Introducción
Una manera de acercarse al pensamiento de las personas es a través del estudio de su producción escrita y, dentro de los escritos de un autor, son de especial interés las cartas personales en las que sin ambages revela lo que piensa sobre personas o situaciones particulares.
En el caso de Miguel Palomar y Vizcarra, su correspondencia es abundantísima y, entre otros méritos, tuvo el acierto de conservar copia de prácticamente toda ella. Siguiendo únicamente su correspondencia, se podía hacer un estudio mucho más extenso de lo que ahora se ofrece, pero se ha elegido una carta concreta situada temporalmente en un momento privilegiado dentro de su trayectoria política: la campaña electoral del general Ángel Flores en contra del general Plutarco Elías Calles, esto es, un momento de cierta distensión entre los católicos -a quienes se jactaba de representar-, y los gobiernos revolucionarios. Estas circunstancias en las que nuestro personaje no se encontraba ante una amenaza real o imaginaria de ninguna especie, que lo llevara necesariamente a escribir sobre un tema acuciante o especialmente vivo, permiten que en el documento que se presentará dentro de este trabajo se respire una libertad muy grande para escribir sobre sus convicciones de fondo en torno a la situación del país y nos presente un análisis más apegado a sus personales opiniones.
Para contextualizar el documento que se ofrecerá, primero se describen las trayectorias personales del redactor y el destinatario; después se mencionan algunas circunstancias que nos facilitan encuadrar la carta en la realidad que se estaba viviendo en el país y, al mismo tiempo, se anticipan algunos elementos especialmente a considerar durante la lectura del escrito -que viene inmediatamente después- y, finalmente, se cierra con unas consideraciones finales que en modo alguno pretenden zanjar un asunto cuyo debate se abre más que cerrarse con la lectura de esta carta: las motivaciones de fondo de la actuación de Palomar y Vizcarra en los años que siguieron, primero con el levantamiento cristero y luego con la resistencia clandestina de los años treinta.
1. Miguel Palomar y Vizcarra: una modalidad del pensamiento católico intransigente
Uno de los ideólogos que influyeron mayormente en el pensamiento católico intransigente de principios del siglo xx es Miguel Palomar y Vizcarra, cuya abundante producción escrita no ha sido del todo estudiada.1 Quizá, en parte, porque su pensamiento ha sido desvelado en dos extensas entrevistas que concedió en los años sesenta y que se hallan publicadas: una a la pareja de investigadores estadounidenses James y Edna Wilkie, y otra a la historiadora Alicia Olivera Sedano.2 Sin embargo, este valioso material no agota lo que se puede alcanzar a través de su correspondencia, discursos y numerosos folletos.
De la entrevista a Olivera,3 se desprende que en su juventud había sido juarista, pero cambió su postura política cuando leyó una biografía del presidente de Ecuador García Moreno. A partir de ahí, se interesó por aportar soluciones a la cuestión social y se dio cuenta que había que pasar de las obras de caridad a la acción cívica,4 pues, en la cuestión agraria, por ejemplo, estaba todo por hacer. Se unió a otros correligionarios para, todavía durante el gobierno de Porfirio Díaz, organizar diferentes congresos católicos en los que se estudiaba el modo de mejorar la situación laboral de obreros y campesinos. Promovió la fundación de las cajas Raiffeisen, como instrumentos para luchar contra la usura y facilitar el acceso al crédito a los pequeños propietarios, aunque desde el principio entendió que por sí solas no bastarían para resolver el problema agrario. Junto con otros “católicos de acción” intervino en la fundación del Partido Católico Nacional (PCN) y como diputado en Jalisco favoreció diferentes reformas sociales, como el reconocer la personalidad jurídica de los sindicatos. Detrás de algunos de los artículos de la Constitución de 1917 veía “leyes que no tenían otro fin que aniquilar a la Iglesia católica”, por lo que participó activamente en las elecciones de 1920 y 1924 donde los católicos apoyaron las candidaturas de Alfredo Robles Domínguez, contra el general Obregón, y del general Ángel Flores, contra Plutarco Elías Calles. Posteriormente, participó en la fundación de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, en 1925 y, ya iniciada la resistencia armada de algunos católicos en contra de las disposiciones anti religiosas de Calles, intervino activamente en el conflicto, aunque sin tomar las armas, pues no se consideraba con carácter para ser un jefe militar; sí, en cambio, para incidir en la opinión pública a favor de levantamiento armado. Fue uno de los críticos más acérrimos de los arreglos entre el episcopado y el gobierno de Portes Gil, con los que se concluyó la guerra de los cristeros. Por ejemplo, del delegado apostólico ad interim para México, Mons. Fumasoni Biondi, afirma que a su juicio fue una de las personas que más mal ha hecho a la Iglesia en la historia de México,5 a causa de que favoreció, en lo que pudo, que se llegara a un acuerdo con el gobierno para restablecer la paz. De los prelados que suscribieron los arreglos con el presidente Portes Gil, afirma que entregaron la educación de la juventud en manos de la Revolución sectaria. Una vez acordado el modus vivendi, Palomar y Vizcarra continuó su labor para que el ala intransigente de los católicos prosiguiera con su acción cívica.
Una pregunta que pudiera surgir es si el calificativo de intransigente se le puede aplicar a Palomar y Vizcarra únicamente por haber persistido en la idea de mantener la resistencia armada una vez que se dieron los arreglos, y la respuesta es no. Más bien esa persistencia posterior a los arreglos es producto de una visión anterior, de una concepción de un cristianismo ligado a la acción cívica (y militar, cuando no hubiera de otra) cuyo único descanso sería el triunfo de lo que él consideraba la razón de su lucha: instaurar un supuesto reinado de Cristo en el plano temporal.6 La intransigencia, por tanto, se mantendría en tanto no se consiguiera dicho objetivo. Y, para ello, buscaría encontrar razones, incluso teológicas -o supuestamente teológicas- para justificar acciones como el tiranicidio,7 el levantamiento armado, las mutilaciones...8 Como otros intransigentes, estaba convencido de que la lucha había de seguir por los medios que fueran resultando oportunos.
