Introducción
La necesidad que hay en México de investigaciones originales de historia de la historiografía, requiere trabajos que combinen el interés por averiguar cómo ocurrieron ciertos acontecimientos del pasado señalados como históricos y esfuerzos teóricos encaminados a analizar los conceptos, las nociones y los términos que empleamos para tematizar dichos acontecimientos, incluyendo su comprensión global y general dentro de ámbitos regionales de variada espacialidad y temporalidad. Esto quiere decir que incluso como un paso previo a la afirmación de los enfoques discursivos o narrativistas que aspiran a ponernos delante de la representación historiográfica del pasado, acercarnos a aquellos conceptos y nociones como categorías del pensamiento, como algo concreto, actuante y vivo.
Sólo así podremos entender de qué modo en la obra de un historiador tan prolífico como Rafael Altamira, los temas de la paz y la convivencia humanas, la coincidencia entre el hispanismo y el americanismo, así como las prácticas del republicanismo y del liberalismo, se combinaron para describir su presente e incluso participar activamente en lo social y político, pero también para ofrecer opciones educativas y de enseñanza de la historia, que dejaron su huella en la obra de intelectuales e historiadores hispanoamericanos del siglo XX que intervinieron para dar forma a la profesionalización de los estudios históricos en América.
Este no es un objetivo que se pueda satisfacer en pocas páginas y no es posible hacerlo aquí, pero si se reconoce la importancia de cada uno de estos aspectos, no dejará de sorprender que la vida y la obra de Rafael Altamira en México haya merecido tan poca atención, a pesar de vivir en este país sus últimos años como exiliado entre 1944 y 1951, además de haber realizado una visita fundamental entre 1909 y 1910, en la plenitud de su vida intelectual. Considero que es necesario conocer y estudiar a fondo el sentido que Rafael Altamira depositó en lo que él llamaba “el valor social del conocimiento histórico”, a través de la explicación de su propio repertorio conceptual y de lo que éste significó para la historiografía mexicana e iberoamericana de nuestro tiempo.
He aquí el origen del presente trabajo. A partir de la pregunta acerca de cuál es actualmente el sitio de Rafael Altamira en la historiografía mexicana, hispanoamericana y española, se pretende mostrar la relevancia de los estudios sobre su obra en ambos lados del Atlántico que, con una perspectiva bidireccional, podría conducir una mayor comprensión del pensamiento exiliado y la modernidad iberoamericana. Como un paso previo e indispensable, presentaré un breve balance historiográfico que puede servir como estado de la cuestión a estudios posteriores sobre diversos temas y cuestiones que Altamira cultivó.
La falta de un mayor número de trabajos de esta naturaleza ha dificultado conocer la complejidad de la historiografía de la primera mitad del siglo XX que, a veces con demasiada ligereza, se engloba como “el exilio historiográfico español”, incluso haciéndolo coincidir, de manera apresurada, con el debate entre el historicismo mexicano y la historiografía neopositivista o con el proceso de profesionalización de los estudios históricos.
En este sentido, el caso de Altamira puede ser ejemplar, además de comprender y antes que condenar o subestimar su cientificismo, resulta importante esclarecer la relación que hay entre sus ideas acerca del liberalismo social, el regeneracionismo, la renovación cultural y el modernismo, en abierto y franco compromiso con la tarea de un historiador riguroso que, por añadidura vivió un exilio forzado en nuestro país. Por eso creo que si se estudia a la historiografía como principio constitutivo de la manera de contar con el pasado de un modo verdaderamente propio, el valor que adquiere la obra de Altamira es actual por su proyecto liberal, pacifista y regenerador, pero también por su compromiso y su contribución para encontrar el sentido de algunas realidades históricas e historiográficas que fecundaron el trabajo de los más importantes historiadores iberoamericanos del siglo XX y que sigue alimentando una de las aspiraciones más problemáticas de esta historiografía: la de la modernidad. Lo ideal sería llegar a identificar cómo se relacionaron los ideales políticos del intelectual liberal español (hispanoamericanismo, regeneracionismo y pacifismo) con la teoría historiográfica que lo condujo a identificar los conceptos de historia y civilización (modernismo, cientificismo y krausismo) en una propuesta de profesionalización rigurosa de los estudios históricos, México y Argentina principalmente, pero también en otras naciones de América Latina.
Así, este trabajo muestra las dos etapas mexicanas de Altamira (su visita de 1909-1910 y su exilio de 1944-1951) y revalora su sitio dentro de la historiografía hispanoamericana actual, a partir de los estudios realizados por quienes lo conocieron y fueron sus discípulos, además de trabajos como los de Ignacio Peiró Martín, Mari Paz Balibrea, Antolín Sánchez Cuervo, Juan Manuel Ledezma Martínez o Guillermo Zermeño Padilla, por citar algunas aportaciones recientes desde la historiografía cultural, el replanteamiento de los paradigmas del pensamiento exiliado y las variedades de la modernidad occidental iberoamericana.
Y es que entre lo escrito acerca de Altamira durante la segunda mitad del siglo veinte y lo que va del presente, un número importante de especialistas españoles han dedicado sus investigaciones a la obra del historiador alicantino, en renovados intentos por comprender su trayectoria intelectual en conjunto, tanto la europea como la hispanoamericana, completando así, la parte que en las regiones hispanoamericanas resulta menos familiar. Baste recordar aquí los enormes esfuerzos que, sobre todo desde 1987, llevó a cabo la nieta del historiador Pilar Altamira (1939-2021) para rescatar, difundir y revalorar su obra.
Una obra con los alcances historiográficos, teóricos, políticos y educativos, como la de Altamira, no debería pasar desapercibida en el estudio de la historiografía mexicana y su relación con la historiografía americanista. Si su primer viaje no fuera motivo suficiente para llamar nuestra atención, sí debería recordarse que casi treinta años después, coincidiendo con la institucionalización de los estudios humanísticos en México -por los que clamó Justo Sierra en 1910-, él y “otros altamiras españoles” llegaron como exiliados de la guerra civil española y europea iniciada en 1936.
Altamira y la historiografía mexicana e hispanoamericana
Para mostrar la fortuna crítica que ha tenido la obra de Altamira, referiré primero lo escrito en México y después abriré un espacio de comparación con autores y textos españoles y de otras naciones iberoamericanas que, como en el caso argentino, han sido cada vez más numerosas. La revisión bibliográfica revela una concentración en la huella intelectual de Altamira en México, sin estudiar a fondo el pensamiento y la obra anterior a su circunstancia española y americanista. La posible explicación se debe, primero, a que se considera de manera diferenciada al historiador hispanoamericanista del historiador español o europeo, dejando de lado con frecuencia las circunstancias de su propia vida como personaje político e intelectual de la restauración monárquica y, desde luego, también como historiador de una generación en buena medida decimonónica, profundamente liberal, pero no necesariamente republicana.
