INTRODUCCIÓN
“Nosotros somos originarios, me’phaa, desde el ombligo de la madre aquí estamos, y aquí nos van a enterrar para reunirnos con ella”, afirma Silvino, excomisariado de Bienes Comunales de Colombia de Guadalupe, comunidad indígena me’phaa enclavada en la Montaña. En las entrañas de la tierra está la raíz de la vida y la muerte de las mujeres y hombres de la Costa-Montaña, en el oriente del estado de Guerrero. La poderosa imagen evocada por Silvino explica el arraigo al territorio y la radicalidad de la lucha contra la explotación minera que los pueblos indígenas de la región sostienen desde hace años, cuando utilizan la acción directa, la lucha legal y el fortalecimiento de las identidades colectivas enraizadas en el territorio, la cultura y las estructuras de organización comunitaria.
Este ensayo parte del análisis de la lucha contra la explotación minera en la región intercultural de la Montaña, experiencia que dio vida al Consejo Regional de Autoridades Agrarias en Defensa del Territorio (CRAADT), considerado como referente organizativo y sujeto que produce discurso político. Los núcleos agrarios representados en el CRAADT y las organizaciones que en él participan comparten un discurso público y estrategias organizativas en las que el territorio, agrícola, sagrado, comunal, debe ser defendido frente al acecho de empresas, instituciones y políticas de Estado que apuntan a la expropiación, mercantilización y cosificación de los bienes comunes naturales y culturales de los pueblos que viven en la región.
El carácter global de la problemática relativa a las afectaciones territoriales por proyectos extractivos ha determinado el incremento de las investigaciones académicas que, desde disciplinas distintas, buscan dar cuenta de los mecanismos y los impactos de tales proyectos. Entre los conceptos utilizados con más frecuencia en la literatura académica se encuentran el de despojo . desposesión, incluidos también en el discurso político y reivindicativo de las organizaciones en defensa de su territorio, como es el caso del CRAADT. Asimismo, se ha revitalizado el debate académico y político alrededor del concepto de bienes comunes . lo común, que en el planteamiento de Marx serían el objeto prístino del despojo, que se presentan como alternativa civilizatoria frente a un contexto global de depredación y privatización. En este ensayo propongo algunas reflexiones encaminadas a operativizar los conceptos de bienes comunes . despojo para la investigación antropológica y problematizar aspectos de su relación.
Las comunidades indígenas de la Montaña defienden su territorio de proyectos en gran escala, como la minería metálica a cielo abierto, actividad tal vez más emblemática del despojo y del extractivismo. Para este contexto describo distintos significados del territorio o dimensiones de la territorialidad para los me’phaa, y enfatizo la centralidad de la organización comunitaria para el resguardo del territorio. Estos elementos se articulan en la configuración local de los bienes comunes, naturales y culturales, que tienen en la dimensión colectiva la clave para su existencia. Si se traza un paralelo entre la compleja territorialidad indígena y los bienes comunes localmente caracterizados, entonces enfatizo la centralidad de la dimensión cultural y simbólica en lo común, así como el arraigo histórico de la dimensión comunitaria que hace de estas sociedades referentes epistemológicos en el debate político sobre el tema.
En tal sentido, mi conclusión indica la necesidad de pensar el despojo, en términos antropológicos y políticos, como una combinación con los procesos de exclusión y construcción social de la desigualdad económica y de poder, para dar cuenta de los procesos de erosión o despojo cultural.
El texto es fruto de una investigación antropológica y etnográfica realizada entre 2017 y 2019 que documentó los procesos organizativos frente a problemáticas emergentes y su relación con la producción o fortalecimiento de significados territoriales, estructuras comunitarias e identidades colectivas en el contexto de la movilización. Desde el año 2005 realizo trabajo de campo y acompañamiento a las organizaciones indígenas de la región, por lo cual pude observar la emergencia de los conflictos socioambientales y la evolución de las estrategias colectivas para enfrentarlos.
LA MONTAÑA DE GUERRERO
La región Montaña se ubica en la parte oriental del estado de Guerrero. Su orografía es caracterizada por picos de hasta 3 000 msnm, profundas cañadas, con abundancia de agua, extensos bosques de pinos conservados y zonas dedicadas a la agricultura de subsistencia, en parte, al cultivo comercial del café. La infraestructura vial y de telecomunicaciones es escasa. El 76% de la población, que cuenta con aproximadamente 200 000 habitantes, pertenece a los pueblos indígenas me’phaa, na saavi y nahua, quienes viven en situaciones de elevada marginación: según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo [ONU-PNUD 2014] es una de las regiones más pobres de América Latina, lo que explica el incremento de la migración nacional y hacia los Estados Unidos. La región es conocida por la ingente producción de amapola, cultivo introducido en los años setenta y cuyo auge ha aumentado a la par que la demanda de heroína en el mercado estadounidense, sin olvidar a la disminución de opciones laborales y de subsistencia para la población local.
Para esta investigación se realizó trabajo de campo principalmente en el municipio de Malinaltepec, cuyos habitantes pertenecen mayormente al pueblo indígena me’phaa, considerado el único originario de Guerrero, puesto que reside en la región al menos desde el 1200 d. C. [Dehouve 1994]. La conjunción de la historia de un pueblo en un lugar que constituye los etnoterritorios [Barabas 2004)] se concreta en el territorio me’phaa en un conjunto arraigado de prácticas y saberes para su aprovechamiento integral, anclado en la significación sagrada y cosmogónica del mismo.
Los procesos de territorialización detonados por las prácticas organizativas colectivas vinculan la región Montaña con la vecina Costa Chica. Los procesos de movilización y conformación redes y sujetos sociales colectivos en contra de la explotación minera (Campaña Informativa A Corazón Abierto, Consejo Regional de Autoridades Comunitarias en Defensa del Territorio) se extendieron en las dos regiones, asimismo, estas redes organizativas coinciden con la zona donde se desarrolló el Sistema de Seguridad, Justicia y Reeducación Comunitaria, conocido también por los nombres de sus dos instancias: Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias y Policía Comunitaria (CTAC-PC). La organización intercultural, actualmente debilitada, se formó en 1995 con el objetivo de garantizar la seguridad y la justicia en la región, además de practicar la autonomía en apego a los sistemas normativos propios de los pueblos indígenas.
