I. Introducción
El derecho del trabajo nacerá en la resistencia y crecerá en la impotencia: en ambos casos, del movimiento obrero.
Es obvio que el derecho del trabajo no nace en la República de Weimar a comienzos del siglo pasado. Normas reguladoras del trabajo asalariado existieron durante todo el siglo XIX -basta recordar las leyes fabriles de inicios de ese siglo que limitaban la jornada-.1En ese sentido, no es difícil distinguir distintos momentos relevantes en su evolución: las primeras normas laborales, el nacimiento y la expansión del derecho del trabajo. En el intersticio del segundo y el tercero de esos momentos anidará lo que se conocerá como el laboratorio Weimar.2
¿En qué sentido puede decirse que el derecho del trabajo nace de la resistencia y crece en la impotencia del movimiento obrero?
La respuesta nos conduce, como parece obvio, fuera del derecho y no parece mayormente controvertible. El proceso evolutivo de la regulación jurídica del trabajo perseguirá, como si de una silueta se tratará, a la evolución del trabajo mismo.
En ese sentido, el derecho del trabajo no es sino expresión de una tensión que lo trasciende: la tensión política que produce el trabajo que pretende regular. Dicha tensión -que ha recorrido el trabajo en las sociedades capitalistas desde sus inicios- puede ser mirada a través del prisma de un péndulo que se mueve por fuerzas en contraste y oposición.
Ese péndulo, en palabras de Polanyi
...puede personificarse como la acción de dos principios de organización de la sociedad, cada uno de los cuales establece objetivos institucionales específicos, contando con el apoyo de fuerzas sociales definidas y usando sus propios métodos distintivos. Uno era el principio del liberalismo económico que buscaba el establecimiento de un mercado autorregulado, contaba con el apoyo de las clases comerciales, y usaba como métodos el laissez-faire y en gran medida al libre comercio; el otro era el principio de protección social que buscaba la conservación del hombre y la naturaleza, así como de la organización productiva, que contaba con el apoyo variable de la mayoría de quienes se veían inmediatamente afectados por la acción nociva del mercado, sobre todo de la clase trabajadora [y que recurre] a los métodos de la legislación protectora.3
Tensión irresoluble provocada por el proceso de transformar en trabajo abstracto (cantidad de fuerza de trabajo comprada por el empresario capitalista expresada en unidades de tiempo) el trabajo vivo (potencia productiva y cooperativa emanada de la fuerza de trabajo), sobre la que se proyectan dos fuerzas sociales antagónicas: las que presionan hacia la total mercantilización de la sociedad, y las que la resisten para proteger dimensiones vitales de la misma.
El trabajo queda enmarcado dentro del movimiento pendular que explica el desarrollo político dentro de las sociedades capitalistas, y junto con él, el derecho que lo regula.
¿Qué significa para el sistema legal el péndulo de Polanyi en la regulación jurídica del trabajo?
La oscilación pendular quedará determinada, hasta el día de hoy, por la confrontación de dos fuerzas que se oponen y resisten mutuamente: la de la mercantilización y la de la protección del trabajo. Como explica Silver,
…cuando el péndulo oscila hacia la mercantilización de la fuerza de trabajo, provoca fuertes contratendencias que exigen protección. Así, la globalización de finales del siglo XIX y principios del siglo XX provocó un fuerte contramovimiento de los trabajadores y otros grupos sociales. Como respuesta a la creciente militancia obrera, y a raíz de las dos guerras mundiales y la depresión, tras la segunda guerra mundial el péndulo osciló a la desmercantilización del trabajo.4
Así, cada una de dichas fuerzas sociales del trabajo en tensión exigirá una mediación diferente por parte del derecho, en términos de la dirección política de la intervención jurídica del proceso de intercambio de trabajo por salario. De ahí que como lo apunta lúcidamente Hepple, “el elemento crucial en la elaboración del derecho del trabajo es el poder”, y que “la legislación laboral se considera el resultado de un proceso de lucha entre diferentes grupos sociales”.5
Por supuesto, el sentido y dirección de esa mediación de lo jurídico estará determinado por el equilibrio de dichas fuerzas en conflicto en el momento regulatorio de que se trate, en el marco, en cualquier caso, de la pervivencia y consolidación del modelo de sociedad capitalista.6
Veamos los hitos centrales de la oscilación del péndulo para el derecho del trabajo.
