Introducción
La consolidación del proceso de profesionalización de la historia en México durante los años cincuenta del siglo XX marcó un parteaguas en el ámbito de la cultura política conmemorativa del régimen posrevolucionario, al abrir o fomentar espacios de discusión historiográfica en torno a las conmemoraciones oficiales, propiciando con ello nuevas líneas de interpretación, siendo algunas distintas o disruptivas del discurso conmemorativo oficial.
Desde el marco que aquí se propone, se define a la cultura política conmemorativa como el resultado de un consenso estructurado entre las élites políticas e intelectuales en turno que sustentan una idea de nación como resultado de procesos históricos específicos, ubicables en un tiempo y espacio, concreto y lineal, regidos por una retórica nacionalista y festiva de los héroes de la patria y sus hitos fundacionales, donde se trazan diferentes usos políticos del pasado; manifestaciones encomiásticas que se materializan en determinadas producciones culturales como la poesía, pintura, música, monumentos, arquitectura o literatura, entre otros, dependiendo del presente en el que se inscriba dicha cultura política conmemorativa.
Como objeto de cultura impresa, la producción de libros conmemorativos se inscribe como parte de las tradiciones culturales de los estados modernos a fin de legitimar desde los usos políticos del pasado, sus proyectos de nación. Durante la primera mitad del siglo XIX, el auge que tuvieron las prácticas editoriales a partir de determinadas innovaciones tecnológicas y técnicas relacionadas con la imprenta y los procesos de edición, fueron posicionando una cultura de lo impreso (sea a través de folletos, periódicos, revistas, calendarios o libros) que incorporó al diseño editorial de los libros de historia, el nuevo arte de la litografía, y más adelante la fotografía, en el posicionamiento de la imagen como complemento fundamental e ilustrativo del texto, elementos que vinieron a enriquecer los recursos tradicionales del grabado y el dibujo que contribuyeron a la configuración de las imágenes de la patria. En este proceso:
muchos editores comprometidos con un proceso de construcción cultural sabían su trascendencia. Fernández de Lara, por ejemplo, acogió los trabajos de Carlos María de Bustamante y Lucas Alamán; Ignacio Cumplido apadrinó a Bustamante y a José María Tornel, y Vicente García Torres favoreció a José María Bocanegra. Su relación correspondió con un binomio de iguales y no de empresa-cliente, pues hablaban lenguajes semejantes.1
La producción de los relatos nacionales a través de ediciones de todo tipo y estilo se convirtió en una oportunidad para editores, impresores y libreros, para explotar un emergente mercado potencial. Si a ello aUNAMos el interés del Estado mexicano, principalmente a partir del Porfiriato, por conmemorar al pasado liberal como fuente de legitimación y genealogía histórica de su propio proyecto de nación, las oportunidades de éxito se acrecentaron.
La concepción que asumimos de lo que se expresa como obra historiográfica conmemorativa se refiere a aquellos textos de carácter histórico, comúnmente editados con patrocinio del Estado o de alguna institución pública o privada, surgida en un contexto conmemorativo específico y cuyo propósito se centra en el estudio de un acontecimiento histórico inscrito como hito fundacional de la nación o en un conjunto de biografías de personajes destacados en la historia, cuyo culto cívico se busca promover. Su elaboración generalmente corre a cargo de un grupo de individuos coordinados por algún personaje renombrado, con fuertes vínculos políticos, culturales o intelectuales o representante de alguna institución, mientras que el trabajo de edición o cuidado de la obra se encargaba a algún reconocido editor. Estamos, en buena medida, ante la propia obra historiográfica conmemorativa como un “símbolo de representación del poder” donde sus autores son, de acuerdo con Laura Suárez, “mediadores culturales”;2 la selección de quien escribe y desde qué institución, es el reflejo del lugar que ocupaba en el campo de poder que rodeaba a la obra, por lo que su análisis como texto historiográfico permite reconocerla como reflejo de una determinada cultura histórica.3
En el caso del análisis del proceso de institucionalización y profesionalización de la historia en México, al posicionar al libro conmemorativo como punto de observación de dicho proceso, buscamos complementar las miradas ya trazadas por otras iniciativas de reinterpretación de dicho proceso como las que en su momento construyeron Álvaro Matute, Guillermo Zermeño Padilla, Javier Rico Moreno, Abraham Moctezuma Franco o más recientemente Jesús Iván Mora Muro y Alejandra Pinal.4 Por ello, y siguiendo la premisa de Pierre Bourdieu sobre los campos de producción cultural, estamos frente a la génesis social de un campo historiográfico, resultado de la conjunción de diversos actores que, a partir de un consenso político-intelectual, definen los criterios sobre los que habrá de operar el discurso historiográfico conmemorativo.
Desde esa confluencia de actores e intereses se construyó lo que Bourdieu llama “un campo de fuerzas posibles” que al igual que en el juego, su horizonte de expectativas quedaba condicionado al capital que poseía “bajo sus diversas formas, económica, cultural, social, [que] constituyen bazas que impondrán tanto la manera de jugar como el éxito en el juego”.5 En este sentido, el libro conmemorativo es el tablero sobre el que se despliega un juego de negociación política, cultural e intelectual, cuyas reglas las define el Estado celebrante que, en un ejercicio de negociación, puede llegar a permitir a jugadores discrepantes con un peso real o simbólico en el entramado intelectual que, invariablemente, impacta en el sentir de la opinión pública. Así, con distintos jugadores, con ese capital acumulado y diverso, se pudo articular una tradición historiográfica que se integrará a la cultura política conmemorativa de su tiempo, reflejando a su vez, el nivel de profesionalización historiográfica alcanzado.
La obra que aquí se analiza es resultado de las ponencias leídas en los cursos de invierno de 1956, organizados por la Escuela Nacional de Economía de la UNAM. Consideramos el supuesto de que en ese encuentro académico ―como habría de esperarse― se discutió su contenido, ya que en términos de recepción hasta el momento no se ha ubicado reseña alguna en la prensa mexicana o en publicaciones especializadas donde comúnmente se publicaban, como podrían ser los Cuadernos Americanos, la Revista de la Universidad Nacional, Historia Mexicana, la Revista de la Facultad de Filosofía y Letras o el Boletín Bibliográfico de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.6
La configuración de un campo de producción académica y de circulación de saberes como los cursos de invierno, se abría paso como un innovador espacio de discusión historiográfica que facilitó la integración de voces académicas e intelectuales nacionales y extranjeras a los temas planteados por la comunidad intelectual universitaria. Para el centenario del pensamiento liberal mexicano en 1956 y, al año siguiente, la celebración del centenario de la Constitución de 1857, los cursos de invierno se dedicaron a reflexionar sobre el devenir histórico del liberalismo en sus tradiciones europea, norte y latinoamericana, configurando un espacio de análisis que incluyó ponencias de reconocidas personalidades del medio académico norteamericano (Max Savelle), el campo diplomático e intelectual francés (Jean Sirol), representantes de los transterrados españoles (José Miranda) y de la inteligencia centro y sudamericana (Carlos Sánchez Viamonte, Ricardo Donoso, Mariano Picón Salas, Vicente Saenz) ―una parte de ellos asilada en México―, connotados iniciadores de la profesionalización historiográfica ―académica y editorial― en nuestro país (Daniel Cosío Villegas y Jesús Silva Herzog), historiadores profesionales en ascenso (Francisco López Cámara y Leopoldo Zea) y personajes destacados de la clase política e intelectual mexicana (José E. Iturriaga Sauco) vinculados a la, en ese entonces, editorialmente pujante Secretaría de Hacienda y Crédito Público (Antonio Martínez Báez, Eduardo Bustamante, Diego López Rosado y Eduardo Suárez).
Si quisiéramos hacer una lectura sobre la influencia de los perfiles de los participantes en la orientación ideológica de los cursos de invierno de ese 1956 que quedaron plasmados en la obra en comento, desde las posibilidades interpretativas que nos abre el enfoque de la guerra fría cultural latinoamericana, nos encontraríamos con un crisol de posturas muy variadas pero ricas en el acercamiento a un contexto como el mexicano de finales de los cincuenta, donde las presiones para fijar postura en este ambiente de bipolaridad situaron al régimen en el camino de una no muy clara “tercera vía” que defendía la singularidad del nacionalismo revolucionario y se escudó en su doctrina de la no intervención y la libre determinación de los pueblos para evadir públicamente su alineación y, aunque en los canales diplomáticos privados tomó postura por el anticomunismo, en la práctica le sirvió de coartada para afianzar su autoritarismo y acorralar a la disidencia.7
Por el contrario, una parte representativa de las plumas convocadas para la obra El liberalismo y la Reforma en México, se inscriben en un campo de poder intelectual caracterizado, en su mayoría, por su militancia antiimperialista, de izquierda sin necesariamente declararse comunistas, y con una vocación por posicionar a la identidad y filosofía latinoamericana como síntoma de un tiempo nuevo en el que lo americano, desplazaba al sistema de valores occidentales ante su evidente fracaso tras la amarga experiencia de las dos guerras mundiales.
