Introducción
En los últimos años México ha experimentado un incremento en la violencia, especialmente en la violencia de género, por lo que hasta 2021 se contabilizaban 25 alertas de violencia de género contra las mujeres en 22 entidades del país, por ejemplo, Estado de México, Nuevo León, Sinaloa, Zacatecas, entre otros; incluyendo 643 municipios (Instituto Nacional de las Mujeres [INMUJERES], 2021). Sin embargo, al abordar la violencia de género, se puede observar una tendencia a considerarla exclusivamente como la violencia dirigida contra las mujeres, pese a que las estadísticas reportan que al menos el 40 % de los hombres mexicanos ha sufrido algún tipo de violencia perpetrada por mujeres, aunque solo el 4 % presenta una queja o denuncia por vergüenza (Colectivo Hombres sin Violencia, 2018 citado por Omosigho, 2019).
Estos datos ponen en evidencia la necesidad de contar con mecanismos eficientes para la prevención, identificación y erradicación de la violencia de género, sin dejar de lado que esta puede afectar a mujeres, hombres o personas de identidades no binarias en todos los sectores de la sociedad, incluyendo la educación. Al respecto, distintas instituciones de educación superior (IES) en México han diseñado estrategias para afrontar la violencia de género al interior de sus espacios académicos. No obstante, al ser un fenómeno complejo, es necesario reflexionar respecto a cómo se están definiendo y abordando sus manifestaciones, consecuencias y su impacto en la educación superior debido a que de esto dependerá el enfoque de las estrategias implementadas para su atención e intervención, así como la formación de los futuros profesionales y el desarrollo de comunidades más justas y con equidad de género.
Definición de violencia
Para comprender la violencia de género es necesario partir de la definición de violencia, la cual ha sido abordada por diferentes autores. Por ejemplo, Cortina (1998) considera que esta consiste en todas las acciones realizadas con el fin de forzar la voluntad de las personas, ya sea por el daño físico o moral que producen; por lo que puede ser empleada como un instrumento para obtener un objetivo, como una herramienta comunicativa para la difusión de un mensaje e, incluso, como una función expresiva. Puede ser también una vía para la obtención de placer por parte de quien la ejecuta; pero en todos los casos es un fenómeno indeseable que debe ser evitado.
Asimismo, Veneranda et al. (2019) señalan que la violencia no solo son acciones, sino también omisiones directas o indirectas que, a partir de una relación de poder desigual, vulneran la integridad física, psicológica y sexual o la libertad, dignidad, economía, patrimonio y seguridad de una persona o grupo; por lo que se caracteriza por ser intencional y afectar todas las áreas de la vida. De ahí que, como señala la Organización Panamericana de la Salud (OPS, 2022), actualmente la violencia es considerada como el uso de la fuerza física o el poder con la intención de generar daños psicológicos, físicos, la muerte o el mal desarrollo en contra de una persona, un grupo o a sí mismo. En síntesis, es una conducta que tiene como propósito principal el dañar o lastimar la integridad del receptor.
En este sentido, Galtung (2003) plantea que para que se lleve a cabo un acto violento es indispensable tanto el cuerpo (agresión) como la mente (agresividad). Es decir, la violencia se caracteriza por un componente biológico y por la intencionalidad psicológica; siendo entonces un comportamiento emotivo y consciente. Por lo tanto, debe tenerse presente que, a pesar de que el ser humano tiene una tendencia a la agresividad, no necesariamente es un ser violento, ya que esto depende de la interpretación de las experiencias vividas y el aprendizaje adquirido en su contexto.
Siguiendo a Galtung (2003), la violencia puede ser clasificada a partir de sus manifestaciones. Por un lado, está la violencia directa, que es toda aquella que puede ser percibida claramente al igual que quien la ejerce y, por otro lado, está la violencia indirecta o estructural, que se deriva de la propia estructura social y puede ser no intencionada ni percibida. Al respecto de la violencia directa, Jiménez (2019) apunta que esta consiste en el daño directo a la víctima y puede incluir el maltrato verbal, físico o psicológico, por ejemplo, insultos, amenazas, intimidación, humillación, golpes, robo, violación o muerte.
