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Interpretatio. Revista de hermenéutica

versión On-line ISSN 2448-864Xversión impresa ISSN 2683-1406

Interpret. Rev. herméneut vol.8 no.1 Ciudad de México mar. 2023  Epub 12-Mayo-2023

https://doi.org/10.19130/irh.2023.1.021x54s0075 

Artículos

Mundo, milagro y ley en La bicicleta de Sumji de Amós Oz

Fate, Miracle and Law in Amos Oz’s Soumchi

1Instituto de Filosofía de la Universidad Veracruzana, email: amena992@gmail.com


Resumen:

A partir de una lectura de La bicicleta de Sumji de Amós Oz, el presente ensayo reflexiona sobre la relación entre dos oposiciones paralelas: por un lado, el mundo entendido como engranaje sujeto a la necesidad, frente a su opuesto, el azar o “milagro”. Por el otro, el milagro mismo, en cuanto se refiere a un azar venturoso, contrapuesto a la ley del padre, orden de la ética que se convierte en espacio de responsabilidad en la creación de un mundo justo. Estas oposiciones no son excluyentes sino a veces, incluso, complementarias; funcionan, más bien, como polos de una ecuación donde ninguno de los términos anula a su contario. Sugerimos que si el milagro se muestra como interrupción propicia frente al rigor del mundo, es la ética la que permite fincar una confianza básica y una afirmación del mundo más alegre y duradera.

Palabras clave: mundo; milagro; ley; confianza; alegría; justicia; Amós Oz

Abstract:

In this reading of Amos Oz’s short story La bicicleta de Sumji (Sumji’s bicycle) we wish to explore the relationship between two parallel and opposing issues: on the one hand, a clock-work world deterministically organized versus the feasibility of miracle and chance reshaping reality. On the other hand, between the miraculous, as something beyond our control, versus the Law of the Father, or ethics, conceived as the human responsibility to bring about love and justice. These contradicting drives are not mutually exclusive, but rather may somehow be complementary. Neither of them cancels the other. We suggest that even if chance and the miraculous emerge as a timely interruption of the world’s sternness, it is ethics that allows us to ground our basic trust in the world and our more lasting and joyful acceptance of its mysteries.

Keywords: world; trust; law; miracle; joy; justice; Amos Oz

De todos los cuentos para niños -o al menos aptos para niños, cuentos cuyo narrador es un niño-, La bicicleta de Sumji, de Amós Oz, es uno de los más hermosos y profundos que conozco. Aunque debo decir que, con la proliferación

de literatura dirigida a los niños, es muy difícil establecer, hoy por hoy, qué es un cuento infantil, si tiene un estatuto diferente al de la generalidad de la literatura, si cuenta con parámetros propios y toda una serie de interrogantes. No me detendré en esas cuestiones. Digamos que La bicicleta de Sumji es, simplemente, un relato cuyo narrador es un niño, el protagonista, y que aborda cuestiones que les interesan a niños no demasiado pequeños. En todo caso, me parece, es un texto igualmente significativo para pequeños y adultos, lo cual lo pone en el campo de la literatura a secas.

Se trata de una historia que narra cómo le regalaron una bicicleta a nuestro amigo, Sumji, y por qué le llaman Sumji, en primer lugar; de su imaginación y curiosidad desbordada -como la de tantos niños-. Este iba a irse a Obangui-Shari, en el corazón del África, él solo con su bicicleta; iba a pelear con los salvajes, además de otras misiones importantes, como derrotar a los ingleses, quienes en ese momento dominaban la tierra de Palestina. Referiré la anécdota a grandes rasgos, aunque la mera historia nunca da cuenta de la riqueza de una obra de ficción, de cómo se desenvuelve y genera una atmósfera, ni de los comentarios y ramificaciones que completan y enriquecen la narración. Lo cuento porque es necesario para poner al lector en la huella de lo que hará el marco y el espíritu de nuestras reflexiones.

Tenía Sumji un par de amigos en la escuela y un puñado de “enemigos”, compañeros más fuertes o menos dados a imaginaciones extraordinarias. Por otro lado, nos enteramos que este niño inquieto y perspicaz está enamorado de una niña de su salón, Esti o Esther, una niña de trenzas bien peinadas y cuadernos muy limpios. Como es propio y natural -al menos según la historia-, Sumji le demuestra su amor jalándole las trenzas, pegándole el suéter con chicle y algunas otras lindezas bien conocidas de la edad. Esti se enfurece y lo desprecia, le llama “piojo” y cosas peores. Pero Sumji también le escribe poemas de amor cuando está solo. Aunque, claro, no se los enseña ni osaría hacerlo.