Desde este horizonte, el acercamiento a la obra, fruto de aquellos cursos de invierno de 1956, desde el marco de la historia de la historiografía, servirá como ejemplo para evidenciar cómo este tipo de textos, producto de encuentros académicos en medio de una cultura política conmemorativa, producidos al amparo de la relativa autonomía intelectual que garantizaba la UNAM, pueden reconocerse como una forma de sociabilidad profesional que mucho contribuirá a renovar las miradas historiográficas hacia la historia de las ideas, la historiografía política y económica de la segunda mitad del siglo XX, donde “esa gestión de la historia contribuyó con argumentos y motivos historiográficos a establecer algunos principios sobre la identidad americana, sobre el pasado y el futuro del continente y sobre su papel en el concierto internacional”.8
La identificación de los personajes que intervienen en la obra, en el campo de poder al que pertenecen, permite situar procedencias que tienen como origen común, para el caso latinoamericano, los fuertes lazos de desconfianza frente al intervencionismo norteamericano, defendiendo una mayor convergencia y unidad latinoamericana, lucha que se acentuó particularmente desde 1954 cuando el derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala los unificó y movilizó en contra del golpe de Estado que prácticamente inició la cruzada anticomunista en América Latina.
Dado el objeto de estudio de la presente investigación y su relación con la profesionalización de la historia y el quehacer historiográfico, es importante observar cómo en esta particular coyuntura histórica, derivada de la guerra fría, la recuperación de los vínculos históricos de los países latinoamericanos con el liberalismo aspiraban a dotar de sentido a su pretendida singularidad política e ideológica como tercera vía; para el caso mexicano, el camino de la institucionalización de la revolución, acelerado en las presidencias de Manuel Ávila Camacho y Miguel Alemán, recuperó el concepto histórico del liberalismo y lo integró como parte complementaria al discurso de la revolución como un binomio indisoluble desde la cultura política conmemorativa que inauguró Adolfo Ruiz Cortines cuando celebró por todo lo alto el centenario de la revolución de Ayutla en 1954, “así, la palabra “Liberalismo” volvió a escucharse en los recintos oficiales mexicanos después de décadas de ausencia”.9
Por lo anterior, y a fin de ponderar ¿en qué medida la conmemoración del centenario del pensamiento liberal mexicano, a través del libro conmemorativo, evidenció las tensiones en el seno de la cultura política que lo celebraba y que desde ahí aspiraba a posicionar la genealogía histórica entre el liberalismo y la revolución?, se consideró como objeto de estudio en este artículo, el tercer y cuarto bloque de la obra que corresponde a las colaboraciones de autores mexicanos que se inscriben en el campo de producción historiográfica, pero a su vez, ―algunos― tienen un perfil académico e intelectual que sincronizan con la actividad política de alto nivel y cuyos textos permiten observar cómo se manifiesta en la interpretación histórica la cultura política de su circunstancia y el nivel de profesionalización historiográfica alcanzado hasta entonces.
La obra conmemorativa que se aborda es reflejo de una transición historiográfica hacia una nueva comprensión del pasado que poco a poco va desplazando a la historia política como se venía cultivando desde el siglo XIX; es decir, ya no es tanto una historia de los hombres y las instituciones, sino de las ideas políticas que les dieron forma, las ideologías que tensaron su horizonte, sus orígenes e influencias, pero también de las adaptaciones a sus realidades políticas y el surgimiento de sus inherentes contradicciones. Se inscribe, además, en la antesala de la revolución cubana que, a partir de los sesenta, transformará radicalmente el activismo intelectual latinoamericano y tensará aún más el campo de fuerzas entre la izquierda tradicional, la nueva izquierda y los movimientos de derecha.
Conmemoración y profesionalización: el centenario de la Constitución de 1857
La conmemoración del centenario de la Constitución de 1857 llega en un momento de la tensión política propia de un proceso de sucesión presidencial. Durante el sexenio de Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958), políticamente hablando, se consolida la transición hacia el civilismo y la tradición autoritaria del presidencialismo mexicano. En ese periodo una nueva generación política e intelectual comienza a desplazar a una parte de la vieja guardia caciquil que controlaba las regiones y, para el sector más tradicionalista del régimen, tensa uno de los más preciados pilares del México posrevolucionario: la política agraria, al abrir el dilema de la industrialización como un riesgo para la reorganización de los grupos de poder asociados al conservadurismo como son la burguesía empresarial e industrial.
Estos temores de un rebrote reaccionario se resuelven en medio de una exigencia de reorientación ideológica del pri exigida por un sector cercano a Lázaro Cárdenas que denunciaba la derechización del partido. Es, pues, ese año complejo de 1957, el que coincide con el centenario de la Constitución de 1857 y los cuarenta años de la Constitución de 1917.10 En este contexto, se puede advertir que como reflejo de la cultura política conmemorativa de la época, al menos en el terreno de la producción historiográfica conmemorativa se alternaban interpretaciones que seguían el guion del oficialismo y puenteaban una relación orgánica entre el pensamiento liberal y el liberalismo social del México posrevolucionario, con aquellos que promovían miradas renovadas y críticas al pasado del liberalismo mexicano sin dejar de expresar su admiración sincera por el pensamiento y las ideas de aquella generación, aunque también surgieron voces dentro del ámbito académico e intelectual que aprovecharon la conmemoración del centenario del pensamiento liberal para cuestionar su vigencia dentro del proyecto posrevolucionario.11
Como fruto de esta necesidad de repensar la revolución, se funda en 1955 el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana (INEHRM), acto que, de acuerdo con Lemus Soriano,
se inscribe por fin en el debate historiográfico, tanto sobre la caracterización del tipo de disciplina que es la Historia, como en su metodología [en un ambiente donde] la vigencia del movimiento revolucionario se diluye frente a un gobierno que asegura que la Revolución mexicana ha terminado y que es tiempo de dejar atrás el amplio programa de reformas sociales.12
Por lo tanto, no es de extrañar que la conmemoración del Centenario de la Constitución de 1857 sea aprovechada por el régimen para abrirse a una limitada autocrítica, permitir el cuestionamiento e invitar a reflexionar sobre la vigencia de los postulados ideológicos que veían en la Revolución de 1910 la cristalización del ideario político y social del pensamiento liberal. Aunque cabe señalar que el INEHRM forma parte de otra generación de instituciones académicas que a lo largo de la década fueron surgiendo, como el Departamento de Investigaciones Históricas del inah (1956), la carrera de Historia en la Universidad Iberoamericana (1957) o el Seminario de Investigaciones Históricas de la Universidad Veracruzana (1959).
