Esta obra de carácter colectivo reúne los resultados de un conjunto de investigaciones, realizadas por un destacado equipo académico, en torno a las violaciones a los Derechos Humanos perpetradas en contra de militantes de organizaciones políticas de izquierda, durante la última dictadura argentina (1976-1983). Estos hechos tuvieron su núcleo en el recinto de la Escuela de Suboficiales de Mecánica de la Armada (ESMA), en la ciudad de Buenos Aires, que llegó a albergar a cerca de cinco mil prisioneros e integró una amplia red de centros de reclusión política.
Las directoras de la obra señalan, sin embargo, que su propósito no es el de presentar una historia integral de la ESMA, asunto tal vez inabarcable dada la magnitud del horror ahí experimentado por las víctimas, sino, más bien, dilucidar cuál era el proyecto que los militares pretendieron levantar a partir de ésta; en particular, ¿cómo se relacionaron el proyecto político y la acción represiva? ¿de qué manera robaron las propiedades de las y los desaparecidos y cuál fue el destino de ese botín? 2De este modo, para Franco y Feld, la violencia represiva debe ser entendida como un instrumento habitual de gobierno; así el terrorismo de Estado formó parte de una lógica que recorre buena parte del siglo xx argentino, sobre todo desde 1955.
Si bien el recinto de detención en que se centran las investigaciones presentadas resultó paradigmático respecto de la lucha contra la “subversión”, todos los hechos ocurridos en él forman parte de un universo más amplio de prácticas “legalizadas y públicas”, 2destinadas a aniquilar a los opositores al régimen de facto instaurado, desde luego, mediante la prisión política, el exilio, la censura, la intimidación psicológica y la “reeducación” de las y los prisioneros.
A modo de introducción, el primer capítulo de este trabajo, “Una breve historia del centro clandestino”, a cargo de Hernán Confino y Marina Franco, se centra en trazar la trayectoria del recinto, tradicionalmente destinado a la formación de mandos intermedios especializados de la marina, para asumir el carácter de centro de detención ilegal desde 1976, a partir de las definiciones establecidas en el Plan de Capacidades Internas de la Armada Argentina durante el año previo. A este respecto, especifican que las políticas de lucha contrainsurgente se efectuaron de manera descentralizada y carecieron de un mando único dentro del conjunto de las ramas militares.
Desde estos argumentos, los autores desentrañan una trama más amplia y profunda que se relaciona no sólo con una aproximación a la violencia experimentada por sus víctimas, asunto de suyo complejo, sino que la vinculan con el proyecto de poder levantado por Emilio Eduardo Massera, integrante de la junta militar hasta su retiro en 1978, quien aspiró a emerger como figura de continuidad del régimen una vez reestablecido el orden democrático a través de la creación de un movimiento político, mediante el despliegue de un importante dispositivo periodístico estructurado con el objetivo de proyectar su imagen ante la ciudadanía.
El segundo acápite, “El poder en las sombras: el grupo de tareas de la ESMA”, a cargo de Valentina Salvi, focaliza en el análisis de la unidad militar que tuvo su asiento en el recinto clandestino y el modo en que ésta, bajo el amparo de Massera y en el marco de las tensiones existentes entre la Armada y el Ejército, se transformó en un verdadero e impune poder fáctico dentro del aparato represivo estatal. La autora entrega un detalle pormenorizado de su estructura, a fin de explicar la magnitud de su ámbito de acción y destacando la condición que el Grupo de Tareas (GT 3.3) poseía una doble dependencia tanto de la Dirección de Instrucción Naval como del Comando de Operaciones Navales, mientras su línea de mando describía una perfecta pirámide de autoridad. Respecto de los recursos materiales, el GT contaba con diversos medios operativos e instrumentos de tortura, incluso con una droga anti cianuro para evitar el suicidio de los capturados.
Salvi plantea la existencia de procedimientos rutinarios de tortura que pretendió configurar una suerte de “violencia aséptica” que hacía posible que el personal destinado a tales actos se observara como “simple personal técnico”, práctica que implica la transposición del concepto de “banalidad del mal” propuesto por Hannah Arendt aplicado a los crímenes perpetrados por el nacionalsocialismo alemán. De igual modo, destaca la existencia de un conjunto de eufemismos, destinados a normalizar la violencia, referidos a delitos como secuestro, tortura y desaparición, por ejemplo. Hacia 1976, el mando del GT asumió una determinación que lo hizo adquirir una mayor influencia, al monopolizar el vasto acervo de información que era capaz de generar y sistematizar, producto de sus crímenes, respecto de las organizaciones insurgentes, relevándose, en ese sentido el rol de su jefe de inteligencia, Jorge “Tigre “Acosta.
