INTRODUCCIÓN
Desde las ciencias sociales aplicadas a la salud, uno de los temas que ha producido diferentes perspectivas y acciones investigativas ha sido el estudio de la relación médico-paciente; particularmente el principal interés ha estado en dilucidar cómo la información que se vierte en dicha relación es explicada y comprendida por los involucrados. Dicho interés ha sido abordado desde la sociología y la antropología médicas produciendo acercamientos propios y conceptos que han esclarecido dicha relación, la cual ha sido analizada, unas veces poniendo énfasis en el discurso médico, otras en el relato del paciente, sin mantener una visión integral del fenómeno, pero en casi todos los casos hay acuerdo en reconocer que es una relación asimétrica.
La sociología médica, por su parte, contribuye a la discusión rubricando la pauta de su estudio en ámbitos clínicos urbanos y desarrollados, poniendo mayor énfasis en la manera en cómo el médico actúa analizándolo, a través del discurso o la narrativa, y cuestionando más adelante la importancia de la voz del mundo de la vida, es decir del paciente.
La antropología médica, por otro lado, rescata como principal propuesta el reconocimiento de una relación marcada por jerarquías de clase, género, etnia, saber y poder [DelVecchio et al. 2000; Singer 1989; Taussig 1980; Waitzki 1989; Young 1980] expuestas desde el punto de vista del actor que también se abordó primero desde el discurso y después con cierta profundidad desde la narrativa.
Para configurar la argumentación, orientada desde una perspectiva sociocultural, el artículo expone dos partes. La primera hace referencia a una revisión de la sociología y antropología médicas, ya que son las disciplinas que han apuntado nuevos derroteros en el uso de la narrativa en contextos clínicos. Dado que el interés es mantener una constante reflexión entre teoría y dato, se desarrolla para los siguientes apartados un marco referencial socioantropológico que, apuntando los principales elementos críticos sobre el abordaje de la relación médico-paciente, contribuyeron a crear el propio horizonte conceptual a partir del cual enfoco el acto clínico donde emergen tanto la narrativa del signo, como la narrativa del síntoma. Orientación que he elegido por razones metodológicas que permiten tener presente la diferencia entre dos tipos de conocimiento.
Estoy consciente que esta visión dual ha sido criticada por una suerte de esquematismo que en la realidad no se da, por ello es importante no olvidar que en dicha relación se da un proceso de transacción de conocimiento e información entre diferentes actores sociales. En la segunda parte recurro a la etnografía realizada en el CIFANEP, conducida básicamente por la observación, escucha atenta y registro de dicho acto clínico para mostrar, con cierta densidad descriptiva, a la narrativa como una forma de pensamiento, sensibilidad, discurso y praxis cultural.
LA RELACIÓN MÉDICO-PACIENTE DESDE LA MIRADA SOCIOMÉDICA
La relación médico-paciente ha sido y sigue siendo uno de los ámbitos más estudiados de la profesión de la salud y analizado por las ciencias sociales. Su interés parece responder en sus inicios a la inquietud por saber cómo surge un proceso de entendimiento entre el médico y el paciente; en ello sin duda se forjaba también el interés por explicar el éxito o el fracaso de la atención que se da en la consulta médica y es claro que desde el mundo médico dicha consulta es comprendida como el momento cuando, desde el saber profesional, se dilucida la enfermedad a través del diagnóstico, haciendo un escrutinio sobre un cuerpo-objeto, el del paciente, considerado por mucho tiempo pasivo, carente de conocimiento, indocto.
Se reconoce con Parsons y su teoría sobre el rol del enfermo “sick role” [1951] las primeras reflexiones que patentaban la importancia del padecer como la clave para la interacción médico-paciente, además de subrayar la notoriedad de lo social y de sus normas en la condición de “estar enfermo”. Varios estudiosos desde la sociología médica encargada del análisis de las organizaciones e instituciones médicas así como de la interacción social generada entre profesionales y pacientes iniciaron el esclarecimiento de dicha interacción, ya bien poniendo atención en los médicos, en su papel de compiladores de información sobre la enfermedad o tratando de dilucidar los puntos de ruptura entre médico y paciente que develan una problemática en la comprensión de la información médica por parte del paciente. Para ello se aplicó una perspectiva socio-psicológica, centrada en el paciente y basada en el modelo médico [Mechanic 1976]; otros autores como Freidson [1970] destaca por el acucioso trabajo de análisis de la profesión médica, que visibiliza los comportamientos de médicos y pacientes posicionados en una particular clase socioeconómica y muestra sus poderosos vínculos, pero también el conflicto entre ellos.
Desde la sociología, los estudios de la comunicación clínica se centraron básicamente en el análisis del modelo médico y, si bien, dicho análisis subrayó la acción, interacción y producción contextual de la comunicación a partir de visibilizarla como discurso, no ha sido hasta que se problematizó el papel activo del paciente, que se dio un giro importante en sus análisis. Una abultada literatura, dirigida a describir cómo determinadas estructuras del discurso facilitan o impiden la expresión de las historias de los pacientes, se produjo desde la década de los años ochenta del siglo pasado, que pronto reveló que al examinar los detalles de la narración se evidenciaron aspectos del ejercicio de la autoridad y sus implicaciones clínicas.
Así, desde una posición muy clara y genuino interés por atender la historia que narran los pacientes con el fin de reformular la tarea clínica, Clark y Mishler [1992: 368] concluyen:
Tomar en cuenta la autoría del paciente, de su historia (de él o ella) pone de relieve las vicisitudes de la autoridad en los encuentros clínicos y la transformación social de la enfermedad en relaciones clínicas. La experiencia del paciente se reconoce o se reduce a medida que se representan los posicionamientos sociales. Asistir a la historia del paciente aclara, cómo la “tarea tecnológica” de la medicina se enmarca irremediablemente dentro de las relaciones sociales. El hecho clínico de la condición médica del paciente refleja el ejercicio de la autoridad —es decir, la autoría— en el encuentro.
