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Revista latinoamericana de estudios educativos

On-line version ISSN 2448-878XPrint version ISSN 0185-1284

Rev. latinoam. estud. educ. vol.51 n.2 Ciudad de México May./Aug. 2021  Epub Oct 20, 2023

https://doi.org/10.48102/rlee.2021.51.2.375 

Horizonte educativo

El juego en la educación: una vía para el desarrollo del bienestar socioemocional en contextos de violencia

Play-based Learning: A Path to the Development of Social and Emotional Wellbeing in Contexts of Violence

Ximena González-Grandón* 
http://orcid.org/0000-0002-7907-2386

Cimenna Chao Rebolledo** 
http://orcid.org/0000-0001-9393-0124

Hilda Patiño Domínguez*** 
http://orcid.org/0000-0002-8863-7238

*Universidad Iberoamericana Ciudad de México, México. ximena.gonzalez@ibero.mx

**Universidad Iberoamericana Ciudad de México, México. cimenna.chao@ibero.mx

***Universidad Iberoamericana Ciudad de México, México. hilda.patino@ibero.mx


Resumen

El aprendizaje a través del juego es una habilidad importante para toda la vida, y el aprendizaje socioemocional es una práctica pedagógica creciente. Cuando juegan, los estudiantes a menudo manejan conflictos y construyen conocimientos socioemocionales con otros miembros del grupo. Los estudiantes en entornos lúdicos y colaborativos tienen la posibilidad de aprender la habilidad de regular eficazmente las emociones prosociales, tanto a nivel individual como grupal. En este artículo, se introduce un marco epistémico ecológico enfocado en las affordances y la escala de análisis relacional persona-ambiente, para argumentar sobre el diseño de entornos de aprendizaje con una diversidad de juegos que posibiliten el desarrollo de una educación socioemocional. Se exploran ideas de la psicología del desarrollo y de la educación, combinando elementos clave de la teoría de construcción de nichos, para dar cuenta de entornos lúdicos que fomenten una ética del bienestar dentro de comunidades de aprendizaje. Se sostiene que este enfoque puede proporcionar mejores oportunidades para el aprendizaje y el desarrollo del bienestar emocional en diversas poblaciones, y en particular en aquellas donde existan condiciones de violencia y acoso escolar.

Palabras clave: aprendizaje basado en el juego; educación socioemocional; affordances; entornos de aprendizaje lúdicos; bienestar socioemocional

Abstract

Learning through play is an essential lifelong skill, and social-emotional learning is a growing pedagogical practice. When playing, students often manage conflict and build social-emotional knowledge with other group members. Students in playful and collaborative environments own the ability to learn how to effectively regulate prosocial emotions, both individually and as a group. This article introduces an ecological epistemic framework focused on affordances and the person-environment relational scale of analysis to argue for the design of learning environments with a diversity of games that enable the development of social-emotional education. It explores ideas from developmental and educational psychology, combining critical elements of niche construction theory, to account for playful environments that foster an ethic of well-being within learning communities. It argues that this approach can provide enhanced opportunities for learning and developing emotional well-being in diverse populations, particularly those in contexts with violence and bullying.

Keywords: play-based learning; social and emotional learning; affordances; playful learning environments; social and emotional wellbeing

Introducción

¿Por qué nos gusta jugar con los otros? ¿Por qué razón niños y adultos buscamos de manera voluntaria experimentar la satisfacción lúdica? Los psicólogos evolucionistas responden que el origen del juego es dicotómico, que nuestros antepasados jugaban para fomentar comportamientos prosociales, pero también lo hacían para exacerbar el individualismo competitivo (Hall, 1904; Cairns et al.,1983).

Desde la psicología ecológica se cuenta con una narrativa distinta; autores como Brofenbrenner (2002) o Heft (2010) enfatizan la importancia de los entornos de interacción y la sociabilidad para significar las experiencias de aprendizaje, plantean la posibilidad de desarrollar comportamientos particulares a partir de un aprendizaje situado, ya sea guiado o tácito. El contexto físico y sociocultural en el cual ocurren los comportamientos importa. Así, desde una perspectiva ecológica proponemos que algunos entornos lúdicos que, por su naturaleza afectiva, colaborativa e imaginativa, pueden ser una vía pedagógica para desarrollar ciertas habilidades, en particular aquéllas consideradas benéficas o transformadoras en el contexto histórico actual.

A lo largo de este documento se argumenta que ciertos juegos actúan como herramientas pedagógicas, o affordances, para fomentar el desarrollo de comportamientos prosociales. En particular, que implementar entornos de aprendizaje lúdicos favorece el desarrollo de diversas habilidades o competencias socioemocionales. Se subraya cómo los juegos posibilitan comportamientos específicos, como distintas formas de regulación socioemocional, y se vuelven un factor clave de la realización biológico-cultural que nos encamina hacia la construcción de comunidades humanas menos agresivas y menos violentas.

Si bien este trabajo no busca describir las diversas formas de violencia o agresividad que existen en el contexto escolar, es necesario hacer algunas precisiones en relación con estos términos, de manera que se puedan contrastar con el bienestar que se busca construir desde las pedagogías transformadoras.

La agresividad se describe, comúnmente, como una respuesta de alerta autónoma, compartida con otras especies animales, que se activa ante ciertos estímulos que se perciben como peligrosos, y como una respuesta de adaptación al entorno a través de mecanismos de reacción automática (Murrieta et al., 2014). Así, parece provenir de procesamientos de información evolutivamente ancestrales. En contraste, la violencia se define como una conducta destructiva, dañina o aversiva, intencional, deliberada y consciente; hacer uso dirigido de la fuerza física para causar daño, lesión o muerte (Ruvalcaba-Romero et al., 2016). Además, tiene un componente de aprendizaje sociocultural que requiere códigos de significados compartidos y que da la pauta para poder moldearse deliberadamente.

En contraste, el bienestar se considera en este artículo el máximo bien y la motivación fundamental para las acciones humanas. En particular, nos concentramos en el aprendizaje del bienestar socioemocional, como el proceso de adquirir habilidades para reconocer y manejar las emociones propias, desarrollar los valores del cuidado y la preocupación por los otros (Cohen et al., 2003; CASEL, 2020).

Dentro de las teorías que abordan el estudio de fenómenos como la violencia o el bienestar sobresalen dos grandes grupos: las innatistas o biológicas que atribuyen el origen a caracteres biológicos heredados, y las ambientalistas -de corte más ecológico-, que lo atribuyen al aprendizaje dentro de entornos con condiciones materiales y sociales específicas. La teoría de la psicología ecológica de los Gibson (Gibson, 2000; Gibson, 1977), o la del desarrollo ecológico de Brofenbrenner (2002), son un par de ejemplos. Ambas sitúan su base explicativa en la interconexión entre los contextos sociales, donde el desarrollo y el aprendizaje se llevan a cabo a través de las interacciones con el ambiente ecológico y sociomaterial, y de los intercambios con las epistemologías vigentes del contexto histórico vivido. Su perspectiva es relacional, es decir, la descripción no reside ni en la persona, ni en el entorno, sino en la interacción entre ambos. Son éstas las aproximaciones que pretendemos resaltar en este artículo, para dar cuenta de las oportunidades de aprendizaje que brindan los entornos lúdicos al fomentar la regulación emocional y el bienestar.

Comenzamos por describir la utilidad del concepto de affordance para referir a las posibilidades intrínsecas y premeditadas que generan los entornos de aprendizaje lúdicos para facilitar experiencias de aprendizaje situado y vivencial, desde las cuales se movilicen y ejerciten habilidades socioemocionales que contribuyan a la generación de bienestar. Posteriormente, se destaca el rol del aprendizaje basado en el juego para fomentar el desarrollo socioemocional y la prosocialidad, en la vía hacia un ethos de bienestar dentro de comunidades de práctica. Y por último, se da a conocer la forma en la cual una diversidad de juegos pueden fungir como recursos educativos socioemocionales dentro de entornos de aprendizaje que prevengan la violencia.