Los prolegómenos de este proceso de configuración de una nueva expresión de la cultura política conmemorativa mexicana, que se habrá de extender en la década siguiente, hasta cerrar su ciclo conmemorativo con el centenario del triunfo de la república en 1967, se ubican, al menos oficialmente, a partir del 9 de noviembre de 1956 cuando en la Cámara de Diputados se aprobó el dictamen enviado por el Senado en el que se solicitaba que se declarara al año de 1957 como “Año de la Constitución de 1857 y del Pensamiento Liberal Mexicano”, en cuyo planteamiento reconocemos los fundamentos sobre los que se asienta la cultura política conmemorativa del Estado mexicano en los años cincuenta.13
La justificación del centenario se inscribe en la retórica política del nacionalismo revolucionario que situaba su lugar en la historia como el continuador del proyecto liberal y descansaba su interpretación de la historia en el viejo molde de la historia patria con los matices propios de la llamada guerra fría cultural latinoamericana; por lo tanto, y coincidiendo con la definición de Soledad Loaeza,
era un nacionalismo conservador, orgulloso de su singularidad, defensor de tradiciones verdaderas e inventadas, reivindicador de los intereses locales, poseedor de una densa carga histórica, pero relativamente abierto al exterior. […] era la base natural de una relación estable y equilibrada con el mundo exterior, era la proyección de una tercera vía distinta del capitalismo y del comunismo.14
A partir de noviembre de 1956, la UNAM inició la publicación de las Ediciones del Centenario de la Constitución de 1857.15 Según la presentación del primer número, esta serie formaba parte de un proyecto que tuvo su origen en 1954, en el contexto del Centenario del Plan de Ayutla y surgió en el seno del Consejo Técnico de Humanidades. En la justificación del por qué la Universidad debía sumarse a tan importante conmemoración se refiere que “la serie conmemorativa debe entenderse como un medio para unirnos y no para separarnos (…). Se estudiará al pasado con el ánimo de comprenderlo y de reconocerlo como propio y no como ajeno, o lo que es peor, como enemigo.16
Según la misma presentación, al parecer no había un plan estructurado que diera cuenta de la cantidad de títulos que se esperaba publicar, tampoco se encontró indicio alguno que estableciera el tiempo que duraría la publicación de la serie; sin embargo, se ha logrado identificar que de 1956 a 1959 se publicaron cinco títulos adicionales al primero:
Leandro Valle. Un liberal romántico, de Alfonso Teja Zabre adscrito al Instituto de Historia, y publicado en el mismo 1956.
La ciencia en la Reforma, de Eli de Gortari Rabiela adscrito al Centro de Estudios Filosóficos, y publicado en 1957.
La reforma social en España y México: apuntes históricos y principales leyes de desamortización de bienes eclesiásticos, de Manuel Payno en una edición preparada por Francisco González de Cosío, adscrito a la Dirección General de Publicaciones, y publicado en 1958.
La Constitución de 1857: un ciclo evolutivo del pueblo mexicano 1824-1857 a la vez, punto de partida de un ciclo evolutivo posterior 1857-1917, de Paulino Machorro Narváez adscrito a la Dirección General de Publicaciones, y publicado en 1959 a título póstumo.
La prensa periódica en torno a la Constitución de 1857, de María del Carmen Castañeda Ruiz adscrita ―en ese entonces― al Instituto de Investigaciones Sociales, y publicado en 1959.
De igual manera, en diciembre de ese mismo año, y gracias a las gestiones de Daniel Cosío Villegas ante el secretario de Hacienda, Antonio Carrillo Flores, El Colegio de México iniciaba una serie de publicaciones que le permitirían participar de la conmemoración en ciernes.17 Asimismo, en ese 1956 la editorial Porrúa reeditaba La evolución histórica de México. Las evoluciones violentas; La evolución pacifica; Los problemas nacionales y La Constitución y la dictadura de Emilio Rabasa, obra recibida por la comunidad de historiadores como una oportunidad de replantearse la percepción negativa en torno a él, en demérito de la lucidez de su pensamiento y como una obra “que deben conocer los mexicanos de la nueva generación que se interesen en la historia de su patria”.18
La obra conmemorativa El liberalismo y la Reforma en México, editada por la Escuela Nacional de Economía de la UNAM en 195719 es un grueso volumen de 789 páginas, impreso ―curiosamente― en los talleres de la Editorial Cultura y no en la Imprenta Universitaria que para la época cumplía con las condiciones de infraestructura para una edición de este tipo, de la que se tiraron 3,000 ejemplares (número promedio para estas ediciones). En cuanto al formato, su tamaño es el de un libro promedio (16 x 24 cm) y al igual que la mayoría de las publicaciones alusivas al Centenario de la Constitución de 1857, la Reforma y el Liberalismo, la portada la preside un grabado en tres planos en los que se distingue como personaje central a Benito Juárez, seguido de los hombres icónicos del liberalismo mexicano como Melchor Ocampo, Francisco Zarco y Guillermo Prieto, y tras ellos, los rostros de personajes asociados al pensamiento racional-moderno europeo, anglosajón y latinoamericano: Locke, Hobbes, Voltaire, Rousseau, Jefferson, Lincoln, Sarmiento y Morazán.
La obra está dividida en cuatro bloques temáticos que, leídos en el contexto de la temprana guerra fría cultural latinoamericana, podrían interpretarse como un reflejo de la iniciativa de las élites intelectuales latinoamericanas que, debatiéndose entre una izquierda anticomunista o un activismo en defensa de la singularidad latinoamericana, aspiraban a posicionar una tercera vía, ambas posturas marcadas por celo antiimperialista y la aceptación del nacionalismo revolucionario como premisa.20 Los capítulos referidos versan sobre Las ideas liberales en Europa y Norteamérica, en el que colaboran Francisco López Cámara, Jean Sirol, Max Savelle y José Miranda; Las ideas liberales en América Latina, que recoge las participaciones de Carlos Sánchez Viamonte, Ricardo Donoso, Mariano Picon Salas y Vicente Saenz; El movimiento liberal mexicano, que incluye los trabajos de Leopoldo Zea, Daniel Cosío Villegas, Antonio Martínez Báez, José E. Iturriaga, Jesús Silva Herzog y Eduardo Bustamante; y, Aspectos de la estructura económica de México en el siglo XIX, que integra las colaboraciones de Diego López Rosado y Eduardo Suárez.
No está por demás llamar la atención, sobre el hecho de que los cursos de invierno sean organizados por la Escuela Nacional de Economía, institución de gran influencia debido al peso que sus egresados y profesores tenían en el ámbito de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, condición que favoreció no solo la producción editorial sino la recuperación de acervos como el archivo histórico de la misma Secretaría y la promoción de estudios históricos de corte económico cultivados por reconocidas personalidades como Jesús Silva Herzog, Luis Chávez Orozco, Daniel Cosío Villegas, José E. Iturriaga o Diego López Rosado, quien ese mismo año coordina la obra Ensayos de historia económica de México,21 lo que asumimos como un indicador de la revalorización de la investigación histórica en el trabajo interdisciplinario que se tradujo en la introducción de nuevas corrientes que enriquecieron la historia económica que se cultivaba en nuestro país.
Antes del desarrollo de los ejes temáticos en que se divide la obra, encontramos los discursos de las autoridades políticas y académicas con que inauguraron los cursos de invierno de 1956 que dan forma a la obra conmemorativa tales como Ricardo Torres Gaitán, Hilario Medina y Alfonso Caso. En su discurso inaugural, Ricardo Torres Gaitán asume la interpretación clásica y maniquea que distingue entre liberales y conservadores como posturas irreconciliables, usando los mismos calificativos sacados “de los ficheros de la jerga política rutinaria”22 con que la historia patria y la cultura política condenó al conservadurismo.
La conformación del cuadro de autores, refleja la fortaleza de los vínculos de colaboración entre la academia y el estado. Por ejemplo, Daniel Cosío Villegas pertenecía a la Junta de Gobierno y fue el primer director del Fondo de Cultura Económica (fce), editorial que en 1952 publicó a Leopoldo Zea una de sus obras y en ese 1957 le publicaría su América en la Historia. En un momento de la historia del fce, Antonio Martínez Báez administró el fideicomiso de dicha institución y Mariano Picón-Salas llegó a formar parte del equipo de consultores de las colecciones Tierra Firme, Biblioteca Americana y Breviarios. Asimismo, Jesús Silva-Herzog fungía como director-gerente de Cuadernos Americanos, publicación en la que participaban activamente Cosío Villegas, Zea, Iturriaga, Sáenz, Sánchez Viamonte y Donoso.23
Por otro lado, Diego López Rosado pertenece al grupo de egresados de la Escuela Nacional de Economía de la que Cosío Villegas y Silva Herzog eran fundadores y compartía con ambos una trayectoria en el servicio público como funcionario, fue además editor de las memorias de los cursos de invierno de 1952 a 1956. De igual forma, José Miranda participó en la revisión preliminar del tomo que se publicó en 1957 de la Historia Moderna de México coordinada por Cosío Villegas, y en 1955 había publicado una elogiosa reseña en la revista Historia Mexicana del tomo relativo a la República Restaurada.
Esta relación no debe entenderse como un dato baladí, sino como el reflejo de una cultura muy arraigada en el campo intelectual y político de buena parte del siglo XX mexicano, en el que, al principio “el horizonte profesional era tan limitado, que la mayoría debía ocuparse en varias actividades para resolver su propia subsistencia”,24 escenario en el que la integración al servicio público, la producción académica y la iniciativa cultural formaban parte de su horizonte de experiencias, lo que en buena medida enriqueció su visión de los problemas de su tiempo y en algunos casos los llevó a cuestionar su realidad a partir de la construcción de nuevos esquemas de observación del pasado.
