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versión impresa ISSN 0185-013X

Foro int vol.61 no.3 Ciudad de México jul./sep. 2021  Epub 11-Oct-2021

 

Reseñas

The Moment of Rupture. Historical Consciousness in Interwar Germany Thought

Ariel Rodríguez Kuri1 

1El Colegio de México arodriguez@colmex.mx

Beck, Humberto. The Moment of Rupture. Historical Consciousness in Interwar Germany Thought. Philadelphia: The University of Pennsylvania Press, 2019. 232p.


Alrededor de eso que llamamos el siglo XX se acumulan evidencias; no está de más dudar de las certezas historiográficas sobre su extensión y su materia. La idea de un siglo corto, definido en un extremo por la Gran Guerra (1914-1918) y en el otro por el desenlace de la Guerra Fría (1989-1991) ha perdido sentido, a mi juicio. Si atendemos el sistema de vasos comunicantes que relaciona las formas de la historia material, de los ciclos económicos, de los lenguajes y de los experimentos políticos, de un lado, y la historia intelectual, del otro, el siglo (al menos el europeo) parece proyectarse y definirse desde el corazón de la Belle Époque, plena ésta en ansiedades y angustias. Cuánto ganaríamos si ubicáramos el arranque del siglo XX en los saldos de la irrupción salvaje de Nietzsche (1844-1900) en la conciencia europea y siguiésemos enseguida, paso a paso, los distintos experimentos (políticos, lingüísticos, estéticos, ideológicos, científicos) de la Viena del 900, quizá la ciudad matriz de la mayor ruptura epistemológica de la experiencia moderna. Tampoco el final del siglo ha sido incuestionablemente establecido. En términos de las obsesiones ideológicas e intelectuales sabemos algo: la ominosa crisis económica de 2008-2009 golpeó el corazón del imaginario globalizante y muchas de las prácticas políticas nacionales. El regreso de algunos de los tópicos idiosincrásicos del siglo XX (el nacionalismo, las apelaciones identitarias y nativistas, las formas desembozadas u ocultas de proteccionismo económico, los peligros alegados del multilateralismo, la guerra de los hinterland contra las grandes ciudades) quizá invitan a concebir un siglo largo, y no breve.

Lo cierto es que, sea cual sea la propuesta de una fechación del siglo, con el estudio de Humberto Beck estamos en materia; los lectores nos hundimos, nos intoxicamos de siglo XX -y nos beneficiamos enormemente, pues tales son los privilegios del historiador-. Beck describe, muestra, documenta aspectos cruciales de lo que podríamos llamar la ruptura de un régimen de historicidad. Estamos ante una transformación en la percepción del tiempo y en el arte combinatoria del presente, pasado y futuro; no se trata sólo de un fenómeno de la retórica, por ejemplo, la utilizada en la narración histórica. Se trata de una reelaboración compleja de las maneras de habitar el mundo, y sus consecuencias en la política y la cultura de una sociedad. Beck estudia este fenómeno con énfasis en la Alemania de entreguerras mundiales, aunque rastrea sus orígenes en la Revolución francesa, el Romanticismo y la obra de pensadores cruciales del pensamiento occidental, como Kierkegaard y Nietzsche. El núcleo de la investigación son tres autores de lengua alemana, Ernst Bloch (1885-1977), Walter Benjamin (1892-1940) y Ernst Jünger (1895-1998). En torno a sus obras, Beck teje una explicación coherente, precisa, sin despliegues academicistas inútiles. Su argumento funciona como un estilete: hace los cortes indicados en el momento justo; de todos modos, existe aún un potencial problemático significativo para la historia intelectual por venir. Con el tiempo llegará, creo, una cosecha más abundante en el campo de la historia política, en la historia intelectual y en la historia de la alta cultura.

La propuesta de Beck es convincente al identificar las condiciones de posibilidad para que los tres autores irrumpieran, con mazo en mano, en la demolición del orden temporal de la Ilustración y el positivismo. Esto es así porque, aduce Beck, una serie de hechos catastróficos se desarrollaron en sucesión enloquecida en apenas unos años: el inicio de la Gran Guerra (1914), la derrota de las potencias centrales (1918), la disolución de los imperios alemán y austrohúngaro (1919), la proclamación de sendas repúblicas, las bandas armadas de excombatientes, la hiperinflación, la crisis de 1929 y su impacto devastador en la economía alemana, el ascenso al gobierno de Hitler (1933) y la nazificación plena del Estado alemán, la anexión de Austria, en fin. Es importante notar, sin embargo, que estos acontecimientos han sido condición necesaria pero no suficiente en la ruptura del régimen de historicidad; en realidad fue imprescindible la condensación de un desasosiego crónico, un malestar previo (la angustia de Kierkegaard) que envolvió y acosó el desarrollo del historicismo decimonónico. El histrionismo de la Revolución francesa y del fenómeno romántico, esa compulsión por la performance, son señas de la rebelión contra la consagración del futuro como fuente única de sentido. Pero lo decisivo en el libro (en realidad un implícito estratégico) será el descomunal error de cálculo (de gobiernos, estados mayores, prensa, intelectuales) que llevó al estallamiento de la guerra de 1914. Aunque se extraña una enunciación quizá más fuerte en el libro, el colapso, simultáneo, de un mundo, de una época, de una sensibilidad, en fin, de la utopía y de la realidad del liberalismo europeo, serían el escenario en ruinas desde los cuales se lanzarían los proyectos intelectuales de Bloch, Benjamin y Jünger.