En el caso de la violencia indirecta, podría afirmarse que, como declara Žižek (2009), el grado de naturalización o normalidad que posee genera que sea imperceptible, gracias a que se presenta en espacios que aparentemente no son violentos. Esta incluye la violencia cultural, en cuanto a la cual Jiménez (2019) coincide con Galtung (2003) al decir que esta surge de las ideas, normas, valores o tradiciones que legitiman o promueven la violencia de cualquier otro origen o signo; por ejemplo, la cultura popular, la escuela, la religión, la ideología, el lenguaje, el arte, la ciencia, el derecho, los medios de comunicación, la educación, entre otros. Es una violencia simbólica que contribuye a la legitimación de la violencia directa y estructural.
Jiménez (2019) enfatiza la diferenciación entre la violencia estructural y simbólica, siendo la primera generada a través de las instituciones o estructuras sociales y puede estar vinculada a la injusticia social y todas aquellas circunstancias en que las necesidades humanas no son satisfechas debido a aspectos de organización o funcionamiento institucionales. Mientras que la segunda corresponde a una relación social de violencia entre un dominante y un dominado, en la cual el dominado no es consciente de la violencia e incluso puede reproducir los actos violentos, ya que se presentan a través de símbolos, tales como los ritos, la vestimenta o el lenguaje.
Este mismo autor añade que el estudio de la violencia no debe limitarse a lo evidente, sino que requiere la reflexión y análisis profundo sobre prácticas cotidianas y su impacto en el desarrollo de las instituciones y las personas que las integran. En resumen, la violencia son todas las acciones u omisiones que realiza una persona, grupo o institución contra otra para generarle daño u obstaculizar su desarrollo en cualquier ámbito o área, ya sea intencionalmente o no, y sus manifestaciones pueden ser evidentes o pasar desapercibidas gracias a su normalización. Por ello, es necesaria la búsqueda de su prevención y erradicación.
Aproximaciones al concepto de género
Como ya se ha dicho, la violencia está presente en la cotidianidad y, por ende, puede afectar a cualquier miembro de la comunidad y en todos los ámbitos. Sin embargo, cuando se habla de su destinatario o víctima, un aspecto que ha cobrado importancia es el género, por lo que es fundamental realizar un breve análisis respecto a este término.
Cabe mencionar que en el lenguaje especializado existe un consenso respecto a la diferencia entre el sexo y el género, debido a que el primero hace alusión a las características anatómicas y sexuales de los seres humanos, es decir, mujer u hombre; mientras que el segundo se refiere a las diferencias, categorías o representaciones sociales que determinan las relaciones entre las personas. Sin embargo, como señala Moscovici (1985, citado por Flores, 2001), por lo general, cuando los conceptos científicos o especializados son trasladados al discurso social, pueden sufrir modificaciones o perder parte de su significado, de ahí que dichos términos lleguen a ser considerados como sinónimos.
Ahora bien, de acuerdo con Flores (2001) los primeros antecedentes sobre el estudio del género se encuentran en las teorías feministas, particularmente en los escritos de Simone de Beauvoir respecto a la función reproductiva, el rol femenino y su participación en la sociedad, ya que plantean que es una categoría que hace alusión a la diferenciación social a partir de la disparidad biológica o anatómica de los órganos genitales y que determina las características y funciones que debe adquirir un individuo para incorporarse e interactuar con la sociedad. Entonces, el género como categoría conceptual puede ser entendido como la consecuencia de la socialización del sexo tomando como punto de partida las diferencias sexuales y reproductivas de las personas (Arce-Rodríguez, 2006).
Es a partir de este sistema sexo/género que, como plantea Barragán (2006) se establecen los estereotipos de género o ideales de feminidad y masculinidad que están integrados por tres dimensiones:
Trabajo: incluye las funciones o tareas asignadas, entre ellas, el cuidado de los hijos, el desarrollo de actividades intelectuales, el sostén económico del hogar, etc.
Poder: relativo a la capacidad de toma de decisiones, incluyendo ámbitos como la educación, política, economía o religión.