El tío Zemaj, un tío “loco” o “excéntrico”, “estraperlista” para más datos, al que la familia se refiere siempre con desconfianza y cierta desesperación, le regala a Sumji, para su cumpleaños, una bicicleta usada: una bicicleta completa con faros y frenos, claxon y todo lo que debe tener, salvo el barrote que iba del eje al asiento, ya que pasaba por debajo. Entonces, loco de contento, se va por el barrio a presumirla frente a sus amigos y enemigos, quienes se sorprenden, en efecto, y con malicia atinan a exclamar: “A Sumji le han reglado una bicicleta de niña”. Sumji no hace caso de esos comentarios envidiosos; bueno, no demasiado. Para él, se dice, es una bicicleta perfecta y con ella irá al corazón del África. Antes de partir, sin embargo, va a mostrarle el regalo a su amigo Aldo, porque sabe que él sí lo sabrá apreciar. Aldo se fascina con el artefacto pues, aunque sus papás le compran de todo y tienen una casa muy grande, no le permiten tener una bicicleta. Aldo no repara o no le aflige que sea una bicicleta sin el barrote en el lugar correcto, y juntos la esconden en el patio de atrás de su casa. Luego le muestra a su amigo un tren nuevo, enorme y a control remoto, que Sumji solo habría visto en los aparadores, y que lo deja hechizado. Entonces, Aldo le propone un trato: le cambiará la bici por su tren. Bueno, no por todo el tren, sino solo por una parte: una sola locomotora y algunas colinas y árboles que Sumji podría escoger. También le dice que debe firmar un contrato. Sumji, imaginando ya toda serie de nuevas aventuras por los caminos donde pasaría su locomotora y todo lo que iba suceder, firma y se lleva la parte del tren acordada a cambio de la bicicleta.

Un poco más adelante, caminando hacia su casa, mientras anota en el cuaderno que le gustaba llevar consigo una consigna mal hecha y mal escrita contra los ingleses, aparece Goel Germansky, del bando contrario, el niño más alto y grande de la clase, el golfo del salón, como se le consideraba en el barrio, que era el que había escrito la frase. Al ver que su compañero anotaba la consigna y que además llevaba una bolsa bajo el brazo, se muestra hosco, lo llama “soplón” e insiste en que le muestre el contenido de su paquete. Sumji se resiste, el otro lo zangolotea un poco y al final, entre amenazas y empujones, se queda con el tren. Pero no lo roba, dice; insiste en que se trata de un “trueque”: le dejará a su perro a cambio. El perro no tiene ninguna intención de quedarse con Sumji, pero Goel le da una orden terminante. Sumji, tanto como el perro, debe aceptar, de modo que, un poco tímidamente, comienza a planear los peligros que podría sortear con su nueva mascota. Sin embargo, después de un rato, cuando Germansky ya se ha alejado, se alcanza a oír un silbido distante y el perro jala tan fuerte que logra zafarse de la cuerda que lo ata para salir corriendo en busca de su verdadero amo. Además, “el golfo” le hace saber que todos conocen los poemas de amor que le escribió a Esti y hasta tienen el cuaderno en su posesión. Derrota total.

Tenemos ahora a Sumji sin su bicicleta, sin la parte del tren que había aceptado canjear y sin el perro que le habían dejado a cambio. Nada. Comenzaba a anochecer, debía estar ya en su casa, pero no se atreve a regresar enteramente desposeído, quién sabe qué diría su padre o qué podría suceder. “Así es la vida”, piensa Sumji. Triste y desanimado, seguro de que a nadie le importaba su suerte, se sienta en el patio de la Sinagoga de la Fe, lamentando que las cosas se dieran vuelta todo el tiempo. Y así, lamentando y aquilatando puntualmente las distintas opciones que se le ofrecían dadas las circunstancias, observa que frente a él brilla un objeto pequeño y plateado. Se acerca y ve un sacapuntas de metal, no nuevo, pero pesado, que bien servía para afilar lápices, pero podía también fungir como tanque de guerra. De modo que lo toma en su mano, lo siente en su frescura y pesadez y corre de regreso a casa, “pues ya no tenía las manos vacías”.

