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Agricultura, sociedad y desarrollo

Print version ISSN 1870-5472

agric. soc. desarro vol.12 n.3 Texcoco Jul./Sep. 2015

 

Artículos

 

Las huertas valencianas: la necesaria actualización de los postulados de Maass, Glick y Ostrom

 

Valencian vegetable gardens: the imperative need to update Maass, Glick and Ostrom's postulates

 

Tomás Peris-Albentosa

 

Avenida Baleares, 61, pta. 12, 46023, Valencia, España (tomasperis@gmail.com)

 

Recibido: enero, 2015.
Aprobado: enero, 2015.

 

Resumen

En este trabajo se confrontan las conocidas propuestas de A. Maass, T. F. Glick y E. Ostrom, sobre las características del gobierno de las acequias valencianas y la gestión hidráulica en ellas realizada, con informaciones procedentes de los numerosos estudios sobre los regadíos de esta zona mediterránea publicados desde los años ochenta. El cotejo arroja como balance que el núcleo explicativo compartido por los tres autores glosados (gran virtualidad de la autonomía local de que gozaron los colectivos de usuarios de las aguas, quienes rigieron las acequias, articulándose con instituciones municipales y oficiales de la monarquía), se manifiesta como una propuesta teórica que mantiene plena vigencia, siendo válida para seguir guiando futuras investigaciones. Pero, al mismo tiempo, se pone de relieve que existen aspectos concretos (tales como la supuesta composición campesina de las comunidades de regantes, el carácter democrático de las entidades hidráulicas o la ultraestabilidad que se atribuye a las instituciones que regían el manejo del agua) que deben someterse a debate, puesto que no se constata su vigencia en el conjunto de huertas a lo largo de los siglos XIII-XVIII.

Palabras clave: acequias, anidamiento, comunidades de regantes, gestión hidráulica, regadío, Valencia.

 

Abstract

This paper is aimed at comparing the well-known proposals of A. Maass, T. F. Glick and E. Ostrom on the characteristics of the Valencian irrigation canals (acequias) and their hydraulic management, using information from a number of studies on the irrigation systems of this Mediterranean region published since the 1980s. In balance, the comparison shows that the explanatory core shared by the three authors (great potentiality of the local autonomy that groups of water users enjoyed, who governed the acequias and worked jointly with municipal institutions and monarchy officers) is still a fully valid theoretical proposal that can be used to guide further research. At the same time, however, it stands out that some specific aspects (such as the assumed peasant composition of irrigator communities, the democratic nature of hydraulic entities, or the extremely high stability attributed to water management institutions) should be questioned, since their validity for vegetable gardens throughout the 13th to 18th centuries cannot be confirmed.

Key words: acequias, nesting, irrigator communities, water management, irrigation systems, Valencia.

 

La imagen más difundida sobre las huertas

Los regadíos valencianos ya alcanzaron considerable reputación internacional durante el siglo XIX, quedando impregnados desde entonces de cierta aureola sublimadora que ha contaminado ideológicamente su estudio (Jaubert, 1844; Romero y Mateu, 1991: 3-103; Glick, 1991: 7-46; Peris, 2015a). Sin embargo, fue a raíz de los debates suscitados en torno a la tesis de Wittfogel que volvieron a captar la atención de los estudiosos, siendo reivindicados como paradigma para desvelar los rasgos de la gestión hidráulica y explicar los nexos que vinculan el manejo del agua con el poder político. Destaca la acogida extremamente positiva que lograron los trabajos de Thomas F. Glick sobre las huertas medievales (1970) y Arthur Maass sobre las contemporáneas (1978), investigaciones aprovechadas por Elinor Ostrom (1990) para apuntalar sus principios de diseño de instituciones comunitarias. El éxito de estas obras, decisivas teórica y conceptualmente, explica la circunstancia de que buena parte de la información que se sigue barajando en los medios académicos internacionales sobre las huertas valencianas proceda casi exclusivamente de estas celebradas monografías.

 

El punto de arranque: los debates en torno a Wittfogel

El núcleo de su propuesta consiste en aseverar que el desarrollo del regadío a gran escala, en valles fluviales áridos o semiáridos, fue institucionalmente decisivo. Requería tal organización que tendió a generar centralización burocrática y despotismo político (un poder que no reconocía controles institucionales formalizados y dictaba la normativa hidráulica). Su autor no llegó a establecer un nexo causal directo y determinante, sino que consideró a la agricultura hidráulica como «oportunidad de que aparecieran patrones despóticos de gobierno»; es decir, que la cooperación exigida por las grandes obras, o las tareas de distribuir caudal y mantener infraestructuras, derivasen en control burocrático ejercido por parte de agentes del poder central, de manera que el manejo del agua contribuyese a legitimar formas despóticas de estatismo1. Además, Wittfogel reconocía, incluso en los casos asiáticos más centralistas y autoritarios, la existencia de amplios resquicios de autonomía local, incluyendo el derecho a adoptar decisiones asamblearias, lo que para las autoridades políticas significaba la ventaja de maximizar ingresos con mínimos gastos administrativos (1966: 135, 145, 150-151), pero las consideraciones que matizan la idea central (agricultura hidráulica como circunstancia propicia para el desarrollo del control burocrático relacionado con un poder central opresor) se perdieron en el fragor de las disputas académicas2. Lo cierto es que la difusión de las ideas de Wittfogel y las posturas críticas frente a sus postulados relanzaron el interés por desvelar las características del gobierno y la gestión del agua en los regadíos valencianos que se enarbolaron como muestra de un democratismo mediterráneo que se situaba en las antípodas del despotismo oriental, desmintiendo la ligazón entre regadío a gran escala y formas de poder autoritarias (Romero y Giménez, 1994).