Affordances socioemocionales y entornos lúdicos de aprendizaje

Para comprender cómo se desarrolla la experiencia de aprendizaje socioemocional a partir del juego, utilizaremos el concepto de affordances(Gibson, 1977; Heft, 2010; Kytta, 2002). Este concepto, acuñado por J. J. Gibson (1977) desde la psicología ecológica, se refiere a las posibilidades que tiene un ser vivo o un individuo, para actuar en un entorno determinado a partir de las características orgánicas intrínsecas y aprendidas que le singularizan. Por ejemplo, un entorno lúdico con toboganes invita a una niña que sepa caminar a deslizarse por él, mientras que una montaña de piezas de legos de colores podría sugerir a un niño -con un buen desarrollo de la motricidad fina-, la construcción de la pirámide del Sol que visitó el día anterior. Este concepto enfatiza la reflexión sobre cómo las disposiciones físicas y mentales de un individuo, aunadas a los recursos materiales y socioculturales de su entorno, pueden fomentar las capacidades y competencias que se van adquiriendo a través de los affordances que ambos elementos (sujeto y contexto) disponen para ello.

El concepto de affordance pretende superar la dicotomía artificial entre sujeto y contexto (Heft, 2010; Kytta, 2002; Gibson, 1977). Dado que las affordances comprenden infinitas posibilidades de acción asociadas a las características percibidas del entorno, los objetos, espacios o seres que habitan dentro de un ambiente determinado están intrínsecamente ligados a la percepción y a la conducta, pero también a la cognición, la imaginación y a las emociones (Krueger, 2014; Chemero, 2009; González-Grandón et al., 2018). En ese sentido, la combinación de affordances que provee un espacio determinado, junto con aquellas que caracterizan a una persona en un momento específico de su desarrollo, generan las posibilidades y desafíos que disponen del juego, y del jugar, en un determinado entorno (Gibson, 1979; Heft, 1988; Kytta, 2002; Khan, et al., 2020). De este modo, percibir una pelota en un espacio exterior horizontal puede disponer a un juego de futbol, o pases de balón pié, mientras que la misma pelota en una alberca dispone juegos de flotación sobre la bola, o bien a pases de mano. En ambos casos, las posibilidades para jugar que podrían sugerir el contexto y el objeto dependen también de las affordances del sujeto (para jugar a pases en alberca se requiere poder nadar, mientras que jugar al futbol requiere la coordinación de la motricidad gruesa). Así, la forma y la intensidad que adopte el juego en cada situación y entorno, depende, por un lado, de lo que cada niño percibe, de sus conocimientos previos, y de su habilidad de autoconocimiento, imaginación o autorregulación de los movimientos, lo mismo que de las respuestas emocionales y pro-sociales que tenga desarrolladas.

Es importante subrayar que, a pesar de que en la noción de affordances de Gibson (1979) se destaca el entorno físico en el que viven los organismos, y se concentra en la construcción de una teoría básica de la percepción y la acción, este autor también dio cuenta de una suerte de affordances sociales o interpersonales que requieren el desarrollo de habilidades cognitivas más complejas, únicamente perceptuales. Bajo su concepción, el paisaje humano de las affordances es completamente social: “Los otros animales proporcionan, sobre todo, un rico y complejo conjunto de interacciones sexuales, predatorias, de crianza, de lucha, de juego, de cooperación y de comunicación” (Gibson 1979, p. 128).

Esto sugiere que, en el caso del nicho humano, el entorno físico o material se entiende mejor como un entorno con posibilidades socioculturales, donde habilidades disponibles como imaginar, crear o agarrar prosperan en situaciones sociales particulares, y están incrustadas en prácticas intersubjetivas dentro del “espectro de significado social” (Gibson, 1979; Wittgenstein, 1953; Rietveld y Kiverstein, 2014; Kono, 2009).

Heft (1988) elaboró sobre estas teorías y trabajó sobre las affordances en el juego de los niños. Planteó una taxonomía de las características percibidas por los niños que el entorno ofrece para la generación de diferentes tipos de juego, como invitaciones a determinadas actividades y, en relación con ello, propone el concepto de “jugabilidad”, asociado a las posibilidades interactivas para el juego que presentan los espacios, las personas y los artefactos. Pero lo extiende a la “trepabilidad”, la “saltabilidad” o la “columpiabilidad” (Heft, 1988). Un ejemplo de ello se manifiesta cuando no hay pelota, pero sí un bote de PET vacío, que puede sustituir la función de un balón para jugar futbol, lo que conlleva a que el bote se perciba como “jugable” en ese contexto específico.

Desde este enfoque de affordances se pueden construir experiencias de aprendizaje en entornos para el desarrollo de habilidades socioemocionales específicas a través del juego, si esta actividad dispone de posibilidades para la cooperación, la colaboración, el diálogo, la superación de retos a través del diálogo y la negociación, entre otras. Así, se favorece la generación de entornos que proporcionen objetos, lugares o personas que estén intencionadamente dispuestas para la generación de interacciones específicas; es decir, conforme a intereses e intenciones que fomenten el desarrollo de capacidades particulares (González-Grandón et al., 2018; Kyttä 2002). Un entorno, por ejemplo, con una atmósfera pacífica, con espacios para sentarse en círculos, con varios cojines, instrumentos musicales, ladrillos, colores o cartas, donde se invite a jugar y compartir, crea las bases para el juego cooperativo. O un ambiente intercultural donde cada subjetividad se respete y los conflictos puedan resolverse de manera pacífica, en el que cada espacio y recoveco del entorno de aprendizaje esté actuando como un paisaje de affordances lúdicas, que invita a nuevas formas de gestión de las emociones, podría ser un entorno educativo ideal para construir colectivamente el bienestar socioemocional.

Siguiendo estas ideas y llevándolas hacia el argumento principal de este trabajo, se puede concebir el juego -con sus normas, consensos, imaginaciones y satisfacciones- dentro de procesos de aprendizaje que refuerzan las prácticas y conocimientos aprendidos en cierto contexto sociocultural; pero también que promueve nuevas formas de sentir, percibir, pensar y actuar, lo que permite actualizar y diversificar los conocimientos y los hábitos previos (Bourdieu, 1990; Ergler et al., 2013). Dicho de otra manera, el juego, como parte del entorno de interacciones, permite movilizar y experimentar recursos socioemocionales conceptuales, conductuales y actitudinales, que pueden reescribir, a través de la creatividad y la imaginación lúdica, el conocimiento y las creencias preexistentes.

Dado que las affordances de un entorno determinado son, en sí mismas, las muchas y variadas oportunidades perceptuales, imaginativas, comportamentales y emocionales que ofrece el propio entorno lúdico de aprendizaje, para construir aprendizajes y experimentar diversas situaciones y vivencias, el guía o educador puede crear, enfatizar e implementar affordances específicas dentro de entornos lúdicos, o de juego, para el desarrollo de determinadas habilidades. Por ejemplo, promover el diálogo o la negociación no violenta de conflictos a través de problematizaciones en un juego de roles, que cobra sentido y significado al estar asociadas a un tópico particular; o al utilizar herramientas y materiales acordes con el nivel de desarrollo cognitivo-motor de los estudiantes -como la voz, las posturas corporales, el ritmo corporal, un pizarrón, un escenario, disfraces, material para armar, cuentos, entre otros-, generando a través de estos elementos posibilidades, o affordances, para el aprendizaje. En este sentido, son muchas las investigaciones que han tratado de impulsar de una manera dinámica la construcción de aprendizajes significativos que se manifiestan en la adquisición de buenos hábitos a partir de la creación de entornos lúdicos (Cekaite y Bergnehr, 2018). Por ejemplo, en el diseño de actividades lúdicas cooperativas que contribuyan, de forma explícita, a la percepción de seguridad, afiliación y pertenencia de los estudiantes en un grupo, e incluso para generar un sentido de identidad cultural (Ergler et al., 2013 y 2020) Este tipo de acciones, posibilidades y contextos pedagógicos tienen un efecto positivo en la convivencia, y pueden favorecer la transformación de contextos donde prevalece el acoso escolar o una percepción de inseguridad para las niñas, niños y jóvenes (Olweus, 1993; Osgood y Robinson, 2019).

Affordances lúdicas en comunidades de práctica

Una comunidad de práctica es una agrupación social en la cual los individuos participan de una actividad particular. Este concepto es muy cercano al del desarrollo proximal de Vygotsky (1978), donde los aprendices noveles, o los recién llegados a la comunidad, participan desde una posición periférica, no central, en una práctica o actividad específica, si bien su participación es legítima porque forman parte de la organización, y asumen un rol que se reconoce dentro de la comunidad como parte del proceso de aprendizaje. En las comunidades de práctica destaca el término aprendizaje situado, el cual hace hincapié tanto en el aprendizaje como en la actividad realizada en un espacio-tiempo determinado y en un contexto cultural específico, pero también en la participación y en la superación de las nociones comunes de verticalidad, instrucción explícita, imitación y reproducción del aprendizaje. Como lo señalan Lave y Wenger (1991, p. 95), el aprendizaje situado “aleja el foco de análisis de la enseñanza y lo traslada a la intrincada estructuración de los recursos de aprendizaje de una comunidad”.