Su padre no parece ser de la misma idea: ¡¿dónde está la bicicleta?! ¡Y regresar de noche, después de la hora que se le esperaba para cenar! Sumji lo sabe. Por eso mantenía la mano en el bolsillo aferrándose al sacapuntas. El padre lo interroga con una cortesía estudiada y fría; le pregunta quién tiene su bicicleta, lo que Sumji se niega a contestar. Luego el padre le pide que enseñe su tesoro, dado que compensa por la bicicleta original y Sumji también se niega. El padre, enfurecido, le tira una bofetada y luego otra y Sumji sale corriendo de la casa, decidido a no volver jamás, corriendo hasta llegar a las montañas del Himalaya. De pronto, tras subir por la calle Gueulá, siente cómo la tristeza y la humillación le caen encima y se tumba en un escalón frente a la tienda del señor Bialig, ya cerrada porque son las nueve, hora oscura en la que la gente está en casa, preparándose para descansar. Solo le queda el sacapuntas y jura no separarse de él ni cederlo ante nadie.

Sentado allí, o tirado frente a la tienda del señor Bialig, llorando francamente (o, como él dice, “casi”), ve que un señor alto y delgado se acerca a él, como reconociéndolo. Es el padre de Esti, que iba de regreso a su casa caminando. Se acerca y le pregunta, no como a un niño, no como a alguien en falta o en desgracia, sino simplemente como a quien se encontrara en una situación comprometida, si podía hacer algo por él. Sumji se sorprende, se admira de ese trato tan respetuoso y directo; trata de ocultar que está solo y llorando; el ingeniero, padre de Esti, no insiste, solo sugiere caminar juntos, pues supone que se dirige a su casa. Sumji le dice que no tiene casa porque… ha perdido la llave. El ingeniero entonces le comenta que a él le había pasado lo mismo en una ocasión, y le sugiere que esa noche la pase con ellos. ¿En su casa? Aquella era una invitación inconcebible. Sumji se siente confundido: primero por aquel trato tan cortés, y, después, porque nunca, ni en su imaginación más alocada, se le hubiera ocurrido que entraría a aquel lugar, menos que pasaría una noche allí. Pero el padre le asegura que “Esti estará muy contenta de verte”.

De modo que se va con el ingeniero. Su esposa les ofrece a ambos algo de comer, mientras la niña termina su baño. Sumji y el ingeniero hablan como dos personas de juicio sobre política: negociar o no con el enemigo. Sumji alega la necesidad de defender por la fuerza los espacios que de otra manera les serían arrebatados; el ingeniero, la necesidad de llegar a acuerdos para establecer la paz. El ingeniero le dice que por lo visto “son de opiniones distintas”, pero no parece haber desdén ni burla en esa apreciación. Mientras tanto, Esti se presenta al llamado de su papá, se sorprende, y hasta se alegra de la visita -como había previsto el ingeniero-. El padre le pregunta a su hija si quiere invitarlo a su recámara, o si prefiere que se quede a pasar la noche en el sofá de la sala. Ella lo invita a su recámara.

Lleno de sorpresa y turbación, Sumji se ve en la habitación que nunca pensó conocer, con la niña que tanto ocupaba sus pensamientos. Después de un poco de charla entrecortada, ella le pregunta por los poemas de amor que había escrito, pero él niega que los hubiera escrito alguna vez. Lo niega enfáticamente hasta que por fin su corazón se desborda y cuenta todo: todos sus planes y sus temores, de cómo se pensaba ir en la bicicleta a conocer el Himalaya y a Obangui-Shari en el corazón del África, y de cómo había perdido su bicicleta, el tren, el perro e incluso a su familia. Solo le quedaba un sacapuntas que había encontrado. Entonces Esti lo conmina a que le entregue el sacapuntas y, tras cierta vacilación, él se lo da. Se lo da porque era lo único que tenía y se lo da en prenda de su devoción. Desde ese día hasta el final del verano fueron amigos y se quisieron a pesar de las burlas de los otros niños “y fueron días soleados”. Después terminó su amistad. Sumji no nos dice por qué; tal vez porque todo cambia y las preguntas se multiplican sin respuesta, reflexiona.