En 1952, un año después de la muerte de Altamira, la Universidad Nacional Autónoma de México publicó un folleto con las conferencias leídas en el homenaje que se rindió a su memoria el 9 de julio de 1951 en el Palacio de Bellas Artes. En esa ocasión, el patrocinio de varias instituciones educativas y académicas de México y España dejó constancia de una iniciativa tomada por “razones de tipo sentimental”, como reconoció Bernardo Giner de los Ríos, mas eso no impidió que quienes participaron en el acto (Javier Malagón, Silvio Zavala, Luis A. Santullano, Raúl Carrancá y Trujillo, Luis Garrido y Álvaro Albornoz), aparte de elogiar al maestro y destacar una personalidad que había rebasado “todo límite concreto”, describieran las líneas principales de su trabajo como historiador, educador, juez y jurista, con un fondo sustancial, el de su labor en favor de la paz y la convivencia humanas.1
Casi veinte años después, aquellos textos de Javier Malagón y de Silvio Zavala, ampliados y complementados con publicaciones posteriores a 1952, fueron reunidos en el pequeño libro titulado Rafael Altamira y Crevea: el historiador y el hombre. Aquí, la visión de conjunto encontró su principal motivación en la filosofía de la historia hispánica: “el honroso papel de propagador de la civilización occidental que ha cumplido el espíritu español, es un rumor sosegado y continuo que denuncia cosas más positivas que las aparentes y deslumbrantes de la historia política, porque se trata de un espíritu que marcha a cuestas de sus hombres”.2 De ahí que hispanismo y americanismo fueran una y la misma obra en la trayectoria intelectual del maestro.
En 1982, cuando el gobierno mexicano aceptó la propuesta de publicar una obra en la que se hiciese un recuento de lo aportado por españoles republicanos que se exiliaron en el país como resultado de la guerra civil, Juan A. Ortega y Medina escribió un largo texto en el que pasó revista, uno a uno, a los historiadores españoles más importantes que se asentaron en México para continuar su fecunda labor intelectual.3 En sus páginas, el historiador mexicano de origen malagueño, no sólo tuvo que disculpar el retrato de Altamira hecho por Luis González en 1976, como un hombre “devoto de sí mismo”, “interesado únicamente en desplegar ante sus alumnos su currículum vitae adornado de toda clase de moños y listones”,4 también se permitió destacar la contradicción entre la necesaria imparcialidad científica del historiador, sostenida por Altamira y la simpatía temática desplegada en su misma obra. Lo importante es que Ortega y Medina no se olvidó de mencionar que los cimientos de una mutua comprensión entre los miembros de “la diversa y dispersa familia hispánica”, habían sido echados por un hombre “cabal y probo”, “republicano y liberal”.
Más tarde, en el otoño de 1987, por iniciativa española se celebró en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM un “Simposio en homenaje a Rafael Altamira” con la participación de una nueva generación de investigadores de España, Argentina, Venezuela y México. Rafael Diego Fernández, quien ya antes había publicado un trabajo acerca de Altamira y la historia del derecho.5 Se refirió a la huella de Altamira en la historia de Hispanoamérica, ponencia que fue comentada por Jaime del Arenal Fenochio. Después, Ascensión H. de León Portilla, ofreció una perspectiva del exilio de Altamira en el contexto de los exilios españoles en América, comentada ésta por Matilde Mantecón y José Antonio Matesánz; mientras Javier Malagón y Juan A. Ortega y Medina aludieron a los escritos del historiador y a su idea de la historia respectivamente. A continuación, Mariano Peset rescató a José María Ots Capdequí como discípulo de Altamira y fue comentado por María del Refugio González. El argentino Víctor Tau Anzoátegui, con comentario de Beatriz Bernal, trazó un paralelo intelectual entre Altamira y su compatriota Ricardo Levene. Silvio Zavala, quien ya se había encargado del discurso inaugural, reprodujo su texto sobre el americanismo de Rafael Altamira y fue comentado por Guillermo F. Margadant y Carlos Bosch García.6
Hasta aquí, lo único que parecía ser ya inaceptable en la obra de Altamira, al menos para los historiadores mexicanos del momento, era el supuesto positivismo de su metodología y de su teoría de la historia. Sin embargo, en 1992, Ricardo Pérez Montfort sugirió algo más en materia política.7 A raíz de un estudio anterior llevado a cabo en colaboración con Brigitte von Mentz, Daniela Grollova y Verena Radkau, Pérez Montfort dijo haber encontrado que los grupos de oposición de clase media y de derecha, durante el régimen cardenista, habían tenido como una de sus características ideológicas fundamentales “su identificación con la causa tradicionalista, católica y pretoriana de aquella España que se había rebelado en contra del gobierno republicano en el verano de 1936”. Al profundizar al respecto, se dieron cuenta que había una extensa corriente que relacionaba a varios sectores de la derecha mexicana con la española, a través de lo que en aquella época daban por llamar “hispanismo” o “hispanidad”.8
El estudio de Pérez Montfort acerca del hispanismo “como principio de la ideología conservadora” sacó a relucir un aspecto clave del “trauma” histórico hispanoamericano. Según él, el planteamiento de un tutelaje moral de España sobre sus antiguas colonias, no sólo había quedado como uno de los elementos centrales del hispanismo liberal, sino incluso lo había identificado con el punto de vista conservador. Por tanto, la política de acercamiento con América, promovida por Altamira en España, en el fondo sólo había buscado la reconciliación entre “la madre patria” y sus “hijas”, pero nunca un trato de igual a igual. Su posición en este sentido no fue excepcional, pues el concepto de superioridad de lo español sobre lo americano, permeaba la mayor parte de las reflexiones españolas sobre la América Latina de la época, tanto del bando liberal como del conservador.9 Así, de un modo sorprendente, el hispanismo liberal de Altamira parecía contarse entre los antecedentes imperiales del movimiento falangista. Una conclusión que tomaba en cuenta la participación de ciertos personajes españoles en la vida social y política del país, mas no el origen de la visita de Altamira ni su pasado español.10
Tal vez resulte útil recordar brevemente este episodio. La primera vez que Rafael Altamira y Crevea pisó tierras mexicanas, lo hizo procedente del Callao el 11 de diciembre de 1909. Desembarcó en Salina Cruz como parte de su viaje por América, en calidad de delegado de la Universidad de Oviedo y en representación de diversas instancias españolas. Tenía por misión, el entonces ya prestigioso autor de la Historia de España y de la civilización española (1900-1904), encontrar nuevas formas de cooperación hispanoamericana en términos de mutua comprensión y conocimiento histórico. Visitó universidades, centros de cultura y entidades científicas de Argentina, Uruguay, Chile, Perú, Cuba, México e incluso Estados Unidos, nación que apenas en 1898, al despojar a España de Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, había asestado uno de los golpes más duros al patriotismo y al sentimiento de nacionalidad españoles.
