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Revista de historia de América

On-line version ISSN 2663-371X

Rev. hist. Am.  n.166 Cuidad de México Sep./Dec. 2023  Epub Feb 27, 2024

https://doi.org/10.35424/rha.166.2023.3497 

Documentos

La Decena trágica narrada por uno de los acompañantes del presidente Madero

The Decena trágica narrated by one of President Madero’s companions

Juan González Morfín* 
http://orcid.org/0000-0002-7278-7872

*Universidad Panamericana, Ciudad de México, México. Correo electrónico: jgonzalezmorfin@yahoo.com.mx.


Resumen

Después de catorce meses de haber iniciado el periodo presidencial de Francisco I. Madero, en los primeros días de febrero de 1913, un levantamiento militar lo llevó a refugiarse en el Palacio Nacional y desde ahí buscar la contención de los sublevados. Sin embargo, luego de nueve días de combates callejeros fue obligado a presentar su renuncia como presidente para dejar la puerta abierta a una sucesión con aires de legalidad a favor del general Victoriano Huerta, quien había abandonado a Madero y pactado con los sublevados el cese al fuego a cambio de ser él quien ocuparía la primera magistratura. En este artículo se presenta un documento que, por haber sido escrito por uno de los hombres de confianza de Madero que lo acompañó hasta el momento de su detención, contiene pormenores poco conocidos sobre los últimos días del presidente y la gestación de los hechos que precipitaron su caída.

Palabras clave: Decena trágica; Francisco I. Madero; Victoriano Huerta; conspiraciones; levantamiento militar

Abstract

Fourteen months after Madero began his presidential term, in the first days of February 1913, a military uprising forced him to take refuge in the National Palace and from there seek the containment of the rebels. However, after nine days of ittle fighting, he was forced to resign as president to leave the door open to a succession with an air of legality in favor of General Victoriano Huerta, who had betrayed Madero and agreed with the insurgents to cease the fire in ittle for being the one who would occupy the first magistracy. This article presents a document that, because it was written by one of Madero’s trusted men who accompanied him until the ittle of his arrest, contains ittle-known details about the last days of the president and the gestation of the events that precipitated his fall.

Key words: Decena trágica; Francisco I. Madero; Victoriano Huerta; conspiracies; military uprising

Introducción: una versión de primera mano sobre la Decena trágica

Posiblemente uno de los hitos de la Revolución mexicana sobre los que más se ha escrito, sea el periodo convulso que hizo caer al presidente Madero, conocido vulgarmente como la Decena trágica. Las obras que describen estos pocos días que marcaron de un modo indeleble la historia del país son de índole muy diversa y algunas realmente buenas. Casi todas ellas relatan pormenores interesantes de lo acontecido y no pocas tienen el mérito de ser relatos autobiográficos, escritos en primera persona. Uno de ellos, el del licenciado Federico González Garza tiene el mérito de narrar, paso por paso, lo que ocurría en el entorno más cercano a don Francisco Madero, pues en su calidad de gobernador del Distrito Federal, le tocó estar al lado del presidente desde los primeros momentos del día en que se iniciaron las hostilidades.1

El 4 de julio de 1913, a menos de cinco meses de los sucesos que condujeron a la caída de Madero, González Garza termina su escrito, lleno todavía de recuerdos cercanos de lo que le tocó vivir al lado del prócer. El origen de este relato había sido refutar un artículo publicado el 29 de junio de 1913 por el diario New York Times, en el que un político porfirista y, ahora, huertista, de nombre Emeterio de la Garza,2 justifica el derrocamiento de Madero con base en imprecisiones y falsedades.3 González Garza reconoce que su larga réplica no llegó a ser publicada en The New York Times, puesto que había que pagar por ello y carecía de fondos.4 No obstante, a poco menos de un año de haber escrito el relato, González Garza consiguió que fuera parcialmente publicado por El Dictamen de Veracruz, el 8 de junio de 1914. En ese mismo año, un libro anónimo que reúne muchos testimonios sobre los meses que gobernó Huerta, recoge parte del escrito de González Garza.5 No fue sino hasta 1936 que, en una versión corregida, el propio González Garza publicara el relato completo y con algunas adiciones.6

El documento original, como se va a presentar, se encuentra en el archivo del Centro de Estudios de Historia de México Carso y es un documento de 28 folios mecanografiados, con algunas correcciones a mano, y firmado por el autor el 4 de julio de 1913. Contiene una visión muy fresca de los acontecimientos dramáticos que Federico González Garza vivió al lado de Madero, pues fue redactada apenas unos meses después de los hechos. Sirve también para aclarar algunas dudas sobre el momento en que se presentó Huerta con Madero y sobre su comportamiento posterior a lo largo de la Decena trágica. Refleja, con el realismo propio de quien está metido en el problema, muchos de los estados de ánimo que se suscitaban y, sobre todo, es un documento fidedigno para dilucidar la historia de aquellos días de convulsiones y traiciones. Por todo eso, me ha parecido oportuno que se publique para que esté al alcance de cualquiera que se interese por estos acontecimientos. Antes de ofrecer el texto, conviene recordar algunos hechos que lo contextualizan.

1. Antecedentes del cuartelazo

Don Francisco I. Madero, quien habiendo participado en las elecciones de 1910 contra el anciano presidente Porfirio Díaz había desconocido la legitimidad de los resultados y convocado un levantamiento generalizado para derrocar por las armas al dictador, consiguió en muy pocos meses, con los Pactos de Ciudad Juárez, la renuncia de Díaz y, después de un breve interinato por parte del abogado Francisco León de la Barra, triunfó en las elecciones de octubre de 1911 y asumió la presidencia de la República en noviembre siguiente.

Desde sus primeros días en la primera magistratura tuvo que hacer frente a una despiadada campaña de importantes periódicos que no dejaban de ridiculizarlo y exhibir supuestos errores. La campaña se extendió también por los foros teatrales y la figura presidencial sufrió rápidamente un fuerte desgaste. A esto se unieron los incesantes levantamientos regionales en contra del régimen maderista; principalmente el de Orozco en el norte y el de Zapata en el estado de Morelos. Por otro lado, antiguos revolucionarios que lo habían apoyado se distanciaron de él, ya sea porque había elegido en puestos claves a personajes emblemáticos del antiguo régimen, o porque las demandas sociales que enarbolaron junto con él en la lucha contra Díaz no estaban en el calendario inmediato del nuevo presidente. No obstante, Madero seguía siendo un mandatario con una inmensa popularidad y la esperanza de la mayoría de los mexicanos estaba puesta en él.

Esto último no quitaba que, al amparo de las libertades que con el régimen maderista se habían comenzado a gozar, se multiplicaran las conspiraciones en contra de Madero, pues se tenía la seguridad de que no acarrearían mayores represalias.7 De todos eran conocidas y muchos de los implicados eran militares o personas que colaboraban con el nuevo régimen, aunque mayoritariamente conspiraban quienes veían en el general Bernardo Reyes al estadista adecuado para continuar la obra que Porfirio Díaz había iniciado. También se encontraban en estas reuniones no pocos partidarios de un gobierno encabezado por Félix Díaz, general de brigada cuyo principal mérito estribaba en ser sobrino del viejo dictador.

Las conspiraciones fueron creciendo a tal punto que muchos aventuraban fechas para que se diera un cuartelazo que derrocara a Madero. Algunos más arrebatados habían fijado la fecha de su caída en las fiestas patrias de 1912; otros, en los albores de 1913. La noticia de que en estas reuniones conspirativas participaban también algunos integrantes del recién creado Partido Católico Nacional, condujo a que los principales representantes del episcopado, reunidos en Zamora para un congreso social, escribieran a los dirigentes de dicho partido para recordarles que “la Iglesia condena toda rebelión contra las autoridades constituidas”, que “todo católico debe reprobar cualquier rebelión” y que, si bien es lícita la censura a los gobernantes por sus actos públicos, sin embargo, “en los amagos de la anarquía que asoma en nuestros días, la prudencia y el verdadero amor patrio aconsejan que los católicos y todo buen ciudadano limiten sus censuras”8 para no menoscabar el principio de autoridad.

Efectivamente, como se comprobó después, algunos miembros de ese partido participaban en las intrigas contra el régimen. Pero la inconformidad no se concentraba en los militantes de ese partido. En distintos ambientes, sobre todo en la Ciudad de México, se hallaban inconformes que descalificaban de plano a Madero para sacar adelante al país; unos, simplemente lo consideraban demasiado débil, incluso ingenuo; muchos más, temían ver afectados sus intereses económicos en el momento en que el dignatario se diera a la tarea de promover las reformas sociales que había prometido y se hallaban deseosos de un retorno inmediato al antiguo régimen, por eso es que su mirada estaba puesta sobre todo en el general Bernardo Reyes y, secundariamente, en Félix Díaz.

El general Reyes, en un desplante que a muchos llevó a sospechar de su salud mental, después de dejar el ejército se había declarado en rebelión contra el gobierno de Madero el 14 de diciembre de 1911 y, apenas unos días después, se entregó a las autoridades gubernamentales reconociendo que no tenía ningún apoyo. Sin embargo, desde la cárcel en que se encontraba, la prisión militar de Santiago Tlatelolco, en complicidad con su hijo Rodolfo y un apreciable número de seguidores, llevaba meses conspirando y había aceptado encabezar el cuartelazo que depusiera el gobierno de Madero apenas se dieran las circunstancias oportunas, entre ellas, la de ser excarcelado por sus seguidores.