Dentro de ese proceso, el acceso a las finanzas de Montoneros otorgó prestigio y reconocimiento al GT dentro de la dictadura, produciéndose, a su vez, una ruptura definitiva con el SIN y asumiendo la conducción de las operaciones de “guerra psicológica” destinadas a generar adhesión e intimidación en la ciudadanía hacia el régimen e infiltrar organizaciones sociales para asegurar su control. La autora destaca que la hegemonía alcanzada por los oficiales de la ESMA llegó a tal extremo, que no sólo algunos de ellos realizaron charlas sobre su “experiencia” en otras unidades de la Armada, sino que hasta este recinto fueron llevados los teletipos de la Cancillería debido a las mayores competencias de su personal para realizar seguimiento de acciones de contrapropaganda frente a las denuncias en contra de la dictadura militar argentina efectuadas en Europa. No obstante, una de las prácticas represivas a los que sometieron a los prisioneros en la ESMA fue el intento de modificar su subjetividad para transformarlos en personas adictas al régimen a partir de la coerción, la violencia y la intimidación.
Por su parte, el tercer capítulo de esta obra, “Un nivel superior de aniquilamiento: el 'proceso de recuperación'”, a cargo de Claudia Feld, se enfoca en las prácticas perpetradas por las oficiales navales destinadas al aniquilamiento físico y moral de los detenidos, así como la implementación de un conjunto de dispositivos destinados a su docilización mediante el quebrantamiento de su voluntad. Este fue uno de los objetivos que trazó para la ESMA Jorge Acosta, a cargo de su dirección entre los años 1976 a 1979, cuya primordial característica fue la permanente coexistencia de las personas con “la muerte, la violencia y la producción de vínculos perversos con sus captores”, con los más sofisticados métodos de destrucción.
De este modo recintos como el “casino de oficiales”, “la pecera” y el “sótano” resultaron ser los lugares comunes del horror, aquellos en donde los prisioneros bajo vigilancia constante fueron forzados a cumplir las llamadas “labores manuales especializadas”, como la falsificación de documentos mientras en espacios próximos se practicaba la tortura, configurando un dantesco cuadro en donde la violencia física y psicológica adquirieron un carácter cotidiano y sistemático. Es este el período en el que recrudecen las desapariciones de prisioneros y, a su vez, se propagaron diversas operaciones de desinformación a fin de encubrir sus crímenes.
Dentro de la perversión en los vínculos implementados en este centro de detención, se encontraba la asignación de un responsable para cada prisionera, relación que implicaba, según plantea la autora, su permanente control, el someterla eventualmente a abusos sexuales e, incluso, a visitar a sus parientes bajo la compañía de su captor cuando se hacía acreedora de esta “garantía”, práctica que ejemplifica la manifestación llamada “tortura permanente” como han denunciado las víctimas. Claudia Feld señala que la fase superior de este conjunto de procedimientos era, según lo planteaba el propio Acosta, “la reconversión de enemigos” en agentes de inteligencia, proceso que no era otra cosa que extraer el potencial intelectual de las y los cautivos al hacerlo funcionar con las tareas de represión e inteligencia, alcanzando el óptimo de terror que se ejercía mediante el pleno sometimiento de las víctimas.
Por su parte, en el cuarto capítulo: “Solidaridades y tensiones”, Rodrigo González Tizón y Gabriela Messina, se enfocan en la reconstrucción de los vínculos y en las solidaridades construidas por las y los cautivos, en tanto pulsión de nuestra irrenunciable condición humana a pesar del horror experimentado dentro del recinto clandestino. De acuerdo con González y Messina, su carácter “complejo y contradictorio”, 6debe ser comprendido dentro del adverso contexto en que tuvieron lugar, y se desarrollaron en el marco del violento amedrentamiento al que fueron sometidos, mismo que significó, para sus víctimas, la posibilidad de mantenerse un tiempo más con vida.
A este respecto, en este acápite se describen algunos tipos de actitudes propias de la naturaleza de las relaciones establecidas entre los recluidos: la solidaridad, la desconfianza, las ambigüedades, así como los cambios y persistencias. Mientras la solidaridad se presenta como un modo de sobrellevar el espanto cotidiano a partir de mínimos, pero elocuentes gestos. La desconfianza se impone como actitud fundada en la entrega de información, en la delación de los cercanos derivada de las graves torturas infringidas por los captores.
Los testimonios presentados refieren la existencia de un ambiente de disociación creado de manera intencional por la dirección de la ESMA, cuyo objetivo era tensionar las relaciones entre las víctimas e instalar la idea de que era posible la sobrevivencia. Una de sus prácticas deliberadas fue la de otorgar mínimas garantías para unos y violentos castigos para otros, situación que evolucionó de manera constante y atomizó progresivamente los vínculos al agudizar el terror psicológico al que se sometía a los prisioneros.