MINERÍA EN LA MONTAÑA
La minería, “madre de las industrias”, es tal vez una de las más paradigmáticas expresiones del despojo territorial: “más que cualquier otra actividad, la evolución histórica de la minería moderna se halla intrínsecamente ligada a la emergencia, constitución y los avatares políticos del colonialismo/ colonialidad” [Machado 2011: 141], particularmente en América Latina. Emblema del paradigma de la colonialidad en su expresión de despojo/ desigualdad, la minería lo es también de la vida moderna y su inextinguible necesidad de desarrollo tecnológico, que justifica la actual codicia sobre metales y tierras raras [Núñez 2016]. Desde la época colonial hasta la fecha, la actividad minera se concreta en megaproyectos con altísimos impactos ambientales y sociales, principalmente en la devastación de territorios de vida y el consecuente desplazamiento obligado, antes o después, de quienes habitan en la zona impactada.
El oriente de Guerrero es rico en recursos y bienes comunes naturales; sus cerros, además de albergar el agua vital, los restos de los antepasados y los santuarios indígenas, son cubiertos de tupidos bosques de pinos y contienen abundantes metales como oro, plata y zinc, lo cual atrajo hacia la región el interés de las empresas extractivas: hace décadas para la depredación de madera y sucesivamente de recursos minerales. Según testimonios de pobladores de los municipios de Acatepec y Malinaltepec,1 la minería de socavón es una actividad que, en pequeña escala, se realizaba en la región desde la mitad del siglo XX, con su correlato de accidentes y contaminación [Sebastián-Aguilar 2019]. El auge de la new extraction, en el cual se inscribe el boom de la minería a cielo abierto desde el inicio del siglo XXI [Dougherty 2016], impulsó la expansión de la frontera minera desde el llamado “cinturón de oro de Guerrero” —zona de alta concentración de metales preciosos en la región Centro del estado— hacia la Montaña [Espinosa 2010].
En 2016, la presidencia de la República informó que el 11.8% del territorio mexicano estaba bajo concesiones mineras [Gobierno de la República 2016], cifra que, de por sí alarmante, es desmentida por Tetreault quien, en una documentada investigación, afirma que entre 2000 y 2012, bajo los gobiernos panistas de Fox y Calderón, “el gobierno mexicano otorgó 28,810 concesiones mineras que cubrían un área de 60.9 millones de hectáreas, lo que corresponde al 31% del territorio nacional” [Tetreault 2020: 5, traducción de la autora]. En 2015 se llegaron a contabilizar 44 concesiones mineras en las regiones Montaña y Costa Chica [SGM-SM 2016]); actualmente, siguen vigentes 25 concesiones por un total de 40 311.55 hectáreas [DGM-SE 2020].
En el municipio de Malinaltepec se ubicaba la concesión más grande, llamada Corazón de Tinieblas, cuya amenaza despertó la movilización antiminera en 2011. La concesión fue otorgada por la Secretaría de Economía a la multinacional Hochschild Mining; su subsidiaria, Minera Zalamera, operó las actividades de exploración en la Reducción Norte y Sur de Corazón de Tinieblas, que en conjunto cubrían aproximadamente 6 000 hectáreas de los núcleos agrarios de Totomixtlahuaca, Tenamazapa, Pascala del Oro, Iliatenco, Tierra Colorada, Tilapa, San Miguel del Progreso y Colombia Guadalupe (todos ellos Bienes Comunales). En el mismo territorio seguirá vigente hasta el 2059 el proyecto La Diana sobre una concesión de aproximadamente 15 000 hectáreas, impulsado por la canadiense CamSim Mining. Según información de la propia empresa,2 la zona es extraordinariamente rica en plata de primera calidad y de fácil extracción, pues se identificaron 30 vetas superficiales de este metal, así como la presencia de plomo, zinc y hierro. Hasta el 2069 seguirá vigente también la concesión Toro Rojo, cuya extensión es de casi 9 000 hectáreas. Ambas concesiones se interesan por los núcleos agrarios de Iliatenco, Paraje Montero, Malinaltepec y San Miguel del Progreso (Bienes Comunales) así como los Ejidos de Iliatenco y Zitlaltepec.
Estas concesiones se suman a las denominadas San Manuel y San Gabriel, también en el municipio de Malinaltepec; Espada en Zapotitlán Tablas, Goliat 5 en Azoyú y Emma, María y Morada en Atlixtac por un total de 36 252 hectáreas [DGM-SE 2020].
La amenaza de la megaminería llegó a la Montaña por aire. Luis, integrante de la Radio Comunitaria La Voz de la Costa Chica, de San Luis Acatlán, relata: “los últimos días de octubre de 2010 nos percatamos que había un helicóptero haciendo vuelos rasantes, a no más de ocho metros de altura”3. El helicóptero “sobrevolaba la comunidad muy seguido; estábamos asustados, así que la autoridad de la comunidad se fue a buscar a la Policía Comunitaria”, explica Aleida, ex integrante de la Radio Comunitaria La Voz de los Pueblos y habitante de Colombia de Guadalupe, comunidad me’phaa afectada totalmente por la concesión4.
Desde ese momento inició una poderosa movilización popular, que se articuló sobre estructuras organizativas preexistentes: asambleas comunitarias y regionales. En esta primera etapa, la CRA-PC tuvo un papel preponderante y sumó a la movilización las asociaciones productivas, así como estudiantes y profesores de la Universidad de los Pueblos del Sur y de la Universidad Intercultural de Guerrero, ambas con sede en la región.
La estrategia de defensa legal en contra de las concesiones mineras, auspiciada por el Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, se fundamentaba en la legislación agraria como ámbito de exigencia de derechos. Los núcleos agrarios interesados en las concesiones tendrían que convocar a sus Asambleas Agrarias y expresar en las Actas de Asamblea el rechazo a la explotación minera en su territorio. La oposición a la minería se construía desde el derecho colectivo de propiedad de la tierra, detentado por los comuneros y los ejidatarios, y su facultad para decidir el uso del suelo se centraba en la identidad campesina y en la territorialidad “agraria”. El significado territorial movilizado era el de la propiedad comunal, herencia de los padres y legado de las luchas por el derecho a la tierra y a su titulación, que marcaron los pueblos de la región durante gran parte del siglo XX.