 

La visión de Glick sobre las huertas medievales: sólida acreditación de las ventajas de la autonomía local

Desde el afán por establecer coordenadas en la tarea de planificar obras hidráulicas, en torno a 1960, Arthur Maass comenzó a interesarse por las huertas de Valencia, Alicante y Orihuela, cotejándolas con diversos sistemas hidráulicos californianos, lo que le permitió avanzar la hipótesis de que las acequias del sudeste español funcionaron a partir de fórmulas muy positivas de gestión local. Sin embargo, fue Thomas F. Glick (1970), un discípulo suyo, quien acreditó extensamente que los espacios irrigados de la Valencia medieval no suscitaron centralización política ni propiciaron que los oficiales de la monarquía desarrollasen una administración hidráulica propia. Demostró que agricultura regada, centralización política y gestión burocrática eran variables independientes que podían generar respuestas institucionales diversas. La complejidad inherente al manejo del agua en el litoral mediterráneo potenció la conveniencia de otorgar amplios niveles de descentralización, de manera que los sistemas de riego tendieron «a ser unidades políticamente autónomas que elaboran sus propias instituciones de auto-gobierno» (Glick, 1988: 265). La virtualidad del consenso alcanzado por grupos de usuarios en contextos ecológicos específicos (desigual aridez e irregularidad del caudal que alimenta a las acequias en un radio geográfico minúsculo) explica que el manejo del agua se realizase mediante organizaciones descentralizadas, poco burocráticas, caracterizadas por un alto grado de estabilidad (según este prestigioso hispanista, durante los siglos XIII-XV, «los objetivos básicos del sistema de distribución permanecen constantes, a pesar de frecuentes —y generalmente mínimos— ajustes»; 1988: XVII y 5).

Dicho autor dejó asentado que, tras la conquista del siglo XIII, la monarquía feudal prefirió delegar el manejo del agua en organizaciones locales, puesto que estas entidades se evidenciaron como competentes para desactivar el enorme potencial conflictivo del regadío, mostrando gran capacidad para distribuir un caudal irregular de manera bastante justa y equitativa (las autoridades del reino se limitaron a mediar en conflictos intercomunitarios enquistados, permitiendo apelar a los disconformes ante los tribunales del rey). Gracias a Glick, las huertas valencianas se convirtieron en referente de descentralización y control local nada burocrático, ya que quedó acreditado que sus acequias funcionaron con base en instituciones autónomas regidas por la voluntad colectiva de los usuarios, materializada mediante acertados mecanismos participativos:

[…] la administración del regadío era celular y descentralizada […]. La autoridad consensual era la razón fundamental [del…] gobierno de la comunidad […]. La intervención de las altas autoridades era principalmente política. No realiza […] grandes inversiones […], pero incluso cuando las hacían, no buscaban centralizar su control. Actuaban como adjuntos a la tradicional autoridad celular de los regantes, y no en sustitución de esta (1988: 30-31, 93, 106, 133-135)3.

 

Las huertas contemporáneas según Arthur Maass: idoneidad de las instituciones locales para establecer y cumplir objetivos comunitarios prefijados

A. Maass elaboró un formidable cuerpo teórico-conceptual que ha permitido a los estudiosos del agua trascender el empirismo en que solían moverse este tipo de investigaciones. Sus ideas han sido tan fecundas que no solo han resultado esenciales para corregir las interpretaciones menos acertadas del despotismo oriental de Wittfogel (requisito estatal como premisa inexcusable para cualquier iniciativa de gran hidráulica). También matizan la teoría de elección racional de M. Olson (1965) y rebaten la tragedia de los comunales formulada por G. Hardin (1968)4. La tesis de Maass constituye una contribución fundamental que ha permitido a E. Ostrom (1990) sentar alguna de las bases sobre las cuales ha construido su acreditada teoría sobre la gestión comunitaria de los recursos naturales. Además, directamente o a través de Miquel Barceló (1989) y los medievalistas que practican la arqueología extensiva, viene ejerciendo una influencia magistral sobre los investigadores valencianos que estudian el manejo del agua.