El programa de Altamira en México incluyó numerosas conferencias en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, la Escuela Nacional Preparatoria, la Escuela Normal de Maestros, el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, entre otros; todas ellas acerca de temas jurídicos, históricos y de instrucción pública y enseñanza, los tres grandes intereses en la obra de Altamira. En todas estas actividades la presencia de Justo Sierra fue decisiva. El entonces ministro de Instrucción Pública del régimen porfirista y promotor de la nueva Universidad Nacional había conocido a Altamira en 1900, cuando ambos tomaron parte en un congreso celebrado en España sobre temas pedagógicos. Esto favoreció que Justo Sierra no dudara en ofrecer al maestro español la titularidad de la cátedra de historia del derecho que había ideado, pensando en él dentro de la futura Escuela de Altos Estudios de la Universidad. El compromiso se formalizó, pero el inicio de la revolución armada de 1910 en México, la incorporación de Altamira al año siguiente en la Dirección de Primera Enseñanza, así como los trabajos realizados al frente del Seminario de historia de América y contemporánea de España, creado en el Centro de Estudios Históricos de Madrid -ambas funciones por Orden Real-, impidieron su cumplimiento.
Jaime del Arenal Fenochio, uno de los participantes en el homenaje de 1987, volvió sobre la obra de Altamira en 1993, pero esta vez para editar algunas de las conferencias que entre 1909 y 1910 impartió el maestro en materia de derecho.11 Jaime del Arenal hizo posible conocer un conjunto de breves textos que confirmaron y ampliaron una idea ya expresada por Rafael Diego Fernández en 1988. Según ellos, si bien era cierto que en 1910 no se había podido concretar la iniciativa de Justo Sierra para que Altamira impartiera un curso de historia del derecho en la futura Escuela de Altos Estudios, las conferencias del visitante español tuvieron un efecto muy positivo en el futuro de la enseñanza de dicha materia dentro de las aulas mexicanas, y más específicamente, en la creación de la Escuela Libre de Derecho, heredera por lo tanto, de la Institución Libre de Enseñanza fundada en Madrid en 1876 y de la cual Altamira había sido uno de sus principales artífices.
Tres años después de publicadas dichas conferencias, Javier Garciadiego sugirió una hipótesis todavía de mayor alcance para valorar la huella de Altamira en México en materia de enseñanza.12 No desatendió la idea de relacionar los orígenes de la Escuela Libre de Derecho con la Institución Libre de Enseñanza, pero tampoco la respaldó. Su estudio acerca de la Universidad Nacional le permitió considerar en cambio, que la influencia de Altamira “pudo ser mayor en la difusión de las ideas sobre la necesidad de crear universidades populares, como se había hecho en Oviedo y Valencia.” En otras palabras, cabía la posibilidad de leer el mensaje de Altamira como uno de los inspiradores de las dos secesiones por las cuales pasaron la educación y la cultura mexicanas tras la caída del porfiriato, la de la Escuela Libre de Derecho y la de la Universidad Popular, como parte de un proceso de ajustes políticos y de redefinición de objetivos sociales.
Dos referencias más acerca de la obra de Rafael Altamira en el medio mexicano se inscriben dentro del campo de la teoría de la historia, pero coinciden con las anteriores, se remiten sobre todo a la visita de 1909-1910. La primera corresponde a Álvaro Matute, quien en La teoría de la historia en México 1940-1968, menciona la conferencia acerca de los “Principios de la ciencia de la historia” que el maestro español expuso en el Museo Nacional. Aunque el texto de la misma se desconoce, es interesante en distintos aspectos, primero porque es indudable que Altamira sembró ahí “ciertos conceptos e ideas, ya que algunos historiadores lo recuerdan por ello”;13 en segundo lugar porque, según el testimonio de Jesús Galindo y Villa, parece haber sido el único antecedente de un tratamiento amplio de las cuestiones de metodología y ciencias auxiliares de la historia en dicho establecimiento, antes de que Roberto Esteva Ruiz y Valverde continuara los cursos iniciados por Genaro García y el propio Galindo y Villa. En 1911, Porfirio Parra en Plan de una historia general de Chihuahua, confirmó también lo esencial de aquella conferencia de Altamira.14
Por otra parte, la suposición de Álvaro Matute acerca de la importancia que para el mismo Altamira debió representar dicha conferencia es bastante factible, pues aunque en La enseñanza de la historia (2ª. ed., 1895) y en Cuestiones modernas de historia (1904), sus dos textos más conocidos entonces en México, él ya se había ocupado del método histórico, otros textos como Filosofía de la historia y teoría de la civilización (1915) o su discurso sobre el Valor social del conocimiento histórico (1922) todavía estaban por venir. Sin embargo, Álvaro Matute siguió la línea trazada por Edmundo O’Gorman, Juan A. Ortega y Medina y Luis González en la comprensión de la obra de Altamira, considerándolo uno de los miembros de “la antigua escuela”, de “la desintegración del positivismo en México”, y de “la secuela empirista heredada a historiadores como Silvio Zavala”.
Y es que, si bien Rafael Altamira se esforzó por seguir siendo un historiador activo y publicar los resultados de sus últimas investigaciones en España, o todo lo que consideraba pendiente antes de morir, a su regreso a México, pareció ser un maestro venerable para muchos, pero inactual en cuanto a su pensamiento historiográfico para otros. Como escritor de historia, Altamira era ciertamente un hombre del siglo pasado y también de la antigua escuela en sus ideas. Durante toda su carrera sostuvo la cientificidad de la historia como una bandera de lucha contra quienes preferían juzgar en lugar de comprender. Por eso en 1945, al participar en la famosa polémica sobre la teoría de la historia que se suscitó entre Edmundo O’Gorman y Silvio Zavala, fue Altamira quien ofreció una respuesta a la postura vital, imaginativa e “inventora” de O’Gorman. Ahí, rechazó todo lugar a la predicción en la historia, porque el hombre, según lo había pensado él “por experiencia que no por filosofía”, es el ser dotado de mayor número de posibilidades. Lo que le preocupaba era averiguar, con una serie de pruebas o fuentes, una verdad que satisficiera por el momento y que entonces se podía conocer, pues finalmente lo humano era algo que se estaba haciendo siempre.15
El siguiente de los historiadores mexicanos que también volvió sobre la obra de Altamira con una preocupación teórica fue Guillermo Zermeño.16 En un intento por entender la fusión entre la cultura laica y la cultura católica, alrededor de los mismos principios superadores del “autodidactismo” en Historia, Zermeño coloca la biografía intelectual de Altamira y su vínculo con el krausismo, como un indicador para entender el paso de la tradición historiográfica hispanoamericana a la tradición historiográfica cientificista alemana.17