Amén del despliegue de erudición que logran los colaboradores de los primeros dos capítulos, destaca la interpretación que se ofrece del pensamiento liberal cuya conmemoración en México se toma como un acontecimiento del mundo occidental como síntoma o respuesta a las presiones políticas y los debates intelectuales en el terreno de la llamada guerra fría cultural latinoamericana. Pareciera que se tratara de defender “lo propio”, lo americano, como pivote frente a la bipolaridad que exigía defender valores comunes, aparentemente universales.
En ese sentido, estas primeras colaboraciones que preceden al desarrollo del liberalismo mexicano, enriquecen la comprensión sobre los orígenes de una tradición que marcó el devenir de la cultura occidental y se ofrecen además como un estado del arte en la ubicación de la trayectoria de una latente historia de las ideas y del pensamiento político, económico y constitucional, dada la riqueza bibliográfica que conforma el aparato crítico que soporta dichas colaboraciones.
Americanismo, liberalismo y revolución
La primera intervención que se analiza es la de Leopoldo Zea,25 quien para 1957 posee una trayectoria intelectual prolífica en torno a la búsqueda y consolidación de una filosofía americana. Su problematización resulta significativa como parte de un proyecto más amplio que se había venido consolidando desde la década anterior de manera institucionalizada cuando asumió la presidencia del Comité de Historia de las ideas del Instituto Panamericano de Geografía e Historia, donde digirió un proyecto editorial de alcance continental “en torno a las relaciones e influencias recíprocas de las ideas entre el Viejo y el Nuevo Mundo, las relaciones e influencias de ideas entre la América Sajona y la América Latina, entre la América Luso-brasileña y la América Hispánica y entre cada uno de nuestros países”26 tema que inscribe su colaboración para esta obra conmemorativa.
La inminente aparición ese mismo 1957 de su libro América en la Historia, se sumaba al creciente interés y activismo en el ámbito de la historia de las ideas en torno a América y lo americano, avivado por la crisis de los valores occidentales tras la Segunda Guerra Mundial y el intervencionismo norteamericano en América Latina, “también, imaginarios de más larga data, como los que tenían que ver con la conquista y colonización, los indios y sus costumbres, y la dualidad modernidad/tradición, [que] aparecieron en las páginas y manifiestos que en esa época circulaban en México”,27 por lo que no es de extrañar que dicha obra llamara la atención, incluso, en el mundo intelectual norteamericano.28
Su texto se divide en cuatro secciones en las que gradualmente va situando diversos ejes de análisis que inician con el trazo de los límites conceptuales que reconoce en las nociones de mundo occidental, modernidad, progreso y civilización en su relación con la categoría de “pueblos hispanoamericanos” como “no occidentales” distinciones que permiten entender al liberalismo como una filosofía de la expansión de ese mundo occidental colonizador, desde el cual se puede alcanzar a comprender al conservadurismo como una necesidad para auto justificar su expansión entre estos pueblos desde un supuesto de inferioridad.
De igual forma, en las reflexiones de Zea podemos observar cómo la tesis del hispanoamericanismo y el latinoamericanismo mantienen su vigencia en el campo de tensión contra el panamericanismo impulsado y defendido por los Estados Unidos en el ambiente latinoamericano desde finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. Estos debates conceptuales tomarán como punto nodal de su discusión filosófica la tesis de la inferioridad de ciertas razas, la esencia del mestizaje, la tensión historiográfica entre el hispanismo y el indigenismo y los encauzarán hacia el debate intelectual de la guerra fría y su relación con las identidades nacionales, además de impactar en la producción editorial hacia el continente americano a través de publicaciones como los Cuadernos Americanos, la revista Historia de América, la colección Tierra Firme o la Biblioteca Americana, publicadas por el Fondo de Cultura Económica o por empresas culturales particulares o financiadas por gobiernos o fundaciones norteamericanas como la Rockefeller.29
Uno de los aspectos medulares de la discusión en torno a lo americano y su relación con el mundo occidental a través del puente que constituye el pensamiento liberal, tiene que ver con la transición al plano ontológico de la problematización política en torno a lo americano que se había desarrollado en el siglo XIX, inmediatamente después de las independencias iberoamericanas.Para Zea, este proceso de construcción de una identidad nacional frente al reconocerse como americano, con el riesgo que implicaba situar su devenir en el condicionamiento que impone una arraigada tesis de la inferioridad, en México se ubicaba en otro nivel que en ese momento también estaba siendo explorado desde la filosofía y la literatura por figuras como Samuel Ramos, Octavio Paz, Emilio Uranga o Luis Villoro.
Con ese primer entramado, Leopoldo Zea aterriza en su segundo planteamiento: México en el campo de la expansión occidental y la filosofía del liberalismo mexicano, para ello, nuestro autor inicia ubicando las etapas del liberalismo en México; a saber, la primera la constituye “la lucha por hacer realidad las ideas liberales” a partir de la independencia; la segunda que llama “de organización, de orden, donde empiezan a aflorar esas ideas respecto a la inferioridad de la raza latina y el afán por adquirir las cualidades de la raza sajona”,30 y la tercera etapa es la que encalla en el liberalismo-conservador que se instaura durante el porfiriato. Desde esta interpretación lineal sobre la inserción del liberalismo occidental y su adaptación a la singularidad del nacionalismo cultural mexicano y latinoamericano, Zea traza la justificación de una nueva posibilidad frente a un mundo que exige posicionamiento.
Es en este apartado de su capítulo, donde se observa un desplazamiento de los planteamientos filosóficos por una mayor reflexión histórica que busca explicar las causas del lento arraigo de los principios de modernidad y progreso que conllevan las ideas liberales, evidenciando una metodología que posiciona el uso de la prensa como fuente primaria para concluir que la desviación del pensamiento liberal mexicano ocurre gracias a la influencia que ejerció el positivismo como doctrina sociológica que, al parecer, enraizó con mayor facilidad en el pensamiento político de la clase gobernante e intelectual mexicana.
Es la cuestión indígena la que nos lleva al tercer apartado del texto de Zea, Aciertos y errores de los ideales del liberalismo en México. En este, el autor expone su visión indigenista como parte de la crítica que hace a la irrealización de los ideales liberales y sitúa la causa en el hecho de que la transición revolucionaria hacia el liberalismo y el progreso en nuestro país vino “desde arriba”, por lo que no se consideró al problema indígena como un tema a resolver dentro del proceso de conformación del proyecto de nación. Es decir, para Zea la cuestión indígena seguía vigente ya no en el orden de las razas, sino ahora en el de la desigualdad socioeconómica, por lo que cierra su colaboración con una pregunta abierta y certera que retoma el debate sobre la vigencia de los principios de justicia social emanados de la revolución: “¿nuestra Revolución va en camino de realizar el viejo, aunque ahora renovado, ideal de nación? ¿O se está repitiendo el mismo error que nos condujo a ese callejón sin salida de la nación que fue el porfirismo?”.31
La siguiente colaboración en el bloque que se analiza corresponde al texto de Daniel Cosío Villegas, Vida real y vida historiada de la Constitución de 1857. Para el año que nos ocupa, Cosío Villegas lleva dos años en el centro de la polémica por la publicación de los tomos de su gran proyecto historiográfico Historia Moderna de México, concebido en su Seminario dentro de El Colegio de México y que causó auténtico revuelo entre la comunidad de historiadores, que situó a Cosío Villegas como el reflejo de las tensiones historiográficas que se hacían presentes a finales de los cincuenta y que aspiraban a resignificar el tradicionalismo cientificista impulsando nuevas lecturas del pasado mexicano más allá de los cánones de la historia patria.
Luis González y González resume dichas tensiones, en los calificativos y juicios que se emitieron sobre el proyecto historiográfico de la Historia Moderna de México y sobre el propio Cosío Villegas: “la gente de ínfulas lanzó los dicterios contradictorios de idealista, positivista, amateur, escolástico, reaccionario, revolucionario, sin plan, superplaneado, sin unidad, sin diversidad, profuso y defectuoso”.32 El mismo Cosío Villegas alude a las mismas tanto en sus memorias como en las contestaciones a las críticas que recibió y que circularon en la prensa y en publicaciones como Historia Mexicana o en las “llamadas” que incorporó a los tomos de la Historia Moderna de México,33 estas últimas pueden considerarse una auténtica innovación en la reflexión metacognitiva sobre la operación historiográfica.
