner fuera de ti la responsabilidad de discernir la verdad, la bondad y la belleza, aprender a aprender requiere asumir la responsabilidad personal de decidir esto con base en tus creencias, conocimientos, sabiduría, intuición y valores individuales y colectivos. Aprender a que te enseñen fomenta un rol pasivo en relación con nuevos conocimientos y experiencias y alimenta temor a tomar riesgos y equivocarse. En contraste, aprender a aprender requiere participación e involucramiento activos con nuevos conocimientos y experiencias y confianza para tomar riesgos y cometer errores.

Como decía, al alejar a los estudiantes del propósito de conocerse a sí mismos, aprender a que te enseñen enajena y, de este modo, produce malestar. Aprender a que te enseñen fomenta también la competencia entre pares, al poner a los estudiantes en circunstancias que los incentivan a destacar y ganarse el aprecio de sus maestros o simplemente a hacer lo posible por sobrevivir el pesado paso por la escuela. Esto va a contrapelo del propósito de cuidar de sí mismo y de otros.

Finalmente, aprender a que te enseñen ha tenido poca o nula conexión con involucrar a los niños y jóvenes en cuidar del planeta y mejorar el mundo. Con su énfasis puesto fundamentalmente en preparar a niños y jóvenes para la vida en un futuro distante, la escolarización convencional ha postergado la participación e involucramiento directo de las nuevas generaciones en el cuidado del planeta y la mejora del mundo.5

Debo enfatizar que la crítica que aquí he articulado no busca responsabilizar a actores o grupos específicos, sino más bien traer nuestra atención hacia la cultura escolar convencional que ha echado raíz en nuestras escuelas y sistemas educativos por más de un siglo, y que ha demostrado ser una fuerza conservadora a todas luces resiliente, capaz de devorar prácticamente cualquier intento por transformarla. Y, no obstante, tenemos que transformarla sobre todo si es que hemos de tomar en nuestras manos la protección del espíritu humano y la vida en el planeta.

El núcleo pedagógico

Donde se juegan el aprendizaje, el bienestar y la democracia

El núcleo pedagógico es la relación entre educador y aprendiz en la presencia de un objeto de conocimiento (Elmore, 2010).6 Es la unidad fundamental que es necesario transformar para hacer efectivos nuestros esfuerzos por mantener vivo el espíritu humano. Esto es así porque ahí se juegan el aprendizaje, el bienestar y la democracia, tres ingredientes fundamentales de un mundo mejor.

En las décadas más recientes se incrementa el interés por cambiar el núcleo pedagógico sustentado en la idea de que en esta unidad básica se juega el aprendizaje. En su configuración convencional, el núcleo pedagógico consiste en relaciones de dominación y control que establecen una separación jerárquica entre “el que sabe” y el que no; entre quien dice lo que debe hacerse y el que debe obedecer; entre quien enseña y quien aprende. Este mismo patrón puede observarse en la separación jerárquica que se ha establecido entre política y práctica educativa, la primera por encima de la segunda. Con unas cuantas excepciones, esta configuración del núcleo pedagógico permanece prácticamente intacta.

El buen aprendizaje, en contraste, ocurre en relaciones horizontales de diálogo, cariño y aprendizaje mutuo. Esto es algo que afirmaba hace medio siglo Freire (1970). Hattie (2009, p. 25) sintetiza de la siguiente manera su examen de más de 800 metaanálisis de estudios que miden e identifican las prácticas docentes con mayores efectos en los resultados de aprendizaje de los estudiantes: “mientras más el estudiante se convierta en maestro y mientras más el maestro se convierta en aprendiz, mejores serán los resultados”.7