Las prácticas culturales lúdicas cooperativas pueden tener una influencia directa en el desarrollo socioemocional y la generación de bienestar; esto se constata y ejemplifica en las comunidades de práctica, donde los sistemas de creencias, prácticas y comportamientos socioculturales que comparten los miembros de cualquiera de ellas proporciona una guía para comprender, sentir y actuar sobre el mundo (Lave y Wenger, 1991). De ahí que se pueda pensar en el juego desde la relación recíproca que guarda dentro de una comunidad de aprendizaje, con las estructuras de la sociedad, el desarrollo y la evolución del comportamiento humano (Giddens, 1984).

Jugar, como lo indica Huizinga en su texto clásico de 1938, expresa y construye aspectos y funciones primordiales de la cultura humana, tales como: estilos de convivencia y organización, trabajar y crear, establecer y apegarse a reglas y normativas, uso del lenguaje y formas de pensar, entre otros. De esta suerte, el acto de jugar va más allá de una recreación de la cultura, para ser conformación de cultura en sí misma (Huizinga, 1938). En este sentido, el juego como herramienta cultural para el aprendizaje es un campo de affordances para la interacción cooperativa. Pero un entorno de aprendizaje lúdico requiere intencionalidad y una planificación de actividades de acuerdo con los intereses y motivaciones del estudiante y de las normas y epistemes de la comunidad. Implica la consideración de comunidades de práctica que son dinámicas, donde los recién llegados tienen que ir integrándose poco a poco a la dinámica del entorno, ir prestando cada vez más atención consciente a su alrededor y hacia sí mismos. Hablamos de actividades del entorno de aprendizaje que fomenten que los participantes vayan aprendiendo a autoconocerse, juegos que inviten a presentarse ante los demás e ir conociendo a los otros para entablar, de manera paulatina, vínculos afectivos; juegos o interacciones que expresen las propias limitaciones y las propias necesidades potenciando la aceptacion de todos; que favorezcan la escucha activa y estimulen la comunicacion verbal y no verbal (gestual, postura, contacto fisico, visual, etc.); entornos lúdicos que disminuyan la competencia y promuevan la inclusión y la participación. En un continuo de desarrollo y aprendizaje, el recién llegado se convierte en un miembro maduro de una comunidad de práctica. Cada comunidad de práctica presentará caracteristicas y necesidades diferentes -pensemos en la jugabilidad que ofrecen las conchas en la arena en una comunidad de aprendizaje en una primaria comunitaria que mira al mar en la costa michoacana, o para universitarios haciendo su práctica de campo sobre moluscos bivalvos-, donde la propia interaccion y experiencia con los involucrados permitira al experto o al recién llegado estar cada vez más entrenado en las actividades más pertinentes para su desarrollo próximo, y a su vez aprender a evolucionar en interacción con el entorno.

Comunidades de aprendizaje, ethos de bienestar y serotonina

En un intento por caracterizar las experiencias lúdicas de interacción con entornos específicos de affordances intencionales, podemos pensar en una suerte de ethos1 del entorno lúdico de aprendizaje, cuyo valor conceptual permite estimar la dimensión cultural y axiológica mediante la cual, niños o adultos, generan su propio conocimiento mientras conviven con otros. Cuando se toman en cuenta comunidades de aprendizaje que habitan contextos llenos de posibilidades de interacción y de generación de experiencias, entre los aspectos más relevantes a la hora de pensar cómo hacer para favorecer los aprendizajes dentro del entorno lúdico, está la consideración de que las acciones tienen una normativa y una dirección. Es decir, los comportamientos y las prácticas se construyen a partir de reglas a priori, emergentes y dinámicas que tienen un sentido contextual e inter-subjetivo (Dettori et al., 2005).

De esta manera, la consideración relacional y dinámica que nos ofrecen las affordances da lugar a pensar en entornos de aprendizaje transformadores, donde se invite a la construcción de un ethos de bienestar de manera intersubjetiva. En esta sección nos gustaría sentar algunas bases en cuanto a comunidades de aprendizaje en las cuales se ofrezcan oportunidades, dentro del espacio lúdico, para desarrollar recreaciones de la realidad con nuevos valores y horizontes. Se parte de dar algunos fundamentos filosóficos que permitan sentar las bases del bienestar socioemocional colectivo a partir del juego y el reconocimiento de nuestras relaciones ecológicas e interpersonales; se finaliza con algunas evidencias empíricas del entrenamiento de la compasión, como aprendizaje significativo del bienestar que puede ser parte de la herencia cultural.

Fundamentos filosóficos

Inspirado en la filosofía de Buber (2006), López Quintás (1977, 1986) señala que el entorno humano presenta dos tipos de realidades: los objetos que, como realidad física, se pueden situar en el tiempo y en el espacio, y los ámbitos que evocan una realidad que escapa de los sentidos y constituyen espacios “lúdicos” en la medida en que son posibilidades de interacción creativa con la realidad. Con cada uno de estos entornos es posible interactuar, dando como resultado relaciones objetivantes o ambientales. En las primeras, la realidad se polariza en torno al yo, a sus deseos, necesidades, prioridades, etc. El yo mira la realidad como simple medio para obtener lo que quiere, ya se trate de objetos o de personas. Aquí funciona la “razón instrumental”, donde lo que importa es obtener lo que el individuo desea o necesita. Tal sería el caso de los juegos competitivos, donde los otros sólo son vistos como rivales a vencer.

En contraposición, siguiendo a López Quintás (1977, 1986), las relaciones ambientales surgen cuando la persona logra compenetrarse con la realidad alterna y surge un encuentro y diálogo con la realidad, que ya no es vista como un medio, sino como un campo de juego o un ámbito de interacción, descripciones que resuenan con la epistemología interactiva y ecológica que defendemos en este artículo. La categoría de juego como forma de sociabilidad es aquí fundamental, porque implica dos elementos clave: la libertad y la creatividad. Toda relación de encuentro se establece sobre la base del respeto por lo otro, del interés por lo que este otro es y no por lo que pueda significar para nuestro beneficio. El respeto es la condición de la libertad y es una forma de distanciamiento, donde se permite al otro ser, sin invadir ni manipular; el otro ya no es visto como un medio, sino como un fin, una realidad a respetar. A su vez, el respeto es posible porque el sujeto se ha descentrado de sí mismo: cuando deja sus intereses egoístas, se torna generoso. Para López Quintás (1977, 1986), la solidaridad, la amistad y el amor son todas experiencias de encuentros de interdependencia que fundan ámbitos de sentido compartido y constituyen la verdadera vocación humana; en palabras del poeta Ernesto Cardenal (1991, p. 31): “toda persona es para otra persona; uno es el yo de un tú, o no es nada”. Es en esta categoría en la que se incluyen, por ejemplo, las affordances que proveen los juegos cooperativos y colectivos.

En este sentido, Nussbaum (2012) considera que existen ciertas capacidades que toda persona debería tener derecho a desarrollar, por ser esenciales para el florecimiento humano. Las denomina capacidades centrales o “libertades sustantivas”, porque se ofrecen como posibilidades que garantizan que todos puedan actualizarlas en una sociedad. La autora se pregunta sobre lo que se necesita para que una vida esté realmente a la altura de la dignidad humana en cualquier contexto sociocultural y en cualquier época. Se deben establecer aquellos mínimos deseables sin los cuales la vida humana caería en una condición trágica, porque negar el desarrollo de cada una de estas capacidades pondría en tela de juicio si la vida vale realmente la pena; así de importante es garantizar su posibilidad. Una de esas capacidades, que la autora denomina Emociones, implica la posibilidad de una persona de establecer lazos de afecto tanto hacia sus semejantes como hacia las cosas. Incluye el derecho a pertenecer a un determinado grupo social, sentir apego y poder experimentar procesos de duelo ante la ausencia de los seres queridos. Asimismo, defiende que las emociones y el apego provocado por ellas son un ingrediente indispensable del florecimiento humano, porque nos conectan con nuestra propia insuficiencia y nuestra necesidad de interactuar con otros. La autosuficiencia no es un ideal bueno para la vida humana, pero sí lo es la conciencia de nuestra interdependencia, y con ello, las emociones de empatía, compasión y solidaridad.