En tal coyuntura, 13 núcleos agrarios conformaron en 2012 el Consejo de Autoridades Agrarias en Defensa del Territorio (CRAADT), que al integrar paulatinamente más comunidades y ejidos se volvió la instancia representativa de la oposición a la explotación minera. El CRAADT refleja la peculiar visión regional que es fruto de décadas de procesos organizativos en la zona, todos articulados en los ámbitos supramunicipal e intercultural. En este caso, se añade la conciencia del territorio como ecosistema que rebasa los límites del territorio vivido como individuo o comunidad: “el Consejo está creciendo en la parte de la Costa, porque sabemos que todo lo que sucede acá arriba llega abajo: si aquí se acaba el bosque allá se acaba el agua”, afirma Silvino5. Entre 2016 y 2017 se integraron al Consejo núcleos agrarios de la Montaña Baja y la Costa Chica, entre los que destaca el territorio habitado por el pueblo ñanncue ñomdaa, que enfrenta la entubación de manantiales y ríos, sin olvidar la extracción de grava para la construcción. La experiencia del Consejo revitaliza las estructuras agrarias, que en el proceso organizativo asumen nuevas facultades: coordinarse en un frente regional, vigilar el territorio, encabezar movilizaciones y acciones legales.
La demanda de amparo interpuesta en 2013 por la comunidad de San Miguel del Progreso en contra de la concesión minera que afectaba el 80% de su territorio comunal inició una nueva etapa en la defensa legal, que reivindicó la violación del derecho a la consulta y apeló a la inconstitucionalidad de la Ley Minera [Tlachinollan 2016]. Frente a la respuesta de la Secretaría de Economía, donde se afirmaba que San Miguel del Progreso es una comunidad agraria más no indígena y que por lo tanto no puede apelar al derecho a la consulta, se promovió en 2016 un segundo amparo. Los peritajes antropológicos que lo acompañaron enfatizan la significación simbólica del territorio y la relación mutuamente constitutiva entre territorio y cultura, esto es, entre la forma comunal de propiedad agraria y la organización social del pueblo me’phaa. En 2017 la comunidad de San Miguel registró una nueva victoria jurídica, pues el Juzgado de Distrito de Chilpancingo declaró insubsistente la Declaratoria de libertad de terreno, que permite la concesión minera, por ser “ilegal” y violatoria del “derecho colectivo a la propiedad territorial indígena […] al quedar visto que no se trata de ningún terreno libre” y vincula eventuales nuevas concesiones mineras al respeto de los derechos indígenas, entre ellos la consulta libre, previa e informada6.
TERRITORIALIDAD ME’PHAA EN LA MONTAÑA
Mi investigación sobre el proceso de defensa territorial en la Montaña inició justo unos meses antes de la sentencia que en 2017, puso un alto a la amenaza minera en la región me’phaa, aunque ya había participado en las campañas informativas desde 2011, como acompañante solidaria. En todo el proceso, los habitantes de la región mantuvieron un discurso muy aguerrido, del cual son emblemáticas las palabras del Comisario municipal de la comunidad Ojo de Agua en una de las primeras asambleas en 2011: “nuestra postura es de no permitir absolutamente que el trabajo canadiense e inglés se lleve a cabo. Primeramente, pasarán encima de nuestros cadáveres si es que así lo estiman necesario, compañeros”, intervención que suscitó una avalancha de aplausos. En efecto, el proyecto minero fracasó sin siquiera pasar por la etapa de exploración.
La investigación, por lo anterior, inició interrogándose sobre qué significaba el territorio para el pueblo me’phaa, buscando esclarecer las razones de una tan visceral y efectiva defensa. La mayor parte del trabajo etnográfico se realizó en las comunidades me’phaa Colombia de Guadalupe y San Miguel del Progreso; ambas son reconocidas como Bienes Comunales o comunidades agrarias, colindan y pertenecen administrativamente al municipio de Malinaltepec. La investigación evidenció cinco constelaciones de significados otorgados al territorio a partir de prácticas distintas, que conforman las dimensiones de la territorialidad entre los me’phaa de la Montaña: tierra como alimento, bienes comunes naturales, propiedad comunal, territorio simbólico y territorio de lucha. Adopto aquí la caracterización del geógrafo brasileño Porto-Gonçalvez, para quien la territorialidad es el modo en que cada sociedad lo “vuelve propio, hace común un determinado espacio, adueñándose de él” [2001: 6] al integrarlo como parte constitutivo de su ser social.
El primer aspecto refiere a la tierra como medio de producción en el cual se desarrolla el trabajo agrícola, tanto para la subsistencia como la comercialización. El territorio es tierra que produce; por metonimia, se concreta en los frutos de la tierra y finalmente significa territorio como alimento y vida. La diversificación en la producción agrícola corresponde a la pluralidad de nichos ecológicos que conforman el ecosistema-territorio aprovechado de manera integral y diversificado por los me’phaa, práctica definida como “estrategia de usos múltiples” [Toledo et al. 2008].
Nosotros tenemos tres climas: más alto, frío; en medio, clima templado; más abajo, caliente. En el clima caliente sembramos mango, nuez, naranjas, papayas; allí están nuestras parcelas de milpa y las cabezas de ganado, cuando logramos tener algunas. En el templado, sembramos café. Arriba, es bosque. Por eso no queremos minas. Cuando entra la minera, mata el agua misma, después a los animales y nosotros.7
En la Montaña, región marcada por altos índices de marginación y pobreza, la agricultura sigue jugando un papel fundamental entre las actividades diversificadas que conforman las “estrategias de vida” de los indígenas, aunque es evidente que sólo el trabajo en el campo no es suficiente para la reproducción material de una familia. La producción agrícola se ha diferenciado en años recientes, con la siembra de árboles frutales y el impulso a la producción de miel “que de Colombia de Guadalupe se llevan a Houston”, explica Rutilio, joven apicultor8. El otro y principal cultivo comercial de la región es el café, cuya introducción a principios de los años ochenta significó la inserción de la región al mercado nacional [Hébert 2010]. El trabajo en el campo sigue siendo una fundamental opción de vida digna en el territorio de origen: “a nosotros nos ayuda bastante el café, porque estamos en la huerta, no estamos dejando la tierra para ir a Sinaloa, a Estados Unidos, sino que los hijos los estamos creciendo aquí”, afirma Silvino9.