Cathexis: relativa a las emociones y su impacto en las relaciones sociales; por ejemplo, el control y la expresión de emociones, la sensibilidad, ternura, agresividad, entre otras.
Aunado a ello, Flores (2001) afirma que este sistema explica la forma en que el género es construido a partir de una normatividad basada en la asignación mutuamente excluyente de atributos sociales a cada sexo, es decir, si un rasgo es característico de un sexo, entonces el otro sexo debe carecer de ello. Al respecto, Cortina (1998) expone que, desde esta perspectiva, la mujer como fiel representante de lo femenino debe caracterizarse por ser dulce, tierna, astuta, incapaz de preocuparse por cuestiones universales, sentimental, intuitiva, irreflexiva y visceral, por lo que sus funciones deben limitarse a la vida privada, tales como el cuidado del hogar o la crianza de los hijos. Por el contrario, el hombre como digno representante de lo masculino debe ser racional, activo, emprendedor, dominador de las grandes palabras (libertad y justicia), competitivo y agresivo; como consecuencia le son asignadas las tareas de la vida pública, incluyendo la participación política, la toma de decisiones, el trabajo intelectual, etc.
Sin embargo, como Castellón et al. (2007) mencionan, lo que determina la identidad y el comportamiento de género de una persona no es el sexo biológico, sino las vivencias, ritos y costumbres atribuidos al género asignado desde el nacimiento, entonces, se es hombre o mujer porque ese es el rol que la comunidad ha asignado. Debido a esto, Pérez et al. (2012) señalan que el género, al ser una construcción social y cultural, es sostenido y reforzado por estructuras como la familia, escuela, religión, por mencionar algunas, y es capaz de moldear u organizar la vida económica y social de la comunidad; dinámica que en muchas ocasiones mantiene encubierta la desigualdad social y de género.
Flores (2001) y Castellón et al. (2007) hacen énfasis en que las diferencias biológicas no implican superioridad ni determinan el comportamiento; no obstante, ponen en evidencia la creencia de que, en el caso del ser humano, el género sí influye en la dinámica de las relaciones sociales, derivado de las relaciones de poder. Siendo entonces, el género, el conjunto de ideas, expresiones y prácticas sociales de una cultura, que implica el reconocimiento y simbolización de las diferencias. Por lo anterior, Castellón et al. (2007) consideran que el género articula las siguientes instancias básicas:
La asignación desde el nacimiento a partir de la apariencia genital.
La identidad de género que consiste en que la persona se identifica e integra con el género que le fue asignado.
El rol de género que es el conjunto de normas o principios marcados por la sociedad y la cultura respecto al género, los cuales pueden variar de acuerdo con la cultura y el momento histórico.
En cuanto a este último punto, debe mencionarse que los estereotipos de feminidad/mujer y masculinidad/hombre pueden variar de acuerdo con la región estudiada y pueden estar o no estrechamente vinculados con las preferencias sexuales y el ideal de pareja, por ejemplo, heterosexualidad, homosexualidad, etc. (Barragán, 2006). En este sentido, Robert Stoller (1968, citado por de la Maza, 2021) afirma que el género y el sexo no tienen una relación simétrica, motivo por el cual pueden seguir caminos distintos, lo que contribuye al dialogo sobre la definición del género y los cuestionamientos sobre la visión binaria del mismo.
En esta línea, en los últimos años se ha agudizado la discusión sobre la existencia de otros géneros, ya que, como refiere Torres (2021, citado por Guzmán, 2021), hay personas que pese a ser biológicamente hombres o mujeres no se piensan ni sienten identificados con lo masculino o femenino respectivamente, por lo que pueden fluir entre estos a través de elementos como la vestimenta o el lenguaje. Estos planteamientos han repercutido en la sociedad y modificado su estructura, por lo que la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2018) establece que el género se refiere a los roles, características y oportunidades que la sociedad determina como adecuados para hombres, mujeres, niños, niñas y personas con identidades no binarias. En resumen, el género es una construcción social que establece la forma “ideal” en que una persona actúa, piensa, siente e interactúa con la comunidad y está relacionada con el sexo, aunque no necesariamente corresponde a este, por lo que repercute en la estructura y organización social.
