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Estudios sociológicos

On-line version ISSN 2448-6442Print version ISSN 0185-4186

Estud. sociol vol.38 n.112 Ciudad de México Jan./Apr. 2020  Epub May 22, 2020

https://doi.org/10.24201/es.2020v38n112.1763 

Artículos

La proximidad sensible y el género en las grandes urbes: una perspectiva sensorial

Sensitive Proximity and Gender in Large Cities: a Sensory Perspective

Olga Sabido Ramos1 

1Departamento de Sociología, Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, Ciudad de México, México, olgasabido@hotmail.com


Resumen:

Este artículo plantea cómo la perspectiva relacional de la sociología de Georg Simmel permite el análisis del cuerpo y de las relaciones sociales que lo constituyen, así como los espacios que habita y su sentir. Para demostrar lo anterior, recupero dos ejes analíticos de la obra del autor: en primer lugar, las implicaciones del término intercambio de efectos (Wechselwirkung) como principio cardinal que resuelve la articulación entre cuerpo y emociones. En segundo lugar, los alcances de la categoría proximidad sensible (sinnliche Nähe) que permite indagar las diferencias genéricas en la experiencia urbana, específicamente el significado que se atribuye a las experiencias sensoriales de jóvenes universitarias vividas en la calle y el transporte público. Retomo los principales hallazgos de una investigación exploratoria sobre significados y valoraciones asociadas al agrado y desagrado en hombres y mujeres urbanas universitarias a partir de una encuesta aplicada en 2017 en la Ciudad de México.

Palabras clave: sensorial; relacional; ciudad; género; Simmel

Abstract:

This article shows how the relational perspective of Georg Simmel’s sociology allows the analysis of the body and the social relations that constitute it, as well as the spaces and places it inhabits, and it is feeling. To demonstrate the above, I recover two analytical categories; first, the implications of the term exchange of effects (Wechselwirkung) as a cardinal principle that resolves the articulation between body and emotions. Second, the scope of the sensitive proximity category (sinnliche Nähe) that allows us to investigate the gender differences in urban experience, precisely the meaning attributed to the sensory experiences of university students, located in the street and public transport. I return to the main findings of exploratory research on meanings and valuations associated with situations of pleasantness and unpleasantness for urban young people (men and women) from a survey applied in 2017 in Mexico City.

Keywords: sensorial; relational; city; gender; Simmel

El objetivo de este artículo es demostrar los alcances de la perspectiva relacional de la sociología simmeliana para el análisis del cuerpo y de las relaciones sociales que lo constituyen, así como los espacios que habita y su sentir. Este planteamiento deriva de un trabajo previo en el que ubiqué la sociología de los sentidos de Simmel en el marco del “estado de la cuestión” del campo de los estudios sensoriales (Sabido Ramos, 2017). Ahí indiqué cómo Simmel establece un plan programático para la investigación empírica de la percepción sensorial a partir de la categoría proximidad sensible (sinnliche Nähe) (Sabido Ramos, 2017, p. 393). En esta ocasión me concentro puntualmente en dos aspectos para sustentar y demostrar lo anterior. En primer lugar, planteo que una relectura del principio simmeliano “intercambio de efectos” (Wechselwirkung) permite ensamblar analíticamente cuerpo y emociones, ya que resulta un principio cardinal para entender cómo los vínculos sociales suponen la condición de afectar y ser afectado.

En segundo lugar, reconstruyo la categoría analítica “proximidad sensible” (sinnliche Nähe) para analizar las diferencias genéricas en la experiencia urbana de jóvenes universitarias en situaciones de anonimato, específicamente en la calle y el transporte público. Considero que, a pesar del alcance de la categoría, un punto ciego es su escasa alusión a las experiencias táctiles en las grandes ciudades, aspecto que también requiere ser zanjado. Para lograr lo anterior, retomo los principales hallazgos de una investigación exploratoria sobre significados y valoraciones asociadas al agrado y desagrado en hombres y mujeres urbanos universitarios a partir de una encuesta aplicada en 2017 en la Ciudad de México. Igualmente, plantearé cómo estos primeros resultados nos obligan a pensar en una perspectiva sensorial con Simmel y más allá de él, sobre todo si tomamos en cuenta los aportes de pensadoras feministas que han insistido en las diferencias y asimetrías entre géneros en la vida de las grandes ciudades.

Con ese fin he dividido el escrito en tres partes. En la primera retomo algunas coordenadas en las que se ubica la discusión acerca de la relación entre cuerpo, ciudad y sentidos, poniendo énfasis en el campo de los estudios sensoriales (Cowan y Steward, 2007; Howes, 2014; Vannini, Waskul y Gottschalk, 2012; Low, 2015; Pink, 2015; Low y Fishman, 2018) y algunos enfoques feministas que destacan las dimensiones sensoriales y espaciales del género (Young, 1980; Grosz, 1998; Soto, 2013, 2016; Ahmed, 2014; Solnit, 2015). En segundo lugar, planteo los alcances de la sociología relacional simmeliana a partir de las categorías “intercambio de efectos” (Wechselwirkung) y “proximidad sensible” (sinnliche Nähe) para pensar en la materialidad de los vínculos sociales y el carácter sensible del cuerpo y cómo éste afecta y es afectado por entidades humanas y no humanas. En la tercera parte presento los alcances de dicho razonamiento a partir de los primeros hallazgos alusivos a las experiencias de desagrado en situaciones de anonimato desde la perspectiva de las jóvenes. Ahí destaco la relevancia de la memoria sensorial (Low, 2013; Huffschmid, 2013; Pink, 2015) como recurso metodológico para la interpretación del significado que se atribuye a la experiencia sensorial.

Los resultados reiteran, entre otras cuestiones, las alteraciones kinestésicas y táctiles entrelazadas con el impacto emocional que viven estas mujeres en una gran urbe como la Ciudad de México. Las jóvenes han experimentado miedo, temor y susto al caminar por la noche en una calle oscura y solitaria. O bien, inseguridad frente a la violencia que han padecido en el transporte público; tristeza e ira ante el recuerdo de contactos táctiles, visuales y auditivos con hombres extraños, así como asco frente a ofensas olfatorias.2 Finalmente, presento algunos puntos conclusivos que destacan tanto la potencialidad del legado simmeliano como la necesidad de ir con Simmel y más allá de él en el razonamiento sociológico sobre estos temas. Sobre todo, en lo que se refiere a la dimensión sensorial de los géneros en la vida metropolitana.

Cuerpos, ciudades, sentidos y género

En Bodies-Cities Elizabeth Grosz (1998, p. 248) señala cómo ciudad y cuerpo se coproducen. Así como las ciudades se construyen a semejanza de los cuerpos, las ciudades también construyen cuerpos, ya que condicionan movimientos, contactos corporales, placeres, deseos e incluso la participación cívica (Grosz, 1998; Sennett, 1997). Ante la diversidad de tópicos que pueden abordarse respecto a la relación entre ciudades y cuerpos, una de las posibilidades de delimitación consiste en atender la dimensión sensorial, es decir, cómo las ciudades orientan las percepciones sensoriales del cuerpo y sus sentidos (Grosz, 1998, p. 250) y, al mismo tiempo, cómo son fuente de estímulos sensoriales (Cowan y Steward, 2007).

