Introducción
Con el objetivo de controlar territorios, debilitar al enemigo y aumentar los botines de guerra, los actores involucrados en los conflictos armados han ocasionado mediante el secuestro, la extorsión y el asesinato, el desplazamiento de más de cuarenta millones de personas en el mundo (ACNUR, 2016). Sin embargo, las víctimas de la guerra no son sólo los muertos, sino también quienes ven con impotencia cómo se tortura, desaparece y asesina a su familiar, a su esposo, al jefe de su familia. Estas personas, generalmente mujeres, han tenido que emigrar hacia otras regiones o pueblos, buscando el sustento y la seguridad que les fue arrancada, y son ellas quienes padecen los conflictos armados de una manera más dramática (Cantor, 2014; Brito, 2010).
En dicho contexto, México no es ajeno a esta realidad, ya que se estima que por diversas causas más de 300 mil personas se encuentran en situación de desplazamiento forzado (CMDPDH, 2018), y entre sus causas se identifican la violencia que generan el crimen organizado y el Estado, lo que ha significado un incremento en los índices de homicidios y en el clima de inseguridad en el que vive toda la población (Ríos, 2015).
En esa temática, se pretende ilustrar las transformaciones generadas por la “guerra contra las drogas” desde el espacio microsocial en el que transcurre la vida cotidiana y las cifras que describen el problema en el nivel macro. Las trece entrevistas que se presentan fueron realizadas en 2013 con el apoyo del Instituto Estatal de la Mujer en Durango, el Observatorio de Violencia Social y de Género del Estado de Durango y la Asociación Pro Víctima; y especialmente con el de la maestra Ariana Ángeles, coautora del presente artículo, que nos permitió tener acceso a este material narrativo y darles rostro a esas mujeres en el contexto de la violencia durante el periodo 2007-2012.
La aparición y posterior publicación de la base de datos del Programa de Política de Drogas del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE-PPD) (véase una descripción extensa en Atuesta, Siordia y Madrazo, 2016), es lo que nos impulsó a revisar nuevamente dichas entrevistas, ya que nos permite ubicar la dinámica violenta que vivieron las desplazadas en la entidad, y con ello darle nuevo sentido a sus relatos, en los que se destaca el desamparo institucional en el que lograron sobrevivir.
La guerra contra las drogas
Al inicio del gobierno del presidente Felipe Calderón, en México se instrumentó una estrategia de combate frontal en contra del crimen organizado. El nivel de violencia, corrupción e inseguridad que se vivía en algunas regiones del país, aunadas a la escasa legitimidad política luego de un proceso electoral cuestionado (Ley, 2018), llevó a la decisión de utilizar al ejército en las labores policiales y a enfrentar el problema de la inseguridad militarizando las calles (Atuesta y Ponce, 2017). Al resultado de esta estrategia se le conoce como la “guerra contra las drogas”, misma que supone la puesta en práctica de políticas de mano dura (identificadas con acciones policiales y militares) cuyo objetivo final es enfrentar y desarticular al crimen organizado (Atuesta y Madrazo, 2019).
Mediante la aplicación de esta maniobra en el sexenio de Felipe Calderón, se logró contener el crecimiento de grupos del crimen organizado y se detuvo a los cabecillas, pero los resultados no fueron del todo optimistas (Ríos, 2015; Dell, 2015; Rosen y Zepeda, 2015). Por ejemplo, en un contexto de corrupción, ciertos dirigentes de los grupos del crimen organizado capturados salieron libres por orden de distintos jueces, y la infiltración de la delincuencia en todos los niveles de gobierno complicó la captura de los narcotraficantes más poderosos (Ríos, 2015).
Además, se mantuvieron intactas las estructuras financieras y operativas de las organizaciones delictivas (que en México se identifican principalmente con el narcotráfico, e incluyen la producción y distribución de drogas); por lo que la guerra de Felipe Calderón simplemente aceleró los procesos de relevo en el sistema de mando y una reconfiguración de la actividad criminal, orientándola hacia estructuras más complejas, el ejercicio de mayores niveles de violencia y la diversificación de actividades criminales que les permitieran obtener recursos de la población (Valdés, 2013; Astorga, 2015; Bailey y Taylor, 2009).
Paradójicamente, la guerra contra las drogas funcionó como un incentivo para que las organizaciones criminales apresuraran su transformación, adoptaran modelos horizontales de operación y diversificaran las actividades delictivas, para sumar a la producción y distribución de drogas, la extracción de recursos locales a través del secuestro, el robo, la extorsión, la piratería y la promoción del narcomenudeo (Calderón et al., 2015; Pereyra, 2012). En su reconfiguración, estos grupos abandonaron las estructuras verticales y comenzaron a organizarse en células autónomas, responsable cada una del control de su territorio y de la recolección de ganancias, en un esquema de operación tipo franquicias (Atuesta y Peréz-Dávila, 2017; Grayson, 2008; 2011). Así, dicha reconfiguración modificó las relaciones con el gobierno y con la sociedad.
Los equilibrios de coexistencia pacífica fueron rebasados y se incrementaron los enfrentamientos entre delincuentes y fuerzas policiacas o militares. Se transitó de una relación de paternalismo y dádivas sociales, a otra centrada en el ejercicio de la violencia para obtener recursos y hacerse del control local mediante el miedo (Guerrero, 2011; 2012; Escalante, 2010). En ese escenario aumentó el número de homicidios ocurridos en acontecimientos violentos relacionados con el crimen organizado: de 732 homicidios registrados en 2006 se llegó a casi 17 mil en 2011. El aumento más dramático de la violencia ocurrió entre 2009 y 2010, cuando las muertes registradas en eventos relacionados con el crimen organizado pasaron de 9 mil 607 a 15 mil 271 (Gráfica 1).
