Entre los siglos XVIII y XIX asistimos -revoluciones mediante- al tránsito de imperios regidos por sistemas de Antiguo Régimen a Estados nacionales de corte constitucional organizados con base en la centralización del poder, la homogeneización étnica y lingüística de la población, la burocratización de la administración pública, la racionalización fiscal del territorio, una economía política capitalista, la monopolización de la violencia a través de fuerzas del orden y armadas profesionales, así como la secularización de la vida social. La soberanía radicaría a partir de ese momento fundacional en el Estado y éste, por consecuencia, no admitiría disputa a su voluntad, que es la de los ciudadanos.
La pretensión más ambiciosa que los arquitectos intelectuales y políticos del Estado moderno a ambos lados del Atlántico se plantearon fue crear instituciones ejecutivas, regulativas y comunicativas, cuya legitimidad no emanara de una fuente extraterrenal sino de la metafísica de un pacto social. La operación desplegada consistió en dislocar lo sagrado desde el reino de Dios hacia el dominio de la Nación. De ahora en más, la acción social debería ser motivada por estructuras cívicas y subjetividades seculares, no por estados anímicos y existenciales propios de sistemas religiosos. Por cuanto el supuesto sociológico inherente a la configuración política moderna ha sido el de la pluralidad, que garantiza la existencia del conflicto canalizándolo por la vía pacífica de la creación de consensos, la diversidad y la libertad religiosa son enarbolados como principios irrenunciables.
Para el caso mexicano, el anhelo por una sociedad emancipada en su vida diaria de los resortes religiosos nunca terminó de materializarse. Las dinámicas de la cultura política, los debates en la opinión pública y las relaciones y representaciones que aglutinan lo colectivo han estado impregnadas de símbolos, mitos y rituales de la religión históricamente hegemónica: la católica. Es así como se vuelve necesario un estudio del catolicismo que abone a comprender las contradicciones, continuidades y coyunturas no solo del campo religioso sino de la historia de México en su totalidad. Para atender esta empresa se dieron cita las plumas de Antonio Rubial, Brian Connaughton, Manuel Ceballos y Roberto Blancarte. La tesis global es vertida por Rubial en su introducción a la obra: “no [ha existido] algo como la institución monolítica que nos presentaban el discurso apologético o la denostación anticlerical del pasado” (p. 14).
La visión de conjunto que el libro ofrece comprende una gran variedad de temáticas. Sea las particularidades de la dinámica interna de la denominación católica mexicana con los cursos de acción de la jerarquía eclesiástica, el clero diocesano, las órdenes y la feligresía con sus organizaciones laicas. O las relaciones entre la Iglesia y el Estado, las clases políticas, los sectores empresariales y la sociedad en sus distintos periodos históricos, desde el proceso de conquista y los siglos del Virreinato hasta la convulsa vida independiente del México decimonónico, la etapa posrevolucionaria y los años que transcurren del siglo xxi, oscilando entre la confrontación y la cooperación. ¿Cómo ha incidido la Iglesia católica en el sistema cultural de la sociedad mexicana, o a la inversa, con qué especificidad cultural han diferenciado a la Iglesia católica los mexicanos?, ¿cuál ha sido su papel en los procesos políticos y económicos del país y de qué maneras éstos han incidido al interior de la Iglesia? Desde mi perspectiva, estas podrían considerarse las preguntas que articulan los textos reunidos en esta Historia mínima.
El primer capítulo revisa la historia de la Iglesia novohispana desde su establecimiento en territorio mesoamericano hasta la etapa del reformismo borbónico. Rubial narra cómo la victoria militar sobre las poblaciones amerindias, navegando en el complejo entramado geopolítico local, fue seguida por la imposición del cristianismo y la suplantación de la tradición cultural de Occidente en América. Saliendo triunfal de los primeros siglos de persecución a que la sometió el Imperio Romano, la Iglesia había consolidado su poder terrenal tras sobreponerse al Cisma de Oriente, al Papado de Aviñón, a la Querella de las Investiduras y a la Reforma. En los territorios incorporados se fueron estructurando, la Iglesia episcopal organizada en curatos y avocada a la administración sacramental, junto con la Iglesia monacal constituida por doctrinas llamadas a la evangelización.
