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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.70 n.4 Ciudad de México Apr./Jun. 2021  Epub May 04, 2021

https://doi.org/10.24201/hm.v70i4.4243 

Dossier

Lo que dice la música: reflexiones en torno a la historia, la musicología y la historia cultural

Ricardo Miranda1 

1Conservatorio Nacional de Música/ Centro Nacional de Investigación, Documentación e Investigación Musical


Presentación

I

Lo que dice la historiografía lo sé bien y lo he dejado anotado anteriormente: la historia de la música en México fue, desde sus inicios, territorio de los doctores: Gabriel Saldívar, Miguel Galindo y Jesús C. Romero fueron algunos de los tempranos especialistas en el novel terreno de la historia musical de México.1 Todos, además, estudiaron medicina, un dato curioso cuya cita nos va a servir bien un día cualquiera de discusiones académicas o institucionales. Pero ironía aparte, cabe preguntar con mayor espacio: ¿por qué la historia de la música en México ha sido escrita por tantos interesados que no son músicos? La más evidente de las respuestas, desde luego, radica en la pobre formación humanista de los propios músicos. En la década de 1930, cuando Saldívar o Galindo publicaron sus primeras historias de la música mexicana, los antecedentes eran pocos y discretos: apenas los libros de Herrera y Ogazón, o los de Rubén M. Campos, que tampoco era un músico profesional, permitían presumir de algún pied-à-terre a partir del cual construir la historia musical del país. La noción de un músico que se ocupa académicamente de la historia, de lo que apenas en el transcurso del siglo XX se llamará musicólogo, era desconocida y sólo con la publicación del Panorama de la música en México de Otto Mayer-Serra en 1941, la historia de la música en México pudo esgrimir, por fin, páginas escritas por un profesional en la materia.2

Claro está que el anterior recuento no sólo es brevis ad absurdum, sino que omite una muy importante faceta: lo que los músicos mexicanos hicieron con generosidad fue correr la pluma en revistas y periódicos que dieron a conocer sus críticas musicales. Los más importantes músicos mexicanos del siglo XIX -Morales, Campa o Castro, inter alia- se dedicaron con especial interés a la crítica musical en el amplio y poderoso sentido que ésta tuvo en aquella centuria. Es decir, no sólo reseñaron conciertos para dar cuenta de los aciertos o desatinos de distintos intérpretes, que es la más banal y simple de las acepciones de crítica musical, sino que a la usanza de los grandes críticos europeos -de la Davidsbündler comandada por Schumann- se dieron a la tarea de criticar la música de su tiempo y entorno. Pudiera dibujarse así otra explicación: mientras los músicos han estado históricamente inclinados hacia la crítica -y con ellos grandes literatos como Gutiérrez Nájera o Urbina, que también fueron críticos musicales- los historiadores (y los doctores metidos a historiadores) han querido narrar la historia musical. Se trata de dos tareas que a muchos nos gustaría ver reunidas, pero lo cierto es que se trata más de un ideal historiográfico que de una realidad manifiesta en libros y páginas. Esa división entre historia y crítica, por lo demás, no sólo separa musicólogos de historiadores, sino que atraviesa el campo mismo de la musicología. Bien por temor al conocimiento técnico, bien por convicción propia respecto a las bondades de la investigación documental, o quizá porque ni siquiera se lo han planteado, lo cierto es que los propios musicólogos que han escrito acerca de la música mexicana y su historia no suelen ocuparse del aspecto crítico. Esta observación, esta singular falta de crítica respecto a la música estudiada, delimita ciertos campos historiográficos y es, por esa misma razón, un guante lanzado cuyas implicaciones no podemos evadir.