Violencia de género
En lo que respecta a la violencia de género, al realizar una aproximación a su definición, es posible observar una modificación o variación en su interpretación, ya que no responde a la unión de los conceptos anteriores, dado que comúnmente se realiza una segregación de la población y tiende a priorizarse a un sector de esta, las mujeres, dando paso a nuevas discusiones y la necesidad de reflexionar sobre la forma en que es abordado este fenómeno.
Las primeras referencias sobre la violencia de género se encuentran en la Plataforma de Acción de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, llevada a cabo en Beijing en 1995, en donde se estableció que este tipo de violencia es la que sufren las mujeres por el hecho de ser mujeres (Bonino, 2008; San Segundo, 2008). Se debe tener presente que esta definición responde a las condiciones sociales de esa época y los cambios derivados de la lucha feminista por el reconocimiento de los derechos de las mujeres.
En relación con esto, la mayor parte del desarrollo teórico sobre la violencia de género toma como base la existencia de un sistema patriarcal; es decir, un sistema de organización en el que el poder es distribuido de forma desigual entre hombres y mujeres, siendo los primeros quienes cubren exclusiva o mayoritariamente los puestos de poder y la vida pública, mientras las segundas son subordinadas y dominadas por los hombres y se ven limitadas a la vida privada. Además, este sistema es sostenido por los mismos hombres y, en ocasiones, en complicidad de las mujeres (Osborne, 2009).
Dicho sistema se caracteriza por apegarse a los estereotipos o ideales de género de la feminidad y masculinidad y establece la heterosexualidad como modelo de pareja, reafirmando la existencia de un dominante (hombre) y un dominado (mujer) (Roca, 2011). Como consecuencia, la violencia de género es entendida como un comportamiento que implica el ejercicio del poder asociado a la infravaloración de la mujer y, por ende, es realizada por hombres (Barragán et al. 2001). Desde este punto de vista se hace alusión a que, como parte de los estereotipos de género, únicamente los hombres son quienes pueden ejercer la violencia debido a que las mujeres no tienen la posibilidad de ser violentas, tal como remarcan los modelos femeninos religiosos. Por ende, cuando la violencia es perpetrada por una mujer solo corresponde a la agresión natural del ser humano y no puede ser catalogada como violencia de género, ya que no es parte del sistema de dominación ni de la división del trabajo, derivado de esto existe una tendencia a considerar que la violencia de género es equivalente únicamente a la violencia contra la mujer-pareja (Osborne, 2009).
No obstante, esta postura ha sido duramente criticada, pues algunos autores señalan que la distribución de cualidades por sexo y la generación de ideales de masculinidad y feminidad han perjudicado tanto a mujeres como a hombres gracias a que ejercen violencia contra ambos géneros y los obligan a privarse de las virtudes atribuidas socialmente al sexo contrario, lo que implica la perdida de la riqueza humana (Cortina, 1998). Además, Leñero (2010) y Roca (2011) coinciden en que el sistema patriarcal no solo establece lo esperado de cada género, sino que vigila y penaliza a los hombres y mujeres que no cumplen con las características y funciones que les han sido asignadas, o incluso, que poseen características del género opuesto, siendo entonces la violencia la evidencia del rechazo a la diferencia.
Al respecto, Covarrubias y Otero (2012) afirman que hasta hace algunas décadas era innegable el predominio de la participación masculina en todos los ámbitos de la vida pública, así como la reserva de funciones de la vida privada a lo femenino. Sin embargo, se ha podido observar que esto se ha ido modificando a través de los avances de la lucha por los derechos de las mujeres y, entre estos cambios, destaca la modificación del proyecto de vida de la mujer, el cual ya no solo se limita a la maternidad, el matrimonio o el cuidado del hogar, sino que ha incrementado su participación en puestos de poder y toma de decisiones, así como en el mercado laboral y sector educativo. Esto ha dado como resultado que, en casos como el de México, se pueda observar una feminización de la educación superior e incluso de la delincuencia organizada, lo que evidencia la modificación de los estereotipos o roles de género tradicionales.