En sociología, el estudio de las ciudades desde el ángulo de los estudios sensoriales no es del todo reciente si consideramos algunos trabajos paradigmáticos (Goffman, 1979; Sennett, 1997; Urry, 2008), pero ha venido cobrando mayor visibilidad en últimas fechas (Low, 2015; Pink, 2015; Low y Fishman, 2018). Además de la alusión a Simmel como uno de los precursores del giro sensorial en general (Vannini et al., 2012), llama la atención su reconocimiento como pionero en los estudios sobre la ciudad y la vida metropolitana desde una perspectiva sensorial en particular (Cowan y Stewart, 2007, pp. 2-4; Urry, 2008, p. 389; Low, 2015, p. 298).

El análisis sensorial del ámbito urbano concibe las ciudades no sólo como centros económicos, políticos, administrativos y culturales en un sentido abstracto, sino como “entornos sensoriales” (Cowan y Stewart, 2007, p. 1) donde se producen sonidos, olores, sensaciones térmicas y táctiles a través de nuestra piel, contactos corporales y experiencias gastronómicas que, en conjunto, asaltan los sentidos en el día a día. Así, Sennett (1997, p. 17) señala que contar la historia de las ciudades “a través de la experiencia corporal de las personas” visibiliza la intervención de los sentidos corporales y los significados que adquieren en relación con los lugares, la arquitectura y diversos artefactos que −como también afirma Low (2015, p. 295) − “forman el carácter sensual de las ciudades”.

En dicha línea de investigación se han llevado a cabo análisis de distintas ciudades ubicadas en diversos contextos geográficos (Cowan y Stewart, 2007; Low y Fishman, 2018; Domínguez y Zirión, 2017; Sennett, 1997; Low, 2009; Vokes, 2007, p. 295).3 En el terreno de las discusiones metodológicas sobre etnografías sensoriales también se subraya la relevancia del cuerpo y los sentidos de quien investiga (Howes, 2014; Pink, 2015), así como la necesidad de caminar y moverse en el espacio, ya sea para los registros visuales, olfativos o sonoros (Vokes, 2007; Pink, 2015; Low, 2015), y en general para abrevar de la experiencia sensual total (Vannini et al., 2012, p. 5) como fuente de conocimiento.

En ese contexto se cuestiona dar por sentada la relevancia de la vista y su primacía sobre otros sentidos, sin tomar en cuenta los mecanismos históricos que han hecho posible el ocularcentrismo en Occidente (Classen, 1997; Urry, 2008). La insistencia en dicho cuestionamiento es también una invitación para identificar la riqueza de la ciudad como “entorno sensorial” diverso y complejo (Cowan y Stewart, 2007). En ese escenario resuena nuevamente el legado simmeliano: “Para rastrear el vínculo analítico entre la ciudad y los sentidos y para ir más allá del ocularcentrismo, es a Simmel a quien debemos recurrir como punto de partida” (Low, 2015, p. 298).

También se ha insistido en cómo el espectro sensible no se reduce a los denominados “cincos sentidos”. Se considera la constante interrelación, así como el moldeamiento sociocultural de vista, oído, tacto, gusto y olfato, junto con los sentidos que registran la temperatura (termocepción); el dolor, el hambre y la sed (nocicepción); el sentido de la propiocepción, que se asocia a la percepción y posición de los músculos; el sentido vestibular, que permite percibir la dirección y aceleración; y el sentido kinestésico, asociado al movimiento del cuerpo (Vannini et al., 2012, pp. 6-25). Así pues, otra de las características fundamentales por considerar es la experiencia del movimiento en las ciudades, por ello el énfasis en la kinestésica o cinestesia (Low y Fishman, 2018, p. 1), entendida como la percepción del movimiento; no menos que la tactilidad asociada a la proximidad y, por lo tanto, vinculada al contacto de los cuerpos y objetos en espacios específicos.

La relevancia del estudio de las ciudades desde una perspectiva sensorial también puede ser contextualizada en el marco del interés sobre el significado del espacio y específicamente sobre la experiencia del espacio que han desarrollado geógrafos, filósofos y otros científicos sociales (Lindón, 1996; Aguilar, 2014; Low, 2015, p. 299; Pink, 2015). Es ahí donde la sociología también se intersecta con otras disciplinas, concretamente con las geografías feministas (Lindón, 2009; Soto, 2013 y 2016). En este ámbito, Paula Soto (2016, p. 78) ha señalado el rendimiento de las geografías de género, pues por lo general: “el espacio se nos presenta como resultado de una sociedad sin diferenciación entre hombres y mujeres, lo cual invisibiliza la experiencia espacial de las mujeres”. Para la autora, a partir de la década de 1970 ha habido un interés por vincular las “divisiones del espacio” con las “divisiones de género”, ya que el género no sólo es social, sino también espacial (Soto, 2016, pp. 77-78).

Son diversos tópicos los que han mostrado la diferencia entre hombres y mujeres en relación con el espacio. Soto (2013, p. 201, y 2016, p. 83) identifica desde las “pautas de desplazamiento”, las diferencias en la percepción de la distancia, hasta los itinerarios corporales y las emociones que se asocian a determinados lugares, como el “miedo urbano”. A partir de una investigación etnográfica, Soto (2013, p. 207) muestra cómo el miedo urbano que experimentan las mujeres obedece a la relación con un “otro anónimo” que generalmente es representado por “figuras masculinas” como potenciales agresores.

En una línea de argumentación similar, para Sara Ahmed (2014, p. 117) miedo y espacio se articulan en la medida en que podemos hablar de una política espacial del miedo, pues dicho estado afectivo tiene efectos performativos en la circulación de los cuerpos: contiene algunos y hace que otros ocupen menos espacio. Para el caso de las mujeres, el miedo asegura el género en un sentido espacial, porque delimita y confina el movimiento en el espacio público, y además enfatiza una sobrehabitación del espacio privado (Ahmed, 2014, p. 117). Así, por ejemplo, los discursos sobre la inseguridad pública se traducen en una expectativa de motricidad: “no habitar el espacio público o, más exactamente [… ] no moverse sola en ese espacio” (Ahmed, 2014, p. 116).

Igualmente, Rebecca Solnit establece cómo no sólo hay diferencias genéricas en el uso del espacio público, sino también asimetrías. Históricamente, el caminar de las mujeres tiene varias limitaciones que van de la inseguridad en los lugares públicos, los “confinamientos corporales” como la ropa y su incomodidad, así como los valores tradicionales que juzgan como algo inmoral el andar de las mujeres “solas” en la calle (Solnit, 2015, pp. 355-375). Incluso la apreciación del movimiento lleva una carga genérica: “El caminar femenino suele ser, por cierto, entendido como un performance [… ] e implica que las mujeres no caminan para ver sino para ser vistas, no por su propia experiencia sino por una audiencia masculina” (Solnit, 2015, p. 356).

Y es que la misma experiencia del movimiento está marcada genéricamente, como lo demuestra Iris Marion Young (1980, pp. 137-156) en su análisis fenomenológico sobre la experiencia de la motilidad y la espacialidad. Para Young (1980, p. 152), las constantes inseguridades del movimiento del cuerpo, su inhibición en la extensión de las extremidades y apropiación mínima del espacio, nos hablan de un “estilo corporal femenino” que no es resultado de una “esencia femenina”, sino de una situación social e histórica. Estas diferencias se visibilizan desde los estilos corporales que aprenden niñas y niños cuando lanzan una pelota en los deportes o en los juegos, hasta en las orientaciones corporales más simples, como cuando los hombres y las mujeres caminan. En ese caso: “se puede observar una diferencia típica en el estilo y la extensión del cuerpo. Las mujeres en general no son tan abiertas con sus cuerpos como los hombres en su marcha y zancada” (Young, 1980, p. 142).