Además del aprendizaje, otros dos propósitos clave de la educación están en juego en el terreno del núcleo pedagógico: el bienestar y la democracia. El estrés y el aburrimiento definen a la escuela convencional, así como la reducción en los niveles del compromiso y entusiasmo de los estudiantes con la escuela y la práctica eliminación de su creatividad e imaginación conforme los estudiantes avanzan en su paso por la misma (Rincón-Gallardo, 2020a). Descubrimientos recientes de la neurociencia revelan que en condiciones de aburrimiento en que uno debe mantener altos niveles de atención (léase aquí aprender a que te enseñen), el cerebro reacciona de manera prácticamente idéntica a cómo reacciona al peligro, enviando señales para la excreción de las hormonas que activan la respuesta de “pelear o huir”. Las ciencias del desarrollo infantil destacan la importancia para el desarrollo saludable de los niños, las relaciones de cariño y apoyo con los adultos y el tipo de vínculos que nutren el interés y compromiso de los estudiantes, sus competencias sociales, su regulación emocional y su disposición a enfrentar desafíos (Osher et al., 2018).

Finalmente, en el núcleo pedagógico se juega también la democracia. El núcleo pedagógico está moldeado por y reproduce relaciones de poder. Su configuración convencional de dominación y control resulta más adecuada para cultivar actitudes, mentalidades y comportamientos afines a los regímenes autoritarios que a las democracias robustas. En efecto, aprender a que te enseñen es aprender a obedecer, a mantener una actitud pasiva y a dar por cierto lo que te dice la autoridad. En contraste, las democracias robustas -al igual que el buen aprendizaje- requieren ciudadanos que practican la autonomía, la participación activa y el pensamiento crítico. Transformar el núcleo pedagógico no es sólo la vía más directa para cultivar el aprendizaje y el bienestar de los estudiantes, sino también para cultivar las mentalidades y actitudes necesarias para construir democracias robustas.

La exposición constante de los estudiantes a relaciones de dominación y control en las aulas y las escuelas -sin importar las buenas intenciones de docentes y directores escolares- socavan el aprendizaje, el bienestar y la democracia. En contraste, éstos encuentran terreno fértil en relaciones de cuidado (Osher et al., 2018), diálogo (Freire, 1970), aprendizaje mutuo (Hattie, 2009) y solidaridad (Freire, 1970; Rincón-Gallardo, 2019), en las que ambas partes aprenden y se transforman en el proceso. Transformar de manera fundamental el núcleo pedagógico de modo que aprendices y educadores interactúen en presencia de múltiples objetos de conocimiento en relaciones de diálogo, cariño y aprendizaje mutuo representa, entonces, una vía directa y potente para cultivar simultáneamente el buen aprendizaje, el bienestar y la democracia. Implícita en esta configuración del núcleo pedagógico está un cambio fundamental en el rol de los estudiantes en el proceso de aprendizaje: no como receptores, sino como agentes activos en el proceso de decidir qué, cómo, cuándo y con quién aprender.

El cambio educativo como movimiento social

Una frase sencilla integra los cuatro propósitos para la educación que he propuesto aquí: Aprender es una práctica de libertad. La libertad es, en esencia, lo que uno ejercita y logra al encaminarse a conocerse a sí mismo, aprender y pensar por sí mismo, cuidar de sí mismo, de otros y del planeta y mejorar el mundo. Prácticamente todo lo que hemos aprendido bien lo hemos aprendido en condiciones de libertad: con autonomía para determinar qué, para qué, cuándo, cómo y con quién aprender, con la confianza para equivocarnos una y otra vez sin temor, involucrándonos de lleno, tanto intelectual como emocionalmente, asumiendo la responsabilidad de nuestros intentos y sus resultados, utilizando nuestro mejor juicio para determinar qué está funcionando, qué no, y qué hacer distinto la próxima vez.

Aprender es una práctica de libertad. La idea es tan simple y, no obstante, cambia todo. Porque el aprendizaje como práctica de libertad está prácticamente ausente en la mayoría de las aulas, las escuelas y los sistemas educativos alrededor del mundo. La experiencia hegemónica es aprender a que te enseñen. Con su triple función histórica de proveer custodia, control y clasificación, la escolarización impide más que propicia el buen aprendizaje, el bienestar, la democracia y, a final de cuentas, la libertad.