Asimismo, multifacético y disciplinado, cumplía con sus encargos como funcionario público, esta vez como representante de México ante el Consejo Económico y Social de la Organización de las Naciones Unidas (onu), mientras reunía tiempo que “aspiraba dedicar a los tomos de la Historia todavía pendientes”.34 El amplio trabajo documental desarrollado para la redacción de dichos tomos, le permitió disponer de material suficiente para desprender otros proyectos editoriales. En este sentido, a partir de 1956, y con un método historiográfico y de crítica de fuentes mejor entrenado, Cosío Villegas se dedicó a preparar la que sería una de sus más valiosas aportaciones al centenario de la constitución de 1857, su libro La Constitución de 1857 y sus críticos.
En un texto introductorio a una reedición de dicha obra, Luis González y González refiere que ese libro, con el que Cosío Villegas destacó en la conmemoración centenaria, fue resultado de “tres conferencias dadas en la Escuela Nacional de Economía, media docena en El Colegio Nacional y no sé cuántos artículos publicados en revistas y periódicos”,35 por lo que, la conferencia dictada en aquellos cursos de invierno de 1956 y publicada en el libro conmemorativo es el fragmento de un proceso de producción historiográfica en ciernes, cuyos preliminares ofrecidos al público asistente, con el que seguramente habrá ocurrido algún intercambio de ideas, nos permiten contrastar el origen y la continuidad de un proyecto editorial que se presentó en el año del centenario ya como un producto refinado.
En vista de lo anterior, la participación de Cosío Villegas en la obra conmemorativa debe entenderse como la lectura de un primer horizonte de enunciación que recoge una serie de preocupaciones políticas y ocupaciones historiográficas en el contexto de las polémicas intelectuales sostenidas por nuestro autor desde finales de los años cuarenta y que para los años cincuenta se acumulaban con cierto malestar social que comenzaba a latir tanto en la sociedad mexicana como en el mundo académico y cultural del medio siglo. De ahí que no es extraño que el primer párrafo con que inicia su participación en la obra conmemorativa se exprese en los siguientes términos:
Andan rodando por las calles voces extrañas acerca de esta recordación centenaria que ahora hacemos. Las engendra el temor de que renazcan viejas polémicas y de que se les dé un sentido de actualidad, pero producen la consecuencia inevitable de frenar el libre discurrir de las gentes y de presentar una interpretación del liberalismo dictada por conveniencias transitorias y quizás imaginarias.36
De inicio, una de sus quejas es que México llega al centenario del liberalismo sin un claro horizonte historiográfico, pues la imagen que pervive en el discurso político y en el imaginario colectivo son los testimonios de los actores y las fuentes clásicas del siglo XIX. De hecho, buena parte de la producción conmemorativa está relacionada con la reedición de obras producidas al calor de los debates políticos e intelectuales de la Gran Década Nacional, cuestión que nuestro autor acusa en los siguientes términos: “(…) por desgracia, nuestros historiadores se han desinteresado hace tiempo del tema de la Reforma, y, así, el centenario que celebramos ahora nos sorprende viviendo de libros y estudios viejos, particularmente de La Constitución y la dictadura, de Emilio Rabasa”.37
Sobre dicha obra, Cosío Villegas desarrolla su colaboración señalando su extrañeza ante el desinterés de la comunidad académica frente a la misma, hecho que se traduce en su reciente reedición desde 1912 cuando tuvo su primera edición, de ahí su consideración de que “la historia mexicana no está en este momento muy bien armada para concertar tanta voz disonante y tanto silencio sospechoso, y menos todavía para cimentar con firmeza un relato y una explicación de nuestro liberalismo de hace un siglo, de los frutos que dejó y de cuál y cuánta es nuestra deuda actual con él”.38
El enfoque bajo el que Cosío Villegas analiza la obra de Rabasa es historiográfico desde una perspectiva jurídico-política y su propósito es ofrecer “un juicio crítico de fondo para aquilatar permanentemente sus méritos excepcionales y sus fallas indudables”.39 En relación con la obra definitiva que habrá de presentar en el mismo 1957, La Constitución de 1857 y sus críticos, su ponencia intitulada “Vida real y vida historiada de la Constitución de 1857”, se convierte en un breve fragmento del capítulo III (“La estructura de los constituyentes”), casi la totalidad de los capítulos IV (“Los enemigos del gobierno”), V (“Magistrados libres y cautivos”) y VII (“El equilibrio de los poderes”) de dicha obra, es decir, la mitad de los capítulos de La Constitución de 1857 y sus críticos, fue producto del trabajo presentado en los cursos de invierno de 1956. El resto de los capítulos se centran en la crítica a la obra de Justo Sierra y una reflexión desde su presente denominada “El problema actual”.
En comparación con el resultado final expuesto en La Constitución de 1857 y sus críticos, la ponencia de la que se desprendieron varios capítulos para dicha obra, no sufre mayores cambios que algunas puntualizaciones derivadas de una notable corrección de estilo que incluyó la reestructuración de algunos párrafos, la supresión de una cuantas frases, la sustitución de contadas palabras por sinónimos, la adición de ciertos conectores y nombres de constituyentes que no incluyó en su ponencia, y la ampliación, en ocasiones extensa, de algunas ideas y apuntes complementarios a los planteamientos centrales en los que hacía explícito su particular punto de vista más político que jurídico.
Sobresalen en estos complementos al texto presentado en los cursos de invierno, algunas pausas para agregar puntualizaciones de contexto que el autor no incluyó en su “Vida real y vida historiada de la Constitución de 1857”, por ejemplo, un breve repaso por la historia constitucional de la primera mitad del siglo XIX, una reflexión sobre la trascendencia de la Revolución de Ayutla, y la recuperación del rol más trascendental que simbólico de varios constituyentes, cuyo aporte a la Carta Magna de 1857 refleja un pensamiento político marcado por su solidez ideológica y la comprensión cabal de lo que Cosío Villegas insiste en denominar como la realidad histórica.
Estas puntualizaciones contextuales son relevantes ya que forman parte esencial de la crítica historiográfica que realiza al conjunto de la obra de Rabasa al insistir a lo largo de su texto que dicho autor “ignora enteramente esta época”,40 por lo que algunas de sus deducciones “poco tienen que ver (…) con las circunstancias históricas reales en que los hechos se suceden”41 y que dichas fallas bien pueden atribuirse a “la falla de su conocimiento histórico y de su prejuicio porfirista”.42
Tal y como lo venía señalando desde su polémico artículo de 1947 “La crisis de México” publicado en Cuadernos Americanos, Cosío Villegas (al igual que Silva Herzog, Bassols, Zea, Villoro, entre otros) se mantiene en su línea crítica de señalar las desviaciones del proyecto revolucionario, y extrae la siguiente conclusión: “los constituyentes del 17, que debieron ser y sentirse representantes de un movimiento inequívocamente popular, democrático, se inspiraron en Rabasa para crear un régimen presidencialista, que jurídicamente no dista mucho de la dictadura, y que en la práctica lo ha sido de un modo completo”, cuya acotación aparece en una nota al pie en su texto leído en los cursos de invierno de 1956, pero suprimida en la edición de La Constitución de 1857 y sus críticos, y que hacía el siguiente apunte:
Parece haber un acuerdo general entre los constituyentes del 17 y los constitucionalistas mexicanos en cuanto a qué La Constitución y la dictadura de Rabasa ejerció una influencia decisiva lo mismo en el proyecto de constitución presentada por Carranza, al Congreso de Querétaro como en las modificaciones que en él sufrió. Debe entenderse, por supuesto, que esa influencia se limitó a la forma de gobierno, y no a lo que se ha dado en llamar la parte “social” de la Constitución de 17.43
El análisis ofrecido por Cosío Villegas en la obra conmemorativa El Liberalismo y la Reforma en México, puede entenderse como la crítica vedada de un hombre que supo explotar sus relaciones con el poder en beneficio de sus propias empresas culturales, que sintonizaba las frecuencias del espectro político de la época y las aprovechó en beneficio de su campo de producción cultural, y que desde esa plataforma aprendió a observar, no sin preocupación, cómo el espacio conmemorativo en el que le tocó participar no podía conformarse con celebrar la relación de continuidad entre la Reforma y la Revolución “dictada por conveniencias transitorias y quizás imaginarias” como advierte al inicio de su texto, de ahí que otra valoración que no podemos perder de vista, más allá del aporte historiográfico al campo de la historia constitucional mexicana, es la valoración política que de ahí se desprende y que, tal vez sin proponérselo, contribuyó decisivamente al replanteamiento de muchos supuestos sobre los que descansaba una casi superada historia política.
