INTRODUCCIÓN
La producción de ficción seriada, televisiva o emitida en plataformas audiovisuales goza actualmente de una especial atención del público, así como de un progresivo interés por parte de la crítica y la academia. Dada la necesaria adecuación de la historiografía al aumento cuantitativo de este tipo de producciones, parte de la literatura académica se está centrando en las metodologías más adecuadas para abordar el análisis de una ficción entre cuyas peculiaridades destaca el formato en capítulos y temporadas, así como su especial recepción espectatorial, sometida a la cronología pautada en el caso del medio televisivo e individualizada gracias a las plataformas de distribución on-line que permiten un visionado a la carta.
En el apartado que atañe a las series televisivas se mantiene cierta tendencia al análisis desde los estudios televisivos como parte integrante de la programación, calibrándose su ubicación y su duración en la parrilla según la política televisiva vigente, un posicionamiento compatible con la teoría de la recepción que las jerarquiza según su aceptación entre los espectadores, cuantificable a través de los niveles de share alcanzados, así como con los análisis textuales que las equiparan a las producciones cinematográficas en formato de mediometraje y largometraje. Otras aproximaciones tienen en cuenta su inserción en un contexto político preciso, ya que como afirmaba Vázquez Montalbán (1973), cualquier análisis de la televisión debe hacerse de forma paralela al análisis de la ideología de quien ostenta el poder en el momento de su producción, pero también caben modelos de análisis que las sitúan en su nicho cultural, que las observan como creadoras y difusoras de discurso, que las encuadran bajo sistemas de análisis como los estudios de género y que las consideran textos sintomáticos que informan sobre su momento cultural (Dubrofsky, 2011).
Partiendo de la voluntad de aplicar un enfoque que reconozca la importancia de la inserción en la parrilla televisiva, su recepción en el momento de su emisión, la estructura narrativa aplicada y el contexto de producción y emisión, se ha elegido como objeto de estudio del presente texto la serie televisiva española Este señor de negro (Antonio Mercero, 1975-6)1, ya que a su emisión en horario prime time se une la aceptación de los espectadores y el reconocimiento de la crítica, así como su capacidad para ser analizada actualmente bajo el parámetro de su función socio-histórica al detectarse que en su construcción ficcional se asimilaron los cambios coetáneos en la prácticas sociales. Estos cambios fueron los acaecidos en las postrimerías del tardofranquismo, ya que la serie, escrita por Antonio Mingote y adjudicada su realización por Narciso Ibáñez Serrador (director de la Primera Cadena) a Antonio Mercero, fue filmada entre finales de noviembre de 1974 y principios de 19752, siendo emitida entre el 8 octubre de 1975 y el 28 de enero de 19763. Esta cronología sitúa la producción dentro del mandato de Jesús Sánchez Rof como director general de Radio Televisión Española (RTVE) y durante su emisión se produjo su sustitución por Gabriel Peña Aranda, al mismo tiempo que coincide con el contexto histórico específico del proceso de deterioro físico de Francisco Franco, cuya última aparición pública había tenido lugar en el día 1 de octubre en la Plaza de Oriente y cuyo estado de salud fue relatado por la prensa hasta su fallecimiento.
En el ámbito académico Este señor de negro ha sido citada en manuales de historia de la televisión española (Baget Herms, 1993; García de Castro, 2002; Tomás Melgar, 2003; Rueda Laffond y Chicharro Merayo, 2009; Gil Gascón y Mateos-Pérez (eds.), 2012; Montero Díaz (ed.), 2018, etc.) y artículos sobre las series televisivas (Chicharro-Merayo, Gil-Gascón, 2022), pero escasean los análisis exhaustivos, quedando relegada detrás de otras realizaciones de Antonio Mercero del mismo periodo, como la serie Crónicas de un pueblo (TVE, 1971-4) (Baget Herms, 1993; García de Castro, 2002; Rueda Laffond, 2006; Rueda Laffond y Chicharro Merayo, 2006)4 y el mediometraje La cabina (TVE, 1972) (Martín, Garn, Rohrer, 2015), única producción española ganadora de un Premio Emmy Internacional, así como de sus posteriores grandes éxitos televisivos: Farmacia de guardia (Antena3, 1991-5) (García de Castro, 2002) y Verano azul (RTVE, 1981-2) (García de Castro, 2002).
Esta sobria presencia en la historiografía televisiva contrasta con el interés de un guion basado en la inmersión de su personaje principal en un momento de cambio social y la coincidencia de su emisión con unos días tan determinantes, tanto de facto como simbólicamente, como los inmediatamente previos e inmediatamente posteriores a la muerte de Franco. A este interés se suma que las transformaciones incluidas en los argumentos de los trece capítulos gravitan, directa o indirectamente, alrededor del cuestionamiento del modelo de masculinidad hegemónica (Carrigan, Connell, Lee, 1985) desde la mirada, necesariamente androcéntrica, de sus autores/realizadores, cuestión que ha determinado que el presente texto tome esta afirmación como hipótesis de partida y aborde el análisis de la serie desde la especificidad de los estudios de la masculinidad (Masculinity Studies).