Liberar el aprendizaje requiere un cambio cultural profundo y generalizado: requiere transformar de raíz cómo pensamos y practicamos la enseñanza, el liderazgo, la gestión de las escuelas y los sistemas educativos y, más ampliamente, la política educativa. A lo largo de la historia, el vehículo más potente del que se ha servido la humanidad para transformar la cultura de manera profunda y generalizada han sido los movimientos sociales. Por eso, en la lógica de operación de los movimientos sociales podemos encontrar algunas de las claves para liberar el aprendizaje (Rincón-Gallardo, 2019).8 El concepto de movimiento social ofrece una metáfora potente para un nuevo paradigma que oriente cómo pensamos y promovemos el cambio educativo. Este paradigma contrasta de formas fundamentales con la gestión científica, el paradigma que por más de un siglo ha inspirado el diseño y la operación de múltiples organizaciones e instituciones, incluida la escuela obligatoria (ver Mehta, 2013).

Al contrastar la gestión científica y los movimientos sociales como paradigmas del cambio educativo no estoy proponiendo una separación binaria entre ambos, sino simplemente subrayar rasgos fundamentales que destacan más en cada uno. La gestión científica depende del control y la obediencia, mientras que los movimientos sociales dependen de la autonomía y creatividad de sus miembros. El liderazgo en la gestión científica es de naturaleza jerárquica, en tanto que en los movimientos sociales es más distribuido. La gestión científica aspira a la eficiencia y a la productividad, mientras que los movimientos sociales buscan crear un sentido individual y colectivo de eficacia y aprendizaje. El mecanismo de operación de la gestión científica son las instrucciones, los mandatos y la rendición de cuentas externa. Los movimientos sociales operan a través del diálogo, la deliberación colectiva y la rendición de cuentas interna. La gestión científica requiere para su éxito recursos e incentivos externos. Los movimientos sociales dependen de la motivación intrínseca y la inventiva de sus miembros. La gestión científica busca la estabilidad. Los movimientos sociales buscan la renovación cultural. La gestión científica tiende a buscar cambios paulatinos e incrementales. Los movimientos sociales son fuerzas revolucionarias de cambio. En resumen, la gestión científica ofrece un medio técnico para controlar la actividad humana. En contraste, los movimientos sociales desatan la agencia y la dignidad humanas en busca de la transformación cultural generalizada (Rincón-Gallardo, 2020b).9

La noción del cambio educativo como movimiento social que aquí propongo no es simplemente una elucubración teórica, sino que surge de los esfuerzos por explicar ejemplos existentes de cambio pedagógico generalizado que ya han empezado a surgir en diversas partes del mundo. En particular, el Sur Global ofrece ejemplos de iniciativas exitosas de cambio pedagógico generalizado que han transformado de forma radical el núcleo pedagógico en escuelas que atienden a comunidades históricamente marginadas, haciéndolo a escala (cientos o miles de escuelas) y logrando mejoras medibles en los resultados de los estudiantes, a un ritmo más rápido y a veces superando los logros de las escuelas que atienden a estudiantes más privilegiados (Farrell, Manion y Rincón-Gallardo, 2017). Éstos incluyen el Proyecto de Comunidad de Aprendizaje (también conocido como Redes de Tutoría) en México, la Escuela Nueva en Colombia, el Aprendizaje Basado en la Actividad en el estado sureño de Tamil Nadu en India y Escuelas Comunitarias en el norte de Egipto. Aunque se desarrollaron independientemente unos de otros, estos casos tienen varias características en común, entre ellas:

  • enfoque en pedagogías centradas en el alumno;

  • énfasis en atender a comunidades remotas e históricamente marginadas;

  • arraigo en la cultura y la historia locales;

  • surgimiento como iniciativas a la base del sistema educativo;

  • evolución hacia políticas a gran escala, con acceso al poder institucional;

  • esfuerzos deliberados por cambiar la relación entre la dirección central y las escuelas, y

  • éxito en la mejora de los resultados de los alumnos, aunque el aumento de las medidas estándar no fuera un aspecto central de sus estrategias.

