La publicación El orden de El capital, de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, es una original relectura de la principal obra de Karl Marx. Se trata de una reconstrucción pormenorizada del desarrollo de la crítica a la economía política que llevó adelante el filósofo de Tréveris, reconstrucción que se ve confrontada con algunas de las concepciones que el marxismo ha construido en torno a El capital. En el libro se intenta oponer, a los principios de la Ilustración, el desarrollo del histórico del capitalismo, tratando de unir dichos principios con su crítica. Con base en los argumentos planteados por los autores, expondré mis diferencias con algunas de sus tesis más importantes.
El orden de El capital, escrito por los filósofos españoles Carlos Fernández Liria (1959) y Luis Alegre Zahonero (1977), logró el premio Libertador al Pensamiento Crítico del año 2010 otorgado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura de la República Bolivariana de Venezuela. La obra, de más de seiscientas páginas, es una audaz lectura -y reinterpretación- de El capital de Karl Marx. Fue publicado en 2010 en España por la editorial Akal y en 2011 por la editorial El Perro y la Rana.
Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero han publicado juntos libros como Comprender Venezuela, pensar la democracia. El colapso moral de los intelectuales occidentales (2006) y Educación para la ciudadanía. Democracia, capitalismo y Estado de derecho (2007). Ambos profesores de la Universidad Complutense de Madrid se destacaron durante la última década por la defensa del proceso de la Revolución bolivariana y actualmente son dirigentes del nuevo partido político español Podemos.
El audaz emprendimiento de los autores consiste en reconciliar el marxismo con la tradición republicana de la modernidad. La tesis central del libro está resumida en el prólogo, donde Santiago Alba Rico sostiene que “si hay algo que el capitalismo convierte en imposible es precisamente el proyecto político de la Ilustración, lo que solemos expresar bajo la idea de una democracia en ‘Estado de derecho’ o bajo el ‘imperio de la ley’ ” (p. 9). El capitalismo ha frustrado este proyecto y por eso tenemos motivos para rebelarnos en su nombre.
El marxismo republicano que proponen se opone a las concepciones marxistas que establecen que el rechazo al capitalismo está acompañado simultáneamente del rechazo al derecho burgués y a la concepción burguesa del individuo constituidos en la modernidad. Los autores también se paran en la otra vereda de quienes pretenden retomar la ideología liberal que intenta hacer compatibles los principios de la libertad, la igualdad y la propiedad con el desarrollo del capitalismo. Según los filósofos españoles, “para Marx es imposible deducir el capitalismo de los conceptos de libertad, igualdad y propiedad” (p. 22). Los autores pretenden hacer una lectura de la obra marxiana desde un diálogo desprendido de prejuicios con el pensamiento kantiano y con el conjunto de la filosofía política de la modernidad.
La primera parte del libro, que cuenta con tres capítulos, tiene un carácter exploratorio y se ocupa de los principales temas que dividen el enfoque teórico en torno a la obra de Marx. En ellos buscan rescatar, tal como titulan esta primera parte, el carácter científico de El capital y rescatar al mismo Marx del marxismo.
Según los autores, El capital, lo mismo que el conjunto de las obras que no corresponden a lo que Luis Althusser consideraba como el joven Marx, no es un esfuerzo por debatir con filósofos, sino por intervenir en la historia de la economía. Por esa razón corresponde situar a Marx en el estatus científico de un Galileo Galilei más que en el marco del debate de sus primeros trabajos en torno a las filosofías de Hegel y Feuerbach.
Esta parte del libro se encuentra impregnada con una crítica constante al economista Joseph Alois Schumpeter, y más en particular al capítulo “Marx como economista” de su libro Capitalismo, socialismo y democracia. Los autores rescatan del economista situar la obra marxiana dentro del “plano de la normalidad científica” (p. 39). Pero se oponen a cuestionar, como sí lo hace Schumpeter, la teoría del valor-trabajo de Marx como parte de la ciencia, porque partiría de presupuestos metafísicos y no se apegaría a explicar y describir los objetos reales. Para poner en tensión esa concepción de la ciencia, los autores aprovechan el conflicto en que entra Schumpeter al reivindicar algunas de las conclusiones de Marx como economista, ya se trate de la teoría de la acumulación o de los ciclos económicos, a las que habría llegado desprendiéndose de sus presupuestos metafísicos.