Para la comprensión de la interacción médico-paciente, uno de los tempranos trabajos de Mishler [1984] brinda aún hoy mucha luz para pensar en la lucha por el control del discurso como un conflicto entre la “voz de la medicina” que representa su saber técnico y científico, además de la “voz del mundo de la vida” que habla de la experiencia personal y contextual del paciente. Un debate intenso generado hacia ese supuesto puso de manifiesto que el mundo de los médicos está lleno de voces diferentes, incluso contrastantes, cada una de las cuales está asociada con una actitud diferente hacia el conocimiento y la experiencia. Así, Atkinson advierte que el mundo clínico consiste en una compleja “microsociología del conocimiento médico”, así como “micropolítica del trabajo médico” desde múltiples voces [Atkinson 1995: 131].
En esa microsociología, un elemento de discusión se dio al advertir que al poner atención en la voz del paciente se puede correr el riesgo de reificar el yo interior del narrador pensándolo como un agente individual idealizado [Atkinson et al. 1997]. Este señalamiento abrió un debate intenso con Frank [2000] quien, en su interés por escribir sobre narradores y escuchas, centra su atención en explicar cómo los especialistas en la narración sostienen un yo relacional que está amenazado por alguna crisis pensada, como la enfermedad. Frank en controversia con Atkinson pone en el terreno de la discusión al narrador como paciente y como enfermo, lo cual implica que esta voz no sólo refiere al acto clínico en sí, sino a la experiencia de vida del narrador en ese doble rol y en un contexto más amplio.
El resultado de esta polémica va vislumbrando que la clínica está densamente narrada, que es necesario pensar en un abordaje donde todas las voces se escuchen. Por ello, la crítica de Atkinson sobre la narrativa como “callejón sin salida” [1997] pugna por una ejecución metodológicamente simétrica en la descripción de la narrativa clínica, es decir que dé cuenta de las narrativas tanto de médicos como pacientes. Pero Frank insiste en una cuestión más ética que metodológica al destacar la importancia de la narrativa por su capacidad terapéutica y emancipadora, así que subraya el punto de vista del narrador como “un acto político y ético de auto-reflexión” [2000: 356] para enfatizar que es desde ahí donde se asigna significado al sufrimiento. El punto de vista del narrador es para el autor tanto individual como colectivo en tanto forma parte de una comunidad, por lo que, ante las críticas de Atkinson sobre el riesgo de reificar al yo narrador, Frank argumenta que la narrativa es un acto dialogal y lo que el narrador va a expresar no es un “yo interior, sino dialogal” como lo apunta en “el narrador herido” [Frank 1995].
Otro aspecto notable de los encuentros médicos es el reconocimiento de los elementos contextuales de la enfermedad. En este sentido Waitzkin [1989], al examinar el discurso médico en interacción, expone de manera acertada que éste reproduce ideológicamente el orden social actual, que tiene repercusión en el control social y dicho discurso ignora las fuentes contextuales del sufrimiento. Estos elementos son de una notoriedad que permite apuntar con firmeza que la enfermedad no es solamente biológica, sino que también tiene componentes socioculturales e ideológicos que son expresados por cada actor en esa interacción.
De manera sintética destaco que desde la mirada sociomédica la relación médico-paciente tiene una estructura narrativa que emerge con la interacción y la acción social; que el conocimiento sobre ello se amplió considerablemente al explorar las diferentes voces en tensión (diferentes profesionales, pacientes, familiares); que el significado de la enfermedad y de la interacción social se produce desde el punto de vista del narrador. Además de ello se destaca que para una comprensión integral de la estructura narrativa del encuentro clínico se precisaba aceptar que la enfermedad no sólo es biológica sino también social, ya que las relaciones sociales y el contexto se reflejan en ella.
LA RELACIÓN MÉDICO-PACIENTE COMO REALIDAD SOCIOCULTURAL
A diferencia de la sociología médica, la antropología médica entra al mundo de la clínica de manera más tardía y lo hace una vez que se genera una crítica epistémica importante para configurar, como parte de su objeto de estudio intrínseco, no sólo las creencias y prácticas que, sobre la enfermedad, el cuerpo y sus formas de atención producen los grupos nativos o sociedades no occidentales sino también la manera en cómo la biomedicina se concibe como un sistema de creencias (Hahn et al. 1983].1 Esta crítica epistémica expuso la importancia de examinar analíticamente las condiciones sociales, culturales e ideológicas en las que se produce el conocimiento —particularmente de la enfermedad— en toda sociedad y en cualquier cultura [Lindenbaum et al. 1993]. De manera que la inmersión de la antropología médica al mundo de la clínica tiene como punto de partida ese giro epistémico que trae a la cultura e ideología a su consideración analítica como elementos fundamentales para la comprensión de lo que sucede en el cuerpo, la comprensión de la enfermedad y sus formas de atención y cómo ello se expresa en la relación médico-paciente, ya que en dicha relación no sólo advierte dos voces distintas, la “voz de la medicina” y “voz del mundo de la vida”, como lo mencionó Mishler [1984] sino un asunto que requería problematizarse a través de su propia tradición analítica, donde esa voz del mundo de la vida está representada por un “otro” radicalmente distinto. Tales voces han sido analizadas como producción de conocimiento elaborado desde dos órdenes de sentido: el saber profesional, o sea el de la biomedicina,2 y el saber de sentido común, alusivo al de los pacientes. Esto derivó en una de las primeras distinciones conceptuales que apuntan posiciones teóricas notables de la antropología médica, concernientes a la enfermedad concebida como constructo socio-cultural que se sustenta, para su análisis, desde los conceptos illness, disease y sickness.
Como muchos autores lo han teorizado y ejemplificado etnográficamente [Fabrega et al. 1973; Eisenberg 1977; Kleinman 1980; Helman 1981; Young 1982; Kleinman et al. 1985], el modelo illness/disease se configuró para visibilizar esos dos tipos de conocimiento para subrayar que la noción de illness (padecimiento) alude a todo aquello que habla de la experiencia del padecer, a partir de los síntomas del paciente, configurado en lo personal, social y cultural en su vida. Mientras que disease refiere al constructo médico perfilado principalmente como una anormalidad por medio de los signos o datos físicos clínicamente observables y comprobables, dándole un carácter de universal.
Debido a la centralidad que tomó el modelo illness/disease, sobre todo la propuesta del “modelo explicativo del padecimiento” que pone el acento en la voz del paciente, Young [1982], en un análisis crítico, destaca que dicha aproximación al centrarse en la perspectiva del individuo le resta importancia al orden social que moldea y distribuye la enfermedad. Con esto, el autor llamó la atención sobre el concepto de sickness que explicaría todo conocimiento sobre la enfermedad, siempre relacionado con el contexto social y político que la produce.