La génesis y desarrollo de iniciativas como ésta se asemejan más a los movimientos sociales que a los programas o políticas educativos convencionales. De hecho, al menos tres de los cuatro casos han sido descritos como movimientos sociales en distintos momentos por diferentes académicos que, hasta hace poco, no conocían el trabajo de los demás (véase Niesz y Krishnamurthy, 2013; Rincón-Gallardo y Elmore, 2012; Zaalouk, 2006). Promueven cambios fundamentales en los patrones dominantes de interacción social; en particular, están redefiniendo cómo interactúan los adultos y los jóvenes en las aulas, y cómo interactúan entre sí la política y la práctica (a través de relaciones horizontales de diálogo e influencia mutua, en lugar de relaciones verticales de dominación y control). Se basan en la participación voluntaria y el ingenio, y crean capacidad colectiva para movilizarse y cambiar lo que se interpone en sus esfuerzos de cambio.

Sin duda, los ejemplos de transformación pedagógica generalizada que se analizan aquí tienen sus desatinos, limitaciones y puntos. Todos han tenido historias de reducción de escala, marginación repentina de los sistemas educativos donde operan o burocratización de sus pedagogías originales y orgánicas en muchos sitios; en al menos un caso, la evidencia del impacto en los resultados de los estudiantes es mixta y no concluyente. Por imperfectos que sean, en su génesis y desarrollo como movimientos sociales destinados a transformar de forma radical la enseñanza y el aprendizaje en miles de escuelas residen importantes claves para un nuevo paradigma del cambio educativo.

Las múltiples sacudidas que nos ha traído y nos traerá el colapso civilizatorio y planetario en que estamos ya inmersos han abierto, y seguirán abriendo, múltiples oportunidades para plantearnos preguntas existenciales respecto a qué da sentido a nuestras vidas, qué es lo que verdaderamente importa, para qué educamos. Experiencias como la pandemia por Covid-19 nos han enseñado que cuando lo necesitamos o cuando nos lo proponemos, podemos aprender de una manera mucho más acelerada que la que hubiéramos imaginado. La rapidez con que maestros a lo largo del mundo aprendieron a utilizar tecnologías de la comunicación para poder encontrarse y atender a sus estudiantes durante el cierre de escuelas a lo largo del mundo es un ejemplo sumamente claro de la tremenda capacidad humana de aprender y adaptarse. El sentido individual y colectivo de urgencia que viene forjándose por encontrar un propósito educativo que valga la pena, en combinación con la confianza que hemos ganado sobre nuestra capacidad para aprender -tanto individual como colectivamente- a hacer cosas que antes hubieran parecido imposibles, ofrecen un campo fértil para una nueva ola de movimientos sociales para liberar el aprendizaje.

Liderazgo para liberar el aprendizaje

Movilizar corazones, mentes y manos

Llevo ahora el contraste entre los dos paradigmas del cambio educativo que recién he discutido al terreno del liderazgo. El liderazgo para liberar el aprendizaje no consiste tanto en gestionar y controlar la actividad humana, cuanto en desatar lo mejor de su creatividad; no tanto en asegurar la obediencia, cuanto en encender la motivación intrínseca de la gente; no tanto el control, cuanto la renovación cultural. Su metáfora es menos la máquina y más el espíritu humano. El rol de los líderes comprometidos con liberar el aprendizaje consiste menos en implementar las políticas y lineamientos del sistema educativo y más en catalizar y sostener movimientos que redefinan fundamentalmente cómo pensamos y practicamos el aprendizaje, la enseñanza y el liderazgo en aulas, escuelas y sistemas educativos. Se trata de crear y sostener las “islas de cordura” de las que habla Wheatley (2017).