En segundo lugar, el territorio es un espacio apropiado por los hombres que ahora lo habitan, cuya acción domesticadora ha marcado el paso entre el “espacio salvaje” prístino, caracterizado por condiciones climáticas y geográficas favorables que determinaron la elección de los primeros fundadores, y el territorio actual, moldeado por sus habitantes. Esta acción transformadora determina el derecho de vivir en cierto espacio y reclamar su propiedad en términos históricos y civilizatorios.
La citada división del territorio según su altura, clima y producción identifica a las zonas altas y frías (cerros) con el bosque, nicho ecológico donde, según el conocimiento tradicional, se generan las fuentes de agua que alimentan el caudal de los ríos mayores. Se trata del complejo territorial y civilizatorio mesoamericano conocido como altépetl, literalmente “aguacerro” en náhuatl, que identificaba también los pueblos —como grupos sociales y como núcleos urbanos ligados al ecosistema agua-cerro— y configuraba los cerros como depósito de agua, de riquezas y de conocimientos [López Austin et al. 2009; Dehouve 2016]. En sus cumbres se concentran los lugares sagrados y moran las potencias naturales o deidades que regulan los fenómenos atmosféricos, en particular el Señor del Trueno o del Rayo (Tata Bégó en la cultura me’phaa), relacionado con la lluvia.
El bosque y el agua, en el discurso de los entrevistados, comparten características particulares. Existen en el territorio, desde una temporalidad anterior a la actual, condición que limita la facultad de los hombres para intervenir en ellos. Esta característica de anterioridad identifica el bosque y el agua como bienes comunes naturales, sobre los cuales no pueden existir derechos de propiedad, sino obligaciones relativas a su cuidado.
En este aspecto se inserta la significación del territorio como legado recibido y por heredar, que implica la obligación a la conservación. “Es la herencia hasta nuestros hijos, por ellos debemos cuidarla. Pero también nosotros, que somos hijos, debemos respetar y defender la herencia que nos dejaron nuestros antepasados” explica Delfino, maestro jubilado de San Luis Acatlán.10
Este argumento ha sido el más recurrente en los testimonios relativos a las motivaciones para la defensa del territorio. Un principal, anciano de respeto, de San Miguel del Progreso articula una reflexión profunda alrededor del legado de los bienes comunes naturales, la transmisión intergeneracional de conocimientos —en específico aquellos rituales, conectados con el mundo natural— y la defensa activa como lucha y organización: “los señores [principales . rezanderos] son como la alegría del pueblo. Ellos saben cómo defender y cuidar el territorio, ellos son los que defienden y nosotros también, para que nuestros futuros hijos puedan hacer lo que nosotros hacemos. Los que saben rezar van a rezar y cada quien va a defender como sabe hacerlo”.11
El bosque y el agua no son sólo bienes comunes naturales no comercializables. También son aprovechados para beneficio colectivo, dada su condición de recursos naturales comunales determinada por su carácter común y por la forma colectiva de tenencia de la tierra comunal.
El agua es el recurso más valorado; en el imaginario común, su disponibilidad o pureza serían irremediablemente comprometidas por la actividad minera. Es un elemento clave frente al desarrollo demográfico de la comunidad, como explica el comisario municipal de San Miguel de Progreso: “ya se están formando nuevas colonias. Y el agua la vamos guardando para que tengan vida estas colonias”.12 En Colombia de Guadalupe, también destaca su uso para la innovación agrícola:
La gente se acostumbró a hacer riego; por eso estamos cuidando el agua, y el territorio también. Ya no es como antes, cuando llegaba el maíz de Conasupo y de otros comerciantes; ahora regresan el maíz, porque todo mundo tiene maíz en su milpa, gracias al riego. Y eso nos ayuda mucho a la idea de cuidar los cerros, porque allí están los manantiales.13
Los relatos sobre la explotación comunitaria del bosque también son emblemáticos. En los años ochenta ambas comunidades establecieron convenios con la paraestatal Forestal Vicente Guerrero para la explotación de la madera de los tupidos bosques de pino. Se decidió por acuerdo de asamblea y el pacto con la empresa que era claro: abrir un camino que conectara al pueblo con la carretera principal y financiar el alumbrado público, frente a la ausencia del Estado para proveer los servicios básicos. En Colombia de Guadalupe, tres años después “la misma asamblea acordó que no se vendiera más madera. Se vendió la madera porque había necesidad económica y de infraestructura; había café, pero ¿cómo lo sacabas? Las bestias no pueden sacar grandes cantidades. Ya con la carretera el café tenía una salida más fácil”.14
El relato es emblemático de la vigencia de las estructuras comunitarias de deliberación, gobierno y seguridad (asambleas, cargos colectivos, comités y comisiones, policía comunitaria) en ambas comunidades. Aún con sus contradicciones, es muy elevado el grado de participación en el gobierno comunal, en la administración de los bienes comunales y comunes, también es superior la vigilancia ciudadana hacia la actuación de sus autoridades. La fuerza de las estructuras colectivas permite que la comunidad mantenga el control sobre el aprovechamiento de sus recursos naturales comunales y sobre individuos o empresas que los pudieran afectar. El mismo sustrato organizativo que permitió dar entrada a las empresas madereras por un tiempo limitado y por beneficios específicos (carretera, alumbrado, iglesia, comisaría) es el que se movilizó en rechazo a la explotación minera y para la defensa del territorio.
El tercer aspecto de la territorialidad es relativo al ámbito de la propiedad de la tierra. También aquí destaca la dimensión colectiva ya que se hace referencia, en términos territoriales, no a la propiedad privada sino a la propiedad comunal, al territorio comprendido en los linderos establecidos por el plano definitivo de la comunidad y reconocido por las instituciones agrarias como “Bienes Comunales” de Colombia o de San Miguel. En este tipo de propiedad social, la tierra no es otorgada en dotación por el Estado, como en el caso del ejido, sino “restituida” o bien reconocida a quienes “conserven su estado comunal” [Ley Agraria 1992: art. 98] esto es, un arraigo histórico y cultural hacia la tierra habitada.