Precisamente por esto una de las críticas más repetidas y más duras que Palomar hace es a los clérigos que, en su momento, fueron partidarios del camino de la conciliación y no de la confrontación. Ya se ha mencionado la oposición a los jerarcas que celebraron los arreglos, pero antes que ellos la crítica había sido para Antonio J. Paredes, por su colaboracionismo con el régimen de Carranza,9 y para el delegado apostólico Ernesto Filippi, por el buen trato que mantuvo con el presidente Obregón, hasta el momento de su expulsión. Sobre este último, narra en su entrevista con Olivera algunos puntos que también serán tocados en su carta a David G. Ramírez con más amplitud:
Debo decir que el señor Delegado Apostólico, hombre de cultura europea, pero no de la esos, semisalvaje -la llamaría así-, del señor Obregón y de todos los revolucionarios, creyó que, a fuerza de diplomacia, como se acostumbra en Europa, podría él llegar a amansar a Obregón, y hasta habló de un concordato. El señor Filippi creyó que iba a tener concordato, y cuando estaba, creo, que más optimista, tuvo que ir a la ceremonia de bendecir en un lugar privado, porque el cerro del Cubilete era privado, propiedad precisamente de un señor Macías que había sido constituyente del año 1917, don Natividad Macías. Pero nada, por un decreto así, a rajatabla, se expulsó al Delegado Apostólico; hubo movimiento de opinión tremenda; a nosotros aquello, a los que formábamos la extrema derecha o la extrema izquierda de los católicos, nos llenaba en cierta manera de una dolorosa satisfacción el hecho que le había pasado al Delegado, porque ya le habíamos anunciado que iba a suceder algo desagradable.10
En efecto, la expulsión del delegado permitió a los radicales tener manos libres para volver a pensar en un levantamiento armado como camino posible para instaurar un gobierno que les satisficiera. Por ello, buscaron con el apoyo a la candidatura de Ángel Flores conseguir el pretexto necesario para levantar en armas al país contra el régimen revolucionario.11
Nacido en el siglo XIX, nuestro personaje formaba parte de un sector de la sociedad que resentía todavía los efectos de la guerra contra Estados Unidos y veía un peligro en el expansionismo norteamericano: “ese grupo próximo a una experiencia histórica dolorosa, la guerra con los Estados Unidos, la pérdida del territorio, la penetración, trataba de defenderse del impacto de la cultura anglosajona, parapetándose en los valores hispánicos. Este grupo era profundamente antinorteamericano”.12
La defensa de la hispanidad, esto es, afirmar que España fue la gran civilizadora de México, así como la desconfianza en todo lo que pudiera proceder de Estados Unidos, país señalado frecuentemente como la causa de muchos de los males que aquejan a México e, incluso, a la Iglesia católica, serán dos puntos abordados casi ininterrumpidamente por Palomar y Vizcarra.13
Ligado a esto, subsiste en los escritos de Palomar la preocupación constante de que el catolicismo norteamericano -al que descalifica porque los católicos americanos “no tienen la formación mental de los mexicanos, no comprenden los sentimientos de éstos y sobre todo, los intereses nacionales norteamericanos, inspirados por un agudísimo imperialismo, los obliga a posponer a éste los verdaderos intereses de la Religión y de nuestra Patria”-14 pueda tener eco tanto en la Santa Sede como entre los obispos mexicanos.
Por ello, aprovechando la venida a México del cardenal canadiense Roger Villeneuve en 1945, le entregó un pliego petitorio en el que, entre otras cosas, solicitaba: “Obtenga de la Santa Sede que no se trate ninguno de los asuntos eclesiásticos, ni de las orientaciones que deben darse a los católicos mexicanos, especialmente los relacionados con los intereses de la patria mexicana, a través de los organismos civiles o eclesiásticos residentes en Washington”.15
Finalmente, para terminar de describir el autor del documento que se va a presentar, cabe añadir su simpatía por las hipótesis de complot de carácter mundial orquestado por la unión de fuerzas notoriamente disímbolas, sino es que incluso contradictorias. Sirva como ejemplo la siguiente frase:
Por lo que se refiere a nosotros, los católicos mexicanos de la intransigencia, “los radicales blancos”, nos alegramos de los errores cometidos por los católicos norteamericanos, porque al fin, ya que el mundo judío-liberal-masónico-capitalista-anglo-sajón se está resquebrajando, esperaremos que nos alumbren otros astros, y que la libertad venga, íntegra y santa, por obra de la reintegración magnífica de la Hispanidad.16
2. David G. Ramírez
Sobre el destinatario de la carta hay mucho menos que decir; no obstante, no se trató de un personaje trivial sino, hasta cierto punto, de otro de los ideólogos del catolicismo intransigente, un sacerdote católico nacido en 1889 en Oaxaca, ordenado en 1918 y, en el momento de recibir la carta de Palomar y Vizcarra, recién había terminado su doctorado en Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Más tarde, durante algún tiempo fue el secretario particular del arzobispo de Durango, José María González y Valencia.17 Estuvo desterrado entre 1927 y 1936. Y al inicio del conflicto religioso escribió un folleto que alcanzó bastante difusión en España.18
Escribió tres novelas bajo el seudónimo de Jorge Gram: Héctor, La guerra sintética y Jahel. En cada una de ellas buscaba crear un clima de admiración hacia quienes arriesgando todo se habían levantado en armas en contra del gobierno en defensa de sus derechos religiosos.
En su primera novela, el padre Ramírez se aboca a demostrar la licitud de la resistencia armada a un gobierno opresor, incluso la obligación de que los cristianos tomaran las armas en determinadas circunstancias para defender la fe. Al mismo tiempo, trata de desbaratar los argumentos de los sacerdotes y católicos en general que son partidarios de sufrir una injusticia antes que cometerla. A los que, siguiendo la doctrina de Jesucristo, proponían “poner la otra mejilla”, les responde: “¡Dios no nos quiere borregos, sino leones! ¡No somos los secuaces vergonzantes de un Cristo mendigo: somos los vasallos inmortales de un Cristo Rey…!”.19
La segunda de ellas planteaba la necesidad de una guerra teledirigida hacia objetivos específicos, esto es, evitar la prolongación innecesaria y poco fructuosa de una lucha entre hermanos para enfocarse en la eliminación directa de los que, a su juicio, eran los causantes de los ataques a las libertades religiosas: “La guerra sintética se cifra en esto: ¡Poca sangre y mucha victoria! ¡Poca bala y mucho tino! ¡Siempre a las cabezas; a las cabezas siempre!”20 Su publicación coincidió con el momento en que diversos grupos de católicos habían retomado las armas contra el gobierno en lo que se conoce como la Segunda.21 Un momento en que el episcopado había tomado cartas en el asunto para inhibir los levantamientos armados, incluso con amenaza de excomunión a quienes participaran. Por ello, la difusión de una obra de tal género contravenía las disposiciones de los obispos y del papa Pío XI, quienes habían indicado a los católicos que para la reivindicación de sus derechos prescindieran de la opción armada. Así que la posesión, venta y distribución de La guerra sintética fue prohibida en varias diócesis por los respectivos obispos.22
Ya en 1923, según relata Catón, el padre David G. Ramírez había arengado a sus compañeros del Colegio Pío Latinoamericano en Roma con estas palabras:
Hemos predicado el Evangelio de la paz y hemos olvidado por completo el Evangelio de la guerra. Saboreamos el Cantar de los Cantares, pero no pasamos los ojos por el Libro de los Macabeos. Imprimimos muchísimas novenas a la Señora de Guadalupe, pero no hemos equipado ni un solo soldado... Esto vir fortes, et pugnemus pro populo nostro et pro civitate Dei nostri. Seamos hombres fuertes y combatamos por nuestro pueblo y por la ciudad de nuestro Dios. ¡También por Jesucristo deben tronar los cañones! (…) Los templos me parecen campamentos, mi propia sotana se me antoja cuajada de entorchados y galones... Por eso nosotros, hijos de ese México que siempre os amará, os pedimos, Excelentísimo Señor, bendigáis las espadas con que vamos a abrir paso a la justicia y a la libertad. 23
Con estas pocas pinceladas podemos acercarnos al interlocutor de Palomar y Vizcarra en la carta que se ofrece más adelante.