No obstante, en cada escritor convocado, los dispositivos serán distintos. Para Bloch el presente es el “no aún”; el momento vivido es un punto ciego, angustioso, oscuro (p. 99); la expectación y la esperanza son actos ontológicos; el presente, no el futuro, es el verdadero tema de la utopía (p. 103). Bloch introduce en un texto clave, Heritage of our time (1935), la noción de no contemporaneidad de los tiempos históricos, un desfase en las eras del hombre; el nazismo se beneficiará de esta condición al crear unos interlocutores singulares: “campesinos urbanos”, “sajones sin bosques”, figuras políticas de una destemporización radical (pp. 109-111). Bloch, dice Beck, podría pasar como un antiestalinista en su visón del experimento soviético, pero como un estalinista en tanto escritor público en la prensa alemana. Sea como fuere, es recordable su polémica con Georg Lukács en 1934. Para Bloch, el concepto de totalidad de Lukács es inasible y de poco valor en el pensamiento; la totalidad no debe ser, incluso sólo como recurso analítico, un todo coherente. Pero quizá la verdadera importancia de la polémica con Lukács sean sus derivaciones estéticas. Según argumenta Beck convincentemente, Bloch tendrá como fundamentales los dispositivos de montaje y yuxtaposición de elementos disímbolos porque entiende esos recursos como la única respuesta a los quiebres y cesuras del tiempo. Todo montaje, toda dislocación y sobreposición, el collage como tal, dramatizan la cesura del presente. Por eso Bloch estará cerca de las vanguardias, del expresionismo, para empezar; las entiende a la vez como síntoma y expresión consciente del nuevo régimen de historicidad (pp. 116-123).

Tengo para mí que Bloch es, de los tres autores convocados, quien ofrece una dificultad problemática y temporal más acusada. Beck debió dejar fuera de su estudio El principio esperanza (1938-1948), quizá la obra capital del autor. Que se haya recurrido a esta omisión deliberada es del todo explicable y justificable en la medida en que Beck debía intentar un cierre a la dinámica autoral y en sintonía con su definición del periodo de entreguerras y la eclosión de la instantaneidad y la ruptura en el pensamiento (p. 184, nota 1). Pero asimismo quedó fuera de registro otra obra de Bloch, El ateísmo en el cristianismo (1968), cuyo planteamiento pareciera adecuado a los intereses argumentales de Beck. Como se sabe, Bloch realiza en esa obra un contraste dramático entre el Dios del Viejo Testamento (Yo soy el que soy) y el Dios del Nuevo Testamento (Yo soy el que seré): en la conjugación diferenciada del verbo ser hay autoridad, resignación, sumisión (en el primer caso), y utopía, liberación (en el segundo), o al menos así lo interpreta Bloch. Tal es el punto: un Dios dado, hecho o un Dios de la promesa; el asunto es que la promesa no existiría sin un futuro.

Para Benjamín el nuevo régimen es el producto de un shock, de una discontinuidad abrupta, violenta, quizá salvaje en el tiempo vivido y percibido. Lo que irrumpe, el instante, lo súbito son arietes que demuelen la percepción y vivencia del tiempo (p. 124). (No en balde la obra de Benjamin será siempre un homenaje a Baudelaire, quizá el primer escritor que con absoluta conciencia intentó parafrasear los ritmos e identificar los fenómenos de la desintegración del antiguo régimen temporal; la gran obra inconclusa de Benjamin, Los pasajes de París, debía muchísimo a los ensayos de Baudelaire.) Una de las aportaciones más significativas de Benjamin sería su concepto de destrucción del aura. Esa experiencia tiene dos dimensiones: ¿qué pasa cuando, como en el mundo moderno revolucionado por la técnica, podemos ver, escuchar, sentir, innumerables veces la obra de arte?; antes, sin embargo, y quizá más cerca de Baudelaire: ¿qué pasa cuando el goce es colectivo, tumultuoso, masivo? Las respuestas pueden ser múltiples, pero ciertamente la pregunta es estratégica: el cúmulo de sensaciones alrededor de la obra de arte necesariamente adquiere otra naturaleza antropológica y sociológica en la sociedad de masas con acceso a los artefactos tecnológicos abocados a la reproductibilidad infinita. Hay billones, trillones, infinitos shocks instantáneos; es otra política.