Por su parte, el brigadier Díaz, quien primero abandonó el ejército para evadir así la justicia militar que lo habría pasado inmediatamente por las armas en caso de ser capturado en rebelión, se pronunció en Veracruz a mediados de octubre de 1912 en contra del gobierno central y, en cosa de una semana, se rindió a las fuerzas leales a Madero, al ver la imposibilidad de que prosperara su movimiento. Encarcelado primero en San Juan de Ulúa, consiguió rápidamente ser trasladado a una prisión de la Ciudad de México, para poder intrigar mejor junto con Rodolfo Reyes y otros conspiradores afines al general Reyes. Así, bajo el pretexto de ser abogado de ambos, el hijo de don Bernardo no cesaba de ir a una prisión y otra, y de terminar de atar los cabos para llevar a cabo la asonada, manteniendo contacto con el general Mondragón y con algunos otros miembros del ejército, como el general Gregorio Ruiz, que estaban dispuestos a poner los elementos con los que contaban y buscar otros para tal efecto. No se sabe hasta dónde también con Victoriano Huerta, quien manejaba su propia agenda con las mismas intenciones, aunque se encontraba en desventaja, por no tener en ese momento hombres a su mando.9

2. Voces que no se escucharon

En su relato sobre el inicio de la Decena trágica, Martín Luis Guzmán aporta una gran cantidad de detalles obtenidos de testigos de primera mano. Permite ver cómo se fueron dando los preparativos y cómo, casi todos ellos conocidos por las autoridades con el tiempo suficiente para reaccionar y, sin embargo, la respuesta fue más bien débil.10

A guisa de ejemplo se ofrece ahora la siguiente reconstrucción, siguiendo principalmente el relato de Guzmán. El 8 de febrero, sábado, los preparativos para la sublevación que comenzaría en la madrugada del día siguiente se dejaban percibir desde las entradas y salidas que tuvo Rodolfo Reyes en la cárcel donde estaba preso su padre, hasta en los movimientos tácticos de algunas de las compañías que se iban a levantar, como el acuartelamiento de tropas en el cuartel de Tacubaya, sin que mediara alguna explicación. Por otra parte, muchas indiscreciones hacían que en aquel momento la existencia del complot fuera ya conocida por las autoridades y el gobierno, que de manera paciente buscaba recabar pruebas antes de actuar: “anónimos, y por boca de personas serias y dignas de crédito, uno tras otro llegaban a los ministerios y demás oficinas públicas los avisos de que el levantamiento se preparaba para aquella noche”.11

El viernes 7, de manera accidental o porque fungía como espía, uno de los hombres leales a Madero participó en una de las reuniones en las que se ultimaban los detalles del levantamiento. Inmediatamente solicitó entrevistarse con el presidente, que lo citó para el día siguiente y luego se negó a recibirlo. El coronel, sobremanera preocupado, buscó a la esposa del presidente para comunicarle lo que sabía. La respuesta fue que ahora sí fue buscado por Madero, pero para reprenderlo por su conducta.

Con todos los datos que había, el comandante militar Lauro Villar citó a todos los jefes de las diferentes guarniciones para exhortarlos a la lealtad, con lo que previno a los conjurados para actuar con mayor cautela. Además, tomó algunas precauciones que dificultaron un poco el levantamiento, mas no lo hicieron abortar.

Todavía a las diez de la noche de ese sábado, después de haber vigilado de cerca a los principales conspiradores, el inspector general de policía buscó en su casa al ministro de la guerra, general Ángel García de la Peña, para asegurarle que esa noche se llevaría a cabo el levantamiento. El ministro, molesto, le espetó:

¿Qué generales son los que se pueden levantar? Bernardo Reyes y Félix Díaz están presos, a Mondragón no lo sigue nadie; Huerta es un borracho que sólo anda a la caza del dinero que ya se le va a dar; de Gregorio Ruiz no puede creerse. Conque váyase usted a dormir y déjeme a mí hacer lo mismo.12

Todavía a las tres de la mañana, después de él mismo haber ido a cerciorarse, el inspector de policía informó a los generales Lauro Villar y Ángel García de la Peña sobre todos los movimientos que se estaban dando en el cuartel de Tacubaya; sin embargo, después de una llamada telefónica al general Villarreal, que formaba parte de la conspiración y disuadió a Villar y a García Peña de lo que habían sido enterados, se le pidió al inspector despreocuparse del asunto. No satisfecho por la respuesta, redobló su vigilancia, pero antes de las cuatro de la mañana ya habían sido apresados sus espías y, un poco antes, también había sido hecho prisionero don Gustavo Madero, quien sí le había creído y por cuenta propia había intentado cerciorarse de lo que acontecía.

Los informes del inspector de policía continuaron poco después de las cuatro de la mañana, cuando las tropas acuarteladas principalmente en Tacubaya, aunque también en otros puntos, comenzaron a avanzar unas hacia palacio y otras hacia las prisiones en que se encontraban los generales Reyes y Díaz. En ese momento, por fin, el general Lauro Villar se levantó y comenzó a preparar la defensa con algunas tropas de las que estaba cierto de su lealtad.

Es justamente aquí donde, luego de algunos prolegómenos, enlaza el relato del documento de González Garza que se presenta en esta edición tal como fue escrito el 4 de julio de 1913, apenas unos meses después de los acontecimientos.

3. El papel de la diplomacia extranjera

Para una mejor comprensión del texto que se ofrecerá a continuación, es oportuno hacer una breve mención del papel desempeñado por la diplomacia extranjera, que tuvo reuniones constantes para deliberar sobre los hechos que acontecían y que, en el caso de los ministros de Estados Unidos, principalmente, pero también de España, intervino en asuntos que rebasaban su ámbito de competencia y pertenecían a la política interna de nuestro país.

Los ministros extranjeros que tuvieron mayor preponderancia en los acontecimientos seguidos de la sublevación de Mondragón y Díaz fueron el ministro de Cuba, Manuel Márquez Sterling; el de España, Bernardo J. Cólogan y, desde luego, Henry Lane Wilson, embajador en México de Estados Unidos.

El embajador norteamericano se había singularizado por ser un detractor del régimen de Madero a la vez que, a nivel personal, se había enemistado con el presidente por no haberle otorgado pensión alguna que complementara su sueldo, como él mismo había postulado. Pero, además de que sus informes a la Secretaría de Estado de su país “no los hubiera hecho con tintas peores el más encarnizado enemigo político de Madero”,13 ya desde antes de la Decena trágica se le encontraba inmiscuido en diversas reuniones en las que se conspiraba contra Madero, incluso antes de la sublevación, como observó el ministro de Cuba:

a mi entender entonces y, más tarde, con el testimonio del Ministro de España Sr. Cólogan, y las numerosas pruebas que el tiempo ha venido acumulando, la embajada fue, y no otra cosa, el centro de una verdadera conjura en contra del gobierno y su política, desde antes de la sublevación.14

La actitud intervencionista de Lane Wilson se acentuó apenas iniciada la Decena trágica; tal vez él esperaba que todo hubiera terminado en un día, pero al ver que aquello se prolongaba indefinidamente, comenzó a tratar de unir a todos los elementos contrarios a Madero en un solo frente, desde el mismo día 10 de febrero.15 Así, el 18 de febrero, Wilson telegrafía a su gobierno informando:

Alarmado por la situación que puede sobrevenir con la caída del presidente Madero invité al general Huerta y al general Díaz, para que vinieran a la embajada con objeto de considerar la cuestión de preservar el orden en la ciudad. Cuando llegaron, vi que había muchas otras cosas que discutir y resolver y, después de enormes dificultades, conseguí que se pusieran de acuerdo y llegaran a una inteligencia para trabajar en conjunto los dos, de manera que Huerta sea el presidente provisional y Díaz nombre el gabinete y en seguida le dará [Huerta] todo su apoyo para que [Félix Díaz] sea electo presidente permanente.16

Después de su triste actuación para que se llevara el pacto de la embajada, Lane Wilson tendría todavía una actitud más reprochable al negarse a atender las peticiones de Sara Pérez de Madero para que interviniera a favor de salvar la vida de su marido y, todavía más, al ser consultado por Huerta sobre qué hacer con el ahora ex presidente, Wilson le respondería que “debía hacer lo que fuera mejor para asegurar la paz del país”,17 con lo que no sólo estaba justificando el asesinato de Madero, sino que de un modo pragmático y fácilmente entendible lo estaba recomendando.

Entre sus colegas del cuerpo diplomático, Wilson encontró especialmente eco en sus sentimientos contrarios al régimen maderista en el ministro de España, Bernardo J. Cólogan, quien participó activamente en diversas intrigas y tuvo la osadía de presentarse personalmente en el Palacio Nacional ante el primer magistrado para exigirle su renuncia a nombre del cuerpo diplomático acreditado en el país:18 “Cólogan se dejó llevar por las presiones de Wilson y no hubo acontecimiento público donde no creyera que se requería su presencia. La labor del ministro español quedó francamente fotografiada al lado de los conspiradores”.19

Aunque no participó tan directamente en las conspiraciones ni se encontró entre los que ya desde antes lo hacían en contra del régimen de Madero, en las ceremonias de felicitación al presidente del pasado primero de enero, Cólogan se había dado permiso de regañar al gobernante y exhortarlo, a nombre del cuerpo diplomático, a trabajar más decididamente por la pacificación del país, pues, solo “así podrá el gobierno, dignamente presidido por Vuestra Excelencia, dedicarse a fomentar, en sana concordia, el progreso cultural, ya tan acentuadamente iniciado, y procurar el desarrollo de las fuentes vivas de riquezas que atesora el suelo mexicano”.20

Después, en los días de la Decena trágica, tuvo la temeridad de ir varias veces a la Ciudadela, para tratar de acordar una tregua al menos, cuando no el alto completo de las hostilidades.

“La conducta del Ministro Cólogan -afirmaría meses después el ministrode Cuba- fue, en un principio, diáfana, pero Mr. Wilson lo envolvió en sus tinieblas y, aunque no le tenga, ni mucho menos, por cómplice disimulado y pérfido, es indudable que no supo evadir la borrasca a donde Mr. Wilson lo había impulsado”.21

Manuel Márquez Sterling, ministro de Cuba en México, es un personaje del cuerpo diplomático que se distinguió por su simpatía con Madero y que se caracterizó por poner de su parte todo lo que estaba para conseguir sacarlo con vida del país cuando éste era ya prisionero. Presenció la desesperación del mandatario cuando fue descubriendo que una vez y otra había caído en las trampas de Huerta; su desolación al saber que Huerta había faltado nuevamente a su palabra y que el día 19 de febrero no saldría rumbo a Veracruz, como lo había pactado, con lo que sus vidas corrían inminente peligro.