La experiencia corporal del espacio es diferente para hombres y mujeres y, además, es asimétrica en tanto implica la incorporación de mandatos sociales de género que se encarnan en los movimientos y usos del espacio. Lo anterior también supone procesos de socialización en los que, desde niñas, las mujeres aprenden a no ensuciarse, no despeinarse, no rasgarse la ropa, en suma, a moverse de forma controlada, acorde con un estilo corporal femenino hegemónico (Young, 1980). Sin duda hay resistencias frente a estas formas de motricidad y estilos corporales hegemónicos para las expectativas de femineidad y masculinidad, pero al mismo tiempo es comprensible por qué en su mayoría esos otros estilos corporales son estigmatizados.

En términos del movimiento del cuerpo en el espacio público, la apreciación de Young coincide con la de Solnit, pues una de las características del cuerpo de las mujeres es la tendencia a ser objetivadas por la mirada masculina y, por otro lado, la amenaza de invasión a su propio cuerpo: “La forma más extrema de tal invasión espacial y corporal es la amenaza de la violación. Pero diariamente estamos sujetas a la posibilidad de invasión corporal de muchas maneras mucho más sutiles” (Young, 1980, p. 154), como “ser tocadas” sin consentimiento o autoimponerse espacios contenidos. En esta línea, también Raewyn Connell (2016, p. 86) establece cómo para hombres y mujeres:

El género [… ] es (entre otras cosas) una forma de sentir en la piel, ciertas formas y tensiones musculares, ciertas posturas y formas de moverse [… ] La experiencia corporal es a menudo central en la memoria de nuestras propias vidas y, en consecuencia, en nuestra comprensión de quiénes somos y qué somos.

Es decir, hay una dimensión sensorial del género que está implicado en cómo se habita y siente el mundo y, en particular, en cómo se habita la ciudad.

Un legado para pensar en un cuerpo sensible y relacional

Una vez ubicado el lugar de Simmel en la constelación del campo de los estudios sensoriales, es pertinente preguntarnos −más allá de ser un referente precursor− ¿cuál es el alcance de su obra para llevar a cabo cruces analíticos necesarios y aún inexplorados en este ámbito? El legado de Simmel tiene un potencial significativo no sólo por la suspicacia con la que planteó sugerentes líneas programáticas para el estudio de dichos tópicos en varios ensayos, sobre todo porque su pensamiento apuesta por la relacionalidad en varias dimensiones. En primer lugar, Simmel presenta una salida analítica para entender la interrelación entre cuerpo y emociones, específicamente entre la sensorialidad y la afectividad. En segundo lugar, plantea cómo la constitución del cuerpo y sus movimientos en el espacio está conformado socialmente, pero, al mismo tiempo, la materialidad del espacio tiene un efecto en los cuerpos y en la relación entre ellos. Las categorías intercambio de efectos (Wechselwirkung) y proximidad sensible (sinnliche Nähe) posibilitan afirmar que los cuerpos están en constante relación con otros, es decir, afectan y son afectados, además, están anclados en un espacio y tiempo, es decir, son cuerpos en situación.

Para Simmel las dicotomías entre mente/cuerpo y percepción/sensibilidad remiten a distinciones arbitrarias, pues el ser humano siente como una entidad indivisible:

como sujeto, es una unidad indivisa, una vida sin más, que produce y forma lo llamado corporal y lo llamado espiritual en un proceso unitario, así [… ] tiene una capacidad correspondiente, la de percibir a los otros hombres [sic ] dentro de una función unitaria en la cual el acto de percepción sensible y espiritual está tan poco separado por un trazo interior que los divide como lo están lo corporal y lo psíquico. (Simmel, 2005, p. 29)

Tal concepción relacional del cuerpo advierte que éste no está separado de la mente y producción de sentido, además, percibe a los otros y éstos lo perciben. Dicho razonamiento se remonta al hecho de que Simmel parte de una concepción relacional del ser humano: el ser es un ser con otros (Vernik, 2003, p. 85; Pyyhtinen, 2010). Uno de los pivotes de su pensamiento es apostar por las relaciones y por su “contingencia y temporalidad” (Simmel, 2013, p. 97) en lugar de sustancias y absolutos. Es decir, opta por un pensamiento relacional y situacional. Por encima de las sustancias están las relaciones con “posición limitada” (Simmel, 2013, p. 98). De ahí la necesidad de un pensamiento que “renuncia a la esencia de las cosas en sí y se contenta con la determinación de las relaciones” (Simmel, 2013, p. 98).

El término “intercambio de efectos”4 procede de tal perspectiva relacional. No sólo es un concepto, sino también un principio (Lewkow, 2017) que atraviesa la obra de Simmel, incluso más allá de su propuesta sociológica (Pyyhtinen, 2018, p. 22). Como señala Natàlia Cantó-Milà, p. 40(2005), es en el “intercambio de efectos” en el que Simmel encuentra un “bosquejo de una sociología relacional”. El intercambio de efectos puede aprenderse empíricamente si tenemos en cuenta desde el económico hasta el gestual, como el intercambio de miradas (Simmel, 2013, pp. 69-70). No obstante, al ser un término que abarca una amplitud de posibilidades empíricas, Simmel elige hacer de las formas sociales o formas de socialización (Vergesellschaftung) el concepto que enuncia el objeto de su sociología, ya que aquéllas registran el intercambio de efectos que surge entre personas, grupos, instituciones, colectivos u otras entidades objetivas (Simmel, 2014; 2002a).

Toda relación, desde la más fugaz hasta la más establecida y duradera, supone una pluralidad de “intercambios de efectos” (Wechselwirkungen), es decir, siempre hay un condicionamiento recíproco entre las partes y modificaciones mutuamente causadas. El intercambio de efectos no remite a un simple cambio de cosas externas, sino supone la mutua afectación, tal como se ve en la metáfora del beso. Un beso no sólo es intercambio del movimiento de los labios y sensaciones, también implica una mutua afectación de las partes (Simmel, 2013, p. 71), lo mismo que un intercambio de miradas, pues: “No podemos percibir con los ojos sin ser percibidos al mismo tiempo” (Simmel, 2014, p. 623). Como el intercambio económico, el intercambio de miradas implica efectos recíprocos, pues hay un mutuo dar y recibir que forma parte de la comunicación no verbal.

Ahora bien, las formas sociales o formas de socialización (Vergesellschaftung) pueden adoptar formas simétricas o asimétricas. Es decir, las formas pueden establecer intercambios que impliquen diversos grados y modalidades entre consenso/conflicto, subordinación/resistencia, interés/gratitud, sacrificio/goce, desagrado/placer. La posibilidad de pensar analíticamente en desequilibrios y asimetrías entre las partes está presente en la concepción de los intercambios de efectos. Así, en la medida en que pueden darse intercambios simétricos o asimétricos, los efectos de intercambio son distintos para las partes implicadas; por ejemplo, si se trata de un beso forzado o de una mirada insistente que genera incomodidad o vergüenza (Simmel, 2018) en quien está siendo observado.

El intercambio de efectos supone un diferencial de afectación. Igualmente, en tanto categoría relacional, no significa que no haya contrapesos que modifiquen la asimetría, ya sea estableciendo un equilibrio o un cambio en las posiciones. Y es que, en cualquier relación social, siempre hay una dinámica entre influir y ser influido (Simmel, 2014, p. 212). Incluso en las asimetrías que colocan en franca desventaja a una de las posiciones, siempre habrá una posibilidad de resistirse (Simmel, 2014, p. 207). Por otro lado, en toda relación asimétrica se despliegan enlaces emocionales y afectivos que van desde la envidia, los celos, el desprecio, la repugnancia, el resentimiento hasta el odio (Simmel, 2014, p. 235). En ese sentido, también las sensaciones pueden ser revestidas de emociones, tanto la sensación de ser mirada, tocada o una pluralidad de diferentes modalidades sensibles pueden desencadenar diversos estados afectivos. En suma, el intercambio de efectos supone una mutua afectación y puede despertar diferentes emociones en las partes involucradas según el grado de simetría o asimetría entre sus respectivas posiciones.