Sin duda una triada categorial de difícil traducción al habla hispana, pero de considerable distinción teórica y empírica por lo que cada uno alude y su utilidad es básica para la comprensión cuando se genera el intercambio comunicativo en la relación médico-paciente.
En el mundo de habla hispana hemos resuelto ese dilema al incorporar el concepto proceso salud/enfermedad/atención como campo de significación y acción [Menéndez 1990]3 y como articulador de saberes, prácticas y actores sociales que interactúan comunicando e intercambiando significados.
Sin embargo, también en la literatura hispanoparlante el modelo tuvo trascendencia tomando en cuenta otros elementos importantes, por ejemplo, el hecho de reconocer que los conocimientos y prácticas generados en el encuentro médico fluyen y se intercambian, es decir, el modelo no es estático porque la realidad clínica es claramente un intercambio comunicativo que revela una transacción de saberes significados, tecnologías y poder.
Para analizar las relación médico-paciente, los antropólogos pusieron los reflectores particularmente en ese “otro” como paciente que construye el conocimiento sobre la enfermedad o su padecer, desde su mundo moral local4 y de su cultura [Kleinman et al. 1991], al dar cuenta de ello se describe cómo ese conocimiento ha sido subestimado, desdibujado y reducido al silencio por el poder saber de la biomedicina que se muestra al abordar la enfermedad desde un marco positivista, individualista y universalista.
En el terreno propiamente de la salud mental, algunos antropólogos, formados también como médicos o psiquiatras, argumentaron teóricamente que la investigación psiquiátrica actual es reduccionista, individualista y universalista, ya que “trata los síntomas de los pacientes como rasgos descontextualizados, y reifica una forma cultural y psicológica occidental, otorgando a la enfermedad un estatus universal” [Kleinman et al. 1985: 492]. La gran mayoría de la investigación antropológica que da cuenta de ello ha puntualizado además que en ese encuentro se generan transacciones marcadas por confusiones culturales y malentendidos, por lo tanto, se desarrolló la psiquiatría transcultural generando una abundante literatura que ha permitido ver cómo otras culturas se representan, nominan, experimentan y narran sus padecimientos ante los biomédicos, revelando lo que Kleinman [1988] llamó un “abismo semántico” al registrar falta de entendimiento y discordancias que se subrayan en el orden de la nominación y el lenguaje, que, diversos antropólogos desde sus amplias etnografías han podido documentar. Además, el encuentro médicopaciente se reafirmó como un sitio de control, un escenario de “lucha y combate en el corazón mismo del territorio controlado por médicos” [Singer 1989: 1198].
Lo más sobresaliente de la perspectiva antropológica puesta en dilucidar el encuentro médico está en el reconocimiento de que la enfermedad, su producción narrativa y significativa debe ser descrita tomando en cuenta diferencias por clase, etnia y género, de actores sociales situados y claramente contextualizados para una mejor compresión de la relación entre los saberes locales y los dictados desde la globalización [DelVecchio et al. 2000; Singer 1989; Waitzki 1989; Taussig 1980; Young 1980]. Tal interés ha estado puesto en ver cómo los conjuntos sociales responden relacionando significado y experiencia con sus procesos cultuales, develando de manera notable las emociones como dimensión significativa de la enfermedad [Kleinman et al. 1985]. Desde este punto de vista se comprende que su agenda esté dirigida primeramente hacia la comprensión de la enfermedad como producción social y construcción cultural [Kleinman et al. 2006], cuestión que podemos ver ejemplificada en Kleinman y Good [1985] quienes, al estudiar la depresión desde una mirada transcultural, sostienen que la producción social de la depresión nos dice algo sobre las características universales y particulares de la estructura social, mientras que su construcción cultural nos habla de los sistemas y normas de significado.
La relación médico-paciente estudiada desde la antropología ha sido reconocida como forma de comunicación con intercambios fragmentarios y malentendidos que pugnan por el enmudecimiento de un saber sobre el otro. Numerosas investigaciones mostraron que era necesario documentar la manera en cómo se generaban esos intercambios, las acciones y respuestas de cada actor social en la interacción clínica. En esa tesitura Kleinman y colaboradores [2006: 144] proponen abordar la construcción cultural de la realidad clínica, es decir, ese proceso configurado a través de actividades diagnósticas y categorías generadas por los profesionales de la salud que producen y reproducen el saber y práctica médica y que “como proveedores de atención médica, negocian con los pacientes ‘realidades’ médicas que se convierten en objeto de atención médica y terapéutica”, todo mediado por producciones narrativas que se construyen socioculturalmente.
Considero que esta propuesta permite ver la producción de sentido que ocurre en la interacción médico-paciente, lo cual garantiza un acercamiento más integral del proceso al abordar la construcción cultural de la realidad clínica para observar in situ la interacción, la producción de narrativas, así como la transacción de explicaciones y significados que se generan entre diversos actores sociales concebidos como narradores, porque son participes de una historia que contar: la persona enferma, los familiares que participan en su atención, los profesionales médicos y los investigadores como coproductores de sentido. En este tejido complejo de sentidos generados en el contexto clínico, la enfermedad se visibiliza como el andamio que ensambla el cuerpo, el yo, las relaciones sociales, el contexto y sus diversos significados y metaforizaciones.
EL ACTO CLÍNICO COMO ESPACIO DE PRODUCCIÓN DE SENTIDO
Para garantizar un acercamiento integral a la realidad clínica observada in situ propongo abordar la relación médico paciente como ese espacio de producción de sentido en el cual varios actores generan intercambios comunicativos que precisamos analizar ya que, como lo apuntó tempranamente Singer [1987] desde la antropología médica crítica, la arena médica (o cualquier otro campo social) no está conformada únicamente por actores dominantes y objetos dominados. Los procesos analíticos desde las ciencias sociales han venido develando formas más idóneas para hacer comprensibles dicha arena como un espacio de intercambio complejo para evitar sesgos metodológicos.