Otra capacidad que señala Nussbaum (2012) como clave para vivir una vida digna es que la denomina Juego, y consiste en la posibilidad de disfrutar la vida desde el aspecto recreativo y lúdico. De nuevo se hace evidente el ingrediente de las emociones, sin las cuales el juego no podría llamarse tal pues, en efecto, gracias a las actividades lúdicas se impulsa y posibilita el afloramiento de emociones no aflictivas, como la curiosidad, la alegría, la excitación, la euforia, etc. Afirmar que el pleno desarrollo humano requiere que no sólo los niños, a quienes normalmente se les concibe ejerciendo esta capacidad, sino también adultos y ancianos deben tener posibilidad de divertirse y jugar. López Quintás (1977), en su Estética de la creatividad y otras obras, ha reflexionado en el sentido del juego para la vida, como un espacio de libertad donde el ser humano puede expresarse creativamente, y ha encontrado que entre el juego y el arte hay una hermandad de fondo, pues en ambas actividades los seres humanos hacen aparecer lo que él llama “ámbitos de sentido” (López Quintás, 1977, p. 197), en los que se establecen libremente reglas arbitrarias que dan sentido a una actividad y mediante los cuales se posibilita el encuentro con el otro desde una perspectiva gozosa y relajada.

Los argumentos antes mencionados intentan justificar por qué la educación integral debe considerar la necesidad de que los educandos tengan suficientes entornos lúdicos, ricos en affordances que les permitan manifestar y desfogar su energía emocional y física, por un lado, y por otro, considerar también que el entorno de aprendizaje puede introducir elementos lúdicos para provocar emociones promotoras del bienestar (como la alegría, la satisfacción, la gratitud o la calma), y regular aquellas reacciones y expresiones socioemocionales que obstaculizan los procesos cognitivos y de socialización, como el miedo, la ira o el aburrimiento. De esta forma, introducir el juego como parte sustancial de una comunidad de aprendizaje, da lugar a la generación de affordances para la construcción de bienestar social y emocional.

Evidencias neurocientíficas y educación del bienestar

Sobre estas premisas filosóficas, se pueden establecer parámetros para el diseño de entornos y aplicación de programas de intervención con el objetivo explícito del florecimiento humano. Además, al llevarlas al terreno del impacto de la educación y de la adquisición de patrones culturales como vías legítimas para provocar efectos importantes en la evolución biocultural humana, se superan muchos de los sesgos explicativos de las teorías de la psicología evolucionista. Una vida digna, en la que las personas tengan la posibilidad de establecer lazos de afecto y de disfrutar la vida, se torna un elemento de las perspectivas al aprendizaje que se interesan por los procesos culturales en codependencia con los biológicos (Aunger, 2000). Dado que consideramos que podemos propiciar entornos de aprendizaje lúdicos con affordances que inviten a la emergencia de espacios de libertad donde las personas puedan expresarse creativamente, y un ethos de bienestar se vaya construyendo en la convivencia, también los fundamentos de las teorías ecológicas de la construcción de nicho pueden ayudarnos a generar una base empírica de nuestras propuestas.

La educación es transformadora, incluso de las normas contextuales en las que podemos estar insertos. Como hemos mencionado, la educación basada en el juego en el que se busque intencionalmente la prosocialidad y se evite la violencia puede tener repercusiones más allá de la comunidad de aprendizaje donde se origine. La teoría de construcción de nicho (TCN) se refiere a la capacidad de los organismos para elegir, regular, construir y destruir componentes importantes de sus entornos y, en el proceso, cambiar las presiones de selección a las que están expuestos ellos y otros organismos (Lewontin, 2000; Odling-Smee et al., 2003).2

En este aspecto, creemos que las habilidades socioemocionales desarrolladas de manera explícita, secuencial y sostenida pueden hallar fundamentos empíricos desde esta teoría, como un aprendizaje significativo dentro de comunidades de aprendizaje hacia un ethos de bienestar colectivo, en el sentido de examinar la influencia de los entornos de aprendizaje construidos culturalmente en la adquisición y retención de creencias, valores o comportamientos específicos como la prosocialidad o la empatía a partir de la diversidad de juegos sociales y cooperativos (Kendal et al., 2005).

En específico, investigadores como Kendal et al. (2005, 2011), o Ihara y Feldman (2004) han propuesto que la educación puede influir en la evolución de un rasgo poblacional, como un comportamiento prosocial o uno agresivo, al aumentar la tasa de transmisión horizontal, es decir, entre toda la comunidad, no únicamente en la crianza de miembros de una misma especie que no tienen una relación parental o filial. A partir de la teoría ecológica de la TCN, podemos decir que los valores culturales que se transmiten entre las comunidades de aprendizaje pueden influir en la biología y, por lo tanto, en el desarrollo neuronal, o neuroplasticidad, lo que podría dar lugar a comportamientos cooperativos y no violentos. Por ejemplo, cultivar de forma explícita la compasión trae evidentes beneficios sociales, como tener una respuesta de cuidado y ayuda a quienes sufren, fomentar actos altruistas que aumenten la supervivencia y la cooperación tanto en familiares como en personas sin lazos consanguíneos o el aumento de bienestar en población vulnerable (Weng et al., 2013).

Existe evidencia científica que indica que el aprendizaje de la compasión, como medio para la construcción del bienestar socioemocional, también afecta la síntesis de neurotransmisores cerebrales. En contraste con las aminas simpaticomiméticas, como la dopamina o la adrenalina, que son más cercanas a la respuesta de recompensa inmediata, el entrenamiento explícito de la compasión parece estar más asociado con dos rutas neuroquímicas principales que modulan el comportamiento social humano a largo plazo. La primera ruta involucra neuropéptidos prosociales, como la oxitocina y la vaso-presina, que intervienen en conductas como el apego, la empatía y la generosidad (Hurlemann et al., 2010; Kosfeld et al., 2005; Zak et al., 2007), mientras que la segunda involucra a la serotonina (Tost y Meyer-Lindenberg, 2010; Crockett et al., 2008), que delimita los comportamientos antisociales y violentos reduciendo el afecto negativo y la agresividad (Knutson et al., 1998) y disminuye la posibilidad de dañar a otros. El aumento de serotonina en la toma de decisiones sociales en sujetos con alta empatía podría ser una importante evidencia del aprendizaje o la adquisición del hábito empático dentro de comunidades de aprendizaje en las que se ejercitan de forma intencionada las habilidades socioemocionales.

Con base en estas evidencias podemos conjeturar que el aprendizaje dentro de entornos lúdicos con affordances que inviten a la prosocialidad y al desarrollo de capacidades socioafectivas, puede transformar comunidades de aprendizaje hacia la generación de un ethos de mayor bienestar, que sea parte de una herencia cultural. La educación, en general, y la educación socioemocional en particular, pueden pensarse como parte de una TCN que afecta el desarrollo y la evolución sociocultural a partir del juego, y de las habilidades socioemocionales que el acto de jugar pone en movimiento.

En las siguientes secciones se profundiza respecto a lo que es el juego y la educación socioemocional, y sobre cómo al combinar ambos conceptos se potencia el desarrollo de habilidades socioemocionales.

El juego como affordance educativa socioemocional para prevenir la violencia

Jugar es una forma de aprender. Al jugar se construyen explícita e implícitamente conocimientos, actitudes y habilidades de dominio específico y para la vida; las actividades lúdicas brindan una oportunidad para desarrollar una amplia gama de aptitudes motoras, sociales, emocionales y cognitivas (Coplan y Arbeau 2008; Linaza, 2013). Asimismo, el juego3 es una fuente clave para la construcción de conocimientos, en particular durante la primera infancia (Bruner, 1983; Loizou 2017; Coelho et al., 2017). En el territorio lúdico, como se mencionó antes, se establecen libertades y concesiones que permiten experimentar, ensayar y generar un espacio con permiso amplio para equivocarse. En esa posibilidad de reescribir creativamente el mundo, al otro y a uno mismo se encuentran affordances para la generación de bienestar socioemocional a pesar, incluso, de la adversidad del contexto real, ya que, como mencionan algunos autores, mediante el juego las personas exploran, interpretan y comunican las características sensoriales y sociales del mundo que les rodea, adquiriendo y practicando aptitudes para alcanzar un bienestar y un desarrollo emocional saludable (Whitebread, 2010; Hromek y Roffey, 2009).