La presencia de Sterling junto a los prisioneros nos permite conocer también las cavilaciones de Pino Suárez:

En cuanto a nosotros, ¿verdad que parecemos en capilla? Sin embargo, lo que peligra es nuestra libertad, no nuestra existencia. Nuestra renuncia impuesta provoca la revolución; asesinarnos equivale a decretar la anarquía. Yo no creo, como el señor Madero, que el pueblo derroque a los traidores para rescatar a sus legítimos mandatarios. Lo que el pueblo no consentirá es que nos fusilen. Carece de la educación cívica necesaria para lo primero. Le sobran coraje y pujanza para lo segundo.22

También, junto con el consuelo que les prestó con su compañía y con la noticia de que el vapor Cuba, que había solicitado, se hallaba ya en el puerto de Veracruz para cuando las autoridades permitieran el traslado de los reos, Márquez Sterling nos transmite algunas de las reflexiones finales de Madero: “Un presidente electo por cinco años, derrocado a los quince meses, sólo debe quejarse de sí mismo. La causa es… ésta, y así la historia, si es justa, lo dirá: no supo sostenerse…”. Y más adelante: “Si vuelvo a gobernar me rodearé de hombres que no sean medias tintas… He cometido grandes errores. Pero… ya es tarde”.23

Sobra decir, para quienes conocen ya el desenlace, que los esfuerzos y facilidades del ministro cubano, junto con algunos otros, para llevarse del país al derrocado presidente, no dieron resultado y que, a los pocos días sobrevino el resultado fatal, pero esperado: el asesinato de Madero. Un último favor haría todavía el ministro cubano a su querido amigo ahora ya difunto: el de auxiliar a su viuda, a quien se le había negado la entrega del cadáver, a recuperarlo con la intervención de Mr. Lane Wilson y del nuevo ministro de Relaciones Exteriores, Francisco León de la Barra, personajes ambos con quien la viuda prefería no tratar.24

4. El saldo de la Decena trágica

Cuando en París el expresidente Porfirio Díaz fue enterado de lo ocurrido en México, además de explicar que de momento no pensaba regresar al país en tanto que no tuviera un régimen constitucional fuerte (con lo que de algún modo desautorizaba el gobierno de Huerta y su apariencia legaloide), condensó en una frase lo que había ocurrido: “un fuerte golpe para el país”.25 Efectivamente, el trauma del cuartelazo había terminado con el encanto del sueño democrático de muchos. En unos cuantos minutos (los que bastaron para la investidura de Huerta), las cámaras quedaban completamente cuestionadas en relación con su independencia;26 las reformas en el orden social que habían llevado a muchos a tomar las armas, aplazadas indefinidamente; el ejército, ese ejército en el que el presidente y el pueblo tanto habían confiado, desautorizado y con la etiqueta de traidor; y el presidente, ¿qué decir del nuevo presidente? Al menos, y lo que ya era de todos conocido, que era un borracho, pero, además, un traidor y, en pocos días más, un asesino. Asesino del experimento democrático apenas comenzado, asesino también de los exmandatarios Madero y Pino Suárez,27 asesino de la naciente democracia.28

Paradójicamente, una vez que se conoció el cese de las hostilidades, a pesar de la prisión de Madero y las renuncias forzadas de quienes habían sido electos con una abrumadora mayoría, muchedumbres enteras salieron a festejar el retorno de la paz, las campanas repicaron y hubo un verdadero alborozo popular. Silva Herzog explica de modo benevolente esta actitud de la población:

Es explicable el desbordamiento de júbilo de la gente al saber que la lucha había terminado. ¿Qué importaba que el Presidente, el Vicepresidente y sus ministros estuvieran presos por órdenes de Victoriano Huerta? Lo único que importaba era volver a la normalidad después de la tremenda pesadilla de diez días. Además, es necesario reconocer que precisamente en la ciudad de México fue donde Madero siempre tuvo mayor número de enemigos y lógicamente menos partidarios.29

En cuanto al número de muertos, las cifras varían muchísimo. Martín Luis Guzmán afirma que en el primer combate hubo cerca de mil víctimas tan sólo de los no combatientes;30 Ramón Prida, en el polo opuesto, después de revisar los libros de actas de defunciones en el registro civil, concluye que “los civiles muertos no llegaron a cincuenta”; un artículo firmado con el seudónimo de “Almafuerte”, recogido por Saborit en su antología, apunta un número de “cerca de seis mil heridos y más de dos mil muertos durante la Decena Trágica”.31 Es más que probable que el número de muertos se cuente por cientos y, tal vez rebase la barrera de los mil; también el número de heridos. En cualquier caso, un cargo más para quienes conspiraron primero y alentaron después el levantamiento será también el elevado número de víctimas, mayoritariamente civiles, fallecidas durante los combates y bombardeos indiscriminados de estos días.

5. El documento de Federico González Garza

La refutación de González Garza al artículo injurioso contra Madero, además de transmitir la información de quien vivió los hechos al lado del presidente Madero casi hasta el final, contiene elementos muy interesantes.

Comienza alabando a la prensa de los Estados Unidos y poniéndola como ejemplo de lo que debe ser el ejercicio periodístico en los países civilizados. Inmediatamente después pasa a contradecir las principales afirmaciones del artículo sobre Madero que menciona en el título. Luego busca contextualizar los acontecimientos de febrero de 1913 describiendo la situación que reinaba para, finalmente, dedicar la mayor parte del escrito a la narración pormenorizada de lo ocurrido en aquellos días trágicos.

A lo largo de su relato, vierte algunos juicios personales sobre lo que facilitó la caída del prócer: su verdadero error -según González Garza- fue haber designado en puestos claves de su gabinete a personas que ni lo entendían ni lo sostenían en sus acciones, como Ernesto Madero, Rafael Hernández, Pedro Lascuráin, Jesús Flores Magón y Jaime Gurza; algunos de ellos, amigos del antiguo régimen; otros, simplemente actuaban por su cuenta. Por otra parte, ya en los días de la Decena trágica, a la pregunta de por qué no se deshizo de Huerta cuando comenzó a sospechar sus malos manejos, González Garza responde:

todo se resume en estas breves palabras: porque el Sr. Madero, hombre de una confianza excesiva en sí mismo, no por ser un presuntuoso, sino por ser un inspirado, creía poder conjurar todas las tormentas que sobre él se desencadenaban.

Pasemos pues a la transcripción del documento de Federico González Garza en que nos narra cómo se vivían estos acontecimientos al lado del presidente Madero:

Refutación a un artículo intitulado “Huerta’s spokesman tells problems that fase Mexico”, publicado en el periódico “The New York Times” el día 29 de Junio de 1913.

El ex-Gobernador del Distrito Federal, Lic. Federico González Garza, como

testigo presencial de los sucesos sangrientos que se desarrollaron durante los

días que se ha dado en llamar la “decena trágica”, relata hechos emocionantes que forman parte de la verdadera historia del movimiento militar que estalló en la Capital de la República Mexicana y que concluyó con la caída de un gobierno constitucional al ser asesinado el Presidente D. Francisco I. Madero.

***

Reputo a la Prensa americana como signo que mucho se acerca al ideal de prensa que deben tener los pueblos más civilizados. En este país, muy poco tiempo puede permanecer oculta la mentira: los periódicos, esos instrumentos civilizadores por excelencia, se encargan de desvanecer por la mañana todas las tinieblas que se acumulan por la noche y logran que la verdad termine por abrirse paso para seguir siendo el guía seguro que habrá de conducir con firmeza a este pueblo hacia la realización de sus grandes ideales.

Es el amor a la verdad el impulso único que mueve mi pluma; pues como mexicano considero un deber desvanecer errores que fácilmente pueden extraviar la opinión de los extranjeros respecto de nuestro país en los momentos mismos en que más necesidad tenemos los mexicanos de que se crea en la sinceridad de nuestras luchas por la libertad y por el afianzamiento, no de los gobiernos tiránicos emanados de la fuerza de las armas, sino surgidos de la voluntad popular expresada en forma pacífica, según los procedimientos electorales establecidos en las leyes.

En las páginas de este mismo periódico, correspondiente a la edición del Domingo 29 de Junio, apareció un artículo intitulado “Huerta’s spokesman tells problems that face Mexico”, suscrito por un individuo que expresamente ha venido a este país por instrucciones de Victoriano Huerta, el usurpador, con la pretensión de sorprender al pueblo americano, refiriéndole los asuntos de México en términos que se apartan mucho de la verdad, con el objeto de justificar lo injustificable, como son los medios violentos por los cuales Huerta y Félix Díaz se apoderaron de la persona del Sr. Francisco I. Madero, Presidente Constitucional de la República Mexicana, para establecer un nuevo gobierno que repugna a la mayoría del pueblo, como lo está demostrando el hecho de hallarse en armas casi toda la República para demostrar que no tolerará más gobernantes que los que elija su soberana voluntad.

Durante la “decena trágica”, que comprendió los días del 9 al 19 [de febrero] del corriente año, yo desempeñaba el puesto de Gobernador del Distrito Federal y con ese carácter, uno de mis deberes principales era el de mantener el orden y seguridad en la Capital y especialmente cuidar la persona del Presidente de la República y de sus ministros. Fui, pues, testigo de la mayor parte de los acontecimientos que entonces se desarrollaron, y si a esto se añade la estrecha amistad que me ligaba con el extinto Presidente, se comprenderá que estoy capacitado para hablar con cierta autoridad sobre estos asuntos.

La primera inexactitud que asienta el autor del artículo mencionado consiste en decir que cualquier hombre con dinero, como el Señor Madero, pudo haber hecho la Revolución de 1910 como él la hizo: pues que la dictadura de Porfirio Díaz se volvió tan despótica que ya el pueblo no la podía soportar.

Esto último es enteramente cierto y con ello queda justificado aquel movimiento emancipador; pero puedo asegurar que era tal la degradación política a que habían llegado las clases directoras en México, bajo la corruptora administración del dictador Díaz, que era muy difícil encontrar un hombre de la talla de Madero que irguiéndose sobre aquel pantano de miserias, tremolase con la fe de un apóstol la bandera de las libertades públicas y congregara a su alrededor a tantos buenos mexicanos que vivían anhelando llegar a ser verdaderos ciudadanos.

El defensor de Huerta comete las más burdas injusticias asegurando que el señor Madero, a quien aduló en la prosperidad, era intelectual, moral y físicamente incapaz de gobernar a nuestro país.

En lo físico no sé yo de ningún hombre que soportara tantas fatigas como él sin desmayar jamás; era proverbial su incansable actividad y todo el mundo sabía que en su deporte favorito, el caballo, dejaba atrás y rendidos a los miembros de su Estado Mayor; pues no todos podían seguirlo hasta el fin de sus expediciones, no siendo raro el caso de que cayeran muertos los corceles que montaba, viéndose obligado a continuar su marcha en nueva cabalgadura.

En cuanto a su aspecto físico, Madero no tenía la majestuosa corpulencia de un Taft; pero sí la proporcionada estatura de un Poincaré; no era tan bajo de cuerpo como el actual Rey de Italia, tan querido de su pueblo; pero sí como Benito Juárez, el hombre más insigne que ha tenido México, sin hablar de las facciones de Madero, que eran mejores sin disputa que las de nuestro gran indio de Guelatao.

Para medir la talla moral de Madero, necesitamos buscar un patrón que quizás no existía en México; pues la incapacidad que le atribuye en ese sentido el representante de Huerta, no radicaba en Madero, radicaba en el bajísimo nivel moral y cívico de todos los que adulaban al viejo dictador y eran las que componían por entonces y en primer término, las clases directoras de la sociedad. Para que Madero hubiera podido satisfacer a esa clase corrompida, habría sido menester que descendiera hasta el nivel de inmoralidad en que se hallaba la “buena” sociedad mexicana en aquella época, según la pinta con vivísimos colores el autor del artículo que refuto en un opúsculo que escribió atacando a su benefactor el dictador Díaz.

Es deplorable que este individuo en su afán de justificar la conducta de Huerta, llegue a afirmar con desplante inconcebible, que hace muy poco honor a su buena fe, hechos absolutamente falsos, como que Madero fue electo por 20,000 votos en una población de trece millones de almas. Sepa el pueblo americano a este respecto que la ley electoral que rigió las elecciones que dieron el triunfo al señor Madero, divide los Distritos electorales en Secciones de quinientos habitantes cada una, correspondiendo un elector por cada sección, de modo que los veinte mil de que habla el defensor de Huerta, no son votantes, sino electores que representan cada uno quinientos votos, resultando a favor del extinto presidente, diez millones de votos, poco más o menos, suponiendo que el dato del partidario de Huerta no sea correcto.