Fuente: Elaboración propia a partir de la base de datos CIDE-PPD.
Datos extrapolados para los meses faltantes en los años 2006 y 2011, tomando como base el promedio mensual registrado.
La violencia es una variable que impacta de manera decisiva a la población e incide en las decisiones de irse o quedarse en un lugar. De acuerdo con Vilalta (2013), la proclividad a cambiar de residencia está correlacionada en 89 por ciento con la victimización directa; en 54 por ciento con la victimización y en 34 por ciento con el hecho de residir en un área que fue escenario de la guerra en contra del crimen organizado. A partir de 2008, los mexicanos también migran por temor a los cárteles de las drogas, a la extorsión y a la violencia (Cantor, 2014; Ríos, 2013; 2015). Es el miedo y no la economía o la tradición lo que está generando los flujos migratorios actuales (Cantor, 2014). Las personas se van de su hogar incluso si las condiciones económicas en su nuevo destino son adversas cuando se encuentra en riesgo la vida, la integridad de la familia o la propia seguridad (Mestries, 2014: 17).
El principal motivo para salir del territorio en el que se vive es el miedo (Vilalta, 2013). La migración se convirtió en una opción para huir de las distintas expresiones violentas (Pereyra, 2012; Durín, 2012; Cruz Lera, 2017), y tan sólo para 2010, el Observatorio del Desplazamiento Interno -IDMC (Internal Displacement Monitoring Centre)- y el Consejo Noruego de Refugiados registraron en México una cantidad de desplazados similar a la de los países que enfrentan una guerra civil, como Afganistán. Se estima que la cifra alcanzó los 230 mil desplazados internos forzados durante el sexenio de Felipe Calderón por causa de la violencia criminal (Turati, 2011).
En amplias zonas rurales y semiurbanas de nuestro país la extorsión, la afectación a la libertad de tránsito, la inseguridad en la propiedad de bienes y las amenazas contra la familia y el patrimonio, han dificultado las actividades productivas, agravando la situación de carencia, la dependencia alimentaria, la deforestación y la desertificación, así como la migración y el éxodo rural (Mestries, 2014: 21). Los saldos de esta guerra, como lo han resaltado autores como Ríos, en 2013, incluyen un tipo de desplazamiento cuyas víctimas, en un contexto de impunidad, fueron extorsionadas, secuestradas y atemorizadas por grupos criminales y por las propias fuerzas del Estado (Bittel, 2018). Visto en retrospectiva, quizás el mayor logro de las organizaciones del crimen organizado ha sido imponer una visión del mundo en donde la fuerza y la violencia son las que definen al ganador (Atuesta y Ponce, 2017).
El caso de Durango
Situado al norte del país, en la Sierra Madre Occidental, Durango colinda al norte con el estado de Chihuahua; al oeste con Sinaloa; al este con Coahuila; al sudeste con Zacatecas, y al sur con Nayarit. Se trata de un estado con numerosos poblados semiurbanos que se conectan unos con otros por medio de carreteras que recorren la geografía serrana (Durín, 2012) y que incrementó los niveles de violencia durante el periodo estudiado (Fuerte, 2016), y también uno de los que presenta situaciones de desplazamiento masivo en México (Ángeles, 2014).
Históricamente, esta entidad ha sido territorio de grupos criminales diversos. Integra el tercer vértice del llamado “triángulo dorado”, del que también forman parte los estados de Chihuahua y Sinaloa, región en donde la población vive una preocupante situación de vulnerabilidad que se agrava por el aislamiento, ya que son escasas las oportunidades de vida identificadas con una economía agrícola realizada en contextos poco adecuados para la producción, y una grave ausencia de las instituciones. Es por ello que la llamada cultura del narcotráfico pudo encontrar en esta región el espacio propicio para florecer, incluso desde la década de los sesenta (Bittel, 2018; Flórez, 2016; Bonilla, Portillo y Vega, 2017).
Tradicionalmente, Durango era la cuna del cártel de Sinaloa (Valdés, 2013), pero a partir del inicio de la guerra contra las drogas esta situación se modificó, y además de la reconfiguración de la actividad criminal aparecieron nuevos grupos armados para disputar el control del territorio y de sus recursos. El resultado de este escenario es realmente desolador: la violencia se multiplicó casi nueve veces en tan sólo cinco años.
Al consultar la base de datos sobre eventos violentos del Programa de Política de Drogas del Centro de Investigación y Docencia Económicas, encontramos que en la región se incrementaron dramáticamente los niveles de violencia. De 106 homicidios registrados al comienzo de esta estrategia militar (en 2007), ocurrieron 276 en 2008; escaló a 672 asesinatos más en 2009; subió hasta 834 en 2010; y llegó a 871 en 2011, año en el que se canceló este ejercicio estadístico (Gráfica 2).
Fuente: Elaboración propia a partir de la base de datos CIDE-PPD.
*Datos extrapolados para los meses faltantes en el año 2011, tomando como base el promedio mensual registrado.
De acuerdo con los datos del CIDE-PPD, en 2007 las células criminales identificadas con el cártel del Golfo comenzaron a disputar el control de la región conocida como La Laguna, pero el resto del estado se mantenía en una calma relativa. Sin embargo, apenas dos años después la violencia ya se había extendido al resto de los municipios. El periodo más cruento ocurrió de 2008 a 2010.