La importancia del aprendizaje basado en el juego ha sido reconocida por organismos internacionales como UNICEF para fomentar la sociabilidad pacífica. De acuerdo con esta organización:

A través del juego, los niños aprenden a forjar conexiones con otros, y a compartir, negociar y resolver conflictos, así como a aprender habilidades de autodefensa. El juego también enseña a los niños liderazgo y habilidades de grupo. Además, el juego es una herramienta natural que los niños pueden utilizar para construir su capacidad de resistencia y las habilidades de afrontamiento, a medida que aprenden a navegar en las relaciones y a hacer frente a los desafíos sociales, así como a conquistar sus miedos, por ejemplo, mediante la recreación de héroes de fantasía (Lego-UNICEF, 2018, p. 8).

De este modo, se hace patente cómo el aprendizaje basado en el juego se considera significativo, socialmente interactivo y útil para el desarrollo de habilidades emocionales, sociales y críticas. Este último punto se reconoce de forma explícita en los planes de estudio mexicanos, donde se menciona que: “en el juego la coexistencia y las interacciones entre pares construyen la identidad personal, [los estudiantes] aprenden a actuar con mayor autonomía, a apreciar las diferencias y a ser sensibles a las necesidades de los demás” (SEP, 2017, p. 156).

En la actualidad, existe en varios países, incluido México, una preocupación por reducir la violencia en los entornos escolares, y aumentar el bienestar emocional de los estudiantes (OCDE, 2015); con este fin se han incluido, paulatinamente, en los currículos escolares planes y programas en educación socioemocional (CASEL, 2020; SEP, 2017).

A partir de lo anterior, se observa cómo promover la generación de ambientes lúdicos de aprendizaje como parte central de la educación cobra mayor relevancia en contextos donde prevalecen entornos de violencia familiar, escolar y social.4 En este sentido, la proclividad humana al juego puede desarrollarse de manera intencionada como un recurso educativo socioemocional para prevenir la violencia y la construcción y promoción del bienestar integral. Más adelante se describe la relación entre ciertos tipos de juego y el desarrollo de habilidades socioemocionales. Pero antes es importante comprender a qué nos referimos con educación socioemocional.

Educación socioemocional y aprendizaje basado en el juego

El impacto que tiene el mundo emocional y social en el aprendizaje no es un tema nuevo; ya en los trabajos de Vygotsky (1978) se mencionaba su importancia, y desde la década de los ochenta, investigadores como Gardner (1983) ofrecen evidencias sobre lo que hoy se conocen como habilidades o competencias socioemocionales al hablar sobre las inteligencias intrapersonal e interpersonal. Los años noventa fueron particularmente prolíficos en el terreno socioemocional. Las investigaciones de Antonio Damasio (1999) arrojaron luz sobre la relación intrínseca que existe entre emoción y cognición, mientras que Salovey y Mayer (1990) acuñaron el concepto de inteligencia emocional, y describieron las habilidades asociadas a esta inteligencia. Estos trabajos evidenciaron la importancia del autoconocimiento y la capacidad de autorregulación en la vida personal, académica y laboral de una persona.

De lo anterior se desprenden trabajos, por ejemplo, que muestran cómo a partir de aprender a regular la ira o los celos, se puede transformar la conducta y las actitudes hacia comportamientos prosociales y menos violentos que favorecen la salud mental y la solidaridad entre grupos, entre muchas otras investigaciones al respecto (Benard, 2004; Blum et al., 2000). Así, las emociones, las habilidades para la socialización y la toma de decisiones desde la autorregulación emocional se convierten en el combustible del giro paradigmático pedagógico que da lugar al surgimiento de la educación socioemocional, orientada al desarrollo integral de las personas a partir de un aprendizaje basado en las interrelaciones y la experiencia, no sólo cognitiva e intelectual, sino también social y emocional (Bisquerra, 2013; Hromek y Roffey, 2009).

La Educación Socioemocional (ESE) cobra mayor auge con el surgimiento del grupo para la Colaboración Académica de la Educación Socioemocional (CASEL, por sus siglas en inglés) en la Universidad de Chicago. Este organismo ha buscado, desde entonces, que la ESE forme parte de los currículos escolares, de manera que los individuos “aprenden a ser” y “aprenden a convivir”, y ha mantenido una importante influencia en las políticas educativas y de salud mental en los Estados Unidos.

El modelo pedagógico de educación socioemocional que promueve CASEL se apoya en el modelo de inteligencia emocional propuesto por Salovey y Mayer (1990); sin embargo, desde el surgimiento de este modelo se han desarrollado otras propuestas dentro de las que destacan el modelo competencial de Bisquerra y el Grupo de Investigación en Orientación Psicopedagógica (GROP) de la Universidad Autónoma de Barcelona (Bisquerra y Pérez Escoda, 2007), y el modelo de Educación Socioemocional mexicano (SEP, 2017), única propuesta en el mundo que se ha implementado a lo largo de todo el trayecto escolar de forma obligatoria. Sin embargo, a pesar de que los diferentes modelos presentan variaciones entre sí, en su conformación general existe una puesta en común sobre algunas de las habilidades o competencias socioemocionales que habría que enfatizar en la escolarización. A continuación, se describen brevemente las capacidades socioemocionales que destacan y tienen en común las distintas propuestas (adaptado de CASEL, 2020; Chao, 2018 y 2019; SEP, 2017):

  • Autoconocimiento y conciencia emocional. Esta habilidad se relaciona con la capacidad de reconocer y nombrar las emociones y sentimientos, tanto propios como los de los demás.

  • Regulación emocional o autorregulación. Implica saber expresar y gestionar las emociones y sentimientos de manera constructiva, productiva, respetuosa y segura, de manera que se salvaguarde el bienestar emocional y físico, personal y de los demás.

  • Autonomía. Tiene que ver con desarrollar independencia, sentido de agencia y autoeficacia, así como con el devenir responsable de uno mismo, de las decisiones tomadas y las acciones emprendidas. Implica actuar desde la responsabilidad y la ética, y desde el reconocimiento de los propios alcances y limitaciones, así como ser capaz de planear, establecer y alcanzar objetivos de corto, mediano y largo plazo.

  • Habilidades para la socialización. Entre éstas destacan la comunicación asertiva, la colaboración, así como la negociación pacífica de conflictos y la construcción de relaciones interpersonales positivas.

  • Conciencia social. Incluye tener una orientación prosocial hacia los demás, libre de prejuicios y estereotipos, fincada en la empatía, el respeto, la interdependencia positiva, y el aprecio por la diversidad.

Las habilidades socioemocionales mencionadas participan en la forma en la que se enfrentan situaciones aflictivas o retadoras, por ejemplo, cómo respondemos al error, a la frustración y al fracaso, y la manera en que buscamos, o no, ayuda cuando es necesaria. Se relacionan también con la conformación de la identidad y la integridad personal y profesional, pues median las relaciones, interacciones y la adopción de valores y normas socioculturales, que a su vez determinan el comportamiento.

Aunque estas habilidades o competencias se describen por separado, son dinámicas y se interrelacionan. Asimismo, si bien refieren al bienestar personal, también intervienen en el desarrollo de relaciones sanas, y en la conformación de comunidades respetuosas, empáticas y solidarias.

A partir de su definición, resulta obvio que las habilidades socioemocionales no tratan únicamente de trabajar desde las emociones individuales, sino de comprenderlas desde su naturaleza social. Desde una perspectiva filosófica, una de las características de la realidad personal es, además de la individualidad, su comunicabilidad y su apertura. La persona es un ser que necesita comunicarse, interactuar con lo otro y con el otro para poder realizarse en el mundo. La sociabilidad no es una característica accidental o prescindible, sino que está en la base de lo humano, de tal manera que su frustración impide el pleno desarrollo de las personas (Patiño, 2015). Así, la ESE, se pone en práctica también desde la dimensión individual, pero sobre todo social, a través del diálogo, las interacciones grupales y cooperativas y, por supuesto, desde el juego (de roles, participativo e interactivo).

