Introducción
Hace exactamente 40 años, en 1983, la revista Punto de Vista publicó un texto de Carlos Real de Azúa titulado “Los males latinoamericanos y su clave. Etapas de una reflexión”.1 En el mismo, el autor argumenta que la agenda propuesta por la noción de “subdesarrollo” en la década de 1950 había reavivado una serie de interpretaciones sobre los males de la región y la búsqueda de paliativos para éstos. Al referir un género “bastante copioso y continuado” del ensayo latinoamericano destinado a pensar esos males, proponía una serie de ejes interpretativos para organizar esos textos expresados en los subtítulos del artículo, entre ellos: “Rémoras y lastres”, “El peso de una maldición”, “El tema de la culpa”, “La inversión de la culpa”, “La teoría de la conjura” e “Historia esotérica”. La lectura de esta contribución sigue siendo sugerente ya que permite dar cuenta de un inventario de tópicos que se han reiterado y replicado en distintos registros escritos, como crónicas, ensayos de interpretación pesimista, libros de revisión histórica, entre otros.
Con otros acentos, estos temas asumieron relevancia en el marco de los estudios culturales de las décadas comprendidas entre 1980 y los años 2000. Algunas contribuciones que apostaron a claves de análisis foucaultianos -o a cierta recepción de Foucault-, comenzaron a estudiar textos de ficción e intervención intelectual y a pensar cómo las elites latinoamericanas de fines del siglo XIX, preocupadas por el control social y la nacionalización ciudadana, crearon dispositivos de disciplinamiento social y corporal y cómo el uso de metáforas médicas en los discursos de políticos, escritores, higienistas, juristas y criminólogos tiñeron las formas de comprender a los países latinoamericanos como constitutivamente enfermos. Entre estos textos destacan los aportes de Hugo Vezzeti -autor pionero sobre estas temáticas-,2 Jorge Salessi,3 Michael Arona,4 Gabriela Nouzeilles,5 Kristin Ruggiero,6 Edmundo Paz Soldán, entre otros.7 Los aportes inscriptos en estas tendencias hicieron foco en cómo se pensó, a fines del siglo XIX, a las naciones latinoamericanas como cuerpos enfermos sobre los que habría que aplicar terapéuticas sociales desde coordenadas de elites consideradas positivistas.
Ampliando el foco de estudio y sin circunscribir el corpus que aquí utilizo a los textos asociados al positivismo y sus declinaciones latinoamericanas -o a los exponentes de la “cultura científica”-8 en este artículo, realizo un análisis sobre las intervenciones intelectuales sobre América Latina como un espacio geográfico original y estructuralmente enfermo y sin posibilidades de sanar, para dar cuenta de cómo fue -y es- recurrente pensar las crisis y los descalabros que acompasan su historia en el marco de esta matriz interpretativa. Ofrezco una interpretación sobre intervenciones de figuras letradas latinoamericanas que entre fines del siglo XIX y la década de 1920 recurrieron a la imagen de enfermedad -y otras nociones médicas asociadas- para explicar los destinos trágicos de la región y conformar así un repertorio de ideas que parece destinado a perdurar. He focalizado la atención en dos momentos que considero densos en lo que a surgimiento de repertorios de ideas, imágenes y metáforas se refiere: por un lado, la guerra de 1898 entre España y Estados Unidos y el imperialismo europeo como telón de fondo; por otro, la Gran Guerra y sus efectos, en superposición con el clima de los centenarios latinoamericanos (1910-1924), la Revolución Mexicana (1910) y la Reforma Universitaria (1918), que comenzó en Argentina mas tuvo ecos en otros países latinoamericanos. Este último momento coincidió con la epidemia de gripe de 1918, circunstancia que, posiblemente, operó como elemento de reactivación del tópico de la enfermedad como clave interpretativa de las derivas latinoamericanas.
Por lo tanto, como argumento general, sostengo que es factible organizar un corpus de textos producidos en distintos países latinoamericanos entre el siglo XIX y las décadas iniciales del XIX que ha conformado un repertorio interpretativo que opera como matriz -no necesariamente rígida- para caracterizar la región latinoamericana y asociar sus destinos a nociones como enfermedad, condena, imposibilidad y fracaso. He atendido a registros que se refieren a las enfermedades en sentido literal y metafórico con el objetivo de mostrar cómo se imbricaban nociones como enfermedad-conquistacolonización y enfermedad-imperialismo-decadencia europea.