Interesado por los principios de diseño que debían guiar la construcción de canales y la génesis de instituciones para regir cada sistema hidráulico, Maass invirtió la balanza entre centralización burocrática y control local, tal como la había dejado Wittfogel5. En la década de los setenta reivindicó la idoneidad de las instituciones locales de riego caracterizadas por una fuerte dimensión participativa (capaces de estimular la cohesión social y generar solidaridad cooperativa) para gestionar el agua en entornos semiáridos. El estudio de los procedimientos operativos utilizados para distribuir caudal (riego a demanda, turno, tanda o venta de agua), detectables a través de la historia legislativa —ordenanzas y pleitos— o a partir de la red de canales, ocupa un lugar central en el análisis, puesto que permite desvelar la combinación específica de objetivos —sociales, económicos y ambientales— que guiaron el diseño original, físico e institucional, de cada acequia. Para conseguir propósitos básicos (limitar el tremendo potencial conflictivo inherente al manejo del agua y evitar la injerencia de un poder político externo formalmente centralizado), los propietarios agrícolas de las huertas crearon instituciones capaces de decidir colectivamente los procedimientos operativos que debían aplicarse para distribuir caudal y ejercer un control efectivo, a fin de atenuar tensiones y alcanzar la combinación específica de objetivos perseguidos en cada caso: predominio de equidad y justicia en la rotación de turnos vigentes en la Huerta de Valencia, prioridad del control popular —mediante rígidas tandas horarias— en Orihuela y primacía de la eficiencia económica en Alicante, conseguida mediante subastas de agua (Maass, 1994: 41-46; Maass y Anderson, 2010: 14-17, 72-86, 99-104 y 123-133).

Este investigador norteamericano recalcó el papel crucial del alto grado de autonomía ejercida por los usuarios. Consideró a las comunidades de regantes de la Huerta, entidades apropiadas debido a que «se han adaptado excepcionalmente bien» a un medio natural difícil, caracterizado por irregularidad pluviométrica y aridez veraniega, inconveniente muy perjudicial porque coincide con la estación de altas temperaturas, propicias para el desarrollo de cosechas productivas muy exigentes en agua, como maíz, arroz, legumbres y hortalizas. Los miembros de cada comuna de riego gozaron de capacidad casi ilimitada para decidir colectivamente la extensión del territorio a irrigar, los procedimientos para repartir caudal, así como dilucidar las fórmulas para elegir a los oficiales encargados de administrar las aguas y concretar el tipo de competencias que se dejaban en sus manos6. Para materializar esa autonomía, los dueños de tierras regadas decidieron qué importancia relativa otorgar a cada uno de los siguientes objetivos básicos:

a) Equidad o imparcialidad en el trato a los usuarios por parte de los oficiales del canal, aspecto que incluye tanto la igualdad en la participación institucional para tomar decisiones, como disponer de un caudal proporcional a la superficie empadronada7.

b) Eficiencia productiva, alcanzada mediante una apropiada asignación del agua (máxima donde se practicaban rotaciones de cultivos que permitían obtener varias cosechas anuales), pero con un rechazo tan mayoritario a la especulación inherente al mercadeo del agua como para considerarlo pauta general.

c) Justicia social (redistribución de ingresos mediante la asignación de caudal).

d) Evitar injerencias externas a partir de propiciar una elevada «participación y control popular» de índole local, es decir, no limitado por ninguna centralización formal.

e) Capacidad de resolver con rapidez los conflictos internos a escala local, premisa fundamental que permite tratar de alcanzar de manera consensuada el resto de objetivos (Maass y Anderson, 2010: 14-17, 72-86, 99-104 y 123-133).

Considera que la Vega de Valencia destaca respecto de otras huertas por relegar la eficiencia productiva a un segundo plano (idea cuestionada por Garrido, 2011: 20), así como por conceder gran relevancia a evitar que las disputas se agudizaran durante épocas de penuria de caudal (estiajes estacionales o intermitentes años de sequía). Atenuar tensiones fue el principal objetivo tenido en cuenta a la hora de concretar la arquitectura institucional o establecer mecanismos para distribuir agua. Ambos aspectos se plasmaron mediante una cascada de decisiones adoptadas por consenso de los usuarios, dispuestos a cooperar para reducir incertidumbres y sus contingencias más indeseables; en especial, aumento de litigios y el subsiguiente peligro de que la injerencia del poder político se incrementase (Maass, 1994; Maass y Anderson, 2010: 14-17, 72-86, 99-104, 123-133 y 390). En esta serie de acuerdos básicos sobresalen:

1. Evitar que el perímetro irrigado se expandiera, a fin de disponer de caudal durante las penurias hídricas y garantizar la vinculación agua-tierra (2010: 76-78, 393 y 408).

2. Adoptar gran flexibilidad a corto plazo en los procedimientos operativos para repartir caudal, según el contexto fuese de abundancia, estiajes veraniegos o sequía, evitando que la inseguridad intensificara las tensiones entre regantes (los complejos mecanismos necesarios para distribuir agua en estas condiciones exigen una enérgica supervisión local: «cuando menos automáticos fuesen […], más fuerte tendría que ser la organización comunitaria para gestionar, controlar y vigilar el sistema de distribución, y para resolver los conflictos»; 2010: 50, 60-66, 395).

3. Consolidar potentes entidades locales con las cuales paliar los inconvenientes derivados de la precariedad del riego (2010: 395).