Desde esta perspectiva, tanto el elemento regeneracionista de una ilustración historiográfica como la afirmación del carácter científico de la historia, permitían sostener que el proyecto de Altamira formaba parte de una secuencia iniciada en Alemania (en cuanto a la admiración por sus instituciones académicas y científicas), que pasó por Francia y llegó a una España deteriorada por la crisis de 1898. Según esto, el exilio español no sólo habría hecho coincidir la voluntad mexicana de institucionalizar la educación superior y la investigación en historia con el “institucionismo” krausista, sino que además, la concepción krausista de la historiografía habría permitido a Altamira hacer de la historia el instrumento ideal para vincular a España con sus antiguos dominios, pero a partir de “bases filosóficas firmes”, lo cual quería decir: “hacer realidad el proyecto delineado por Kant acerca de cómo construir una historia en sentido cosmopolita, en el caso de Altamira y [Silvio] Zavala, de una historia global de los pueblos de civilización hispana”.18
En efecto, para Altamira, y esa es la idea dominante de toda su obra, decir civilización era lo mismo que decir Historia: ambas significaban la narración íntegra y orgánica de los hechos a través de los siglos. Esta idea podía ser discutible, pero lo que ni entonces ni ahora es desdeñable, era su concepto de historia de la civilización, que legó y no copió ni de pensadores franceses ni de sus maestros españoles, sino que fue construyendo a lo largo de su vida como una vocación por la historia, primero sólo de su patria, pero después por la historia americana. La proyección internacional adquirida por la obra de Rafael Altamira desde los primeros años del siglo XX, pasó incluso por el reconocimiento de George P. Gooch, historiador inglés que se refirió a él como al autor del mejor resumen conocido hasta entonces en cualquier idioma acerca de “la compleja historia de la civilización española”, pero también por el recuerdo de Pierre Vilar, historiador hispanista de origen francés y filiación marxista, que acertadamente lo desmarcó de cualquier posible influencia de la, en su momento, omnipresente “escuela francesa de los Anales”.19
Recientemente, Juan Manuel Ledezma Martínez, aparte de su tesis doctoral titulada Los programas hispanoamericanistas de Rafael Altamira y su primera estancia en México, 1908-1910. Hacia la conformación de una red intelectual, presentada en la Universidad Autónoma de Madrid en 2013, ha dedicado ya más de un trabajo complementario al conocimiento de la presencia de Altamira en México.20 Sin embargo, siguiendo el ejemplo de Hebe Carmen Pelosi en Argentina, ha propuesto estudiar el viaje de Altamira como parte de un proyecto para el establecimiento de redes sociales e intelectuales entre España y América, por eso sus investigaciones se han centrado en el estudio de las reacciones políticas y académicas por la visita de Altamira, sobre todo a través del debate periodístico de la época. Así, la parte central de su investigación concluyó con el hallazgo de “un contexto nacional, caracterizado por un régimen en plena decadencia y una sociedad a punto de estallar como una bomba de tiempo”, puesto que las reacciones, tanto de la elite gobernante, como de la opositora, constituyeron “un ejemplo más de la resistencia al cambio que imperaba en las elites, en un contexto de descomposición política y social por el que atravesaba México. Asimismo, con estas reacciones se manifiesta una vez más la intolerancia católica proveniente de tiempos no tan alejados como los de la Reforma”.21
A pesar de que Ledezma ha recordado la importancia que para los vínculos hispano-mexicanos tuvo la figura política de Emilio Castelar y destacando la transformación que la guerra de 1898 trajo consigo en estas relaciones, lo que más destaca en el contexto de la historia mexicana, es la repercusión política e intelectual de la visita de Altamira, cuya imagen hace un contrapunto con el papel jugado por Telésforo García en la misma época. Desafortunadamente, un personaje tan central y a la vez tan complejo como Justo Sierra, por ejemplo, es descrito como “un positivista”, con lo que se deja de lado a otros personajes y proyectos en los que también se hizo sentir la influencia regeneracionista de Altamira en México, incluso a partir de 1944. Es este otro punto a destacar en los trabajos de Ledezma, que no sólo no se marcan diferencias entre las circunstancias de su visita y las de su exilio, sino que además repite sin mayor análisis o reflexión una interpretación que, como veremos a la luz de las investigaciones más recientes, se ha tornado problemática, y es la que consiste en afirmar que los republicanos españoles encontraron en México una segunda patria, que muchos echaron raíces en su nuevo país y que algunos pocos hasta se integraron profundamente en la vida intelectual.
Este es un tema digno examinarse, más allá de los alcances políticos que pudo tener durante el régimen cardenista o el posterior discurso de la unidad nacional, porque el propio Rafael Altamira, antes y después de 1944 meditó, escribió y publicó numerosas páginas acerca la patria y el patriotismo. Sin que se reconozca en ello algún tipo de agravio o ingratitud, es claro que Altamira no pudo haber considerado a México una segunda patria.22
Otro punto, no menos importante, es que Ledezma ha continuado con sus investigaciones acerca de la primera visita de Altamira, tratando de demostrar que, en buena medida, fue gracias a ésta que se restablecieron las relaciones culturales, intelectuales y universitarias de España con los países americanos, con signos positivos de igualdad, solidaridad y cooperación. La conclusión es sólo razonable en cuanto permite distinguir las diferencias entre Altamira y el hispanismo conservador mexicano, pero sin duda, trabajos como los de Antonio Niño y Aimer Granados sobre la base del conocimiento de la obra del propio Altamira, han demostrado que esto no fue sí, las relaciones culturales entre España y América venían de tiempo atrás.
Lo que sí es cierto es que Altamira fue uno de los personajes que más hicieron “por consolidar un proyecto hispanoamericanista común a las dos orillas del Atlántico”, definiéndolo incluso en un sentido filosófico como un proyecto cultural común a los pueblos hispanos. De manera que la construcción de una memoria común a todos los pueblos hispanoamericanos, contribuyera a devolver a la civilización española todo su prestigio. De manera explícita, Altamira pensaba que el verdadero espíritu español no era unidireccional y se oponía al iberocentrismo, porque éste lo integraban no sólo las influencias de España en América, sino también todo lo que España podía obtener de los antiguos territorios. Había aquí una profunda coincidencia entre Justo Sierra y Rafael Altamira, para ambos, el hispanoamericanismo se fundamentaba en una relación entre países pares.23
También Jaime del Arenal Fenochio y Andrés Lira han dado continuidad en sus investigaciones a la presencia de Altamira en México. El primero, diplomático mexicano e historiador del derecho, a quien he mencionado antes, ha estudiado el discurso renovador de Altamira a partir de su explicación de la historia de la civilización española, destacando el papel del Derecho como un instrumento civilizador en el pueblo español y en América. Como ha dicho en más de una ocasión, “lo que a mí siempre me ha importado de él, quizá por mi formación jurídica, es el hecho de que Altamira fue ante todo un jurista; historiador sí, pero también jurista”,24 aunque un jurista que respondió a los problemas de su tiempo con la historiografía puesta al servicio de la paz, la comprensión y el entendimiento mutuo entre los pueblos.