La territorialidad agraria-comunal está presente principalmente en personas mayores de 50 años, pues las comunidades y ejidos de la región lograron la titulación legal de sus tierras después de un proceso dificultoso y conflictivo, tanto por las prolongadas gestiones frente a la Procuraduría Agraria como por los encarnizados conflictos agrarios que hasta la fecha involucran a comunidades de la región.
Para las autoridades comunitarias de San Miguel del Progreso existe una relación evidente entre la organización comunitaria, la lucha para la defensa de sus tierras en los conflictos agrarios y esta concepción de la territorialidad como propiedad comunal, que a la postre hay que seguir defendiendo como se hizo anteriormente, ahora de la amenaza minera. Este aspecto se engarza con la vigencia de las estructuras comunitarias, como lo explica Faustina, tesorera del Comisariado de Bienes Comunales de San Miguel del Progreso:
Siempre en la comunidad, cuando hay reuniones, hombres, mujeres y jóvenes mayores de 18 años participamos. Porque si no vas a las reuniones, no te enteras de lo que pasa en tu pueblo. Y allí acordamos como vamos a defender nuestro derecho. Porque es tierra comunal, entonces la tenemos que defender todos.15
Es notable que la racionalidad de colaboración en la defensa del bien común que es el territorio regional pudo más que los añejos conflictos intercomunitarios por los linderos, que brevemente pasaron a segundo lugar.
En cuarto lugar, la territorialidad de los pueblos indígenas que habitan la Montaña está marcada por los aspectos ceremoniales, festivos y rituales que invocan una relación dialógica con los elementos naturales, de los cuales depende la misma sobrevivencia humana. El ciclo ritual acompaña al ciclo agrícola y muestra cómo la producción material y la reproducción social y simbólica son estrechamente ancladas al territorio. El territorio de la Montaña es un mapa simbólico marcado por múltiples sitios sagrados y santuarios de reconocimiento y convocatoria colectivo [Barabas 2004], donde se celebran los rituales dedicados a las potencias y espacios naturales que intervienen y regulan la vida de los me’phaa: Aɡu (Fuego), Akʰaʔ (Sol), Gõʔ (Luna), Mbaa (Tierra), Juba (Cerro), Bégó (Rayo) e Iduú na’ma (Manantial).
El buen funcionamiento de la vida ritual es consustancial a la sobrevivencia del pueblo mismo. Según Silvino, esto marca incluso una frontera étnica con las comunidades no indígenas, donde “no hay la costumbre de rezar, y por eso se inundan. Si los rezanderos no suben al cerro [para el ritual de petición de lluvias el 24 de abril], el rayo es muy diferente aquí, quema cables, focos, aparatos. Cuando ellos rezan cae el agua normal, sin ciclones ni huracanes”.16
La lucha de defensa territorial surge de una concepción multifacética del territorio, que descansa en una racionalidad para la cual no hay separación entre los seres humanos y no humanos: la relación de interdependencia y reciprocidad entre los fenómenos atmosféricos, los seres vivos y los bienes comunes naturales permite la reproducción de la vida misma. También la dimensión ritual participa en la defensa territorial: “todos los años ya se pide a Tata Bégó [deidad o potencia que personifica el rayo, el poder de la lluvia] que nos proteja de la mina”, comentan los rezanderosde San Miguel del Progreso.17
LOS BIENES COMUNES Y LA TERRITORIALIDAD INDÍGENA FRENTE AL DESPOJO
Cada dimensión de la territorialidad mencionada moviliza características enfatizadas en el debate, actualmente muy vital en Europa y en América Latina, sobre los bienes comunes,18 categoría que rebasa lo público y lo privado para colocarse afuera de la dimensión de mercado. En el polo opuesto de la misma configuración de significado se encuentra el concepto de despojo, que refiere a la enajenación y privatización de lo común, proceso implícito en la más emblemática actividad extractiva, esto es, la minería. La compleja experiencia de vida y defensa del territorio en la Montaña, al ser analizada en esta perspectiva, rebasa y enriquece la discusión ya que proporciona importantes elementos en clave antropológica.
Las raíces del debate bienes comunes/despojo se hunden en la transición que marcó la sociedad europea del siglo xvii desde el modo de producción agrícola premoderno ligado a la propiedad de la tierra feudal, hacia el modo de producción moderno e industrial. El concepto de despojo se relaciona con el proceso de acumulación originaria del capital estudiado por Marx en El capital [Marx 2000], que inició en Inglaterra a partir de 1600 con el cercamiento de las tierras de uso común y de aquellas cultivadas en campo abierto, que permitían la subsistencia de los commoners, campesinos no propietarios y que pasaron a ser propiedad privada como latifundios. La disociación entre propiedad y trabajo impulsó la proletarización de los agricultores y su empleo en la incipiente economía industrial. Por medio del análisis historiográfico, Marx da cuenta del carácter violento —desplazamiento, destrucción de las aldeas rurales incluso exterminio de sus habitantes— y fraudulento del despojo, evidenciado en todas las interpretaciones actuales del concepto. El pensamiento marxiano define los commons como bienes ligados a la subsistencia, condición que, para el contexto actual, implica la satisfacción de las exigencias y necesidades de las personas [Rodotà 2011] y con el ejercicio de derechos fundamentales [Dardot et al. 2015]. La necesidad de encontrar alternativas jurídicas y políticas al manejo neoliberal y privatizador, que ha hecho estragos en las sociedades y los ecosistemas actuales ha determinado la efervescencia del debate teórico y la práctica de los commons.
Sin embargo, dicho debate parte del referente en la era premoderna europea cuando “en principio eran los comunes” y prefigura la reconstitución social en la renovada adopción de formas de vida “ancestrales”, cuyos gérmenes se encuentran en algunas prácticas de compartición del bienestar como el couchsurfing, el car sharing, comités ciudadanos, etcétera [Bollier 2015].