4. La celeridad requerida para mantener las infraestructuras en buenas condiciones o atajar conflictos obligó a conferir considerable poder arbitrario a las autoridades hidráulicas, en especial durante coyunturas críticas, pero esta atribución se equilibraba gracias a la participación de los usuarios en asambleas destinadas a dilucidar cuestiones importantes, así como por sus prerrogativas para denunciar los abusos cometidos por los oficiales de la acequia en el ejercicio de su cargo8.

 

E. Ostrom: las acequias valencianas, referente mundial de gestión comunitaria

El núcleo de las aportaciones de T. F. Glick (1970) y A. Maass (1978) permitieron a Elinor Ostrom (1990) apuntalar y redondear sus tesis sobre las instituciones que gestionan recursos de uso comunitario -CPR- de manera exitosa mediante una acción colectiva cooperativa (Ostrom, 2011: 135-155; Garrido, 2011). Dicha autora enunció ocho principios de diseño que subyacen en las entidades que administran recursos naturales de manera adecuada, entendiendo por tales aquellas que han conseguido mantener durante mucho tiempo una alta eficiencia económica sin haber sacrificado la cohesión social. De todos los principios (claridad de quienes tienen acceso al recurso, adaptación de normas a las condiciones locales, participación de usuarios en la toma de decisiones y en las tareas de supervisar su aplicación, mecanismos para resolver conflictos, etcétera) destaca su configuración como entidades anidadas que se articulan con organismos políticos de mayor alcance, lo que evita centralizar decisiones, posibilitando que sean múltiples niveles de instituciones cooperativas los que gestionen el recurso9.

Esta afamada autora considera a las agrupaciones de regantes de las huertas instituciones CPR idóneas, tanto por su dilatada trayectoria —que llega a cubrir más de ocho siglos— como por la eficiencia económica y social alcanzada en un contexto de gran conflictividad latente. La idea central de su argumentación consiste en destacar que la conflictividad inherente al manejo del agua en contextos semiáridos fue resuelto de forma excepcionalmente efectiva por diversos tipos de colectivos de regantes, institucionalizados como entidades locales autónomas que conseguían asignar caudal y supervisar el funcionamiento de la acequia de manera flexible, rápida y barata (2011: 137, 140-148 y 182-183). Destaca la capacidad demostrada para adaptarse a coyunturas pluviométricas muy irregulares y a un caudal fluvial no menos variable, reduciendo antagonismos a base de generar amplios consensos. Recalca que las instituciones diseñadas en las acequias valencianas durante la época medieval para regular los usos del agua (según ella integradas por colectivos campesinos organizados en comunidades de irrigación autónomas, con un alto componente consuetudinario), «han resultado adecuadas para resolver conflictos, asignar el agua de manera predecible y asegurar la estabilidad»; concluye subrayando que, aunque siempre existió «un potencial considerable de violencia entre los irrigadores», ésta «nunca se desencadenó de manera alarmante» (2011: 143). La clave de la idoneidad de las comunas de regantes del sudeste español reside en el alto grado de libertad reconocido por los poderes políticos a los usuarios de las aguas para diseñar y modificar aquellas instituciones por las que debían regirse, lo que les confería altos niveles de legitimidad, de la que emanaba una gran eficacia organizativa (2011: 154). La solvencia para alcanzar consensos que fuesen cumplidos resulta de la concurrencia de varios factores. En primer lugar, la autonomía era un rasgo conveniente, puesto que el manejo del agua debía realizarse en unos contextos ecológicos caracterizados por una gran diversidad edafológica, hidrológica y climática. También porque la tradición participativa de las entidades municipales permitió reducir el componente burocrático requerido por el manejo del agua10. Precisamente por ello, resulta crucial que la génesis y consolidación institucional de las agrupaciones de regantes fuese previa a la configuración de un Estado dotado de un sólido aparato burocrático capaz de conseguir que la normativa legislada desde el poder central fuese cumplida de manera efectiva (2011: 154, 244, 254 y 355-357). Por encima de la variedad de mecanismos operativos utilizados para distribuir caudal según zonas y coyunturas (habitual turno en la Huerta de Valencia, mientras que la tanda —rotación, pero con un tiempo asignado a cada superficie— predominó en Orihuela y la venta de agua adquirió gran relevancia en Alicante)11, el rasgo definitorio fue la capacidad de alcanzar consensos funcionales gracias al capital social comunal-cooperativo atesorado durante generaciones y la descentralización lograda mediante instituciones anidadas (2011: 310-320 y 355-358).