Los autores describen cómo Galileo, como paradigma de la ciencia moderna, nunca se limitó a lo empíricamente observable, y afirman que Marx tampoco lo haría posteriormente. Ambos parten de presupuestos sumamente metafísicos, ya se trate de la idea de una bola que gira o de una mercancía. La ciencia moderna en ningún caso comenzaría con lo que habitualmente se considera como hechos de la realidad o, en términos más kantianos, como el material empírico. No se podría acusar a Marx de comenzar “haciendo metafísica” cuando “entre los padres fundadores de la ciencia moderna, Galileo, Descartes, Gassendi, Torricelli, encontramos más bien la misma decisión” (p. 73).
El capital es, así, una obra científica de economía política que tiene sus puntos de partida en el trabajo abstractamente humano y de la naturaleza. Consiste en un análisis científico de la sociedad moderna, el cual está muy lejos del empirismo, que no reconoce sus complejidades, y de la idea positivista de la ciencia, ignorante de sus prejuicios también “metafísicos”. La ciencia no es un modelo simplificado de la realidad. Para ellos, “lo que está estudiando Marx no es una especie de capitalismo ‘ideal’ que nunca se da en la realidad, sino la diferencia específica que hace capitalismo al capitalismo, está estudiando lo que de capitalista tiene la sociedad capitalista” (p. 130). Se trataría también de una obra crítica incompleta que Engels y Kautsky habrían intentado presentar al público después, a partir de recopilar los borradores.
En la búsqueda por comprender cómo Marx -y también Engels- consideraba su propio trabajo, los autores llevan adelante un análisis pormenorizado de los prólogos y el epílogo de El capital. Se analiza la polémica de Engels con Johann Karl Rosbertus en el prólogo de 1885; los autores concluyen ahí que se trata de destacar la importancia del sistema científico y de la “matriz teórica” marxiana. También se analizan las tensiones entre el prefacio de 1867 y el epílogo de 1873 escrito por Marx; asimismo aquellas que hay en torno a la edición francesa, que se terminó de publicar en 1875.
Al epílogo del tomo I de El capital, escrito por Marx en 1873, se le dedica un capítulo de la primera parte. Este texto es la oportunidad para que los autores expongan sus tesis sobre el vínculo entre el filósofo de Tréveris y Hegel -que también se aborda de manera parcial en otros capítulos-. Los autores se oponen a las concepciones del materialismo dialéctico que establecen un vínculo estrecho entre ambos autores a la hora de construir una filosofía de la historia universal. Rechazan la posibilidad de una inversión de la dialéctica hegeliana, considerada como idealista, por una dialéctica superadora que sea materialista. No se puede invertir a Hegel sin que deje de ser Hegel.1 Según ellos: “Althusser logró mostrar [. . .] que lo que se había llamado ‘dialéctica’ en la tradición marxista no tenía nada que ver con Hegel y que, respecto a la dialéctica hegeliana misma, el propio Marx consiste, al menos en su periodo de madurez, en desmarcarse de ella” (p. 154).2
Los autores defienden las conclusiones en torno a la dialéctica hegeliana de Althusser en los artículos de La revolución teórica de Marx y de Felipe Martínez Marzoa en La filosofía de El capital, en el que se califica al método marxiano de “ideal constructivo”. Además, sostienen que Marx no ha fundado ningún método o filosofía de la cual no hubiera tenido tiempo de escribir. Marx no habría tenido un método revolucionario, no hay un Marx por encima de toda la comunidad científica, considerada como burguesa, de su época.