“Nuestra América enferma”
En 1877, desde Guatemala, el cubano José Martí le escribía a Manuel Mercado:
Yo vengo lleno de amor a estas tierras y a estas gentes, y si no desbordo de mí cuantos las amo, es porque no me lo tengan a servilismo y a lisonja. Estos son mis aires y mis pueblos. Si no hay muchas inteligencias desolladas, a animarlas vengo, no a avergonzarlas ni a herirlas. Ni me place oír decir a los extraños a los verdaderamente extraños por su espíritu acerbo de aversión, que nuestra América enferma carece de las ardientes inteligencias que le sobran.9
La cita presenta una ambigüedad constitutiva que replica en la de varios pensadores latinoamericanos aquí presentados: por un lado, se describe a la América de habla hispana como “nuestra América enferma” -atribuyendo a un difuso “los otros” esa caracterización-, pero por otro, se hace referencia a las potencialidades de la región.10
Cuando Martí escribió esa sentencia, la noción de la América de habla hispana como un espacio enfermo contaba con una extensa tradición de reflexiones que explicaban los males de las excolonias españolas señalando distintas enfermedades o patologías consideradas estructurales. Así, la noción de enfermedad se utilizaba en términos literales y metafóricos. Con la primera finalidad, por ejemplo, se señalaba cómo desde los procesos de conquista y colonización las enfermedades -viruela, sarampión, peste bubónica, gripe, tifus, y otras- habían sido claves para la sumisión de los pueblos originarios americanos frente a los europeos y sus intenciones coloniales. A partir de estas sentencias, se sostenía que desde la llegada de Colón a territorios americanos los pueblos originarios comenzaron una larga experiencia en la cual fueron vencidos, conquistados y colonizados. Estos procesos, de hecho, se han analizado en las últimas décadas como “conquista biológica”11 y se ha interpretado que las naciones americanas, surgidas cuando se emanciparon de España, no podían torcer su rumbo porque contaban con esta marca de nacimiento que acompasaba sus destinos. De este modo, esa sumisión originaria de los cuerpos por parte de una supuesta superioridad europea que contaba entre sus armas a las enfermedades parecía ser constitutiva de las debilidades de una parte del continente para forjar sus destinos históricos.
En términos metafóricos, a lo largo del siglo XIX, la noción de enfermedad como característica intrínseca de la América de habla hispana adquirió fuerza en la obra de varios pensadores que comenzaron a definir un inventario de lo que se denominó “enfermedades americanas”. Así, por ejemplo, Domingo Faustino Sarmiento, consideró que la enfermedad originaria de las excolonias era la necesidad constante de hacer “revoluciones”, de generar luchas facciosas y enfrentamientos fratricidas. De este modo, la revolución como enfermedad política era el síntoma más representativo de los vicios de la llamada “política criolla” -considerada atávica y viciada- que no permitía que el orden deseado por las nuevas repúblicas llegara a concretarse.12
Pero no solamente la vida política estaba enferma, los pueblos eran también considerados portadores de patologías que imposibilitaban el surgimiento de sociedades civiles “modernas”. Así lo postuló, por ejemplo, Juan Espinosa -pensador nacido en Uruguay que participó en las luchas de la independencia contra España y luego desarrolló su trayectoria en Perú- en su Diccionario republicano, publicado en Lima en 1856. En esta obra se encuentra una entrada específica para la voz “Desidia”:
Enfermedad americana, común a todos los pueblos cálidos, en los que la tierra da espontáneamente el fruto sin necesitar de mucho cultivo. La desidia es opuesta a la actividad. El retrato de la desidia lo tenemos en el lépero de Méjico, en el roto de Chile, en los vagos, ociosos y mendigos de todas partes; en el marqués que nació rico y hoy está pobre, en el militar que después de sus campañas, no teniendo en qué ocuparse, se entrega a los vicios, pasa su vida en la crápula y muere en el hospital; y por último, en el pueblo que se deja dominar por cuatro pillos que lo explotan, lo vejan, lo oprimen y le arrebatan todos sus derechos con la facilidad que se despluma una gallina muerta: la desidia lo mató, los zorros lo pelan y se lo comen.13
En esta definición, las sociedades latinoamericanas, sin distinción de grupo social, eran consideradas enfermas. Con estos ejemplos, simplemente quiero señalar que en el pensamiento decimonónico generado en América Latina, las metáforas asociadas con la enfermedad eran utilizadas para explicar las demoras de la consolidación de órdenes políticos y sociales que publicistas y letrados consideraban las metas a las que estas naciones debían aspirar.