Para adaptarse al medio americano y brindar directrices a la institucionalización de la estructura eclesiástica, se convocaron tres concilios provinciales en los que se “forjaron una serie de métodos que se intercambiaban en asambleas organizadas por obispos y provinciales para unificar criterios” (p. 31). La educación de las nuevas élites coloniales fue de primer orden, por ello tuvo lugar la fundación del Colegio de San José de los Naturales y del Colegio de Santa Cruz Tlatelolco, así como de las escuelas de Texcoco y Tlaxcala para las niñas nobles. Además, entre los primeros prelados, Rubial resalta la labor en defensa de los indios contra los excesos de los encomenderos a que se volcaron Zumárraga, Las Casas y Quiroga. La Iglesia y la Corona en la Nueva España, aunque con continuas controversias, eran pilares del orden imperial, que operaba a través de un sistema fiscal basado en la Bula de Santa Cruzada, el diezmo y el tributo indígena, un sistema político fundamentado por el Regio Patronato, así como de un sistema de control social ejercido por el Tribunal del Santo Oficio para vigilar la moral pública y corregir las desviaciones doctrinales de los cristianos, y por el Provisorato de Indios y Chinos en cuya jurisdicción se juzgaban las idolatrías. Otros temas abordados son el conflicto entre las pretensiones autonomistas de los frailes y los esfuerzos de secularización de los obispos; el papel de los cabildos catedralicios y las elecciones conventuales como espacios de actuación de las élites criollas; o la cuestión de la devoción a imágenes milagrosas, los santuarios de peregrinación y las cofradías como elementos de cohesión e identidad para mestizos, indios, esclavos, criollos y españoles.
En el segundo capítulo, Connaughton recorre el devenir de la Iglesia entre dos reformas animadas por un mismo espíritu secularizador: las borbónicas y las liberales. Alentaba a los Borbones consolidar una jerarquía de mando a favor del absolutismo en una monarquía católica, limitar la inmunidad económica del clero, restringir el envío de dineros a Roma, circunscribir la injerencia eclesiástica en asuntos temporales y moralizar las prácticas de la fe. Este programa se cristalizaba en el anhelo de Gálvez de poner en orden las finanzas de las cofradías, moderar los gastos suntuarios y dedicar “los sobrantes a obras de caridad que contribuyeran a la utilidad pública” (p. 97). Al examinar el sermón y la pastoral del periodo, el autor asoma al desplazamiento de la retórica barroca por la neoclásica, con el mensaje de salvación y esperanza de trascender deslizando al memento mori. Más que rechazarse, ahora el mundo debía redimirse.
La invasión napoleónica caldeó ánimos que de suyo se encontraban desosegados por la expulsión de los jesuitas, el alejamiento de las élites criollas de la administración local y las crecientes cargas fiscales impuestas a los novohispanos. Para los leales a Fernando VII, las abdicaciones de Bayona habían dejado una Corona acéfala y, siguiendo el concepto de devolución de la soberanía al pueblo, era necesario que Nueva España se gobernara con autonomía, al decir de fray Talamantes. Connaughton detalla los vaivenes de la Iglesia durante el proceso independentista. Especial atención presta a los debates intelectuales sobre la guerra justa (Crespo y Cos) o los límites teológicos del acatamiento a la superioridad (San Martín).
La consumación de la independencia no significó el final de las pugnas. En la cultura política del México decimonónico la liturgia de la fe se unía a su paralelo secular, atravesada por sermones patrióticos en los templos, presentaciones amenizadas con oraciones cívicas en las plazas locales, miembros del gobierno figurando en primera fila en las misas y actos políticos festejados con Te Deum. El resto del acápite ofrece una radiografía de las discusiones que escindían al nuevo país, por lo que respectaba al patronato, la tolerancia religiosa y la libertad de prensa y la desamortización. La participación de la Iglesia en la dictadura de Santa Anna, la Guerra de Reforma y la Intervención Francesa radicalizaron al partido liberal en sus metas de individualizar la propiedad para intensificar la explotación de recursos y dinamizar la economía, terminar los derechos colectivos para desbaratar el corporativismo, ampliar el poder fiscal, educativo y administrativo del Estado y menguar la jurisdicción eclesiástica. Hasta 1857 había persistido, como era típico en las sociedades atlánticas, “un constitucionalismo que explícitamente unía Estado e Iglesia” haciendo de México un Estado confesional. La nueva Carta Magna y la posterior constitucionalización de las Leyes de Reforma separaban ambas esferas, situación que fue aprovechada por los obispos para velar con autoridad exclusiva sobre los asuntos eclesiásticos, cumpliendo “de esta manera extrañamente con un antiguo sueño de los reformadores borbónicos: multiplicar las diócesis y crear un mando espiritual más efectivo sobre la grey” (pp. 153-155).