Es cierto que al llegar al poder el señor Madero, varios de los que se decían sus amigos lo traicionaron: pero fue porque cometió un error que lo engrandece: porque no supo matar como lo supo hacer el viejo Díaz y actualmente su discípulo Huerta. Si Madero hubiera castigado con la muerte, la primera traición de Orozco a la caída de Ciudad Juárez juntamente con los que fueron en nombre de Díaz a cohecharlo y a corromperlo para que se rebelara contra el Jefe de la Revolución, se hubiera extinguido en su origen la fuente de futuras infidencias, cometidas por hombres que muy pronto probaron que no era el sincero deseo de mejorar la condición política y social de nuestro pueblo lo que les había hecho abrazar la causa que con tan absoluta buena fe y con tan acendrado patriotismo había iniciado el señor Madero; sino ocultas ambiciones que fuero y serán todavía las causantes de muchos de los infortunios de nuestro pueblo, hasta que éste no logre, como es seguro que está para realizarlo, sanear y purificar nuestro ambiente político de todos los gérmenes morbosos que dejó tras de sí el nefasto régimen del dictador Díaz.

El verdadero error en que en mi concepto incurrió el señor Madero y que exclusivamente a él debe atribuírsele y del cual derivaron una cadena sin fin de desastrosas consecuencias, fue el haber puesto los destinos de la revolución que acaudilló, en manos de personas que no sólo no la comprendieron ni simpatizaron con ella, sino que la hostilizaron y reprobaron. Los señores Ernesto Madero, Lic. Rafael Hernández, Lic. Pedro Lascuráin, Lic. Jesús Flores Magón y Jaime Gurza, siempre sostuvieron esta tesis paradójica: que sólo poniendo al frente de los principales puestos públicos a elementos del antiguo régimen, los que por fuerza tenían que ser enemigos de la Revolución y, por ende, enemigos del señor Madero, se podía salvar su gobierno. Los hechos muy pronto se encargaron de dar un tremendo mentís a semejantes teorías.

Se puede colegir el interés que podrían tener en apoyar al señor Madero los muchos enemigos que lograron permanecer e introducirse en su administración por virtud de la influencia de los ministros antes mencionados, cuando estos mismos en los supremos momentos de aguda crisis originada por el Cuartelazo de la Ciudadela, y unidos al señor Ministro de la Guerra, Gral. Ángel García Peña, le pidieron que renunciara al puesto que el pueblo le había conferido, porque así lo pedía un militar infiel cuyo mérito único era ser el sobrino de un tirano. Semejante abandono de sus deberes de parte de estos miembros del último gabinete del señor Madero, provocó en primer lugar que los senadores se congregaran a solicitud del señor Lascuráin, como ministro de Relaciones, y que envalentonados por el apoyo de éste, también le pidieran su renuncia al Señor Presidente, y en segundo lugar, precipitaron de un modo inconsciente la traición de Huerta, puesto que a cada momento éste era testigo de que aquél estaba siendo abandonado por dichos ministros.

***

Es falso que el señor Madero mandara llamar a su casa a Huerta para que lo defendiera el Domingo 9 de Febrero, día en que estalló el cuartelazo en la Capital de la República. Los hechos pasaron así:

A las 4 A.M. fue a despertarme a mi casa el Sr. Vice-Presidente de la República, Pino Suárez, diciéndome, con la mayor alarma retratada en su semblante: ¿Qué no sabe Ud. que acaba de pronunciarse el Gral. Mondragón en Tacubaya? Se me asegura que en estos momentos tiene ya lista la artillería de un Regimiento y que están encendidos los fanales de varios automóviles, listo todo para salir para esta Capital con el propósito de poner en libertad al Gral. Bernardo Reyes que está en la prisión de Santiago. Inmediatamente salté de la cama, me lancé al teléfono llamando al Inspector general de Policía, el Mayor Emiliano López Figueroa, quien en pocos minutos me confirmó la noticia. Llamé en seguida a la Prefectura de Tacuba y pronto recibí igual confirmación. Dudando aún de la verdad de la noticia, violentamente nos trasladamos en su auto el Sr. Pino Suárez y yo, al Palacio Nacional en busca del Comandante Militar de la Plaza, y nuestra sorpresa fue grande cuando al llegar a la puerta de honor del mismo Palacio, por las sombras de un incipiente amanecer, los alumnos de la Escuela de Aspirantes, a quienes en mala hora gente infame había corrompido, y que desprendiéndose de Tlálpam venían a apoderarse de Palacio, iniciando su carrera militar con un acto indigno de deslealtad hacia las supremas instituciones de la República. Nuestro auto estuvo a punto de chocar con la falange rebelde; pues de no haber verificado nuestro chauffeur un movimiento habilísimo con su máquina, emprendiendo en seguida una veloz carrera para dar la vuelta al Palacio por la calle de la Moneda, se nos hubiera fácilmente reconocido y habríamos caído prisioneros en sus manos. Teníamos ya la prueba evidente que buscábamos para tomar las providencias que eran de mi resorte como Gobernador, nos dirigimos a la Inspección Gral. de Policía, luego que no nos fue posible encontrar al Comandante Militar. Allí se despidió de mí el Sr. Pino Suárez y, en seguida, después de hablar con el Sr. Presidente por teléfono, me puse de acuerdo con el Inspector y dispusimos que se concentraran en Chapultepec, en donde vivía el Sr. Madero, los dos batallones de Seguridad y los dos regimientos de la Gendarmería Montada, pues era posible que los alzados intentaran un ataque a Chapultepec, hallándose este punto tan cercano de Tacubaya.

A las 6 a.m. me trasladé al lado del Presidente, acompañado del Inspector General de Policía, encontrándome al Sr. Madero tomando todos los datos que podía recoger, antes de partir para el Palacio Nacional, asiento oficial del Gobierno. Mientras tanto, Mondragón con su artillería llegaba hasta la Prisión de Santiago y ponía en libertad al Gral. Reyes, a quien encontraron ya en traje de campaña. De allí se dirigieron a la Penitenciaría para libertar a Félix Díaz; pero antes de entregarlo, habla conmigo el Director de ese Establecimiento, y me dice:

-Frente a esta Prisión se halla en actitud amenazante con toda su artillería el Gral. Mondragón acompañado del Gral. Reyes y me exigen la inmediata libertad de Félix Díaz. No tengo para defenderme más que 20 hombres, creo que la resistencia y cualquier sacrificio serían inútiles: ordéneme Ud. lo que deba hacer.

Al mismo tiempo que esto ocurría, se habían ido reuniendo al pie de Chapultepec las fuerzas a que antes había aludido, más todos los alumnos del Colegio Militar que estaban listos para defender al Gobierno constituido.

A la sazón, se estaban dando las últimas disposiciones antes de partir y entonces, comprendiendo lo ventajoso que sería impedir que los pretorianos llegaran a Palacio antes que el Sr. Presidente, contesté al Director de la Penitenciaría, de acuerdo con aquel Magistrado:

-Resista Ud. todo lo que pueda sin sacrificar a la guardia y valiéndose de cuantos medios diplomáticos tenga a su alcance.

En seguida y en medio del mayor entusiasmo para batir a los rebeldes, descendió el Sr. Presidente del Castillo de Chapultepec montado en un magnífico caballo, después de haber arengado con el calor que sabía hacerlo en las circunstancias difíciles, a los alumnos del Colegio Militar, aumentando con sus palabras el sentimiento de adhesión hacia un Gobierno de cuyo origen legítimo estaban perfectamente persuadidos.

Fue en el trayecto por toda la Calzada de la Reforma que se fueron incorporando a nuestra columna todos los Ayudantes del Estado Mayor del Presidente, varios ministros y numerosísimos amigos leales que querían correr la misma suerte que el Jefe Supremo de la República, en aquellos solemnes momentos en que el encono de la pasión política, el rencor de los vencidos y el ansia de restauración, experimentada por una minoría que nunca supo amar al pueblo, de una dictadura que éste odiaba, había llegado a su máximum, sin comprender la reacción que todos sus esfuerzos serían vanos, pues ya el mismo pueblo había saboreado a sus anchas las libertades que fueron incapaces de concederle el viejo dictador con su cohorte de Procónsules.

Fue también allí cuando se acercó al Sr. Presidente, sin que éste lo hubiera llamado, y entre los muchos amigos que se iban presentando para ponerse a sus órdenes, su falso amigo Huerta, quien bajando de un coche de sitio y cubiertos sus ojos con unos espejuelos negros, quizá menos que su conciencia, se venía a poner a su disposición ahora que no tenía mando y con el pensamiento oculto de aprovechar esa oportunidad que ya venía buscando, para dar un golpe de muerte al que había sabido derrumbar el Militarismo, representado por el viejo dictador Díaz.

No estando presente el Comandante Militar, Gral. Lauro Villar, por hallarse en Palacio, las fuerzas que acompañaban al Sr. Presidente iban a las órdenes directas del Gral. Ángel García de la Peña, Ministro de la Guerra, quien se había incorporado antes que Huerta y había puesto en antecedentes al Sr. Madero de lo ocurrido en Palacio, al ser desarmados los Aspirantes por dicho Comandante Militar. El entusiasmo del pueblo al paso del Sr. Presidente iba cada vez más en aumento y la columna avanzó sin novedad por la Avenida Juárez hasta llegar frente al Teatro Nacional, en donde tuvo que hacer alto porque comenzó a escuchar un nutridísimo fuego de fusilería en dirección de las calles de Plateros y Palacio Nacional; pero sin que por el momento pudiera localizarse con precisión de dónde partía.

Esto fue causa de que se originara cierta confusión en la columna y en toda la comitiva, y desde luego se le hizo ver al Sr. Madero que no debería avanzar hasta que no se hiciera una exploración en las calles que había que recorrer antes de llegar a Palacio, así como en las adyacentes y en las avenidas del 5 de Mayo y del 16 de Septiembre. Descendió de su caballo y, mientras se hacía la exploración, él y todos los que lo acompañábamos, entre los que se encontraban ya los ministros Manuel Bonilla, Ernesto Madero y Rafael Hernández, nos replegamos hacía la acera oriente de la antigua calle de Santa Ysabel, entre San Francisco y 5 de Mayo.