 

Una propuesta de actualización acerca del esquema explicativo sobre el manejo del agua en las huertas valencianas

La notable avalancha de publicaciones recientes

Glick y Maass utilizaron buena parte de la mejor bibliografía clásica sobre el hidraulismo valenciano, pero no pudieron disponer del caudal informativo contenido en la gran cantidad de estudios publicados desde la década de 1980, que comprende varias docenas de libros —entre ellos monografías muy valiosas— y centenares de artículos. A la tradición geográfica, impulsada por Antonio López Gómez y sus discípulos12, cabe añadir las aportaciones de medievalistas, en especial quienes practican la arqueología hidráulica formulada por M. Barceló13. Menos nutrido es el grupo que estudia el manejo del agua durante los siglos XVI-XVIII (A. Alberola, M. Ardit, Pérez Medina, D. Bernabé y yo mismo) o época contemporánea (S. Calatayud, M. Ferri, S. Garrido e I. Mangue). La mayoría de trabajos en los que el influjo estimulante de T. F. Glick es más que evidente14 realizan relevantes aportaciones empíricas15. Pero, además, no faltan estudios que trascienden este nivel y ponen en relación los rasgos de las comunidades de regantes valencianas con los debates teóricos suscitados en torno a la perspectiva neoinstitucionalista sobre gestión de recursos naturales, ámbito en el que destacan Calatayud, Garrido o C. Sanchis, y en el que yo mismo trato de participar.

En un balance acerca de lo publicado en las últimas tres décadas, el principal inconveniente reside en la hiperespecialización cronológica, temática y metodológica en que se encierra cada sector académico. La falta de diálogo entre las diferentes perspectivas (geográfica, arqueología extensiva y el neoinstitucionalismo de quienes cultivan la historia económica) deriva en forma de carencia de síntesis, lo que dificulta elaborar un compendio que permita hacer inteligible la evolución seguida en el manejo del agua en el muy largo plazo, que cubra desde la sociedad andalusí. Pese a ello, resulta factible tratar de realizar el arriesgado ejercicio de confrontar las propuestas comentadas con la nutrida información disponible sobre las acequias valencianas, a fin de deslindar el núcleo explicativo fundamental (que se mantiene vigente, válido e iluminador) de aquellas otras cuestiones que sería conveniente someter a debate, propósito del que me ocupo en las páginas siguientes.

Elementos fundamentales que resultan corroborados

La primera idea básica a retener es que en el territorio valenciano no se mantuvo vigente ninguna dicotomía entre organizaciones de regantes completamente autónomas, de una parte, y otras entidades que se articulaban con poderes políticos externos, en las que el control de la irrigación se presupone ejercido por élites foráneas vinculadas con la autoridad estatal (Kelly, 1983). Desde la conquista del siglo XIII, todas las acequias de cierta entidad, que beneficiaban espacios irrigados macro y meso16, han mantenido diversos grados de imbricación con los municipios y con el poder político central, materializados mediante fórmulas que fueron variando según lugares y épocas (Peris, 2014c). Ello no obsta para que persistiese una autonomía hidráulica muy sólida. Fue así porque, en lugar de competir con los usuarios por ejercer el control del agua, los poderes políticos delegaron en agrupaciones de regantes buena parte de las atribuciones que les correspondían jurídicamente, a condición que éstas fueran capaces de alcanzar y aplicar consensos (Franquet, 1864; Maass y Anderson, 2010; Peris, 2008 y 2015a).

La monarquía feudal y el Estado contemporáneo dispusieron de suficiente poder coercitivo como para haberse atribuido el control de las aguas. Sin embargo, no lo hicieron. Dejaron un margen muy amplio de autonomía en el funcionamiento de las acequias, siempre que esto no repercutiera negativamente sobre el aprovechamiento del caudal. La gestión de sistemas de regadío extensos en espacios semiáridos es una tarea tan compleja como para no haber resultado atractiva para una monarquía con un potencial burocrático reducido. El único objetivo perseguido por los oficiales de la corona fue de tipo fiscal: incrementar los tributos (en especial el tercio-diezmo), gracias al aumento productivo propiciado por el desarrollo de una agricultura intensiva, evitando las complejidades inherentes al manejo del agua. Las autoridades del reino intervinieron tan poco como les fue posible. Solo lo hicieron cuando resultó imprescindible para el correcto funcionamiento de las acequias —porque faltaba el mínimo consenso— o para propiciar la ampliación del área irrigada17. Pero el creciente control de la corona sobre los ayuntamientos y la progresiva entidad de la propiedad forastera, procesos amplificados durante el Setecientos, estimularon el paso del poder hidráulico tradicional —hasta entonces vinculado a los concejos municipales— al binomio Estado y comunidades de regantes, mutación culminada durante la Revolución Liberal decimonónica (Romero y Peris, 1992: 262-266; Peris, 2008: 134-136; 2014a y 2014c)18.

El rasgo común de los heterogéneos regadíos valencianos, vigente durante los siglos analizados, no es otro, pues, que la existencia de altos niveles de autonomía local, característica fundamental que requiere ser esclarecida.

La omnipresencia de instituciones de riego cooperativas de carácter descentralizado debe entenderse como resultado de diversos factores. De una parte, a causa de la diversidad ecológica, económica y socio-política que caracteriza al País Valenciano, territorio poco extenso donde coexistían zonas desiguales en lo que se refiere a la aridez ambiental, la permeabilidad del suelo, el grado de intensificación agrícola, la orientación comercial de las cosechas, los niveles de desposesión del campesinado y la condición jurídica de realengo o señorío, etcétera. Por otro lado, dicha autonomía también deriva de la discontinuidad geográfica de las áreas irrigadas, ya que se trata de una franja litoral atravesada por modestos ríos, donde las huertas se fueron formando mediante la agregación sucesiva de pequeños regadíos inicialmente inconexos (Mateu, 1989; Sanchis, 2001: 61-110 y 152-171; Hermosilla, 2002-2009).