II. Nacimiento y resistencia
Durante el siglo diecinueve, la necesidad de transformación del trabajo en una mercancía abundante y barata, condición básica para la expansión territorial del capitalismo, supuso una exigencia de mediación específica para el derecho: el establecimiento de normas que permitieran la venta de la mercancía “trabajo”. Dicha mediación determinada por la exigencia del sistema productivo supondrá una regulación jurídica que garantice la libertad de trabajo de los portadores de dicha mercancía.
En ese sentido, “el contrato era el único mecanismo jurídico que podía plasmar la libertad e igualdad formal de las partes y al mismo tiempo hacer posible que la burguesía planificara y orientara el proceso de acumulación del capital”, y la forma contractual elegida será -mayoritariamente- el contrato de arrendamiento:
…la definición de la relación laboral como locatio conductio operarum en los países de Civil Law implicó la despersonalización de la relación, dado que el objeto del contrato no era la persona sino la fuerza de trabajo del obrero que ponía su trabajo en el mercado, como hacía cualquier propietario de un bien cualquiera, con un precio variable según su valor de cambio.7
En esa sociedad capitalista no era necesaria la protección del trabajador, ni menos la existencia del contrato de trabajo. Y no lo era, porque los contratos existentes aseguraban la satisfacción de las exigencias del sistema productivo, que era la libre circulación de la mercancía trabajo. No obstante, dicha situación no perduraría en el tiempo.
En efecto, esta mediación entre capital y trabajo, ahora vestidos constitucionalmente como “propietario” y “trabajador”, estará constituida por una tensión irresoluble. Tensión que viene explicada por la naturaleza artificial de la mercancía sobre la que versa. La artificialidad del trabajo puede ser mirada del siguiente modo: por una parte, es una mercancía que no puede ser desarraigada de su productor. Por otra, su productor -y por tanto, la propia mercancía- está dotado de una pretensión moral y política ineludible: la resistencia fundada en la dignidad.
De modo tal que, junto con la forma organizativa que impone el rendimiento del capitalismo, se produce el fortalecimiento de su propia resistencia: “la resistencia contra la valorización en el proceso laboral se ve también incrementada por la conciencia política que produce la cooperación”.8 Y es que, como sugiere Read:
…aunque la producción de trabajo abstracto implica la transición desde la cualidad -los diversos cuerpos puestos a trabajar- a la cantidad -la hora calculable de tiempo de trabajo-, no es reducible a esta transición dialéctica. El trabajo no es un inerte colector de cualidades que es homogenizado y cuantificado; por el contrario, es una multitud de cuerpos que resisten a través de su irreducible pluralidad y heterogeneidad. Por ello, la transición de la cualidad a la cantidad abre otro problema: el problema político del control del trabajo vivo.9
Esa fuerza de resistencia a la mercantilización del trabajo se expresará en un actor que progresivamente se robustece en poder e influencia, como el proletariado. La creciente relevancia del movimiento obrero, incluida su progresiva incorporación al cuerpo electoral de las democracias occidentales, supondrá la dictación progresiva de normas laborales que limiten los aspectos más brutales de la explotación laboral, especialmente relevante serán las referidas a las normas de limitación de jornada de trabajo. En ese sentido, la resistencia colectiva a la explotación extensiva estará en el origen del nacimiento de normas estatales de protección, las que limitarán la explotación del trabajo humano disponible.
Pese a ello, en el corto plazo, dichas normas protectoras, nacidas de la resistencia obrera, convivirán buena parte del siglo XIX con la contratación civil como medio jurídico de la relación trabajo-capital.10 Se trata de una situación extraña: la existencia de normas protectoras de los trabajadores vinculados a sus empleadores por vínculos contractuales civiles.11
Esa resistencia y sus éxitos tendrá, sin embargo -en el largo plazo-, un efecto paradójico. Provocará la necesidad creciente y urgente para la empresa capitalista de intensificar el ritmo de trabajo, en una jornada ahora limitada y continua. Se producirá, entonces, un sorpresivo efecto tecnológico: la aceleración de la introducción de la máquina en el lugar de trabajo, como forma de compensación de la reducción en la extensión de la jornada.