La siguiente colaboración es la más breve de todas las que aparecen en la obra analizada y corresponde a Antonio Martínez Báez, un reconocido jurista formado en la Escuela Nacional de Jurisprudencia y posterior académico de la Facultad de Derecho de la UNAM donde fue director del Instituto de Derecho Comparado (hoy Instituto de Investigaciones Jurídicas); además, con una trayectoria relevante en la administración pública que incluyó su paso como Secretario de Economía en el sexenio de Miguel Alemán.
“Las ideas jurídicas en el Congreso Constituyente de 1856-1857”, es el título de su colaboración, y en ella nuestro autor se limita a compartir algunas reflexiones sustentadas en su interpretación de “documentos y testimonios de algunos de los actores del drama histórico que tuvo como escenario real a nuestra patria, [evitando] cualquier comentario que, además de ser un juicio personal, sería innecesario e inoportuno”.44 Es decir, Martínez Báez se ciñe al tradicionalismo historiográfico de la Escuela Nacional de Jurisprudencia en la que se formó, reflejando en su colaboración una idea de historia que no problematiza sino simplemente refiere, cita, documenta, traza líneas cronológicas e identifica antecedentes, consecuencias y, cuando conviene, continuidades.
En ese sentido, Martínez Báez se limita a citar la obra de Francisco Zarco, Crónica parlamentaria de el siglo XIX, haciendo una reflexión sobre el valor histórico de la misma sin mayores aportes críticos. Por el título de su colaboración, el lector esperaría encontrar el origen de las ideas jurídicas de la Constitución de 1857 y la Reforma, más aún después de haber leído la colaboración de Leopoldo Zea sobre la expansión de las ideas liberales en el mundo occidental y su trayecto hasta aterrizar en el problemático escenario político mexicano del siglo XIX donde centra el eje de su disertación. Sin embargo, eso no ocurre.
Hay un posible por qué a las limitaciones de este trabajo, más allá de su apego a una tradición historiográfica que en esos años se encuentra en transformación. Ese mismo 1956, El Colegio de México reedita la Historia del Congreso Extraordinario Constituyente [1856 y 1857] de Francisco Zarco con un detallado estudio preliminar del propio Antonio Martínez Báez. En dicho estudio, nuestro autor deja clara cuál es una concepción sobre el trabajo del historiador, al suscribir la definición ciceroniana de la historia como magistra vitae. De ahí que el jurista historiador apague su voz y la ceda a Zarco.
Sin ánimos de polemizar y como hombre de Estado, pero también como jurista consumado, su visión del Constituyente, la Constitución y la reforma liberal se asume desde la cultura política conmemorativa oficial que reconoce su valor trascendental como eje del pensamiento político de su época. Su comprensión histórica del periodo se limita a concluir que, en este periodo, “se confirmó en nuestra patria la verdad de que la Constitución, la Ley Suprema del Estado, tiene su verdadera fuente en una revolución, en un movimiento que desde las raíces mismas de la sociedad hace surgir las nuevas formas de convivencia social, política y jurídica”,45 tal y como ocurrió con la Revolución Mexicana.
Al igual que Cosío Villegas, José E. Iturriaga pertenece a esa generación de escritores de historia que se iniciaron en el Derecho, hicieron trayectoria en la administración pública y supieron aprovechar su cercanía con el poder en beneficio de sus proyectos académicos, muchos de ellos de gran trascendencia en el ámbito de las Ciencias Sociales y la Historia y, fortuitamente, dicha consolidación se fue dando a lo largo de la década de los cincuenta. En esa década Iturriaga publica en 1951 una obra que fue muy bien recibida en el ámbito académico, La Estructura Social y Cultural de México, y publicaba en ese 1957 su libro conmemorativo, Pensamiento Político y Administrativo de Juárez.
Para los años del inicio del ciclo conmemorativo de la Gran Década Nacional, es difícil ubicar a Iturriaga en una línea de investigación o un tema en particular, pues en ese tiempo sus publicaciones versan sobre temas económicos, históricos, culturales, literarios y principalmente políticos, pero sin una orientación específica que pudiera definirlo como “especialista” en algo, salvo un interés manifiesto en la historia política del siglo XIX, de cuya lectura extrae valoraciones pragmáticas traducidas en lecciones políticas que sin duda reflejan su relación como intelectual con el campo de poder en el que se desenvuelve: “a veces se requiere ir aún más allá de lo que preconiza el radicalismo extremoso; y en otras ocasiones la prudente moderación política es lo más eficaz para los fines de la pragmática social y de las mayores ventajas para la nación. Todo depende de la presión de las circunstancias (…)”.46
Sin embargo, sus aportes al campo de las Ciencias Sociales y la historiografía son bien recibidos, participa activamente en los Cuadernos Americanos, y ha sido publicado por instituciones oficiales como la Nacional Financiera ―de la que es funcionario― y el fce. En general, para la época Iturriaga representa a ese modelo de historiador profesionalizado en la práctica, cuya trayectoria se inició en los años cuarenta como alumno becado de El Colegio de México donde también impartió cursos. Con un talante muy peculiar, Iturriaga es caracterizado como un autor de estilo “anecdótico”,47 de “juicio sereno y agudo”, aunque en ocasiones, y sobre todo cuando se trata de escritos políticos, “no faltan apreciaciones un poco exageradas en defensa del régimen”,48 posición que años más tarde se saldará con la ruptura con algunos hombres de su generación como Daniel Cosío Villegas, quien en el sexenio echeverrista lo calificó como “pluma mercenaria”.49
Volviendo a sus aportes a la conmemoración del centenario de la Constitución de 1857, su texto La situación política de México a mediados del siglo XIX lo estructura en una reflexión inicial y cuatro apartados que tiene la intención de abonar a “una deuda no saldada aún por nuestra historiografía”.50 La redacción del texto al parecer es una versión íntegra o una transcripción de su conferencia en los cursos de invierno de 1956, ya que hay alusiones hacia el público o el ambiente que reinó durante los días que impartió su conferencia.
Con un estilo desenfadado en el que mezcla el análisis histórico con la circunstancia política de un período complejo de la historia nacional, Iturriaga inicia reflexionando sobre “el problema de tipo cronológico” que le supone el hablar de “mediados del siglo XIX”. Este señalamiento no es baladí, sino que bien puede entenderse como un cuestionamiento implícito a la pertinencia o necesidad de trazar grandes categorizaciones, etiquetar periodos o realizar ambiguos cortes cronológicos en los que se acostumbra segmentar la historia.51
Inmediatamente expone su propósito:
describir cómo era el México ultramontano en contra del cual se levantaron los revolucionarios liberales de Ayutla, México ése que, puntualmente, es el que Antonio López de Santa Anna quiso exhumar de nuestro pasado colonial: el México anticlerical que va del 20 de abril de 1853 al 11 de agosto de 1855.52
Esta afirmación es un reflejo de cómo una parte de la historia nacionalista sigue haciendo uso de sus deliberados sesgos maniqueístas que interpreta a la sociedad previa al triunfo liberal como ultramontana, sin considerar que liberales y conservadores se alternaron en los varios proyectos de nación que a lo largo de dicho siglo se intentaron imponer.53
Los primeros dos apartados de su capítulo son casi idénticos ―salvo algunos matices― a su colaboración en la obra conmemorativa del Centenario del Plan de Ayutla publicada en 1954 editada por la Facultad de Derecho de la UNAM. Aunque pone un mayor énfasis en la exposición de las tensiones entre los liberales radicales y los moderados como factor clave para el creciente poder de las fuerzas conservadoras y ultramontanas a quienes critica ―sin aportar argumentos claros― e ironiza sobre su “fiera seguridad”, “irritante descaro”, “enconado y bélico sentimiento”, “argumentos troglodíticos” y de “eunucoide rubro”.