3. Circunstancias y contenido de la carta
Después de unos años en relativa calma desde la muerte de Carranza, primero con el gobierno de transición de Adolfo De la Huerta y, luego, con los tres primeros años de Álvaro Obregón, el país parecía encaminarse hacia una vida más institucional y de estabilidad social, cuando, en septiembre de 1923, una vez que se vio que el candidato del presidente sería el general Calles, se dio el rompimiento entre De la Huerta y el obregonismo. Lo que en un principio se perfilaba como una campaña electoral entre dos facciones con mucha fuerza, se convirtió en una nueva rebelión armada que inició en diciembre de 1923. Por más que fue apoyada por una buena parte del ejército, en tan solo tres meses las tropas leales a Obregón lograron sofocarla.24
La carta fue escrita en marzo de 1924, cuando está a punto de ser aniquilada por completo la rebelión delahuertista que, a la vista de Palomar, trajo, entre otros beneficios, que “se dispersó el triunvirato”, esto es, la supuesta alianza para gobernar el país existente hasta ese momento entre Obregón, Calles y De la Huerta. No esconde su antipatía por este último, a quien llama cínico, al mismo tiempo que muestra su asombro por la popularidad que gozaba entre los católicos mexicanos, incluso entre alumnos del Colegio Pío Latinoamericano. Cabe decir que, en las mismas fechas en que De la Huerta se había separado del gobierno de Obregón para buscar la presidencia con el apoyo del Partido Cooperatista Nacional, Palomar y otros políticos católicos se hallaban impulsando la candidatura del general Ángel Flores, hacia quien deseaban llevar el voto católico.25
Cuando Palomar escribe la carta, Flores se encontraba ya en plena campaña en contra del candidato oficial, Plutarco Elías Calles. En su epístola, Palomar se queja de que Flores haya preferido que en los actos de campaña no se presentaran ni Palomar y Vizcarra, ni René Capistrán Garza, por considerarlos “una rémora” que afectaría el buen éxito de la campaña. Hay que recordar que, en buena parte, la candidatura de Ángel Flores se debía a que, encabezados por Palomar y Vizcarra, los políticos católicos que habían formado parte de extinto Partido Católico Nacional (pcn), junto con otros grupos sociales, habían buscado a un revolucionario con prestigio, como era el general Flores, para que a través de su figura pudieran arrebatar el poder al grupo de Obregón por la vía democrática. Y ahora, ya en campaña, este prefería que los dos líderes católicos más reconocidos, Capistrán y Palomar, ni siquiera hicieran acto de presencia.
Por el texto de la carta, nos damos cuenta de que fue escrita a lo largo de tres semanas “con miles de interrupciones” y “de primera intención”, esto es, sin premeditar cada una de las ideas vertidas en ella, sino más bien escribiendo lo que iba brotando de lo más profundo de su corazón, por lo que el mismo Palomar solicita comprensión si en algún momento llega a deformar la situación o a dibujarla con un tono demasiado sombrío. Este dato, por otra parte, nos permite inferir que lo vertido en la carta es fiel reflejo de lo que en esos momentos pensaba y sentía el autor.
En ese análisis de la situación del país, señala como causa de los males que padece a la ignorancia de las clases bajas y al egoísmo y tacañería de las clases altas, junto con otros motivos, entre ellos la acción conciliadora de Antonio J. Paredes durante el régimen de Carranza y la de Mons. Filippi en el gobierno del general Álvaro Obregón, las causas externas las reduce a una: “la Casa Blanca”, con sus negras intenciones de impedir a toda costa que los católicos intervengan en los asuntos públicos del país.
A su juicio, la salvación de la Patria solamente puede venir del clero, “de manera que, si esta fuerza no acciona, definitivamente México está perdido”. No obstante, muchos prelados no lo ven de la misma manera, incluso entre los sacerdotes, junto con algunos que ven con simpatía a los católicos orientados a la acción cívica, sin embargo, “no son pocos los que nos ven con aversión o con indiferencia”.
Las críticas más fuertes de la carta se las llevan quizá la orden de los Caballeros de Colón y el ex delegado apostólico Ernesto Filippi, a quien dedica más de una página. La primera, por tener unos estatutos basados en la realidad norteamericana y no mexicana y por haber reiteradamente “impedido formar un criterio sano para juzgar las cuestiones político-religiosas”, esto es, por no haber apoyado incondicionalmente las soluciones propuestas por el grupo de ex integrante del PCN afín a Palomar. De Filippi, en cambio, señala que su presencia “fue en extremo dañosa para las libertades que los católicos debemos conquistar en México. La intención de tan excelente Prelado seguramente que no pudo haber sido más recta, pero los procedimientos empleados, el juicio que de la situación mexicana él se formó, no pudieron ser más desacertados”. Reitera que nunca debió acercarse a los revolucionarios ni confiar en ellos, censura su apertura de comer con algunos políticos liberales e incluso haber bautizado a un hijo de Félix Fulgencio Palavicini, quien “se permitió en su periódico insinuar que el rigor de los principios de la Iglesia ya no era tan grave en ciertos asuntos”. En resumen, “resultado general de esa política del Sr. Delegado: mayor desconcierto entre las desconcertadas filas católicas, y un debilitamiento de la acción”. Nuevamente se observa en Palomar una oposición a toda actitud que tendiera a buscar una solución que permitiera la sobrevivencia de las dos posturas, la de su grupo -que él hacía extensiva a todos los católicos- y la revolucionaria, dentro de un marco de convivencia respetuoso; para él no existía lugar para el diálogo con quienes no apoyaran su opción única: un gobierno oficialmente católico de acuerdo a sus propios parámetros.
Esta visión subyace en la abundante correspondencia de nuestro personaje y son muchas las cartas que se podrían ofrecer ahora como ejemplo. Se ha elegido presentar esta carta por la extensión y la riqueza de contenido, así como por haber sido escrita antes del conflicto armado de los años 1926-1929 que llevaría a que nuestro autor se centrara en escritos posteriores en la descalificación de los arreglos entre la jerarquía y el gobierno, por un lado y, por otro, en la glorificación de los que se habían levantado en armas o seguían en pie de guerra.
Pasemos ahora a examinar el texto completo de la carta.
4. Carta de Miguel Palomar y Vizcarra al Pbro. Dr. David G. Ramírez
México, marzo 9 de 1924.
Sr. Pbro. Dr. D. David G. Ramírez.
ROMA.
Muy estimado Sr. Doctor, Padre y amigo:
Hace ya varias semanas que tuve el gusto de recibir la muy grata que se sirvió Ud. dirigirme con fecha 26 del pasado diciembre. Quise luego contestar, pero consideré que debía demorar un poco mi carta, en espera de que se despejase el horizonte, pero sigue este negro, como nuestros tristes destinos, aunque, al parecer, ya va cesando la lluvia, la tormenta de sangre, que de nuevo se desencadenó sobre la Patria. De allí que me haya determinado, sin esperar más, a dirigir a Ud. la presente, deseoso de exponerle, con ruda franqueza, la situación, tal como yo la he visto y continúo viéndola.
Sé que voy a causar a Ud. una pena muy honda y que corro el riesgo, si no de escandalizarlo, sí de que tema Ud. que la atmósfera en que me agito de tal manera haya influido sobre mi ánimo, profundamente contristado, que, cuando menos, exagero y que no tengo clara visión de la situación positiva del país y de la condición en que se encuentran los intereses católicos en México.
Voy a hablar claro, clarito, y al consignar mis juicios en esta carta, quiero hacer constar que no me anima el deseo de desahogar mi corazón, no, sino que al consignar aquellos con toda la rudeza de mi carácter meridional, puedan ser utilizados, y autorizo a Ud. para que haga de mis declaraciones el uso que más convenga, siempre que Ud. estime que ello pueda redundar en bien de nuestro México adorado y, sobre todo, de los intereses católicos en este país. Ya se entiende, Sr. Doctor, que esto que voy a consignar no podrá darse a la prensa, toda vez que ello no beneficiaría a la Causa Sagrada y traería males que a nadie aprovecharían.
Suplico a Ud. también que me haga el favor de perdonarme si en mi exposición incurro en ciertas faltas que la hagan, en algunos puntos, poco clara, pues escribo de primera intención y no me es posible pretender revisar mi trabajo, porque la lucha diaria profesional y algo de los trabajos de acción social en que intervengo, me tienen saturado de ocupaciones y cuidados que muy poco tiempo me dejan para dedicarme, como lo deseara, a grata labor, como ahora lo hago, de departir con personas que piensan, quieren y sienten como yo siento, quiero y pienso.