El diagnóstico de las enfermedades americanas no hizo más que consolidarse y adquirir nuevos vocabularios al calor del cientificismo finisecular. He mostrado en otros trabajos que, en un período que se extiende entre 1889 y 1905, aproximadamente, cristalizaron repertorios de ideas e imágenes para pensar, por ejemplo, las tensiones geopolíticas y culturales sintetizadas en las expresiones “latinidad” y “yanquismo” y que voces como las de Rubén Darío y Paul Groussac fueron centrales para organizarlos.14 Junto con estas expresiones de carácter culturalista, obras consideradas parte de una tendencia de ensayos cientificistas encontraban en la guerra explicaciones para argumentar sobre la decadencia de España y la latinidad y el éxito del sajonismo en clave racialista. En un clima de “cultura científica” -como la ha descrito Oscar Terán- convergían vocabularios provenientes del evolucionismo biológico y social (Charles Darwin y Herbert Spencer), las teorías deterministas (Hippolyte Taine), la criminología positivista italiana (Cesare Lombroso, Enrico Ferri, Rafaele Garófalo), el monismo materialista (Ernst Haeckel) y las teorías sociales que ponían el énfasis en la combinación de lo social y lo psíquico (Gustave Le Bon, Gabriel Tarde), entre otras.15
Las lecturas, apropiaciones y usos de estos referentes decantaron en repertorios de ideas en los que conceptos como progreso, evolución, raza, lucha por la vida, selección natural, organismo social, enfermedad social, leyes, estadios humanos inferiores y superiores, determinación biológica y afines, convivían en las obras de diferentes intelectuales que pretendían dar cuenta de (y operar sobre) fenómenos sociales, políticos, culturales y económicos complejos por medio de explicaciones causales, deterministas y monistas. De este modo, la “ciencia”, en un sentido amplio del término, fue utilizada como dadora de legitimidad de discursos y representaciones y la medicalización de los discursos se extendió a la par que se proponían terapéuticas sociales.
La guerra de 1898 había dejado a España sin sus últimas posesiones coloniales, por un lado y, en paralelo, mostraba a los Estados Unidos como una nación con intenciones de tener una hegemonía en el continente americano. En este contexto varios intelectuales entonaron discursos que se han caracterizado como parte de una tendencia: el primer antimperialismo latinoamericano -la expresión es de Oscar Terán.16 A la luz de estos diagnósticos, América Latina estaba ahora acechada por un nuevo tipo de imperialismo, el estadounidense, al que debía hacer frente de manera categórica.17
Ante esta situación geopolítica algunas voces diagnosticaron que las enfermedades latinoamericanas no permitirían hacer frente al vigor norteamericano. Entre 1899 y 1905, aproximadamente, se publicaron varios ensayos de interpretación nacional o latinoamericana que se encargaron de sistematizar la idea de que los pueblos latinoamericanos estaban enfermos e imposibilitados de hacer frente a Estados Unidos. Si bien, en general, para dar cuenta de estos tópicos se considera a ensayistas positivistas que pensaron los problemas de la configuración de las identidades nacionales,18 destaco aquí que las voces que se apropiaron de la caja de herramientas de la “cultura científica” se ubicaban en un amplio espectro de posicionamientos ideológicos y políticos, pues incluía figuras provenientes del conservadurismo y de la cultura de izquierdas. Entre ellas, destaco aquí las del anarquista Manuel González Prada, la de los ensayistas positivistas Agustín Álvarez (nacido en Argentina), Francisco Bulnes (de origen mexicano) Joaquín Capelo (oriundo de Perú) y la de un exponente de lo que se ha denominado “biologicismo positivista de sesgo racista”, el argentino Carlos Octavio Bunge.