En este sentido, para acercarme a la realidad clínica, en donde hay actores sociales en interacción que intercambian diversos tipos de comunicación, incorporo, de la sociología, el paradigma de la acción social y concretamente lo que Goffman [1983] llama el orden de la interacción que remite al dominio del microanálisis, para visibilizar, a través de la interacción social y su narrativa, esa producción de sentido claramente situada en contextos específicos. De la antropología retomo la importancia del actor social ya que, aunque este paradigma surge en principio para destacar la voz silenciada política y culturalmente, en este caso de los enfermos es importante subrayar que el punto de vista del actor es una perspectiva teórico-metodológica que habla de la producción de sentido que atañe al sujeto social con sus múltiples pertenencias. Además, dicho actor social es reconocido en este trabajo principalmente en su calidad de narrador; la importancia está en que los significados producidos en la interacción social se emiten desde el punto de vista que refleja su situación en términos políticos, morales y éticos, de autorreflexión y control.
Así que subrayo que el acto clínico es un hecho social, colectivo, dialógico y narrativo, definido relacionalmente entre contextos de acción e interacción y actores sociales. Y puede ser mejor comprendido si se asume como un juego de relaciones entre actores sociales diversos que interactúan comunicando y generando procesos de transacción de conocimiento a través de tensiones, silencios, respuestas corporales, incomprensiones, pero también de acuerdos y negociaciones que son imprescindibles para la comprensión y atención a la enfermedad. Como consecuencia, el acto clínico es eminentemente narrativo e interactivo y para fines de análisis concebimos a los actores sociales involucrados (médico, paciente, familiar) como narradores que configuran la enfermedad desde su punto de vista; esto quiere decir que, teórica y empíricamente la enfermedad es un constructo sociocultural cuya comprensión merece un acercamiento puntual desde las elaboraciones propias de cada actor generadas de manera narrativa. Dicha cuestión es notable porque el acto de narrar requiere de un posicionamiento que expone a los actores sociales desde la experiencia propia y de la pertenencia a un grupo o a una comunidad produciendo significados que se comparten social y culturalmente.
Me interesa destacar que, en esa interacción, los intercambios verbales y no verbales de los actores se generan produciendo una narrativa compleja, con tramas particulares que los develan como narradores de una situación en tensión.
LA NARRATIVA CLÍNICA
Bajo el concepto de narrativa clínica diversos antropólogos han enfocado particularmente la relación médico paciente de diferentes sistemas de la salud (de economías boyantes y pobres) donde un amplio número de elementos, culturales, económicos, políticos y de alta tecnología médica influye en la producción de sentido, cuyo propósito es la comunicación de médicos a pacientes y viceversa, con el fin de esclarecer los procesos diagnósticos, pronósticos y terapéuticos [DelVecchio et al. 2000]. Desde este punto de vista afirmo que el acto clínico no puede ser visto solamente como la tensión de dos actores sociales, sino como un poco más allá, incorporando el contexto local y global que generará desde luego flujos de sentido en un orden particular.
Como se argumento en otro momento [Hamui y Ramírez en prensa], mi interés está en perfilar la trascendencia de las narrativas, ya que a través de éstas se estructuran y operan la experiencia, los significados, las metáforas que diferentes actores sociales coproducen en la interacción por medio de marcos de referencia y franjas de actividad específicos. Sostengo que en los espacios clínicos se coproducen narrativas en las cuales se entrecruzan lo personal, social, cultural, ideológico, tamizado sin duda por estereotipos de clase, etnia y género, todo ello mediado por un cuerpo sentipensante.5
La importancia de la narrativa está en que no sólo es un modo de discurso, sino que, siguiendo a Bruner [1986], destacaré qué es una forma fundamental de creación de sentido. Bruner apuntó que la narrativa es un modo de pensar y al dialogar con la antropología argumentó que es un modo de pensar cultural [Bruner 1990]. Con base en su pensamiento, enuncio que el actor social utiliza la voz y el cuerpo en el que siente, dice, hace y piensa para expresar un proceso de comprensión de sus circunstancias. En este sentido propongo que la narrativa debiera ser abordada como una forma de pensamiento, sensibilidad, discurso y praxis cultural que permite visibilizar las situaciones y tramas de interacción configuradas por el flujo de sentido y acción, generadas entre diversos actores sociales para dilucidar la enfermedad en un contexto particular.
Por lo tanto, defino a las narrativas clínicas como historias relacionales que, en torno a la enfermedad en su doble dimensión, describen diversos actores en acción, en un contexto y tiempo específicos: evocan, traducen, presentan y representan metafóricamente lo que los narradores, desde un circuito hermenéutico6 piensan, sienten, dicen y hacen alrededor de sus condiciones corporales y circunstancias. Poner atención al circuito hermenéutico nos da la pauta para la comprensión del punto de vista del narrador y de las particulares tramas narrativas concebidas como la estructura que gobierna una secuencia temporal de acontecimientos y acciones perfectamente situadas y contextualizadas que dan sentido a la interacción social.
Destaco que enfocar la narrativa desde esta perspectiva posibilita dar cuenta del sí mismo y del otro en una coproducción de sentido, con lo cual se evidencia la importancia de la intersubjetividad y, como ha subrayado Mattingly [1998], de las acciones y experiencias.
Considero que todo este trabajo debe ser pautado debidamente por medio de una etnografía clínica que posibilita la comprensión relacional de los narradores, de la subjetividad, su acción performativa, gestualidad, expresión emotiva, forma de interactuar con los otros involucrados en el acto clínico, sus situaciones de acción y el contexto en una temporalidad particular [Ramírez 2016a]. Así que la etnografía en la clínica no se reduce a observar actores y actos individualizados, sino que capta, a través de la observación y la escucha, la interacción de los actores, en su contexto y en una temporalidad particular.
Quisiera puntualizar como lo ha hecho Kirmayer [2006: 132] al reflexionar sobre el futuro de la psiquiatría transcultural y la centralidad de la narrativa, la cual debe ser comprendida de manera situada, y acordar con él cuando afirma que:
El significado de las narrativas reside en su uso, y caracterizar ese uso depende de la comprensión del contexto social más amplio. La situación de la narración, el punto de vista del hablante, el contexto de interacción, el posicionamiento y la intención pragmática son esenciales para la construcción del significado y su impacto en el comportamiento y la experiencia.