De esta forma, en los siguientes epígrafes se analizará cómo la ficción seriada de Este señor de negro asumía su contemporaneidad, se convertía en crítica de las inercias sociales del franquismo y enfrentaba a su protagonista al cuestionamiento del canon de masculinidad imperante y normativo como consecuencia directa del complejo proceso de la transmutación de la identidad femenina y de las parcelas que las mujeres iban consiguiendo arrancar al sistema de estratificación social basado en una concepción patriarcal del género5. La constatación de la aparición de nuevas formas de masculinidad incipientes, que evidenciaban el carácter de construcción cultural variable y mutable de la masculinidad (Gilmore la definió como “la forma aceptada de ser un varón adulto en una sociedad concreta” (1994: 15)), es el factor que convertía al protagonista en ejemplo de las dificultades, inseguridades y temores que planteaba para cierto hombre español (étnicamente blanco, de orientación heterosexual, de clase socio-económica media, practicante católico) observar la fragilidad de los estereotipos sexuales que habían regido sus vidas y la dificultad de adaptar sus prácticas socio-familiares al germen de un nuevo paradigma6.
UN SEÑOR DE NEGRO PARA UNA ESPAÑA A COLOR
La serie Este señor de negro está compuesta por trece capítulos auto conclusivos filmados en color y en celuloide de formato 16 mm. Se emitieron en la Primera Cadena de Televisión Española los miércoles a las 22´00 horas, tras los informativos y en horario prime time, una franja de la parrilla habitual para las producciones nacionales, ya que los fines de semana se reservaban para las películas y series extranjeras. El guion de la serie se sitúa a caballo entre el costumbrismo y la comedia y su acción transcurre en su contemporaneidad, siguiendo la tendencia de las iniciales series televisivas españolas de aunar realismo y tiempo presente (García de Castro, 2002). Definida por Mercero como una crítica desde el humor a “esos tipos integristas y reaccionarios que se negaban a evolucionar al ritmo de la sociedad española” (García de Castro, 2002: 70), la serie narra la vida de Sixto Zabaneta, cuya interpretación quizás recayó en José Luis López Vázquez porque, aunque sea un lugar común, “sabido es que el cine español tiene dos actores especializados en encarnar el tipo de celtíbero reprimido, que son Alfredo Landa y José Luís López Vázquez” (Cineinforme, 1974: 8) y resultaba “ideal para el personaje que yo imaginé” en palabas de Antonio Mingote (ABC, 07/12/1974: 87). En este caso, ese español medio es un comerciante de mediana edad y viudo, circunstancia que explica su eterno atuendo negro, que vive con su hermana Carola (Mari Carmen Prendes) y que desde su platería en la Plaza Mayor, centro del Madrid de los Austrias, se enfrenta a situaciones ficticias que ponen de manifiesto las contradicciones del final de la dictadura, con un especial énfasis en aquellas cuestiones estrechamente relacionadas con las transformaciones sociales reales que se vivían, incidiendo en las que afectan directamente al cuestionamiento de los axiomas que articulaban el canon de masculinidad normativo7.
Parece ser que la conexión de la serie con su realidad referencial, la cual aparece insistentemente en la pantalla a través de los espacios exteriores filmados gracias al desarrollo tecnológico televisivo, la múltiple interpretación de López Vázquez, la solvente dirección de Mercero y la influencia de Mingote en el estilo visual de la serie, fueron elementos suficientes para que los espectadores con acceso a aparatos de televisión eligiesen ver la serie ante, recordemos, las escasas opciones que tenían8.
Una prueba de ello es que el día 20 de noviembre de 1975, en una primera edición periodística impresa todavía ajena a la muerte de Franco, el crítico televisivo Carlos Marimón publicó una nota que recogía “los datos recopilados entre las miles de consultas referentes a la aceptación de los espacios correspondientes a la semana comprendida del 6 al 12 de octubre” e indicaba que “un espacio obtiene una puntuación superior a la media semanal: “Este señor de negro”, con el episodio “El baile””, ya que según él, “el público captó las calidades de esta serie desde el primer momento y en su primera aparición consigue ya superar la puntuación de 7,3 colocándose en un 7,6” (La Vanguardia Española, 20/11/1975: 61). El mismo periodista escribía que “cada vez tiene más aceptación la serie que protagoniza José Luis López Vázquez. Cada semana aparecen nuevas pinceladas que reflejan la actualidad de nuestra sociedad, críticas a ella y situaciones realmente divertidas” (La Vanguardia Española, 05/12/1975:55). Tras las navidades, en una nota posterior sobre las evaluaciones de share especificaba que “los últimos cinco espacios que consiguen la puntuación mínima de 7,5 son Toros desde Bogotá, “Este señor de negro”, Programa informativo y El mundo de la TV” (La Vanguardia Española, 14/01/1976: 46).