Hasta aquí la historia de Sumji y sus pérdidas, y del encuentro con el papá de Esti, y del amor que se desarrolla entre ellos, aunque después termine. Luego viene el Epílogo: “Epílogo. Bien está lo que bien acaba”. Y en el epígrafe que utiliza el narrador en cada capítulo, pone: “Que también puede pasarse por alto. Lo escribí solamente porque es lo que se espera”. En este, el narrador nos informa que, hacia medianoche, sus padres se presentan en casa de la familia Inbar (que así se apellidaba el ingeniero), un poco alterados y pálidos, buscando a su hijo. Que habían ido a preguntar por él en todo el barrio y entre los compañeros, amigos o enemigos de Sumji, hasta que la señora Soskin les dijo que había visto al niño llorando y luego caminar con el padre de Esti por la noche. También nos informa que al día siguiente, el padre de Sumji va a hablar con los padres de Goel y recupera el tren que este había tomado; que va a casa de Aldo a hablar, igualmente, con sus padres, les devuelve la parte del tren que había intercambiado por la bici, y recupera la bicicleta, contrato o no contrato.

En primer lugar, quisiera llamar la atención sobre el papel que juegan los adultos en esta historia. A diferencia de casi toda la literatura dirigida a los niños, donde los adultos representan la pérdida de ingenuidad, la falta de imaginación y el carácter estrecho de la vida sometida a regulaciones absurdas u opresivas, donde la infancia, en cambio, aparece como un orden de posibilidades múltiples y de intuiciones verdaderas -esas que los adultos han perdido-, en La bicicleta de Sumji ese no es el caso. El modelo literario de la infancia libre, candorosa y cercana a los valores fundamentales parece cristalizar en El Principito de Antoine de Saint-Exupery y repetirse a lo largo y ancho del espectro. En la obra que nos incumbe, en cambio, los adultos constituyen, en primera instancia, un principio de realidad. Los niños pueden tener una imaginación desbordada y eso está muy bien, pero los adultos están para cuidar esas vidas y esa imaginación y no solo para limitarlas. Este es un giro fundamental. No son perfectos, en absoluto; algunos, como el padre de Sumji, pueden ser violentos o amenazantes, pero aun él resulta un padre presente y capaz de hacerse cargo de los excesos perpetrados por la inmadurez. Los niños son niños y los adultos son adultos. No es poco lo que eso significa, como espero mostrar a continuación.

Sí, Sumji tiene una imaginación privilegiada que, como a todos los niños, le permite ganar guerras y hacer viajes extraordinarios sin el fardo que representa el mundo real. En este sentido, el tío Zemaj, un personaje que gana nuestra simpatía desde el principio tiene algo de ese “loco” no muy distinto a un niño capaz de saltar por encima de las reglas. Los adultos conocen las reglas y establecen las condiciones que permiten distinguir (idealmente, al menos) lo posible de lo imposible, los tratos justos de los injustos, lo deseable y lo deshonroso. Cuando eso falla, todavía está la ley, los tribunales, todo el sistema jurídico para intentar alcanzar alguna forma de justicia. En este sentido, los adultos son los guardianes del orden que da sentido al mundo. Y por eso han de ser los representantes de la ley ante los menores que dependen de ellos para sus vidas, así como soporte de esos hombres y mujeres que llegarán a ser.

Sabemos lo ambiguo y complejo de esta postura siempre al borde del colapso o la perversión: la ley ordena el mundo, funda la confianza básica en que dicho mundo es un lugar confiable o básicamente confiable; sostiene, por lo tanto, la amistad, la gratitud, la posibilidad de la enseñanza y el amor. Por otro lado, como también sabemos, como lo sospecha la cábala, el mal hace su entrada al mundo a través de las limitaciones y del rigor, es decir, a través de esa misma ley. El mal puede disfrazarse de legalidad y la ley convertirse en impostura. En esta tensión irreductible se despliega su poder. Pero es una tensión irrenunciable.