No obstante, la causa primordial que dio origen a instituciones de riego autónomas fue, sin duda, la necesidad de limitar el potencial conflictivo inherente al manejo del agua, reduciendo el grado de incertidumbre que pudiera afectar al desarrollo de ciclos de cultivos intensivos exigentes en agua. Para alcanzar dicho objetivo fue necesario cumplir una premisa: perfilar, mediante una práctica empírica acumulativa, complejos mecanismos para distribuir caudal. Debían ser flexibles para adaptarse a ecosistemas específicos, a la condición privilegiada de algunos grupos de usuarios, así como a coyunturas hídricas bastante irregulares19. Conseguir en estas condiciones una distribución relativamente equitativa del agua requería un control tan directo e inmediato que solo estuvo al alcance de entidades comunitarias aglutinadas gracias al consenso que vinculaba al conjunto de usuarios.

La mayor facilidad para alcanzar acuerdos en el marco local, así como las ventajas inherentes a vigilar la aplicación de la normativa pactada, explica la conveniencia de dejar que el manejo del agua fuese realizado por los regantes mediante asociaciones imbricadas con instituciones municipales (Peris, 2008; 2014c y 2015a). El consenso ha sido la principal fuente de autoridad: facilitó que la supervisión de los preceptos adoptados resultase eficaz, rápida y barata, de manera que las sanciones fueron casi siempre proporcionadas y se mantuvieron habitualmente bajas, al tiempo que propició una alta perdurabilidad de los códigos hidráulicos (Glick, 1988; Ostrom, 2011).

La pauta fundamental por la que se rigió el manejo del agua en las huertas valencianas, desde la sociedad andalusí hasta tiempos contemporáneos, fue la descentralización. Mediante anidamientos institucionales («autogestión de unidades pequeñas dentro de sistemas […] más amplios», en palabras de Ostrom, 2011: 320), tanto formalizados como de carácter informal20, se evitó centralizar decisiones. Fueron múltiples niveles de entidades cooperativas quienes llevaron a cabo la gestión del agua. Sucesivos anidamientos horizontales permitían maximizar la autonomía local, ya que los macrosistemas se subdividían en distritos administrativos (zonas, términos municipales, etcétera) y, dentro de cada uno de ellos, según los canales secundarios y terciarios. De esta forma, era más asequible conseguir adecuados niveles de cooperación, así como lograr la flexibilidad imprescindible para adaptarse a la irregularidad hídrica. Además, se optimizaban las ventajas inherentes a la supervisión mutua, evitando un rigor punitivo excesivo y desperdicios de caudal. Por último, las imposiciones externas se dificultaban, la formación de burocracias hidráulicas se limitó y se hizo menos necesario tener que recurrir a mercantilizar el agua.

Mediante la estrategia de autonomía delegada se respondía tanto a la general complejidad hidráulica como a los efectos derivados de sucesivas ampliaciones del área irrigada, consiguiendo que las «reglas de apropiación y restauración» estuviesen adaptadas a condiciones locales específicas, facilitar la supervisión y reducir los inconvenientes derivados de la hipertrofia del componente burocrático21. Con diversos anidamientos territoriales, que afectaban a segmentos espaciales o al territorio beneficiado por cada canal secundario o terciario, se descentralizó la gestión del riego y se conseguía que los usuarios de cola del sistema hidráulico pudiesen ejercer una mayor vigilancia sobre los de aguas arriba o que los señoríos enclavados dentro de una huerta extensa dispusieran de normativa específica (García Edo, 1994; Bernabé, 2010).

Debemos aclarar que, en contraste con la descentralización que afectó a la gestión hidráulica en las grandes huertas, que dejaba la administración del riego en manos de unidades territoriales fragmentarias, la jurisdicción sobre las aguas tendió a mantenerse centralizada para el conjunto de cada macrosistema, a fin de mantener la coherencia global, como expone D. Bernabé, refiriéndose al Bajo Segura durante el XVIII22.