Como explicará Read:
...en la lucha en torno a la jornada laboral en Inglaterra, hay una especie de victoria: la jornada laboral se acorta y, lo que es más, la clase obrera es reconocida como fuerza política e institucionalizada en el derecho. Esta lucha pone fin a una forma de explotación, aquella fundada sobre la extensión de la jornada laboral, y hace surgir otra forma: una explotación intensiva, asentada sobre la imposición de un trabajo más productivo.
Por lo cual sucede “una inversión masiva en la transformación tecnológica del proceso de trabajo”.12 En el mismo sentido, “en la propia historia del desarrollo capitalista, la lucha por la jornada laboral normal precede, impone, provoca un cambio en la forma del plusvalor, una revolución en el modo de producción”.13
Esa revolución del uso intensivo de la fuerza de trabajo provocará la incorporación progresiva de tecnología -la máquina de vapor y la cadena de montaje-, y la creación de una cultura organizativa complementaria -la organización científica del trabajo (taylorismo)-. Dicha combinación se traduciría en la urgente necesidad de someter disciplinaria y técnicamente a la fuerza de trabajo, y ya no sólo localizándola geográficamente dentro de la fábrica. Esa exigencia implicaría, en los términos de Marx, un nuevo proceso: la subsunción real del trabajador.14
Ese acentuado nivel de sometimiento tecnológico-disciplinar del trabajador a la exigencia productiva de la empresa en el capitalismo industrial, requerirá de una nueva forma jurídica que dé vestimenta legal al proceso en curso, nacerá el contrato de trabajo y su idea nuclear de la subordinación. En efecto, mirado desde la regulación jurídica, la exigencia técnica descrita supuso una torsión: el derecho se vio forzado a diseñar una estructura jurídica de la que no disponía.
De ahí que se afirme que
…el concepto de subordinación se transformó a raíz de la expansión de la industria a gran escala. La característica típica del contrato de trabajo en la fábrica no consistía ya en el tipo de remuneración por el que el trabajador acordaba intercambiar sus servicios (proporcionalmente a las horas trabajadas, si el trabajo era del tipo de los regidos por el tiempo, o proporcional a los resultados, si era un trabajo a destajo). El criterio esencial era la dependencia y el control.15
En pocas palabras, el capital requerirá el sometimiento disciplinario y técnico del trabajador, y el derecho se lo otorgará en la forma jurídica de subordinación. Dicha subordinación será, en ese sentido, “un instrumento que sirve sin duda para limitar, pero también para dar fundamento jurídico y reconocer la legitimidad del ejercicio de un poder necesario para predisponer la organización del trabajo”.16
De la necesidad de garantizar el control y la disciplina del trabajador nace la subordinación, y de pasada, surge el entramado normativo que le dará sentido: el derecho del trabajo.
III. La expansión y la derrota
Después de nacer, vendría la expansión. Pero antes, como dijimos, se requiere una derrota. En efecto, el derecho del trabajo se va a expandir sobre una loza, la de la tumba política de la revolución proletaria. Grabada en esa loza, con letras doradas, los nombres, entre otros, de Luxemburgo,17 Gramsci,18 Korsch y Pannekoek.19
Ellos creían, en su momento, en la revolución proletaria de la mano del movimiento obrero. Y aunque pudieran diferir del medio de lograrlo -entre la revolución política o la huelga de masas-, lo relevante es que situaron políticamente el horizonte de la emancipación de los trabajadores en el mismo punto: la organización y control de la producción a través de los consejos o comités obreros.20 Como se dirá, el movimiento obrero durante la revolución alemana de 1918 no sólo “derrocó la monarquía en Alemania y puso fin a una Gran Guerra que ya había costado millones de vidas”, también “inspiró una idea completamente nueva de socialismo que se centró no en el poder estatal y la centralización sino en la democracia de base y el control obrero: la idea del comunismo consejista”.21
Una idea -la del sistema consejista- que recorrerá la historia política de las sociedades desde la aparición del proletariado, y que será vista mucho más allá de la versión fabril-productiva, expresando, en palabras de Arendt, un espacio de libertad “que bajo las condiciones contemporáneas, los consejos son la única alternativa democrática que conocemos al sistema de partidos, y los principios en que descansa están en muchos aspectos en aguda oposición a los del sistema de partidos”, y cuyo sentido es “una forma nueva de gobierno que permitiría a cada miembro de la sociedad igualitaria moderna llegar a ser partícipe en los asuntos públicos”.22