Al igual que en su texto conmemorativo de 1954, Iturriaga se mantiene fiel a su estilo y aporta en los siguientes dos apartados de su capítulo, un novedoso “prontuario anecdótico” ―como él mismo lo llama― sobre la faramalla monárquica del santanismo, un aporte que no puede ser desdeñado dado que abre una nueva ventana hacia la historia política y social del siglo XIX, si hacemos a un lado la carga despectiva, prejuiciosa y llena de generalizaciones que realiza de dicha época. Por supuesto que dichos señalamientos tienen una intencionalidad concreta que el propio autor expone, que es la de comparar a Santa Ana con Porfirio Díaz, y por lo tanto, a los patricios liberales con los caudillos revolucionarios y hacer analogía entre la época de la Reforma y la continuidad de su pensamiento y acción que ofrece el régimen posrevolucionario.
En su conclusión, Iturriaga sorprende evidenciando un perfil que se encuentra desarrollando y que será parte de su sello profesional como historiador, el de la divulgación de la historia; es decir, aduce que la recuperación de testimonios, sucesos y hechos de la época en comento tiene la intención de invitar a su público a explorar a cada sociedad en su circunstancia histórica y particular, y de ello extraer las enseñanzas políticas correspondientes.
Jesús Silva Herzog, al igual que los principales autores que componen la obra sobre el centenario del liberalismo y la Reforma en México que aquí se analiza, forma parte de esa generación de intelectuales estrechamente vinculada con el grupo de poder, pero revestida de lo que Guillermo Zermeño identifica como un carácter “académico y científico universitario” que contó con el apoyo preponderante de la expansión de la burocracia estatal, gran promotora de la cultura, en particular aquella relacionada con los medios impresos”; así, “la tradición del intelectual como ‘redentor social’ pudo sostenerse a partir de la creencia y eficacia de una política desarrollista o modernizadora (década de los veinte y hasta los setenta)”,54 condición que fue muy bien aprovechada por Silva Herzog para impulsar la consolidación de diversos proyectos académicos e institucionales relacionados con el pensamiento económico.
Es, además, un personaje con el que la historiografía tiene una deuda pendiente, pues constituye un modelo de intelectual comprometido no solo con la historia, la cultura y la educación, sino con sus propias convicciones ideológicas que lo convierten en un funcionario eficiente durante el gobierno de Lázaro Cárdenas donde consolida su trayectoria política y su prestigio intelectual, pero también su reconocimiento como hombre de izquierda. Su amplia producción académica en el campo de los estudios económicos lo vuelven pionero en la institucionalización de la economía en las universidades; mientras que su amplia red de vínculos políticos e intelectuales, lo convierten en un referente para acercarse al análisis de las dinámicas de sociabilidad política e intelectual entre México y América latina, principalmente.
En su trabajo La tenencia de la tierra y el liberalismo mexicano, del grito de Dolores a la Constitución de 1857,55 el autor vuelca toda su experiencia como ex catedrático de la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo y como ex funcionario de la Secretaría de Agricultura. Desde el ámbito académico, dicha colaboración refleja a su vez su vocación agrarista y social, reafirmando su convicción intelectual, de que reside en el campo y en las condiciones de vida de los campesinos una de las promesas pendientes de la revolución, pero su crítica y sus propuestas no salen únicamente de reflexiones a la distancia, sino son productos generados entre el saber y la praxis.
Desde su amplia trayectoria en el estudio de temas agrarios, Silva Herzog inicia su colaboración explicando el marco contextual de su planteamiento y su enfoque: la cuestión social como problema latente en el trasfondo de la guerra de independencia y los diferentes proyectos de nación que ensayaron antes de la Constitución de 1857, explicados como una lucha de clases, acotando, sin embargo, que dicho enfoque no se toma al pie de la letra según lo plantea la teoría marxista, pues “si bien es cierto que reconocemos sin ambages que la lucha de clases ha tenido significación enorme en la historia de todos los tiempos y de todos los pueblos, no puede comprobarse que toda la historia no haya sido sino lucha de clases”.56
Bajo este considerando metodológico en su procedimiento de análisis sobre el problema agrario y su relación con las ideas liberales y la Constitución de 1857, Silva Herzog nos acerca a explorar los orígenes de esta cuestión en sus antecedentes históricos, asumiendo una interpretación particularmente novedosa de la primera mitad del siglo XIX en la que rastrea, además del problema del reparto de la tierra como un problema histórico aún no resuelto en su presente, el fundamento intelectual de las ideas en torno a dicha cuestión en el pensamiento político de personajes como Hidalgo, Morelos y, principalmente, Lorenzo de Zavala a cuyas tesis se suscribe, apartándose de la polémica en torno a dicho pensador y su relación con la independencia de Texas.
A lo largo de su texto, Silva Herzog alterna referencias a los autores clásicos del liberalismo decimonónico como de aquellos contemporáneos suyos, tanto nacionales como extranjeros, que en lo que va de la década de los cincuenta, se encuentran renovando el campo de producción historiográfica referido a temas de la historia mexicana en el siglo XIX, tales como Raymond Estep de la Universidad de Texas, Mendieta y Núñez, Valentín Gama o Jesús Reyes Heroles.57
En el caso de los autores clásicos del liberalismo mexicano a los que recurre para sustentar sus ideas, la lectura de Silva Herzog busca reconocer en sus aportes, aquellos que refuercen sus propias tesis sobre la vigencia de la lucha en defensa de la tierra y del reparto agrario. Para el autor, mientras no se atienda esta deuda del pasado con el campesino, tanto el pensamiento liberal como el proyecto revolucionario, seguirán siendo productos inacabados.
Para llegar a tales conclusiones, recupera la génesis de las ideas relacionadas con la cuestión agraria y de tenencia de la tierra entre los pensadores del siglo XIX, encontrando que estas tienen su origen en la problematización de un concepto: el de la propiedad. En esa ruta, recupera ideas de personajes cuyas tesis ―y algunos de ellos― estaban en el olvido, tales como Tadeo Ortiz, José María Luis Mora o Mariano Otero. Los planteamientos de Otero constituyen una cuestión socialmente viva en el horizonte de Silva Herzog, quien no duda en recuperar la vigencia del pensamiento de Otero para explicar su propia circunstancia: “(…) cabe agregar que en los momentos de escribir estas líneas ―mes de marzo de 1956― la lucha entre occidente y oriente, entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, tiene su origen en la defensa de la propiedad privada por una parte y la socialización de la propiedad por la otra”.58
Al abordar los aportes de Ponciano Arriaga, Ignacio Vallarta e Isidoro Olvera al pensamiento liberal mexicano en su forma de interpretar el problema agrario y de tenencia de la tierra, luego de citarlos extensamente, Silva Herzog pondera el radicalismo de los primeros dos personajes frente a la moderación de Olvera y sitúa a los tres en la línea del liberalismo social mexicano, categoría recién planteada por Jesús Reyes Heroles y que nuestro autor identifica como un “liberalismo que a nuestro juicio tiene características privativas y por lo mismo difiere del liberalismo clásico europeo de fines del siglo xviii y de principios del siglo XIX, particularmente del liberalismo económico de los fisiócratas, de Smith y de quienes en ellos se inspiraron”.59
Para el último tramo de su colaboración, el autor se vuelca al análisis del pensamiento de José María Castillo Velasco, quien reflexiona sobre uno de los grupos que quedan atrapados en el debate entre la tenencia de la tierra y defensa de la propiedad comunal (los indígenas); abogando por el derecho de los pueblos “a participar en la administración de sus intereses”, razón por la cual, propone al constituyente de 1856 un proyecto de reparto agrario bastante congruente con la realidad de su época al que acompaña de un breve diagnóstico donde denuncia las condiciones de pobreza, marginación y desigualdad de pueblos y comunidades, pero cuya solución (una especie de Ley Agraria) era una apuesta demasiado adelantada y arriesgada para la visión política de su tiempo.