Las raíces sociales, las formas de propiedad de la tierra y el uso del territorio entre los pueblos indígenas tienen una evolución histórica distinta, que obliga a pensar de manera culturalmente pertinente. Aunque insertas en el sistema capitalista, las sociedades indígenas conservan prácticas de cuidado, manejo y reproducción de sus bienes comunes a las que habría que dar centralidad en este debate. Dichas prácticas fortalecen el sustrato cultural vivo que sustenta lo habitual en la tierra comunal y de uso común, existente también en los ejidos; en las asambleas y los sistemas de cargos comunitarios, que articulan la dimensión cívica, política y religiosa del manejo territorial; en las prácticas de reciprocidad y trabajo colectivo como las faenas, el tequio y el cambio de brazo, asimismo, muestran la centralidad del aspecto biocultural y simbólico de los bienes comunes como relaciones entre los distintos sujetos, humanos y no humanos, que habitan el mundo, donde hacen evidente la erosión cultural implícita en el proceso de despojo, del cual acostumbramos observar sólo su dimensión material.
Bienes comunes y territorialidad indígena
Un elemento fundamental de los bienes comunes es su carácter no objetivable, fundamentalmente relacional: sólo se pueden concebir en la relación de intercambio y colectivización que los instituye. Para Mattei, “el común no es sólo un objeto (río, selva, plaza) sino que es también una categoría del ser, del respeto, de la inclusión y de la calidad. Es una categoría auténticamente relacional hecha de vínculos entre individuos, comunidades, contextos y ambiente” [2011:62, traducción de la autora].
En el territorio y la sociedad me’phaa, las relaciones que instituyen los bienes comunes son de distinto tipo. En primer lugar, destaca la relación que involucra los habitantes de las comunidades, organizados en estructuras colectivas para el manejo y cuidado de sus bienes comunes (Asamblea general, Comisariado de Bienes Comunales, comités de agua potable, de alumbrado público, de la iglesia, mayordomías y hermandades, etcétera). Cada instancia vela por un aspecto del conjunto que constituye el territorio comunal y el espacio social de la colectividad humana, de lo concreto a lo simbólico. En tal sentido, Bollier afirma que la relación constitutiva de los bienes comunes consiste en “un recurso + una comunidad o sujeto colectivo + normas, valores, usos y prácticas necesarias para su manejo” [2015:15, traducción de la autora]. Los bienes comunes no existen per se: sólo existen en cuanto haya un sistema de valores, relaciones y acción colectiva que los haga posibles [Dardot et al. 2015]. El agua, el aire o el conocimiento pueden ser manejados como bienes comunes o recursos comercializables: depende del contexto social y político que haga relevante su condición de bienes comunes y que los “active” en su condición relacional [Mattei 2011:152]. De hecho, la propiedad colectiva, comunal o ejidal, en sí no es garantía para el uso, manejo y protección de los bienes comunes a largo plazo, pues requiere de las relaciones de cooperación y la coordinación de la colectividad social. Si la gestión de los bienes comunes requiere autorganización y responsabilidad colectiva, los antiguos y siempre renovados sistemas de cargos son ejemplo tajante, pues incluyen la visión holística de la res publica y de la política como bien común gobernado colectivamente, junto con el manejo colectivo expresado en las distintas instancias deliberativas y operativas, esto es, la práctica de la autonomía.
Al respecto, vimos que la fuerza de las estructuras comunitarias en la Montaña es lo que permite el cuidado y la defensa de su territorio, entendido como bien común. No existen commons sin commoning, afirma Linebaugh [2013], y podemos traducir commoning en las relaciones que se entretejen en las comunidades, la práctica de instituir lo común, también de hacer comunidad, equivalente a lo que en México se define como comunalidad. Es evidente que la relación de comunalidad no se limita a la compartición de los recursos, sino que implica valores y prácticas sociales que miran más allá de la realidad inmediata, en el momento de apuntar hacia una ética colectiva de responsabilidad y cuidado.19
El estudio antropológico de los procesos contemporáneos de defensa y reproducción de territorios de los pueblos indígenas me permite aportar algunas consideraciones al debate actual sobre los bienes comunes, commons o el común, según las perspectivas analíticas y políticas adoptadas.
Desde la práctica y la cosmovisión indígena el territorio de vida en su conjunto constituye un bien común del pueblo me’phaa. A diferencia de las argumentaciones propuestas por politólogos y juristas20 que identifican elementos aislados como bienes comunes (el agua, el aire, los bosques, el patrimonio cultural o el conocimiento), la sociedad me’phaa y muchas sociedades indígenas conciben de manera integral su vida como parte de un contexto donde las dimensiones de la territorialidad y de la sociedad son inescindibles, aunque en este texto las he separado para fines analíticos. Esta perspectiva toma distancia de aquellas que priorizan “el común”, sustantivo y singular, entendido como principio político y social [Dardot et al. 2015] y la relación social asociativa y cooperativa [Gutiérrez et al. 2016]. La argumentación arriba expuesta comparte ambas afirmaciones, sin embargo, la sensibilidad antropológica da prioridad, en primer lugar, a los procesos más que a las categorías o principios, al commoning más que a lo común. En segundo lugar, trato de enfatizar la concreción dinámica que los procesos y relaciones establecen con el territorio, esto es, estudiar la institución de los bienes comunes objetivables y observables en la dinámica relacional de la vida cotidiana —privilegiar una aproximación fenomenológica más que ontológica.
Los indígenas de la Montaña nos enseñan que el territorio como bien común no solamente implica prácticas de manejo y estructuras colectivas, sino que la dimensión simbólica y espiritual juega un papel fundamental en su institución y permanencia. Si la característica fundamental de los bienes comunes es su relacionalidad, entonces la práctica ritual ligada al territorio renueva y reafirma la reciprocidad entre los humanos, el contexto ambiental y los fenómenos naturales que permiten la permanencia de la vida misma.
Considero que un aporte antropológico al debate sobre los bienes comunes es justo incluir la dimensión simbólica de los mismos, sin descuidar la materia; esto esclarece otra arista del carácter relacional de los comunes: la relación dialógica, por medio del ámbito ritual, entre la colectividad humana y los bienes comunes naturales personificados en potencias como los elementos naturales y atmosféricos (agua, viento, rayo, fuego), los dueños o señores de cerros, ríos, manantiales, cuevas y demás lugares estratégicos en el manejo de los ecosistemas [Barabas 2004]. En tal sentido, al enfatizar la esencia viva y “actante” de los bienes comunes o elementos del territorio —en una interpretación “pragmática” de la perspectiva ontológica—, se refuerza su característica de entidades inconmensurables a la privatización y la mercantilización, inapropiables no sólo porque necesarias a la vida, sino porque expresión de la vida misma y, finalmente, vivos en su dimensión más profunda que es aquella sagrada y espiritual.