II

Lo que dice la historiografía reciente no deja de ser alentador. Un creciente número de trabajos especializados se han ocupado de la historia de la música mexicana y buena parte de tales trabajos han sido realizados por historiadores o, si se prefiere, por historiadores de la cultura. Que las bondades de tales contribuciones están a la vista de todos es más que claro. En la medida en que las manifestaciones musicales sean estudiadas y escudriñadas, en la medida en que nuevas miradas se posen sobre lo acontecido en torno a la música mexicana, mayor será nuestro conocimiento y consiguiente profundización al respecto. Tengo la impresión de que la historia cultural ha encontrado en la música mexicana del siglo XIX un terreno particularmente fértil puesto que hemos visto aparecer distintos trabajos que se ocupan de fenómenos tales como la historia de la ópera o de las ediciones e imprentas musicales.3 En el libro Los papeles de Euterpe, un importante grupo de especialistas ha dejado en claro cómo puede estudiarse la historia de la música de salón mexicana bajo perspectivas renovadas, y no sorprende que las avenidas abiertas por un libro así no partan de las pautas mismas, sino de observar y reconstruir lo que pasó alrededor de la música. En tanto se trata de un muy importante esfuerzo colectivo, su mención aquí es tan ejemplar como relevante. Sin embargo, temas inesperados han surgido desde los campos más diversos, como son los estudios literarios o aproximaciones desde las artes plásticas. Por ejemplo, el rescate de una novela como El bar, de Rubén M. Campos, habrá entregado, para los estudiosos de la literatura modernista mexicana, un muy interesante título; en cambio, fue oro molido para los estudiosos de la música mexicana del porfiriato, ya que en sus páginas las voces y figuras de músicos muy importantes hablan y se revelan de manera insospechada.4 Puedo citar, también, el interesante texto que sobre la iconografía en torno a Carlos Chávez preparó Anna Indych-López y que es, por igual, un estudio que se ocupa de figuras tan conocidas como Rivera, Siqueiros o El chamaco Covarrubias y que nutre, desde una arista no contemplada antes, la renovada imagen que hoy se construye de Chávez mismo.5 Y antes que ella, Antonio Saborit ya se había ido a Nueva York con Barreda, Chávez y Tablada para explicarnos que, contrario a toda apariencia, los músicos no son hongos solitarios ajenos a las corrientes y ambientes artísticos que los rodean.6 Sería ingenuo pensar que el franco modernismo de Chávez sólo tuvo por aliciente el provocativo discurso de ciertas partituras y que la modernidad que lo rodeó en Nueva York no hizo ninguna mella en su arte y trayectoria.

Lo que dice la historiografía cosechada en la milpa de enfrente no es menos importante. Si se piensa que apenas unos años atrás no se tenía ni siquiera una idea cabal de acervos tan importantes como pueden ser los catedralicios, sobra ponderar la aparición, en tiempos relativamente recientes, de catálogos tan significativos como los dedicados a las catedrales de México o Durango,7 mismos que no sólo han superado, en veracidad, amplitud técnica y espectro a catalogaciones previas, sino que contribuyen con ello a la preservación de toda esa música. Semejantes esfuerzos se han multiplicado por doquier -aunque no siempre con la solvencia técnica que uno quisiera- y han cubierto con su manto documental los más diversos temas, desde otros acervos de música virreinal hasta los inventarios de obras y autores de los siglos XIX y XX.8 A estos importantes esfuerzos habría que sumar los estudios de otros aspectos musicales que también piden a coro su historia e inventario, por ejemplo, los que ha realizado Eduardo Contreras Soto en torno a la fonografía de la música mexicana o el reciente estudio publicado por Carredano y Villanueva sobre Manuel de Falla como eje común al trabajo de dos desiguales críticos, Adolfo Salazar y Jesús Bal y Gay.9 De nueva cuenta, no son éstos los renglones de un recuento formal, mucho menos ecuménico; son únicamente señalizaciones que sirven para mostrar cómo es que el estudio documental de la música mexicana se ha convertido en un fértil terreno, cultivado en gran medida por musicólogos o investigadores con formación musical, pero al que no han dejado de contribuir especialistas de otras ramas y experiencias.