RUTA METODOLÓGICA
Dándole continuidad a la tesitura anterior, es claro que la ruta metodológica idónea tiene una orientación desde el enfoque relacional, como tal, aplica una etnografía relacional y reflexiva que enfocó la narrativa como metodología idónea para visibilizar los intercambios. Esta etnografía relacional puso el foco en las relaciones entre actores, contextos, procesos, situaciones, con fin de explicar la interacción que por las diferentes posiciones de los actores sociales se pueden apreciar en negociaciones, acuerdos o conflictos. Dicha perspectiva relacional, reflexiva y dialógica se orientó bajo la idea de que toda acción de investigación está regida con una constante reflexión desde la elaboración teórica hasta el registro etnográfico, sobre todo in situ, donde apliqué como herramientas básicas la observación y escucha atenta para presenciar y registrar en diarios de campo la interacción y los procesos que involucran configuraciones de relaciones entre actores, contextos, espacios y diversos factores que, como variables, intervienen en la producción narrativa.
Desde esta perspectiva busqué describir y analizar la manera en cómo se realiza la interacción social en la clínica y las pautas narrativas que permiten la aceptación, provocan tensión o negociaciones entre dos mundos de conocimiento representados por el saber de la salud con el rol del médico y por el saber de sentido común y desde la experiencia, representados por el paciente y su familiar o acompañante. Así que me situé en la consulta médica enfocando el acto clínico desde la interacción social y la producción narrativa de tres personajes centrales: el médico, el paciente y su familiar o acompañante. El registro de la situación se generó a partir de diarios de campo y se reconstruyó después tratando de armar la intertextualidad para identificar la manera en cómo la historia contada por el paciente y su acompañante era registrada por el médico y codificaba en sus términos, quien generaba intercambios de información que los pacientes y sus familiares esperaban escuchar.
A partir del análisis y codificación de toda la información obtenida en campo, se develaron las tramas narrativas que le dieron sentido al acto cínico, el cual me permitió la presentación sintetizada de la información etnográfica utilizando la narrativa que muestra no sólo los turnos de habla, sino la interacción, sus significados y la función que cumple en el acto clínico.
ETNOGRAFÍA DEL ACTO CLÍNICO EN EL CIFANEP
Debo señalar que, aunque el presente trabajo es resultado de mi acción como etnógrafa en el contexto clínico del CIFANEP, dicha acción y reflexión teórica deriva de una investigación colectiva generada hacia el mundo de la neurología y la psiquiatría.7
El CIFANEP es una institución de alta especialidad cuyas actividades centrales son la investigación, enseñanza, diagnóstico y tratamiento de las enfermedades cerebrales, desde sus bases moleculares hasta sus componentes sociales. Con estas características es único en el ámbito nacional y su afluencia es abundante pues asiste gente diversa de todo el país. El equipo médico está integrado por especialistas y subespecialistas de las ciencias neurológicas y psiquiátricas a quienes se denomina “adscritos”, enfermeras postgraduadas, profesionales de actividad asistencial como fisioterapeutas, trabajadores sociales, nutriólogos, etcétera. Los residentes en formación realizan su entrenamiento en alguna de las tres especialidades, seis subespecialidades o en más de 20 cursos de alta especialidad, que a su vez se distinguen según el año académico que cursan: R1, R2, R3, R4, R5 o Residentes de Alta Especialidad (RAE).
Para nadie es nuevo saber que los residentes desafían de manera cotidiana una exigencia extrema dirigida para obtener conocimientos teóricos y empíricos. Ellos se forman cotidianamente encarando la duda diagnóstica junto con el sufrimiento y la necesidad de numerosos pacientes que ven a diario, mezclando acaso también su propio pesar por las cargas extenuantes de trabajo y por ese sufrimiento que, en la mayoría de los casos, no les es ajeno. Este trabajo cotidiano se ve reflejado en varios espacios en los que rotan: consulta externa, urgencias y hospitalización. Cada espacio tiene sus particularidades, pero los dos primeros quizá sean los más exigentes por lidiar con la necesidad y angustia de los enfermos que se acercan a la institución para ser aceptados. Hay en ese acto una primera exigencia que ellos deben cumplir pues se les ha dicho que no pueden aceptar a todos los aspirantes. Se les enseña que esa acción debe ser tomada al ver que el problema de enfermedad no es de alta especialización y a tomar en cuenta que, sólo aquellos cuadros que parecen conformar enfermedades extrañas podrían ser de su interés en términos analíticos.
Nuestro equipo de investigadores inició, en grupos de dos, un trabajo de campo intenso, bajo una estricta observación interactiva negociada como lo ha apuntado Wind [2008]. Es decir, pudimos acceder a varios espacios de la institución como observadores que, poco a poco, en la cotidiana presencia fuimos interactuando con médicos, pacientes y familiares. Sólo nos distinguíamos por nuestro diario de campo en mano y por la constante actitud de escribas.
Elegí trabajar en la consulta externa y dicha elección, es claro, no fue ingenua, ya que en el centro de mi inquietud estaba y sigue estando tratar de comprender cómo médicos, pacientes y familiares encaran la incertidumbre de aquello que aún no tiene nombre pero que trastoca la vida de quienes experimentan en cuerpo propio la enfermedad, incluso de sus familias y por ello se aproximan a la institución e inquieren a los médicos con ansiedad para alcanzar alguna certeza. No importa cuán difícil y dolorosa sea tal certeza, quienes llegan al CIFANEP, cuyo prestigio es amplio por considerarse un lugar de alta especialización, se han acercado después de un largo trayecto en busca de atención para esclarecer aquello que al parecer han aprendido a reconocer que está en su mente o en su cerebro y que no les permite mantener el comportamiento normal que exige la sociedad.
Para lograr entrar a la institución se pasa por varios filtros. El primero está en la entrada, donde algunas encargadas sólo checan que los interesados cumplan con los requisitos: que el solicitante sea mayor de edad, venga acompañado por un familiar y traiga una receta de algún médico que indique la posible afección por la que debería ser admitido en el CIFANEP. Si se cumple con todo, pasa a la consulta externa en donde será atendido por los médicos residentes de menor rango, encargados al momento, siempre supervisados y acompañados para discutir el posible diagnóstico por un residente de mayor rango.
Durante varios meses continuos del 2019 observé y registré más de 40 consultas atendidas por diversos especialistas ya sea neurólogos, neuropsiquiatras o psiquiatras.