Ganz (2010) propone que los líderes más efectivos son capaces de movilizar tres aspectos de las personas con quienes trabajan: corazón, mente y manos. El corazón es el ámbito de las emociones. Los movimientos sociales dependen de la participación voluntaria y amplia de sus miembros. Por esta razón, enfrentan el desafío constante de apoyarles para superar las emociones que mantienen el status quo -miedo, apatía, inercia, impotencia y aislamiento- y para que conecten y actúen en respuesta a emociones que fomentan la acción colectiva intencional -esperanza, indignación, urgencia, eficacia, solidaridad-. La mente es el ámbito de la reflexión que involucra la consideración cuidadosa de las opciones disponibles; el diseño de estrategias y tácticas con buenas probabilidades de éxito, y atención a los cambios y las oportunidades que van surgiendo en el escenario social y político. Por último, las manos son el ámbito de la ejecución: poner en marcha acciones y tácticas para dar vida a la estrategia del movimiento. Discuto brevemente aquí en qué consiste el liderazgo en cada uno de estos tres ámbitos.

Movilizar corazones: forjar un propósito compartido. Como ha dicho Wheatley (2002, s. p.), “no hay poder para el cambio mayor que una comunidad que descubre lo que le importa”. En especial en tiempos de colapso como los actuales, una función central del liderazgo es forjar unidad alrededor de un propósito compartido que pueda galvanizar lo mejor de la reflexión y la acción del grupo. Liberar el aprendizaje, junto con los cuatro propósitos para la educación que he propuesto aquí, puede ofrecer un buen propósito que galvanice el esfuerzo colectivo de maestros, líderes educativos y otros aliados para construir una versión mucho mejor de la educación pública y, con ello, mantener viva la llama del espíritu humano.

Movilizar mentes: aprendizaje continuo. Los maestros más efectivos aprenden con sus estudiantes (Hattie, 2009). Los líderes escolares más efectivos aprenden con sus maestros (Robinson, 2011). Los sistemas educativos más efectivos aprenden con sus escuelas (Anderson y Rincón-Gallardo, 2021; Brandon et al., 2015). Fullan (2020) ha sintetizado este hallazgo en el concepto de líder aprendiz: alguien que crea las condiciones para que todos aprendan a la par que aprende junto con ellos sobre lo que funciona y lo que no. Los líderes más efectivos serán aquellos que establezcan procesos y culturas donde tanto ellos como las personas en sus equipos leen constantemente los cambios en su entorno para identificar riesgos y oportunidades; identifican talentos internos y los ponen al servicio de una agenda compartida de cambio; asumen simultáneamente el rol de expertos (en sus áreas de mayor experiencia) y aprendices (en las áreas en las que tienen menor familiaridad), y hacen de su propio aprendizaje una práctica visible. Cambios en nuestros contextos tan drásticos y dramáticos como los que ahora están teniendo lugar nos obligan a todos a tomar el rol de aprendices -a reflexionar y actuar, con información incompleta, en condiciones de incertidumbre-. Y esto, tan aterrador como puede ser, abre también múltiples oportunidades para asumir el rol de aprendices permanentes. Hay que mantener este ímpetu para que la práctica de aprender en público sea, de ahora en adelante, el trabajo constante de todos.

Movilizar manos: desarrollar capacidad para colaborar con efectividad. Por último, está el terreno de la acción. La eficacia colectiva de los maestros es el factor con mayor impacto en el aprendizaje de los estudiantes. La magnitud de su efecto es de al menos el doble y, en ocasiones, más del triple de la de factores que hasta hace poco se consideraban los más fuertemente relacionados con el aprendizaje de los niños, tales como su estatus socioeconómico, el involucramiento de sus padres, el nivel de esfuerzo y empeño del estudiante, su nivel de desempeño previo, entre otros (Donohoo, 2016). Responder con efectividad a los desafíos que nos presenta el colapso requerirá nuevas y mejores formas de colaboración -al interior de las escuelas y los sistemas educativos, pero también entre las escuelas, las familias, las comunidades y la sociedad en su conjunto-. Dicho esto, es claro ahora que colaborar efectivamente no es cosa fácil (Rincón-Gallardo y Fullan, 2016). El liderazgo para el cambio será efectivo en la medida en que logre convertirse en fuerza que cree culturas y prácticas de colaboración eficaz, en las que líderes, maestros, estudiantes y otros aliados analicen constantemente sus prácticas de enseñanza y liderazgo a la luz de evidencia disponible sobre el aprendizaje de los estudiantes y la práctica pedagógica de los maestros, y diseñen, pongan a prueba y refinen constantemente estrategias para liberar el aprendizaje.