Dado que este artículo se centra en el juego como modelo epistémico y de intervención para promover relaciones positivas y un ethos de bienestar en entornos de aprendizaje específicos, en conjunción con el creciente interés en la ESE, se impone la necesidad de identificar experiencias efectivas dentro de comunidades de práctica que vinculen de forma explícita ambos aspectos. En este artículo consideramos que las herramientas de la ESE basadas en la interacción a través del juego, proporcionan condiciones y affordances pedagógicas para desarrollar habilidades, actitudes y valores que contribuyan a la generación y el mantenimiento del bienestar, incluso en condiciones de adversidad y violencia social. En la siguiente sección se describen desde una aproximación relacional los diferentes tipos de juegos y su vinculación con el desarrollo de habilidades socioemocionales específicas.

Tipos de juego y desarrollo de habilidades socioemocionales

Clasificar el juego no es tarea fácil, dada la versatilidad y multiplicidad de acciones, actividades y conductas humanas que caracterizan el acto de jugar. Si bien cada tipo de juego tiene características particulares y se apoya en acciones específicas y en una organización propia, todos los juegos apoyan aspectos diversos del desarrollo físico, cognitivo y socioemocional (Bruner, 1983; Linaza, 2013). Se presupone que una variedad y riqueza en experiencias lúdicas beneficia el desarrollo integral de las personas, a diferencia de la carencia de juego o imposibilidad de jugar, que puede llegar, incluso, a afectar la salud mental, el desarrollo de las habilidades para la socialización y el bienestar integral (Gray, 2011).

A continuación, se describe con mayor detalle una tipología propuesta de juegos y su relación con el desarrollo de habilidades socioemocionales específicas.

Juego colectivo-cooperativo y juego individual

En el primer caso, se hace referencia al juego compartido, colectivo y cooperativo, que se define a partir del involucramiento de dos o más personas en la acción lúdica. Jugar en grupo, triadas o parejas requiere necesariamente de organización, a priori (particularmente en el juego con reglas, como los juegos de mesa o las rondas), o bien, durante el desarrollo del juego (como sucede en el juego de roles y sociodramático). Así, el juego con otros pone a prueba capacidades socioemocionales asociadas a la comunicación, la colaboración y la interdependencia, entre otras habilidades para la socialización, así como actitudes relacionadas con el respeto, la honestidad y la conciliación de opiniones y puntos de vista.

Los juegos cooperativos se definen como aquéllos en los que los jugadores dan y reciben ayuda para contribuir a alcanzar objetivos comunes. “Por ello se considera al juego cooperativo una actividad liberadora de la competicion, de la eliminacion y libre de crear sus propias reglas” (SEP, 2009). Desde este enfoque, el juego se convierte en una actividad inclusiva, todos los participantes adquieren un sentido de victoria y no de derrota, nadie pierde; por tanto, nadie sale del juego y tampoco nadie se convierte en observador, desarrolla la autoconfianza y genera entre los jugadores un sentido de unidad donde el exito es compartido.

En este sentido, el juego cooperativo se presenta como una affordance para ensayar, modelar y crear experiencias colaborativas y de interdependencia positiva.5 Autores como Beristain y Cascón (1987) proponen una gama de juegos cooperativos para favorecer la integración de grupo y aprender herramientas para la reconstrucción del tejido social y el respeto a los derechos humanos a través de la comunicación efectiva y la resolución no violenta de conflictos (entre éstos se encuentran juegos de rompehielos, para la presentación y reconocimiento de participantes; juegos de construcción o retos colaborativos).

Por su parte, el juego individual, como lo indica su nombre, refiere al que entretiene en solitario o en relación con algún dispositivo interactivo, mas no participativo. Algunos juegos de mesa, videojuegos, juegos con objetos (bloques, el yo-yo, muñecos), y el juego simbólico son ejemplos de ello. En este sentido, el juego individual se presenta como un campo abierto para el diálogo interno y la experimentación íntima entre sujeto, mundo y la mente consciente. Ese encuentro cercano con uno mismo puede conducir al autoconocimiento, a la conciencia de las propias emociones, al reconocer y comprender cuáles situaciones en la narrativa lúdica se perciben como agradables o desagradables, y cómo al jugar se construye o vulnera la percepción de bienestar emocional.

Jugar con otros o jugar individualmente nos acerca al mundo de la afectividad subjetiva, hacia uno mismo y hacia el otro. Al jugar se encarnan, representan y ejercitan conductas, actitudes y sentimientos que, posteriormente, podrán ser replicados y aplicados en el mundo “real”. Se experimentan estímulos, reacciones y respuestas posibles desde el universo del imaginario individual o colectivo, pero también desde la reflexión y el pensamiento inferencial para generar un sentido de causalidad y direccionalidad de la narrativa lúdica.

Juegos con reglas y juego libre

El juego es una actividad preponderante para la vida social y cultural de los seres humanos, a través de esta actividad se manifiestan, y hasta se reproducen, elementos característicos de la organización sociocultural. De tal suerte, como hemos mencionado, al jugar se pueden crear, aplicar y disponer reglas, normas, valores y actitudes a las cuales supeditar las acciones y el proceso lúdico, como es el caso de los juegos de mesa, los juegos grupales organizados como las rondas y los desafíos físicos, o bien, los juegos de roles o dramatizaciones, donde se asignan y actúan papeles de personajes, con sus correspondientes normativas conductuales y de contexto.

Sin embargo, no se puede jugar sin la implementación o disposición de reglas explícitas. El juego también puede ser libre y partir de la construcción de universos o narrativas sin un orden o procesos preestablecidos ni previamente acordados. El juego libre, por lo general, es individual, y se apoya en la creación de narrativas internas provenientes de la cultura y de la fantasía; pero también puede ser colectivo, dejando fluir, a través de conductas improvisadas o diálogos fortuitos, la imaginación de quienes juegan. De hecho, este tipo de juego es más común en los niños de edad preescolar.

Ambos tipos de juegos, con o sin reglas, favorecen el desarrollo de la autorregulación, incluso durante la creación de relatos internos espontáneos, ya que en ambos casos la persona que juega requiere regular, a través de organizar y ordenar, la trama conductora y la tensión dramática del juego. Si bien en el juego con reglas se visualizan de forma explícita los parámetros de regulación a través de las reglas y normas, el juego sin reglas igualmente exige, implícita o explícitamente, el establecimiento de límites (Karpov, 2005). En ese sentido, el juego con reglas sugiere una regulación emocional manifiesta que se apoya, por un lado, en la supresión y la reevaluación emocional desde la experiencia y la conciencia emocional, ética y moral, y por otro en la obediencia y la penalización, mientras que el juego libre explora los límites de la regulación emocional a partir de la experiencia.

Los dos tipos de juegos también contribuyen al desarrollo del autoconocimiento, pues se ponen al descubierto las propias habilidades para identificar, reconocer y aceptar aquellos aspectos del juego que resultan o no placenteros, y en su caso, aflictivos o retadores, y aquellos más que generan bienestar. Del mismo modo, jugar con o sin reglas pone en práctica nuestra capacidad de comunicación (verbal y no verbal), de respeto, de negociación y resolución de conflictos (Whitebread, 2010).

Juego físico

Este tipo de actividad incluye el jugar desde la activación física y la motricidad gruesa (por ejemplo: saltar, escalar, bailar, correr, andar en bicicleta o patines, jugar con una pelota, etc.), el juego rudo o de forcejeo (jugar a las luchas, a la resistencia de fuerza, a atrapar, tacleadas, etc.) y el juego que se apoya en la motricidad fina (recortar, construir, manipular objetos, etc.). El juego físico es uno de los primeros juegos en aparecer en la vida humana; se inicia a la par del desarrollo kinestésico (Bruner, 1983; Linaza, 2013). El juego físico contribuye a desarrollar la capacidad para mover y dirigir el cuerpo a voluntad, alcanzar o atrapar objetos, etc., lo que a su vez genera percepción de agencia y sentido de autonomía, aspectos que favorecen el desarrollo de una autoestima positiva (Chao, 2019).

El juego físico también contribuye a la autorregulación y gestión de las emociones, en particular aquéllas asociadas al miedo, ya que durante este tipo de juego se pueden presentar situaciones que retan las capacidades del cuerpo y desafían las leyes de la física, como equilibrarse en un espacio estrecho, brincar desde lo alto de un basamento, o dar una marometa. En el caso del juego rudo o de forcejeo, investigaciones previas han encontrado una clara relación entre este tipo de juego y el desarrollo de habilidades socioemocionales específicas, en cuanto que favorecen la conciencia emocional, la capacidad para comprender las expresiones emocionales y los vínculos afectivos entre niñas, niños y sus cuidadores primarios (Jarvis, 2010). Además, quienes aprenden a jugar rudo sin lastimarse y sin incurrir en la agresión intencionada, ven ejercitada la tolerancia a la frustración en caso de enfrentar la derrota física.