Preciso el punto de vista en que me coloco para juzgar la situación de los católicos mexicanos. No como político los considero, sino antes que todo y sobre todo, me coloco como católico que desea que en su Patria reine la libertad para la Iglesia y para las conciencias. No privilegios, sino el derecho común, porque creo que estamos en la extrema de las hipótesis. Considerando así la cosa, no dejo en realidad de ser mexicano que ama entrañablemente a su país, porque bien sé que debo buscar el reino de Dios y su justicia y todo lo demás vendrá por añadidura, y, en el caso, buscando la libertad, busco a Dios y su justicia y esa “añadidura” es, forzosamente, el engrandecimiento de la Patria.
En suma: lo que se quiere, lo que se anhela, es su libertad, que nadie se interponga entre sus rayos benditos y nosotros.
¿Cuál es nuestra situación? Díganlo los artículos tercero y quinto, veintisiete, ciento treinta de la infamia de Querétaro; díganlo todas las medidas secundarias tomadas para aniquilar a la Iglesia, para destrozar los planteles católicos, las instituciones de beneficencia católica, las organización sociales católicas; [dígalo] la propaganda oficial sectaria, desde la proscripción del Santo Nombre de Dios en las escuelas, hasta la distribución descarada en las mismas, del infame folleto de un abominable hombre anticoncepcionista; díganlo… Añada Ud., Sr. Doctor, todo lo que sabe bien, que si al fin y al cabo, por más que ennegrezca el cuadro, se ha de quedar corto.
¿Qué hacer para remediar tanto mal? De tejas arriba, impetrar la misericordia del Señor, de cual tenemos los mexicanos una prenda bendita cuya consideración, en medio de nuestra desolación, arranca lágrimas de ternura: la Virgen Santa de Guadalupe. De tejas abajo, teniendo siempre la vista en alto y animado de la confianza en esa misma misericordia infinita, el remedio está, principalmente, primariamente, en una acción cívica enérgica, bien orientada, valerosamente sostenida, con la cual se deben ir borrando todas las disposiciones que nos ponen a los católicos en la condición de parias.
¿Qué impide esta acción y su desarrollo? He aquí lo amargo y doloroso, porque son muchos, y luego, procurando ser breve, analizaré cada uno de ellos. Partiendo de lo de más abajo:
La ignorancia de las clases bajas.
La tacañería y poquedad de las clases altas.
El concepto menguado y cicatero que de la Acción Católica tienen casi todos los católicos, hasta aquellos que se presentan como modelos.
La desorientación completa en que se encuentran, por ende, muchas obras de acción, la cápite, la Orden de los Caballeros de Colón.
La falta de Unión, de común acuerdo, de los Ilmos. Prelados mexicanos.
Las consecuencias de la conducta seguida por el Sr. Dr. Antonio Paredes, cuando estuvo rigiendo la Arquidiócesis de México, y de la política desarrollada por Mons. Filippi.
A consecuencia de lo anterior y tal vez de otras circunstancias semejantes, el desconocimiento o, mejor dicho, el conocimiento incompleto, unilateral que se tiene en la Santa Sede de la verdadera situación de México.
Todo lo anteriormente enumerado, y como ya lo previne, alguna o algunas otras circunstancias más que se me escapan, constituyen los obstáculos interiores, digamos así, para el desarrollo de la acción cívica.
Como obstáculos exteriores, basta y sobra con enumerar dos, que casi, casi, en la historia del México independiente se reducen a uno: el Gobierno llamado liberal y mexicano, y la Casa Blanca, así habiten en ella el rapaz Polk, el esclavero Buchanan, el bondadoso y antiesclavista Lincoln, el degenerado Wilson, el humanitario Harding o el reaccionario Coolidge (perdone Ud. la incorrección en escribir los nombres de los anteriores, pero Ud. me entiende y todos se pueden catalogar bajo un solo rubro: “la canalla yanqui”).
I. La ignorancia de las clases bajas y su poco arraigo, dada su situación económica más que miserable, deficiente, constituyen un obstáculo gravísimo para la acción cívica, pero estimo que es el que se puede vencer de suyo con más facilidad. Tengo la certeza de que si buena parte del pueblo no es nuestra, es porque no hemos sabido ir a él y, por tanto, me parece que todavía estamos en condiciones de reparar en parte las consecuencias de esta omisión: en las duras campañas que en Jalisco desarrollamos los católicos y en las cuales obtuvimos éxitos muy satisfactorios, pudimos cerciorarnos de que el corazón del pueblo es extraordinariamente sensible a los sacrificios que por él se hacen y que está dispuesto a corresponderlos. Han transcurrido ya más de diez años de aquellas campañas y con hondo sentimiento, casi con veneración, advierto que aquellos hombres del pueblo que nos comprendieron y que nos quisieron, siguen al pie de la bandera, sin claudicar, sin retroceder y sin darse por vencidos, cuando son incontables los jóvenes estudiantes de entonces y hasta personas de cierta posición social, que o bien se han pasado al enemigo de un modo resuelto, o han arriado la bandera y se han confinado a las estrecheces del hogar… y de la sacristía. Puedo aducir muchas pruebas en pro de la lealtad y nobleza del pueblo pobre de México, pero me basta, entre otras, indicar que en los estados de la Frontera, en donde el fervor religioso no es muy grande, ha bastado algún trabajo de predicación y de apostolado, para realizar muy consoladoras conquistas, en estos mismos tiempos de desorganización y de lucha contra la moral y la religión, Chihuahua, estado poco piadoso, al sentir el peligro de que fuera la Iglesia tocada en su libertad, se puso como cualquier otro estado de los más fervorosos del país, al lado de los que combatían por la libertad, y como Durango y mi estado natal, Jalisco, supo vencer.
II. La miseria moral de las clases altas es tan grande, tan incalificable en México, que me atrevo a decir con mucha frecuencia y no he logrado que se me contradiga con éxito, que en nuestra patria antes que haber problemas de las clases bajas, antes que el problema agrario, antes que todos los problemas sociales y políticos, existe el magno problema de las clases altas. Quiero decir que, por obra de una deplorable tradición, por obra del liberalismo porfirista, las clases altas de México no conocen lo que son ideales, no conocen lo que es dignidad de las clases, carecen totalmente de nociones del deber en ese orden. Sus doctrinas son individualistas, son hijas de un liberalismo trasnochado, y no han sabido aprender nada, absolutamente nada, de la espantosa revolución social que ha estado trabajando a México por tantos años. Siguen tan estrechas de criterio como en los tiempos prósperos de Porfirio Díaz y no saben hacer sacrificios pecuniarios de ninguna especie para salvar, no digo el honor de la clase (lo cual sería mucho pedir), sino siquiera el bienestar de la generación que debe sucedernos. Con motivo de la organización de la Liga Política, he tenido ocasión de comprobar, una vez más, al grado de que decía yo a un viejo amigo mío con quien solía tratar hace cerca de veinte años de estos asuntos, que yo, entonces me había formado un concepto muy desfavorable de las clases altas, y que ahora, con toda franqueza, declaraba que me había equivocado: su miseria moral es más honda, es más grave, es más irritante, de lo que yo entonces pensaba.
Al juzgar este obstáculo lo creo de tal naturaleza, que me parece que lo mejor es procurar aprovechar los buenos elementos que en esas clases se encuentran, conquistar algunos de los jóvenes que a ellas pertenecen y que tal vez puedan cooperar con la acción, y el resto, con la ayuda de la clase media y de la pobre, redimirla, a pesar de ella misma.