Allí se discutió con calor y entre un verdadero desorden si el Sr. Presidente debería continuar hasta entrar a Palacio o regresar a Chapultepec. El ministro de la Guerra era de la primera opinión y Huerta de la segunda porque decía que el Presidente de la República no debería exponerse como lo estaba haciendo el Sr. Madero. La confusión seguía aumentando y llegó a advertirse que parte de un cuerpo de Caballería, sin saber quién lo ordenaba, se desprendió del núcleo y a galope tomó el camino de la calle de San Juan de Letrán, a la vez que se veían atravesar por las calles del 16 de Septiembre, en vertiginosa carrera, a muchos caballos sin jinete pertenecientes a las fuerzas rebeldes que al frente del Gral. Reyes se habían presentado minutos antes frente a Palacio, habiendo sido rechazados y cayendo acribillado por las balas de una ametralladora el General mencionado.

Se hacía necesaria, por lo tanto, una acción decisiva, tanto más cuanto que una bala que se supuso había partido de los balcones del edificio de Mutua para herir de muerte al Sr. Madero, había hecho rodar por tierra a un gendarme que estaba a su lado. El ministro de la Guerra no acertaba a dar un pronto desenlace a aquella insegura situación. Huerta, por otra parte, seguía insistiendo en que debería hacerse esto y lo otro y lo de más allá, en todo lo cual no estaba de cuerdo de la Peña, hasta que Huerta, comprendiendo que había llegado la oportunidad que ambicionaba, dijo con resolución y audacia al Sr. Madero:

“¿Me permite Ud., Sr. Presidente, que me haga cargo de todas estas fuerzas para disponer lo que yo juzgo debe hacerse para la defensa de Ud. y de su Gobierno?” El Ministro de la Guerra cometió en esos instantes la imperdonable debilidad de no hacer observación alguna a lo que Huerta solicitaba, abdicando sin razón de su autoridad militar y permitiendo con ello, él que sabía quién era Huerta y los malos pasos en que andaba, que se consumara la primera parte del plan que aquel militar traidor se había trazado para aniquilar al magnánimo Presidente que poco antes le había otorgado la banda azul de General de División.

El Sr. Madero viendo que de la Peña no dominaba la situación ni hacía oposición alguna ni tampoco ninguno de los ministros que le rodeaban, no tuvo más que ceder, dejándose guiar por su excesiva buena fe y confiando en la buena estrella que hasta entonces parecía no haberle abandonado.

Esta es una relación exacta de una parte de los hechos que se verificaron durante la mañana del primer día de aquella decena trágica, que concluyó con el asesinato

del Sr. Madero, su hermano Gustavo y su ministro Pino Suárez.

No fue el Sr. Madero, en consecuencia, quien llamó a Huerta para que salvara a su Gobierno, fue este hombre falso que astutamente logró engañar a aquél a quien le juró muchas veces, bajo su palabra de honor militar y por las cenizas de su madre, que era su leal amigo.

***

Asegura el apologista de Huerta que éste fue el salvador del Gobierno en los campos de Chihuahua y que el pago que el Sr. Madero le dio fue recibirlo fríamente a su regreso a México, quitarle el mando de las fuerzas del Norte y abandonarlo a la miseria, todo lo cual es falso, pues es público y notorio que él mismo pidió se le sustituyera en el mando para atender una grave enfermedad que se le había desarrollado en los ojos; el Sr. Madero fue personalmente a la estación a recibirlo a su regreso y le concedió a los pocos días el grado de Gral. de División. Y es tan cierto que este hombre quedó aparentemente satisfecho, que por la prensa manifestó que el Sr. Presidente le había otorgado con su ascenso la más alta recompensa y el más alto honor a que podía aspirar un soldado de la República.

Sin embargo, aquel soldado había comenzado a traicionar al Sr. Madero desde que le confirió el mando de las fuerzas del Norte para batir al rebelde Orozco. El Presidente adquirió esa convicción por datos fidedignos que sus amigos le habían suministrado.

En francachelas privadas que tuvo Huerta antes de irse al Norte, se había expresado en términos despectivos del Gobierno, declarándose porfirista, y ya en el Estado de Chihuahua, después del primer triunfo sobre los rebeldes, se manifestó con suma indolencia para proseguir las operaciones; dejó de aprovechar excelentes oportunidades para consumar verdaderas derrotas sobre el enemigo, si hubiera tenido la voluntad de hacerlo; se pasaba días y días embriagándose y teniendo a las fuerzas en una inactividad completa, gastando enormes sumas de dinero y dejando que se perjudicara la caballada, cuya conservación descuidaba por completo. Logró llegar hasta C. Juárez, pero dejando tras de sí en completa rebeldía a todo el Estado de Chihuahua. Hostilizó todo lo que pudo a D. Abraham González, Gobernador del Estado y, por último, llegó a expresar públicamente, en las cantinas de El Paso, Tex., su completo desacuerdo con el Sr. Madero.

Todo esto y mucho más que por ahora no hay tiempo ni oportunidad de referir, fue confirmado y evidenciado por el mismo Huerta, cuenco después de consumar toda su infame traición y teniendo ya preso en el Palacio Nacional al Sr. Presidente, le dijo estas cínicas palabras:

-“Sepa Ud., Sr. Madero, que desde que me confirió el mando de la División del Norte, Ud. era mío, había Ud. caído en mis redes y su suerte estaba a mi disposición”.

Se ve por lo anterior que no hubo ingratitud de ninguna especie de parte del Sr. Madero para Huerta; fue este hombre indigno que se colocó por sí mismo fuera de toda estimación y de todo respeto, y que merece que sobre él caiga el castigo de los hombres y la maldición de la Historia.

***

Conocidos los hechos anteriores, fácil es explicarse lo ocurrido durante los días en que Mondragón y Díaz se posesionaron de la Ciudadela, y adivinar cuál sería la conducta de Huerta y la de todos los que él logró contaminar con sus ideas de traición. En efecto, Guillermo Rubio Navarrete que había sido llamado a raíz del cuartelazo para prestar sus servicios en la artillería que debería atacar la Ciudadela, en presencia del Presidente y con el acento de la más profunda convicción, extendiendo unos planos sobre la mesa demostró científicamente lo fácil que era rendir esa fortaleza, diciéndole al Sr. Madero: “Yo, Sr. Presidente, me comprometo a tomar la Ciudadela en el término de 24 horas”. El Presidente creyó en su lealtad a tal grado, que en esos mismos instantes lo ascendió a Brigadier, y se dieron inmediatamente las órdenes correspondientes para poner a su disposición el material de artillería bastante para acometer la empresa. Después de su entrevista con el Sr. Madero, Rubio Navarrete pasó a ponerse a las órdenes de Huerta, a quien en sustitución del Gral. Villar que había sido herido al defender heroicamente el Palacio Nacional, se le había confirmado el puesto de Comandante Militar de la Plaza que de hecho comenzó a desempeñar en las circunstancias que dejó antes relatadas. Grande fue la sorpresa y la decepción que experimentamos los que rodeábamos al Sr. Madero en Palacio, cuando en la mañana siguiente se presentó de nuevo Navarrete para comunicarle que había cambiado de opinión: pues científicamente se había convencido de que la Ciudadela no se podía tomar en las 24 horas que él había fijado, ni siquiera en una semana, pues la consideraba casi inexpugnable y había que causar muchos estragos en los edificios antes de poderla rendir. No había duda; teníamos ya en nuestro seno un nuevo traidor: Huerta se lo había conquistado. El mismo Navarrete ha confirmado más tarde que en aquel momento engañaba al Presidente, pues en un banquete en que los felixistas [sic] se envanecían de haber resistido como unos héroes en la Ciudadela, según dio cuenta la prensa mexicana en su oportunidad, Rubio Navarrete interrumpió bruscamente al orador, lanzándole estas palabras: “Miente Ud., si nosotros no tomamos la Ciudadela, fue porque no quisimos”. 32

Efectivamente, Huerta, alegando siempre mil pretextos para justificar por qué se dilataba tanto el ataque y simulando en todo los instantes una fidelidad inalterable al Gobierno, seguía mientras redondeando su plan de traición, acumulando todos los preparativos necesarios, mandando emisarios de toda su confianza al Gral. Blanquet que se hallaba en Toluca para advertirle sus propósitos y poniéndose de acuerdo por medios indirectos con el embajador Wilson y directamente con varios senadores y con de la Barra, para que los Ministros diplomáticos por una parte y los senadores por la otra, le pidieran al Presidente que renunciara. Esto no impedía que inmediatamente después que el Sr. Madero había desoído por absurdas las pretensiones de dichos senadores y diplomáticos, en términos que serán memorables en nuestra historia por la lección de dignidad y patriotismo que dio a unos y a otros, no impedía, digo, que Huerta se expresara de los senadores en voz alta y en el mismo Salón de Acuerdos de la Presidencia, con las siguientes frases que encerraban un mundo de hipocresía: “Estos senadores son unos bandidos”.

Y se me preguntará: ¿Por qué, pues, si el Sr. Madero y todos los que lo rodeaban, tenían tan vehementes sospechas de los manejos de Huerta, por qué no lo despojaron del mando que tan imprudentemente habían puesto en sus manos? Todo se resume en estas breves palabras: porque el Sr. Madero, hombre de una confianza excesiva en sí mismo, no por ser un presuntuoso, sino por ser un inspirado, creía poder conjurar todas las tormentas que sobre él se desencadenaban. En vano era que a cada instante le llamáramos la atención y le señaláramos el peligro; lo característico de su persona era recrearse siempre en considerar la parte buena de las cosas y no querer aceptar este hecho en todas sus consecuencias: que el hombre es la expresión de la más formidable antítesis que puede ofrecernos la naturaleza, puesto que reúne en sí, en el orden moral, las más grandes excelsitudes y sublimidades, a la vez que las abominaciones y deformidades más monstruosas que puedan existir en la creación.

***

Es falso de toda falsedad que el Sr. Madero mandara romper el armisticio que se había pactado con los rebeldes de la Ciudadela. Recuerdo con toda precisión la sorpresa y profunda contrariedad que él experimentó cuando inesperadamente se comenzaron a escuchar de nuevo los disparos de la artillería y el fatídico traqueteo de las ametralladoras. Con toda ansiedad preguntaba él qué había ocurrido, e inmediatamente comisionó a uno de sus ayudantes a fin de que se ordenara cesar el fuego. ¿Qué había ocurrido? Pronto se aclaró que los pretorianos habíanse aprovechado de aquella tregua para hacer avances y colocar uno de sus cañones donde no hubieran podido llegar en lucha franca, lo que al fin fue impedido de la única manera que podía impedírseles con todo derecho, a cañonazos. Este incidente fue la causa de que se generalizara el fuego nuevamente.

***

Una de las razones que alegaban los autores del cuartelazo para que el Sr. Madero renunciara, razón que era de esperar contagiara, como en efecto contagió, hasta a algunos miembros del gabinete, amigos en el fondo del antiguo régimen, eran los grandes perjuicios que estaban sufriendo la ciudad en sus edificios y el pueblo en sus intereses por la paralización del tráfico y de los negocios. Para poder apoyarse en esta consideración, desataron previamente en la forma más inicua y brutal, un espantoso bombardeo sobre todos los rumbos de la ciudad, destruyendo innumerables propiedades y segando la vida a multitud de mujeres, niños y pacíficos e inocentes ciudadanos que a larga distancia de la Ciudadela se entregaban a sus labores cotidianas.