Las aventuras del aura dicen mucho de la empresa intelectual de Benjamin. Esa trayectoria conceptual trasciende, creo, un mero uso para el análisis estético y del arte moderno. Nos coloca ante la necesidad de una historia del público. Como apunta Beck, Benjamin hace un dramatizado llamado a trascender la “inconciencia óptica”, el reconocimiento de que, en las vorágines de los instantes, el ojo apenas capta algunos elementos (pp. 129-131); para Benjamin, argumenta Beck, la dialéctica es el otro nombre de la simultaneidad (p. 138). En un apunte brillante, Beck recuerda el uso de Benjamin de la idea de mónada de G. W. Leibniz (n. 1646-m. 1716) para expresar de otra manera el potencial del presente: un punto que es en sí mismo un universo de materia y tiempo (p. 146). Benjamín superpone la idea de instantaneidad a la de infinito como un dispositivo para identificar lo sorpresivo, la irrupción, lo intempestivo; obsérvese, más aún, su fraseo político: el momento revolucionario sería entonces un pasado que se actualiza en cualquier momento del presente. Estos alegatos tienen la marca de las dos grandes deudas intelectuales de Benjamin: la del anarquismo y la del mesianismo judío (p. 144), dos corrientes político-intelectuales bajo una misma exigencia: el corte súbito, instantáneo del tiempo para su propia realización.

Peligro, trauma, silencio, combate, miedo -he aquí los determinantes del shock de época en el narrador y ensayista Ernst Jünger. Jünger lleva su experiencia de la Gran Guerra, la cual vivió como soldado herido y condecorado, a la literatura; ahí arranca su contribución a la discusión virtual planteada por Beck. El instante de Jünger es una situación límite, de cercanía a la muerte, de inminencia radical. La idea del presente como plataforma hacia el futuro es ridícula para un soldado que está por abandonar su trinchera y asaltar la del enemigo (p. 71). Jünger lleva a la historia intelectual centroeuropea el sudor y la sangre comprometidos en esa experiencia catastrófica y de masas; involucra el jadeo y los estertores de la agonía en la discusión sobre el régimen de historicidad; él encarna las novedades en la política de masas del siglo, catalizadas por la hecatombe: los grandes encuadramientos de los ejércitos, la convivencia forzada en las trincheras, la suma de gemidos y olores en los hospitales militares, la camaradería del miedo compartido, la victoria y la derrota colectivas, el resentimiento y la búsqueda de culpables. Todo ello no puede hacer olvidar el principio: en agosto de 1914, en medio de los entusiasmos y de la promesa (en Navidad todos estarían de vuelta) tuvo lugar un reencantamiento del mundo, según apunta Beck (p. 93).

Jünger es uno de los fundadores del nuevo conservadurismo; de manera paradójica, éste ya no mira el pasado, sino el futuro (p. 76). Esta inversión es capital en la historia intelectual y política del siglo XX. Es un conservadurismo amarrado a las masas (más allá de las palabras), a la tecnología y sus artefactos. Es el conservadurismo cuyos héroes conviven y hacen vivaque con sus camaradas en armas. Es un héroe, producto de la movilización total convocada por los Estados modernos. Esa nueva heroicidad, en el marco de una sociedad total, es una heroicidad sufriente a la manera plebeya, y atenazada por las dudas políticas; el peligro, lo inminente cotidiano, la estructura, no obstante. La trinchera vulnera toda noción del tiempo: instante es igual a peligro. Beck, con razón, se refiere al trauma que deviene teoría (p. 90). Por eso Jünger será un entusiasta de la fotografía: ¿qué otra técnica?, ¿qué otro arte podría atrapar ese súbito acontecer, esa realidad que evanesce, sino la fotografía? (pp. 90-91).

The Moment of Rupture es una contribución a la cultura historiográfica en al menos dos sentidos. De entrada, y por lo argumentado recién, porque Beck ha fijado las dificultades extraordinarias para fechar, de manera sustancial, nuestro tiempo: no es obvio quiénes son nuestros contemporáneos, a quién pertenecemos, quién nos pertenece. Es otra especie de orfandad, rara vez abordada: nombrar el tiempo habitado. No podemos declararnos del todo ajenos a las angustias de Bloch, de Benjamin, de Jünger, a la intensísima emoción de mirar el presente evanescerse o, bien, estallar. La segunda contribución es la manera como se inventan tradiciones, en este caso académicas: el libro de Humberto Beck está en sintonía con Los profetas y el mesías: Lukács y Ortega como precursores de Heidegger en el Zeitgeist de la modernidad, 1900-1929, de Francisco Gil Villegas M. (El Colegio de México, 1996). Sólo digo que es edificante que la academia mexicana mire asimismo las tradiciones intelectuales centroeuropeas. Reitero: con el libro de Humberto Beck, estamos en materia.

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