La sociología estudia, entonces, “la dinámica de afectar y ser afectado con la que estos individuos se modifican mutuamente” (Simmel, 2002a, p. 34). La sociedad es algo que “los individuos hacen y sufren” (Simmel, 2002a, p. 33). En ese sentido, la condición de afectar y ser afectado implica también intercambio de afectos entre los cuerpos. En este punto es donde la perspectiva de Simmel puede relacionarse con propuestas como la de Sara Ahmed y Vinciane Despret. Para la primera: “las emociones involucran procesos corporales de afectar y ser afectada” (Ahmed, 2014, p. 312). Para la segunda: “una teoría de los cuerpos capaces de afectar” es también “una teoría de las emociones” (Despret, 2008, p. 250), ya que para ambas sentir supone no sólo reacciones físicas, sino atribuciones de sentido y modificaciones corpóreo-afectivas. También con Simmel es posible pensar en un cuerpo que siente con otros y que es capaz de afectar y ser afectado. En otras palabras, los efectos que producen los intercambios implican al cuerpo y su sentir.

El intercambio de efectos también puede apreciarse con ciertos objetos o entidades no humanas, como la fuerza de gravedad (Simmel, 2000, p. 133). En la obra de Simmel, desde un puente, una puerta, un plato individual, el asa de una taza, el teléfono, los muebles, hasta la ropa y el resto de los objetos, intercambian efectos con el cuerpo. En ese sentido, “nuestro cuerpo es, a cada momento, el campo de batalla” (Simmel, 2000, p. 133) donde se intersectan diversas fuerzas, tanto sociales como materiales. Simmel muestra un claro ejemplo de esto último cuando hace alusión al intercambio de efectos entre nuestro cuerpo y la ropa: un traje viejo se ha adaptado a los gestos y pliegues del cuerpo, mientras que la ropa nueva influye en “los andares, el tempo, el ritmo de los gestos” (Simmel, 2002b, p. 367). Así, no sólo otros cuerpos, sino también los artefactos5 con los que nos relacionamos, tienen repercusiones en nuestros movimientos y en cómo nos sentimos.

Por otra parte, los “intercambios de efectos” (Wechselwirkungen) que registran las formas sociales (Vergesellschaftung) suponen condiciones espaciales y temporales de posibilidad. Simmel retoma el legado kantiano para sus propios fines sociológicos, y en su definición de espacio plantea que son las relaciones sociales las que configuran al espacio (Simmel, 2014, pp. 596-673). Sin embargo, a pesar de ese constructivismo que va de la mano de Kant, Simmel da un giro de tuerca para señalar que una vez que las relaciones se espacializan, es decir, una vez que se cristalizan −en muros, caminos, puentes, puertas o espacios al aire libre−, el espacio y su materialidad tiene repercusiones en las relaciones sociales y los cuerpos. Es decir, el espacio físico socialmente construido tiene efectos en las relaciones y el movimiento de los cuerpos, así como en las formas de sentir y ser con otros.

La concepción del espacio y la materialidad de éste no está desligada del tiempo (Simmel, 2014, pp. 500-596). El “lugar” tiene efectos significativos para la continuidad de los grupos en el tiempo. Ciertos lugares se convierten en el “sustrato duradero” que permite la autoconservación de los grupos, más allá del cambio de integrantes e incluso, entre generaciones (Simmel, 2014, p. 503). Igualmente, ciertos objetos se convierten en símbolos, pues en ellos se objetivan los vínculos del grupo. De modo que tanto la existencia de lugares y objetos como su conservación se convierten en el soporte material y simbólico de la cohesión. A pesar de que sólo son representaciones de uno o varios vínculos, los símbolos tienen efectos materiales: “Ha habido regimientos que han perdido su coherencia por quedarse sin bandera” (Simmel, 2014, p. 524).

Más allá de los referentes empíricos sujetos a investigación, Simmel establece que lugares y objetos representan formas duraderas de ciertos vínculos sociales y, al mismo tiempo, tienen efectos en las formas sociales de relación. En este punto también intervienen las emociones, por ejemplo, acontecimientos significativos que ocurrieron en determinados lugares se registran en nuestra memoria: “Generalmente, en el recuerdo, el lugar adquiere una mayor fuerza asociativa [… ] porque el lugar tiene carácter más sensible [… ] el recuerdo suele fundirse inseparablemente con el lugar” (Simmel, 2014, p. 613). Es decir, la evocación de ciertos acontecimientos está asociada a lugares que adquieren una fuerte carga afectiva en función de la valoración y los significados que les atribuimos.

En ese sentido, los razonamientos de Simmel sobre el espacio posibilitan la articulación entre éste, cuerpo y emociones. En la tipología para el análisis de las formas sociales del espacio, Simmel (2014, pp. 617-641) destaca la relación entre proximidad y distancia. Ahí analiza las implicaciones sociológicas que tiene la “proximidad en el espacio” y la relevancia del ámbito sensorial, dando lugar a la categoría proximidad sensible. En la Digresión sobre la sociología de los sentidos (Simmel, 2014, pp. 622-637) establece que la proximidad en el espacio nos obliga a prestar atención a cómo las personas se perciben mutuamente a través de los sentidos y cómo atribuyen significados a lo que sienten, al configurar de manera especial formas de relación. Este texto marca un legado significativo en el giro sensorial, pues establece cómo las relaciones sociales suponen también relaciones sensoriales (Vannini et al., 2012, p. 21).

Para Simmel “los sentidos también son espaciales” (Urry, 2008, p. 388) y, por lo mismo, las características del espacio orientan formas de percepción sensible en relación con otros cuerpos. Así, por ejemplo, la oscuridad tiene efectos significativos en el espacio, pues liga a aquellos que están próximos y son visibles, al tiempo que crea una incógnita respecto a lo que puede estar más allá. Para Simmel (2014, p. 601), “gracias a la fantasía, la oscuridad ofrece posibilidades exageradas” respecto a los efectos de intercambio probables. De igual forma, los nuevos medios de transporte posibilitan encuentros fugaces entre personas desconocidas, lo cual hace del intercambio de miradas una forma de comunicación hegemónica en detrimento del intercambio de palabras (Simmel, 2014, p. 626).

Proximidad y distancia son categorías relacionales, “cada uno de ellos presupone al otro” (Simmel, 2013, p. 62). El énfasis en la proximidad sensible, a diferencia de la proximidad a secas, radica justo en la relacionalidad que establece entre proximidad/distancia. La cercanía física no necesariamente supone proximidad social. El extraño surge de esa posibilidad, pues remite a la situación en la que el “lejano está próximo” (Simmel, 2014, p. 654). Por ello la proximidad sensible hace énfasis en la dimensión corpórea, mientras que la proximidad a secas puede remitirnos a cercanía social a pesar de la distancia física. La proximidad sensible permite dar cuenta del significado que tiene la cercanía del cuerpo entre las personas. Además, dicha categoría considera cómo este contacto a la vez puede provocar un rechazo y distancia social, ya sea por las atribuciones de sentido que se establezcan respecto a la apariencia, olor, voz u otros aspectos que pueden registrarse sensorialmente.