El éxito de recepción de la serie se reflejó en los dos premios importantes que obtuvo. En 1975 consiguió un Premio Ondas, en la sección de producciones televisivas nacionales, y el día 24 de marzo de 1976 tuvo lugar la entrega de los premios de la revista TP-Teleprograma, concedidos con los votos emitidos por sus lectores, dónde López Vázquez consiguió el premio al mejor actor nacional con 482.378 votos de un total de 902.771 y la serie se alzó con el de mejor serie española con 570.668 votos, premio que fue recogido por Antonio Mercero.
UN CAPÍTULO, UN MODELO
En el primer capítulo, titulado El baile, se fija la estructura dramática y los aspectos formales que se repetirán en las siguientes doce entregas, caracterizadas por plantear en cada una de ellas una problemática concreta, a menudo anunciada en el título, que se desarrolla en torno a dos ejes cronológicos: la contemporaneidad de Sixto Zabaneta y su reducido entorno laboral, social y familiar, aspecto que aseguraba un alto nivel de verosimilitud, y las incursiones en distintas épocas del pasado a través de los relatos de su abuelo como segundo narrador, también interpretado por López Vázquez9, quien cobra vida en la intimidad del despacho de su nieto desde su representación pictórica10.
Este desdoblamiento de la cronología de la diégesis crea dentro de cada episodio dos segmentos diferenciados puntuados con un cambio en la fotografía, en clave alta en el pasado, en la interpretación actoral, más teatral y con dicción más marcada en las escenas del pasado, y en la ambientación y decorados, veristas en la parte contemporánea y con artificiosos diseños de Mingote en los relatos del abuelo, a modo de citas al género televisivo del teleteatro, muy popular durante la década anterior11. Esta dualidad de patrones estilísticos minimiza al espectador la dificultad de comprensión y es una adaptación al modo de visionado televisivo, donde los flashbacks narrativos son infrecuentes porque pueden complicar la trama innecesariamente.
En este capítulo también se construye la iconografía del protagonista con el uso reiterado de su traje negro, una vestimenta justificada por la muerte de su esposa, que le proporciona un aspecto anticuado, acentuado con la imaginería vendida en su tienda y la vetusta decoración de su casa. Su aspecto físico conecta con su caracterización psicológica, anunciada en sus primeros comentarios, en los que expresa la sorpresa y la parcial comprensión de los fenómenos sociales que irrumpen a su alrededor, como el comportamiento amoroso de su empleada Encarnita (María Garralón) y su novio, quienes le hacen reflexionar a través de una voz over: “Se está perdiendo el respecto y se está perdiendo el idioma. ¿Pero qué manera de hablar? ¡Ahí van, abrazados por la calle! ¡Juventud desvergonzada!”. Con estos pensamientos ya surgen las principales cuestiones que acechan al protagonista: el sentimiento constante de pérdida de un mundo conocido y la ineficacia de los modelos sociales aprendidos ante una nueva generación que no comparte los mismos valores y formas de comportamiento, que ensaya nuevas formas de relacionarse social y familiarmente y que utiliza el lenguaje y la vestimenta como evidencia de su modernidad diferenciadora.
La trama de El baile gira en torno a Manolito (Pep Munné), el sobrino de Sixto cuya modernidad se inicia con su decisión de abandonar los estudios de Derecho y dedicarse a estudiar cinematografía12. Para costearse la escuela de cine, ya que cuenta con la oposición familiar, Manolito trabaja por las noches en una discoteca como disc-jockey. Para intentar convencerlo de que retome sus estudios, Sixto acude a la discoteca, creándose una escena que tiene un precedente en la ficción cinematográfica inmediatamente anterior, en concreto en algunos filmes de Paco Martínez Soria, en los cuales el actor se ve inmerso en espacios con una música moderna diegética que condensa la diferencia entre una nueva generación y el arraigo a la tradición de la generación anterior representada por él mismo13.