En 1888 el anarquista peruano González Prada proponía realizar un balance sobre la situación de su país a la luz de los acontecimientos de política internacional y señalaba:
¿Qué tenemos? En el Gobierno, manotadas inconscientes o remedos de movimientos libres; en el Poder judicial, venalidades y prevaricatos; en el Congreso, riñas grotescas sin arranques de valor y discusiones soporíferas sin chispa de elocuencia; en el pueblo, carencia de fe porque en ninguno se cree ya, egoísmo de nieve porque a nadie se ama (…). Pueblo, Congreso, Poder Judicial y Gobierno, todo fermenta y despide un enervante olor a mediocridad. Abunda la pequeñez en todo; pequeñez en caracteres, pequeñez en corazones, pequeñez en vicios y crímenes (…) En resumen, hoy el Perú es organismo enfermo; donde se aplica el dedo brota pus.19
El Perú como organismo enfermo no parecía generar, desde la perspectiva de González Prada, ninguna chance para posicionarse en el nuevo escenario internacional en el que Estados Unidos daba cuenta de su poderío y sus intenciones hegemónicas sobre el continente. El mexicano Bulnes, por su parte,20 ante la decadencia española y las nuevas intenciones imperialistas del país del Norte propuso una lectura de América Latina según la cual algunos países no tenían más alternativa que someterse a la hegemonía norteamericana mientras que otros podían, en cambio, ensayar una nueva forma de imperialismo intra-latinoamericano. Al respecto, consideraba que solamente algunas naciones contaban con la suficiente salud para diferenciarse y continuar el camino al progreso mientras que, otras, las que denomina tropicales y malditas, no tendrían futuro:
Así pues, Cuba, Haití, Santo Domingo, Centro América, Perú, Bolivia, Ecuador, Venezuela y Colombia, vivirán de sus elementos agrícolas y pastoriles casi sin exportación, hecho que determina el estado bárbaro aproximado al salvaje en una nación. Tal es el triste e inmediato porvenir de la mayoría de las naciones latinoamericanas. Quedan pues, con probabilidades de salvación, Brasil, Argentina, Chile y México. Uruguay y Paraguay tienen que ser pronto conquistadas por Brasil o Argentina, si se los permiten los Estados Unidos.21
A su vez, Bulnes sostenía que las formas políticas democráticas eran un total fracaso para la región: “respecto a las virtudes políticas para la democracia, ningún país latino las tiene y la mejor prueba es que tanto las democracias latinas antiguas, como las italianas del siglo XIV y XV, como las modernas europeas y americanas, no son más que un fracaso”. Este tipo de lectura sobre la incapacidad democrática como enfermedad latinoamericana tiene ecos ampliados en otra obra de 1899, escrita por el ensayista Agustín Álvarez. En su libro Manual de patología política enumeraba varias de las enfermedades morales y políticas que aquejaban a Argentina y a otras “democracias inorgánicas de América Latina” consideradas “formas de gobierno vacías”. El inventario que proponía para pensar en las patologías políticas era amplio: vicios de sistemas que se basan teóricamente en constituciones pero que respondían al nepotismo, abusos de poder y corrupción, incapacidad de la sociedad para demandar a sus gobernantes. Esta combinación daba como resultado democracias enfermas: “democracias pobres, desaseadas y mal habladas de Centro y Sud América”.22
Si las democracias latinoamericanas estaban enfermas, desde la perspectiva de Joaquín Capelo, era en parte porque las elites consideraban que había respuestas sencillas a los problemas estructurales de las naciones que pretendían alcanzar ciertos estadios de progreso. Manifestaba en esta dirección: “sólo en estas nacionalidades enfermas se puede decir que la inmigración y el crédito no son solamente factores importantes y principales de progreso, sino que por sí solos, son el remedio para curar todos los males sociales; sólo en estos pueblos enfermos, se ha podido preconizar esas bárbaras doctrinas”.23
Con un registro más radical y pesimista aparece la mirada extrema propuesta por Carlos O. Bunge que publicó Nuestra América en 1905. En el libro invirtió el sentido mismo de la expresión “nuestra América”; dado que José Martí -quien acuñó la expresión- y otros pensadores había un dejo identitario positivo que apelaba a la unidad latinoamericana.24 En cambio, para Bunge esa misma América estaba condenada por sus características raciales y políticas. La mezcla y el mestizaje eran rasgos patológicos de las sociedades hispanoamericanas que, en parte, estaban enfermas desde su origen porque “por sus venas corre sangre hispánica (española o portuguesa), indígena (mejicana, quichua, guaraní y demás), y negra (cafre, hotentote, mozambique)”.25 De este modo, en la interpretación de Bunge, era la herencia española la que había generado los rasgos patológicos latinoamericanos de los cuales habían surgido conductas estructuralmente perniciosas que imposibilitaban el camino al progreso. Para Bunge “nuestra América enferma” no era una categoría propuesta por “los otros”, era la síntesis de las imposibilidades hispanoamericanas.