Para 2011, en la región cercana a la frontera con Sinaloa y Chihuahua, uno de los vértices del llamado triángulo dorado, los cárteles de Juárez y del Golfo continuarían disputándose el territorio, particularmente los municipios de Tepehuanes y Santiago Papasquairo; y en el resto del estado el enfrentamiento sería entre Los Zetas y el cártel de Sinaloa, aunque si bien incluía a prácticamente toda la entidad sería especialmente cruento en los municipios de Gómez Palacio, Durango capital y Pueblo Nuevo (Mapa 1).
En dicho periodo, el cártel del Golfo disputaba los municipios de San Bernardo (al norte) y Pueblo Nuevo, así como Victoria de Durango (en el centro). Por su parte, los Beltrán Leyva hacían lo propio en el municipio de Tamazula, colindante con Sinaloa; el cártel de Juárez operaba en la región lagunera; mientras que Los Zetas peleaban por el control de prácticamente todo el territorio y el cártel de Sinaloa buscaba mantenerlo específicamente en la capital y en Pueblo Nuevo (Mapa I).
Sin embargo, las cifras anteriores no dan cuenta de las personas secuestradas, extorsionadas, amenazadas de muerte, golpeadas, violentadas, desplazadas y desaparecidas. En este caso, el seguimiento de las notas periodísticas revela el precio que esta región ha pagado con la puesta en marcha de la política contra las drogas (El Siglo de Torreón, 2008; El Universal, 2011; Milenio Digital, 2016; El Siglo de Durango, 2017). Tan sólo en la capital se han registrado más de 250 cuerpos depositados en fosas clandestinas (La Razón, 2011). En Pueblo Nuevo, la autoridad municipal reconocía la existencia de por lo menos 1,500 desplazados de 2009 a 2011 (Mestries, 2014). Y uno de los casos más conocidos fue el ocurrido en Tierra Colorada, en enero de 2011, cuando previo a su éxodo masivo, quinientos indígenas huyeron hacia la capital del estado a causa de la inseguridad, ya que atestiguaron cómo los criminales quemaban las 38 casas de su comunidad (CNN Expansión, 2011).
El rostro de las otras víctimas, las olvidadas
La violencia irrumpió en la vida diaria de las personas cuando el crimen organizado se encargó de quemar escuelas, tiendas comunitarias y pueblos enteros. Se convirtió en parte de la cotidianidad el hecho de que los esposos, los hijos o los vecinos fueran asesinados, secuestrados u obligados a integrarse a la actividad criminal en una reedición de “la leva”, añeja práctica de los ejércitos para aumentar el número de sus efectivos.
En este clima de inseguridad, familias enteras dejaron sus hogares a cambio de conservar la vida. Con el esposo muerto o desaparecido, las mujeres se vieron obligadas a sobrevivir en nuevos espacios, en medio de carencias y expuestas a todo tipo de riesgos. Sin documentos ni formación alguna para acceder a trabajos formales y bien remunerados, y sin el apoyo institucional para atenderlas en calidad de víctimas, las mujeres sobreviven en medio de la precariedad y el miedo (Ángeles, 2014).
Cuando carecen de lazos familiares que las sostengan, estas mujeres y sus familias no contarán con un techo digno, ya que se instalan en terrenos baldíos en donde apenas alcanzan a construir chozas de cartón, alquilan su fuerza de trabajo para realizar labores domésticas mal remuneradas o intentan vender infinidad de productos de consumo cotidiano de bajo costo para sobrevivir en condiciones de pobreza e incluso de mendicidad (Mestries, 2014).
En la ciudad de Durango existen albergues destinados a la atención de los desplazados, y fue en uno de ellos donde captamos las historias de vida que desde el miedo, la precariedad y el desarraigo nos cuentan las mujeres que se han visto obligadas a dejar sus comunidades de origen. En una necesaria revisión de los éxitos y fracasos de este periodo de nuestra historia, su voz puede ayudarnos a encontrar mejores estrategias y diseñar políticas públicas que las incluyan.
Presentamos aquí sus historias, organizadas por lugar de procedencia.1 Ninguna entrevistada fue contactada previamente ni pasó por un proceso de selección, si no que simplemente nos acercamos a ellas y escuchamos a quienes quisieron contarnos sus experiencias durante julio y agosto de 2013. Cabe destacar que luego del primer contacto hubo reuniones posteriores con las informantes para reconstruir sus relatos de vida como método de acercamiento a la realidad social.
La historia de vida es una técnica usada de manera frecuente en las distintas disciplinas de las ciencias sociales y las humanidades, e implica rescatar el relato contado en primera persona por un protagonista cualquiera, respecto de categorías o procesos sociales que son de interés para el investigador (Reséndiz, 2001). La biografía también requiere un seguimiento exhaustivo de la vida del entrevistado, acompañado de otro tipo de investigación documental (como cartas, diarios, documentos oficiales, etcétera). El relato de vida, en cambio, puede considerarse una parte del método biográfico o de historias de vida en donde se circunscribe la búsqueda de vivencias a un periodo acotado y a ciertas categorías de interés para la investigación (Reséndiz, 2001).
En nuestro caso, los relatos de vida que obtuvimos mediante las entrevistas pretendieron rescatar las vivencias de estas mujeres desde que salieron de su lugar de origen hasta que se establecieron en otro sitio, tratando de identificar las circunstancias que dieron origen a la decisión de abandonar su comunidad, los retos que enfrentaron durante el desplazamiento y las condiciones en que decidieron establecerse en su destino. Las agrupamos por lugar de origen, en tanto esta variable se asocia con las circunstancias que las hicieron abandonar su espacio de vida cotidiano.