Barragán et al. (2001) y Barragán (2006) señalan que estas modificaciones en los estereotipos o roles de género han dado un giro en el ejercicio de la violencia, debido a que, si bien es cierto que la mayor parte de las estadísticas sobre la violencia contra las mujeres y la infancia refieren que es perpetrada por hombres, es innegable que algunas mujeres han optado por la violencia como forma cotidiana de comportamiento. Esto puede explicarse como una interpretación de la liberación femenina como un “comportarse como hombres”, es decir, apropiarse de características masculinas como la violencia.
Además, Roca (2011) dice que considerando que el modelo patriarcal de pareja (hombre/mujer), que establece un dominante y un dominado, esta situación también puede verse reflejada en parejas de orientación homosexual y, probablemente, en aquellas de orientación transexual e intersexual, pero que ha sido invisibilizada por los estereotipos sexistas y la clandestinidad de dichas relaciones. Como refiere Alonso (2015), es esencial tener claro que la violencia de género no solo es aquella que afecta a las mujeres, sino que implica cualquier acto u omisión que dañe, discrimine, ignore, someta o subordine a cualquier persona o grupo por razones de género; es decir, puede afectar a los hombres o a las personas que no se identifican con un género binario y puede ser perpetrada por cualquier persona, independientemente de su género.
En este sentido, siguiendo a Alonso (2015), al hablar de violencia de género puede hacerse alusión a dos tipos: 1) violencia intergénero, que es aquella efectuada entre personas de diferente género, por ejemplo, hombres a personas no binarias o mujeres a hombres, y 2) violencia intragénero, entendida como la violencia entre personas del mismo género, es decir, hombres contra hombres, mujeres contra mujeres, etc.
En consecuencia, como parte de un sistema, la violencia de género no solo afecta al individuo dentro de una relación de pareja, sino también como parte de la estructura social en general, de ahí que se pueda hablar de violencia de género en todos los ámbitos (educación, salud, economía, política, entre otros) y retomar los planteamientos sobre las diferentes manifestaciones de la violencia (directa e indirecta o estructural). Por ello, actualmente ONU Mujeres (2022) define la violencia de género como los actos dañinos contra una persona o grupo de personas debido a su género, los cuales tienen origen en la desigualdad, el abuso del poder y la existencia de normas dañinas y que pueden afectar a mujeres, hombres, personas no binarias o de poblaciones LGBTQI+ (Lesbiana, Gay, Bisexual, Trans, Queer, Intersex y colectivos no representados por estas siglas).
Violencia de género y educación superior en México
Dentro de la estructura social, la escuela es uno de los espacios de mayor influencia en la construcción de la identidad de las personas, así como de su proyecto de vida, gracias a que configura su forma de ser, sentir y pensar para convivir en una sociedad (Pérez et al. 2012). Por ello, la educación forma parte de los espacios socioculturales que reproducen y sostienen el género y, por ende, la violencia, por lo que no es de extrañar que las universidades como parte del sistema patriarcal desde su origen consideraran a las mujeres como intrusas y las segregaran impactando en su vida académica, familiar, social y laboral (Cazares et al. 2022; Ramírez et al. 2009; Ruiz y Ayala, 2016).
Ahora, ante las transformaciones que la sociedad ha experimentado, durante el ciclo escolar 2020-2021 en las IES en México se contabilizaban 2 320 040 mujeres y 2 091 909 hombres estudiantes, mientras que 360 900 mujeres y 299 630 hombres egresaban de este nivel educativo, por lo que se puede observar un incremento en la participación de las mujeres en este sector, ya que incluso llega a superar a la población adscrita o egresada conformada por hombres (Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior [ANUIES], 2022).
Debe tenerse presente que, si bien el incremento de la participación femenina en la educación superior es evidente, esto no ha sido garantía de la disminución de los obstáculos o retos que las mujeres enfrentan en estas instituciones educativas. Pero tampoco debe perderse de vista que los hombres o personas de identidades no binarias pueden enfrentar conflictos derivados de la violencia de género, aspecto sobre el cual es esencial reflexionar.