Con la misma distancia que experimenta Martínez Soria, Sixto constata en la discoteca la existencia de un mundo paralelo al suyo, donde las normas de comportamiento social adoptan nuevas variantes a través de acciones aparentemente superficiales: la superación del bailar pegados como única forma admitida de contacto físico entre los géneros alude a una nueva concepción de las relaciones sexuales, el cantar juntos se torna síntoma de la aniquilación de la homosociabilidad masculina, la presencia femenina evidencia la equiparación de los géneros en el dominio del espacio público y la situación académico-laboral de la pareja de la cantante Ira Alonso14 trasluce una nueva configuración familiar al unir a una mujer moderna que alterna la música con la maternidad y un hombre que desafía la competitividad y el rol de padre proveedor asignados al género masculino. Al volver a su casa, Sixto expone al retrato de su abuelo el problema familiar que supone la actitud de su sobrino y el abuelo, cobrando vida, establece un puente entre pasado y presente diegético al narrar cómo el padre de Sixto, a su vez interpretado por López Vázquez, murió por agotamiento en un maratón de baile celebrado en 1928. Así se rebaja el carácter inédito del comportamiento de la nueva generación masculina, ya que son frecuentes las intervenciones del abuelo donde relata acontecimientos del pasado que, o bien constituyen antecedentes de los hechos que le narra Sixto, o bien reflejan una visión menos conservadora de la realidad.
A pesar de ello, Sixto comienza a percibir que el canon que ha guiado su vida, que ha construido su identidad familiar y que comparte con su entorno social, es el de una masculinidad basada en el linaje (la platería de los Zabaneta fue fundada en 1852) y la relación asimétrica y jerárquica con el género femenino. Al mismo tiempo que comienza a discrepar del nuevo modelo de unos jóvenes que rompen con la inercia laboral heredada y se relacionan desde principios de igualdad con unas mujeres a las que se les permite el acceso al espacio público, difuminando la estricta estructura de los roles sexuales y alejándose de la rígida organización de supeditación al cabeza de familia, la figura regulada legalmente desde inicios del franquismo que establecía el reparto de funciones intrafamiliares y sociales y que poseía funciones administrativas y de sufragio.
LA MASCULINIDAD HEGEMÓNICA EN ESTE SEÑOR DE NEGRO
Los estudios sobre la masculinidad parten de su consideración como una construcción cultural cuya caracterización está ligada a cada sociedad en la que germina, nunca es atemporal (Kimmel, 1997), de forma que es más adecuado usar el término en plural y asumir que cada sociedad contiene una concepción cambiante y arbitraria del ser hombre, unas ideas consensuadas sobre la masculinidad convencional que acaban definiendo la identidad psicológica individual (Gilmore, 1994).
En el contexto social de la España tardofranquista el canon de masculinidad dominante se basaba en la consideración de la existencia de dos sexos (establecidos a partir de los rasgos sexuales primarios y la genitalidad), en el reconocimiento de la heterosexualidad como única orientación sexual posible, en un sistema binario de géneros concebido como natural y en una adjudicación férrea de roles sexuales a cada uno de los géneros, en la cual la supremacía social, laboral y familiar recaía en el varón heterosexual y cisgénero. Esta visión, acorde a los principios del sistema de valores nacionalcatólico, empapaba las relaciones familiares, sociales y laborales y contaba con la ratificación científica de algunos médicos y psiquiatras que defendían que determinados rasgos físicos y mentales, comportamientos y formas de actuar estaban irremediablemente ligados, desde el determinismo biológico, al género masculino o femenino. De esta forma, la feminización del varón, la masculinización de la hembra y cualquier forma corporal o mental que se desmarcase de los patrones establecidos se categorizaba como una desviación patológica que contradecía el origen natural de esta fuerte división binaria15. No obstante, existían variaciones particulares que contradecían este canon y rupturas con la heteronormatividad que se vivían en la clandestinidad legal y social y que en el medio cinematográfico debían sortear el sistema de censura previa, apareciendo de forma muy difuminada y sublimizada16 o con una finalidad ridiculizadora del hombre homosexual17.
En el caso de Este señor de negro el modelo hegemónico de masculinidad es asumido en la diégesis y se presenta como la suma de una heterosexualidad manifiesta que debe encajar la constante manifestación de la libido (principal signo de virilidad) con la estricta moral católica, de una concepción de la hombría asociada a una españolidad arcaica basada en el honor e hidalguía como certificación de la aprobación social, de la tendencia natural del varón al enfrentamiento violento y de la evidencia de su supremacía en el espacio público y en el ámbito laboral, donde debe mostrarse competitivo y productor de bienes materiales. Esta masculinidad está personificada en los dos amigos del protagonista que constituyen su grupo de iguales: García (Juanito Navarro) y Peláez (Manuel Brieva). Ambos muestran la homosociabilidad asociada al canon dominante, apareciendo frecuentemente juntos y sin interactuar con mujeres, y encarnan la necesidad de ser reconocidos como hombres por otros hombres, ya que esta concepción de la masculinidad tiene una necesidad constante de refrendo y de reafirmación que mitigue el miedo a su pérdida. En su adecuación al canon, García muestra en Eternos rivales la supuesta inclinación masculina a la violencia y la confrontación, rebajada al enfrentamiento verbal, y representada en la práctica del fútbol como una sublimación del espíritu bélico en la narración del pasado. A parte, el capítulo sirve para mostrar abiertamente el talante consensuador de Mingote al poner en boca del padre de Sixto el siguiente parlamento: “Esto es lo que necesita el país, una tarea en común que borre las diferencias, las enemistades. No más bandos, todos para todos”.