Esta dimensión resultó ser uno de los motores más poderosos del proceso de defensa territorial. El tajo inicial de la mina no afectaría tierras de cultivo ni centros habitados, pero sí aquellos cerros que albergan los lugares definidos como santuarios pues reciben ofrendas y rituales de varios pueblos colindantes. Al ser afectado el lugar donde se realiza la interlocución entre la comunidad y el mundo sobrenatural, la sobrevivencia misma de los pueblos estaba en peligro: el despojo que actuaría la explotación minera impactaría en la dimensión cultural, espiritual y simbólica del entramado socio-territorial que conforma los bienes comunes en la Montaña.
Despojo interno y erosión cultural
En este debate resulta útil enfatizar algunas particulares significaciones de un concepto actualmente muy en boga en este debate. La acumulación por despojo (accumulation by dispossession) subraya el carácter permanente en la modernidad capitalista, de la separación entre las personas y sus medios de subsistencia. El geógrafo David Harvey, en primer lugar, relaciona “la depredación de los bienes ambientales globales (tierra, agua, aire) […] como resultado de la total transformación de la naturaleza en mercancía” [Harvey 2004:16], enfatiza el carácter de bienes comunes de aquellos elementos definidos por otros analistas como recursos naturales; en segundo lugar, identifica manifestaciones novedosas de desposesión o despojo ligadas al ámbito inmaterial e intangible, como los derechos de propiedad intelectual sobre conocimientos tradicionales, la privatización de la biodiversidad y “la mercantilización de las formas culturales, las historias y la creatividad intelectual” [Harvey 2004: 16]. Dichos elementos adquieren relevancia en el estudio antropológico de los procesos de cercamiento y despojo (violento), pues la mercantilización de los bienes comunes y de los conocimientos en ellos imbricados se acompaña por la imposición del pensamiento único, así como del impulso en modos de producción y consumo globalizados, que en sí mismos funcionan como una forma de despojo cultural o desplazamiento de manifestaciones culturales preexistentes.
A pesar de su relación originaria con el ámbito de los bienes comunes, el término despojo ha adquirido, en la ciencia jurídica y política, una significación relacionada con la propiedad, ya que es objeto del despojo la posesión de un bien inmueble. De tal manera que, también en la literatura antropológica, la mayoría de los estudios que emplean esta categoría refieren a la cuestión agraria y a la enajenación o privatización de la tierra [Grandia 2010].
Una sugerente producción desde el enfoque de los derechos humanos, centrada en la reparación de vulneraciones cometidas durante el conflicto armado en Colombia, se refiere al despojo de tierras interpretado como un proceso, no un hecho aislado, que debe considerarse en perspectiva histórica para entender sus causas, efectos y motivaciones, también se enfatiza que
Más allá de la privación de un bien económico, el despojo puede estar asociado con dimensiones sociales y simbólicas, afectando tanto a individuos como a comunidades, pues está asociado a la privación de bienes muebles e inmuebles, espacios sociales y comunitarios, hábitat, cultura, política, economía y naturaleza [CNRR 2009:25].
El estudio interpreta también el proceso de despojo como la “interrupción de relaciones materiale. por medio de las cuales se satisfacen necesidades básicas y se potencializan las capacidades humanas” [CNRR 2009: 28]. Como consecuencia de la privación de las condiciones de supervivencia efectiva de una comunidad que ocurren a partir del despojo de tierras y otros bienes comunes, se produce también la interrupción de aquellas relaciones materiales y sociales que son el núcleo de la institución y permanencia de los bienes comunes. Se trata de los lazos socio-territoriales que permiten a la comunidad o al pueblo ser un sujeto cultural, económico, social y político.
La concepción del despojo como proceso, histórico o social, y como pérdida o ruptura de relaciones nos acerca a la conceptualización antropológica del mismo, que implica su relación con el concepto de desigualdad. La desigualdad, entendida como distribución diferencial de poder, de capital cultural o conocimiento de propiedad de los medios de producción, de oportunidades y de resultados, es producto del despojo de bienes y ruptura de relaciones y significados, pero a la vez puede representar una condición previa para ello. Según Caicedo, “el acumulado de desventajas históricas que recaen en unos sujetos (que pueden ser de muchos tipos de acuerdo con la formación social: racialización, marginalización, ilegalización, etc.) genera condiciones de desigualdad persistente que propician otras formas de despojo concretas” [Caicedo 2017: 61].
El énfasis en la desigualdad, causa y efecto de los procesos de despojo obliga a indagar su dimensión estructural y no detenernos a la descripción de sus efectos. El despojo se caracteriza como un proceso intrínsecamente violento donde la crueldad representa el medio y la forma del despojo, pero también su fundamento en términos de violencia estructural como exclusión y explotación. La retroalimentación entre despojo, desigualdad y violencia se expresa en la Montaña y la Costa Chica de Guerrero, donde los factores previos del despojo territorial se encuentran en prácticas arraigadas y determinadas por la desigualdad y la violencia estructural, entre ellas, podemos identificar la migración, que genera desplazamiento físico, abandono de territorio, cambio en los modos de producción y reproducción, tanto material como social y simbólica; sin olvidar la condición de pobreza y exclusión, producidas por el impacto desigual del capitalismo en los territorios indígenas y campesinos.
Las regiones Montaña y Costa Chica de Guerrero, junto con los procesos de defensa del territorio y la organización regional expresada en el CRAADT, padecen un incremento de la conflictividad y la violencia directa, que se suma a las condiciones de violencia estructural presentes en las regiones, que crea situaciones de vulnerabilidad social y grave violación a los derechos humanos individuales y colectivos, lo que Rodríguez [2012] ha definido campos sociales minados. Otro importante factor que influye en la creación de un contexto de violencia y fragmentación social es la creciente presencia de la delincuencia organizada ligada a la producción y el tráfico de droga.