Mantener viva la flama del aprendizaje

Los humanos estamos dotados biológica y genéticamente con el poder para aprender. Este poder, no obstante, en muchos casos se encuentra enterrado bajo una carga pesada de creencias que hemos acumulado a lo largo de los años, en gran medida en nuestro paso por la escuela: que soy muy distraído, que hago muchas preguntas, que no soy bueno para las matemáticas, que no soy lo suficientemente inteligente… En nuestro poder para aprender, y en particular en el poder para aprender de nuestros niños y jóvenes reside una de nuestras mayores esperanzas para el sustento de la vida y del espíritu humano. La especie humana debe su sobrevivencia a su extraordinaria capacidad para aprender y adaptarse rápidamente a cambios -en ocasiones extremos- en su entorno. En tiempos de colapso como los actuales, nuestro poder para aprender, y en particular el poder para aprender de nuestras niñas, niños y jóvenes, será uno de los requisitos básicos para encontrar salida a los múltiples, enormes y complejos problemas que habrá que enfrentar para mantener vivo el espíritu humano y la vida en el planeta.

Podemos pensar en el poder para aprender de nuestros niños y jóvenes como una flama tenue, y en el contexto actual de colapso, como uno cargado de viento, tormentas y huracanes que amenazan con extinguirla. Si creemos en la importancia que tiene mantener viva esta flama para la sobrevivencia del espíritu humano, se sigue que una de nuestras tareas fundamentales es proteger esta flama. Lo que nos corresponde, entonces, es crear santuarios -en nuestras aulas, nuestras escuelas, nuestros sistemas educativos, en tantos espacios como podamos- que protejan, alimenten, hagan crecer y siempre que sea posible extiendan la flama que es el poder para aprender de nuestras niñas, niños y jóvenes. Ésta es la naturaleza del trabajo que tenemos delante. No será tarea fácil. La escuela es, por su naturaleza social y política, un espacio de encuentros y desencuentros, pugnas y confrontaciones de ideas, creencias y prácticas. La complejidad de la escuela y las dinámicas culturales, políticas y sociales que produce y de las que es resultado, no obstante, no son razón suficiente para desistir del intento por hacer de las aulas, las escuelas y los sistemas educativos, santuarios que protejan y alimenten el poder para aprender de niñas, niños, jóvenes y adultos.

Son y vienen tiempos de profunda oscuridad, tragedia, muerte y sufrimiento. Y no tengo razón alguna para pensar que el espíritu humano saldrá bien librado del masivo colapso en que estamos inmersos. Pero no creo que lo que corresponda sea rendirnos. Creo más bien que hay que dedicar nuestro mejor esfuerzo a proteger y alimentar, desde donde estemos, con lo que tengamos y como podamos, la tenue llama que es el poder para aprender de nuestras niñas, niños y jóvenes. No porque creo que vayamos a lograrlo, sino porque hacerlo es lo correcto.

Ya vendrán nuevas épocas doradas de prosperidad humana y armonía entre las diversas formas de vida en el planeta. Espero. Pero ésta no es una de ellas. Y muy probablemente ni a nosotros ni a nuestros hijos les toque vivirlas. Pero estas nuevas épocas sólo serán posibles si un número suficiente de humanos dedicamos lo que nos queda de vida para mantener vivo el espíritu humano. El Dalai Lama lo dijo muy bien en su respuesta a Margaret Wheatley cuando ella y otros activistas expresaban su desesperanza con el limitado alcance de sus esfuerzos por crear un mundo mejor. “No se preocupen por eso”, dijo, “sus esfuerzos verán sus frutos. En unos 700 años” (Wheatley, 2020, s. p.). Suficiente razón, creo yo, para dedicar nuestro mejor esfuerzo a proteger, alimentar y diseminar la flama de nuestro poder para aprender y el de nuestras niñas, niños y jóvenes. Hagámoslo.