La idea del consejo obrero, por otra parte, representó una genuina sorpresa para la forma en que el pensamiento socialista imaginaba la forma política del futuro:
...este modelo de organización desde la base tomó por sorpresa a todos los grandes teóricos del socialismo. Ya fueran centristas como Kautsky o radicales de izquierda como Lenin o Rosa Luxemburgo, durante décadas todos ellos habían imaginado el socialismo el punto final de la progresiva centralización del poder económico y el poder estatal. Ahora, en medio de una de las mayores crisis que el capitalismo había visto, los trabajadores generaron por sí mismos un modelo de socialismo que no se construía sobre la idea de la planificación económica centralizada, sino que se focalizaba en el autogobierno de la clase obrera.23
Pero la revolución proletaria -el fantasma que recorría Europa- fracasará en Occidente, y la parte del movimiento obrero que la sustentaba será impotente para llevarla adelante con éxito,24 ya que “en todas partes el capital demostró ser más fuerte”.25
Como se dirá:
...a pesar de su fortaleza y empuje, este movimiento fue de muy corta duración. A finales de 1920 la clase obrera estaba representada exclusivamente por partidos políticos y sindicatos. ¿Qué pasó? La revolución y sus consejos se vieron frenados tanto por la violencia contrarrevolucionaria como por su incapacidad de desarmar a las élites económicas y políticas de la Alemania imperial.26
La revolución socialista, resumirá Hobsbawm, “nunca viajó desde Petrogrado hasta Berlín”.27
La derrota revolucionaria deberá ser, entonces, sublimada.28 Las fuerzas políticas asociadas el movimiento obrero trasladarán su fuerza libidinal de la revolución a la reforma, de la superación del capitalismo a la protección contra la explotación.29 Se mantendrá, en cualquier caso, una narrativa portante de la simbología política emancipadora, pero acompañada, en simultáneo, de una práctica más modesta, y esencialmente circunscrita a la mejora de las condiciones de trabajo y salariales.30
Esa sublimación se hará operativa, en palabras de Hobsbawm, en una “simbiosis reformista” entre movimiento obrero-sindical y economía capitalista, que se extenderá por buena parte del siglo veinte: “tras la segunda guerra mundial, la simbiosis se buscó de forma más sistemática como parte de una política de reforma estructural del capitalismo occidental a través de la política deliberada de pleno empleo y de lo que se convirtió en el estado de bienestar”.31
Como expresará en términos paradójicos Tronti, “la victoria de la socialdemocracia constituye una derrota de la clase obrera, nadie lo puede negar”.32 En efecto, la derrota del movimiento obrero revolucionario tendrá un efecto expansivo para el derecho del trabajo por dos razones: primero, dará fuerza a las prácticas laborales reformistas, especialmente las sindicales, y segundo, potenciará la perspectiva teórica del socialismo estatal dentro del pensamiento jurídico, cuyo eje central será la regulación legal y/o colectiva de los derechos de los trabajadores.33
Lo primero, lo harán los sindicatos -mediante la acción de pactar convenios colectivos que mejorarán la posición efectiva de los trabajadores-;34lo segundo, los laboralistas de Weimar -posicionado los derechos de los trabajadores como el centro del socialismo reformista en Europa-.35
Para decirlo de otro modo, el deseo de revolución será trocado por el deseo de protección. Y en ese sentido, un producto relevante de esa sublimación será, precisamente, el derecho del trabajo sinzheimeriano.36
IV. Los precursores de Weimar y del derecho del trabajo
¿Qué hizo de Weimar un laboratorio tan relevante para el derecho del trabajo del siglo veinte?
El laboralismo weimariano hizo múltiples y seminales aportes a la construcción jurídica del derecho del trabajo, cuyo esplendor institucional sólo se expresaría concluida la noche fascista. Después de la Segunda Guerra Mundial las ideas políticas y jurídicas sembradas por ese exquisito laboratorio colocarían al derecho del trabajo como núcleo central de la idea de Estado social de derecho, que sería el sello del constitucionalismo europeo de la segunda mitad del siglo veinte.
Sería, en todo caso, un error ver con los ojos de hoy en el laboratorio Weimar algo así como un espacio académico para el desarrollo exclusivo de las ciencias jurídicas del trabajo. Antes que todo, fue un espacio político-jurídico, de prueba y error, que entre fórmulas y reflexiones fuertemente ancladas al contexto histórico que le tocaba vivir, producía algunas fórmulas que, con el tiempo, sabríamos resistirían y se transformarían en las bases del derecho del trabajo, particularmente europeo, en la segunda mitad del siglo veinte.