Aquel procedimiento era bárbaro en extremo y con él creían hacer presión en el ánimo del Gobierno, exasperando a todas las clases sociales; pero el pueblo, indignado ante aquella iniquidad, no dejó de estar ni un momento del lado del Gobierno y se propuso durante la crisis dar un ejemplo admirable de conducta correcta; pues que no obstante la completa falta de la policía, no se dio un solo caso de atropello a las personas o ataques a la propiedad, contribuyendo en parte a este resultado las gestiones del Distrito que desde el principio del bombardeo estuvo suministrando, por medio de cada Comisaría, considerables cantidades de pan y otros artículos de primera necesidad para atender a las clases menesterosas.

La simple narración de los hechos inclina al ánimo más prevenido a creer que los responsables de todas las calamidades por las que atravesó la capital de la República, fueron causadas por los transgresores de la ley, no por los que la respetaron; por los rebeldes a un gobierno que el pueblo se había dado para que rigiera sus destinos; por los militares sin disciplina y sin honor que siguen extrañando todavía aquellos tiempos en que el sable y las charreteras daban al individuo una preeminencia social que el viejo dictador colocaba por encima de todos los derechos y prerrogativas del ciudadano; pero que hoy más que nunca esas charreteras y ese sable se han convertido, por la indignidad de quienes las usan, en símbolos de ignominia y de traición, ya que en su mayoría han sido incapaces de comprender la altísima misión que a los soldados les toca desempeñar en el seno de toda sociedad civilizada; pero que sin duda la sabrán desempeñar las nuevas legiones de ciudadanos que hoy han empuñado la bandera de la República, arrebatándosela a quienes quieren subyugar otra vez a nuestro pueblo infortunado para convertirlo en un rebaño de almas.

***

En el duelo entablado en la Ciudad de México por los defensores de la legalidad y los pretorianos de la Ciudadela, no dio el triunfo a los segundos, ni la superioridad militar que no la tenían, ni la fuerza del derecho, porque de él carecían en lo absoluto; el triunfo lo dio un golpe de mano, una traición; de la misma manera que lo da una puñalada por la espalda cuando menos se espera y que la recibimos del amigo íntimo en quien hemos puesto la salvaguarda de nuestras vidas y de nuestros intereses. ¡Y venir el panegirista de Huerta desde la Ciudad de México para sostener en las páginas de uno de los periódicos más serios y honorables de esta gran República, que Madero cayó porque así lo quiso el pueblo y no porque así lo quisieran sus asesinos!

Se equivoca deliberadamente este mismo señor cuando asienta que al saber el pueblo de la metrópoli el atentado de que había sido víctima el Sr. Madero, recorría jubiloso las calles de la Ciudad; pues solo al principio hubo semejantes demostraciones y se debieron exclusivamente a que el pueblo atribuyó los repiques de las campanas a que había triunfado el Gobierno obteniendo la rendición de la Ciudadela y nunca a que se hubiera cometido una traición en la persona de un Presidente a quien el pueblo le debía su libertad. Cuando el verdadero pueblo supo al fin la horrible verdad, era de verse a las masas de hombres y mujeres correr desalentadas por las calles, llorando de rabia y de dolor, impotentes para aliviar la desgraciada situación de su amado Presidente.

***

Se ha dicho con frecuencia que cuando fue hecho prisionero el Sr. Presidente, sacó su pistola e hizo fuego sobre sus aprehensores. Esa verdad es falsa, hasta dónde a mí personalmente me consta y lo averigüé directamente de algunos de los protagonistas, esos dramáticos momentos ocurrieron de esta manera:

Era la una y media de la tarde del día 18 de Febrero; el Sr. Presidente acababa de obtener una victoria moral sobre un grupo de senadores que había ido a manifestarle la conveniencia de que faltara a su deber, entregando las riendas del Gobierno a sus enemigos. En esos momentos se hallaba en un saloncito contiguo al gran Salón de Acuerdos de la Presidencia, acompañado de sus ministros Pino Suárez, Lascuráin, Hernández, Vázquez Tagle, Bonilla y Ernesto Madero. Estaban ausentes los ministros de la Peña y Gurza. Se hallaba también uno o dos de sus ayudantes de Estado Mayor y yo. Se trataba sobre la necesidad de aumentar la cantidad que se había destinado para proporcionar alimentos a la clase pobre mientras durase la lucha en la Capital, cuando intempestivamente penetró a la pequeña estancia el Gral. Jiménez Riveroll, haciéndose acompañar en seguida por el Sr. Presidente a un pasillo en donde le comunicó como cosa urgentísima y de parte de Huerta, que se acababa de recibir la noticia de que el Gral. Rivera, que se acercaba a la capital procedente de Oaxaca, venía rebelado y dispuesto a unirse a los alzados de la Ciudadela, y que para colocar al Presidente en un lugar enteramente seguro, y fuera de todo peligro, era necesario que en seguida lo acompañara para que fuera protegido debidamente. Simultáneamente a esta escena, observé que detrás del Gral. Riveroll comenzaba a penetrar al salón de acuerdos un pelotón compuesto poco más o menos de 25 soldados rasos bien armados.

Como un relámpago cruzó por mi mente la idea de que en esos momentos comenzaba a desarrollarse una escena de traición y sangre, y lancé este grito: ¡Señores, están penetrando soldados y vienen a aprehender al Sr. Madero! - Todos se levantaron instantáneamente a la vez que el Sr. Madero regresaba, viniendo a su lado Riveroll, quien daba muestras del mayor afán de convencer al Primer Magistrado de que debía acompañarlo, llegando hasta ponerle una de sus manos sobre las espaldas, como empujándolo insinuantemente.

Penetra el Sr. Madero al umbral del Salón de Acuerdos con paso acelerado, seguido de Riveroll, Marco Hernández -hermano del ministro Hernández-, de varios ayudantes de su Estado Mayor y de algunos de los que estábamos en el saloncito; se encuentra frente a frente de aquel pelotón de soldados, que ya empezaba a evacuar el Salón obedeciendo órdenes enérgicas de un fiel ayudante, y comprendiendo que Huerta le ha tendido una celada, se detiene y le dice todavía sonriendo a Riveroll que no lo acompañaría y que le diga a Huerta que pase a su presencia para que le imponga de los acontecimientos.

Se inicia entonces un diálogo rapidísimo, seguido de un violento forcejeo y comprendiendo el ejecutor de las órdenes de Huerta que su víctima está por escapársele, detiene a los soldados con voz estentórea: “¡Alto!; media vuelta a la derecha; ¡levanten armas!; ¡apunten!…, y antes de que pudiera dar a los soldados, cuyas armas estaban ya dirigidas hacia nosotros, la terrible orden de hacer fuego, advierto yo en un bravo ayudante que se hallaba inmediatamente delante de mí, un vivo movimiento de su brazo derecho, veo brillar en sus manos el pavoneado cañón de una pistola, lo dirige instantáneamente en la dirección de la sien izquierda del Gral. Riveroll, se escucha una tremenda detonación y el infidente militar recibe su castigo desplomándose en tierra, con el cráneo atravesado por la certera bala de un leal.33

No concluye allí la tragedia; los soldados, quizás por haber creído oír la orden de fuego o por haber adivinado la intención de su jefe, o por la simple inercia, dispararon también sus armas, haciendo retemblar con su múltiple detonación los cristales de las ventanas, agitando los cortinajes y llenando el ambiente de una nube espesa de humo, fuertemente saturado con el olor acre de la pólvora, y entonces el Salón que antes fuera el asiento de deliberaciones serenas y en el que el Presidente y sus ministros celebraban sus consejos sobre las graves cuestiones nacionales, se convirtió en teatro de una espantosa confusión: sobre un charco de sangre yacían juntos los cadáveres de Riveroll y Marcos Hernández y en el extremo opuesto, el del Mayor Izquierdo, segundo jefe del pelotón, que también encontró la muerte en manos de otro leal ayudante, y sobre aquella escena de horror se destacaba, como producto de milagrosas contingencias, la serena y nobel figura del Sr. Presidente, que con los brazos abiertos en Cruz, como un nuevo Cristo sobre la tempestad, avanzaba majestuosamente de cara al peligro, hacia los soldados, a quienes les decía: “¡Calma, muchachos, no tiren!”, hasta llegar a ellos y parapetarse tras de sus propios cuerpos.

De este modo, él pudo ganar la puerta que conducía a la antesala y dirigirse a los salones que dan frente a la Plaza de la Constitución, mientras los soldados, desconcertados por la muerte de sus jefes, se desbandaron, buscando como pudieron una salida.

El Sr. Madero no perdió tiempo, se asomó a uno de los balcones y arengó a las tropas rurales que rodeaban a Palacio, participándoles la asechanza de que estaba siendo víctima. Ellos le contestaron con entusiasmo delirante estar prontos para su defensa y que aguardaban sus órdenes.

Entretanto, todos sus ministros habían abandonado el lugar en que se encontraban, bajando al primer patio por la escalera de Honor y dirigiéndose a la Comandancia Militar, en busca de Huerta, imaginándose que no fuera de éste todo lo que ocurría. Yo bajé por la misma escalera, acompañado por el Vicepresidente, nos dirigimos con rapidez hasta la puerta central de Palacio, en busca del Gral. Blanquet, en cuya fidelidad en esos momentos nadie dudaba, para pedirle el auxilio necesario para la defensa del Sr. Presidente.

Al llegar a su presencia y con la sorpresa que es fácil imaginar, en lugar de cumplir con su deber ordenó nuestro arresto inmediato, desarmándonos y recluyéndonos en el garitón de la derecha de la puerta central mencionada, poniéndonos incomunicados entre sí, con centinelas de vista, quienes recibieron órdenes estrictas.

El Sr. Madero, entretanto, junto con tres o cuatro de sus ayudantes y varios amigos de los más fieles, descendió por el elevador hasta el patio en busca de apoyo en algún cuerpo del Ejército que estuviera cercano, y encontrándose allí formada una parte del 29º. Batallón, que él siempre había reputado como de los más fieles y por haber llenado de consideraciones a su jefe Aureliano Blanquet, a quien había ascendido al grado de General de Brigada, por todo lo cual el mismo Presidente había dispuesto que este jefe se encargara de la custodia de Palacio; con entereza se adelantó hasta las filas, las que al reconocerle le presentaron respetuosamente las armas, y en vibrantes palabras les dijo: “Soldados: se quiere aprehender al Presidente de la República; pero Uds. sabrán defenderme; pues que si estoy aquí, es por la voluntad del pueblo mexicano”.