Este tipo de registro se generalizó en otras obras, como Pueblo enfermo, de Alcides Arguedas y La enfermedad de Centro-América, de Salvador Mendieta. En dirección complementaria, en El continente enfermo, César Zumeta26 señalaba que las enfermedades de América Latina eran heredadas y que para encontrar su salud debía limpiarse de pasado español, solamente así podrían encontrar un destino promisorio:
Lo que no hemos hecho, dijo con razón Martí, es porque no hemos tenido tiempo para hacerlo, por andar ocupados en arrancarnos de la sangre las impurezas heredadas. Bien sabemos que no están exentos de vigas en los ojos, los pueblos que señalan la paja en el nuestro. Vicios tienen ellos, pero equilibrados por virtudes que redimen: debilidades los atormentan, pero exhiben energías mayores que los llevan hacia adelante en los caminos del progreso. Sabemos que también nosotros, en medio de muy hondas desventuras, tenemos una fuerza que sabiamente disciplinada es incontrastable: nuestra redentora, nuestra salvaje soberbia de independencia.27
Desde la perspectiva de Zumeta era hora de aferrarse a esa saludable necesidad de independencia para frenar el imperialismo norteamericano.
Con estas y otras intervenciones, la expresión “pueblos enfermos” pasó a ser utilizada en la transición del siglo XIX al XX de manera extendida. Así lo demuestra, por ejemplo, el uso casi coloquial que Rubén Darío hacía de la expresión para comentar obras de Manuel Ugarte,28 la extensión del uso en correspondencias cruzadas en intelectuales latinoamericanos,29 la proliferación de títulos que utilizaban la expresión enfermo o enfermedad para comentar situaciones latinoamericanas; entre ellos, además de los nombrados, se cuenta El gobierno enfermo, del educador Samuel de Madrid, que sumaba a las enfermedades latinoamericanas el “clericalismo” y su perniciosa intromisión en los sistemas educativos.30
Miopía nacional, delirios cesaristas y “la gripe española de nuestros pueblos”
Las dinámicas de la Gran Guerra y sus efectos interpelaron a letrados latinoamericanos en más de un sentido. Por un lado, se produjeron piezas periodísticas y literarias que intentaban analizar o narrar la contienda y sus efectos devastadores. Destacan en este sentido poemas de la argentina Alfonsina Storni, como “Letanías de la tierra muerta”, de la chilena Gabriela Mistral “Ronda de paz” y la compilación poética de su compatriota Vicente Huidobro titulada Hallali (poèmes de guerre), escrita en francés y publicada en Madrid en 1918. Estas son solamente algunas muestras destacadas de cómo los procesos bélicos impactaron en escritores de la América de habla hispana. Los tópicos de las tierras arrasadas, la multiplicación de sepulcros y la muerte masiva, de hecho, tuvieron una impronta de largo plazo en plumas latinoamericanas. Aún décadas después de finalizada la guerra, tanto la contienda en sí como la “gripe española” devinieron tópicos de la poesía latinoamericana, como puede verse en “Güigüe 1918” de Eugenio Montejo, o en “Altazor” de Huidobro, dónde se lee: “Soy yo que estoy hablando en este año de 1919/Es el invierno/Ya la Europa enterró todos sus muertos/Y un millar de lágrimas hacen una sola cruz las manos/Millones de obreros han comprendido al fin/Y levantan al cielo sus banderas de aurora/Venid venid os esperamos porque sois la esperanza/La única esperanza/La última esperanza”.31
Estos versos de Huidobro ponían en relación los estragos de la guerra con las promesas de futuro que podían ahora encontrarse, quizás, en otros territorios, experiencias o actores políticos y que en la pluma de numerosos intelectuales latinoamericanos comenzaron a tomar forma en el registro del ensayo de interpretación sobre el rol de América Latina después de la contienda. En varias intervenciones, la caracterización de Europa como el baluarte del progreso, la civilización, el orden y la ciencia cambió de signo y puso en cuestión la idea del Occidente civilizado. Con estas palabras sintetizaba Juan Bautista Terán, argentino que fue rector de la Universidad de La Plata, la opinión de parte de la intelectualidad latinoamericana:
La gran guerra ha causado en América una desilusión. Había tenido siempre a la Europa Occidental como a su madre y maestra y se sabía además preparada para escapar a los riesgos con que la amenazaban las disensiones de fronteras y agudos celos de intereses y razas antagónicas (…) Venida la guerra, vio a Europa arrojar sus inmensas riquezas en el incendio provocado por las pasiones con que su filosofía caracterizaba la barbarie y que se gloriaba de haber enterrado para siempre. Ella misma se encargó de proclamar el fracaso de su civilización.32
Este tipo de diagnóstico entroncó con las condenas a la guerra como consecuencia del imperialismo de los países europeos. Así, por ejemplo, la costarricense Carmen Lyra señalaba en un artículo de la revista Repertorio Americano”: “exhorto a todos los que experimenten la proclividad a conmoverse con la faramalla que se hace en torno del Soldado Desconocido (…) informarse sobre las ganancias fabulosas obtenidas durante la guerra por la mayor parte de los capitalistas de los países beligerantes”;33 y el mexicano José Gaxiola destacaba: “La contienda europea nos ha enseñado algo tan terrible como los combates en las trincheras y en las entrañas del mar. Nos ha enseñado también la guerra económica”.34 Probablemente, repercutían en estos registros las sentencias de Lenin sobre el imperialismo como “capitalismo agonizante”.