A final de cuentas, Silva Herzog, si bien constata la visión social de algunos constituyentes de 1856 al recuperar sus ideas y posicionamientos con relación a los diversos aspectos que engloba el problema agrario, también da cuenta de cómo la perniciosa moderación de la mayoría de los miembros del constituyente, truncaron la posibilidad de concretar alternativas a los graves problemas sociales que la acumulación de la propiedad en pocas e improductivas manos acarreaba para el país, quedando “prácticamente sin resolver el problema del latifundismo”, de suerte que su papel en el ámbito de la cultura política conmemorativa por el centenario de la Constitución de 1857 y el pensamiento liberal, se limitó a evitar el triunfalismo y señalar el peligro de tormenta que a partir del triunfo del liberalismo romántico en el proyecto constitucional se acumulaba “día tras día sobre el territorio de la patria”.60
Al igual que Silva Herzog, la colaboración de Eduardo Bustamante Vasconcelos, Las finanzas públicas de México a mediados del siglo XIX y las bases que para organizarlas adoptó el congreso extraordinario constituyente de 1856, es un valioso aporte a la historia del pensamiento económico mexicano en el siglo XIX desde una perspectiva que reflexiona sobre el legado y vigencia de dichas ideas en el proceso de consolidación de los ideales sociales de la Revolución mexicana como una revolución permanente. Dichas ideas, las ofrece desde la visión de un hombre de Estado, ligado a una corriente del pensamiento económico mexicano que privilegia la planeación de las finanzas públicas como mecanismo de garantía para el desarrollo estabilizador.
En el caso de Bustamante, éste “provenía del llamado Grupo 21-22 de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México, cuando Manuel Gómez Morín fue su rector (1933-1934). A él pertenecieron Manuel Gual Vidal (secretario de Educación Pública, 1946-1952), Ramón Beteta (secretario de Hacienda y Crédito Público, 1946-1952) […], Mario de la Cueva (rector de la UNAM, 1940-1942) y Antonio Martínez Báez (secretario de Economía, 1948-1952)”.61
Desde ese horizonte generacional, Bustamante expresa que el propósito de su disertación es “lograr la reactualización del pensamiento del Constituyente de 1856 en lo que respecta a la organización y manejo de las finanzas públicas de la nación”.62 En este sentido, su trayectoria profesional, más política que académica, lo situará en la generación política que encabezó la transición hacia el desarrollo estabilizador durante el sexenio de Adolfo López Mateos en cuyo mandato Bustamante ocupó el cargo de secretario del Patrimonio Nacional.
Al desarrollar su interpretación particular sobre la conmemoración constitucional, Bustamante se ciñe al guion definido por la cultura política conmemorativa oficial que concibe a la generación de la Reforma como precursora de la generación revolucionaria y a esta como depositaria del pensamiento liberal, desde lo que Reyes Heroles proclamó como liberalismo social, aunque, advierte, “en el curso de nuestra investigación no pudimos sustraernos a la impresión de un paralelismo o semejanza entre algunos hechos y situaciones de entonces y otros hechos y situaciones de nuestros días, que descartando la cómoda teoría de que la historia se repite, hemos tratado de precisar”,63 por lo que, se infiere, su concepción de la historia sigue siendo la de un conflicto permanente entre fuerzas antagónicas y fuerzas armónicas.
Llama la atención el interés de nuestro autor por apegarse a una metodología de trabajo en la que aplica procedimientos donde se mezcla la crítica de fuentes en las que no prejuicia, sino pondera en su carácter como proveedoras de información que, una vez validadas a partir de la contrastación “son congruentes y porque en razón de su congruencia pueden tenerse por fehacientes”.64 Como parte de este procedimiento, por ejemplo, compara la información financiera y las interpretaciones que de ello derivan autores como Brantz Mayer, Lucas Alamán, Justo Sierra, Andrés Molina Enríquez y Daniel Cosío Villegas del período 1840-1867.
Posterior a su planteamiento metodológico, Bustamante se aviene a disertar sobre el impacto que tuvo en las finanzas públicas y la política hacendaria del país la adopción del régimen federal, para ello traza el itinerario histórico desde la colonia hasta el siglo XIX de lo insostenible que resulta establecer un vínculo entre “la unidad territorial como base de integración de una nacionalidad”,65 sin considerar los procesos específicos de conformación de las regiones mexicanas, razón por la cual, el federalismo ya germinaba en la sociedad mexicana de principios del siglo XIX.
Llama la atención, aparte del evidente dominio técnico de nuestro autor en el tema, el estilo expositivo que maneja y que permite una comprensión concreta de los problemas que aborda, misma que adiciona con algunas comparaciones y contrastaciones que el autor contextualiza con suficiencia, pese a las limitaciones documentales que refiere, laguna que cubre con un análisis de la situación administrativa en materia hacendaria del México posterior a la independencia, a fin de contrarrestar las críticas latentes al Congreso Constituyente de 1856 en esa materia, y al que se acusaba de no haber previsto las consecuencias a futuro de haber sancionado la concurrencia fiscal.
Su último apartado lo dedica a analizar la Inclusión dentro del texto constitucional de disposiciones que autorizan la intervención del estado en materia económica y el manejo de la hacienda pública con propósitos de política fiscal. En este terreno, Bustamante se alinea con la interpretación que en la misma obra conmemorativa realiza Leopoldo Zea en torno a interpretar las ideas liberales como resultado de una expansión del mundo occidental que chocó para su integración en el pensamiento político y económico mexicano con la compleja realidad social y cultural que tres siglos de dominio español habían legado, a fin de justificar la necesidad de que, contrario al impulso liberal, la Constitución de 1857 acogiera al estado en su carácter de interventor económico.
Reflexiones finales
Como se puede apreciar, en el bloque analizado del libro conmemorativo El liberalismo y la Reforma en México, no solo se identifican los rasgos de una cultura política conmemorativa, sino también cómo se aprovechan los espacios de discusión intelectual para propiciar, a través del diálogo académico, la reflexión política a partir de temas de interés histórico y conceptual desbordados estratégicamente a los campos de producción historiográfica latinoamericana. Esto solo es posible gracias a un vínculo entre el campo de producción cultural y el campo de poder en que historiadores como Daniel Cosío Villegas y Jesús Silva Herzog hacen patente su influencia y cercanía con las instituciones académico-culturales, los actores políticos representativos del régimen y figuras político-intelectuales de gran influencia para el pensamiento latinoamericano.
Asimismo, el hecho de que dicha obra conmemorativa se haya producido en el seno de una institución universitaria como la Escuela Nacional de Economía, consolida el papel de la UNAM como la cuna de una nueva generación de políticos emanados no ya de las luchas facciosas entre la familia revolucionaria, sino de las instituciones civiles que reflejan la transición hacia una nueva modernidad política mexicana.
En términos editoriales y de profesionalización historiográfica, si prestamos atención a los pies de página, las referencias bibliográficas, los procedimientos de síntesis y análisis de las obras clásicas del liberalismo del siglo XIX, el método de trabajo con fuentes primarias y secundarias y la crítica historiográfica en general, podemos advertir un nuevo tipo de operación historiográfica que implícita o explícitamente ―según cada autor― propone nuevas líneas temáticas de investigación histórica, que marcan un distanciamiento con esas historias generales que tanto se apreciaban en el antiguo régimen y que ahora se inscriben en un ambiente de tensión intelectual propiciado por el despliegue de diversas estrategias de persuasión enmarcadas en una emergente guerra fría cultural latinoamericana financiada por los Estados Unidos.
Asimismo, en las fuentes bibliográficas de que se valen varios de los colaboradores, se reconoce la labor editorial de empresas culturales como el Fondo de Cultura Económica de gran impacto en la región latinoamericana, que da cabida al trascendental trabajo de traducción realizado por algunos de los “transterrados” españoles sobre obras referentes de la tradición histórica alemana e inglesa ―principalmente― y que mucho abonó a la actualización del pensamiento económico, filosófico e historiográfico entre la comunidad académica mexicana, así como de las producciones editoriales de instituciones representantes de la profesionalización historiográfica como la UNAM y El Colegio de México.
Por otro lado, 1957 supone un tiempo transitorio en el que el régimen presidencialista comienza a afianzarse, pese a la resistencia de los grupos más tradicionalistas, en favor de un nacionalismo pragmático y con miras a un replanteamiento del modelo económico vigente. Lo anterior implica la apertura de un nuevo horizonte de expectativas que tiene como punto de fuga la crítica del proyecto posrevolucionario en su enfoque económico, lo que obligará al gobierno de López Mateos a definir su trayectoria ideológica y, a final de cuentas, involucrará a su gobierno de forma más activa, en la guerra fría cultural latinoamericana a partir de la siguiente década.66
En este contexto de tensión política e ideológica, la conmemoración de la Reforma liberal y la consecuente guerra civil, cuya conmemoración en 1960 coincide con la celebración de los cincuenta años de la Revolución Mexicana, se convertirá en el espacio propicio para cimentar los nuevos caminos de la historiografía política que la conmemoración de 1957 configura con mayor claridad y que corona el proceso de fortalecimiento académico y renovación metodológica de la historia dentro de las instituciones.