También está ejemplificada en Manolo (Luis Prendes), el padre de Manolito, quien en Pureza de sangre se manifiesta contrario a la boda de su hijo con una afroamericana (Adrianne Samelia) por cuestiones étnicas, quedando su teoría del buen linaje de la familia desmontada por el relato del abuelo de Sixto y por unos documentos que sitúan en el árbol genealógico de los Zabaneta a un indio que llegó a España tras una de las expediciones colombinas, a un judío converso y a un moro de Granada. De modo que se dinamita uno de los pilares de la autorrepresentación de la masculinidad asumida por los Zabaneta, la línea invisible de linaje que transmiten sus integrantes masculinos que sustenta el honor familiar.
Por su parte,en Los oportunos trámites se combina la reivindicación de la necesidad de superar comportamientos que tradicionalmente se han atribuido a la idiosincrasia española, como la burocracia excesiva y enrevesada que dificulta cualquier gestión administrativa, con el temor a la feminización del comportamiento masculino, expresado por el abuelo cuando acusa a su nieto de no rebelarse contra dicha burocracia: “Los hombres habéis perdido empuje, personalidad, estáis reblandecidos”. El mismo sistema narrativo se utiliza en Las apariencias engañan, capítulo crítico con el mantenimiento del gusto por las apariencias, herencia de aquellos españoles ante los que Quevedo se preguntaba “¿Y ves aquel que gana de comer como sastre y se viste como hidalgo?” ([1612] 1991: 99) y de los auténticos hidalgos que, echándose migas de pan en la barba, simulaban haber comido, pero que al mismo tiempo señala como negativa la inversión de roles de dominación dentro del matrimonio que protagoniza el capítulo. En Traje de gala, capítulo crítico con los convencionalismos consumistas que desvirtúan el sentido puramente religioso de la Primera Comunión de los niños, ofreciendo como alternativa una austeridad que sintonizaba con corrientes católicas postconciliares, se vuelve a situar a la mujer como el agente promotor de derroche económico para aparentar un estatus social alto, volviendo a mostrar al hombre dominado como una anomalía18. Un esquema similar se utiliza en Ritos ancestrales, con la narración del abuelo de Sixto sobre ciertas costumbres vernáculas ante el matrimonio, de una irracionalidad atávica que contrasta con la tendencia a despreciar la intelectualidad porque no es un signo apreciable de virilidad, que lleva a García y Peláez a criticar la figura de un prestigioso cardiólogo emigrado a EE.UU.
En este esquema binario de construcción del género que asume la serie la masculinidad hegemónica se define a partir de la feminidad y viceversa, ya que la pertenencia a uno u otro género está determinada por la no pertenencia al género contrario y la identidad se construye a partir de la ausencia de rasgos característicos del otro género. Dos capítulos de la serie condensan la confrontación entre una feminidad hegemónica paralela al canon masculino y una nueva vivencia de la feminidad que necesariamente exige el desarrollo paralelo de nuevas masculinidades. Carola, la hermana soltera de Sixto que suple la ausencia de su esposa a nivel doméstico, y Encarnita, su empleada y paradigma del avance femenino en la ocupación del espacio laboral, protagonizan sendos episodios titulados con sus nombres.
En el primero de ellos Carola participa de una regresión al pasado, sin salir de la diégesis, a través del regreso de su único amor, un coronel de artillería republicano exiliado que retorna a España para morir en brazos de su antigua novia y en su nunca olvidada patria. En este capítulo, una de las escasas referencias a la Guerra Civil en la televisión española anterior a la Transición (Durán Froix, 2019), el retroceso a un tiempo anterior se marca también con la música. La copla Rocío, ay, mi rocío (Rafael de León, Manuel López Quiroga, 1932), muy popular antes y durante la contienda y que habla de una mujer abandonada, es entonada por Carola justo antes de que aparezca Agustín, confirmando la teoría de Sieburth (2016) sobre el carácter terapéutico de la copla para gestionar las pérdidas relacionadas con la guerra y la postguerra. El destino quiso que este episodio se emitiese el día 26 de noviembre, una fecha que aumenta la lectura simbólica de una trama que entierra la referencia a la Guerra Civil bajo las capas del melodrama, ya que de forma impredecible fue la primera emisión de la serie posterior a la muerte de Franco. A parte de esta coincidencia, la elección de Alfredo Mayo para dar vida a Agustín, el republicano exiliado, está llena de unas connotaciones que proceden del medio cinematográfico, ya que Mayo era recordado como el galán que condensaba la identificación entre la esencia de los valores militares y del nuevo hombre de la postguerra en films como Raza (J. L. Sáenz de Heredia, 1941), ¡Harka! (Carlos Arévalo, 1941), Escuadrilla (Antonio Román, 1941) y ¡A mí la Legión! (Juan de Orduña, 1942)19. De esta forma, el actor que representó la masculinidad militarizada del Nuevo Régimen aparecía reconvertido en un republicano que con su muerte zanjaba el pasado particular de Carola y enterraba a la generación que había participado en la Guerra Civil defendiendo a la República, siguiendo el consenso que marcó la posterior Transición.