De manera cotidiana y al azar los residentes atienden dos tipos de consulta: la preconsulta que representaría el primer filtro definido por los especialistas y la consulta para abrir expediente e iniciar la historia clínica. En cada consulta se crea un escenario distinto donde la producción de las narrativas también lo es, las tramas narrativas son únicas, según el tipo de consulta, el motivo de la atención, el momento cuando se encuentra la persona con su problema de salud, según el especialista y área de conocimiento, su género, edad, trayectoria académica. También depende de la presencia de los alumnos en formación, así como el acompañamiento e intervención familiar. El contexto de la consulta externa en el CIFANEP muestra situaciones específicas, por lo que a partir de esas interacciones sociales es donde se gesta la producción narrativa.
Ambas consultas siguen agendas casi idénticas. Los residentes observan quién remite al solicitante y bajo qué sospecha e inician un breve interrogatorio sobre sus signos y síntomas. Evalúan su condición por medio del funcionamiento de su sistema nervioso, capacidad sensorial y su respuesta. Para ello el médico se asiste de linternas, martillos, diapasones, agujas, hojas o simplemente utilizando su dedo o una pluma. También, si lo consideran oportuno, evalúan la capacidad cognitiva y de memoria del paciente con pequeñas pruebas diagnósticas.
En otro texto [Ramírez s/fa], propuse que la consulta médica concebida como ritual clínico es también un espacio fronterizo, en el que se advierte un ir y venir del cuerpo a la mente y de la racionalidad al drama existencial. Es decir, observé de manera constante que los residentes, neurólogos y psiquiatras discutían la prominencia de lo orgánico, lo físico sobre lo subjetivo y lo referente al contexto sociocultural de los pacientes, con frecuencia desdibujado. Incluso pude constatar con cierta nitidez la tensión marcada por los neurólogos asumiendo que ellos tenían el saber con mayúsculas, minimizando de esta manera el saber de los psiquiatras. Esta tensión no es menor y requiere reflexionarse para comprender, como lo ha apuntado Kirmayer [2001], que las formas de interpretación y lectura de estos especialistas están fuertemente limitadas por el contexto institucional y la necesidad de actuar con base en su lectura de la situación. Además de que hay una forma de enseñar y practicar la psiquiatría que lamentablemente en nuestro país aún descansa en el paradigma biologicista, aunque ello no quiere decir que no podamos contar con algunos especialistas que, advirtiendo esas limitaciones, estén dispuestos al diálogo con las ciencias sociales y particularmente con la antropología médica.
Estas primeras observaciones me alentaron a poner atención en la manera en cómo se resolvían los escollos sobre este hecho que en buena medida implicaba imponer los registros objetivos o sea los signos por encima de aquellos de carácter subjetivo es decir los síntomas, en ocasiones desdibujándolos, omitiéndolos o simplemente no escuchándolos. Si bien lo que a continuación expongo es más o menos una constante observada durante todo el trabajo de campo, el siguiente registro deja evidencia de la disonancia y los desencuentros entre la narrativa del paciente,8 apoyada por su familiar, que destaca por ser la voz que se corta por la exigencia médica mostrando una interacción en tensión.
ACTO CLÍNICO ENTRE EL DOCTOR SÁNZ LUIS Y SU SOBRINA. MARZO DE 2019
El doctor Sánz es psiquiatra R3. Un joven de 31 años, estudioso, originario de Monterrey y de familia de médicos, para quien el arreglo personal, la buena presentación y la higiene es algo que valora de los otros y de su propia persona en la escena de la interacción. Así nos lo dejó ver en varias ocasiones tras una larga y profunda entrevista donde pudimos saber de su vida personal, académica y su desarrollo como profesionista en los marcos institucionales del CIFANEP.
Durante el trabajo de campo asistí a varias consultas dirigidas por él. En algunas ocasiones estuvo solo y en otras acompañado por las psiquiatras, doctora Carvallo R2 y la doctora Lisa R1, a quienes el doctor Sánz fue entrenando al atender algunos pacientes. En esas acciones mostraban una de las formas clínicas más relevantes que tiene el CIFANEP y que refiere a la formación de los residentes y el posible seguimiento de pacientes convertidos en casos para la investigación de alto nivel y el ejercicio de la medicina.
Luis es un paciente de mediana edad, delgado, quien al entrar al consultorio del doctor Sánz se quita su gorra de beisbolista. Atrás de él viene su familiar, una mujer joven como de 35 años que en un primer momento se podría pensar que era su pareja, pero después revela que el paciente es su tío y hace hincapié en que espera que se atienda bien el problema de su familiar.
El doctor Sánz se nota apresurado desde el inicio del interrogatorio clínico. Algo lo tiene inquieto porque se muestra parco y cortante. No les dice que se sienten, pero ellos lo hacen. Frente a su escritorio, el doctor Sánz, vuelve los ojos a la hoja donde se han registrado escasos datos del paciente “posible deterioro cognitivo, síntomas de epilepsia sin tratamiento anterior”. Y cuando apenas iba a iniciar con la clásica pregunta ¿por qué vino aquí? y casi sin terminarla, el paciente empieza a hablar, se nota su urgencia por contar lo que le pasa:
—Mi esposa me confesó infidelidad y de ahí me vine para abajo. Porque luego me pierdo, no sé, es como si se me fuera la onda. Y tuve una convulsión—.
En tanto el médico se gira para iniciar su escritura en la computadora, la voz del paciente sigue su urgente relato.
—Ayer fui a Yautepec y estaba un vecino y de pronto le digo ¿oye, a qué vine? Antier me perdí como una hora y media—.
Sin voltear a ver al paciente, el médico pregunta sus datos generales. Él responde:
—Mi nombre es Luis Gutiérrez, tengo 45 años—.
Con cierta ansiedad Luis se acerca más al escritorio recargando los codos y llevándose las manos a la cabeza para seguir contando lo que le pasa. Se nota su aflicción y al mismo tiempo las incógnitas que emergen de sus ojos tristes y abiertos aún más cuando enfatiza:
—Es que, no lo quiero creer, pues no sé por qué pasa esto—.
Él paciente no aclara si se refiere a la infidelidad o a sus extravíos y falta de memoria. El médico tampoco pregunta sobre ello, sigue la rutina de la historia clínica. Tras un silencio del paciente, su sobrina irrumpe enérgica para decir:
—Mi tío tiene reacciones que no son normales. Por ejemplo, la esposa le dice que sí se acuesta con otros hombres y él no reacciona como cualquier persona. No asimila las circunstancias. Es como si tuviera algún grado de incapacidad intelectual. Toma decisiones como de niño, pero no de adulto—.