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1 Las dos referencias que hago aquí al pensamiento de Antonio Gramsci no cuentan, hasta donde entiendo, con fuentes directamente verificables, pero se atribuyen frecuentemente a él, y son consistentes con su filosofía.

3La limitada extensión e influencia de los esfuerzos por transformar las aulas y escuelas en entornos productivos de aprendizaje se ilustra en trabajos como el clásico artículo de Elmore (1996) titulado “Llevar a gran escala las buenas prácticas educativas”, en el que, haciendo referencia a un exhaustivo estudio de Cuban (1984) sobre los efectos de las reformas curriculares y pedagógicas en las escuelas y las aulas de los Estados Unidos entre 1890 y 1980, concluye que aun en los casos en que nuevas ideas sobre educación y pedagogía han buscado transformar radicalmente la enseñanza y el aprendizaje en escuelas y sistemas escolares, el núcleo pedagógico ha cambiado muy poco, y los cambios perceptibles ocurren en una proporción pequeña de aulas y escuelas y no han durado mucho en los pocos sitios en que se han adoptado. Más recientemente, Mehta y Fine (2019) se propusieron mapear el terreno de las escuelas preparatorias de los Estados Unidos que promueven el aprendizaje profundo y encontraron más bien una distancia abismal entre aspiraciones y realidad. Como regla general, encontraron que, si seguían a un estudiante a lo largo de un día escolar regular -en escuelas ya seleccionadas como modelos de aprendizaje profundo-, alrededor de una de cada cinco clases a las que acudía tendría aspectos característicos de los entornos y prácticas pedagógicas que posibilitan el aprendizaje profundo.

4Mi afirmación de que aprender a que te enseñen es una experiencia compartida en la mayoría de las salas de clase alrededor del mundo es consistente con la tendencia internacional hacia la estandarización, las pruebas estandarizadas y la rendición de cuentas punitiva que han documentado expertos internacionales como Hargreaves y Shirley (2012). Esta afirmación encuentra sustento adicional en la práctica ausencia de evidencia internacional que demuestre la existencia de sistemas educativos donde la experiencia de aprender a aprender sea más frecuente y tenga un mayor énfasis que la experiencia de aprender a que te enseñen -a nivel de sistemas educativos, no de escuelas o aulas individuales-. Naciones como Finlandia y Escocia han avanzado de maneras importantes en crear sistemas educativos (en especial en la educación inicial y la educación primaria) que centran sus esfuerzos en el aprendizaje, el bienestar y el desarrollo integral de niñas y niños. Pero sistemas como éstos representan contadas excepciones que simplemente confirman la hegemonía de la cultura escolar convencional como vehículo para que los estudiantes aprendan a que les enseñen.

5La crítica a la escolarización que he articulado aquí no es nueva. En la década de los setenta, en su clásico La sociedad desescolarizada, Illich (1970) advertía que, tras rebasar ciertos límites de escala, las instituciones comenzarían a dirigir sus funciones hacia su propia perpetuación, alejándose -y de hecho obstaculizando- los propósitos para los que habían sido creadas: los sistemas médicos creando enfermedad y muerte (en la actualidad los errores médicos se cuentan entre las tres causas principales de muerte en Estados Unidos, junto con las enfermedades del corazón y el cáncer), las super carreteras creando enormes congestionamientos, las escuelas impidiendo el aprendizaje. Algunos años después, Holt (1977), apasionado educador y elocuente crítico de la escolarización, señalaba con agudeza que, si las escuelas fueran las responsables de enseñar a los pequeños a hablar, el mundo estaría lleno de mudos y tartamudos. A inicios de los años noventa, John Taylor Gato, maestro del año en el estado de Nueva York, anunciaba en un artículo de opinión en The Wall Street Journal su decisión de renunciar a la enseñanza porque no estaba dispuesto a continuar lastimando a niñas y niños. Hace una década, Olson (2009) se propuso entrevistar a una gran variedad de profesionales consumados con la intención de identificar sus experiencias más potentes de aprendizaje en la escuela. Lo que encontró da título a su libro: Herido por la escuela. Éste fue el tema que consistentemente encontró en las narrativas de la gente entrevistada, quienes en su mayoría forjaron su éxito a pesar de, más que gracias a, la escuela. Ken Robinson, en su popular charla TED, ha explicado elocuentemente cómo las escuelas destrozan la creatividad y la curiosidad natural de niñas y niños. Más recientemente, Wagner y Dintersmith (2015) sostuvieron que la mayoría de lo que las escuelas están enseñando a los niños es irrelevante. Y la lista continúa.