Las referencias al “coqueteo” con la dialéctica de Hegel en el primer capítulo de El capital, que Marx reconoce en el epílogo de 1973, para los autores se limitan a una “sarcástica amenaza” contra sus críticos (p. 160). Desde mi punto de vista, para sacarle de encima definitivamente la dialéctica hegeliana a Marx, hubiera hecho falta justificar que en ese mismo párrafo del epílogo Marx haya sostenido que: “es necesario dar la vuelta, para descubrir así el núcleo racional que se oculta bajo la envoltura mística”.3 O que en el párrafo siguiente defienda lo siguiente respecto de la dialéctica hegeliana:
En su forma mistificada, la dialéctica estuvo en boga en Alemania, porque parecía glorificar lo existente. En su figura racional, es escándalo y abominación para la burguesía y sus portavoces doctrinarios, porque en la intelección positiva de lo existente incluye también, al propio tiempo, la inteligencia de su negación, de su necesaria ruina; porque concibe toda forma desarrollada en el fluir de su movimiento, y por tanto sin perder de vista su lado perecedero; porque nada la hace retroceder y es, por esencia, crítica y revolucionaria.4
A pesar de que no terminan de cerrar con argumentos la posibilidad de desprender a Marx del método dialéctico, los profesores tienen la virtud de evitar las simplificaciones del debate y argumentan correctamente ante la dialéctica materialista que ha predominado en el marxismo y que se suponía era una inversión materialista del idealismo hegeliano.
Uno de los puntos más relevantes de la primera parte es la esclarecedora crítica a la concepción del materialismo histórico que las principales corrientes marxistas del siglo XX adoptaron. Según ellos “el sujeto de sus juicios no era nunca la historia como totalidad, sino el capitalismo y las relaciones que le corresponden [. . .]. Marx no habría, en ningún sentido, encontrado las leyes del acontecer histórico” (p. 178). Las leyes del capitalismo no son las leyes de la historia, el objetivo de Marx está en delimitar su especificidad de otros modos de producción. Cuando se hace referencia en El capital a los modos de producción considerados como precapitalistas, no se está haciendo un estudio de éstos en una teoría general de la historia sino que se está intentando analizar las mismas condiciones de posibilidad del surgimiento del sistema capitalista.
La crítica a la concepción dialéctica y determinista de la historia pone en un mismo bando a la forma de pensar del FMI, a la del Banco Mundial y a la ortodoxia del marxismo que proclamaban los partidos comunistas durante el siglo pasado. Esta dialéctica de la historia sería tan útil para poner en marcha las políticas neoliberales como lo había sido para encubrir los errores del Partido, se trata en ambos casos de manipular la historia en nombre de sus supuestas necesidades. De manera muy diferente, Marx intentaba desentrañar los fundamentos y presupuestos naturalizados de la economía y de la historia. En esta ocasión, los autores retoman de nuevo la lectura de Althusser en Para leer El capital y sostienen un radical antievolucionismo de Marx con base en las cartas en las que critica a los marxistas rusos de su época.
La segunda parte, que incluye un total de diez capítulos, se dedica estrictamente a lo que los autores consideran el orden de El capital. Se ofrece una prolija exposición y una clara explicación de sus consideraciones en torno a la obra marxiana, que va desde la ley del valor y la teoría de la plusvalía expuestas en el tomo I, hasta la transformación de valores en precios de producción y la ley de la baja tendencia de la tasa de ganancia en el tomo III.
Se considera que la teoría del valor-trabajo no es sólo un logro de economistas como Smith o Ricardo, sino que es un criterio a partir del cual se puede distinguir a los economistas vulgares o meros ideólogos del capitalismo de los que tratan la economía política como ciencia. Asimismo, a la hora de desarrollar la teoría del valor se le da especial atención a por qué Aristóteles no podría haber alcanzado a concebir el concepto de valor. Así, se trata de que el supuesto de la igualdad humana está en el fundamento de la teoría del valor, y que por lo tanto el intercambio de igual trabajo humano es un intercambio de productos heterogéneos que alcanzan la equivalencia. Esta teoría es posible porque la igualdad humana es, como sostiene Marx, un prejuicio popular que se conforma en la modernidad. El autor de El capital no era ajeno a ese prejuicio que hacía posible la economía política que él mismo estaba criticando. Esta igualdad, por cierto, tiene un carácter jurídico y no de hecho, y se reivindica como tal. Este derecho no se puede hacer realidad en una sociedad dividida en clases, como es el caso del capitalismo.