El padre de Sumji, decíamos, no es un personaje idílico, más bien lo contrario: un hombre adusto, distante, dado quizá a un ápice de exceso en su disciplina. Sin embargo, cuando el momento apremia, sabe qué debe hacer y lo hace sin dudar. No solo busca a su hijo y lo encuentra, haciéndole saber así que le es entrañable, sino que restablece el orden a partir del cual se constituye la significación: si los niños han enredado los hilos de la justicia con buena o mala conciencia (donde al final ha privado la ley del más hábil, del más rico o del más fuerte); el padre, junto con otros padres y madres de otros niños, regresan las cosas al punto de partida, donde no prevalece el capricho inmediato o la seducción del momento, mucho menos el engaño y el abuso. Un punto de partida donde las cosas vuelven a ese lugar anterior a la espiral donde no solo se perdió una bicicleta, sino un pedazo de tren y un perro ajeno. Donde solo quedó un sacapuntas tirado en la calle, un gran tesoro, es cierto, pero que era regalo del azar. Porque los niños no firman contratos ni pueden recurrir a los tribunales y aparatos de justicia cuando todo falla. Para eso están sus padres. ¿Pues cómo se podría amar si no hubiera ese sustrato preteórico y prerracional de confianza y buena fe? ¿Cómo podríamos hablar si no supiéramos que más allá de las ambigüedades del decir, nuestro interlocutor tomará nuestra palabra y la dará por buena?

Aunque el narrador quiere inducirnos a pensar que el tema recurrente, el tema que preocupa a Sumji es la inconsistencia del mundo, la mutabilidad de todo lo que nos rodea, el hilo que nos impresiona es más bien la prodigalidad del movimiento que oscila entre el milagro y la ley. Por eso la historia se desarrolla en dos planos, incluso como si fueran dos historias. Dice el narrador en el prólogo:

Y en cuanto a mí, que tengo más o menos once años y dos meses, he cambiado por completo, cuatro o cinco veces en el curso de un solo día. Así que ¿por dónde empezar a contar mi historia? ¿Por el tío Zemaj o por Esti? Cualquiera de los dos serviría. Pero creo que empezaré por hablar de Esti.1

En uno de los planos, Sumji pierde su bicicleta y después pierde todo lo que tiene por tontería o porque “el mundo es así”, como lo expresa en medio de su humillación y de lo que considera un fracaso; en el otro, encuentra un sacapuntas y luego encuentra la confianza del ingeniero Inbar e incluso encuentra la amistad y el amor de la niña que tanto lo enamora. Allí podía terminar la historia; muchos autores allí la habrían terminado. El mismo Sumji la termina allí, y si escribe el epílogo es solo para decir que es innecesario. Podría terminar allí, en la paradoja que constituye esa forma casi sublime de la pobreza -pues pertenece a la candidez en sentido radical- y la fuerza compensadora del milagro en la que aquel pequeño objeto brillante y pesado, que es su única posesión y su consuelo, se convierte en el objeto que sellará el pacto de amistad con Esti.

El mundo es como es: los ricos, los hábiles o los fuertes ejercen su poder dejando a los menos aptos inermes y sin recursos. Aunque también está el milagro. No podemos contar con el milagro, solo dar cuenta de él, abrirnos a su fuerza redentora y agradecer. Porque si el mundo es como es, no queda más remedio que someterse a sus reglas. Entender que todo está conectado con todo, que en el fondo no existe el azar, sino que todo sigue un encadenamiento de relojería, misterioso y extraordinario. ¿No es ese el mensaje de todas las búsquedas místicas y de los sistemas religiosos que apuestan por la perfección del universo, por la concisa lógica de su unidad? Como la ley del mundo (esa dura determinación de la ley del más fuerte), el milagro no depende de nosotros. En un caso lo sufrimos; en el otro, nos regocijamos y agradecemos. Alabamos. Pero en ambos quedamos desvalidos, es decir, sin fortaleza propia, sin capacidad para tomar responsabilidad. Ambos nos arrojan, como dirá Rosenzweig, a una condición de “cosas del mundo”, cosas en el mundo, partes de lo que está sujeto a una designación externa, sea feliz o desdichada. Es el mundo de la fatalidad, de las Moiras, el mundo de Elohim, según la visión bíblica. “Elohim”, entendido como nombre de Dios en su carácter de creador; del mundo como universo completo donde “ni una hoja cae del árbol sin Su voluntad”.2 Elohim, como cifra de ese mundo acabado del que apenas nos sentimos huéspedes. Sin duda no son lo mismo estas dos caras del Creador, la de la fatalidad y la del milagro: una de ellas nos remite a la severidad de la vida; la otra, a su imprevisible y constante generosidad. Sumji recibe en un solo día el vendaval de estas dos influencias: por un lado, la precisión de un engranaje que parece conducir a la guerra y por lo tanto a la derrota (en cualquier caso, a la lucha por la supervivencia) y, por el otro, el don gratuito de la felicidad y del amor. En este péndulo, en esta oposición, se despliega el esplendor del mundo creado. ¿Y qué más se puede desear?