6He reemplazado intencionalmente los términos maestro, estudiante y contenido de la definición original de Richard Elmore con sus equivalentes educador, aprendiz y objeto de conocimiento. El reemplazo obedece a que los tres términos alternativos que propongo permiten un rango más amplio de posibles actores y roles. Al usar estos conceptos, cualquiera puede jugar el rol de educador (no sólo el “maestro” sino también el “estudiante” u otros adultos) o aprendiz (incluyendo a los maestros). Más. aún, el término “objeto de conocimiento” permite un rango mucho más amplio de posibles objetos que pueden convocar el encuentro de educadores y aprendices en la búsqueda de sentido/aprendizaje, incluidos, pero sin limitarse, a los contenidos curriculares oficiales. Abre además la posibilidad a un rango más amplio de opciones respecto a qué se considera como conocimiento válido y quién lo decide.

7Mi argumento en defensa de relaciones más horizontales de diálogo y aprendizaje mutuo en el núcleo pedagógico no representa un llamado a disolver la “autoridad” docente, sino al cultivo de una forma de autoridad más profunda y potente: el tipo de autoridad que desata lo mejor de la creatividad, el juicio y el aprendizaje de los estudiantes, en lugar de exigir obediencia, dar órdenes -es decir la autoridad del verdadero líder, no la del jefe-. Prácticas como la cátedra convencional, o “instrucción directa” que Hattie (2009) identifica como práctica docente con alto impacto en los resultados de aprendizaje de los estudiantes, tienen todavía cabida en el contexto de relaciones más horizontales al interior del núcleo pedagógico que aquí propongo.

8No busco aquí idealizar a los movimientos sociales. No todos los movimientos sociales son inherentemente virtuosos; algunos adoptan y diseminan ideologías basadas en el odio y la intolerancia, y muchos pueden terminar por crear problemas mayores o más profundos que los que buscan resolver. Mi intención es más bien argumentar que en la lógica de operación de los movimientos sociales, en cuanto agentes colectivos de transformación cultural, residen algunas de las claves para convertir las escuelas y sistemas educativos en entornos productivos de aprendizaje en que niños, jóvenes y adultos redescubren y reactivan su poder para aprender. Propongo a los movimientos sociales como metáfora para redefinir cómo pensar y llevar a cabo el cambio educativo, en la búsqueda de una “causa” ‒liberar el aprendizaje‒ que nos puede acercar más a nuestra humanidad compartida.

9Desde luego, no asumo aquí que todos los movimientos sociales sean inherentemente virtuosos -ya sea en las causas o los medios que utilizan para alcanzarlas-. Hay movimientos sociales que adoptan y esgrimen ideologías basadas en el odio y la intolerancia. Mi intención aquí no es idealizar a los movimientos sociales, sino identificar en ellos y en su lógica de operación una metáfora útil y evocadora que nos ayude a redefinir cómo pensamos y promovemos en cambio educativo en busca de una “causa” -liberar el aprendizaje- que puede acercarnos más a nuestra humanidad compartida.

Recibido: 17 de Agosto de 2023; Aprobado: 07 de Noviembre de 2023

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