El quinto título de este libro: “De la rapiña a los millones: el robo de bienes en la ESMA”, de la autoría de Hernán Confino y Marina Franco, se enfoca en el panorama del sistemático expolio del patrimonio material de las personas recluidas y de sus familiares, que configuró un amplio fraude financiero cuyo propósito era no sólo apropiarse de los recursos de las organizaciones políticas insurgentes, conteniendo su accionar, sino ser apropiado por los captores como parte de un verdadero botín de guerra en tanto segunda etapa del proceso represivo.
A fin de consumar estos ilícitos, los oficiales navales utilizaron a los cautivos como mano de obra forzada para falsificar diversos documentos que les facilitaran el arrebato de diversos bienes de los detenidos y sus familias. Lo anterior fue posible, asimismo, gracias a la participación de una trama civil que, actuando en complicidad, se benefició de las estafas. Por su parte, militantes peronistas como Carlos Bartolomé fueron utilizados para crear materiales audiovisuales de propaganda nacionalista, aun cuando era prisionero en la ESMA. Además, la desposesión forzada de bienes fue incluso más allá e implicó la apropiación, por parte de integrantes de las fuerzas represivas, de predios rurales de considerable extensión, así como la constitución de empresas destinadas a la operación de casinos, por ejemplo, conformando una amplia trama liderada por Massera, Acosta y los mandos del GT.
En el sexto capítulo “El lugar sin límites. El centro clandestino fuera de la ESMA”, Claudia Feld dedica una dimensión al “proceso de recuperación” al que fueron sometidas las víctimas, el cual implicó mantener su condición de rehén fuera del recinto de detención, mediante la vigilancia de uno de sus captores. Este procedimiento, que representa un caso extremo de intimidación, se apoyaba en la intención de demostrar que los prisioneros se mantenían con vida desacreditando las múltiples denuncias realizadas en contra de la dictadura por desaparición forzada de personas. Su puesta en práctica implicó, además, la extensión del “universo concentratorio” a las familias que, al recibir la visita de víctimas y captores, quedaban impedidas de realizar denuncias como un modo de resguardar a su ser querido cautivo.
Para su ejecución, se dispuso de algunos recintos como casas-quintas con el objetivo de congregar a los prisioneros y familiares con sus captores, bajo una atmósfera de tensa cordialidad. Por otra parte, los cautivos fueron en ocasiones trasladados varios cientos de kilómetros incluso para delatar a sus compañeros o para identificarlos cuando pretendían ingresar clandestinamente a través de pasos fronterizos.
La intención de manipular a las víctimas incluía una transformación de su subjetividad, especialmente en el caso de las mujeres quienes debían vestirse y maquillarse “como señoras”, siendo exhibidas como “trofeos de guerra” en sus ciudades de origen, con una vida social que amplió la reclusión de éstas a otros espacios, causándoles graves perjuicios psicológicos y sociales. Otra manifestación de esta estrategia fue el régimen de “libertad vigilada” que implicó la supervisión constante e intimidación de sus entornos familiares, práctica que alcanzó el paroxismo cuando tres secuestradas fueron trasladadas a París para desempeñarse en un centro piloto de la Cancillería argentina destinado a desarrollar acciones de contrapropaganda para falsificar documentos utilizados en el enriquecimiento ilegal de altos oficiales navales. Finalmente, en las conclusiones, las directoras de esta publicación, Marina Franco y Claudia Feld, plantean que las políticas represivas consideraron a la prisión política como una condición clave y ampliamente extendida durante la dictadura militar en Argentina, y que la ESMA constituyó un caso singular dentro de ella, pues no sólo dependió directamente de Massera, también la existencia del recinto se prolongó durante toda la dictadura y los crímenes ahí perpetrados fueron permanentemente denunciados a nivel nacional e internacional. Todo lo anterior se da en el marco de la existencia de un aparato represor, el GT, que disfrutó de una amplia autonomía en su actuar, pero también de aquello que las autoras señalan como la retroalimentación entre la función represiva y su aprovechamiento como base de poder, hecho que se une de modo indisoluble a la figura particular de Emilio Eduardo Massera que le imprimió no sólo un carácter criminal al conjunto del actuar de este centro, sino observó en él un punto de partida para disputar la hegemonía política a sus pares de la junta de gobierno.
Por otra parte, la ESMA ejemplifica de modo simultáneo la acción de la justicia por imponer la verdad y sancionar a los responsables de crímenes de lesa humanidad, como también la impunidad en la que quedaron parte de los crímenes ahí ocurridos y sus autores, transformándose de manera indudable en un símbolo de la dictadura militar, que desde 2015 es un Museo de Sitio; esta obra, no es solamente una aproximación historiográfica de su dramática trayectoria, sino parte del deber de memoria del horror perpetrado por los regímenes inspirados en la Doctrina de la Seguridad Nacional en nuestro continente.