¿Es necesaria otra cosa? Sumji, como digo, parece considerar que es suficiente. “Epílogo. Bien está lo que bien acaba”. Y abajo: “Que también puede pasarse por alto. Lo escribí solamente porque es lo que se espera”. Pero en ese breve epílogo se condensa -y se resuelve- el otro gran tema de la historia. El padre va a casa de Goel Germansky y recupera el tren; luego va a casa de Aldo Castelnuovo y habla con sus padres para aclarar el tema del intercambio y recuperar la bicicleta que le había regalado el tío Zemaj por su cumpleaños. Sumji no hubiera podido arreglar este asunto porque él había convenido (de buena gana o por la fuerza) las reglas que lo habían despojado. Y esas reglas obedecían a la lógica del mundo, ciertamente. Pero no servían para crearlo. Y así, en la escasa hoja y media -no, en solo un párrafo- donde el narrador nos dice cómo todo fue devuelto a su lugar, se cumple, para la lectura que propongo, el sentido de este relato magnífico.

Porque al final no es esta figura de Dios, inapelable como las Parcas, la que tiene la última palabra. No es la determinación puntual ni la dureza del mundo la que prevalece, ni siquiera si es salvada por el milagro, salvada por el amor, tan inconstante. Sabemos desde el principio que, en su hermosa eternidad, dicho amor no logró subsistir más allá del verano. No, la última palabra la tiene el padre. Debía decir tal vez, “la ley del padre”, la ley que trae orden y justicia al mundo, la ley que es acaso divina en sus orígenes, pero ejercida por seres humanos desde la aspiración genuina a la confianza y a la buena fe. Porque, esa confianza, anclada en un cimiento que no es ya tan caprichoso, permite que el amor se sostenga y se renueve siempre, como un retoño permanente del sentido. La ley fundante, la ley fundamental que organiza el universo,3 no es producto de ese regalo inestimable que es el milagro, sino de una vocación de generosidad y apertura continua y pertinaz. “Un corazón de carne”, dice la Biblia.4 La ley bien entendida, la ley fundadora de un sentido que va más allá de la lucha por la supervivencia, protege con el poder de la justicia nuestro corazón de carne. Permite que el mundo no solamente “sea como es”, sino que también haya un orden moral sostenido por los seres humanos, una vida orientada a la dignidad, al respeto, a la caridad y al enaltecimiento vital. Este es el mundo representado por el nombre de Jehová,5 el mundo completado por nosotros en diálogo con el horizonte de nuestras mejores posibilidades. Es un diálogo entre seres humanos -diálogo democrático, sin duda- orientado por el deseo de sostener con nuestros actos la confianza fundamental; de ser soporte de una perfectibilidad basada en la amistad, en la frágil e inquebrantable voluntad de afirmar la vida, de darle nuestra venia, nuestra entrega. Y de inscribir nuestros afanes en ese decurso.

Esta otra vertiente de lo divino… o digamos más bien, esta otra vertiente de nuestra condición en el mundo abre el espacio de la libertad, de la responsabilidad. Y nos convierte, según la fórmula cabalística, en “socios de Dios”, en partícipes de la creación. Pues desde este lugar, la creación supone la acción humana que ha de buscar y recrear continuamente su forma más noble y más hermosa. La creación no está terminada; solicita y requiere la acción y la buena voluntad del ser humano, pues solo así es posible preservar el borbollón donde confluye la vida en su potencia, y la palabra que da paso a la cercanía y la generosidad.