Particularmente relevante, por razones obvias, es su aporte jurídico. En síntesis, en algo que afirmarán todos sus autores, la autonomía colectiva será el eje sobre que se construirá la perspectiva weimariana del derecho del trabajo. No sólo será el rasgo que le permitirá sostener la autonomía del derecho del trabajo frente al derecho civil -el altar de la voluntad individual del sujeto-, y además su prioridad valorativa frente a la perspectiva reglamentaria o legal de esa rama naciente del sistema jurídico. Una prioridad que se expresará en el rol subsidiario del poder estatal de reglamentación del trabajo en la relación salarial, dejando un amplio espacio de indeterminación para que los sujetos sociales lo doten de su propia regulación.
Como sugerirá el mismo Sinzheimer “el legislador no debe poner trabas a este desarrollo; al contrario, tiene que tornarlo fecundo. Su tarea es poner a disposición las necesarias formas jurídicas en que pueda realizarse voluntad de autodeterminación social”. De hecho, explicará con rotundas palabras que “de esta suerte, las organizaciones sindicales adquieren en amplia medida la posibilidad de crear con autonomía su propio derecho del trabajo en campo del contrato, la judicatura, organización y administración laboral”.37
Pero ¿que había detrás del pensamiento del laboratorio y sus reflexiones jurídicas?, ¿cómo explicar la concepción del trabajo que subyacía entre pluralidad de autores -no exentos de contradicciones y conflictos- que lo constituyeron?
Una buena forma puede ser mirar los hombros sobre los que estaban parados: sus antepasados, que eran en parte, hegelianos, en parte, marxistas y fundamentalmente -salvo Korsch- berstenianos.
La idea hegeliana -en palabras de Arendt- de la “glorificación del trabajo”38 subyace en silencio en toda la labor de los autores que constituyen el laboratorio. Podrán discutirse todos y cualquier extremo del sentido de la regulación jurídica del trabajo, hasta incluso proponer -como Korsch- su extinción, pero ninguno discutirá ni por asomo la centralidad del objeto de regulación: el trabajo como expresión de la esencia de la humanidad.39
El trabajo permite, por una parte, que el ser humano se objetive en un mundo de cosas y artefactos que ha creado con sus manos y que son expresión de su humanidad, sometiendo y dominando la naturaleza.40 Como explica Marcuse,
...la acción del trabajador no desaparece al aparecer los productos de su trabajo, sino que se preserva en ellos. Las cosas que el trabajo configura y confecciona llenan el mundo social del hombre y funcionan allí como objetos del trabajo. El trabajador sabe que su trabajo perpetua el mundo; se ve y se reconoce a sí mismo en las cosas que lo rodean.41
En ese sentido, como explica Fromm,
...el trabajo es la autoexpresión del hombre, una expresión de sus facultades físicas y mentales individuales. En este proceso de actividad genuina, el hombre se desarrolla, se vuelve él mismo; el trabajo no es sólo un medio para lograr un fin -el producto-, sino un fin en sí, la expresión significativa de la energía humana; por eso el trabajo es susceptible de ser gozado.42
Y al mismo tiempo, por otra, el trabajo transforma al trabajador, permitiendo que se encuentre a sí mismo: mediante el proceso de autoconciencia en su relación con otros. El trabajador (siervo) se transforma en conciencia “para sí” en su relación de trabajo con su empleador (amo).43 De este modo, la posición dominante está del lado del trabajador, es el trabajo la vía para el conocimiento de sí mismo, de volverse una “conciencia para sí”:
…el siervo se ha decidido por la vida, retirado de la lucha entre la vida y la muerte, y sometido a la otra autoconciencia para la que ahora trabaja. En el trabajo se emancipa, adquiere mediante él la autosuficiencia efectivamente real de los objetos que serán trabajados y, de ese modo, de encontrar una distancia en relación con la vida.44
Esa centralidad hegeliana permeará al laboratorio Weimar de modo evidente, y se expresará en las categóricas palabras de Sinzheimer:
…el trabajo es una energía esencial. Quien presta trabajo no da ningún objeto patrimonial, sino que se da a sí mismo. El trabajo es el hombre mismo en situación de actuar. El hombre tiene una dignidad. Lograr tal dignidad es la misión especial del derecho del trabajo. Su función consiste en evitar que el hombre sea tratado igual que las cosas.45
Esa centralidad existencial devendrá -en las letras de los laboralistas de Weimar- centralidad jurídica:
...del ser humano desnudo, de esa “persona”, sombra volatilizada del hombre, debe llegarse a un ser protegido que no viva sólo en el ambiente etéreo del espíritu, sino de la plena existencia. El derecho del trabajo contribuye de manera decisiva a la constitución de semejante orden jurídico social, al colocar en el centro de su normativa no sólo la propiedad, sino la humanidad. El derecho del trabajo quiere llenar aquel vacío que existe entre el hombre y “la persona”, implantar el orden social en medio del orden jurídico, dar a la nueva época social su derecho.46
Marxistas para correr el velo, siguiendo al mismo Marx, dentro del “laboratorio secreto de la producción”, y derribar un mito de la doctrina jurídica liberal: que la relación de trabajo no es más que un acuerdo entre particulares libres e iguales y poco más. Como destacaran sus autores -Sinzheimer, Fraenkel, Kahn-Freund o Korsch-, detrás de la ficción del contrato, lo que hay es una relación de dominación y poder. Sumisión articulada sobre un soporte último que es la propiedad privada.