Andrés Lira, en cambio, se ha interesado por la obra de Altamira de un modo más amplio y profundo, aunque indirecto, como profesor que fue de su maestro Silvio Zavala. El testimonio más claro de su rescate de la presencia de Rafael Altamira lo ha ofrecido a partir de una investigación en el archivo de Zavala, a través de la correspondencia intercambiada durante los años que conecta el inicio de la guerra en España, la incorporación al trabajo intelectual en México de Zavala y el apoyo que brindó a su maestro para sacarlos a él y a su familia de Europa con el fin de que se establecieran en México.25
Por un lado, algunas de las cartas que Zavala recibió de Altamira y que Andrés Lira se encargó de rescatar, corroboran los apuros económicos que vivió el maestro español a partir de 1939, cuando se encontró totalmente solo en la Francia ocupada por los alemanes, sosteniendo a los once miembros de su familia ante el cese de sus funciones como juez del Tribunal de La Haya. Una situación que Clara E. Lida encontró también en las cartas enviadas por Altamira a Alfonso Reyes.26 Aquí, la novedad estriba en el interés de Andrés Lira por la vida personal de ambos historiadores y los detalles que la correspondencia ofrece acerca de las publicaciones de Altamira en México que se concretaron en la década de los treinta, a pesar de múltiples dificultades, pero también las que se realizarían incluso después del fallecimiento de Altamira, acerca de las cuales hay rastros e insistentes noticias.
A pesar de que no es algo en lo que él mismo se detenga a reflexionar o de lo que ofrezca mayor explicación, es muy interesante el modo como Andrés Lira recuerda la circunstancia de un exilio político. Al menos en México, la imagen cada vez más difundida del exilio español ha llegado a tener una connotación eminentemente cultural e intelectual, dejando de lado que los exiliados abandonaron su país por diferencias políticas, aunque no todos fueran republicanos, olvidando también que el exilio intelectual fue una minoría frente al mayoritario exilio de oficios y profesiones. Me parece que, sin proponérselo, Andrés Lira ha sido un historiador del proceso de institucionalización y profesionalización de los estudios históricos en México que ofrece además un caso que resultaría excelente para discutir los recientes planteamientos acerca del exilio y que lamentablemente se han centrado en filósofos o “pensadores”, dejando de lado a historiadoras e historiadores.27
El último trabajo desde la perspectiva mexicana que quiero comentar es un artículo de Guillermo Zermeño, quien desde hace más de diez años se ha ocupado de la obra de Altamira en el contexto de la cultura histórica moderna. En su artículo “Rafael Altamira o el final de una utopía modernista”,28 Zermeño no se muestra como un especialista en la obra de Altamira o del exilio español, pero sí como un teórico que comienza por considerar la importancia del concepto de civilización en la obra de Altamira, una civilización cuya crisis se manifiesta de muchas maneras y que, al final, no sólo mostraría el desencanto y derrota del propio Altamira, sino -y esto es lo que más valioso del artículo de Zermeño-, el análisis del legado de la historia de la civilización a la que pertenecerían tanto Altamira como Fernand Braudel, inscritos en el problema de la modernidad que busca reformarse autorreferencialmente.
Esta es la conclusión a la que llega Zermeño, sobre todo tomando en cuenta El proceso histórico de la historiografía humana (1948), el último libro “epistemológico” de Altamira, cuya publicación se habría producido cuando la presencia de Altamira en México tendía a desaparecer. Es más, su escasa recepción y hasta franco “ninguneo” en la historiografía mexicana podría explicarse según Zermeño, por varias razones: porque Altamira “no se incorporó plenamente a la vida intelectual del exilio”, porque hasta en su discípulo Zavala, su influencia apenas puede advertirse y porque era de avanzada edad cuando se encontró con una nueva generación de estudiantes y colegas mexicanos, que no sólo vivían el auge del indigenismo, sino también la creciente influencia de la historiografía francesa, aparentemente más atractiva como historia total y como historia de la civilización.
Sin embargo, todo esto sólo es parcialmente cierto, ya que Silvio Zavala sí continuó hablando en términos de civilización y fue desde esta perspectiva que desarrolló tanto el enorme proyecto del Programa de Historia de América del Instituto Panamericano de Geografía e Historia como la historia de México, así como su interés por la obra de Justo Sierra, también un historiador de la civilización, concepto que pudo complementar con las obras de Lucien Febvre, Charles Morazé o Fernand Braudel, por ejemplos.
Según Zermeño, al menos en el Proceso histórico de la historiografía humana, Altamira parecía incluso resbalar por los vicios de “anacronismos modernizantes”,29 de ahí que, a la postre no sólo hubiera tenido escasa influencia en la historiografía mexicana, su trabajo representó también el final de una utopía irrealizable en México o en cualquier otra parte, lo cual vale la pena pensar con más detenimiento, pues la idea que Rafael Altamira difundió en España desde la primera edición de Cuestiones modernas de historia (1904), coincidía con la todavía “muy alemana” forma de acometer la historia de la historiografía que comentó Gooch- y que Altamira pondría finalmente en claro en su Proceso histórico de la historiografía humana, al manifestar que los lectores habrían de comprender cómo las generaciones de muchos siglos habían podido legar una posición sólida en la manera de concebir y exponer la historia de la humanidad y de cada uno de los pueblos antiguos y modernos. La finalidad de la historiografía era preparar a sus alumnos para que, además de “recibir su doctrina historiográfica, vieran por sí mismos el proceso que durante siglos fue trazando la curva conceptual de la Historia como literatura que busca el relato y la explicación de las actividades humanas creadoras del hecho antropológico de la vida social”.30
Al reconocer que la nueva edición del Proceso histórico de la historiografía humana fue un verdadero parteaguas que dejó al descubierto las publicaciones en México sobre la obra de Altamira, conviene ahora enumerar los libros de este historiador: Técnicas de investigación en la historia del derecho indiano (1939), Los cedularios como fuente histórica de la legislación indiana (1945), Bibliografía y biografía de Rafael Altamira y Crevea (1946, Apéndice, 1948), Máximas y reflexiones (1948), Manual de investigación de la historia del derecho indiano (1948), Proceso histórico de la historiografía humana (1948), Tierras y hombres de Asturias (1949), Ensayo sobre Felipe II hombre de Estado. Su psicología general y su individualidad humana (1950), Diccionario castellano de palabras jurídicas y técnicas tomadas de la legislación indiana (1951), El derecho al servicio de la paz. Cuestiones internacionales (1954) y Biografía intelectual y moral de don Francisco Giner de los Ríos (1955), los dos últimos, publicados de manera póstuma. a los que es preciso agregar numerosas contribuciones en libros colectivos, revistas y periódicos, entre 1937 y 1949.31 Como se puede ver, no es breve la obra de Altamira publicada en México, aunque ya no tuvo tiempo para completar sus investigaciones, poner en orden escritos previos o reeditar aquellos que, como Máximas y reflexiones, le interesaban mucho más por su contenido personal.