La intervención decidida de la sobrina expone una aflicción que parece familiar y que va más allá de los propios síntomas que el paciente describe con inquietud, ya que incluso se percibe una necesidad de advertirle al médico que algo no es normal en su tío, subrayando su propia conjetura al mencionar “algún grado de incapacidad intelectual”. Pero el doctor Sánz continúa su historia clínica. —¿Alguna enfermedad de sus padres y familiares?, ¿viven aún? —. El paciente devuelve su cuerpo para recargarlo en la silla y como resignado ante el poco eco que encuentra en el médico, enlaza sus manos descansándolas en sus piernas y se muestra en otro tono más apacible pero seco, para mencionar:
—Mi papá falleció de cirrosis por alcohol, tengo 11 hermanos, uno tiene diabetes, otro cáncer. Uno se murió de un paro cardiaco. Tengo dos hijas y dos hijos. No fumo, no tomo, ni me drogo—.
Enseguida de eso vuelve la turbulencia de su voz y su cuerpo se acerca de nuevo al escritorio para decir
—Cuando era niño…—.
El doctor Sánz lo interrumpe con la siguiente pregunta de su historia clínica, —¿a qué se dedica?—. Pero esta vez Luis insistió con su ímpetu por contar y entender su malestar.
—De niño tuve convulsiones. Siento que de niño no me dieron la atención adecuada y estoy triste. Cuando me dio la convulsión mi mamá me cepilló la espalda y se me quitó. Ya de grande he tenido otras—.
Pero ahora —¿en qué está trabajando?—. Reclamó el doctor Sánz.
—Trabajo la pintura, herrería, colocación de cristales, plomería—, contestó el paciente.
—¿Ha estado expuesto a solventes?—, pregunta el médico.
Sí, responde Luis, —por 25 años, aunque no diario, a PVC, Thinner, otros solventes. A veces siento un sabor y un aroma delicioso—, lo dice entrecerrando los ojos y continúa —y parece como que me viajé. Y me digo, ¿dónde estoy?, ¿qué hice?, ¿quién me trajo? —. Después de esa evocación, Luis transita a otra idea. —A ver ¿por qué el ingeniero gana más que uno que hace más cosas? —.
Interviene la sobrina:
—Ve, doctor, esto es lo que le digo, es como un niño, piensa como un niño, algo no está bien—.
El Dr. Sánz se para y le pide al paciente que se suba a la mesa de auscultación. En ese momento, una pequeña mueca por parte del profesional y la cierta distancia que mantiene respecto de Luis revela el aspecto desaliñado y sucio de éste. El médico hace una revisión muy rápida y breve de su motricidad, para ello usa su pluma que desliza por el rostro y manos de Luis. Termina pronto su revisión, regresa y se dirige al lavabo en donde lava insistentemente sus manos y la pluma. Y sin más, les dice a los dos que se le va a abrir expediente para una siguiente consulta.
El paciente inquieto pregunta —¿qué tengo doctor, es una cosa que me puede espantar?, ¿es grave?—. Enfático el doctor Sánz los despide diciéndoles que aún no les puede dar un diagnóstico. Paciente y familiar salen con una gestualidad marcada de interrogantes, pero ya no dicen nada.
Algunos minutos de silencio quedan en el consultorio mientras el médico Sánz pone los últimos datos en su breve historia clínica. Sale de ahí moviendo la cabeza y se dirige con rapidez al lugar donde se reúnen todos los residentes para hacer la repartición de los pacientes que tendrán en la jornada de ese día. Al entrar menciona con voz alta y sin dar crédito:
—Nada más imagínense, el paciente que acabo de ver ¡está enviado por un psicólogo!—.
TRAMAS NARRATIVAS DEL ACTO CLÍNICO
Anteriormente afirmé que la narrativa como forma de pensamiento, sensibilidad, discurso y praxis cultural se expresa en la clínica como historias relacionales que, en torno a la enfermedad en su doble dimensión, describen en el acto clínico, diversos actores en acción, en tanto narradores. En ello es posible advertir diversas tramas narrativas que dan sentido a la interacción social.
El acto clínico descrito expone el intercambio comunicativo de manera contextual y en el marco institucional del CIFANEP cargado de valores y regulado por ciertas normas y códigos institucionales que estructuran la acción. Así podemos comprender el orden de la interacción [Goffman 1983] y cómo en ésta se confirman los silencios, las interrupciones y el “abismo semántico” del que se ha dado cuenta en numerosos referentes teóricos, por lo que, lo trascendental del acto clínico descrito está en configurarse claramente como evidencia susceptible de aquel presupuesto teórico.
Hay tres cuestiones relevantes que, como tramas narrativas, se pueden destacar de dicha evidencia. La primera es que, desde este imperativo de objetivación de la enfermedad, el actuar parco y puntual del médico desarma el relato plagado de inquietudes y sufrimiento del paciente y del familiar al seguir el mandato institucional para configurar la anamnesis o historia clínica a través de un formato estandarizado. En este sentido, el actuar del profesional muestra un ejercicio de control al pautar su escucha a través de dicho formato altamente codificado en la profesión psiquiátrica, en el cual el relato del paciente se reduce siguiendo un “patrón narrativo”, como lo anota Berkenkotter [2008]. Desde mi perspectiva este patrón es una narrativa comprimida, dados los estándares de la codificación y los propósitos de lograr una representación objetiva de la enfermedad.
La segunda refiere a la narrativa que me interesa destacar que, como lo he afirmado, no sólo es la oral generada en la conversación, o la escrita, esa narrativa comprimida que queda impresa en el expediente, sino aquella que se expresa en el pensar, sentir, decir y actuar por medio de la gestualidad de los narradores. En este sentido es importante destacar qué es lo que subyace a las narrativas de los actores involucrados.