Junto a la desilusión y las lecturas sobre la guerra como hija de las ambiciones económicas y territoriales de las potencias europeas, se presentaron también interpretaciones que repensaban las coordenadas geopolíticas y consideraban a América Latina como un espacio posible de redención para la humanidad. Desde ya, esta fue la opción de los intelectuales que proclamaban un discurso latinoamericanista, pero también tuvo expresiones en figuras como el argentino Ernesto Quesada, que, en una conferencia pronunciada en Bolivia, proponía pensar los ciclos históricos en clave spengleriana:
Y dado que nuestra América debe ser la cuna del próximo ciclo cultural, la responsabilidad de las clases dirigentes de estos países es enorme (…) Porque si un ciclo cultural languidece y sucumbe, otro se estremece y nace: ¡si ha de ser americano el nuevo ciclo gloria in excelsis para nuestro continente!35
Desde la perspectiva de Quesada, Spengler y sus propuestas parecían anunciar que había llegado una nueva hora para “nuestra América” en la que las enfermedades estructurales podían dar paso a la redención. La así llamada “decadencia de Occidente” promovió propuestas latinoamericanistas que se articularon con ideas antiimperialistas36 y que apuntaban a revertir los juicios sobre las condenas de los “pueblos enfermos”. Era ahora Europa el continente decadente y enfermo y, quizás, América podía ser una brújula para conducir los destinos futuros.
He mostrado en otros trabajos cómo en el contexto de la Gran Guerra y en el período posterior las lecturas sobre la contienda se superpusieron con algunos discursos celebratorios generados al calor del ciclo de los centenarios de las rupturas de los lazos coloniales de los ahora países latinoamericanos (1910- 1924).37 En ese escenario, surgieron ideas que ya no consideraban a “la raza latina” como estructuralmente patológica y que auguraban futuros promisorios para la región. Intervenciones como las del peruano Francisco García Calderón, el mexicano José Gaxiola y el chileno Joaquín Edwards Bello proponían en torno a los centenarios la conformación de una unidad supranacional que diera una identidad a América Latina en el nuevo contexto internacional. Así lo sentenciaba Edwards Bello: “Europa sucumbe acosada por las cargas de la guerra suicida, sepultada en la locura colectiva de 1914 (…) Tengo la certeza de que una Europa acorralada mirará a estas tierras como un campo propicio a la ventilación y la expansión”.38 Estos discursos entroncaron con las voces del latinoamericanismo afianzado en la década de 1920 y representado con figuras con el mexicano José Vasconcelos, el argentino Manuel Ugarte y el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre como figuras clave.
Ahora bien, en el marco de estos repertorios de ideas no todas eran esperanzas y redenciones. A la par, comenzaron a diagnosticarse otras enfermedades latinoamericanas que afloraban al calor de nuevas experiencias políticas. Debe recordarse aquí que las aspiraciones de la unión latinoamericana y la interpelación al latinoamericanismo como identidad entraban fuertemente en conflicto con los discursos del nacionalismo cultural puesto en escena en los festejos centenarios de manera institucionalizada. En este marco, Ugarte caracterizó como “miopía nacional” el encierro de las naciones latinoamericanas en coordenadas que hacían de sus propias fronteras las únicas válidas para pensar el futuro. Desde su perspectiva, estas acciones retrasaban las posibilidades de convertir a la región en la brújula de los nuevos destinos.