Todo esto es lo que no tenía ninguna importancia y, según Sumji, solo lo escribió “porque era lo que se esperaba”. Sumji ignora, o parece ignorar la dimensión humana de la ecuación, la que construye el mundo a base de misericordia y justicia. Prefiere quedarse con la providencia que hace aparecer al ingeniero Inbar justo en el momento en que él está desguarnecido, que habla con él de hombre a hombre, pues él le ha ofrecido su casa por aquella noche. La misma providencia que le entrega un sacapuntas de metal a cambio de todas sus pérdidas y, naturalmente, la noche en el cuarto de Esti, donde ambos se confiesan, sin decirlo, su cándido amor. ¿Reconoce Oz esta dimensión ética, esta modalidad propiamente humana en la sucesión de los hechos? Seguramente, pues en el mismo epílogo parece haber algún indicio:

A medianoche, o quizá justo pasada la medianoche, madre y padre llegaron a casa de la familia Inbar; parecían pálidos y asustados. Padre había estado buscándome desde las nueve y media […] Pero fue a eso de la medianoche que supo por la señora Soskin que estuve un buen rato sentado en los escalones de la tienda del señor Bialig, lloriqueando casi, y que […] de repente, el ingeniero Inbar había aparecido y se había llevado consigo al niño con palabras amables y promesas.6

La ley, la ética, abre la posibilidad de que no seamos meros objetos de una existencia absurda, sino partícipes en su tarea de construir y sostener un mundo de nobleza y de justicia. Pues la justicia protege nuestro desamparo radical, y permite que, a pesar de la carga de fatalidad y sufrimiento, la vida pueda retornar la confianza elemental en que se asienta la gratitud. Por eso su cuidado es nuestro quehacer irrenunciable.

A las diez y cuarto había llegado a la (casa) de Goel Germansky; habían sacado de la cama a Goel y le habían interrogado a conciencia, pese a lo cual dijo no saber nada. Por lo cual se habían despertado las sospechas de padre; examinó brevemente a Goel por sí mismo, y durante ese examen el agitadísimo Goel juró varias veces que el perro le pertenecía y que tenía incluso el permiso del Ayuntamiento para probarlo. Padre le había despachado diciéndole: “Uno de estos días vamos a tener otra charla tú y yo”, y continuó la búsqueda a través de la vecindad.7

Pero estos dos “nombres de Dios” no están del todo separados. La aparición del ingeniero Inbar aquella noche en el lugar donde se encontraba Sumji es una coincidencia feliz, como tantas en la vida; incluso un milagro desde la perspectiva de quien se halla en un apuro. Pero es el gesto de responsabilidad, de apertura y comprensión, ese “saber lo que se pide de nosotros”, lo que le infunde sustancia a tal “milagro”. Como el gesto de la señora Soskin, atenta a lo que pasara con Sumji, y los mismos padres de Aldo y de Goel dispuestos a hacer lo necesario para encontrar al niño y a procurar lo que era recto conforme a un común sentido

de la justicia. ¿Pues no es esa, finalmente, la educación más verdadera? La educación que está necesariamente en manos de los adultos, pues son ellos quienes han de convertir a los nuevos miembros de la especie humana en hombres y mujeres que se orientan hacia aquello que afirma la vida, que inscribe su existencia en lo que la enaltece. No es cierto que la felicidad sea la ausencia de sufrimiento, dice Levinas con agudeza; el sufrimiento es el fracaso de la felicidad.8 Por supuesto que puede abusarse de dicho poder. Que tal poder y autoridad sean malentendidas y puedan pervertirse es casi demasiado obvio como para insistir en ello. Lo novedoso, me parece, lo extraordinario, inclusive, es que los adultos en este cuento realizan -imperfectamente, es cierto- este altísimo servicio: son representantes de la posibilidad de “completar la creación”, de ser partícipes de la encomienda, siempre rota y siempre renovada (¿como Sísifo?), de sostener la dignidad de la vida, su hermosura, su valor. Imperfectamente, porque nadie está exento de las contradicciones que nos constituyen, y porque nadie sabe de manera absoluta y permanente lo que compone ese orden que quisiéramos lograr. Vamos a tientas, en diálogo unos con otros, en diálogo con lo que hemos aprendido y también con lo que rechazamos; en diálogo con un sentido de justicia que, de algún modo, nos resulta incontestable. Día a día, de cara a situaciones concretas, específicas, donde gracias “al paso de Dios”, dice a veces el filósofo lituano, desciframos lo que se requiere para responder a la circunstancia con entereza y sensibilidad.