En este sentido, Tapia (2015) apunta que al interior de los espacios universitarios las manifestaciones de la violencia de género involucran a las y los estudiantes, así como al personal académico y administrativo, pero no siempre es fácilmente reconocida, debido a que es la violencia simbólica o estructural la que predomina. En esta línea, Barragán (2006) refiere que dentro del ámbito escolar se pueden identificar como parte de la violencia estructural manifestaciones como la discriminación lingüística (lenguaje sexista o racista), estereotipos, exclusión e invisibilidad, desequilibrio o selectividad, irrealidad o fragmentación de la realidad e incluso la homogeneización de la realidad social y cultural. Por su parte, investigaciones como la realizada por Cazares et al. (2022) explican que en las universidades mexicanas el hostigamiento sexual escolar es presentado principalmente en relaciones jerárquicas de poder/superioridad-subordinación (estudiante-docente, subordinado/a-jefe) y que mujeres y hombres experimentan grados similares de violencia directa, pero son las mujeres quienes muestran mayores secuelas emocionales y sociales.
Veneranda et al. (2019) señalan que los y las estudiantes consideran que el aula o salón de clases es uno de los espacios donde más se presenta la violencia de género y es ejercida principalmente por el personal académico a través del menosprecio, el abuso de poder, la intimidación, etc. Al respecto, Guevara y García (2010, citado por Ruiz y Ayala, 2016) plantean que la violencia de género en espacios universitarios puede manifestarse por medio de la segregación, discriminación, acoso o la falta de estímulo por parte de docentes, compañeros y compañeras, personal administrativo e incluso familiares hacia las y los estudiantes.
Además, Ruiz y Ayala (2016) reportan que entre las manifestaciones de la violencia de género más cotidianas contra las mujeres se encuentra el negarles la palabra o ignorar su participación por considerarlas incapaces, la distribución desigual de tareas o la limitación en la realización de tareas académicas o de campo justificadas en la debilidad femenina, el uso de comentarios, chistes o bromas sexistas, acoso sexual, entre otras. Varela (2020) añade a estos datos que debido al empleo de las tecnologías de la información se han ampliado y diversificado las formas en que se manifiesta este tipo de violencia.
Siguiendo a Veneranda et al. (2019), los estereotipos de género influyen en la elección de carrera, debido a que todavía existe la feminización o masculinización de algunas profesiones. Por ejemplo, pedagogía, psicología o ingenierías, situación que se ve reforzada, de acuerdo con Pérez et al. (2012), por el curriculum formal y el curriculum oculto, ya que no se consideran las necesidades e intereses de hombres y mujeres; se seleccionan los contenidos, libros, materiales didácticos y estrategias de enseñanza-aprendizaje desde una concepción sexista y se descalifican algunas disciplinas o profesiones.
Pese a ello, Varela (2020) remarca que a través de las múltiples quejas y denuncias que se han producido en los últimos años, por ejemplo, a través de los movimientos #MeeToo, #MeeTooAcadémicosMéxicanos y #AquíTambiénPasa, y la divulgación de noticias en diferentes medios, cada vez es más evidente la existencia de violencia de género al interior de las universidades, ya que entre 2016 y 2018 al menos se reportaron 109 notas sobre acoso y hostigamiento sexual en universidades mexicanas.
No obstante, pocos son los datos sobre las manifestaciones de violencia de género contra los hombres y las personas no binarias, debido a que al igual que en otros ámbitos de la sociedad solo un pequeño porcentaje de estas poblaciones que sufren maltrato presentan quejas o denuncias por vergüenza o miedo a ser juzgados (Omosigho, 2019). A esto es importante añadir la ausencia de estrategias o protocolos efectivos para su atención, ya que casi en su totalidad los existentes se enfocan en la atención a mujeres.