La articulación de los colectivos de regantes con los poderes políticos externos (municipios, monarquía y señores feudales entre los siglos XIII y XVIII) fue mutuamente provechosa, tanto para los usuarios del agua como para quienes obtenían tributos o rentas con el desarrollo de una agricultura intensiva, propiciada por el adecuado empleo de recursos hídricos (Branchat, III, 1786). Los concejos municipales facilitaron el funcionamiento de instituciones colectivas de regantes, al tiempo que el manejo del agua propició solidaridades verticales y mayores grados de cohesión en el seno de cada comunidad rural (Ferri, 2002: 53). Por su parte, la monarquía feudal o el Estado contemporáneo, dotados jurídicamente de amplias potestades hidráulicas, consciente de las dificultades para imponer normas coercitivas, delegaron sistemáticamente atribuciones en favor de entidades que agrupaban a los regantes. En cuanto al tipo de relaciones que vincularon a la monarquía con los usuarios del agua debe recalcarse que la colaboración predominó casi siempre sobre los antagonismos. Los poderes políticos corroboraron a las instituciones locales que gestionaban el riego (principio de diseño séptimo en el esquema de Ostrom; 2011: 183-184) y se limitaron a arbitrar en los conflictos agudos23. Únicamente durante circunstancias excepcionales llegaron a aplicar una coerción muy autoritaria: la mayoría de ocasiones para reforzar el poder sancionador de las entidades de riego (como cuando ratificaba normativa interna, elevándola a la categoría de ordenanzas) o para propiciar el cobro eficaz de tasas. Solo en una minoría exigua de casos las autoridades políticas intervinieron para imponer criterios externos no asumidos por los regantes como ocurrió, por ejemplo, entre 1768 y 1850, en la Acequia Real del Júcar o la Acequia Mayor de Sagunto (Peris, 1992: 288-295 y 2001: 39-46; Ferri, 2002: 57-111; Calatayud, 2013).

Una idea fundamental debe ser recalcada: la importancia crucial de la precocidad relativa de las instituciones comunitarias autónomas respecto a los poderes políticos dotados de capacidad burocrática, circunstancia a la que Ostrom alude de pasada (2011: 154). Las organizaciones que regían las grandes huertas valencianas merecen ser consideradas exitosas dado que han persistido y evolucionando acertadamente (algunas durante más de ocho siglos, desde sus remotos orígenes andalusíes), manteniendo un alto grado de funcionalidad, pero no deberíamos sobreentender que mayor antigüedad equivale automáticamente a superior idoneidad organizativa. En la medida en que el poder político central fue más endeble en épocas remotas (como las taifas musulmanas o la monarquía feudal medieval), su propia insolvencia para controlar el manejo del agua propició la génesis y consolidación de potentes agrupaciones de regantes. Con posterioridad, éstas no cesaron de ganar legitimidad, en la medida en que se mostraron competentes para reformular consensos e idóneas para adaptarse a sucesivas circunstancias evolutivas, acumulando un valioso capital social de carácter empírico. El protoestado feudal de los siglos XVI-XVIII o el posterior Estado liberal aumentaron su capacidad burocrática y poder coercitivo, pero no tuvieron reparo en seguir reconociendo una amplísima autonomía en favor de aquellas organizaciones de regantes consolidadas, capaces de elaborar y hacer cumplir consensos que permitían sostener un sistema agrario muy productivo (Glick, 1991: 24-27; Ardit, 1993; Calatayud, 2013). Únicamente cuando la conflictividad se exacerbaba, amenazando con provocar el colapso de sistemas hidráulicos (como ocurrió en Orihuela a comienzos del XVII, como describe Nieto, 1980: 15-16), o bien, cuando se proyectó construir acequias o ampliar espacios irrigados, las autoridades políticas centrales aplicaron todo su poder para asegurar el óptimo aprovechamiento del caudal o vencer la resistencia de quienes venían gozando del agua frente a las pretensiones de quienes pretendían acceder a ella (Peris, 2008: 136; Ferri, 2002: 57-162). Mayor antigüedad equivale, pues, a facilidad para surgir y cuajar potentes entidades autónomas, lejos de la sombra de un poder político que pudiera bloquearlas o asfixiarlas, ya que cubrían un importante vacío organizativo. Por el contrario, desde el momento en que actuó una autoridad política central dotada de alta capacidad de control, rasgo detectable desde final del XVIII, las entidades encargadas de agrupar a los usuarios de las aguas únicamente pudieron surgir, arraigar y robustecerse, previo reconocimiento gubernamental, dentro del marco jurídico creado por el esbozo de política hidráulica del Despotismo Ilustrado o las Leyes de Aguas de 1866 y 1879 (Franquet, 1864; Ostrom, 2011: 183; Calatayud, 2013).

Principales aspectos a debatir

Las tesis comentadas resultan correctas por lo que se refiere a las virtualidades del control local ejercido por colectivos de propietarios de tierras regadas que desarrollaron una gestión hidráulica autónoma y participativa. Es innegable que el poder político delegó la mayor parte de competencias sobre el agua en favor de entidades comunitarias, así como que éstas consiguieron desalentar o frenar puntuales tentaciones intervencionistas, pero resulta de todo punto pertinente, en vista del cúmulo de evidencias acopiadas en los trabajos publicados desde los años ochenta, someter a debate tres aspectos:

1) Cuestionar que quienes ejercieron la autonomía local en las acequias hayan sido, siempre y en todas las huertas, organizaciones campesinas.

2) Impugnar que el funcionamiento de las entidades de riego se hayan caracterizado desde el siglo XIII por el carácter democrático que se les suele atribuir (en este sentido, resulta esclarecedor dilucidar si el cumplimiento de los objetivos de igualdad y equidad fue tan palmario en los canales valencianos durante la etapa feudal, como cuando Arthur Maass los visitó a mitad del siglo XX).