Según los autores, la pauta de Marx para analizar las relaciones económicas de la sociedad burguesa está en la concepción jurídica moderna y los conceptos de libertad, igualdad y propiedad. Por esa razón se desarrolla un interesante análisis sobre el principio y el origen de la propiedad tanto en Locke como en Rousseau -y su relación con los planteamientos marxianos-. El derecho a la propiedad de los productos del trabajo propio que reivindica la modernidad no podría realizarse en el capitalismo a través de la explotación que le es inherente. El análisis de la teoría de la plusvalía tiene en cuenta este punto de partida. A partir del intercambio de lo que a cada uno le pertenece nadie se enriquecería, por eso el plusvalor no se genera en la circulación y la apropiación de trabajo ajeno, sino que se da en el proceso de producción en el cual se enfrentan los capitalistas y los obreros. Según los autores, “el capitalismo ni entra ni necesita entrar en colisión con las leyes del mercado” (p. 301), el capitalismo no viola la ley del valor.
El capitalismo se desarrolla expropiando a los individuos y determinando su condición de existencia. En este caso, la libertad que promete la modernidad se enfrenta al capitalismo, en el cual existen los dueños de los medios de producción y los que tienen que vender su fuerza de trabajo en el mercado para ser explotados. Se termina reivindicando el derecho a la propiedad como el derecho de los dueños de producción, o defendiendo una libertad que no tiene en cuenta cómo se producen las condiciones de existencia de los individuos, como hacen los liberales.
En su análisis, los autores reivindican el concepto de estructura del capitalismo. En clara oposición a las críticas humanistas de Jean-Paul Sartre al estructuralismo o a las posestructuralistas de Michael Foucault, reivindican también el concepto de causalidad estructural. La obra marxiana no se encarga de deducir cómo alguien elige, se construye o se transforma en obrero o capitalista, sino que se trata de cómo funciona la estructura capitalista que hace que existan esos obreros y capitalistas sin la necesidad de estar ejerciendo el poder de unos sobre los otros constantemente. Eso no tendría por qué quitarle a la consideración del capitalismo su dimensión violenta y que atenta contra los principios jurídicos de la modernidad.
Se trata de comprender cómo el capitalismo, en caso de tener sus propios límites, puede “evitar hacerlos saltar por los aires, aunque reviente él mismo en su estrategia suicida” (p. 398). El capitalismo es un sistema que funciona al margen de la voluntad de los individuos, quienes no pueden modificar su dinámica cada uno por su cuenta. No habría que confundir la dinámica del capitalismo con la naturaleza humana. En ese sentido, los autores retoman el antihumanismo teórico de Althusser.
En la segunda parte de El orden de El capital, se abordan temas como la transformación de valores mercantiles en precios de producción, o de la plusvalía en ganancia, y se critica la reconstrucción que realiza Engels de la problemática en el tomo III de El capital. Los autores también analizan minuciosamente los cambios que emprendió Engels en la recopilación de los tomos II y III, donde habría querido hacer a Marx compatible con su pensamiento en alguna medida. Se sostiene que había problemas que Marx desarrolla en los borradores que constituyen los tomos II y III que no estaban en absoluto resueltos para su autor. Casos como la ley de la baja tendencial de la tasa de ganancia y la teoría de la renta absoluta resultan inviables para ambos pero no afectarían la construcción teórica marxiana.
Una de las principales conclusiones del libro es que la idea de ciudadanía y el desarrollo del capitalismo, lejos de ser complementarios como parte del proyecto de la Ilustración de la modernidad, como pretende el liberalismo, se oponen entre sí. El capitalismo no puede cumplir con los principios de libertad, igualdad y propiedad. Un error de muchos marxistas consiste en aceptar que los supuestos liberales son correctos y en oponerse a esa concepción de la ciudadanía y a esos principios. No se trata de pensar en superar el modelo de ciudadanía, construyendo otro tipo de individuos diferentes de los que pensó la modernidad, sino que “si algún tipo de hombre nuevo debe anunciarse con el comunismo, éste no puede ser otro que el ciudadano de una sociedad republicana, el cual se define, ante todo, por la independencia civil. Se trata, ni más ni menos, del ‘hombre’ que pensó la Ilustración” (p. 244).