III. Uno de los más grandes daños que nos hizo la paz porfirista fue el formar en la conciencia de los católicos un concepto tal de lo que es y debe ser la condición de católico, que con dedicarse a obras de piedad, con confinarse en el templo, con organizar funciones religiosas, se puede decir que se llega a la meta ideal. La acción política en defensa de los derechos de la Iglesia, el intervenir como católico en la vida pública, el intentar llevar a las asambleas legisladoras y administrativas la palabra de Cristo, ¡qué horror, casi, casi, qué profanación, qué pecado! Abundan, son legión, los católicos fervorosos que consideran como el mayor elogio que de sí puede hacerse, el declarar que jamás se han ocupado de esos asuntos y su determinación de ni siquiera pensar en salir de ese estado, en verdad miserable, escandaloso, porque constituye para la juventud católica un ejemplo en extremo pernicioso.
Por eso es que somos unos cuantos infelices, semiexcomulgados, los que creyendo que tenemos el derecho y, más que todo, la obligación de proclamar que sólo Cristo Jesús nos puede salvar como nación, pero bajo la condición precisa de que se reconozca a la Iglesia la libertad completa de accionar y desarrollar sus conquistas. No hemos tenido el valor de morir esos infelices, pero hemos tenido la resignación de ser vistos con indiferencia y con desprecio por aquellos que debieron estar con nosotros y hemos arrostrado con entereza el tener que llevar esa especie de sambenito que nos cubre. No crea Ud. Sr. Doctor, que hay en esto exageración, es la verdad y tanto más dura cuanto que Dios casi nunca nos ha concedido algún éxito que pudiésemos hacer valer para obtener adeptos, salvo las victorias que hace más de diez años obtuvimos los católicos de Jalisco y Zacatecas.
Y al referirme a la indiferencia o el desvío de los católicos, no excluyo a los Sres. Sacerdotes, pues aunque es cierto que algunos, si se quiere, muchos, ven con interés y cariño la acción cívica, no son pocos los que nos ven con aversión o con indiferencia. Al juzgar Ud., por tanto, en su carta que contesto, que esa simpatía o esa cooperación no nos ha de faltar, está Ud. en el error, porque la verdad es que el estupor causado por la Revolución, por una parte, y el espíritu infiltrado en todas las clases sociales por el abominable liberalismo porfirista, amén de otras causas, ha alcanzado a buena parta del venerable Clero.
IV.- Es natural que si tal es el estado general de los espíritus, se resientan de él casi todas las asociaciones y obras católicas. Hay, sin embargo, sus estatutos y sus bases fundamentales, no deben mezclarse en política, se procura infundir en sus socios, mediante los círculos de estudios, sus asambleas generales, sus publicaciones, etc., etc., la conciencia del deber cívico en toda su plenitud. La Asociación de Damas Católicas también ha sabido comprender, al menos, en buena parte, el deber cívico, pues en su primera asamblea general se dedicó a estudiar el punto de la libertad de enseñanza.
Casi todas las demás asociaciones (excluyo también la Confederación Gral. Católica del Trabajo, cuya sede está en Guadalajara), casi todas las demás, digo, vegetan en una tristísima modorra semibeata que llena de tristeza y pena. Ud., bien sabe lo que es la Orden de los Caballeros de Colón. Institución que no carece de mérito y que ha logrado alistar un número muy grande de católicos de edad madura, pero que por las que luego voy a señalar, tiene una marcadísima tendencia a pretender ignorar la existencia del deber cívico. La Orden fue establecida en México en pleno régimen porfirista, predominando durante algunos años el elemento norteamericano. Después fueron ingresando mexicanos y ahora puede decirse que quedan pocos de aquellos y predominan éstos de un modo definitivo. Pero la tradición sigue dejando sentir su influencia, y ella se ve sostenida por una meticulosa y en extremo inconveniente interpretación de los estatutos, que establecen la neutralidad de la Orden en asuntos políticos. Los estatutos son yanquis y adaptados a la índole y necesidades de los católicos americanos; en la República vecina puede explicarse la acción política fuera de todo interés religioso y moral y por ese motivo, no hay ningún inconveniente en que los católicos militen en cualquiera de los partidos tradicionales, el Demócrata o el Republicano. Pero en nuestra Patria no es igual: por causas que Ud. bien conoce, salvo las reyertas domésticas de los diversos partidos o facciones sectarias y liberales, en las que los católicos no debemos entrar, por razones de decencia y hasta de aseo, o de higiene, el hecho real, el efectivo, es que en México la verdadera lucha se entabla alrededor de la Cruz: se trata de saber si México ha de ser cristiano o pagano. Y ante ese terrible dilema, salen sobrando interpretaciones meticulosas: debemos defender la libertad de nuestras conciencias y de la Inmaculada Esposa del cordero. Tan es así, que en los mismos EE.UU. de América cuando surge el conflicto escolar en alguno de los estados, cuando se ve amenazada la libertad de enseñanza, las escuelas parroquiales, todas a una, acuden a la defensa, entre ellas los mismos Caballeros de Colón. Es de sentirse en extremo ese estado de espíritu de muchos que integran la Orden, porque esto ha impedido formar un criterio sano para juzgar las cuestiones político-religiosas. Figure Ud. que hemos tenido que declarar que ciertos señores pertenecientes a la Orden se hayan presentado a votar por sectarios, haciendo ostentación de que eran grados muy altos de la Orden y que ahora se encuentra en cierto puesto un individuo que tiene inclinación grande por el más sectario y furibundo de los candidatos. Y todo, o gran parte, por la famosa neutralidad…
Debo sin embargo, hacer constar que entre muchos de los Caballeros se encuentran personas que tienen un criterio más varonil y cristiano.
Soy tan severo al juzgar de las tendencias actuales de la Orden, porque considero la institución de suma importancia y por ende, muy dañosa su orientación… o desorientación, mejor dicho. A uno de sus actuales personajes le he declarado que con esa manera de conducir la institución, se trabaja, en realidad, contra los intereses católicos y que, por tanto, la desorientación en la tendencia actual de la Orden puede estimarse como uno de los muchos castigos con que es probada nuestra patria infeliz.
V. Entro en un terreno extraordinariamente escabroso, pero me he propuesto decir toda la verdad… y allá va mi sentir.
Abomino, Padre, de los directores laicos de los Ilmos. Prelados, porque he sentido con harta frecuencia su desastrosa influencia y por tal causa, si me permite consignar algo con relación a estos puntos tan delicados, es porque deseo que se advierta la situación en que nos encontramos y, si es posible, se salve a la Nación, poniendo remedio.
Pues no se trata de otra cosa: el estado de descomposición a que ha llegado el país es tal que no existe ninguna otra fuerza de reconstrucción y de saneamiento, que la Iglesia, que el Clero, de manera que si esta fuerza no acciona, definitivamente México está perdido. Al hablar de los Ilmos. Príncipes de la Iglesia en nuestra patria y decir que hay poca unión entre ellos, que no existe un programa común señalado por ellos, que desarrollar, no pretendo constituirme en acusador, Dios me libre de ello, sino que simple y sencillamente digo y estoy cierto de que muchos dicen que en esa unión, en ese común acuerdo, está la salvación, y como mexicano solicito que a mi patria se le preste ese único y soberano auxilio. Bélgica se salvó de la escuela sectaria y de los furores del liberalismo de Frère-Orban y de los liberales de 1884, por obra directa de sus valerosos prelados; Alemania resistió el empuje brutal de Bismarck, conducida por sus Obispos; Holanda goza la escuela confesional con todas las garantías que pueden desearse, porque sus prelados dieron en 1864 la palabra de orden… y los Ilmos. Prelados Belgas, alemanes y holandeses llevaron a los católicos a la victoria, porque obraron de acuerdo.