Desde luego México no fue el único país hispanoamericano en el que Altamira publicó antes y después de su exilio, pero sí el más importante después de su natal España y por delante de Argentina, donde existe constancia de su Resumen histórico de la independencia de la América española (1910) y apareció por primera vez Autonomía y descentralización legislativa en el régimen colonial español: siglos xvi a xviii (1945), Los elementos de la civilización y del carácter españoles (1950), la reedición de su Manual de historia de España (1946), así como la traducción del libro colectivo Hombres de Estado (1939 y 1946) por la editorial Hachette, del que originalmente formaba parte su ensayo sobre Felipe II.32 Sin embargo, las investigaciones de Hebe Carmen Pelosi y Gustavo Hernán Prado han sido más contundentes para conocer a detalle la recepción y los aportes historiográficos de Altamira en los países sudamericanos, particularmente en la enseñanza de la historia en Argentina, sin descuidar el antecedente del Grupo de Oviedo al que pertenecía Altamira cuando emprendió su viaje de 1909, así como el andamiaje institucional que respaldó las iniciativas de la Universidad de Oviedo.33 Es significativo cómo las investigaciones de Gustavo Prado nacieron preguntándose por las razones del éxito del viaje de Altamira en 1909, mientras que en México la cuestión fue por qué el desconocimiento de su libro de 1948, de su obra en general y hasta de su propia persona.34 Para no hablar de un verdadero “vencido”, como Altamira se calificó a sí mismo en uno de sus últimos artículos de México, resulta conveniente observar las diferentes etapas de recepción de su obra, y preguntarnos cómo y por qué desde determinado punto de vista parece un hombre del pasado que no tiene nada qué decir a la historiografía mexicana de mediados del siglo XX y ahora, a principios del siglo XXI, un clásico de indudable actualidad.
Altamira en la historiografía española
La creciente labor que un número cada vez mayor de investigadoras e investigadores han realizado en España para revalorar la obra de Altamira en el último cuarto de siglo, amplía y diversifica las contribuciones hispanoamericanas.35 En primer lugar, resulta imposible pasar revista a cada libro o artículo, siguiendo un orden cronológico. También debe tomarse en cuenta que en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes existe una sección especial que concentra documentos, imágenes, noticias, estudios y, desde luego, casi todas las publicaciones de Altamira que pueden ser consultadas y leídas de manera digital. A dicha biblioteca habría que agregar, al menos un par de blogs, como el administrado por Pilar Altamira hasta antes de su fallecimiento, además de la página de la Real Academia de la Historia, que proporciona información completa acerca del historiador alicantino.
Esta segunda sección no aspira a ser exhaustiva, sino más bien sistemática y crítica en la medida de lo posible, por lo inabarcable de lo publicado en España durante los años recientes. El punto de partida es 1967, en este año, Francisco Almela y Vives publicó un breve libro, con apenas 31 páginas, titulado Don Rafael Altamira, escritor valenciano. Mientras tanto, para celebrar el primer centenario del nacimiento de quien fuera uno de los miembros más ilustres de su claustro académico, la Universidad de Oviedo rindió un pequeño homenaje a Altamira, al publicar las contribuciones de José Ma. Martínez Cachero, Luis Sela Sampil y Ramón Prieto Bances dando mayor relevancia a su obra literaria y sus vínculos con la intelectualidad asturiana. Fueron, sin embargo, los primeros esfuerzos por recordarlo en España, después de su muerte en el exilio.
En 1968, Vicente Ramos escribió la primera biografía personal del alicantino con muchos detalles de su infancia y juventud, así como algunas imágenes familiares, en un extraño libro de la editorial Alfaguara, que desde una perspectiva regionalista incluye también títulos de literatura, entre los que destaca el nombre de Camilo José Cela. Más tarde, como Cronista Oficial de la Provincia de Alicante, Ramos le sumó a esta primera biografía Palabra y pensamiento de Rafael Altamira (1987), un libro no menos cargado de admiración e inspirado en el pacifismo de quien en dos ocasiones llegó a ser candidato al Premio Nobel de la Paz. Son dos libros con bibliografía muy completa, a partir del archivo de Altamira y el apoyo de su hija e hijo. Cabe observar que, sobre todo el primero, se publicó antes de la llamada transición democrática de España.
En el año de 1987, Rafael Asín Vergara gracias al Instituto de Estudios “Juan Gil-Albert” editó un volumen relativo a la vida y obra de Altamira, acompañado de las ponencias de un coloquio coordinado por Armando Alberola bajo el mismo tema y una exposición que viajó por Oviedo, México, Madrid y Valencia, en el marco de la constitución de la “Fundación Rafael Altamira”. El libro es valioso porque además de la reconstrucción cronológica de la vida y obra de Altamira, es un álbum que reproduce imágenes, documentos, cartas y fotografías del contexto intelectual y político del jurista e historiador. En 2002, la Fundación Francisco Giner de los Ríos (Institución Libre de Enseñanza), con la colaboración de la Residencia de Estudiantes y el mismo Instituto “Juan Gil-Albert”, organizaron otra exposición sobre la vida intelectual y la labor educativa de Altamira, bajo la coordinación del propio Asín Vergara y breve del mismo catálogo. Ambas publicaciones tuvieron la desventaja de proporcionar información escasa y con errores de los años 1944 a 1951 relativos al exilio de Altamira en México. Esto, seguramente debido, sobre todo, a la escasa información de la que se dispuso para esta etapa.
Aunque se trata de un rubro que bien podría tratarse por separado, el de las múltiples reediciones que los libros de Altamira han tenido en los últimos años, es importante mencionar que Asín Vergara, además de dichos catálogos y numerosos artículos y colaboraciones en obras colectivas, también fue responsable de prologar las nuevas ediciones de Historia de la civilización española (1988), La enseñanza de la historia (1997), Psicología del pueblo español (1997) y, con José María Jover, Historia de España y de la civilización española (2001). En esta misma línea cabe destacar la edición que José Martínez Millán hizo del Ensayo sobre Felipe II (1997), para la recién creada Fundación Rafael Altamira de Alicante.
Durante las décadas de los setenta y ochenta fue menos lo que se publicó en España acerca de Altamira y su obra. José María Ots de Capdequí y Javier Malagón, discípulos suyos en la Universidad Central de Madrid antes de la Guerra, y durante los primeros años exiliados con él en México, todavía lo recordaron en las páginas de la Revista de Historia de América y en la Revista de Occidente, mientras que Santiago Melón Fernández, también desde la Universidad de Oviedo, publicó El viaje a América del profesor Altamira. En realidad, este último estudio, aunque breve, adelantó el camino por el cual se habría de dar la recuperación definitiva de Altamira en España, como educador y representante de la llamada “Edad de plata” de la cultura española (1902- 1939), en la que el proyecto americanista del grupo de Oviedo jugó un papel fundamental.36
Es así como podemos explicar la publicación y las repercusiones del libro de Irene Palacio Lis, Rafael Altamira. Un modelo de regeneracionismo educativo (1986). Con él, se recordaron sus relaciones con Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate y Joaquín Costa, su papel como director general de Primera Enseñanza, así como su participación en la Institución Libre de Enseñanza, el Museo Pedagógico y la Extensión Universitaria que, sin llevar nunca a Altamira a simpatizar abiertamente con tendencias socialistas, sí lo mostraron como un activo promotor de la educación para todas y todos los españoles, sin que importaran edad, sexo o religión. Él mismo se pronunció en favor del ingreso que nunca se produjo de Emilia Pardo Bazán a la Academia y dedicó más de un artículo a la historia y la educación de las mujeres españolas. Gracias al libro de Irene Palacio, también se rescataron del olvido sus libros Cuestiones obreras (1914), Ideario pedagógico (1923) y Problèmes modernes d’enseignemente en vue de la conciliation entre les peuples et de la paix morale (1932), así como el ya citado libro La enseñanza de la historia (1891).