No se trata de rechazar la Ilustración y el capitalismo en bloque, pues “la Ilustración pidió derecho universal y el capitalismo generalizó el mercado” (p. 220). En El capital, Marx demostró cómo, para su sustento ideológico, el sistema capitalista ha apostado a confundir los principios de libertad, igualdad y propiedad con sus propios principios (como en el caso de la independencia civil). A partir de esos principios no se deduce, como consideró la mayor parte de la tradición marxista, el sistema capitalista que Marx tanto ha estudiado. Por esa razón, le corresponde a una política que pretenda subvertir el sistema la reivindicación de la ciudadanía y del Estado de derecho que esos principios construyen y que en los hechos el capitalismo es incapaz de realizar. Se trata de reivindicar el derecho que surge de la ciudadanía en contra de la institucionalidad de los derechos de los capitales (como el Banco Mundial y el FMI).
Lo que los autores intentan fundamentar, a lo largo de su lectura republicana de El capital, es que en el fondo de la problemática:
el capitalismo es incompatible con cualquier filosofía política racional, es decir, con cualquier doctrina que haga derivar el orden político de la voluntad o de las necesidades del hombre. En efecto, el capitalismo sólo logra parecer compatible con alguna teoría política (en concreto, con el liberalismo económico) a fuerza de presentarse disfrazado de algo completamente distinto de sí mismo, a saber: el libre mercado. (p. 623)
Desde mi perspectiva, el intento de reconciliar la obra de Marx con los principios republicanos que no se pueden llevar adelante con el desarrollo del capitalismo es una dimensión fundamental para las pretensiones políticas de quienes apostamos a luchar por una sociedad libre de toda explotación. Como no se cansan de repetir los autores, a los marxistas en el siglo XX les ha costado muy caro alejarse de los ideales que prometían libertad e igualdad a los hombres. Es del todo correcto, como ellos hacen, rastrear este vínculo en El capital y, por cierto, podríamos encontrar muchas más referencias aún en textos dirigidos a interpretar situaciones políticas concretas, como El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte o La lucha de clases en Francia, por ejemplo.
La relectura de El capital de Marx y los intentos de sacar conclusiones políticas de esa gran obra incompleta están a la orden del día en Europa. Así lo demuestra, por ejemplo, la reciente publicación de Fredric Jameson Representar El capital. Consideramos que la gran producción de nuestros autores llega a conclusiones acertadas desde un punto de vista político, pero la reivindicación de la lectura de Althusser, con su consiguiente antihegelianismo en contra de la ortodoxia del materialismo dialéctico, deja fuera del debate muchas relecturas de la dialéctica marxiana. Por dar un ejemplo, se puede mencionar a quien desde una reivindicación del carácter dialéctico del capitalismo hace una crítica al intento de establecer una dialéctica transhistórica en la producción marxiana, el canadiense Moishe Postone, quien en 2003 publicó Tiempo, trabajo y dominación social. Una interpretación de la teoría crítica de Marx.
En América Latina, la crítica de Althusser y la búsqueda de reintroducir el arma de la dialéctica -por su puesto, con sus deudas con Hegel- vino de la mano de la crítica al dogmatismo y al determinismo histórico. La reivindicación del método dialéctico se dio en oposición al materialismo dialéctico -tanto el de las vulgarizaciones del estalinismo como el de Althusser que se difundió en el continente-. Ahí está Filosofía de la praxis (1967) de Adolfo Sánchez Vázquez, la trilogía de Enrique Dussel (1985-1990), o incluso, más recientemente, la publicación de El capital. Historia y método -una introducción- (2001), que incluye las clases de Néstor Kohan impartidas en uno de sus seminarios sobre la obra marxiana. Por cierto, en este punto la obra reseñada camina hacia otro lado.