Pues tal vez el verdadero milagro sea la ética, nuestra capacidad de respuesta. Aunque habremos de reservar un espacio para el azar que, en un momento cualquiera, se abre como espacio venturoso y como salvación. Salvación del momento, pero, sobre todo, restitución de la certeza de que el mundo puede ser un lugar abierto a lo bendito. Un mundo donde además de ignominia hay solidaridad y ternura; un orden que se trenza alrededor de la vocación de generosidad y de sentido, de la rectitud que sostiene la frágil hebra de nuestra humanidad.

A diferencia de El principito, donde los adultos son, en el mejor de los casos, bienintencionados pero torpes, y en el peor, avariciosos y estúpidos, en La bicicleta de Sumji apuntan a la posibilidad de que el ser humano, representado por un adulto cualquiera, medianamente decente y perceptivo, asuma la parte que le corresponde en la tarea de sostener el asombro y ese espacio de confianza que hace de la vida una aventura digna de nuestro esfuerzo, de nuestra alegría y de nuestro compromiso.

Bibliografía

Jacobson, Arthur. “The Idolatry of Rules: Writing Law According to Moses, with Reference to Other Jurisprudences”, Cardozo Law Review 11, núm. 5-6 (July-August 1990): 1079-1132. [ Links ]

Levinas, Emmanuel. Totalidad e infinito. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1977. [ Links ]

Oz, Amós. La bicicleta de Sumji. Traducción de Manuel Martínez Lage. Ciudad de México: Ediciones Siruela-Fondo de Cultura Económica, 2005. [ Links ]

Sófocles. Antígona, en Tragedias. México: Ediciones Ateneo, 1963. [ Links ]

1 Amós Oz, La bicicleta de Sumji, traducción de Manuel Martínez Lage (Ciudad de México, 2005: Ediciones Siruela-Fondo de Cultura Económica), 14.

2En la tradición talmúdica este nombre de Dios, o más precisamente, esta forma de referirse a la trascendencia representa la faceta de Dios como creador y “dueño” del mundo. El mundo como determinación y voluntad de Dios puede darse en función de su libertad soberana, o por las leyes que ha creado para dicho mundo, como en Spinoza. Tomo esta idea de Arthur Jacobson, “The Idolatry of Rules: Writing Law According to Moses, with Reference to Other Jurisprudences”, Cardozo Law Review 11, núm. 5-6 (July- August 1990): 1079-1132.

3Es la ley a la que también se refiere Antígona en el célebre enfrentamiento con su tío: Creonte: ¿Sabías que estaba prohibido hacerlo?/ Antígona: ¿Y cómo no lo iba a saber? La orden estaba clara./ Creonte: ¿Y te atreviste, con todo a violar tales leyes?/ Antígona: No era Zeus quien me imponía tales leyes, ni es la Justicia, que tiene su trono con los dioses de allá abajo, la que ha dictado tales leyes a los hombres, ni creí que tus bandos habían de tener tanta fuerza, que habías, tú, mortal, de prevalecer por encima de las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses, que no son de hoy ni de ayer, sino que viven en todos los tiempos y nadie sabe cuándo aparecieron. No iba yo a incurrir en la ira de los dioses violando esas leyes por temor a los caprichos de hombre alguno (Sófocles, Tragedias [Ciudad de México: Ediciones Ateneo, 1963], 127).

4Ezequiel 11: 19-20

5O Yahvé en otras traducciones. Me refiero aquí a la caracterización que plantea Arthur Jacobson en el texto arriba mencionado (A. Jacobson, “The Idolatry of Rules”: 1079- 1132).

7 Ibidem.

8Cf. Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1977).

Recibido: 21 de Febrero de 2022; Aprobado: 30 de Julio de 2022

Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y Maestra por la New School for Social Research de Nueva York, se desempeña actualmente como investigadora del Instituto de Filosofía de la Universidad Veracruzana (UV). Interesada en todas las ramas del saber, especialmente el humanístico, explora la estructura ética y relacional de nuestros intercambios, abonando así, a la filosofía de la alteridad inaugurada por autores como Emmanuel Levinas, Martin Buber, Gershom Scholem y Franz Rosenzweig. Ha incursionado, igualmente, en cuestiones de filosofía de la religión y ha desarrollado una rica vertiente de pensamiento alrededor del entramado filosófico que subyace en obras literarias fundamentales. De su producción destacan los libros: La ley y la fisura (1999); Ley, otredad y sentido (2018); Perspectivas éticas (2020) e Indicios posteológicos, de próxima aparición.

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