Y es así como nos encontramos de vuelta con el planteamiento inicial. Porque mientras que algunos de los trabajos citados ofrecen lecturas críticas de los temas tratados, buena parte de ellos son ejercicios de documentación. Desde luego, tales catálogos, inventarios y fonografías constituyen la preparación de los surcos, la necesaria limpia del terreno que habrá de permitir la cosecha de futuras historias. Pero a esa labor ni tirios ni troyanos han querido acercarse y no deja de ser sintomático que la última de las que podemos denominar “historias de la música en México” haya sido publicada en 1984, hace ya más de 35 años. Al parecer, la redacción de nuevas historias de la música mexicana es una tarea olvidada, en desuso o pasada de moda. Lo que impera es la construcción de pequeñas narrativas, de microhistorias a las que repelen visiones generales o de mayor envergadura. Pero aun en esas historias en detalle, o en los innumerables estudios de caso que nutren una tesis tras otra, la crítica musical, la música misma, resuena por su ausencia.

III

Lo que dice Stefan Zweig en su fantástico relato La colección invisible es para volverse a leer, o al menos, para volverse a contar. El protagonista de la historia es un gran coleccionista de arte, que resguarda en los gabinetes de su casa una impresionante colección de dibujos y grabados originales trazados por los más grandes maestros; por Rembrandt, por Durero, tesoros invaluables. Sólo que han surgido dos problemas que para él son uno solo: ha perdido la vista por completo y esa terrible minusvalía lo ha marginado del mercado de los marchantes y galeristas; su esposa y su hija, por consiguiente, han pasado de una vida sin preocupaciones a ver entrar la pobreza por las puertas de su casa.

Conocedor de la antigua fama del coleccionista, el otro protagonista del relato, también galerista, lo visita con miras a conocer la colección y a intentar, quizá, algún negocio de provecho para ambos. Reiteradas visitas a la familia terminan por conseguir su propósito, pese a la tenacidad de las dos mujeres que han tratado de impedir, hasta donde han podido, abrir el arcón de las maravillas. En la escena culminante del relato asistimos al momento cuando el padre pide a su hija que traiga la colección para que ambos conocedores puedan verla. En párrafos particularmente crueles, Zweig relata el éxtasis del dueño ante aquella colección: ya no puede ver lo que ahí quedó plasmado, pero tiene a su servicio el tacto y la memoria, así que con un discurso que cualquier historiador del arte envidiaría, pondera las virtudes de todas y cada una de aquellas imágenes.

Sólo que hay, como ya lo anuncia el título, un ligero inconveniente. La colección se ha vuelto invisible porque la hija ha tenido que malbaratar, una a una, las maravillosas obras que ahí se guardaban. Como el padre jamás lo habría consentido, la hija ha sustituido las hojas vendidas por otras de similar textura, para que el orgulloso marchante no las eche de menos. Además, nos enteramos que la desoladora escena se ha sucedido con cierta frecuencia, pues el padre no concibe mayor placer que hojear, él mismo, la colección invisible. Pero el golpe magistral viene con la despedida. El galerista visitante, desconcertado, pero comprendiendo la situación, acorta la penosa escena y pretexta la salida de su tren para alejarse. El viejo coleccionista, en cambio, le ofrece lo que buscaba: al morir, dejará en su testamento una cláusula para que sea su visitante el encargado de vender, de devolver al mundo, las maravillosas imágenes. “Sólo prométame que producirá un bello catálogo: será mi lápida, y no podría querer mejor monumento.”10

El relato es cruel, pero nos acerca al problema. Porque la música, como los grabados de Rembrandt, dice algo, significa, comunica. Pero es perfectamente posible escribir sobre música sin escucharla, dejando en el aire su esencia o -peor aún- utilizar la música como un objeto documental acerca del cual, en realidad, no puede decirse nada porque también es objeto de una colección invisible: de datos, de notas, de pautas e historias que no pueden verse ni leerse.

IV

Lo que dice la musicología tiene su locus classicus en un famoso libro de Joseph Kerman: la crítica musical es una tarea pendiente de quienes han hecho de la música su objeto de estudio.