Mezquital
Es un municipio ubicado en la región serrana al sur del estado, que colinda con Zacatecas y Nayarit. Cuenta con escasas vías de comunicación, pero se localiza a tan sólo noventa kilómetros de la capital, y a pesar de no ser la localidad que presenta los más altos niveles de violencia, es justo esta cercanía con la ciudad de Durango lo que explica el alto número de mujeres originarias de Mezquital que encontramos.
Eva
El 15 de diciembre de 2011, un grupo de desconocidos se llevó a su marido. Semanas antes habían agredido a su hermano y lo privaron de su libertad, aunque lo liberaron poco después con la advertencia de que “si volvían a agarrarlo no lo iban a soltar”. No obstante, a los pocos días desapareció de manera definitiva. El crimen organizado cumplió su amenaza, y debido a lo aislado de las localidades donde cada uno de los integrantes de la familia vivía, ella no se enteró de inmediato: “sólo hay un teléfono allí, y pues está retirado de donde vivíamos”.
Al enterarse de lo sucedido, junto con su marido decidieron dejar su comunidad, pero no alcanzaron a hacerlo, porque a él también lo desaparecieron. “[…] Hay muchas personas que ya les pasó esto, del mismo lugar o de ranchitos cercanos”, dice Eva. Finalmente, “por miedo” emigró a la ciudad de Durango, donde ya tenía familia, lo que le facilitó adaptarse a su nueva realidad.
Eli
Es hermana de Eva, y además de la desaparición del hermano de ambas y la de su cuñado, experimentó la violencia criminal ejercida en contra de la familia de su esposo. Ellos vivían en la localidad Mesa de Platanitos, y una noche cerca de quince hombres llegaron a la casa de sus suegros. Toda la familia se encontraba dormida “y llegaron esas personas haciendo sus desastres, aventando las puertas”.
Dejaron libres a las mujeres, pero a los hombres los subieron a una camioneta, y desde entonces no se sabe de ellos. La suegra de Eli dice que vio cómo “les pegaban con las cachas de las armas [y luego] les cortaban las orejas”. Sin saber nada de ellos, permanecieron ahí hasta que meses después “volvieron otra vez esos señores”. Ahora buscaban al único cuñado de Eli que quedaba. A su suegra “le vendaron los ojos y le acercaron las manos al fogón, para quemarla y obligarla a decir cuándo iba a llegar la persona que buscaban”. Justo en ese momento llegó el muchacho, así que soltaron a la mujer y a él lo asesinaron delante de su familia. “Lo dejaron en pedazos, así, en pedazos, afuera de la casa”.
Nadie se atrevió a levantar el cuerpo por temor a que los asesinos estuvieran vigilando. Esperaron a que miembros del Ejército se hicieran cargo de él. Esto pasó en octubre de 2012, y Eli aún se estremece al relatar su experiencia. Dice que no sabe a dónde huyeron su suegra y sus cuñadas, y pide que en el relato se cambien los nombres y circunstancias para no ponerlas en riesgo.
Patricia
Originaria de Santa María, municipio de Mezquital, abandonó su hogar porque un día de 2011 hombres armados entraron a su casa y sustrajeron a una de sus hijas: “[…] era en la noche, como a las diez u once, yo estaba sola con [ellas] y tocaron la puerta. Abrí y de pronto se metieron unos señores que traían la cara tapada y venían armados. Eran seis los que entraron, pero [afuera…] había más”.
Patricia dice que mientras recorrían la vivienda como haciendo una inspección, a su hija de 19 años la agarró uno de estos hombres. No le dijeron nada ni le pidieron dinero después, simplemente se la llevaron. La tuvieron casi un mes en cautiverio y finalmente la soltaron. A pesar de las advertencias de sus conocidos, ella y su familia se armaron de valor y fueron a la Fiscalía del estado a levantar una denuncia; a ello atribuyen el regreso de la joven.
Durante su cautiverio, la tuvieron en un pequeño cuarto, “cuando la hallamos no quería decir nada, porque tenía miedo”. Ella les platicó que “cuando salían, la amarraban, la encerraban y le cruzaban con llave el cuarto, y que ahí tenían a más mujeres y hombres; me dijo que la amenazaban diciendo que si se escapaba nos iban a buscar y nos iban a matar a todos”.
También le cuenta que escuchaba cuando hablaban entre sí, y refiriéndose a ella decían que “la iban a vender para tener dinero”. Hoy, su hija tiene cicatrices físicas por cortadas de cuchillo en las muñecas y brazos, pero nunca les ha dicho quién ni por qué la hirieron. Patricia cree que “le hicieron muchas otras cosas”, aunque no les dice nada y ellos tampoco le preguntan.
Luz
De 47 años, Luz era profesora rural en su comunidad, de la que salió en 2009. “Me vine de la sierra porque mi esposo fue secuestrado y yo tuve miedo de seguir allá. Había mucha gente mala, sicarios. Una vez que veníamos de esperar a mi hijo, salieron en el camino y se llevaron a mi marido; y a mí me dejaron en el campo con mis niños”.
Él también era profesor rural, se lo llevaron hombres armados que se cubrían el rostro con pasamontañas y que se identificaron como “judiciales independientes”. Eran ocho en total. Poco después le hablaron por teléfono, y le pidieron cien mil pesos a cambio de regresarlo. Al cabo de una semana, cuando ya se encontraba en la ciudad de Durango, recibió instrucciones para hacer el pago: debía ir una sola persona, tomar un taxi de sitio, no avisar a la policía, y le iban a ir diciendo en donde se encontrarían.