Una de las primeras reacciones importantes al libro de Irene Palacio, fue la publicación del libro colectivo que mencioné antes, coordinado por Armando Alberola, Estudios sobre Rafael Altamira (1987). Fue una publicación oficial, auspiciada por la Diputación Provincial de Alicante y la Caja de Ahorros de Alicante, que se esforzó por abarcar, por primera vez, toda la obra de Altamira. Participaron tanto autores ya reconocidos como jóvenes que luego profundizaron en sus propios temas, aunque siempre mostrando a Altamira como un precursor o un adelantado a su tiempo en muchos renglones de la nueva cultura española intelectual y académica del momento, incluyendo la participación del historiador francés Pierre Vilar y la mexicana Ma. Refugio González. No obstante, lo más importante han sido los resultados a largo plazo del libro de Irene Palacio, por un lado, motivar nuevos estudios sobre Altamira desde la pedagogía, y por otro, colocarlo como una figura imprescindible en el estudio de la historia del krausismo y regeneracionismo españoles.37
Entre los nuevos temas, para los que Altamira parecía tener mucho que decir, el de la teoría de la historia ha encontrado numerosas y relevantes contribuciones. A partir del artículo de José Antonio Maravall, “La concepción de la historia en Rafael Altamira” (1990), historiadores y filósofos como Manuel Tuñón de Lara, Josep Fontana, Luis G. de Valdeavellano, José Luis Abellán y José Luis Villacañas iniciaron un diálogo con el pensamiento histórico de Altamira que no ha cesado, desde su papel modernizador en el tránsito de la historiografía española del siglo XIX al siglo XX, la actualidad de su concepto de civilización en el contexto historiográfico europeo, su papel en el proceso de institucionalización de los estudios históricos, hasta la relación entre enseñanza de la historia y conocimiento historiográfico, no han dejado de aparecer nuevas referencias en artículos o libros, ahora escritos por más jóvenes investigadoras e investigadores.38
Y vaya que había tela de dónde cortar, desde Cuestiones modernas de historia (1904), Filosofía de la historia y teoría de la civilización (1915), Valor social del conocimiento histórico (1922), que fue su discurso de ingreso a la Real Academia de la Historia, pasando por el librito que Domingo Barnés tradujo como La enseñanza de la historia (1934), con las colaboraciones de Ernest Lavisse, Gabriel Monod, B. A. Hinsdale, Manuel B. Cossío y Altamira, hasta llegar, desde luego, a los artículos de la Revista de la Universidad en México y el ya citado Proceso histórico de la historiografía humana (1948).
Eva Ma. Valero Juan es otra de las investigadoras que más ha contribuido a la revaloración de Altamira en España en un rubro que sigue siendo polémico, ya no digamos en los países hispanoamericanos, sino también en España, con reflexiones agudas y muy críticas acerca del panhispanismo. Además de algunos artículos suyos, me refiero sobre todo al libro de Rafael Altamira y la “reconquista espiritual” de América (2003), una expresión ya de por sí polémica, no del todo ajena al pensamiento de Altamira, pero sí muy distinta de cualquier nuevo intento de imperialismo intelectual. Volver a leer a Altamira resultó más que obligado. Por una parte, se reeditaron y comentaron Mi viaje a América (2007) y La huella de España en América (2008), éste con prólogo de Ma. Dolores de la Calle. Por otra parte, Altamira volvió a ser considerado figura clave de la historiografía americanista española, dando lugar a estudios comparativos con la obra y la actuación de Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz, Ramón Menéndez Pidal y Modesto Lafuente durante la llamada primera madurez de los estudios históricos en España (1900-1936), durante la guerra civil (1936-1939) y el exilio para unos o la dictadura para otros.39
Otra publicación que trascendió los medios académicos y mereció elogiosas reseñas fue el monográfico de la revista Canelobre en su número 59, del verano de 2012, y que bajo el título de Rafael Altamira: una voz que sobrepasa el silencio, reunió casi doscientas páginas, enriquecidas con mucho material fotográfico, a un buen número de los ya reconocidos especialistas en la obra de Altamira. Con la coordinación de José Ferrándiz Lozano, escribieron desde Pilar Altamira, Francisco Moreno y Rafael Asín, hasta Gustavo H. Prado, Hebe Carmen Pelosi, Eva María Valero, José Luis Villacañas y Juan Manuel Ledezma. El número incluía un DVD con el documental Rafael Altamira, una generación excepcional, realizado por su bisnieto Álvaro Ramos, además de anunciar numerosas actividades organizadas por la Diputación Provincial de Alicante con motivo del 60 aniversario del fallecimiento de Altamira, como el establecimiento de los Premios de Investigación Social Rafael Altamira y las jornadas internacionales Rafael Altamira: idea y acción hispanoamericana.
Este trabajo se inscribe en la coyuntura del centenario del viaje de Altamira, la celebración del Año Internacional Rafael Altamira en 2011 y una larga serie de homenajes, conferencias, exposiciones y publicaciones, en un momento en el que la historiografía española está recuperando la memoria y se reapropia del exilio. Incluso en el ámbito personal y familiar el recuerdo de Altamira, con Pilar Altamira como principal cultivadora, se incrementa poco a poco. Hay otros espacios académicos de los que no me puedo ocupar aquí, que dan cuenta del significado historiográfico y la huella de Altamira en Estados Unidos, quien realizó un viaje de 1909-1910 invitado por la American Historical Association, durante el cual hizo amistad con Archer Huntington, fundador de la Hispanic Society, donde se conserva uno de los dos retratos que Joaquín Sorolla pintó del maestro alicantino. Estudios como los de C. P. Boyd, John E. Fagg y George L. Vásquez son muestra de la huella de Altamira, en un momento en el que estaba muy fresca la memoria de la guerra del 98 y se definían las pautas a seguir en la investigación científica de la historia.
Un último rubro al que quiero referirme es el de la publicación de documentos inéditos y cartas de Rafael Altamira. Como dije antes, en la Biblioteca Virtual Cervantes existe mucho material digitalizado y transcrito pero sin un orden y sentido históricos, son menos aprovechables. El libro editado por Andrés Lira, Exilio político y gratitud intelectual (2012), con las cartas tomadas del archivo de Silvio Zavala es de esta naturaleza. Otras publicaciones son Cartas inéditas de Rafael Altamira a Domingo Amunátegui Solar (2006), de María de los Ángeles Ayala, El camino de las letras. epistolarios inéditos de Rafael Altamira y José Martínez Ruiz ("Azorín"), con Leopoldo Alas ("Clarín") en 2011, así como tres libros publicados en 2012: El renacimiento ideal: epistolario de Joaquín Costa y Rafael Altamira (1888-1911) cuya introducción y edición es de G. J. G. Cheyne; Rafael Altamira, de José Luis Abellán, así como Rafael Altamira, José Lázaro Galdiano y La España Moderna (1889-1905), editado por María de los Ángeles Ayala y Javier Ramos Altamira.