Juego con objetos

Jugar con objetos físicos es característico de los primates (Whitebread, 2010) y, por lo tanto, de los seres humanos. Experimentar lúdicamente con los objetos del entorno no sólo genera placer, como cuando un infante juega con su chupón, u otro objeto, al sacarlo y meterlo en su boca, como lo menciona Vygotsky (1978), es también el prólogo del pensamiento científico y el razonamiento causal. Jugar con objetos es una forma de experimentar con sus propiedades y reconocer sus affordances. Los objetos pueden generar posibilidades lúdicas pragmáticas, enactivas o simbólicas. En el primer caso, se involucra al objeto de forma concreta en el acto lúdico, se juega desde el objeto a partir de sus características y propósitos predeterminados (por ejemplo: los juegos de mesa, algunos videojuegos, rompecabezas, etc.). Al jugar de forma enactiva, se juega a través del objeto, tomando en cuenta sus posibilidades (o affordances) físicas u orgánicas (como en el caso de la cuerda para saltar, la rampa para deslizarse, la tabla para flotar, etc.). Finalmente, en el juego simbólico con objetos, se juega más allá de las propiedades físicas o del uso o propósito predeterminado del objeto. En este escenario el objeto cobra una identidad virtual o imaginaria, las affordances se despojan de la relación directa perceptual con sus propiedades físicas y usos o propósitos predeterminados, y emerge una identidad maleable y acorde con la narrativa y propósitos del juego -como cuando se juega con muñecos que adoptan roles más allá de sus características físicas predeterminadas, o al emplear objetos que simulen ser herramientas o instrumentos específicos.

El juego con objetos invita a la exploración, a la experimentación, al ejercicio de la destreza y a la creatividad. Ello involucra también la toma de decisiones, el sentido de agencia y la autonomía para usar y pensar los objetos de forma específica, pero flexible y creativa, y para alcanzar metas asociadas al juego y al uso del objeto. En ese sentido, los juegos de construcción (con bloques o piezas ensamblables) y de resolución de problemas se asocian también con el desarrollo de la atención, la concentración y la perseverancia, y con actitudes de enfrentamiento proactivas ante retos y desafíos (Sylva, Bruner y Genova, 1976).

El juego con objetos puede involucrar también un habla interna o narrativa subjetiva, desde la cual se nombran los pasos, usos, propiedades y acciones asociadas a los objetos. Este discurso interior favorece la planeación, la organización y la autorregulación de la persona que juega. Semejante uso del lenguaje -que tiene un aire de familia con la noción wittgensteiniana de “ver una cosa como si fuera otra”- se observa también en las verbalizaciones cuando se juega con otros, al hablar de los proceso o usos que se da a los objetos (Vygotsky, 1978).

Juego simbólico, de roles y sociodramático

El juego simbólico incluye las modalidades de representación verbales (o lenguaje de señas), gráficas y musicales. Esta clase de juego inicia con el desarrollo del lenguaje verbal a partir de los primeros balbuceos del bebé, a través de los cuales juega con los sonidos del idioma materno para interactuar y socializar con el entorno (Whitebread, 2010). Este tipo de juego evoluciona rápidamente y se transforma en una herramienta que permite al infante construir e inventar nuevas palabras, jugar con rimas fonéticas, señas, gestos y, finalmente, idear narrativas imaginativas o conjugar chistes o bromas a partir del uso del lenguaje. Este tipo de juego favorece el desarrollo de habilidades cognitivas y socioafectivas que facilitan la expresión y reflexión de ideas, experiencias y emociones (Bruner, 1983; Linaza, 2013; Vygotsky, 1978).

Al igual que el lenguaje hablado, la elaboración de símbolos y representaciones gráficas es uno de los vehículos lúdicos más ancestrales ontogenética y evolutivamente hablando, y es, junto con el dibujo, uno de los juegos preferidos por menores y adultos para expresar ideas y emociones (Bruner, 1983).

Del mismo modo, el juego con y a través de la música ha demostrado ser una herramienta lúdica muy poderosa para la interacción social, la comunicación, la comprensión y expresión de las emociones y la autorregulación, además de favorecer el comportamiento cooperativo y prosocial (Kirschner y Tomasello, 2010).

Por su parte, el juego de roles y la interpretación sociodramática es, sin duda, uno de los tipos de juegos más estudiados en el campo del desarrollo infantil, debido al parecido que guarda con las interrelaciones y la organización de la sociedad y la cultura (Vygotsky, 1978; Linaza, 2013). Este tipo de juego depende a su vez del lenguaje, de manera que también forma parte de las narrativas del juego simbólico.

Durante este tipo de juego ocurre una suerte de simulación del pensamiento, de la organización y los constructos culturales, y de las interacciones sociales, de ahí que favorezca no sólo la maduración del razonamiento deductivo y de las capacidades metacognitivas sino, y sobre todo, del desarrollo de habilidades para la socialización y la regulación emocional (Whitebread, 2010). En ese sentido, en el juego de roles o sociodramático, quienes juegan están obligados a seguir las reglas que rigen el comportamiento, las actitudes y acciones de los personajes que interpretan. Esta interpretación puede ser también una estrategia pedagógica para cultivar la empatía (afectiva y cognitiva), pues permite ponerse en los zapatos del otro: sentir y pensar como el personaje que se encarna, además de ser un vehículo para desarrollar la conciencia emocional, al reconocer y comprender las emociones que “viven” los personajes, y sus causas a partir del guion de la narrativa lúdica.

Investigaciones previas han demostrado que, en la medida en la que aumenta la complejidad de la narrativa y las interacciones entre los personajes representados durante el juego sociodramático, mejora la responsabilidad social, disminuyen las conductas sociales disruptivas y aumenta la conexión y el acercamiento social y afectivo entre pares (O’Connor y Stagnitti, 2011).

De este modo el juego de roles, o la representación sociodramática, puede ser un elemento facilitador para la construcción de valores en la socializacion, la regulación emocional y el bienestar emocional, ya que, desde una vivencia satisfactoria, compartida y simulada a traves del juego, tanto los menores como los adolescentes e incluso los adultos pueden aprender a conocer y a regular sus actitudes, sus conocimientos y sus sentires en situaciones adversas o retadoras, o situaciones que generen incertidumbre o conflicto, a través de crear una simulación ad hoc dentro de la narrativa y las normas del juego.

Los juegos cooperativos para la solución pacífica de conflictos. La metodología de Frans Limpens

Como parte de los juegos colectivos y cooperativos, merecen una mención especial aquéllos orientados a la resolución pacífica de conflictos, ya que a través de éstos se puede construir entendimiento, perspectiva, y ensayar posibles soluciones sin miedo al peligro de equivocarse. En relación con lo anterior, Limpens (1998, p. 346), autor que ha dedicado su vida a instrumentar juegos para la paz y la resolución de conflictos, propone una metodología del juego para “sistematizar el trabajo de integración de grupo y la enseñanza de algunas herramientas para la reconstrucción del tejido social y la lucha colectiva por los derechos humanos (comunicación efectiva, cooperación y resolución no violenta de conflictos)”.

La metodología de Limpens (1998), que sería fácilmente incorporable a los entornos de aprendizaje lúdicos de la ESE, propone tres fases del juego cooperativo respetando el ritmo y las capacidades del grupo en cuestión, donde lo importante no es ascender en las fases lo más rápido posible, sino lograr que todo el grupo avance con pasos sólidos; incluso, en ciertos momentos, propone regresar etapas para reforzar el aprendizaje, pues el proceso de integración de grupo nunca es lineal, como tampoco lo es el proceso de desarrollo humano, en el que siempre hay momentos de regresión.

La primera fase de esta metodología consiste en la conformación del grupo, pues en los juegos cooperativos es muy importante formar el grupo, es decir, construir un sentido de pertenencia al mismo, lo que da lugar al respeto y el aprecio a la dignidad de las personas, la valoración de sus diferencias, así como la confianza que promueva el diálogo o la disensión.