Simmel articula el ámbito sensorial con la dimensión emocional al señalar cómo las impresiones sensibles provocan una amplitud de estados afectivos que van desde placer, dolor, humillación o excitación, que hacen experimentar sensaciones “agradables o desagradables” (Simmel, 2014, p. 622) frente a la presencia y proximidad del cuerpo de otro. Las figuraciones de la proximidad sensible, es decir, qué se considera agradable o desagradable en la cercanía, son socioculturales e incluso situacionales. Sin embargo, una característica de la época moderna es que: “lo más alejado se hace próximo a costa de aumentar la distancia respecto a lo más cercano” (Simmel, 2013, p. 568). Es en ese contexto que en las grandes ciudades hay un “miedo al contacto” (Simmel, 2013, p. 566) sobre todo entre las personas anónimas.6

En la mutua percepción de los cuerpos que supone la proximidad sensible, se dan intercambios sensoriales, se tiene una percepción de ellos, se les atribuyen significados mediados culturalmente, y siempre habrá procesos emocionales implicados. Para Simmel, dichas experiencias dependen del lugar y la posición en que las personas estén situadas. Entonces, la categoría proximidad sensible posibilita el estudio del intercambio de efectos sensoriales y afectivos en la mutua percepción de los cuerpos espacialmente situados. Por ello es también una categoría relacional y situacional que permite articular la dimensión sensible de las relaciones.7

No obstante, un punto ciego en el uso que Simmel hace de la proximidad sensible es su escasa alusión a las experiencias táctiles en las grandes ciudades (Sabido Ramos, 2017, 394). Una característica del ser con otros está relacionada justo con el “acercarse lo suficiente para tocar” (Ahmed, 2014, p. 59). Tocar otros cuerpos hace al propio “más que uno” (Kinnunen y Kolehmaien, 2019, p. 29). Por otro lado, tocar es una experiencia corporal altamente codificada socialmente (Sennett, 1997, p. 34). En las grandes ciudades, el con-tacto piel a piel es siempre una posibilidad debido a la experiencia de la multitud y aglomeración en ciertos espacios. Las reglas de contacto suponen que sólo ciertas partes del cuerpo puedan ser tocadas de forma fugaz entre anónimos, por ejemplo, los codos (Goffman, 1979, p. 65), mientras que tocar otras partes del cuerpo sería considerado como profanación del territorio del yo (Goffman, 1979) con los estados afectivos subsecuentes. Las formas de tocar y la experiencia del tocamiento también se relacionan con lo que Kinnunen y Kolehmaien (2019, p. 30) han llamado “repertorios afectivos”, esto es, significados que las personas asocian a una variedad de afectos, como calidez, confianza, cuidado, dolor o incluso humillación.

Nota metodológica: la memoria sensorial como trabajo somático

Una de las dificultades metodológicas para investigar la dimensión sensorial de las relaciones se debe a que las experiencias sensoriales tienden a inscribirse en el automatismo del cuerpo, es decir, raras veces son puestas en palabras, pues hablar de ellas implica un tipo de reflexividad a la que Vannini, Waskul y Gottschalk (2012, p. 15) han llamado “trabajo somático” (somatic work), que implica dar sentido a las sensaciones para poder comunicarlas y así dar cuenta de lo que significan. El trabajo somático pone de manifiesto que las sensaciones se interpretan, y que, más allá de su variabilidad individual, pueden ponerse en palabras que son comprendidas socialmente. Por otro lado, y no menos importante, cuando se trata de experiencias desagradables, hablar del significado de las experiencias sensoriales tiene implicaciones emocionales que van de la timidez hasta la vergüenza o el dolor, por lo que el trabajo somático también supone un trabajo emocional.

La categoría “memoria sensorial” (Low, 2013; Huffschmid 2013; Pink, 2015) resulta un recurso metodológico útil para el registro de dicho trabajo somático. Low (2013: 693) señala cómo la memoria no puede reducirse a un ámbito puramente mentalista, pues se relaciona con los cuerpos y su sensorialidad, objetos, lugares, “marcos olfativos de la memoria” o incluso “memorias táctiles” (Kinnunen, y Kolehmainen, 2019). En ese sentido, la memoria sensorial nos plantea cómo el cuerpo es también un archivo, pues es materialidad. En palabras de Anne Huffschmid: “el cuerpo recuerda de otro modo, fuera del ámbito discursivo-comunicativo” (2013, p. 115), y “nos lleva hacia el terreno de lo afectivo y sensorial” (2013, p. 117). Por otro lado, Pink (2015, p. 43) plantea que la memoria sensorial puede estudiarse en dos sentidos: como parte de una práctica individual que se hace visible a partir de investigaciones o indagaciones biográficas, o como parte de prácticas colectivas que pueden analizarse mediante la investigación de rituales.

Dicho lo anterior, las memorias sensoriales permiten investigar no las experiencias sensoriales en sí mismas, sino los significados que se les atribuyen a partir de cómo son narradas mediante un relato que nos remite espacio-temporalmente al pasado, pero que adquiere significado en el presente. Como los recuerdos del lugar de los que hablaba Simmel, la “memoria sensorial” adquiere materialidad en las narraciones que evocan sensaciones, emociones y sentimientos que, de alguna manera, afectaron al cuerpo y que se asocian a ciertos lugares, artefactos y personas.

Para un primer acercamiento descriptivo y exploratorio basado en los supuestos analíticos previamente desarrollados, diseñé un cuestionario que me permitiera registrar los significados y valoraciones que jóvenes universitarios y universitarias atribuyen a los sentidos corporales y los recuerdos sobre experiencias de placer y desagrado que han experimentado y que forman parte de su memoria sensorial. Los primeros hallazgos arrojan información significativa para corroborar cómo los significados que se atribuyen a las experiencias sensoriales en las grandes urbes están diferenciados genéricamente, a reserva de que se trata de un primer acercamiento que exige mayor profundización tanto en alcance cuantitativo como en densidad cualitativa.

El cuestionario fue aplicado a 108 jóvenes (65 mujeres y 43 hombres) de la carrera de Sociología durante 2017 en los tres trimestres del periodo lectivo. Se recabó información para tener un panorama general del perfil, como edad, sexo, trayectoria académica, escolaridad de los padres, bienes y servicios. El cuestionario estuvo dividido en dos secciones en las que se solicitaron respuestas a preguntas cerradas, estratificadas y abiertas. En la primera sección se pidió que enumeraran los sentidos corporales que conocían y que contestaran qué sentido corporal elegirían conservar en una situación hipotética en la que se vieran privados de los demás sentidos, y que explicaran por qué. Igualmente se pidió que contestaran de qué sentido corporal prescindirían si tuvieran que elegir y que explicaran los motivos.

En la segunda sección se pidió que narraran una situación placentera y una situación desagradable, y que en su narración señalaran con qué sentidos la asociaban, qué edad tenían, con quién o quiénes estuvo relacionada y en qué lugar se llevó a cabo. Para identificar el espacio en que dichas experiencias tuvieron lugar, las respuestas a las preguntas abiertas se analizaron y codificaron conforme a la primera parte de la tipología del espacio propuesta por Simmel pp. 598-658 (2014), donde identifica la exclusividad, la limitación, la fijación, la proximidad/distancia y la movilidad.8 Respecto a la proximidad distinguí entre proximidad sensible en “situaciones de intimidad” (por ejemplo, en la casa y con algún miembro de la familia, pareja o amigos), y proximidad sensible en “situaciones de anonimato” (en la calle o el transporte público con transeúntes, pasajeros, conductores).