En la narrativa de Luis, el paciente, hay urgencia por contar lo que le ocurre, pero sobre todo por saber “qué es lo que tiene”. Por medio de diversos relatos interrumpidos constantemente por el doctor Sánz, Luis hilvana emocionalmente su historia de aflicción en donde destaca su experiencia de convulsión, inconciencia y pérdida de memoria que expresa mostrando su contexto y circunstancias con angustia e incertidumbre. Su cuerpo habla en la insistencia por la cercanía hacia su escucha y por pautar los elementos que él considera claves para la interpretación del médico. En esta narrativa se advierte con nitidez cómo el síntoma se revela como traductor de la cultura ya que en su relato insistente y angustioso se exponen no sólo sus síntomas físicos y emocionales sino una propia interpretación que, aunque plena de incógnitas, habla de una historia de penurias, de un contexto, de relaciones complejas y de infidelidad por parte de su esposa que en conjunto expresan mundos culturales de aflicción, marcados por estereotipos y elementos culturales que, como han sugerido Kirmayer [2001], Martínez Hernáez [2018] y Good [1994] configuran un argumento complejo en donde se muestra el cuerpo ansioso y se hace de alguna manera la presentación de sí mismo explicando, para el caso de Luis, su pasado triste asociado a convulsiones y su ser trabajador expuesto a substancias nocivas, así como su desasosiego por no saber lo que le ocurre. Además, el relato tiene tintes de género con sus propios estereotipos que, como evidencia cultural, se ven reflejados en la intervención de Nancy, la sobrina, quien subraya como “comportamiento anormal” las respuestas de su tío ante dicha infidelidad.9
Respecto del doctor Sánz habrá que decir que como médico psiquiatra R4 impone su presencia y voz, que es la voz de la medicina [Mishler 1984]. Una voz que interrumpe o ignora los esfuerzos del paciente por explicar sus síntomas, con el fin de imponer su propia agenda [Clark et al. 1992], pero, además, una voz y una gestualidad por medio de la cual habla un médico con sus múltiples pertenecías, es decir, desde su punto de vista, desde su ser cultural, su ser de clase, a quien algo le molesta del paciente —intuyo que es su aspecto desaliñado y sucio—. En este sentido es imposible soslayar lo que expresa su narrativa corporal y su actitud; por ejemplo, observé desdén hacia el relato del paciente y rechazo hacia su persona en el momento de auscultación de su cuerpo, en donde alguna gestualidad habla de sus valores de pulcritud y de su ser de clase que, aunque apenas perceptibles, están ahí guiando su conducta y expresión en la que también es posible interpretar cierto cansancio.10 Lo cierto es que toda su actitud fue claramente dirigida a desestimar el relato de sufrimiento del paciente y familiar ante el imperativo de codificar los signos para decidir si el paciente se ingresa o se remite a otra institución, ya que se advierte que su escucha es selectiva, su oralidad no es fluida, aunque en algunos momentos su voz y actitud corporal fracturan el tiempo del paciente y su sufrimiento a través de pequeñas frases que enuncian y reflejan el silencio omiso que se instituye con el quehacer cotidiano de la biomedicina.
Por tanto, la narrativa de aflicción contada con urgencia por parte de Luis es enmarcada y filtrada por la perspectiva médica. Es reducida, comprimida, desarmada de la historia personal que da sustento a los síntomas, para subrayar lo eminentemente biomédico. Como lo ha propuesto Martínez-Hernáez y colaboradores [2013: 1221] al hablar de los principios que enmascaran el poder de la psiquiatría biomédica, el médico convierte la historia contada por el paciente en un inventario de hechos remodelados en términos de criterios de diagnóstico.
De esta manera y siguiendo los mandatos convencionales la narrativa entrecortada del paciente es aplastada, sintetizada y codificada por el doctor Sánz en una brevísima historia clínica en donde se lee:
—Paciente masculino de 45 años, con confusión, tristeza, inconciencia, pérdida de memoria. Episodios con convulsiones desde niño nunca tratados anteriormente y expuesto a solventes—.
La nota médica concluye con un diagnóstico presuntivo de epilepsia inespecífica.
En este sentido queda demostrado cómo la narrativa del paciente ha sido, desdibujada y reducida al silencio por el poder saber de la biomedicina que se muestra al abordar la enfermedad desde un marco positivista, individualista y universalista. La objetividad científica queda demostrada aquí.
La tercera cuestión refiere a que por medio del actuar y la narrativa del médico se expresa la voz jerarquizada del saber de la psiquiatría que parece molesta por la injerencia de la psicología. Esta afirmación del doctor Sánz habla de la subestimación que se hace de la psicología como un saber que no tiene nada qué decir ante la configuración del juicio diagnóstico de la neurología y psiquiatría, cuestión que refleja una tensión existente a partir de la constitución del saber y práctica del especialista (neurólogo, neurocirujano y psiquiatra) en lo que se advertirte una suerte de jerarquía institucionalizada que forma parte de la estructura de la biomedicina que fundamenta su saber en el conocimiento objetivo. Esto incide en un juego de relaciones de poder-saber definidas en las prácticas cotidianas en las que se advierte un debate constante entre lo objetivo y lo subjetivo, entre el cuerpo y la mente, entre la función orgánica del cerebro y el sistema nervioso que indaga de manera especial fundamentando el discurso racionalizado de la medicina y que va contra la presunta irracionalidad de la experiencia del padecer, incluso de las formas de indagación de la psiquiatría y la psicología.
Poniendo atención en las condiciones de la producción narrativa que se define en buena medida por la propia institución, es claro que, aunque el caso clínico no le resultó interesante al doctor Sánz, al paciente lo incorporó a la atención del centro, considerando como elemento notable para su aceptación que la afección no había tenido nunca una atención biomédica anterior.
Finalmente, es posible comprender que, así como la narrativa médica desdibuja, interrumpe y silencia la palabra del paciente, minimizando su conocimiento, es también capaz, de acuerdo con una jerarquía que se va institucionalizando en lo cotidiano, de subestimar otros conocimientos como el que representa la psicología frente a la psiquiatría y ésta frente a la neurología.
Para terminar quiero dejar patente el interés en tender puentes entre las ciencias sociales y las ciencias médicas, en aras de hacer comprensibles varios procesos en los que la atención médica no puede olvidar que debe ser siempre más humanizada. El mundo de la psiquiatría y la neurología en México se pueden beneficiar enormemente al hacer un giro narrativo emergente, en donde se dé lugar al relato profundo y complejo de la vida en sufrimiento para explicar con mayor precisión sus juicios diagnósticos y su propia historia como campos de saber.