La persona que hizo el trato fue su hermana, a quien durante el camino le llamaron para indicarle que fuera a un supermercado que estaba en el centro de la ciudad. Al llegar ahí, nuevamente le hablaron para decirle que se acercara al departamento de muebles. Un sujeto se le acercó y le preguntó que si traía “el encargo”, a lo que ella asintió, pero él le dijo que sentía mucho movimiento, la cuestionó sobre si había avisado a la policía y le ordenó que saliera del lugar y tomara otro taxi.
Por teléfono le dieron la nueva ubicación. Era otro centro comercial, en donde se repitieron las mismas instrucciones. Ahí dos hombres le pidieron que les diera “el encargo” y a plena luz y delante de la gente, contaron a detalle el dinero y le dijeron que más tarde llegaría “aquél”. En efecto, poco después el esposo de Luz apareció en la casa, venía sólo, muy golpeado y con marcas en las muñecas porque lo habían tenido esposado.
Durante varios meses, las personas que lo secuestraron le seguían llamando, y le decían que “se fuera a trabajar con ellos”. El miedo que Luz sentía la orilló a quedarse en la ciudad de Durango, pero su esposo prefirió trasladarse a la sierra, pues le dijo que “se sentía mucho más seguro [allá, pues] hay lugares en donde puedo esconderme, pero en la ciudad ni siquiera me puedo defender”.
Suchil
Este municipio se encuentra ubicado en la frontera con Zacatecas, en la zona turística conocida como Parque Nacional Sierra de Órganos. Se trata de una de las comunidades relativamente pacíficas, en donde sólo se registraron tres sucesos violentos en 2009; dos en 2010, y uno en 2011. Quizá por ello sólo captamos a una entrevistada.
Ángeles
Ella vivió dos de esos lamentables acontecimientos que la orillaron a dejar su comunidad: el homicidio de su esposo, en enero de 2009, y los asesinatos de sus cuatro hermanos, cuatro meses después. De acuerdo con su testimonio, antes de que llegaran las personas malas (o “malditos”, como también les llama), la suya era una vida tradicional: su marido trabajaba en el aserradero de la comunidad y ella se quedaba en casa, cuidando a sus hijos y dedicada a las labores del hogar.
Un día se llevaron a su hermano Avelino, quien regresó a casa como a las tres de la mañana; lo habían golpeado, le ataron las manos, le vendaron los ojos, y lo amordazaron con cinta. Platicó que los hombres que lo secuestraron le ofrecieron trabajar con ellos, y le advirtieron que si no aceptaba lo iban a matar. Desde ese día estuvo escondido, pues tenía miedo de salir. Al poco tiempo, a su esposo “lo balacearon, lo hirieron en el estómago y en la espalda. Fue hospitalizado, pero luego de un mes murió”. Con este suceso, el temor de Avelino aumentó, pero un día, dado que sus tres hermanos, que eran militares, se encontraban de vacaciones en su casa, decidió salir por su esposa, quien estaba en otro poblado. Los cuatro fueron a recoger a la cuñada de Ángeles, pero cuando regresaban “allí, en la misma camioneta, los agarraron y les dispararon […]”; a ella no le hicieron nada aunque estaba allí adentro también.
Lo siguiente que hizo Ángeles fue identificar los cuerpos, darles sepultura y salir de la comunidad. Se desplazó hacia Durango junto con su madre, sus hijos, su cuñada y sus sobrinos. No se llevaron nada, ni sus documentos legales, artículos personales u otros objetos, sólo se alejaron de ese lugar. Le han dicho que hay gente que ya se metió a su terreno, que tiraron sus casas y comenzaron a sembrar sus tierras. Ella piensa que es gente de su mismo pueblo, criminales que se aprovecharon de las circunstancias.
Pueblo Nuevo
Este municipio es uno de los más violentos del estado. Encontrarse en la frontera con Sinaloa, su cercanía con la ciudad de Durango y lo escarpado de su orografía lo hacen un lugar propicio para el transporte y la producción de drogas; por ello, es un territorio fuertemente disputado por los diversos cárteles del narcotráfico. Logramos entrevistar a tres mujeres desplazadas de esta zona, ya que la mayoría de quienes abandonan la comunidad emigran hacia Sinaloa, porque resulta de más fácil acceso que la capital de Durango.
Antonia
En 2011 abandonó la localidad de San Bernardino de Milpillas para ir a Durango, porque en junio de ese año asesinaron a Enrique, su marido. Según Antonia, él no tenía problemas con nadie, pero durante un partido de beisbol al que asistió llegó un comando armado a la unidad deportiva, se lo llevaron a un terreno cercano, luego lo liberaron y lo hicieron correr enfrente de todos; entonces le dispararon hasta matarlo.
Hacía algún tiempo que a su pueblo habían llegado unos hombres a los que llamaban “los viejos”, eran ajenos a la comunidad, pero conocidos por mucha gente de ahí, pues en sus terrenos sembraban “esa hierba”, como ella le llama a la mariguana. Si los pobladores se los encontraban, los saludaban, pero evitaban meterse con ellos, ya que su apariencia de “malandros” les producía temor.