La falta de esto entre nosotros debilita hasta el aniquilamiento cualquier acción de reconquista, pues mientras se encuentra uno a quienes reciben con afecto y simpatía los esfuerzos que se hacen en pro de una acción cívica, solemos con positiva pena advertir la indiferencia casi hostil de otros y el desprecio de algunos. No hace mucho uno de mis amigos se acercó a un Ilmo. Prelado y al enterarse de los proyectos de acción social que hemos pretendido desarrollar, fue rechazado con estas o parecidas palabras: “Qué asco: ni se hable de eso”. Que no se diga que cada católico va a seguir la orientación dada por su Prelado o que se atenga a las enseñanzas de la Santa Sede: así opinan personas para mí de criterio muy sano.
La verdad es que el estudio de las enseñanzas de la Santa Sede, sobre todo, de las Encíclicas de León XIII, suministra normas seguras y bases firmísimas para la acción cívica, pero esas enseñanzas no alcanzan a muchos, mejor dicho, alcanzan a poquísimos, y se van desvirtuando por el silencio que se vive con relación a esas mismas normas. Se puede pensar así que no son de aplicación a México, que nuestras circunstancias son especialísimas. ¿Qué mucho se piensa o se puede pensar así en nuestro país, en que la abstención política es tradicional, cuando entre los mismos católicos americanos se estima que las normas citadas no son para ellos?
Menos eficaz es el que cada cual se atenga al parecer de su Prelado. Esto, salvará la conciencia de cada quien, pero impedirá que la acción sea efectiva. Entre el Ilmo. Prelado que enseña que se deben defender los derechos de la Iglesia por medio de la acción cívica y al que declara que no se debe luchar en ese terreno, por tales o cuales razones, es seguro que abundarán los que estén con el segundo, porque resulta mucho más cómodo… Y la acción común no queda debilitada, no: queda aniquilada.
Se está pretendiendo desde hace algún tiempo abrir una campaña contra el artículo tercero constitucional, el más infame y el más efectivo de los artículos sectarios. Pues bien: ya uno de los Ilmos. Prelados ha manifestado que estima que con esa campaña vamos a perder todo o lo poco que nos queda. -¿Qué hacer?
Este desacuerdo es tanto o más grave, cuanto que por obra de la ignorancia de nuestro pueblo y la ignorancia también de ciertos católicos, que no pueden estimarse adocenados, no es menester para hacer ineficaz cualquier esfuerzo en el sentido que vengo indicando, el que venga una franca desaprobación, sino que basta un gesto, un ademán de desprecio, para que quede sin colaboradores en aquel intento. Porque para esos trabajos, luego se va a pedir consejo, sin perjuicio de que ese mismo pueblo ignorante y esos católicos de sacristía se cuiden de ir a oír el parecer del Prelado o del Párroco para tomar tierras robadas, para lanzarse a la revuelta o para entrar en arreglos y convenios con políticos sectarios… Hace poco, un caballero de S. Gregorio Magno, rico, buen cristiano, etc., ha dado un banquete en sus propiedades a cierto candidato que ha declarado su intención de perseguir a la Iglesia y que ha dado pruebas inequívocas de odiarla cordialmente…
Si se quieren pruebas, las daré…
Para terminar este punto he de decir a Ud., que si bien es cierto que no me acerco mucho a los Ilmos. Prelados, porque no es mi carácter muy dispuesto a hacer antesalas, la verdad es que no creo que mi testimonio pueda ser visto con desconfianza, porque se estima que soy para ellos persona poco grata: remito a Ud. un folletito que escribí hace tiempo, para probarle que les soy antipática y añado que ni el Ilmo. Sr. Arzobispo de Guadalajara obtuvo para mí, sin que mediara insinuación alguna por mi parte, el título de Caballero de S. Gregorio.
VI. Debido a cierto distanciamiento de que todos o casi todos los católicos nos dimos cuenta, entre el Ilmo. Sr. Mora y del Río y el Sr. Dr. D. Antonio Paredes, que entró en 1914 al Gobierno de esta Arquidiócesis en forma un poco penosa, el propio Sr. Paredes envió a Roma a un sacerdote español, el P. Laca o Llaca, y este Sr. logró infundir graves desconfianzas contra el Episcopado mexicano. De allí que en Roma se comenzara a ver, según entiendo, con suma desconfianza la labor desarrollada por los Sres. Prelados en orden a los intereses de los católicos, relacionados con los poderes públicos.
Creo no sufrir un error si digo que a consecuencia de esa actitud de Roma la desorientación de los Ilmos. Prelados fue muy grande y continúa siéndolo, pues, como dejo dicho, mientras hay algunos que siguen considerando que debe accionarse en el terreno político, otros se abstienen de dar su parecer en ese punto y los hay que han amenazado con desautorizar la acción política por medio de una pastoral.
Esa discrepancia de parecer, ha venido a aumentarse todavía más con el contacto en que se ha estado con los Ilmos. Prelados norteamericanos, quienes, juzgando las cosas con criterio yanqui forzosamente tienen que equivocarse al tratar de aplicar ese criterio a nuestra situación. Me parece a mí que ha de ser difícil encontrar actualmente entre las naciones que se llaman civilizadas, más honda diferencia en carácter, tendencias, tradiciones, ideales, etc., etc., que la que existe entre los norteamericanos y nosotros. Es por demás que yo señale circunstanciadamente los motivos de esa diferencia.
Resueltamente nuestros hermanos los católicos norteamericanos están perfectamente incapacitados para juzgar de nuestra situación y lo único que deberían hacer, y que no hacen ni creo que harán, es influir sobre su Gobierno para que no nos martiricen.
Voy a tocar el punto más delicado y con temor de lastimar los sentimientos y afectos personales de Ud., pues sé que Mons. Filippi es grandemente estimado por los alumnos del Pío Latino, pero me he propuesto decir la verdad, y allá va. Todo se reduce a decir que la labor del Sr. Delegado fue en extremo dañosa para las libertades que los católicos debemos conquistar en México. La intención de tan excelente Prelado seguramente que no pudo haber sido más recta, pero los procedimientos empleados, el juicio que de la situación mexicana él se formó, no pudieron ser más desacertados.
Creyó seguramente el Señor que la diplomacia mexicana era igual que la europea y que esos individuos que ahora mandan en México, por [ser] casi unos primitivos, podrían ser vencidos por la cortesía del Viejo Mundo. Desde luego, con una precipitación rarísima, se hizo de amistad con Palavicini, el falsísimo y audaz Palavicini, quien con una audacia y un descaro sin nombre, le llevó a bautizar a su propia casa, a un hijo habido con su manceba legal. Pues ha de saber Ud. que Palavicini fue el primero que aprovechó la ley del divorcio expedida por Carranza, el Viejo Inmundo, y aún hay quien diga que precisamente por él y para él se dio la ley. Y Monseñor fue a la casa de la mujer y bautizó al niño y los periódicos publicaron la noticia y D. Félix Fulgencio de cuando en cuando se permitió en su periódico insinuar que el rigor de los principios de la Iglesia ya no era tan grave en ciertos asuntos. Excuso decir a Ud. que este primer paso causó una pena hondísima entre los católicos.
Pero Monseñor estaba resuelto a amansar a estos fieros sicambros. Desautorizaba todo aquello que pudiera significar la organización de una defensa legal de las libertades de los católicos y entiendo que estimó que con habilidad iba a lograr hasta un concordato. Siguió recomendando El Universal, el periódico de don Félix Fulgencio, hizo antesalas a los Ministros que, según entiendo, lo sometían a humillaciones que mucho nos indignaban, y a los que hablaban de una defensa orgánica apoyada en la acción de los católicos, despachaba de mala manera (uno de ellos, yo).