Al mismo tiempo, desde el centro de Palacio y seguido por varias Compañías de soldados del mismo Batallón, Blanquet se había desprendido a paso largo para venir al encuentro del Sr. Madero, y empuñando aquél en su mano un revólver, avanzó hacia él hasta colocarse a pocos pasos de su persona y le intimó la rendición en estos términos: “Señor Madero, es Ud. mi prisionero”; entonces el Presidente con ademán de indignación profunda y revistiéndose de toda la dignidad que su puesto y sus convicciones le imponían, le contestó con este apóstrofe: “¡Es Ud. un traidor!” Blanquet repitió: “Es Ud. mi prisionero”. El Presidente responde con más virilidad: “¡Es Ud. un traidor!”; pero viendo que ya toda resistencia era inútil, se dejó conducir en seguida hasta la Comandancia Militar, cuyas oficinas están situadas en el mismo patio de Palacio, y en una de las cuales fueron internados el Sr. Presidente y los ministros, con excepción del Sr. Bonilla que logró escaparse y del Sr. Pino Suárez que, como antes dije, estaba en otro lugar.

***

Nada hay más absurdo que sostener, como lo hace el comisionado de Huerta, que la renuncia del Sr. Madero como Presidente de la República fue espontánea y no obra de la fuerza y la violencia. Voy a referir a grandes rasgos en qué condiciones se hallaba el Sr. Madero al tiempo de renunciar.

A las 5 p.m. del mismo día 18, después de una escena dramática desarrollada entre Huerta y sus prisioneros, fueron puestos en completa libertad los ministros del Sr. Madero y a éste se le trasladó a las habitaciones del Intendente del Palacio bajo rigurosa incomunicación, mientras se decidía sobre su suerte.

Sin duda para cerciorarse por sí mismo de que el Vicepresidente también estaba bien preso, a esa misma hora se presentó Huerta en nuestra prisión. Su llegada la anunciaron sus acicates que resonaban en el pavimento de asfalto con la pesadez propia de una persona que va arrastrando los pies porque el alcohol que ha ingerido en su organismo ha privado a sus músculos de la energía suficiente para levantarlos. Llega al umbral de nuestra prisión; escudriña con la mirada todos los rincones, descubre a Pino Suárez de pie en el garitón del centinela que da para la gran Plaza de la Constitución, se informa que yo también estoy allí en un separo adyacente, queda satisfecho y ya para alejarse, pronuncia con voz aguardientosa y bronca y poco inteligible, estas palabras que en sus labios y en aquellos momentos, resonaron en el fondo de nuestras conciencias como una blasfemia: “¡Viva la República!”

Como a las diez y media de la noche, se nos sacó de aquella prisión, así como al Gral. Felipe Ángeles, un pundonoroso y leal soldado que fue Director del Colegio Militar y que había sido aprehendido esa misma tarde. Grande fue nuestra sorpresa al advertir que nos llevaban al lado del Sr. Madero, con quien yo temía no poder volver a hablar jamás.

La misma sorpresa tuvimos al ver llegar al Sr. Gustavo Madero, hermano del Presidente, y al Gral. Delgado, en calidad de prisioneros. Apenas comenzábamos a comunicarnos recíprocamente nuestras impresiones y a considerar la gravedad de nuestra situación, cuando se presentaron varios soldados con orden de trasladar al hermano del Presidente, y a los Grales. Ángeles y Delgado a otros lugares.

Así lo verificaron, dejándonos nada más en aquel departamento al Sr. Presidente, al Sr. Vicepresidente y a mí, y no obstante la necesidad que había de examinar y discutir las probabilidades que hubiera en nuestro favor de que nuestras vidas no corrían peligro, hablamos muy poco sobre el asunto y el Sr. Presidente determinó que nos acostáramos para descansar, lo que efectuamos en seguida, buscando cada uno el mueble que mejor pudiera hacer las veces de cama; pues en aquella estancia no había una sola.

En la puerta de nuestro aposento se hallaban instaladas dobles guardias, ejerciendo estricta vigilancia sobre nosotros. Rendidos por el cansancio causado por una lucha de 10 días, durante los cuales habíamos experimentado toda clase de fatigas y emociones, muy pronto un sueño reparador dio tregua a nuestros morales sufrimientos. Mientras esto acontecía dentro de Palacio, Huerta y Félix Díaz se repartían el producto de su traición, de acuerdo con las cláusulas de un pacto que formularon en la Embajada Americana y que sellaron con un abrazo de alianza y franca amistad en el crimen.

Efectivamente, y mientras el Sr. Presidente quizás soñaba en un amanecer en que la justicia brillaría en todo su esplendor, su hermano Gustavo era conducido a la Ciudadela, en medio de la mofa y el escarnio de los esbirros, y asesinado por la espalda y acosado como un perro, al pie mismo de la estatua del gran Morelos, que un siglo antes había sacrificado su existencia en aras de nuestra emancipación y de nuestra libertad.

Nosotros pasamos la noche sin novedad, ignorantes de esta espantosa tragedia, y sólo advertimos que muy temprano se nos redobló la guardia que nos vigilaba, introduciéndose en nuestros cuartos varios centinelas que se colocaron en cada una de las puertas por las cuales se comunicaban los cuartos entre sí, de modo que no podíamos hacer ningún movimiento que no pudiese ser observado por dichos centinelas. El Sr. Presidente quiso hacer alguna observación; pero era inútil y fue en estas condiciones que se presentó a las ocho de la mañana como comisionado de Huerta el Gral. Juvencio Robles para exigir a los Sres. Madero y Pino Suárez la inmediata renuncia de sus respectivos puestos de Presidente y Vicepresidente de la República.

Para tratar sobre este asunto, el Sr. Madero y dicho general pasaron a la pieza contigua, y fue tal el tono y la forma en que este último cumplió su comisión que equivalía plantear al Sr. Presidente este dilema:

Es Ud. un vencido; el Ejército, que todavía antier era el principal apoyo de Ud. y su Gobierno, lo ha abandonado; está Ud. rodeado por todas partes de enemigos y no hay tiempo ni manera de que alguien intente rescatarlo; su vida en estos instantes depende en lo absoluto de la voluntad de Huerta y Félix Díaz, habiendo sido ya reconocido el primero, de hecho, como jefe de ese Ejército. Ahora bien, vengo a participar a Uds. que, o renuncian a sus respectivas magistraturas, en cuyo caso tendrán la garantía de la vida, o de lo contrario quedarán expuestos a todas las consecuencias. -El Sr. Presidente, con aquel optimismo que jamás lo abandonó, creyó que de buena fe Huerta le mandaba hacer aquella proposición, puesto que habiéndosele reducido a la impotencia y despojado de toda probabilidad de volver a ganar lo perdido, a lo menos por el momento, no necesitaban sus enemigos arrebatarle también la vida, y bajo esa consideración se resolvió a investigar en qué condiciones, además de la renuncia, se le dejaría en libertad, y al efecto manifestó al comisionado que como el asunto se trataba de suma gravedad, deseaba que intervinieran en el arreglo altas personalidades diplomáticas para que así revistiese toda la solemnidad debida y para mejor garantía de su cumplimiento.

Los diplomáticos que propuso al principio fueron los Sres. ministros de Japón y Chile.

Luego que se retiró el Gral. Robles, el Sr. Presidente discutió con nosotros el asunto y al fin fijó sus ideas en el sentido de exigir a su vez a Huerta que la renuncia se haría bajo estas condiciones: 1ª Que se respetaría el orden constitucional de los Estados, debiendo permanecer en sus puestos los gobernadores existentes; 2ª No se molestaría a los amigos del Sr. Madero por motivos políticos; 3ª El mismo Sr. Madero, junto con su hermano Gustavo, el Lic. Pino Suárez y el Gral. Ángeles, todos con sus respectivas familias, serían conducidos esa misma noche del día 19 y en condiciones de completa seguridad, en un tren especial que los llevaría a Veracruz, para embarcarse en seguida al extranjero; y 4ª Los acompañarían en su viaje los ministros del Japón y Chile (más tarde se sustituyó el primero por el ministro de Cuba), quienes recibirían el pliego conteniendo la renuncia del Presidente y del Vicepresidente, a cambio de una carta en que Huerta debería aceptar todas estas proposiciones y ofreciera cumplirlas.

Poco tiempo después se presentó el Sr. Lascuráin, a quien el Presidente impuso de lo anterior, manifestándose el primero lleno de satisfacción al saber que al fin se había encontrado una forma decorosa de concluir el conflicto, retirándose en seguida para encargarse de arreglar lo conducente.

Llegó el mediodía y se nos dijo que la mesa estaba servida, y cuando empezábamos a comer, se presentó de nuevo el Sr. Lascuráin, pero ya no satisfecho como antes, y acompañado del Sr. Ernesto Madero y un cuñado de éste,34 los tres con sus semblantes sombríos, y el último de ellos me llamó aparte con disimulo, para decirme que la noche anterior habían matado a Gustavo Madero en las circunstancias que antes indiqué. Disimulé mi emoción y entonces comprendí por qué los recién llegados traían en sus rostros las huellas de una honda pena; pero los Sres. Madero y Pino Suárez no se dieron cuenta de ello y todos procuramos ocultarles la terrible verdad.

El ministro Lascuráin manifestó piadosamente, con fingida satisfacción, que todo estaba arreglado: que Huerta aceptaba todas las proposiciones del Sr. Madero, en las que estaba inclusa la libertad de su hermano Gustavo, quien desde una noche antes había pasado a la eternidad. Sólo faltaba ahora formular la renuncia, lo que en calidad de borrador verificó en el acto el Sr. Madero, al mismo tiempo que con tranquilidad comía, escribiendo con lápiz en una hoja de papel que colocó al lado de su platillo. Concluida la operación, Pino Suárez manifestó con altivez no estar conforme con la razón que se daba como causa de las renuncias y pretendía que se hiciera constar que lo hacían obligados por la fuerza de las armas. Los intermediarios, que se daban cuenta exacta del verdadero e inminente peligro que estaban corriendo la vida de ambos magistrados, lo persuadieron con tacto de lo inconveniente que sería redactar ese documento en los términos en que lo deseaba Pino Suárez, y al fin se puso como causa la idea general que contiene esta frase: “Obligados por las circunstancias…”.

Los ministros presentes pasaron en limpio el borrador, y una vez examinado de nuevo y aprobado, salieron presurosos para ir a mostrarlo a Huerta, guardándose el borrador original el Sr. Lascuráin.