Como ejemplo paradigmático del problema, Kerman citó el trabajo de dos distinguidos musicólogos que publicaron, casi al mismo tiempo y al inicio de la década de 1980, famosos estudios de la música en el siglo XVI; Iain Fenlon sobre la música en Mantua y Anthony Newcomb sobre la música en la vecina Ferrara. Ambos trabajos sirven para polarizar y ejemplificar la discusión: uno se ocupa de la música “de manera interna”, y deja de lado “las condiciones sociopolíticas que la produjeron”; el otro sólo describe en forma superficial las “relaciones entre música y sociedad”, precisamente porque tales observaciones nacen de una relación insustancial con la música estudiada.11

Antes que Kerman, otro notable musicólogo del siglo XX, Carl Dahlhaus, expresó a su dialéctica manera el mismo problema y llegó a conclusiones aún más drásticas: “La historia de la música falla como historia, al ser una colección de análisis de piezas aisladas, o falla como historia del arte al revertirse desde las obras musicales hacia acontecimientos de la historia social o intelectual reunidos para impartir cohesión a una narrativa histórica”.12 Para llegar a tan incierto destino, Dahlhaus abundó acerca de las diferencias entre historiadores y musicólogos:

La historiografía musical tiene una legitimización distinta de la historiografía política. Difiere de su contraparte política en que las reliquias esenciales que investiga del pasado -las obras musicales- son primeramente objetos estéticos y como tales también representan un elemento del presente; sólo de manera secundaria arrojan luz sobre sucesos y acontecimientos del pasado […] el concepto de “obra” y no de “suceso” es la piedra de toque de la historia de la música.13

Ya otros musicólogos han advertido, en particular Richard Taruskin en su introducción a The Oxford History of Western Music,14 que hay que tomar con una pizca de sal las disyuntivas dialécticas propuestas por Dalhaus, y que es perfectamente posible aspirar a escribir una historia de la música donde ambas corrientes convivan sin repelerse magnéticamente; una historia de la música que pueda poner atención a los detalles internos de las obras, de las partituras, y que sepa también sacar esas mismas obras de su aislamiento autónomo para situarlas en un entorno cultural, social o político. Dicho lo anterior, es cierto que la disyuntiva planteada por Dahlhaus tiene alguna razón de ser y que, en efecto, la música pertenece al presente: lo que un musicólogo busca, en última instancia, es abrir caminos para escuchar ahora la música del pasado en forma significativa. Tal aspiración es la misma que para Kerman, quien afirmó que el propósito ulterior de la musicología es “proveer una plataforma de introspección a las obras de arte individuales” que no pueden entenderse aisladas, sino sólo en contexto.15 Esta aseveración subraya que, para los musicólogos, lo realizado por quienes estudian la música en sus filones sociales, políticos o culturales, es de indudable valía, pero no puede considerarse un fin en sí mismo, mucho menos si no ayuda a escuchar la música estudiada en y desde nuestros días. Y, al mismo tiempo ya Taruskin ha alertado sobre los peligros que la musicología corre al no tomar en cuenta “el ensamble de agentes y relaciones sociales necesarios para producir obras de arte (o mantener la actividad artística)”, lo que no es sino poner atención a lo explicado por el sociólogo Howard Becker en su Art Worlds.16