La “miopía nacional” como enfermedad de los países de habla hispana inauguraba un nuevo repertorio de nociones para abordar las patologías congénitas de América Latina.39 García Calderón se refería a un “patriotismo celoso” que impediría poner freno a las aspiraciones desmedidas del imperialismo comercial y la expansión norteamericana.40 En sintonía con estas apreciaciones, Vasconcelos sentenciaba, en La Raza Cósmica: “nos ufanamos de un patriotismo exclusivamente nacional, y ni siquiera advertimos los peligros que amenazan a nuestra raza en conjunto. Nos negamos los unos a los otros”.41 Haya de la Torre en Por la emancipación de América Latina compartía estos juicios destacando: “la política de las clases gobernantes, que coopera en todo a los planes imperialistas de los Estados Unidos, agita los pequeños nacionalismos, mantiene divididos o alejados a nuestros países unos de otros y evita la posibilidad de la unión política de América latina (…) las clases gobernantes cumplen muy bien los planes divisionistas del imperialismo y agitan ‘causas patrióticas’”.42
En este clima, los proyectos de unidad latinoamericana de la década de 1920 se proponían como remedios a las numerosas patologías nacionales y nacionalizantes de “nuestra América enferma”. Pero estos repertorios de ideas no solamente comenzaban a encontrar en programas de nacionalismo cultural sus trabas. Nuevas experiencias autoritarias, como la de Augusto Leguía en Perú y la de Juan Vicente Gómez Chacón en Venezuela, reactivaron a los ojos de numerosos intelectuales viejas enfermedades latinoamericanas como la del “cesarismo” y el “caudillismo”. Así, contra los proyectos de saneamiento de la América Latina y las esperanzas despertadas por la Revolución Mexicana y el movimiento continental que dio eco a la Reforma Universitaria (surgido en Córdoba, Argentina, y extendido luego a otros espacios universitarios latinoamericanos),43 las oportunidades históricas ofrecidas por la decadencia de Occidente comenzaban a ser puestas en cuestión frente al avance de experiencias autoritarias en América Latina y el desencanto o los cuestionamientos a la democracia liberal.
En este contexto, algunas reflexiones sobre la “gripe española” y los estragos causados en algunos países latinoamericanos entroncaron con las críticas a la incapacidad de conducir los destinos de las naciones de algunas figuras políticas. De este modo, la gripe como enfermedad endémica propició un nuevo escenario para reflexionar sobre las patologías americanas en sentido metafórico. Así, José Rafael Pocaterra, a la vez que describía los estragos de la “gripe española” en La Guaira criticaba la reacción de Juan Vicente Gómez Chacón (líder autoritario que se mantuvo en el poder entre 1908 y 1935) al señalar su incapacidad en tanto “sanador” de las enfermedades de Venezuela:
Una mañana, la pandemia de gripe que hacía su trágica gira universal -surgida de las miasmas del inmenso campamento europeo o traída en las alas de un soplo de expiación por la vasta iniquidad inútil- apareció en La Guaira... Un caso, dos, tres, seis, cien. Sobre la capital cayó como una niebla. La ráfaga barrió implacable desde los extramuros hasta el centro. Gómez, el amo de los venezolanos, el “hombre fuerte y bueno”, que ama a sus compatriotas y tiene tres lustros sacrificándose por ellos, huyó a refugiarse en su caverna estableciendo prevenciones ridículas.44
Frente a una enfermedad real, el líder que se autoproclamaba como aquél que venía a erradicar los males estructurales de Venezuela se mostraba un cobarde, desde la perspectiva de Pocaterra. Las experiencias de estos liderazgos dieron pie a la interpretación de una nueva enfermedad latinoamericana: el “cesarismo”, considerado por algunos pensadores como una patología y por otros como una terapéutica. Vasconcelos, por ejemplo señalaba, en su obra ya referida: “Para todas las funciones del Estado hay una infinidad de hombres aptos; no hay «ninguno que encarne la patria», ninguno que «encarne la revolución»; no hay caudillos”;45 mientras tanto para figuras como Laureano Vallenilla Lanz, que devino un apologista del mismo líder que Pocaterra consideraba un cobarde, acuñó la noción de “cesarismo democrático” argumentando que si Venezuela estaba enferma y su pueblo incapacitado para tomar decisiones, había que acudir a la figura de un hombre fuerte:
Cesar democrático, como lo observó en Francia un espíritu sagaz, Eduardo Laboulaye, es siempre el representante y el regulador de la soberanía popular. ‘Él es la democracia personificada, la nación hecha hombre. En él se sintetizan estos dos conceptos al parecer antagónicos: democracia y autocracia’, es decir: Cesarismo Democrático; la igualdad bajo un jefe.46
Mientras que los liderazgos de sesgo autoritario eran juzgados como delirios cesaristas, otros liderazgos personalistas eran celebrados, así, por ejemplo, hacia la década de 1920 surgieron varias reivindicaciones sobre la figura de Emiliano Zapata, considerado como un salvador para “nuestros pueblos enfermos de oscurantismos y tiranías”. En esta línea, Zapata era comparado con las figuras de los padres fundadores: “cuando las sociedades se pudren por sus propios escepticismos y maldades (...) y se convierten en serviles colectividades que solo obedecen y temen a los ogros de la satrapía personal (…) aparecen, entonces, los libertadores... llegan los Bolívares, los Zapatas”.47 Los liderazgos personalistas eran juzgados, entonces, en términos de enfermedad o de terapéutica, de acuerdo con los posicionamientos de quienes los evaluaban.