Las claves marxistas del laboratorio Weimar están por todos lados, pero pueden condensarse en dos ideas fundamentales: el trabajo es una relación social de poder, y en su núcleo se expresa un conflicto inherente entre el titular del capital y los trabajadores.
Será, gracias en gran medida a Marx, que el sistema jurídico liberal deberá reconocer uno de sus secretos mejor guardados. Que atravesada la esfera de la circulación -ese “edén de los derechos innatos del hombre”-, donde trabajador y empleador se encuentran como portadores de mercancía, donde impera “exclusivamente la libertad, la igualdad, la propiedad y Bentham”,47 hay poder y explotación.
En el interior de la fábrica recién desvelado, expuesto a la vista de todos, aparece el proceso de producción y una de sus más radicales consecuencias: la subsunción real del trabajador al capital. Como dijimos, la revolución derivada de la incorporación progresiva de tecnología -máquina de vapor y cadena de montaje-, y la resistencia colectiva del trabajo vivo a la extensión ilimitada de la jornada, se tradujo en la necesidad de someter radicalmente a la fuerza de trabajo al control del titular del capital.
El poder sobre el trabajador que aparecerá -una y otra vez- como el fundamento de la necesidad de protección del trabajador para los laboralistas de Weimar. De hecho, es harto obvia la relación entre la idea de Marx de subsunción real y la de subordinación del derecho del trabajo. Como lo expone Kahn-Freund, en cuanto la idea de dependencia de Sinzheimer “es producto de la concepción de Marx y de su seguidor Renner, de que la propiedad capitalista implica una dominación sobre los seres humanos”.48
Esa clave marxista permitirá, precisamente, a otros -como Korsch- formular una cita que acompaña el derecho del trabajo hasta nuestros días: “la libertad e igualdad de derecho de los contratantes se muestra como el simple disfraz ideológico de violencia brutal y descarnada que posee la relación de dominio en la que, bajo la vigencia ilimitada del principio del contrato libre de trabajo, cae inevitablemente el trabajador, apenas ha cruzado la puerta de la fábrica”.49
Pero ese poder no es abstracto, sino concreto. Su objetivo es la producción de valor. Para ello requiere que la fuerza de trabajo medida por tiempo sea puesta al servicio de la producción de mercancías, lo que exige el menor salario para la mayor cantidad de trabajo posible.
Poder y explotación como dos caras de la misma moneda.
Y, en fin, los autores de laboratorio Weimar son, antes que todo, berstenianos. Salvo Korsch, por supuesto.50
Como dijimos, el laboratorio Weimar no era exactamente un espacio académico para el desarrollo de la dogmática jurídica sobre el derecho positivo. Antes que eso, era un núcleo de autores que ensayaron fórmulas y reflexiones sobre el derecho y el trabajo en las economías capitalistas, imbricados con su tiempo político e histórico, fórmulas que resistirían y se transformarían en las bases del derecho del trabajo, particularmente europeo, en la segunda mitad del siglo XX.51
Para que eso fuera posible, la constitución misma de un laboratorio de ideas jurídicas para ser puestas a prueba, se requería una condición política de posibilidad: la existencia de un espacio entre el liberalismo que había alimentado la imaginación burguesa en el siglo XIX y el marxismo ortodoxo que había surtido al movimiento obrero revolucionario en el mismo siglo.