El día que asesinaron a su esposo tuvieron que pedir una camioneta prestada para llevarse el cuerpo e irse definitivamente de la localidad. Sin embargo, más tarde, los asesinos regresaron al pueblo buscando a la familia y amenazando a todos los vecinos. La gente se asustó, y como también les tenían miedo, decidieron irse para salvar sus vidas. Esa noche, aproximadamente, cincuenta familias abandonaron Milpillas y llegaron a la ciudad de Durango, en donde estuvieron más o menos un mes, hasta que creyeron que ya podían regresar a su casa.
Rocío y Lucía
Ambas forman parte del grupo de desplazados de Milpillas. Como muchos otros de sus paisanos, optaron por quedarse en la ciudad y no regresar a su comunidad, pues realmente tenían miedo de sufrir alguna agresión por parte de “los viejos”. Rocío teme que a su familia pueda pasarle algo similar a lo que le ocurrió a Antonia, que mataran a su esposo o que se llevaran a alguno de sus hijos, pues sabía que en los poblados cercanos incluso se metían a las casas para sacar a las muchachas y llevárselas.
Desde hacía meses se comentaba que incluso obligaban a los niños a unírseles. “Andaban unos muchachitos así chiquitos, que apenas podían sostener el mentado cuerno de chivo, pero ya encapuchados”, cuenta Rocío, mientras relata que “en 2010 las cosas se pusieron muy feas, y en 2011 empezó a haber muchas muertes”.
Por su parte, Lucía nos relata que para “salir de pobres y seguir adelante” algunas personas de su comunidad se dedicaban a sembrar “otras cosas […]. Eso ya se sabía desde siempre”. Lo que no había ocurrido era lo de los desaparecidos. Ella sólo escuchaba que se estaban llevando a los hombres del pueblo, hasta que un día se llevaron al esposo de su hermana: “pararon el camión, lo encapucharon, se lo llevaron y lo desaparecieron”.
Comenta que desde 2008 la violencia se intensificó, pero todavía se podía vivir. El límite llegó en 2010, cuando la inseguridad se incrementó a tal grado que en el camino asaltaban a las mujeres, les quitaban el dinero, el mandado y las mercancías que habían comprado. Entonces ella no quiso correr más riesgos, y luego de lo ocurrido con la familia de Antonia, decidió salir de la comunidad y quedarse a vivir en Durango.
Julia
Ella es originaria de otra localidad, aunque del mismo municipio, pero su historia no es diferente. Tenía casi 24 años viviendo con su pareja, Juan Carlos, y “era una vida muy feliz [hasta que] lo desaparecieron”. Personas foráneas llegaron a su pueblo y empezó la inseguridad; primero se llevaron a un conocido y después al hermano de su esposo.
A pesar de que tenían un restaurante que les dejaba un buen ingreso, sintieron temor y se fueron de ahí. Sin embargo, en diciembre de 2010 un comando armado llegó hasta la localidad a donde habían emigrado y se llevaron a su marido. Luego de ese suceso, Julia y sus hijos decidieron trasladarse a la ciudad de Durango, donde también fueron víctimas de un asalto. El temor los hizo huir nuevamente y llegaron a Mexicali, pero sólo estuvieron ahí 21 días, ya que no encontraron trabajo ni forma de sobrevivir, por lo que decidieron regresar a la capital de su estado. Viven en la periferia de la ciudad en condiciones de precariedad. Julia atiende un pequeño puesto de dulces y apenas logra sobrevivir, con mucho miedo y diagnosticada con depresión, aunque sin recibir tratamiento médico.
Tepehuanes
En 2007 no se registró ningún suceso violento en este municipio; en 2008 hubo tres, pero en 2009 tuvieron lugar diez acontecimientos de este tipo, y ese nivel de violencia se mantendría durante los años 2010 y 2011.
Ernestina
En el pueblo empezó a escucharse que “habían llegado Los Zetas [y que] estaban llevándose a [la] gente […], que traen unas trocas [camionetas] aquí, traen otras trocas acá, que unas muy bonitas y así, que andan levantando a la gente y que la mataban […] porque pues […] no se quería dejar, entonces les tiraban y los mataban […]. Se llevaron a mucha gente. Le había preguntado a un familiar si me podía ir a vivir con ellos, porque me daba miedo, mucho miedo […] porque andaban nomás levantando así. [A] viejos, ya macizos, niños, jovencitos de doce o quince años, mujeres también se llevaron muchas […]”. En octubre de 2008 le tocó a su marido. Ernestina pensó que eran policías, pues traían uniformes; sin embargo, cuando él los vio se quiso escapar, pero se le atravesó un coche, lo atraparon, y lo subieron a una de las camionetas.
Ella asegura que esas personas no tenían motivo para hacerles daño, y se quedó en su casa esperando a que su esposo regresara. Sin embargo, ocho meses después, en junio de 2009, se llevaron a su hijo. Ese mismo día también secuestraron a un matrimonio que ella conocía: “les balacearon la casa porque querían sacar al señor, porque tenían dinero, era [una persona] mayor. Cuando [lograron entrar a] su casa se lo llevaron arrastrando, a patadas, luego lo echaron a una troca”.
No fue a la policía porque “los que se llevaban a la gente eran los que mandaban allí. Por eso el presidente ni la policía hacían nada, por miedo”. Al otro día le llamaron para pedir un rescate de quinientos mil pesos. Varios vecinos y amigos la apoyaron, y logró reunir doscientos mil pesos, pero el día de la entrega llegaron las personas por el dinero, se lo quitaron, la subieron a una camioneta y se la llevaron amordazada, “encapuchada”, y así la retuvieron por doce días.