La historia de la Iglesia durante el régimen porfiriano y hasta los años de la Cristiada, con particular atención a la influencia de la doctrina social de la Rerum Novarum, es contenida en el tercer capítulo. Ceballos observa los reacomodos de las fuerzas políticas que siguieron a la caída de Maximiliano y la proscripción del partido conservador del juego electoral. El campo católico quedó reconfigurado en tres vertientes: la tradicionalista-integrista, los católicos sociales, y la liberal-demócrata. Díaz dedicó no pocos bríos a afianzar la nueva religión de la patria presentando a Juárez como el “sumo sacerdote de la República” (Altamirano), cuya tumba era “altar de la patria” (Sierra). Autores conservadores como el padre Garibay, Bulnes, Sánchez Santos o Cuevas criticaban la adoración de Juárez con la que se intentaba parodiar la perseguida religión de Cristo.
Durante el primer periodo del mandato de Díaz, tres cuestiones son centrales en el texto: la política de conciliación (tildada de ficción por intelectuales católicos como Banegas Galván o J. Correa), la recepción de la Rerum Novarum de León XIII a la luz de las especificidades mexicanas, y la romanización del clero en manifiesta oposición a tendencias galicanas. Con el despunte del nuevo siglo, la efervescencia se hizo sentir en varios rincones de un país que se notaba insatisfecho con la dictadura. En tanto San Luis Potosí fue el escenario donde se integró la Confederación de Clubes Liberales, en Puebla, Morelia, Guadalajara y Oaxaca tenían lugar los primeros congresos católicos, donde la militancia allí reunida se ocupó de temas religiosos como la cuestión mariana y, más veladamente para no transgredir los términos del statu quo, los derechos de los trabajadores y las obligaciones patronales para elevar el nivel de vida de la población, el alcoholismo, los asuntos indígenas, la beneficencia y la vacunación de niños, considerando que la mejor manera de solucionarlos era mediante el pensamiento social cristiano. El discurso del ingeniero Leaño sobre el salario que se debía pagar al obrero por encima de la ley del precio corriente para no imponer a éste una violencia que reclamará justicia es elocuente.
Posteriores experiencias de asociacionismo político serían los Operarios Guadalupanos, la Unión Católica Obrera, la Unión de Damas Católicas, la Asociación Católica de la Juventud Mexicana y el Partido Católico Nacional. Aunque el pcnPCN no había apoyado a Huerta en las elecciones de 1913, tras la Decena Trágica el partido quedó aislado y anatemizado, enemistado con Huerta y acusado por los constitucionalistas de legitimar el régimen espurio. Ceballos, sin embargo, recuerda que “varios católicos pagaron con cárcel en San Juan de Ulúa su oposición a Huerta, como Gabriel Fernández Somellera, presidente del PCN, y Eduardo J. Correa, director de La Nación, periódico oficial del mismo” (p. 205).
La relación de las facciones revolucionarias con el catolicismo fue diferenciada. Si los zapatistas manifestaron deferencia al obispo de Cuernavaca y portaban el estandarte guadalupano, villistas y carrancistas eran más bien anticlericales. El triunfo de Carranza aseguró la imposición del espíritu anticlerical en la constitución de 1917, prohibiendo votos religiosos, prescribiendo educación laica, regulando propiedades eclesiásticas, impidiendo asociaciones políticas confesionales y negando personalidad jurídica a iglesias. En respuesta, los católicos discurrieron al campo social con la Liga Católica Campesina, la Confederación Nacional Católica del Trabajo, la Unión Nacional de Padres de Familia, los Caballeros de Colón o el Secretariado Social Mexicano.