En la segunda fase se selecciona un juego con affordances que inviten a la comunicación efectiva y a la cooperación solidaria como fundamentos para la acción social. Se analizan temas como los prejuicios y los estereotipos, la escucha activa y la retroalimentación, los malentendidos, los tipos de liderazgo, las diferencias entre la competencia y la solidaridad. Los típicos juegos de esta fase tienen que ver con actividades de comunicación cuyo objetivo sea construir un código común y reducir al mínimo los malos entendidos, como sucede en el conocido juego del “teléfono descompuesto”, o los juegos que ponen en práctica la comunicación efectiva y afectiva y las posibilidades de la comunicación no verbal (como al jugar “dígalo con mímica”) y que tienen por objetivo el aprendizaje de las características de una buena comunicación.

En cuanto a los juegos cooperativos, que también pertenecen a esta segunda fase, tiene por objetivo despertar actitudes de solidaridad para lograr objetivos comunes, de modo que aquí todos los juegos competitivos son descartados, pues promueven intrínsecamente la exclusión. Los juegos cooperativos contienen el reto extra de que se necesita la cooperación de todo el grupo para lograr la meta planteada. Algunas actividades de este tipo implican una mayor dificultad porque exigen colaboración, mediante la aportación de todos los participantes, y porque la cooperación no es una actitud evidente, ya que, de entrada, resulta más fácil buscar el triunfo y la ganancia individual. En los juegos cooperativos (como la realización de un rompecabezas en equipos) el participante tiene que descubrir por sí mismo las ventajas de adoptar una actitud colaborativa y cooperativa.

Finalmente, la tercera fase está dedicada a los juegos sobre la resolución no violenta de conflictos mediante un proceso justo y satisfactorio que respete a todas las personas y conlleve a negociaciones y soluciones del tipo “ganar-ganar”. Este tipo de juegos ponen en práctica herramientas básicas para resolver un conflicto, como la escucha activa, la comunicación asertiva, la toma de perspectiva y la toma democráticas de decisiones. Se abordan temas que involucran la voluntad de cooperación y la generación de soluciones alternativas para resolver conflictos. Este tipo de situaciones se pueden recrear a través del juego de roles (role play), la solución de casos o dilemas (como el dilema del prisionero6), o bien, mediante la elaboración conjunta de un final para concluir una narrativa específica.

El punto clave de esta metodología reside en la integración de un grupo sólido de personas y la culminación exitosa de las fases es llegar a través del juego a la resolución de conflictos. El arte de saber jugar consiste en que el coordinador del grupo proponga juegos que no sean demasiado sencillos, o hasta ridículos. Hay que advertir que el trabajo con juegos corre el riesgo de convertirse en una actividad superficial que no lleva a ningún cambio; de ahí la importancia de introducir como parte de la metodología una evaluación formativa constante. Esta evaluación debe realizarse justamente después de la actividad del juego, para promover procesos reflexivos que permitan a los participantes identificar las emociones vividas, socializar los aciertos y equivocaciones y procesar así el aprendizaje obtenido.

A partir de estas tipologías del juego se da cuenta de la cantidad de vías y recursos que existen para utilizar el juego como affordances pedagógicas de ESE para el desarrollo de habilidades socioemocionales. Consideramos que tomar en cuenta un enfoque ecológico, en cual se involucre al ambiente, al ethos, a todos los actores escolares y a la familia, puede dar sostén a la construcción legítima de entornos de aprendizaje lúdicos que fomenten y construyan bienestar socioemocional, y rechacen la violencia y la agresión al interior de la escuela.

Apuntes finales

A lo largo de este texto, hemos querido dar a conocer un marco epistémico ecológico que sustente la posibilidad del desarrollo de habilidades socioemocionales y la creación de bienestar emocional a partir de la generación de ambientes lúdicos de aprendizaje, desde los cuales emergen diversas affordances para el desarrollo y la puesta en práctica de dichas habilidades, desde los cuales se favorece la creación de una atmósfera de afectividad que suspende la propagación o el mantenimiento de la violencia y la agresión. En este sentido, se plantea la diversidad de tipos de juegos que pueden emplearse como recursos para visibilizar y sensibilizar a niñas, niños, jóvenes y adultos sobre las interacciones, reglas y ambientes de convivencia que definen una cultura pacífica, de manera que ello pueda ser aprendido y aprehendido, y transmitirse entre generaciones a través de la educación.

De esa manera, jugar se torna en un andamio necesario para fomentar la emergencia de sociedades con mayor bienestar y menos violencia, y tiene el potencial de arraigarse como una estructura asimilada y permanente dentro de la herencia cultural escolar mexicana, o de otras partes del mundo.

Una de las riquezas de esta propuesta es que implica un aprendizaje “transformador” más vinculado a una pedagogía crítica, donde la educación funge como vehículo para el cambio tanto personal como comunitario y social -en este caso, hacia el ethos del bienestar a partir del juego-, de tal manera que desde una pedagogía lúdica se logre la construcción de una sociedad más empática, compasiva, y pacífica, a partir de la exploración de las relaciones y las nuevas formas de pensar, sentir, negociar significados y actuar que se disponen desde el juego.

La integración e inclusión de la ESE a través de distintos entornos lúdicos con variedad de posibilidades para jugar, para gestionar las emociones, entrenar el altruismo y aprender a ir más allá de flujos dopaminérgicos y recompensas inmediatas, se vuelve una vía legítima y necesaria en la transversalidad educativa. Sin duda, todavía quedan muchas aristas de esta investigación que explorar de manera más profunda, pero éste puede ser un paso hacia la problematización al respecto. Para educadores, diseñadores o gestores, el reconocimiento de las affordances por parte de los distintos grupos de aprendices señala nuevas e interesantes rutas para desarrollar el entorno.

La violencia en entornos de aprendizaje escolares es parte de un sistema de normas, valores, creencias, sentimientos, comportamientos y estructuras sociales que se manifiestan de forma sostenida en diversos ámbitos, y que sólo pueden reescribirse a través de la generación y apropiación de nuevas estructuras, que pueden ser creadas y ensayadas a través de las distintas affordances que permite el juego.

El ciclo de enseñanza-aprendizaje tiene una naturaleza interactiva, práctica y relacional, en la cual los entornos y las posibilidades de acción e interacción son cruciales. De este modo, jugamos porque ello nos permite de forma reiterativa e iterativa crear y experimentar; al jugar con lo inexistente, lo imposible y lo incierto, podemos imaginar mundos deseables, necesarios y posibles para construir solidaridad, compasión, empatía y sentido de comunidad.

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1 Bateson (2000) conceptualiza al ethos como la expresión de un sistema culturalmente estandarizado de organización de los instintos y emociones de personas que son parte de comunidades.

2Los seres humanos han construido o alterado muchos componentes de su entorno selectivo en un grado considerable, por ejemplo, la ganadería o la domesticación del maíz, y los cambios heredados en las hormonas digestivas.

3El juego como actividad de aprendizaje formal fue introducido por Federico Froebel en Alemania (1840). Su pedagogia, que fue sumamente revolucionaria en ese momento histórico; se centró en la realizacion de actividades a través del juego en un entorno apropiado (Santos y Torres, 1989, p. 9). Denominaba a los juegos y juguetes “dones pedagogicos”, y se trataba de una serie de construcciones geométricas que eran fácilmente “agarrables” por los niños. Decroly y Monchamp (1986) proponen, como tal, el juego educativo aplicado desde preescolar y la concepcion del material educativo moderno.

4En el caso de Mé́xico, de acuerdo con el Primer Estudio Global realizado por la ONG Internacional Bullying Without Borders en colaboración con la OCDE para Amé́rica, Europa, África, Oceanía y Asia, realizado entre junio de 2017 y junio de 2018, el país ocupa el primer lugar en materia de acoso escolar (educación básica) entre los miembros de la OCDE.

5 Cascón y Martin (1995), por su parte, plantean que, para que el juego cooperativo tenga un verdadero impacto, es necesario contar con algunas características: a) que exista un contexto previo de confianza. Los integrantes ya deben de sentir un mínimo de vinculación afectiva con el otro, de lo contrario, se puede herir susceptibilidades, falta de empatía y falta de seguridad; b) que sea totalmente voluntario. El alumno debe decidir por cuenta propia que desea participar, y c) reconocimiento de las habilidades y barreras de cada integrante del grupo: donde se subraya que el trabajo cooperativo debe enfocarse en el desarrollo de la diversidad de capacidades y talentos; cada alumno o aprendiz puede contribuir a lograr metas comunes.

6El dilema del prisionero analiza los incentivos que tienen dos sospechosos de un crimen para delatar a su compañero o proclamar su inocencia.

Recibido: 04 de Enero de 2021; Aprobado: 05 de Marzo de 2021

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