La cuidaba un muchacho, quien le decía “no llore madrecita, la van a dejar ir, todo se va a arreglar”. Supo que a él también se lo habían llevado. Le pidieron dinero a su mamá y ella se los dio, pero no lo soltaron, y aún lo tenían trabajando con ellos en contra de su voluntad. Cuando soltaron a Ernestina le advirtieron que tenía 24 horas para dejar el pueblo o la matarían a ella y a su familia. Entonces huyó a Parral y Delicias, en Chihuahua; sin embargo, después regresó a un rancho en Durango, en donde tenía familia, hasta que decidió vivir en la capital de su estado.
Santiago Papasquiaro
Está ubicado en la frontera con Sinaloa y representa la entrada a la sierra, así como el acceso a rutas clave para el trasiego de la mariguana y la amapola; es por ello que es uno de los municipios más violentos. La base de datos CIDE-PPD registra la participación de grupos identificados con los cárteles del Golfo, de los Beltrán Leyva y del Pacífico. Sin embargo, sólo logramos entrevistar a tres mujeres originarias de esta localidad, probablemente porque los desplazados huyen, en su mayoría, hacia las ciudades de Chihuahua.
Concepción
Originaria de la localidad Los Altares, tomó la decisión de salir de su hogar después de que se llevaron a su esposo y asesinaron a su sobrino. Tiene 45 años de edad y relata que “ahora no hay casi nadie allá [...], pues hace como unos tres años, en 2009, empezó a llegar gente armada […]. Esos hombres ya tenían tiempo en el pueblo, a donde llegaban en camionetas y daban […] como una especie de rondas [...]. Yo no sé de dónde venían, pero no era gente del lugar […] la única gente que tenía contacto con ellos eran las personas que tenían algún negocio, como tienditas o restaurantes”.
El 16 de febrero de 2009, como a las 11:30 de la noche, un comando armado llegó a su casa y como ya habían escuchado que se estaban llevando a los hombres, su marido intentó huir, pero no lo logró. Esas personas lo llamaron por su nombre y le pidieron que los acompañara. “Ahora se lo regresamos”, le dijeron a Concepción, y hasta esta fecha no ha sabido nada de él.
No denunció de inmediato su desaparición, pero sí lo hizo tiempo después y le ha dado seguimiento a la denuncia: “tenía mucho miedo, me esperé como hasta enero, casi un año después […], pero me parece que es de las primeras denuncias que se levantaron en la Fiscalía”. Ya sin esposo y fuera de una cultura predominantemente machista, ella se siente más segura económica y psicológicamente en la ciudad de Durango, a donde huyó, y reconoce que ahí “tiene más libertad”.
Ernestina
Sin educación, sin documentos, sin preparación de ningún tipo, al llegar a la ciudad de Durango decidió dedicarse a lo que siempre ha hecho, trabajar en el hogar. Su historia no es diferente a la de las demás: secuestros, extorsión, asesinatos, miedo. También trabaja en un pequeño puesto, en donde le ayuda a una señora que antes no conocía: “hago gorditas fritas y tortillas para vender”. Es así como sobrevive cada día, en medio de las carencias, la necesidad y el temor.
La vulnerabilidad en la que transcurre su vida no merece la menor preocupación por parte de las instituciones, ya que no existen organismos ni dependencias que le den acompañamiento psicológico, tampoco gestores que la ayuden a recuperar sus documentos de identidad, y nadie se preocupa por la salud de sus hijos, así como por el hecho de si ellos regresarán o no a la escuela, o por el lugar donde vivirán de ahora en adelante. Sólo es una víctima más, una mujer que no existe, que no vale, que no importa.
Josefa
Decidió salir de Altares porque mataron a su marido, Raúl, quien era chofer de Liconsa (una empresa estatal que lleva alimento a las comunidades marginadas). Lo encontraron colgado de un árbol, pero antes le habían disparado en la cabeza. Eso ocurrió nueve meses después de que se llevaron al esposo de Concepción, tía de Raúl, y de quien Josefa y su familia eran vecinos.
Ella cree que lo asesinaron por causas relacionadas con el combustible, aunque asegura que nunca supo de alguna amenaza o advertencia que le hubieran hecho a su esposo. Lo que sí sabía es que había dos grupos rivales que peleaban por ver cuál era el que mandaba, y en el marco de esa disputa le habían dicho a él que de ese almacén de Liconsa le estaban vendiendo combustible a “los otros”. Al preguntarle a quiénes se referían, no se atrevió a responder, sólo decía: “los esos”.
Josefa vive intermitentemente entre Altares y la ciudad de Durango, pues no quiere dejar sus bienes, aunque siente mucho miedo cada vez que regresa a su pueblo. Dice que ha sabido de más “familias que se han ido de allí, por miedo […]. A muchos les ha pasado lo que a nosotros”, concluye.
Violencia, mujeres y narcotráfico en México
Después de escuchar los testimonios de vida de estas mujeres, observamos que la violencia y el miedo han sido el principal resultado de la llamada “guerra contra las drogas” que Felipe Calderón declaró a los narcotraficantes. Particularmente, para quienes habitan en los territorios que se disputan las organizaciones del crimen organizado y las fuerzas del Estado (Boyce, Banister y Slack, 2015; Fuerte, Pérez y Ponce, 2019). Entre las principales víctimas de este enfrentamiento se encuentran las mujeres que han sido sacudidas por la irrupción violenta que en su vida cotidiana han padecido.