A la luz de todo esto, conviene reiterar que no son éstas las páginas para evaluar en qué medida historiadores, musicólogos o historiadores culturales han conseguido navegar las inciertas aguas de la historia musical mexicana con mayor o menor destreza. Los apuntes anteriores sólo aspiran a ser un apresurado resumen que sirva para explicar el trasfondo disciplinario sobre el cual se pueden leer algunos trabajos recientes realizados en torno a la música mexicana y su historia. En tales entregas, y sin importar si quienes las escriben leen o no leen música, prevalece una relación algo superficial, tangencial, o francamente invisible con la música misma. Sin embargo, es perfectamente posible postular una posición antagónica: hay ventajas en escuchar las fuentes de esa historia, sean musicales, sean documentales; tengan un cariz político, estético u social. Si en algo puede la musicología mexicana contribuir a una renovada lectura de las fuentes de su propio terreno o, en general, de fuentes históricas ya trabajadas anteriormente, es precisamente a poner en juego su capacidad auditiva; aguzar el oído para escuchar detrás de lo aparente. En los trabajos que Historia Mexicana entrega en sus páginas siguientes podrán encontrarse ejemplos de lo anterior, pues lo que hace cada uno de ellos es volver a visitar acontecimientos históricos -la consagración de la catedral de Puebla, un concierto al inicio de la República Restaurada, una función de ópera en el Centenario del Descubrimiento de América- o famosas partituras -los villancicos en lengua indígena del Códice de Gaspar Fernández o la música escrita por Silvestre Revueltas para Redes- para revisarlos con el oído atento. Se trata de seguir el camino esbozado párrafos atrás: caminar desde las entrañas técnicas de las partituras hacia el entorno cultural, social o político, sin quedarse ni en uno ni en otro extremo. Es así como se revelan las voces indígenas del siglo XVII, o las por siempre calladas de la fallida ópera con la que México quiso señalar el IV Centenario del Descubrimiento de América. También es el caso de las complejas entretelas políticas que alcanzan a escucharse tras la música escrita por Juan Gutiérrez de Padilla para la consagración de la catedral de Puebla o de la mal llamada “banda sonora” detrás de Redes, donde la música -pese a su composición posterior a la concepción y filmación de la película- es cualquier cosa, menos un acompañamiento sonoro. Es también el caso de una emblemática partitura de Melesio Morales (18381908) que puede servir como ejemplo de ese mismo proceso de ida y vuelta; de la ventaja de escuchar la música de la que nos ocupamos y de ofrecer con ello renovadas lecturas de lo acontecido en el pasado y razones estéticas para recuperarla desde nuestro tiempo. Una historia que no sólo utiliza, sino escucha su objeto de estudio; una historia que sirve para enriquecer, en tiempo presente, la audición de música que nos interesa: en suma, una historia donde la música y sus objetos no son una colección inaudible, sino el depósito sonoro que podemos aprovechar para elaborar nuevas indagaciones históricas y renovadas visiones críticas de la música de nuestro pasado.

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1 Miranda, “Historias y silencios”, p. 211 y ss.

2 Mayer-Serra, Panorama.

3 Suárez de la Torre, Los papeles para Euterpe; Maya, “La producción de ópera italiana”, y De Pablo, La República de la música.

4 Campos, El bar.

5 Indych-López, “Portraits of Carlos Chávez”.

6 Saborit, “Masters Carlos Chávez and Miguel Covarrubias”.

7 Davies, Catálogo de la colección de música del Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Durango; Marín, Los libros de polifonía de la Catedral de México, y Cherñavsky, Davies y Enríquez, Catálogo de obras de música del Archivo del Cabildo Catedral.

8 Hernández Hidalgo, Catálogo integral del archivo Julián Carrillo; Barrón, Manuel Maria Ponce, a Bio-bibliography; Carmona, Álbum de Ricardo Castro.

9 Contreras Soto, La tradición grabada. Véase también su “Fonografía de Manuel María Ponce”. Carredano y Villanueva, Manuel de Falla en el imaginario.

10 Zweig, The Invisible Collection, p. 23.

11 Kerman, Contemplating Music, p. 119. Los textos comentados por Kerman son Music and Patronage in 16 th Century Mantua de Iain Fenlon y The Madrigal at Ferrara, de Anthony Newcomb.

12 Dahlhaus, Foundations of Music History, pp. 19-20.

13 Dahlhaus, Foundations of Music History, p. 4.

14 Taruskin, Introducción a The Oxford History of Western Music, vol. I, pp. XXI-XXX.

15 Kerman, Contemplating Music, p. 123.

16 Becker, Art Worlds.

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