La población se distribuyó de la siguiente manera: contestaron 65 mujeres (60%) y 43 hombres (40%); la edad promedio fue de 23 años. Respecto al perfil de la población, 88% ha vivido la mayor parte de su vida en la ciudad, es decir, se trata de jóvenes urbanos.9 La mayoría proviene de escuelas públicas, tanto en educación básica como en media superior.10 En cuanto a su condición laboral, casi cuatro de cada diez estudiantes (37%) trabaja mientras estudia. En relación con la escolaridad de los padres: 11% de las madres cursó bachillerato y 10% tiene nivel de educación superior. En el caso de los padres, 18% asistió al bachillerato y el mismo porcentaje a educación superior. Respecto a algunos bienes y servicios, nueve de cada diez cuenta con internet, computadora en casa y celular; 65% cuenta con departamento o casa propia y 58% no cuenta con automóvil.

Respecto a su condición como estudiantes urbanos y su desplazamiento pendular o movilidad cotidiana en la ciudad, resulta de gran valía la investigación de De Garay, Miller y Montoya (2016, pp. 119-125), quienes plantean algunas características generales respecto a la movilidad cotidiana de las y los estudiantes de la UAM-Azcapotzalco en todas las carreras. Dicha investigación es un referente significativo para tener una idea general de cuánto tiempo emplean para transportarse y en qué medio lo hace la mayoría. El tiempo promedio de traslado entre la residencia y la universidad es de menos de media hora para 10% de los estudiantes; de media hora a una hora, 25%; de una hora a una hora y media, 33%; de una hora y media a dos horas, 22%, y más de dos horas, 8% (De Garay et al., 2016, p. 124). Es decir, más de la mitad tarda de 1 a 2 horas para llegar a la universidad, y la misma proporción llega a pasar de 2 a 4 horas en el transporte para ir y regresar de la universidad.

Por otro lado, la mayor parte recurre al transporte público: el colectivo, autobús y metro son los medios de transporte más utilizados.11 El 15% también se refiere a caminar como medio de trasporte, pues “puede ser un modo combinado con algún transporte para finalmente arribar a la institución” (De Garay et al., 2016, p. 126). Este panorama nos permite tener un perfil mínimo de las y los estudiantes de esta universidad pública y algunas tendencias mayoritarias respecto a su movilidad cotidiana. En el siguiente apartado expondré el análisis de algunos testimonios de desagrado en la proximidad sensible anónima para el caso de las mujeres.

Proximidad sensible anónima desde el punto de vista de las mujeres

Conforme a la clasificación espacial de Simmel, 69% de las respuestas se concentró en situaciones desagradables vividas en la proximidad sensible, y no hubo mayor variación por sexo (71% mujeres y 68% hombres). Donde sí la encontramos fue en la distinción entre proximidad sensible íntima/anónima. Es decir, en este caso las mujeres han vivido más experiencias desagradables en “situaciones de anonimato” (calles y transporte público) a diferencia de los hombres. Las experiencias de desagrado en condiciones de anonimato agruparon 32% de los testimonios de las mujeres. No significa que los hombres no las hayan manifestado, sus relatos agruparon 20% de los testimonios; sin embargo, tales situaciones están asociadas a cuestiones ajenas a las expectativas de género, y más bien se refieren a asaltos, contaminación, ruido o malos olores, a diferencia de las mujeres.

Respecto al significado que adquiere caminar en la calle, algunas mujeres describen el desagrado en términos de calles oscuras y pocas personas alrededor. Algunos recuerdos remiten al miedo y sus manifestaciones corporales, como temblar, llorar, mantener un estado de alerta (visual y auditivo) y querer correr para buscar un espacio seguro:

Caminar por las calles del Centro en la madrugada. Tenía 19 años y estaba con una amiga; habíamos salido de una fiesta y caminábamos por las calles del Centro en busca de un taxi. Mi cerebro, mi oído y la vista estaban alerta, temblaba al caminar, ante esa situación de miedo e incertidumbre tenía ganas de llorar. (C002, Mujer. Edad actual: 21; edad en la que sucedió: 19.)

Otra joven nos compartió:

Cuando tenía 20 años iba caminando a mi casa de noche y llovía, hacía frío. No fue agradable porque la calle estaba sola y oscura. Me había quedado sin dinero y sólo quería correr para estar en mi casa, sana y salva. (PP, Mujer. Edad actual, 22; edad en la que sucedió: 20.)

Las jóvenes ven amenazada su posibilidad kinestésica, entendida como poner al cuerpo en movimiento, en ciertos momentos y a ciertas horas de la noche. Como decía Simmel, la oscuridad contribuye a la generación de fantasías respecto a los otros, aunque en estos casos el otro es siempre un posible agresor masculino (Soto, 2013, p. 207), y la fantasía no se asocia a una experiencia agradable. Igualmente, las condiciones termoperceptivas registran en la memoria sensorial un recuerdo húmedo y frío que tiene un significado desagradable dada la situación y el marco de sentido (caminar por la noche en una calle oscura y solitaria). En la medida en que la agresión hacia las mujeres en el espacio público es una posibilidad (Young, 1980; Ahmed, 2014; Solnit, 2015), no es casual que dichas situaciones se asocien al miedo ante el encuentro con un desconocido, como refiere otra joven:

Cuando tenía 23 años me perdí cerca del Suburbano de Tlalnepantla; vi a lo lejos a un señor que era un vagabundo y la calle estaba muy oscura. Cuando se acercó más a donde yo estaba, su olor era desagradable y sentí temor de que, pues, me agrediera de alguna manera. Cuando pasó a mi lado, escuché que dijo muchas groserías y se fue. No pasó náaa, sólo fue un susto. (C010, Mujer. Edad actual: 24; edad en la que sucedió: 23.)

Los estados afectivos que emergen en la proximidad sensible se agrupan en un paraguas que incluye temor y susto. En la situación anterior, no sólo las condiciones de la calle (oscura), sino también la glosa gestual del sujeto dio lugar a un estado de temor y desagrado ante el contacto corporal. El hombre que la joven identifica como alguien mayor (“señor”), la invade espacialmente y quiebra la expectativa de distancia a través de un acercamiento corporal y la expresión de insultos. También la voz y el olor12 adquieren un significado desagradable, pues la evaluación sensorial de la presencia del otro refuerza la distancia social que le atribuye: “era un vagabundo”. Tampoco podemos soslayar que un factor de clase atraviesa la percepción sensible por parte de la joven.

Las estudiantes también compartieron otras narraciones en las que las posibilidades de agresión no se quedan en la fantasía, sino se hacen realidad.

Cuando tenía 16, tuve que tomar un camión a altas horas de la noche, y al bajarme y caminar por una calle solitaria y con poca iluminación, un hombre de 40 y tantos se me acercó de forma invasiva y me tocó los pechos mientras susurraba cosas que no entendía. Verlo tan cerca, invadiendo mi espacio personal y tocándome en una calle tan oscura me hicieron sentir pésimo, sumándole a los susurros de su voz aguardentosa que no me decían nada. El episodio no duró más de dos minutos, pero la sensación de peligro me hizo sentir que fue eterno. (C099, Mujer. Edad actual: 23; edad en la que sucedió: 16.)