Por el contrario, el capítulo dedicado a Encarnita es una mirada al futuro, con una trama que se centra en su embarazo prematrimonial y su decisión de casarse con su novio por voluntad propia y no por la presión familiar, gestando una nueva vida que verá la luz en una postdiégesis coincidente con la Transición. Su personaje condensa la nueva estructura cultural de las sociedades modernas (Montesinos, 2002), consistente en el acceso de la mujer al espacio laboral, modificaciones internas en la familia nuclear, cierta conquista del espacio público, el cese del cuerpo femenino como sujeto pasivo sexual y la liberación de conservar inmaculado el honor familiar a través de la virtud, cuestión que sí se exigía a Carola en el capítulo anterior.
De esta forma, a través de ambas se establece un puente entre un pasado que literalmente debe morir, optando por el enterramiento de la memoria de la guerra, y un futuro con una nueva generación que comienza a tomar decisiones individuales dentro de una modernidad reducida para seguir manteniendo la función procreadora de la mujer dentro de una estructura de dominación masculina que sigue estando vigente20.
El dúo de personajes femeninos se completa con doña Loreto (Florinda Chico), quien, a pesar de estar casada, asume el papel de objeto pasivo del deseo sexual de Sixto, quien, ante la imposibilidad de mostrar su virilidad a través del acto sexual (La aventura), expresa su deseo oralmente a través del acto del piropo. El personaje, además, encarna “la retórica de la mujer como obstáculo” (Bonino, 2001: 29) en la consecución del cambio masculino, al convertirse en el contrapunto necesario del modelo de masculinidad representado por García y Peláez, ya que, al igual que ellos, defiende la doble moral que bascula entre el asedio a la hembra y la defensa de su virtud (Las tentadoras)21.
Este triple protagonismo femenino supone una alteración del androcentrismo del relato a través de la inserción del punto de vista femenino, pero el contenido argumental de los episodios muestra una reticencia a que las experiencias vitales de las mujeres dejen de estar constreñidas por la adjudicación de roles predeterminados. Los impulsos que las mueven, tradicionalmente atribuidos a las mujeres, son el amor, la comprensión y la fidelidad en el caso de Carola, la provocación del deseo sexual masculino en doña Loreto, el monumento nacional del barroco español según Sixto, y la maternidad en Encarnita, cuya reivindicada libertad de decisión no la desvía del matrimonio. De esta forma, a pesar de la visión aperturista de Carola, permanece anclada al recuerdo de un pasado, doña Loreto se muestra contraria a alterar el status quo establecido con Sixto (cuando deja de piropearla suspende su amistad con él) y los anhelos de modernidad de Encarnita no logran romper del todo las limitaciones adjudicadas a su género en el binomio posesión-dominación del estricto orden patriarcal. Pero la complejidad de los cambios sociales y el relevo generacional, tanto en sentido de grupo etario como simbólico, se perciben en la brecha que suponen las acciones de Encarnita al enfrentarse a su madre defendiendo una maternidad voluntaria y al exigir a su futuro esposo un compromiso por amor. La división en géneros binarios sigue siendo relacional, de modo que en el terreno de la feminidad surgen discrepancias que, necesariamente, están unidas a los intentos de los varones por alcanzar una nueva masculinidad.
INDICIOS DE MODERNIDAD COMO ALTERNATIVA AL CANON
La aportación original de la serie es, precisamente, que Sixto comienza a ser consciente de su posicionamiento entre ese modelo único de masculinidad, que había configurado su propia esencia e identidad, y las nuevas vivencias de la masculinidad que surgen a su alrededor como fruto de los acelerados cambios socioeconómicos del tiempo histórico de la diégesis, coincidente con el contexto referencial del final del tardofranquismo. Ese nuevo modelo contrahegemónico lo encarna Manolito, cuya nueva forma de ser hombre difiere del canon predominante porque, entre otras cosas, esboza relaciones igualitarias entre los géneros y parece ajeno a la carga erótica pasiva de las mujeres, elude un futuro estable económica y socialmente, así como contradice la pureza del linaje y la identidad nacional al casarse con su novia afroamericana. Lo interesante es que su caracterización como un hombre educado, suficientemente responsable y serio que, incluso dentro de su modernidad, prefiere el matrimonio a tener un affaire con su novia, lo muestra alejado de los personajes esperpénticamente modernos interpretados por el propio López Vázquez en películas como Ser hippy una vez al año no hace daño (Javier Aguirre, 1969).