Avanzaba él en sus trabajos, gozando hasta de los saludos que afectuosamente le enviaba desde su auto nuestro Presidente; ya se trataba, según se dijo, de que fuese recibido en un té semidiplomático en la casa de Pani, y cuando Monseñor menos lo pensaba, con grande asombro suyo, pero no de los que sabemos lo que son y lo que valen estos individuos trogloditas, de alma profundamente sectaria, la bestia dio el zarpazo y entonces, tal vez hasta entonces, Monseñor medio comprendió que había venido engañado y había vivido perfectamente engañado, siendo la burla y el escarnio de una turbamulta de canallas que no saben lo que es el respeto a la palabra empeñada y que dar coces es su oficio. Todas las circunstancias de la expulsión por violar las leyes, se le trató de la manera más atroz, se habló de proceso para los Ilmos. Prelados y, una vez obtenida la salida del Sr. Delegado del país, se echó tierra sobre todo, salvo la prohibición, espantosamente sectaria, de continuar el monumento a Cristo Rey en el Cubilete. Resultado general de esa política del Sr. Delegado: mayor desconcierto entre las desconcertadas filas católicas, y un debilitamiento de la acción.
Dios quiera que el enorme dolor que ha pesado sobre el alma atribulada de Monseñor Filippi haya sido parte para hacerle comprender que su juicio como el de casi todos los diplomáticos europeos, con relación a México, ha sido desacertado y en vista de ello, haya sido posible rendir informes más ajustados a la realidad, a la Santa Sede.
Casi, estoy por decir a Ud. que si yo fuese amigo de Monseñor, le exigiría, con todo el respeto que su alto carácter impone, que declarase que se equivocó, porque la salvación de esta patria desventurada así lo hace necesario.
De paso he dicho que todos o casi todos los diplomáticos europeos se han equivocado cuando se ha tratado de estudiar y resolver los problemas mexicanos, y es porque piensan que tratan con gentes normales, no con individuos amorales, escogidos exprofeso por la Casa Blanca para arruinar el país.
Cuando se celebraba o estaba por celebrarse el Centenario de la Consumación de la Independencia, vino como Enviado Especial un Sr. Magdalena o Magdalene, en nombre de D. Alfonso XIII. Un amigo mío de gran corazón, aunque no de grande inteligencia, fue a visitarlo y le dijo: Va a salir V.E. de este país con las manos en la cabeza. España había determinado amansar a los miembros, para que fueran respetadas las propiedades de sus súbditos: apenas España mandó a su Representante, los atropellos con los españoles comenzaron a ser mayores y sus fincas fueron lastimosamente mutiladas… El Sr de la Magdalena salió de aquí con las manos en la cabeza.
A mi juicio, solo un europeo se ha dado cuenta exacta de lo que es México y de lo que son los gobiernos mexicanos… Asómbrese Ud.… Blasco Ibáñez. Es cosa verdaderamente maravillosa que ese individuo de moralidad tan dudosa, que sólo estuvo aquí dos meses en un momento de agitación muy viva, se haya formado un juicio tan exacto de México, como él. He leído y releído su Militarismo Mexicano y cada día admiro más ese trabajo de observación. Suplico a Ud., Padre, que si no ha leído esa colección de artículos, las lea y las medite. Ya se entiende que hay que hacer algunas correcciones a sus juicios, pero en el fondo nada se puede objetar, salvo el que el autor que, según entiendo, es un mercachifle de su pluma, no tuvo el valor de decir que la causa fundamental de nuestros males se encuentra en la acción perseverante y dañada de los yanquis.
VII.- En este punto solo me he de limitar a decir a Ud. que los católicos seglares nunca o casi nunca nos hemos cuidado de exponer ante la Santa Sede nuestro particular punto de vista, y de ello nosotros tenemos la culpa. Penetrado de esta verdad, agitado, desatinado, violento, por la política desarrollada por Monseñor, deseando obtener una orientación fija para nuestra acción cívica, proyecté ir a Roma, esperando que mi carácter de Caballero de la O. de S. Gregorio algo podría servirme, pero al consultar con grave Señor que sabe cómo andan las cosas en el Vaticano, prescindí de mi descabellado proyecto, pues se me dijo: no se la hará a Ud. caso… Esa misma persona ha considerado que ahora las cosas han cambiado y por ese motivo remitimos al Sr. D. Gabriel Fernández Somellera un memorial dirigido al Soberano Pontífice en que pedimos los católicos mexicanos una orientación en materia de acción cívica, cualquiera que ella sea. Ese memorial, según noticias que últimamente ha recibido, está o ha estado en poder de S. E. el Cardenal Merry del Val, e ignoro la suerte que habrá corrido. A ese documento me referí yo en mi carta anterior. El memorial está suscrito por los miembros directores del P.N.R (Partido Nacional Republicano) y lo han hecho suyo los Centros de Puebla, Jalisco y Aguascalientes. No me ha sido posible remitir estas adhesiones, pues me tropiezo con muchas dificultades para encontrar un conducto seguro. Tel vez la tenga en estos días y entonces a Ud. remito esos papeles. ¿Qué podrá, Ud., hacer con ellos? Lo que su piedad le dicte, que piedad muy grande inspira nuestra situación: unos desventurados que pedimos consejo, que anhelamos la salvación de la patria y, sobre todo, la reconquista de nuestras libertades de cristianos. Del Padre Común solicitamos ese socorro. ¿Se nos otorgará?
Todas las naciones, en los momentos álgidos de su existencia, han recibido indicaciones paternales de S. Santidad el Papa: León XIII indicó a los católicos franceses la aceptación de la República para salvar los intereses católicos, y tengo muy presente que bajo su inspiración se organizó en Hungría la campaña contra el divorcio; Pío X organizó la acción electoral en Italia, y no cito otros ejemplos, porque yo no necesito recordarlos a Ud. Y nosotros los católicos mexicanos que estamos, no al bordo del abismo, sino a punto de desaparecer, ¿no lograremos de la S. Sede que se nos den instrucciones?
Aquellos por quienes hablo desearían que se hicieran esas indicaciones en el sentido de una defensa organizada, estrecha, única, firme, en el terreno cívico y electoral, de manera que, sin grandes ruidos, pero sí de un modo seguro, se hiciera saber a los católicos que debemos luchar, no abogarnos el alto carácter de Moisés, para dedicarnos sólo a orar, esperando que los ángeles vengan a luchar por nosotros. Pero si por el conocimiento que la Santa Sede tenga de las negras intenciones que pueda haber en la Casa Blanca de no permitir que los católicos mexicanos intervengamos en la cosa pública, estima que debemos abandonar ese terreno totalmente a nuestros enemigos, pedimos que se nos diga y dejaremos de hablar de acción de los católicos en política. Hasta allí llegaremos, estoy cierto, en nuestra obediencia.
Parecerá a Ud. inaudito que yo llegue a esos supuestos, pero la verdad es que no estoy fuera de lo justo. Hace poco menos de un año, mejor dicho, hace aproximadamente seis meses, que se publicó un folleto del cual remito a Ud. un ejemplar: es la hermosísima pastoral de un Ilmo. Prelado chileno. Pues bien, esa publicación no pareció bien.
Temo que vaya Ud. a pensar, al verme tan empeñado en obtener que la Iglesia dé orientaciones cívicas, que yo pretendo la organización de un partido clerical, es decir, de un partido religioso, devoto, mandado por los Ilmos. Prelados, bajo su responsabilidad. No, no y no.
Lo único que desearíamos nosotros es una atmósfera favorable, simpática, para nuestros trabajos en pro de la libertad, sobre la base de un programa como el de la Liga Política. Que todos los católicos sepan a qué atenerse y que bajo esa bandera de libertades, unidos con todos los elementos de orden, se comience la lucha legal.