En las grandes ciudades el contacto corporal entre anónimos se encuentra regulado por expectativas de distanciamiento, de ahí que se experimente “miedo al contacto” (Simmel, 2013; 2016). Sin embargo, como señalan Young y Solnit, las mujeres en las ciudades se ven constantemente amenazadas por la invasión espacial y corporal. La violación es un caso extremo, pero en el día a día se experimentan diversas invasiones, como ser tocadas sin consentimiento (Young, 1980).13 Además, como se lee en este relato, el tacto del hombre invadió partes del cuerpo de la joven que en nuestra sociedad se consideran íntimas, por lo que este tipo de con-tacto transgrede no sólo los límites físicos, sino también los límites simbólicos del cuerpo. En condiciones asimétricas, un contacto corporal como el anterior conlleva significaciones afectivas negativas, como señala la joven: “me hicieron sentir pésimo”. Del mismo modo, la invasión fue multisensorial, pues no sólo involucró la mirada y el tacto, sino también el oído y el tono de voz (“aguardentosa”) del agresor.

En el testimonio anterior, tanto la asimetría de las posiciones marcada por el género y la edad, como las características materiales del lugar (calle oscura y solitaria), enmarcaron el encuentro. Por otro lado, el recuerdo de la percepción del tiempo resulta significativo: del lado de la joven el instante fue “eterno”, o al menos así quedó registrado en su memoria. De modo que la fugacidad de la interacción se extendió en términos de su propia experiencia: “El episodio no duró más de dos minutos, pero la sensación de peligro me hizo sentir que fue eterno”. Situaciones de este tipo se presentan en la vida de muchas mujeres en las grandes ciudades, incluso en etapas de socialización temprana, como señalaba Iris Young (1980). En ese sentido, otra joven nos compartió el recuerdo de una agresión sexual en el espacio urbano cuando era niña:

Tenía 9 años; un día fui a la tienda y un tipo se orinó en frente de mí, me dio miedo, pensé en por qué algunos hombres hacen algo tan ruin, fue desagradable. (C012, Mujer. Edad actual: 21; edad en la que sucedió: 9.)

La asociación entre fluidos corporales y contaminación del cuerpo se hace evidente en la referencia anterior, pues se trata de una forma radical de profanar el “territorio del yo” a través de la invasión corporal (Goffman, 1979). Si bien no hubo un contacto piel a piel, se llevó a cabo un contacto a partir del intercambio de miradas que el hombre forzó con la exposición de sus genitales y fluidos ante la niña de nueve años que, muy probablemente, recorría un trayecto corto de su casa a la tienda. También se aprecia la indignación de la muchacha a partir de la resignificación que hace desde el presente: “pensé por qué los hombres hacen algo tan ruin”.

Por otro lado, los con-tactos donde sí interviene la piel también tienen una significativa carga relacional, pues tocar otros cuerpos implica ser tocado (Kinnunen y Kolehmainen, 2019), alguien que nos toca sin nuestro consentimiento, está obligándonos a tocarlo/a. Los significados y estados afectivos que pueden atribuirse a dicha experiencia sensorial varían según los códigos táctiles, así como la situación y el tipo de vínculo entre aquellos que establecen el contacto. En ese sentido, otra estudiante nos comparte una situación de desagrado con un extraño que la agrede sexualmente y la toca sin su consentimiento:

Con el sentido del tacto. Tenía 18 años y llegaba a una clase de baile, cuando un hombre pasó cerca de mi casa y sacó su mano para tocarme. Yo no supe qué hacer ya que él iba en un carro particular. (C082, Mujer. Edad actual: 23; edad en la que sucedió: 18.)

En este testimonio el tocamiento fue asimétrico y estuvo marcado por la diferencia no sólo genérica, sino también material, pues el hombre iba en carro y la joven, a pie. La cercanía de la casa de la muchacha no evitó el contacto corporal de un anónimo sin su consentimiento. Por otro lado, en este recuerdo se alude a dos tipos y usos de espacio diametralmente opuestos respecto a la motricidad. Uno que remite al movimiento del cuerpo en una clase de baile (espacio privado) y otro a la calle (espacio público), donde la joven es agredida por otro, que además tiene la ventaja material de ir en automóvil. Como señala Young (1980), las apropiaciones y usos del espacio van moldeando expectativas de motricidad diferenciadas genéricamente y van marcando nuestras biografías a partir de registros que convocan emociones, sensaciones y significados.

La segunda tendencia mayoritaria en que las mujeres han vivido situaciones desagradables es en el transporte público, y van desde agresiones físicas hasta agresiones olfativas. La movilidad de las mujeres tiene varias limitaciones, comenzando por la inseguridad en los lugares públicos (Solnit, 2015, p. 355) y en el transporte. Al respecto nos comparte una joven:

Tenía 20 años y fue cuando me subí a una combi pirata, donde el chofer me trató de secuestrar. La vista y el oído fueron los principales sentidos que intervinieron en la situación. Con la vista pude sentir el miedo al ver el arma y el oído al escuchar al chofer darme órdenes y amenazas. (PP, Mujer. Edad actual: 22; edad en la que sucedió: 20.)

Este testimonio también da cuenta del intercambio de efectos no sólo entre vínculos humanos, sino también no humanos, como los artefactos. La pistola, navaja o cualquier otro objeto que pueda funcionar como arma, adquiere un significado distinto en la mano de una persona que está amenazándonos con privarnos de la libertad/movimiento/vida de nuestros cuerpos. El intercambio de efectos asimétrico entre el chofer y la chica también implicó otros artefactos, como el vehículo (espacio cerrado), sumado a las amenazas y los estados afectivos provocados a partir de la percepción mutisensual de la interacción: “con la vista pude sentir el miedo al ver el arma”; “por el oído al escuchar al chofer darme órdenes y amenazas”.La vulnerabilidad a la que se ven expuestas muchas mujeres no se restringe a su condición solitaria en el espacio público o a la falta de automóvil. Incluso en casos donde la movilidad se relaciona con el uso del coche y el acompañamiento, la invasión corporal y espacial se hace presente:

A la edad de 20 años me tocó que mi papá había ido por mí a la escuela. Un tipo se me acercó mucho y me dijo algo ofensivo. Lo observó mi papá, por lo cual se molestó y le reclamó al señor. Después de esto me subí rápido al coche, por lo que veía la actitud de mi papá y escuchaba cómo se agredían, hasta que le dije a mi papá que ya nos fuéramos. (C017, Mujer. Edad actual: 21; edad en la que sucedió: 20.)

En este caso, la necesidad de evadir la agresión hace del carro un recurso para marcar cierta distancia física en la proximidad sensible, aunque, a pesar de ello, sigue siendo testigo de la agresión hacia su papá. El recuerdo de ambas agresiones tiene referentes visuales y auditivos. Como hemos visto, a pesar de la fugacidad de las interacciones en la vida cotidiana, el cuerpo sensible experimenta diversas sensaciones y estados afectivos que dejan una impronta en nuestra memoria sensorial. A diferencia de Simmel, para quien el oído capta expresiones transitorias que surgen y desaparecen sin dejar huella (2014, p. 627), otra joven también compartió una experiencia de desagrado que la marcó justo por el oído:

Un asalto, tenía 20 años e intervino el oído, ya que los balazos son un ruido difícil de olvidar. (C032, Mujer. Edad actual: 28; edad en que sucedió: 20.)

Las repercusiones de entornos de violencia como los anteriores, llegan a tener efectos en el performance del cuerpo y en las estrategias de autoconfinamiento:

La situación más desagradable fue en un colectivo en el que viajé con desconocidos rumbo a la universidad, en donde nos asaltaron y balearon a una señora. Tuve mucho miedo, ira, tristeza. Tenía 20 años y me afectó de tal manera que tenía mucho miedo de salir a la calle. Incluso actualmente me es costoso subirme a un pesero. (C027, Mujer. Edad actual: 23; edad en que sucedió: 20.)