Con el personaje de Manolito y otros personajes jóvenes se introduce una pluralidad de representaciones de la masculinidad que supone una ruptura con la masculinidad hegemónica basada en la repetición estricta de modelos precedentes, creando una masculinidad alternativa (Badinter, 1993) que permanece en los límites de la heteronormatividad pero que contiene novedades que afectan al hombre, tanto a nivel identitario, como en su ámbito familiar y social. Identitario porque se modifica el imaginario colectivo que marca qué es ser hombre y se reduce la distancia con el género femenino, y, por tanto, la no posesión de características femeninas ya no es el principal factor de construcción de la masculinidad. Por ejemplo, el hecho de que Manolito comparta vestimenta, formas de ocio e intereses con su nueva esposa y establezca con ella una relación basada en la comunicación (frente al mutismo y sumisión de su madre, a quien su padre exige callar) exige nuevos parámetros para edificar una masculinidad que ya no funciona como un opuesto a la feminidad. En el ámbito familiar, se produce una separación que surge de la incomprensión y falta de aceptación de la generación anterior, sumida en la obligación de perpetuación del modelo hegemónico. Y en último lugar, socialmente se está consolidando una nueva generación de ciudadanos que encuentra en la elección individual un derecho irrenunciable.
Ante esta quiebra y ante el efecto de inseguridad que le produce, Sixto utiliza su despacho como un androceo donde puede dar rienda suelta a sus temores y dudas (nunca expuestas a otro personaje real porque la manifestación de los sentimientos era terrero vedado a su masculinidad) y donde acude a la Ley del Padre, al linaje y a la experiencia del pasado, buscando respuestas en la figura de su abuelo. El problema al que se enfrenta Sixto es la evidencia de que el estereotipo de masculinidad que le ha servido de patrón de comportamiento ya no es válido para asimilar los cambios sociales que comienzan a aparecer. En su lucha contra la desestabilización que supone perder un modelo de conducta estable, acude al pasado, a los hombres de su familia personificados en la figura de su abuelo, para demandar herramientas con las que enfrentarse a la mutabilidad del concepto de género masculino al que se encuentra aferrado. Ese canon era el resultado de una mezcla de elementos, como el apoliticismo impuesto, las teorías biológicas de separación de géneros, la moral nacionalcatólica represora de la sexualidad no normativa y extramatrimonial, la estructura familiar basada en el poder patriarcal, la economía cimentada en la producción masculina de bienes materiales, la identificación entre masculinidad y virilidad y entre virilidad y genitalidad falocéntrica, la asimilación de roles sociales, laborales y familiares muy concretos asignados al género y la necesidad de expresar constantemente el deseo sexual a través de la mirada hacia la mujer y los piropos verbales.
Lo que percibe Sixto es que ya no existe esa única masculinidad, sino nuevas masculinidades, ya no existe el hombre, sino los hombres, ya no existe un único canon, sino diversidad y, sobre todo, pluralidad, un concepto que había sido masacrado por un régimen que desde su origen había construido su ideología sobre el concepto de unidad: una nación, una lengua, un caudillo, una religión, un partido, un sindicato, un sistema económico autárquico que solo cambió por colapso, una moral, etcétera. Pero la pluralidad familiar, sexual, social y política cada vez estaba más cerca y las inseguridades que la sociedad sufría ante los cambios son las mismas que Antonio Mingote expresa a través de su personaje.
Uno de los capítulos donde más se evidencia la distancia que surge entre Sixto y el modelo hegemónico de sus amigos es Las tentadoras. En él la relación con el contexto se acentúa con la irrupción de la realidad en la diégesis narrativa a través del cameo de Rocío Jurado y de un sistema de mise en abyme donde los personajes ven en televisión un programa que había sido emitido por Televisión Española en 1974. Con estos constantes cruces entre realidad y ficción y entre pasado reciente y presente diegético, Mingote plantea dos cuestiones.
Por una parte, cuestiona el comportamiento masculino que surge de la combinación paradójica entre una masculinidad basada en la objetivización del cuerpo femenino y la expresión constante de la virilidad heterosexual y una moral represora de la sexualidad y de la exhibición consciente de ese mismo cuerpo femenino, ya sea en la publicidad o en la televisión. De forma que García bascula entre su evidente atracción por la cantante y las críticas a su exhibición televisiva, siendo percibida la situación por Sixto como una contradicción que intenta explicar a su amigo, quien se aferra a un “las personas decentes solo tienen una manera de pensar”.