Emergen en este razonamiento, nuevamente, dos elementos de difícil abordaje o solución; en primer lugar, la cuestión de la erosión o despojo cultural, de relaciones y conocimientos territorialmente arraigados, como aquellos ligados a los cultivos y al aprovechamiento tradicional de la tierra en el sistema milpa [véase García et al. 2016] cuyo adelgazamiento permite el despojo “concreto” de los bienes comunes naturales, en el momento cuando no sean ya profundamente aprovechados para la subsistencia o significados en lo cultural y simbólico; en segundo lugar, el adelgazamiento generacional de la cultura material y los conocimientos ligados al aprovechamiento sustentable del territorio puede implicar un aumento de prácticas cuyo impacto biocultural ubica entre los actores “activos” del despojo a los sujetos que, en otra combinación, resultarían ser los “pasivos”, esto es, los habitantes de los territorios objeto de despojo. En el oriente de Guerrero, el territorio ñanncuee ñomdaa es objeto de un agresivo proceso de cercamiento y despojo del agua de manantiales y arrojos de comunidades y ejidos por parte de los caciques que administran los gobiernos locales. La codicia sobre el recurso hídrico, ligada a su escasez, se relaciona con la degradación del ecosistema local, principalmente por la deforestación, la sobreexplotación de la tierra y el abandono de la rotación de los cultivos por parte de las familias campesinas; pero no deja de ser un efecto cuya causa estructural está en la concentración en latifundios, aún existentes, de grandes extensiones de tierra fértil dedicada a la ganadería y a los monocultivos [Gutiérrez Ávila 2001]. Varios núcleos agrarios de la región se integraron al CRAADT y los testimonios expresados en el XXVI Foro informativo por la Defensa del Territorio, realizado en 2017 en Tlacoachistlahuaca, evidenciaron la responsabilidad de los propios campesinos en la degradación de su territorio, lo que he definido despojo interno.
El despojo “originario” de la tierra crea condiciones para sucesivos procesos de despojo —como aquel que se expresa en la erosión cultural— que redunda en una acumulación de despojos en distintas dimensiones. En tal sentido es emblemático el caso de la comunidad de Nuevo Balsas, en la zona centro de Guerrero, donde la construcción de la presa El Caracol sobre el río Balsas, entre 1978 y 1986, implicó la reubicación de 16 comunidades en siete nuevos centros de población. Habitantes de cinco comunidades, privados de su territorio ancestral, fueron concentrados en Nuevo Balsas, que se conformó como un pueblo heterogéneo, donde cada barrio/pueblo celebran su santo, tienen su panteón y defienden las costumbres propias. Se trata de una comunidad socialmente fragmentada, a la cual le fue impuesta la pesca como principal actividad productiva, cuando los desplazados habían sido históricamente campesinos. La pérdida del territorio como medio de producción culturalmente marcado y del ámbito espiritual ligado al territorio generó condiciones de vulnerabilidad social que explican la falta de oposición eficaz de Nuevo Balsas frente a la enorme mina a cielo abierto de La Media Luna, ubicada a pocos kilómetros del pueblo. Doblemente despojados, primero por la presa, después por la mina, ahora los habitantes denuncian la contaminación del río y padecen la represión sangrienta de la patronal de la mina y el sindicato charro contra los trabajadores que emplazaron la huelga (2017) al pedir mejores condiciones laborales.
CONCLUSIONES
A partir del análisis de la experiencia de defensa del territorio en la Montaña de Guerrero, busqué aportar cuatro principales reflexiones desde la perspectiva antropológica al debate sobre bienes comunes/despojo.
En primer lugar, el estudio de las distintas dimensiones de la territorialidad en la Montaña muestra que es el territorio en su conjunto relacional y en su aprovechamiento integral que debemos considerar como bien común y no las distintas concreciones por separado; aunado a esto he enfatizado la importancia de considerar la dimensión cultural y simbólica como parte fundamental de la significación de los bienes comunes y expresión de un tipo peculiar de relaciones que rebasan el ámbito de la materialidad, pero la construyen y fortalecen continuamente.
En segundo lugar, resulta evidente la conexión entre los polos conceptuales bienes comunes/despojo que se establece si los pensamos en términos de relaciones, materiales, sociales y simbólicas. Los bienes comunes existen y se instituyen a partir de la existencia de relaciones de cooperación, responsabilidad y cuidado colectivo; el despojo interviene en la enajenación de tales bienes comunes justo porque implica, fundamentalmente, la ruptura de dichas relaciones.
En tercer lugar, el despojo, entendido como la interrupción de relaciones sociales significativas para la reproducción de la vida puede ser entonces una consecuencia de la desposesión de bienes, pero también puede ser un paso previo, por ejemplo, los procesos de “ingeniería del conflicto” en las comunidades afectadas por megaproyectos, dirigidos a la fragmentación del tejido social como herramienta para la imposición de la obra o proyecto, o el elevado nivel de violencia, incluso criminal, en determinadas regiones de México. La aceptación de un modelo de desarrollo basado en la industrialización, incluso de la agricultura, la generalización de la tecnología y la homogeneización cultural ha producido en las regiones indígenas la marginalización de la población y sus formas tradicionales de vida.
Finalmente, la consideración de la dimensión cultural del despojo o erosión cultural, permite identificar procesos previos al despojo material, así como problematizar las prácticas depredadoras o no sustentables hacia el entorno biocultural de los mismos sujetos que padecen despojos más evidentes.
Como conclusión, la experiencia en la Montaña de Guerrero muestra el éxito en la defensa del territorio en contra del despojo minero y la fuerza de sus bienes comunes territoriales justo por la vitalidad de estructuras organizativas fuertes que permanecen y se recrean desde el ámbito comunitario (sistema de cargos) hasta el contexto regional (Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias, Consejo de Autoridades Agrarias en Defensa del Territorio), lo cual responde a una particular conformación histórica de los procesos de organización social que tienen al ámbito regional como espacio de referencia para la articulación. De lo expuesto resulta que, para el estudio antropológico de los conceptos de despojo, es necesaria su historicización y localización, pero a la vez es oportuna su ubicación en términos estructurales y de relaciones de poder que rebasan el territorio mismo.