Las experiencias de violencia en el transporte público, además de la falta de regulación vehicular, son condiciones sociales de posibilidad de estas experiencias o, siguiendo a Ahmed (2014, p. 117), forman parte de la política espacial que afianza asimetrías, como las que se establecen en la relación entre géneros y, concretamente, en el movimiento de los cuerpos en el espacio público. Por otro lado, también las asimetrías se inscriben en el cuerpo y se instalan bajo formas afectivas como el miedo. Aunque la superposición y el deslizamiento de estados afectivos también remite a la ira y a la tristeza asociadas al recuerdo de dicho acontecimiento, tales formas de registro afectivo tienen repercusiones en la expectativa de movilidad (“incluso actualmente me es costoso subirme a un pesero”) por lo que, en efecto, el miedo aunado a condiciones estructurales urbanas aseguran al género en un sentido espacial, puesto que inhiben el movimiento y la apropiación del espacio (Ahmed, 2014) o autoimponen ciertas formas de confinamiento (Young, 1980).

Conclusiones

La sociología relacional de Simmel rinde aportes analíticos en el marco del giro sensorial en la medida en que permite establecer un proceso de teorización que articula emociones y cuerpos espacialmente situados. Específicamente, la noción de intercambio de efectos supone también intercambio de afectos entre cuerpos que son capaces de afectar y verse afectados. Además, Simmel deja un legado para pensar en una noción de cuerpo no sólo relacional, sino también sensible. La proximidad sensible constituye un recurso analítico para analizar los significados que se atribuye a la cercanía de los cuerpos y los diversos estados afectivos derivados de dichas experiencias.

La ciudad impacta al cuerpo en un sentido multisensorial y afectivo. En los testimonios las estudiantes dieron cuenta del carácter multisensorial en la proximidad sensible y de los significados que se atribuyen no sólo a los cuerpos de otros, sino a sus propios estados a partir de esos encuentros. También se aprecia el entrelazamiento entre los significados atribuidos a la experiencia sensorial y su revestimiento a partir de estados afectivos. Igualmente, con Simmel y más allá de Simmel, es necesario visibilizar el intercambio de efectos entre las entidades humanas y no humanas, ya que éstas enriquecen y complejizan el mosaico de experiencias sensoriales urbanas. Cabe señalar que en determinados testimonios, las experiencias en la proximidad sensible tanto en situaciones de intimidad como de anonimato no se asociaron con alguna entidad humana sino con coladeras, mascotas, comida o animales en descomposición. De modo que es necesario radicalizar el principio simmeliano de cómo los objetos u otras entidades no humanas (gravedad, oscuridad), incluso los cadáveres,14 también afectan los cuerpos.

Metodológicamente, la memoria sensorial es una categoría útil para el registro de los significados que se atribuyen a la experiencia sensorial, no obstante, su mejor aprovechamiento requiere de instrumentos que permitan un registro diacrónico de las trayectorias biográficas que van constituyendo los recuerdos de desagrado de hombres y mujeres en las grandes ciudades. Igualmente, el cruce con otros perfiles de jóvenes universitarias, así como la incorporación de otras variables, contribuirán a la profundización de esta manera de observar las dimensiones sensoriales del género en el espacio público. También cabe señalar que las experiencias lúdicas y placenteras en el espacio público no están descartadas tal y como se advierte en estos primeros hallazgos. Resta retomarlas para pensar simmelianamente qué significado tienen como ámbito lúdico de lo social, esto es, como formas de sociabilidad (Geselligkeit) en las grandes ciudades desde una perspectiva sensorial.

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2Aunque en este escrito no presentaré esta última dimensión sensorial para concentrarme en las primeras.

3En México destacan trabajos que han puesto énfasis en el papel de los sentidos en la ciudad o ciertos espacios públicos (Gaytán, 2009; Flores, 2013; Aguilar, 2013; Viscaya, 2016; Peláez, 2016; Galindo y Torres, 2018).

4La traducción del término alemán Wechselwirkung como “intercambio de efectos” al español es reciente y se debe a Lionel Lewkow (2017; Simmel, 2017). Previamente, había sido traducido como “acciones recíprocas” o “efectos recíprocos”.

5Sobre la relación Simmel-Latour (Pyyhtinen, 2010, pp. 165-176).

6Este supuesto varía según la situación, Viscaya (2016) ha mostrado cómo en ciertas prácticas homoeróticas el anonimato es justo lo que hace atractivo el encuentro sexual.

7En otra investigación llevamos a cabo la operacionalización de la proximidad sensible en los vínculos amorosos entre jóvenes (Sabido Ramos, y García Andrade, 2017). Lo anterior nos permitió indagar las negociaciones y tensiones que supone el contacto del cuerpo y su sentir en la vida cotidiana, principalmente en “situaciones de intimidad” en las parejas.

8Así, por ejemplo, las experiencias de reunión en algún “punto de rotación”, como restaurantes, hoteles o cafeterías, fueron clasificadas en la tipología de fijación, o las relacionadas con los viajes o migración fueron clasificadas en la tipología del movimiento.

9Sólo 10 % declaró haber vivido en un rancho, pueblo o comunidad pequeña hasta los 12 años.

10El 77% estudió en primaria pública, 88% en secundaria pública y 88% en preparatoria/bachillerato públicos.

11El 62% utiliza colectivo/microbús; 53%, autobús, y 52%, metro (De Garay et al., 2016, p. 126).

12Como el propio Simmel señaló, la jerarquía moral también está asociada a lo nasal, pues los malos olores se vinculan con “malas personas” (Low, 2009). En otro relato no asociado a la agresión sexual, una estudiante nos comparte cómo un mal olor puede despertar desconfianza y emociones extremas como el asco: “Mientras me trasladaba camino a la universidad, hace poco, pues tenía 20 años, se subió una señora desagradable en la combi y tuve la mala suerte que se sentara a mi lado; era desagradable porque olía muy mal y además su apariencia era de una persona desconfiada, me ocasionó mucho asco”. (C006, Mujer. Edad actual: 21; edad en la que sucedió: 20.)

13No quiero decir que esto no le suceda a los hombres; no obstante, sin dejar de ser significativo, no es una regularidad. Un estudiante nos compartió que fue otro hombre quien lo tocó sin su consentimiento: “Probablemente tenía 17 años cuando, en el metro, un sujeto con una actitud muy desagradable invadió mi espacio personal e intentó tocarme. Lo cual me paralizó por completo hasta que opté por huir (salí corriendo)”. (C105, Hombre. Edad actual: 23; edad en la que sucedió: 17.)

14Tal y como compartió un joven: “Tenía 20 años y pasé por un lugar donde atropellaron a una persona; se veían pedazos de un cuerpo regados y olía a muerte; apuré el paso para salir de la situación”.

Recibido: 29 de Agosto de 2018; Aprobado: 01 de Mayo de 2019

Acerca de la autora

Olga Sabido Ramos es doctora en Ciencias Políticas y Sociales con orientación en Sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es profesora-investigadora del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores, nivel II. Sus principales líneas de investigación son: teorías sociológicas con énfasis relacional, y cuerpo, afectividad y giro sensorial, específicamente: sentidos, sensaciones, memoria sensorial y emociones.

Entre sus trabajos más recientes destacan:

1. (2018). García Andrade, Adriana (coautora). In the Name of Love: A Relational Approach to Young People’s Rela tionships in Urban Mexico. En Juvonen, Tuula, y Kolehmainen, Marjo (eds.), Affective Inequalities in Intimate Relationships (pp. 141-154). Nueva York-Londres: Routledge.

2. (2019). El análisis sociológico de la vergüenza en Georg Simmel. Una propuesta para pensar el carácter performativo y relacional de las emociones. Digithum, 23, 1-15.

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