Por otra parte, la presencia de Rocío Jurado interpretándose a sí misma y el accidente que inmoviliza a García en el hospital, encierra una crítica al inmovilismo político. Comenzamos por los hechos. Tras el asesinato de Carrero Blanco el 20 de diciembre de 1973, Arias Navarro fue designado presidente del gobierno y el “espíritu del 12 de febrero” impulsó un aperturismo que influyó en TVE dando lugar a la llamada “primavera de aperturismo” de 1974. Pero el sector aperturista fue derrotado por el llamado Búnker y políticos como Pío Cabanillas, ministro de información y turismo, fueron destituidos. Durante ese aperturismo televisivo, el 2 de abril de 1974, Rocío Jurado, quien entonces tenía veintiocho años, actuó en el programa de TVE Cambie su suerte (F. García de la Vega, 1974), una mezcla de concurso y actuaciones musicales presentado por José Luis Péker y Joaquín Prat. La cantante interpretó los temas Soy de España y Un clavel, y lo que impactó al público español, a parte del doble sentido erótico de la segunda canción, fue su actitud sensual y el escote vertical de su vestido, que dejaba ver más de lo que la censura había permitido hasta ese momento. La intervención fue un bombazo, durante varias semanas llegaron cartas de protesta a TVE - cartas mencionadas en el capítulo- y el crítico televisivo Enrique del Corral dijo que Rocío Jurado “más parecía encontrarse en un “colmao” que en los estudios de una emisora de televisión” y que “confundir lo “sexy” con lo procaz puede ser peligroso” (ABC, 07/04/1974:76)22. De esta forma, cuando los espectadores de finales de 1975 vieron el capítulo pudieron entender tanto la crítica a la doble moral como las referencias al inmovilismo político, el cual ya había sido tratado por Mingote en una serie de viñetas publicadas en el suplemento Blanco y Negro (Madrid, 27/7/1974: 56).
Para finalizar, en el último capítulo, titulado Sixto, el personaje da un paso más allá en su mera observación de una sociedad cambiante. Intenta integrarse en la misma a través de la sustitución de su identitario traje negro por una estrafalaria indumentaria de colores chillones e intenta avanzar en sus relaciones con las mujeres, con la mala fortuna de iniciar un acercamiento sexual-sentimental con una prostituta que pisotea su virilidad intentando estafarle. Con este fracaso estrepitoso Mingote cierra el viaje mental de su personaje, desde la creencia en la inmutabilidad del concepto de masculinidad hacia una disolución de los principios básicos que lo sustentaban y subraya la dificultad, a veces imposibilidad, de algunos hombres para transitar hacia las nuevas masculinidades del final del Tardofranquismo que supondrían una alteración de su propia identidad23.
A MODO DE CONCLUSIÓN
En momentos de tránsito la ficción muestra su utilidad como generadora de espacios de reflexión. La serie Este señor de negro pertenece a una tendencia de la ficción cinematográfica y televisiva del Tardofranquismo encargada de recoger las transformaciones sociales, económicas y familiares y repensar sobre ellas desde distintos géneros, con predominio de la comedia. Al mismo tiempo que se inscribe en un contexto televisivo caracterizado por el despegue del medio como mass-media y ejemplifica la paradójica simultaneidad vivida por la televisión española de ese momento, con un sometimiento al control gubernamental de su programación mientras constituía una vía de entrada de la modernidad en la vida cotidiana (Rueda Laffond, 2006). El personaje protagonista, Sixto Zabaneta, desde la acentuación de rasgos de la comedia, representa al español medio que, con más resignación que sincero entusiasmo, intenta asimilar una reestructuración de las relaciones sociales y personales, tomando conciencia de que su propia identidad, su esencia masculina, no se adapta a una nueva generación con una variedad mayor de modelos de conducta. Pero su experimento de cambio resulta epidérmico, de envoltorio, y acaba en fracaso porque no obtiene el refrendo desde el terreno de la feminidad, ninguna mujer de su entorno acepta su nueva personalidad.
Si tomamos la presencia de estas nuevas masculinidades como un síntoma del cambio político que se intuía inminente, lo que parece estar demandando el guionista Antonio Mingote es una adhesión al consenso sin una ruptura brusca y la necesidad de compatibilizar dos sectores sociales condenados a convivir en el tiempo: aquellos subsumidos por la dictadura sin voluntad o posibilidad de cambio que van a seguir manteniendo inalterables unas inercias sociales caducas y una parte de la juventud que va a construir su identidad bajo nuevos parámetros posibles durante la Transición democrática.