Se contesta a quien solicita instrucciones y orientaciones, que hay que atenerse a las enseñanzas muy claras que sobre el particular ha dado ya la Iglesia, y la verdad es que esa contestación será concluyente si se tratara de católicos muy ilustrados que conocen los principios del derecho cristiano y que se toman trabajo de estudiar las encíclicas, pero el caso es muy distinto y la ignorancia sobre ese particular no solo es de los seglares, sino hasta del mismo clero. Un católico muy dado a los estudios sociales se hacía lenguas hablando de la Rerum Novarum y yo le invité a que estudiara la Immortale Dei: “Le tengo miedo”, me contestó.
Pero supongo que se vulgarizarían esos principios; estoy cierto que si no hay declaraciones concretas, expresas, de que son para nosotros también, de muy poco sirve esa vulgarización, con tanta mayor razón cuanto que ante el conocimiento de los principios, basta una manifestación de displicencia por parte del Sr. Obispo o del Sr. Cura para que todo se venga abajo. Repito hasta el cansancio que es menester la unidad de criterio y de miras, y que ahora esa unidad sólo por medio de una intervención directa de la Santa Sede.
Temo también que se pudiese pensar que los que seguimos empeñados en la acción cívica de los católicos, pretendamos medrar de ella, como otros medran de la política sectaria, liberal o socialista. Cuando escribí a Fernández de Somellera remitiéndoles el memorial, le dije que todos estábamos dispuestos a eliminarnos, si así se considera conveniente, para que otros vengan en nuestro lugar, pero siempre que se obliguen a luchar por la libertad, y no vayan ante los poderosos a vender la primogenitura por un plato de lentejas.
Concluyo, Padre, pero sin haber agotado la materia, aunque sí insistiendo hasta la necedad en lo que pedimos y deseamos: por caridad, por la salvación de la patria, orientaciones seguras, concretas, para la acción cívica de los católicos mexicanos en el momento actual.
Estas orientaciones, públicas y reservadas (poco importa), sólo la Santa Sede podrá darlas. Tengo certeza de que serían fecundísimas en sus resultados.
Réstame suplicar a Ud., mi excelente amigo (perdone Ud. esta expresión tan familiar), que perdone el número de enmiendas que lleva la carta, pues he tenido que escribirle con miles de interrupciones; la concluyo el 30 de marzo, en la casa, en donde me retiene la influenza. No quiero esperar a pasarla en limpio, porque se retardaría mucho su envío.
Perdone Ud. también el tono general de ella, pues estoy cierto que le va a causar una impresión desagradable de pensar que es obra de un católico agriado por la situación y seguramente que le ha de faltar razón para pensar así, pero suplica a Ud. que no vea con descuido mis juicios, porque son hijos de una amarga experiencia. Sin embargo, no tengo derecho propiamente a exigir que se consideren mis juicios muy ajustados a la verdad. No obstante ello, sí puede esperar que sean recibidos como de un individuo desinteresado que ha llamado las cosas por sus nombres.
¿Cómo haré llegar esta carta a su destino? No lo sé, pues se dicen cosas muy graves y no sería conveniente exponerse a que fuera violada. Buscaré el modo de que vaya por conducto seguro. Me permito suplicar a Ud. que inmediatamente llegue a su poder, se sirva avisarme recibió de ella.
La Virgen de Guadalupe me haga que algo se obtenga de lo que tanto deseamos, pues de la guerra civil en que el Gobierno acaba de triunfar, ya se comienza a perfilar una nueva división entre Obregón y Calles, pues el primero, según parece, desea quedarse unos dos años más, y esto no parece muy bien al segundo: de este conflicto podemos salir gananciosos si tenemos normas.
Flores no ha estado muy cortés ni muy acertado con nosotros los católicos, pues significó que Capistrán y yo podríamos ser una rémora para su campaña. La Liga le declaró que estaba en un error y que era el momento de acabar con preocupaciones sectarias. Capistrán y yo esperamos que venga el General a México (probablemente llega esta semana) y le exigiremos en buenos términos que modifique su juicio, y si no lo hace y no nos da garantías y seguridades de que ha de respetar las libertades que fueron consignadas en el programa de la Liga, le abandonaremos.
Ya escribiré a Ud. sobre el particular.
…y no tiene cuándo concluir la presente.
Se dice que entre los Pío Latinos que son mexicanos hay una simpatía muy grande en favor de D. Adolfo de la Huerta: no la merece ese cínico, y hay quienes estiman que es peor que el otro, pues Calles no es hipócrita. Muchos males nos trajo la rebelión última, pero ha tenido sus ventajas: se dispersó el triunvirato y serán eliminados muchos politicastros.
Sírvase Ud. tenerme como su afmo., atto. y S. S. y amigo Q. B. S.
Miguel Palomar y Vizcarra.26
Consideraciones finales
Aunque la carta tiene numerosas visiones personales que se podrían considerar una reinterpretación de la historia o, incluso, una reescritura de la misma por parte de Palomar, sin embargo, la parte medular -y quizá también la más importante-, está constituida por la enumeración de lo que el autor considera “obstáculos interiores” a la acción cívica de los católicos mexicanos en los puntos I-VII.
Conviene subrayar la visión negativa que mantiene de las clases más desposeídas a causa de su ignorancia -la cual puede, a pesar de todo, ser subsanada-, pero, especialmente, de las clases altas, con las que no escatima epítetos de descalificación: constituyen el mayor problema de México, antes que el agrario, el social o el político, “no conocen lo que son ideales”, “sus doctrinas son individualistas” y -quizá de aquí se deriven en parte las anteriores críticas- “no saben hacer sacrificios pecuniarios de ninguna especie para salvar, no digo el honor de la clase (lo cual sería mucho pedir), sino siquiera el bienestar de la generación que debe sucedernos”. Esta última crítica procedía de la negativa a apoyar económicamente la campaña en curso del general Ángel Flores. Una vez más, Palomar manifestaba incomprensión hacia todo aquel que no pusiera todos sus recursos, también económicos, al servicio de su proyecto católico de nación, así como de aquellos otros ciudadanos católicos que orientaran sus esfuerzos en una dirección que no fuera tendiente a adueñarse del poder. Por eso también criticaba el “concepto menguado de Acción Católica” que, producto de la paz porfirista, prevalecía en muchos que “con dedicarse a obras de piedad, con confinarse en el templo, con organizar funciones religiosas” se sentían satisfechos y descuidaban la defensa de los derechos de la Iglesia y el intervenir, como católicos, en la vida pública.
A la luz de escritos posteriores del P. Ramírez y de su discurso ya citado de marzo de 1923, se puede comprobar que había una gran empatía con Palomar y Vizcarra en cuanto al modo intransigente que deberían actuar los católicos mexicanos en el terreno de la acción cívica.
Esta afinidad llevó a Palomar a abrir su corazón ante un interlocutor que estaba seguro habría de comprenderle, sin descartar que quizá también haya tenido cifradas esperanzas en que Ramírez más temprano que tarde accedería a alguna sede episcopal y lo tuviera como aliado. ¿No habían sido nombrados obispos en años anteriores a una gran cantidad de egresados del Colegio Pío Latinoamericano?27
En cualquier caso, esta carta, anterior apenas un par de años al conflicto religioso de los años 1926-1929 y a la crisis posterior causada por el modo en que se pactaron los arreglos, permite aventurar que el pensamiento intransigente de un cierto número de católicos afines a Palomar y Vizcarra, haya sido más bien causa que consecuencia de la resistencia armada de los años siguientes.
Archivos
Archivo del Centro de Estudios de Historia de México Carso (CEHM).
Archivo Histórico de la UNAM (AHUNAM).
Prensa
El Norte, Monterrey, 13 de mayo de 2019.