La condición de posibilidad del laboratorio Weimar -y del futuro del derecho del trabajo que ese laboratorio imaginó- era plenamente política. Un espacio donde los trabajadores, dentro de los propios engranajes de la sociedad capitalista, pudieran ejercer el poder político que los votos y los hechos le otorgaban.
Y quien tendrá la llave para abrir ese espacio fue, precisamente, el albacea de Engels. En ese sentido, para que existiera un Sinzheimer, antes tuvo que existir un Bernstein.
Su revisionismo será una forma de superar lo que se denominó la “crisis del marxismo”, esto es, la cada vez más lejana posibilidad de que las predicciones del marxismo se cumplieran, y que las contradicciones del capitalismo -evolucionando científicamente- fueran a derribarlo.52
Frente a eso, Bernstein postulará la relevancia de la esfera política y la acción para transformar al Estado en beneficio de la clase obrera, lo que no exige indefectiblemente una revolución, sino la acción política dentro de la democracia parlamentaria para mejorar las condiciones de los trabajadores.53 En sus palabras:
…la solidaridad se realiza en el seno del Estado a través de la lucha política. Y ésta sólo puede ser llevada por la clase obrera con el mayor éxito posible en la democracia.
La abolición de todo privilegio de clase: ése es el derecho político fundamental de la clase obrera.54
En ese sentido, la eliminación de la explotación de los trabajadores se producirá en la acción política institucional, mediante la obtención progresiva de poder político de la clase obrera, tanto a través de su mayor peso electoral, como de la creciente influencia política de los sindicatos. Es el camino abierto por Bernstein, para quien la revolución es un hecho que pierde relevancia, lo que se expresa en su conocida cita de “lo importante es el movimiento, no el fin”.
El desafío que el socialismo evolutivo y revisionista de Bernstein planteaba a la ortodoxia marxista fue condensado, con precisión, por una de sus más célebres opositoras -Luxemburgo-:
…la teoría socialista se encuentra ante un dilema: o la revolución socialista sólo se concibe como resultado de las contradicciones internas del orden capitalista, contradicciones que aumentan al desarrollarse éste, haciendo del derrumbamiento algo inevitable, no importando el momento y forma en que se presente, pero que convierte en inútiles los medios de adaptación, siendo, por tanto, justa la teoría del derrumbamiento, o, por el contrario, esos medios de adaptación son capaces de evitar el hundimiento capitalista y de anular sus contradicciones, claro que cesando entonces el socialismo de ser una necesidad histórica, pudiendo ser luego todo lo que quiera, pero nunca el resultado del desarrollo material de la sociedad. Este dilema nos presenta a su vez otro: o el revisionismo tiene razón en cuanto al curso del desarrollo capitalista, siendo, por tanto, una utopía la transformación socialista de la sociedad, o el socialismo no es tal utopía, quedando entonces malparada la teoría de los medios de adaptación. That is the question.55
Se hace así cargo de la evolución del Estado capitalista, que había dado lugar -lenta pero progresivamente- a diversas reformas que mejoraban la posición social y económica de la clase obrera, particularmente en materia de seguro social y de leyes fabriles o laborales. Dicha legislación social de la segunda mitad del siglo diecinueve “no puede ser explicada principalmente por las necesidades regulatorias del capital o la estandarización de explotación capitalista”, sino como espacio “que proporciona un área de interés común entre el capital y el trabajo”, sentando “las bases racionales del moderno estado de bienestar”.56
Dentro de esa esfera política, para ir progresivamente avanzando en la meta del socialismo, es clave, como revelará el propio Bernstein:
...desarrollar una legislación laboral que confiera al individuo mucha más seguridad, así como flexibilidad a la hora de escoger una ocupación. En ese sentido, las organizaciones más avanzadas de la economía, los grandes sindicatos, ya están mostrando la forma en que probablemente se desarrollarán las cosas. Como hemos dicho, hay ya algunos indicios de que está surgiendo un sistema democrático de legislación laboral.57
Subyacía en el fondo de las ideas berstenianas, la convicción ideológica de que el socialismo no era sino una profundización de las ideas liberales:
...el objetivo de todas las medidas socialistas, incluso aquellas que parecen ser medidas coercitivas, es el desarrollo y la protección de la personalidad libre. Un examen más detallado de las medidas siempre muestra que la coacción debatida incrementará la suma total de la libertad en la sociedad a un área más extensa, mayor libertad de la que resta.58
Y agrega:
...podríamos llamar al socialismo “liberalismo organizado”, porque si examinamos más de cerca las organizaciones que el socialismo busca, y el modo en que las busca, encontraremos que lo que las distingue principalmente de las instituciones feudales en apariencia similares: no es otra cosa que su liberalismo: su constitución democrática y su apertura.59
El resultado será contundente y extremadamente sensible para lo que en el futuro se llamará derecho del trabajo. Puestos en palabras de Laclau y Mouffe: “Bernstein ve el problema desde el ángulo opuesto: el incremento del poder de la clase obrera, el desarrollo de la legislación social, y la ‘humanización’ del capitalismo están generando una ‘nacionalización’ de la clase trabajadora; el obrero ya no es sólo un proletario, también es un ciudadano”.60
Después de Bernstein, la emancipación de la clase obrera ya no será sólo cuestión únicamente revolucionaria. Será más bien, una cuestión de acción política progresiva y gradual dentro de los contornos de la misma sociedad capitalista, que presentará dos caras fundamentales: la política legislativa en favor de los trabajadores -cuya protohistoria corresponde a las leyes fabriles de limitación de jornada del siglo XIX- y la acción sindical como expresión de la organización de los trabajadores.
Los laboralistas de Weimar podrán caminar el horizonte abierto por Bernstein. En sus escritos hay profunda fe en la acción del Estado para la emancipación de los trabajadores: ya sea por la vía de la legislación laboral, ya sea por la vía de la autonomía colectiva.61
Poco tiempo después, Sinzhiemer podrá sostener que “los presupuestos para una actitud positiva de los trabajadores respecto del Estado y para el reconocimiento de los sindicatos como sus representantes calificados, fueron realizados a través del paso del Estado autoritario a la Constitución democrática”, agregar que “la importancia de este hecho se ha podido manifestar plenamente sólo en el momento en que el Estado -dando cumplimiento a una promesa contenida en la carta constitucional del Reich- ha emprendido una obra de legislación social cuya realización era posible sólo con el sustento de la participación de los trabajadores y sus organizaciones que estuviesen integradas en el Estado”.62
La síntesis perfecta de la herencia de Bernstein en la ideología político-jurídica del laboralismo de Weimar, y de ahí en buena parte del derecho del trabajo hasta nuestros días, será perfilada por Kahn Freund: “el ordenamiento jurídico no niega ni sofoca la lucha de clases, pero no le concede tampoco una libertad ilimitada. En vez de eso, intenta delinear, con sus normas jurídicas, las modalidades de desarrollo en el ámbito del sistema capitalista”, y mantener “una cierta afinidad entre un ordenamiento jurídico de índole colectiva y un sistema de libre competencia. Ambos parten de la misma premisa: que en el seno del ordenamiento jurídico tiene lugar un conflicto, y que tal conflicto (entendido un contraste entre partes que, disponiendo de una fuerza potencialmente equivalente, tienen chances potencialmente iguales) produce un resultado susceptible de reglamentación jurídica”, lo cual constituye como presupuesto fundamental “la subsistencia de un cierto equilibrio entre la clase obrera y la trabajadora”.63
La máxima expresión concreta e institucional de esas ideas sería, pocas dudas caben, la Constitución de 1919 y su constitucionalización del derecho del trabajo. Más específicamente de su versión weimariana: protección constitucional al trabajo (artículo 157), establecimiento del derecho del trabajo (artículo 163), reconocimiento de los sindicatos y su libertad (artículo 159), reconocimiento de la negociación colectiva y del rol de los consejos obreros (165).64
Pocas dudas caben, en fin, de que en esas claves filosóficas quedará determinado el espacio en que se moverá la mejor versión del derecho del trabajo hasta el día de hoy: la relevancia del trabajo como modo de realización humano (Hegel), el contexto conflictivo en que se desenvuelve en las sociedades capitalistas debido a la explotación y poder que se ejerce sobre los trabajadores (Marx), y la necesidad de protegerlos a través de la acción del Estado y del reconocimiento de sus propias organizaciones (Bernstein).