Una violencia que es inherente a las acciones criminales y que se ha normalizado en numerosos poblados a partir de lo que se denomina “la cultura del narcotráfico”. Y es que el narcotráfico no es sólo una actividad económica ilegal, sino también un discurso que se entrelaza con otros relatos y se disputa con ellos la dirección de la vida cotidiana (Hall, 2013). En este contexto, el papel que juegan las mujeres es fundamental, pero sólo en tanto que representan la “feminidad” complementaria, necesaria en la construcción de los sujetos masculinos (Ovalle y Giacomello, 2006).
Se trata de una cultura eminentemente masculina, formada por sujetos anhelantes de reconocimiento, angustiados por ser identificados como hombres “verdaderos” conforme a los estereotipos culturales con los que se construyen y se definen (Núñez, 2004; Núñez y Espinoza, 2017; Hernández, 2012). El discurso del narcotráfico es preponderantemente sexo genérico, en donde ellas resultan las figuras más vulnerables. Este imaginario funciona como un “dispositivo de poder” que permite y hace posible tanto la permanencia como la reproducción de las organizaciones criminales mediante mecanismos inmateriales que las sostienen y promueven su reproducción (Núñez y Espinoza, 2017).
Como lo ha descrito Jiménez (2014: 116), es cierto que las transformaciones cíclicas en el narcotráfico también han implicado un cambio en el papel de las mujeres. De limitarse a ser un objeto decorativo, hoy participan en una diversa lista de tareas que el negocio requiere, entre ellas el lavado de dinero, el resguardo o traslado de grandes sumas de efectivo o de mercancías, y asumir el papel de "mulas" (persona que transporta pequeñas cantidades de droga), o para abastecer a los penales o los puntos de narcomenudeo, de acopio, etcétera (Lizárraga, 2012: 153). No obstante, las mujeres todavía son las que esperan y asumen las consecuencias de la participación de la figura masculina en el negocio del narcotráfico (Muehlmann, 2013).
Ante esa situación, con armas a la mano y la garantía de impunidad, el incremento de la violencia en contra de las mujeres ha sido constante. Por ejemplo, de 2007 a 2009 aumentó el número de defunciones femeninas por presunción de homicidio: 126.4 por ciento en Sinaloa; 125.3 para Sonora, y 423.9 por ciento en Baja California (ONU Mujeres et al., 2011: 39). La guerra contra las drogas las convirtió en víctimas simplemente “por estar ahí”.
Otro indicador es el de quienes se encuentran presas, ya que antes del sexenio de Calderón, el robo era la causa principal por el que eran procesadas; después, la estadística se modificó hacia los delitos contra la salud (Santamaría, 2012: 44). De 2007 a 2010, la cifra de mujeres en prisión por delitos federales se disparó en 400 por ciento (El Informador, 2010). Ante la necesidad de dar resultados mediante cifras que respaldaran el “éxito de la estrategia”, las opciones para ellas se redujeron a desplazadas, muertas o presidiarias.
Junto con las historias de dolor que viven las mujeres desplazadas, en la guerra contra las drogas también las están matando, y son ellas las que están sufriendo cada vez más con la carga de la migración forzada. Es por ello que son las olvidadas, porque no son contabilizadas y mucho menos representadas en el imaginario de la sociedad, porque son madres, esposas e hijas y no el objeto que ha dibujado la narcocultura. Por esta razón, al analizar la violencia debemos ir más allá de las cifras, ya que son ellas quienes están asumiendo la dura carga que esta guerra que se vive hasta el día de hoy en México les ha impuesto.
Conclusiones
Las razones para ejercer la violencia son diversas y aparecen de manera entreverada: venganzas, eliminación de rivales, equivocaciones, reclutamiento de mano de obra especializada, servidumbre forzada, trata de personas con fines de explotación sexual, extorsión, amenazas, despojo, etcétera, pero todo se resume a dos palabras clave: control y miedo.
En este contexto las mujeres migran para conservar su vida y las de sus seres queridos, y ante este panorama se encuentran en una tensión permanente frente una cotidianidad que las orilla a participar en actividades del crimen organizado y, por otro lado, en la búsqueda constante por salvaguardar y cuidar a su familia ante las agresiones que ejercen los actores del conflicto.
La violencia se ve materializada mediante el desarraigo, la pérdida de la cotidianidad, el abandono del hogar y su cultura, sumados a la precariedad económica, el rechazo y el desconocimiento de los nuevos riesgos y rituales en los que deben sobrevivir, lo que muestra a un Estado que podría ser cada vez más un protagonista al visibilizar el fenómeno del desplazamiento como una acción principal para construir espacios de reconciliación y paz.
La estrategia con la que inició “la guerra contra las drogas” priorizó el uso de la violencia y olvidó atender los daños colaterales, en este caso, sufridos por las mujeres. Transcurrido un sexenio desde que concluyó el gobierno de Felipe Calderón, cuando parece que se atiende con otros enfoques el problema de la violencia y el narcotráfico, es imperativo reconocer que una estrategia fallida es aquella que, desde su concepción y diseño, renuncia a fortalecer y proteger los derechos fundamentales de la sociedad.
Las mujeres desplazadas por la violencia no representan sólo un daño colateral, ese que si no se contabiliza parece que no existe, sino que son, ante todo, la expresión del fracaso en la construcción de un imaginario social y de una cultura en la que predomine el respeto a los derechos humanos. En un nuevo enfoque de políticas públicas para la seguridad ciudadana conviene no olvidar que estas víctimas, las desplazadas y sus familias, también tienen nombre y, a menudo, un rostro de mujer.