El ambiente de aparente entendimiento se esfumó cuando Calles ordenó regular el 130 constitucional, en cuya reacción se organizó la Liga Nacional de la Defensa de la Libertad Religiosa. Los hechos se precipitaron: cierre de templos y suspensión de culto en protesta, levantamiento en armas de los sinarquistas, respuesta militar del Estado. Fue hasta que Calles nombró al cacique obregonista de Tamaulipas, Portes Gil, como Secretario de Gobernación, que las asperezas al interior de los sonorenses se limaron y se logró un acuerdo con la Iglesia. Un acierto de Ceballos es resaltar que no todo el catolicismo mexicano era como el de los cristeros, después de todo, también quienes los combatían eran católicos.
El último capítulo, de Blancarte, atiende el periodo comprendido entre los acuerdos de 1929 y el modus vivendi hasta los efectos del Concilio Vaticano II y la Iglesia en la era de la democracia y los populismos. 1929 permitió a la jerarquía eclesiástica recuperar el control de la interlocución con el Estado y desincentivar la rebelión. De esta nueva actitud surgió la Acción Católica Mexicana para involucrar a los seglares en el apostolado actuando en el campo social. El modus vivendi tomó forma cuando Cárdenas declaró que no combatiría los credos ni consideraría la cuestión religiosa un problema. “En los hechos, el gobierno mexicano ofreció a la jerarquía una mayor tolerancia en materia educativa, a cambio de una renuncia a intervenir en cuestiones sociales”, teniendo claro que cualquier participación en lo económico o político “sería limitada y estaría bajo sospecha” (p. 222).
El recelo con que la Iglesia veía a Estados Unidos y el panamericanismo permitió un acomodo oportuno con el nacionalismo antiimperialista posrevolucionario, luego reanimado en el clima de Guerra Fría por la paranoia anticomunista tanto de los católicos como del Estado mexicano. Las tendencias al interior de la Iglesia durante el resto del siglo se condensan en dos Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano: Medellín, 1968 y Puebla, 1979. En el primero los sectores progresistas allegados a la Teología de la Liberación habían logrado sacar adelante una agenda social que promoviera la opción preferencial por los pobres y el compromiso de la Iglesia con el Cristo sufriente. En México fue representada por el obispo Méndez Arceo, el padre Velázquez y el ingeniero Álvarez Icaza. En Puebla, Juan Pablo II impuso una visión socialmente conservadora y teológicamente ortodoxa. Si bien durante la guerra sucia numerosas guerrillas urbanas estaban integradas por exmiembros de movimientos estudiantiles católicos y comunistas desencantados por las posiciones reformistas de sus organismos, el episcopado prefirió acercarse al Estado para garantizar la victoria sobre tendencias radicales dentro y fuera de la Iglesia. Pero la ambigüedad fue el tenor predominante: ante el Halconazo, por ejemplo, el cardenal Gabiri condenó la violencia estudiantil, mientras que el Secretariado Social Mexicano se pronunció contra la represión estatal. Si el arzobispo Corripio respaldaba la versión oficial sobre la guerrilla, el arzobispo Almeida manifestaba su rechazo a verla como grupos de robavacas y asaltabancos, explicando el conflicto a partir de situaciones de violencia institucionalizada que generaban violencia de respuesta seguida por violencia represiva.
El respaldo general que la Iglesia dispensó al régimen de la Revolución no obstó para combatir cuando se tratara de ideologías inaceptables para su concepción moral. Tal fue el caso de la política demográfica inaugurada por el Consejo Nacional de Población con la píldora anticonceptiva, y los libros de texto gratuitos con sus contenidos sobre educación sexual, teoría evolutiva y los sistemas socialistas. El capítulo va tocando su fin conforme desarrolla los siguientes efectos: las reformas de 1992 que eliminaron los elementos más anticlericales de 1917 para regresar al espíritu liberal de 1857; el aumento de complejidad social con su correlato en la pluralización del campo religioso (tanto en la diversificación de orientaciones morales entre católicos, como en el aumento de las conversiones); y de la apertura democrática del régimen y la llegada a la presidencia de liderazgos populistas de derecha (Fox) y de izquierda (López Obrador). Blancarte concluye aduciendo que el proceso de secularización social de la población católica mexicana no ha disminuido y la tendencia a sostener posturas morales y culturales independientes de la jerarquía continúa en aumento