Como se muestra, al calor de las experiencias autoritarias europeas y latinoamericanas, las metáforas médicas asumieron nuevas declinaciones y los usos metafóricos de un lenguaje médico para diagnosticar patologías se expandieron en los discursos políticos e intelectuales de maneras inéditas. En este contexto, varios intelectuales latinoamericanos se encolumnaron en las filas del antifascismo y llamaron a la movilización y a la resistencia de los pueblos como únicas formas de hacer frente a los regímenes en ascenso. En este escenario se dibujó una nueva metáfora sobre una enfermedad latinoamericana, surgida esta vez al calor de la devastación de la gripe española y la convicción de que existían enfermedades pandémicas latinoamericanas que debía ser combatidas. Manuel Ugarte señaló a comienzos de la década de 1930:
la ‘gripe española’ de nuestros pueblos es el arribismo en todas sus fases: internacional, social, político, literario. Un grupo, un jefe, una oligarquía se convierten en batuta de los otros y declaran la guerra al viento y a los pájaros, a cuanto no canta bajo la férula dictatorial. Lo único que nos puede redimir es la disidencia. Si hay en lo que acabo de decir orgullo, no es el del mísero mortal, es el de un movimiento, es el de la limpia juventud que purifica el ambiente y levanta el nivel del teatro en que gesticulamos.48
Consideraciones finales
He ofrecido aquí un recorrido por un repertorio de ideas que encontraban en la enfermedad y conceptos asociados inspiración para explicar lo que Carlos Real de Azúa ha denominado “los males latinoamericanos”.49 En particular, he tratado de sugerir que los lenguajes médicos para diagnosticar y para ofrecer paliativos terminológicos o terapéuticas sociales no se circunscriben a discursos producidos en el cambio de siglo XIX y que es posible pensar en la construcción de un corpus que abarca un período de mediano o largo plazo.
A la luz de este planteo, puede pensarse en la perduración y la vigencia de este tópico interpretativo y diseñar, a partir de ellos, una agenda de investigación que ponga en diálogo los ensayos de tono pesimista sobre los países latinoamericanos a lo largo del siglo XX. En general, se ha tendido a leer cada uno de ellos en el contexto de historiografías de corte nacional, pero queda pendiente la tarea de establecer diálogos entre ellos para ponderar cómo eran percibidos los problemas regionales.50
Considero que realizar este ejercicio permitiría establecer algunas líneas de continuidad y claves interpretativas para abordar un ensayismo desarrollado en el siglo XX y que, quizás, tuvo en Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano y en varios textos sobre el “mal gobierno” como mal intrínseco latinoamericano, lecturas que operaron como sinécdoques y que se reactivan y reviven en contextos críticos. Una investigación de estas características permitiría, a su vez, establecer análisis críticos de matrices que todavía se utilizan para explicar deficiencias estructurales e imposibles de revertir.51
Por último, considero que este tipo de análisis permitiría también comparar estas formulaciones con otro repertorio de ideas forjado en el largo plazo y que también articula todavía imaginarios que pueden llamarse redentoristas. Esta matriz interpretativa estaría articulada en torno a las nociones atemporales de América Latina como un vergel, una tierra prometida, un espacio constitutivamente propicio para la rebelión, la resistencia y el cambio. Es decir, como un territorio en el que todavía es posible encontrar la savia que revitalice a otros espacios geográficos considerados decadentes, corruptos o anquilosados.
Fuentes impresas
Álvarez, Agustín, Manual de patología política, Buenos Aires, Peuser, 1899.
Bulnes, Francisco, El porvenir de las naciones hispanoamericanas ante las conquistas recientes de Europa y los Estados Unidos, México, Imprenta de Mariano Nava, 1899.
Bunge, Carlos Octavio, Nuestra América. Ensayo de psicología social, Buenos Aires, La cultura argentina, [1905] 1918.
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