La diligencia empleada por este Señor en todo este asunto, se debía a que más que ninguno, estaba presenciando y sufriendo a toda hora la terrible presión de los enemigos, siendo él el verdadero intermediario entre ellos y el señor Madero, y tenía la convicción de que, si no obtenía la renuncia de éste en un término perentorio, le arrebatarían la vida al Presidente, como se la habían arrebatado ya a Gustavo Madero y a otras personas adictas a su administración. De allí que pronto regresara nuevamente para llevarse aquel anhelado documento, modificando así el propósito original del señor Madero. En cambio, trajo la novedad que, como prueba de la buena fe con que se quería conducir Huerta, comenzaba a cumplir una de las condiciones estipuladas, poniéndome a mí y a los cuñados de Pino Suárez, según orden que por escrito nos mostró el señor Lascuráin, en absoluta libertad.

Una o dos horas más tarde la Cámara de Diputados entraba en sesión en las condiciones más contrarias para la libre acción de sus miembros y no fue difícil obligar al Sr. Lascuráin a presentarse en ella para dar cuenta con las renuncias. En las afueras del edificio, en lugares apropiados para que no fuese visible la maniobra, se habían apostado fuerzas competentes, por órdenes de Huerta, listas para obligar por la fuerza a los diputados a admitir de plano dichas renuncias y a declarar Presidente Provisional, por ministerio de la ley, al ministro de Relaciones. A obligar en seguida a éste, en su efímero itinerato de horas, a nombrar Ministro de Gobernación a Huerta, a renunciar in continenti la Presidencia para que ésta en definitiva fuera a recaer en la persona de Huerta, también por ministerio de la ley, obligando por último a la Cámara a hacer la declaración respectiva.

Todo esto ocurría entre 6 y media y 8 de la noche, entre tanto que los Sres. Madero y Pino Suárez, sin sospechar lo que allá pasaba, daban en su prisión sus últimas disposiciones, antes de que fueran conducidos a la estación del F. Carril, según estaba convenido, y creyendo que ya no sobrevendría ninguna otra complicación; pero habiendo llegado a su conocimiento a última hora que Lascuráin se había dirigido a la Cámara sin obtener previamente la carta en que Huerta aceptara las condiciones que antes habían enumerado, pretendió el Sr. Madero que su hermano Ernesto o cualquier otro amigo corriese a alcanzar a Lascuráin para que cuando menos no renunciara éste a su puesto de Presidente interino, ni nombrara a Huerta Ministro de Gobernación, que era una parte del plan que los enemigos tenían para que este militar llegara a hacerse cargo del Ejecutivo, hasta que todos estuvieran enteramente a salvo en las aguas del Golfo. Poco tiempo después regresó Ernesto Madero para informar a D. Francisco que ya no pudo hacer nada, que todo estaba consumado y que ya Huerta era Presidente de la República.

El Sr. Madero comprendió entonces que se le había tendido un nuevo lazo y comenzó a darse cuenta, en esta vez seriamente, de que sus enemigos eran implacables y a temer por su vida y por la de su compañero Pino Suárez. El Sr. Lascuráin no era el hombre a quien se pudiera exigir actos de suprema energía como los que era menester ejecutar para poder cumplir los deseos del Sr. Madero.

El Ministro de Relaciones sucumbió a la fuerza de las circunstancias, aunque es responsable en buena parte, como lo son varios de los miembros del gabinete del Sr. Madero, de haber contribuido a amontonarlas, todo por su falta de entusiasmo y de convicciones en favor de las libertades del pueblo.

Declarado Huerta Presidente de la República, éste no se preocupó más de las promesas hechas al Sr. Madero; antes bien nombró inmediatamente su gabinete, convocó a los ministros que había elegido de acuerdo con Félix Díaz, y allí se decidió la suerte de aquel hombre que habrán de admirar y bendecir las generaciones futuras.

Dos días después se consumó el gran crimen que llevó a las víctimas a la inmortalidad y a sus verdugos a la execración universal.

Si el Sr. Madero hubiera sospechado, siquiera por un momento, que lo que sus enemigos necesitaban era su vida, jamás habría renunciado a un puesto que la soberana voluntad del pueblo le había conferido; los que pudimos apreciar todo su temple de alma, sabemos que habría muerto heroicamente, con la dignidad de un patricio, y defendiendo hasta el último momento la bandera de la legalidad y los derechos del pueblo mexicano.

Federico González Garza.

Ex gobernador del Distrito Federal,

bajo la Administración del Sr. Francisco I. Madero.

Nueva York, 4 de Julio de 1913.35

Consideración final

La admiración, el cariño y la gratitud del autor del relato hacia Madero, no demeritan el valor testimonial del mismo, pues, aunque transido de tintes apologéticos, constituye, un documento de primera mano para acercarnos no sólo a los acontecimientos, sino a los detalles que los rodeaban. Por otro lado, esos detalles confirman que las narraciones de otros autores que no estuvieron tan cerca de los acontecimientos no caen en estereotipos -la ingenuidad de Madero, la perversidad de Huerta, la deslealtad de algunos de sus ministros, la injerencia de Lane Wilson, etc.- sino que más bien los reproducen tal como se vivieron. Es una suerte poder aproximarse a lo sucedido a través de un documento redactado en fecha tan cercana por quien fue, junto con Madero, uno de los desafortunados protagonistas.

Archivos

Archivo Histórico de la Arquidiócesis de México (AHAM).

Centro de Estudios de Historia de México Carso (CEHM).

Prensa

El Imparcial, 23 de marzo de 1913.

Fuente editada

Anónimo, De cómo vino Huerta y cómo se fue. Apuntes para la historia de un régimen militar. Del cuartelazo a la disolución de las cámaras, Ciudad de México, Librería General, 1914.

Referencias

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Flores, Óscar, El gobierno de su majestad Alfonso XIII ante la Revolución mexicana. Oligarquía española y contrarrevolución en México, 1909-1920, Monterrey, Senado de la República-Universidad de Monterrey, 2001. [ Links ]

González Garza, Federico, La Revolución mexicana. Mi contribución político-literaria, Ciudad de México, A. Del Bosque Impresor, 1936. [ Links ]

Guzmán, Martín Luis, Muertes históricas. Febrero de 1913, Ciudad de México, Joaquín Mortiz, 2013. [ Links ]

Márquez Sterling, Manuel, Los últimos días del presidente Madero (mi gestión diplomática en México), La Habana, Imprenta El Siglo XX, 1917. [ Links ]

Meyer, Michael C., Huerta: un retrato político, Ciudad de México, Domés, 1983. [ Links ]

Prida, Ramón, La culpa de Lane Wilson, embajador de los E.U.A., en la Tragedia Mexicana de 1913, Ciudad de México, Ediciones Botas, 1962. [ Links ]

Saborit, Antonio, Febrero de Caín y de metralla. La Decena Trágica. Una antología, Ciudad de México, Ediciones cal y arena, 2013. [ Links ]

Silva Herzog, Jesús, Breve historia de la Revolución Mexicana, vol. ii: La etapa constitucionalista y la lucha de facciones, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1960. [ Links ]

1Federico González Garza (1876-1951) fue un político antirreeleccionista, hombre de confianza de don Francisco I. Madero, quien lo nombró primero subsecretario de Gobernación y después gobernador del Distrito Federal.

2Emeterio de la Garza (1873-1928) fue diputado federal durante varios periodos en el régimen porfirista. Con Victoriano Huerta, sirvió en el servicio diplomático y se destacó como conferencista.

3El artículo se titulaba: “Huerta’s spokesman tells problems that face Mexico”.

4Véase González Garza, La Revolución mexicana, p. 385.

5Véase Anónimo, De cómo vino Huerta y cómo se fue, pp. 37-45.

6González Garza, La Revolución mexicana.

7Véanse Arenas, Radiografía del cuartelazo, pp. 135-146; Guzmán, Muertes históricas…, pp. 105-106.

8Carta de los obispos José Mora y del Río, Eulogio Gillow, Francisco Orozco y Jiménez, Leopoldo Ruiz y Flores, Jesús María Echevarría y José Othón Núñez a los dirigentes del Partido Católico Nacional, febrero 6 de 1913, Archivo Histórico de la Arquidiócesis de México, fondo episcopal: José Mora y del Río, caja 88, expediente 17, ff. 2 y 3.

9En su obra sobre el fin trágico del régimen maderista, el ministro de Cuba en México, Manuel Márquez Sterling, asegura que Reyes, Díaz y Mondragón sí habían entrado en contacto con Huerta, pero éste se había separado de la conjuración, pues pretendía quedar como presidente, mientras que el resto de los conjurados optaban por Reyes (Márquez, Los últimos días del presidente Madero, p. 359).

10Guzmán, Muertes históricas…, pp. 114-120.

11Ibíd., p. 114.

12Ibíd., p. 119.

13Ibíd., p. 86.

14 Márquez, Los últimos días…, p. 380.

15 Prida, La culpa de Lane Wilson…, p. 72.

16Ibíd., p. 62.

17Ibíd., p. 111.

18Véase Márquez, Los últimos días…, pp. 419-420.

19 Flores, El gobierno de su majestad Alfonso XIII…, p. 108.

20Guzmán, Muertes históricas…, p. 85.

21Márquez, Los últimos días…, p. 423.

22Ibíd., p. 515.

23Ibíd., p. 500.

24Ibíd., pp. 562-566.

25El Imparcial, 23 de marzo de 1913, p. 1.

26La renuncia del presidente en la cámara de diputados fue aceptada por 123 votos a favor y 5 en contra.

27No está probado que Huerta los haya mandado matar, pero difícilmente se puede creer que se les hubiera ultimado sin su anuencia. Una prueba indirecta es el comunicado oficial en el que se inventó un supuesto intercambio de disparos con partidarios de Madero que buscaban rescatarlo. El rural Francisco Cárdenas, hombre que asesinó a Madero, le contó al poeta José Santos Chocano que recibió la orden directamente de Aureliano Blanquet (Saborit, Febrero de Caín y de metralla…).

28Una visión contrastante de Huerta, no necesariamente apologética, y académicamente bien trabajada, se encuentra en Meyer, Huerta: un retrato político.

29 Silva Herzog, Breve historia de la Revolución Mexicana…, p. 7.

30 Guzmán, Muertes históricas…, p. 153.

31 Saborit, Febrero de Caín y de metralla…, p. 573.

32Rubio Navarrete escribió, años después, un relato pormenorizado en el que explica cuáles fueron las circunstancias que impidieron tomar la Ciudadela.

33En su relato corregido, que presenta el autor en su libro publicado en 1936, asienta que este soldado fue Gustavo Garmendia, miembro del Estado Mayor presidencial (González Garza, La Revolución mexicana, p. 406).

34En su relato corregido de 1936, González Garza señala que también se encontraba en esa reunión el ministro de Chile: Hevia Riquelme (González Garza, La Revolución mexicana, p. 411).

35Reseña histórica de Federico González Garza, en la que refuta el artículo de Emeterio de la Garza “Huerta’s spokesman tells problems that face Mexico”, Centro de Estudios de Historia de México Carso (cehm), Archivo Federico González Garza 1889-1920 (fondo cmxv), legajo 2974, carpeta 30, documento 1.

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