Respecto a las consecuencias de la violencia de género en las IES se ha identificado que esta puede causar la deshumanización o negación de la existencia de las víctimas. La negación del conocimiento de la diversidad, complejidad y variaciones de los grupos, limita las habilidades, intereses y potencialidades de las personas; restringe la participación y contribución de las víctimas y presenta la realidad fragmentada, total o parcialmente, invisibilizando a las víctimas o vulnerando sus derechos (Barragán, 2006). También, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, 2021) apunta que en las y los estudiantes promueve el absentismo escolar, malos resultados académicos, deserción escolar, baja autoestima, depresión, embarazos e infecciones de transmisión sexual. Mientras que, en el sector académico o administrativo, se puede observar la rotación de personal, desmotivación laboral, afectaciones a la salud de la víctima, tales como depresión o estrés postraumático, así como consecuencias personales y familiares, como la pérdida de la carrera y el sustento, entre otras; sin dejar de lado que evidentemente se ven afectados el cumplimiento de las funciones y objetivos institucionales (Comité del Centro de Estudios para el Adelanto de las Mujeres y la Equidad de Género [CEAMEG], 2011).
Estrategias de afrontamiento implementadas por las IES
Ahora bien, tomando en consideración que la escuela es uno de los espacios con mayor impacto en el desarrollo de las personas y la reproducción del género y la violencia, es posible que este mismo espacio sea de gran utilidad en la prevención, identificación y erradicación de la violencia de género, ya que, como indican Galtung (2003) y Jiménez (2019), se puede aprender la no violencia y la escuela puede contribuir a ello. Es necesario que hombres y mujeres aprendan desde la más temprana edad formas no violentas de resolución de conflictos. Y, en el nivel superior, tanto los contenidos como materiales deben incluir el abordaje de género, a fin de generar profesionales menos tolerantes a las situaciones de violencia y capaces de realizar intervenciones más acertadas que contribuyan a la construcción de comunidades más justas y equitativas (Arce-Rodríguez, 2006; Veneranda et al. 2019).
Si bien las IES mexicanas han optado por el establecimiento de lineamientos de igualdad, como el empleo de protocolos de actuación frente a la violencia o la adopción del lenguaje incluyente, esto no ha sido suficiente, debido a que se basan en cambios normativos realizados sin tomar en consideración la dinámica de las relaciones al interior de las instituciones ni el peso de la estructura de género, a lo cual se debe añadir que en muchas ocasiones las mismas instituciones incurren en complicidad o encubrimiento de la violencia (Varela, 2020). De acuerdo con lo anterior, es necesario que las estrategias implementadas para el afrontamiento de la violencia de género aborden de forma integral a las instituciones educativas, es decir, estudiantes, personal académico y administrativo e incluso a la sociedad en general. Debe haber también planeación, ejecución y evaluación de procesos de enseñanza-aprendizaje administrativos, pues solo de esta forma se podrá transformar la estructura de género existente y reducir las manifestaciones de violencia.
La primera universidad pública mexicana en contar con un reglamento o protocolo para la prevención, atención y sanción del hostigamiento y acoso sexual fue la Universidad Autónoma de Sinaloa, quien lo publicó en 2012. No obstante, hasta 2018 solamente 10 universidades contaban con este tipo de instrumentos, y para 2021, doce instituciones más presentaron sus propios protocolos y al menos seis más realizaron actualizaciones a los ya elaborados. Pese a la existencia de protocolos de atención, hay poca claridad sobre su implementación, ya que en muchos de estos se deja abierta la puerta a la discrecionalidad y el surgimiento de conflictos de interés, además de que no cuentan con formatos ni rutas claras para la denuncia de la violencia de género, ni existe certeza de cuáles son las instancias responsables de dar seguimiento a estos procesos (Varela, 2020). Todo lo anterior evidencia que el proceso de instauración de mecanismos para la atención de la violencia de género ha sido muy lento, aunque en los últimos años ha experimento una aceleración; especialmente, por la presión social y la influencia de los medios de comunicación y las redes sociales como respaldo a la larga lista de quejas y denuncias (Varela, 2020; Martín, 2020).
A estas problemáticas, Martín (2020) añade que únicamente la Universidad Autónoma de Baja California Sur incorpora en su protocolo los derechos de la comunidad LGBTQI+, remarcando que las universidades mantienen la tendencia a considerar violencia de género como sinónimo de violencia contra la mujer, por lo que esto aún es un tema pendiente en la agenda de las IES, así como el hecho de que la mayoría de los protocolos se limitan a la atención de la violencia y no a su prevención. Como consecuencia, es ineludible que las instituciones puedan garantizar espacios de deliberación sensibles a la problemática y con la capacidad de actuar libre y autónomamente, además se debe mejorar la accesibilidad a la información sobre los procesos a seguir en caso de ser necesario (Varela, 2020).