Gracias a estos trabajos ha sido posible conocer la presencia de Altamira en Chile, sus años de formación, primeras publicaciones y cómo el historiador se fue ganando un lugar en la historiografía a través de relaciones intelectuales que aprovechó, cultivó y no olvidó.40 Sin lugar a dudas, es aquí donde cabe destacar un par de valiosas publicaciones de la Editorial Analecta de Pamplona: Lecturas americanas (2014), que compiló todas las colaboraciones de Altamira en la revista La España Moderna de Lázaro Galdiano, y La guerra actual y la opinión pública española (2014), texto que un siglo antes sirvió a Altamira para ofrecer una España alternativa, decididamente opuesta a la violencia inscrito en la línea del derecho internacional, en el que se publica también un profundo estudio preliminar de Yolanda Gamarra.
Para cerrar esta revisión general de la historiografía española sobre la obra y persona de Rafael Altamira, refiero los trabajos de Ignacio Peiró Martín, uno de los más destacados historiadores de la historiografía española en la actualidad. En el libro editado por María Llombart Huesca, Identidades de España y Francia. Un siglo de exilios y migraciones (1880-2000), ya había explorado “la educación patriótica de un historiador español: el primer viaje de estudios a París de Rafael Altamira” (2010). Sin embargo, su libro En los altares de la patria. La construcción de la cultura nacional española (2017) ofrece una de las reconstrucciones más completas de un periodo en el que la historiografía española se configuró alrededor del concepto de patria, la imagen cultural y nacional diversa que la mantuvo en tensión durante siglo y medio, hasta antes de 1939, cuando la cultura nacional española se desgajó en los más alejados y ocultos rincones de su territorio, se estableció como una sola y única cultura de la España nacionalista, o se exilió en una pluralidad de experiencias distintas por Europa y América.
Así, me parece que las investigaciones de Ignacio Peiró abren una perspectiva cultural mucho más amplia acerca del exilio republicano español, donde la vida de Rafael Altamira, como creo que casi la de ninguna historiadora o historiador del exilio mexicano, han sido tomadas en cuenta para formular nuevas hipótesis acerca del pensamiento exiliado. Una herramienta de consulta básica, el Diccionario Akal de historiadores españoles contemporáneos (1840- 1980), publicado por Gonzalo Pasamar Alzuria e Ignacio Peiró (2002), es un buen punto de partida para pensar de otro modo el exilio historiográfico español en América. En el caso específico de Altamira, al menos lo coloca en un sitio más justo dentro del contexto general de la historiografía española del siglo XX.
Conclusiones
Es posible afirmar que existe un carácter general en la tarea del historiador que presenta Rafael Altamira y encontrar un sentido integral en toda su obra. A pesar de que no todo lo escrito por el alicantino fueron historias propiamente dichas, el presente estudio historiográfico permite distinguir una constante en la relación del carácter liberal de su hispanoamericanismo, con el tema aparentemente teórico del valor social del conocimiento histórico. Lo que quiero decir es que tanto en México como en España se han privilegiado sus contribuciones como jurista y sobre todo como historiador. En ambos casos lo que se destaca es la amplitud de miras de su hispanoamericanismo, como divulgador y sistematizador de fuentes o como teórico de la historia.
Esto tiene mucho que ver con la distancia y la tensión entre lo escrito en México, en otros países americanos y en España acerca del maestro alicantino. La opinión se divide entre quienes encuentran una positiva herencia española de lucha por la libertad legada a los países hispanoamericanos, y quienes, por el contrario, no dejan de ver una aspiración imperialista entre los escritores de la península. Por fortuna se ha ido más allá de este nivel de debate. El estudio detenido y meditado de la vida y obra de Altamira superan el olvido en el cual ha quedado, debido a un nacionalismo y un americanismo mal entendidos en México durante la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI. En este sentido, tiene mayor importancia el carácter positivo del proyecto liberal, pacifista y regenerador de Altamira en favor de la convivencia internacional, que de ningún modo puede ser interpretado como imperialista.
Esto último no es algo que sólo toque a México y España. Aún sin la debida profundidad, es posible observar en casos como Argentina, Chile y Perú, tales proyectos regeneradores de manera más enfática y duradera en la enseñanza de la historia, en el que el ideario de Altamira fue retomado para la elaboración de planes y programas de estudio por la actualidad y modernización que implicaban dentro de los proyectos progresistas americanos, a diferencia de México, donde la enseñanza de la jurisprudencia y la extensión universitaria sirvieron al impulso revolucionario o a la consolidación institucional posrevolucionaria.
Si a esto fuera posible sumar un interés específico por el pensamiento historiográfico o por la historiografía como pensamiento, a la par de la filosofía, la poesía o la literatura, los vínculos culturales e intelectuales entre España y México resultarían menos artificiales y aparentes de lo que a veces resultan ser. Como dije al principio, no bastan los homenajes ocasionales o las memorias, en la historia de la historiografía, en el estudio de la historiografía española del exilio, hace falta también un mayor número de investigaciones de largo aliento. Y más que servir como medio, el caso de Altamira se nos presenta como un ejemplo verdaderamente paradigmático.
Por eso en estas páginas, mi propósito ha sido mostrar cómo en un recorrido historiográfico amplio no sólo es posible rebasar los límites de una diversidad de perspectivas sobre el mismo tema o la suma de multitud de investigaciones que nos entregarían a un único personaje. En realidad, el balance historiográfico de lo que se ha hecho o dicho acerca de Altamira permite la concurrencia de diversas disciplinas, tan variadas como fueron sus intereses, así mismo, su experiencia histórica del exilio es un ejemplo clave para entender cómo su actuación y su pensamiento incidieron teórica y políticamente en la conformación de un nuevo paradigma de la disciplina histórica a ambos lados del Atlántico, superando con mucho los límites que ciertos partidos o banderas ideológicas podrían haber impuesto a su proceder en un momento dado.
Por eso me parece importante tomar a la historia de la historiografía como una suerte de caleidoscopio que, gracias a la concurrencia de los más variados intereses políticos, epistémicos o personales, permiten reconocer y acercarse a los diferentes conceptos que un intelectual como Altamira se fue allegando para constituir sus idearios pedagógico, político, literario e historiográfico. A la pregunta de cuál es el lugar que ocupa Altamira en la actualidad en la historiografía española, mexicana, y por qué no, hispanoamericana, podemos responder que se trata de un historiador cuya obra sigue generando preguntas fundamentales para entender América y la modernidad americana.