Hacia una nueva perspectiva de la violencia de género
Derivado de los propios movimientos y esfuerzos realizados por la erradicación de la violencia contra la mujer, se ha logrado una mayor participación femenina en diferentes sectores, por lo que también se ha presentado una modificación en los roles de género. En consecuencia, es ineludible que la visión tradicional sobre la violencia de género sea modificada y contemple las características y necesidades del contexto actual, ya que de esto dependerá el cómo sea afrontada.
Al respecto, hace casi dos décadas Ferrer y Bosch (2005) apuntaban que en la investigación era necesario analizar los modelos teóricos, estudios y prácticas empleadas a fin de identificar si estos contenían una tendencia andrógena que perpetuara el fenómeno. Sin embargo, ahora ante los cambios que se han mencionado, y que evidentemente una gran mayoría de estudios sobre género y violencia han sido desarrollados por mujeres, se puede abrir la reflexión respecto a si puede haber una feminización de las teorías y métodos de investigación que también contribuya a la violencia por razones de género, pero ahora contra otras poblaciones. En este sentido, Jiménez (2019), enfatiza que es trascendental abrir espacios para el análisis de las modalidades de violencia que están experimentando las personas por su género, no solo las mujeres, de lo contrario se corre el riesgo de omitir o invisibilizar está problemática.
Galtung (2003) y Jiménez (2019) señalan que la violencia también puede ser perpetrada por las estructuras sociales, por lo que es esencial reflexionar si los mecanismos implementados por las IES están poniendo a en riesgo o en desventaja a otras personas por el hecho de no ser mujeres, obstaculizando su desarrollo y el logro de sus expectativas académicas, profesionales y laborales. Por lo anterior, cuando se habla de violencia de género, como refiere Alonso (2015), es indispensable hablar de personas, más allá de su género, debido a que puede tener como origen o destinatario a cualquier persona o grupo. En consecuencia, es necesario hablar también de la construcción de comunidades con mayor equidad para todas y todos, en donde se proteja e impulse de igual forma a todas las personas.
Conclusiones
Cada vez es más evidente la necesidad de prevenir, identificar y erradicar la violencia de género en México, ya que las estadísticas demuestran una alta incidencia de este fenómeno en todas las áreas y la educación superior no está exenta de ello. También puede observarse que existe una tendencia a limitar la violencia de género como la violencia contra las mujeres, pese a que afecta también a hombres y personas de identidad no binaria. Por esta razón, se deben implementar estrategias que consideren no solo a mujeres como víctimas de esta violencia.
Desde esta perspectiva, es necesario hablar de personas víctimas de violencia por razones de género; es decir, mujeres, hombres y personas de identidad no binaria que sufren violencia y que deben ser atendidas y protegidas de igual manera, así como contar con los mismos derechos y obligaciones. Además, es importante contemplar la prevención y no solo la atención de la violencia, por lo que se debe abordar la planeación, ejecución y evaluación del propio sistema educativo, englobando los contenidos curriculares, actores, recursos, materiales y estrategias de enseñanza-aprendizaje empleados. Así también, la estructura organizacional o administrativa de las instituciones; por ejemplo, relaciones laborales, análisis y descripción de puestos, mecanismos para la inserción, permanencia y promoción laboral, entre otros.
Finalmente, es ineludible dar mayor apertura a espacios para la investigación sobre cómo los diferentes miembros de la población sufren o ejercen violencia y cuál es su perspectiva respecto al discurso y mecanismos institucionales implementados y su funcionalidad, con el propósito de identificar las necesidades y áreas de oportunidad existentes para la formación de profesionales de todas las áreas capacitados y conscientes en temas de género y su aplicación en el trabajo multidisciplinario, interdisciplinario e transdisciplinario capaces de intervenir profesionalmente desde una perspectiva de género más justa y contribuir al desarrollo de sociedades equitativas.