3) Deliberar acerca de la hiperestabilidad que supuestamente caracterizó a las organizaciones hidráulicas, insistiendo en el papel positivo que los conflictos llegaron a desempeñar como catalizador de acertadas mutaciones institucionales.

Una cuestión previa: la representatividad de las informaciones manejadas

Una primera apreciación consiste en esclarecer si la base empírica sobre la cual se sustentan los estudios de Glick y Maass resulta sólida y representativa. Evidentemente, no cubrieron la amplia heterogeneidad que caracteriza a los regadíos valencianos24; pero ello no quita fuerza —en mi opinión— a los resultados obtenidos a partir de una muestra restringida que se limita esencialmente a estudiar las huertas de Valencia, Alicante y Orihuela (tres casos específicos que comparten remotos orígenes andalusíes y ubicación alrededor de tres de las principales ciudades del territorio).

Mayor relevancia posee, a mi entender, la falta de información sobre los tres siglos del Antiguo Régimen, carencia que pone en peligro la historicidad del conjunto de la explicación elaborada. Ostrom recoge ideas de Glick, relativas a los siglos XIII-XV, y las conecta con otras manejadas por Maass, la mayoría de las cuales se refieren a las décadas centrales del siglo XX. Este planteamiento de análisis induce a cierta percepción de inmutabilidad que está reñida con el razonamiento diacrónico propio de la investigación histórica. Parece como si la rigidez del diseño inicial de los sistemas hidráulicos actuase como pesada losa que impidiese evolucionar en lo fundamental, incluso institucionalmente, lo cual es discutible (Glick, 2007). La bibliografía reciente sobre los regadíos valencianos permite objetar que las acequias fuesen tan ultra estables como Maass y Ostrom expusieron. Volveré sobre este punto al referirme al nexo que liga conflictividad e innovaciones organizativas en las huertas mediterráneas.

Las comunidades de regantes, ¿instituciones campesinas?

Una idea fundamental que requiere ser debatida es si las instituciones de riego, mediante las cuales se regía el manejo del agua, fueron siempre, desde la remota sociedad andalusí hasta final del siglo XX, entidades integradas por modestos agricultores. Ciertamente, tuvieron el carácter de agrupaciones comunitarias que propiciaron la colaboración de colectivos tan amplios como heterogéneos y posibilitaron alcanzar consensos tan difíciles como fecundos, capaces de impulsar un desarrollo agrario extraordinario. Pero, ¿pueden tipificarse como agrupaciones campesinas? La respuesta es que no siempre ni en todas las huertas. Los miembros de las entidades mediante las cuales se gobernaban las acequias —comunas de hereters en la terminología más tradicional— han sido los propietarios de tierras con derecho a ser regadas. Esto significa que las comunidades estudiadas sí fueron organizaciones esencialmente campesinas en la etapa andalusí o durante los primeros siglos de vigencia del sistema feudal y volvieron a serlo en la segunda mitad del siglo XX, pero no pudo ser así durante otras etapas —en especial los siglos XVIII y XIX—, sobre todo en ámbitos periurbanos en los que predominó la propiedad nobiliaria, eclesiástica y burguesa, siendo los campesinos-regantes meros arrendatarios excluidos de los procesos de toma de decisiones (Ardit, 1993, I: 139-174, 215-250 y II: 9-35; Peris, 2003b:133-137).

¿Una gestión democrática?

Resulta impecable tipificar al manejo del agua realizado en las huertas valencianas desde el siglo XIII como caracterizado por una amplia autonomía, impregnada de fuerte dimensión participativa. Pero, ¿es adecuado calificar la gestión hidráulica en ellas realizada como democrática o de control popular, como hacen Maass y Ostrom?25 En las acequias se combinaron modalidades de representación territorial —términos municipales, brazales, etcétera. —con fórmulas de participación estamental u oligárquica, pero debemos precisar que, hasta bien avanzado el siglo XX, las relaciones entre regantes no fueron tan igualitarias (ni siquiera equitativas), como se ha venido sosteniendo para marcar el contrapunto con el despotismo oriental de los grandes regadíos asiáticos. Se ha tendido a sobrentender —erróneamente— que las organizaciones locales no despóticas deben conceptualizarse como democráticas, pero ocurre que el manejo del agua siempre está en consonancia con el modelo social y político imperante, de manera que hay que cuestionar que fuese viable algún control popular o una participación democrática durante la época medieval o el Antiguo Régimen. El carácter oligárquico resulta evidente puesto que una reducida élite de rentistas urbanos fue capaz de monopolizar e instrumentalizar en su provecho el gobierno de las aguas, como demuestran las acequias de Orihuela, Mestalla —en la Huerta de Valencia— y tantos otros ejemplos (Romero-Peris, 1992: 266; Peris, 2003b: 133-136 y 2014b). De forma excepcional, resulta admisible un cierto componente democrático, en la medida en que los códigos hidráulicos incluían mecanismos que trataban de limitar el enorme potencial de desigualdad y arbitrariedad inherente a las sociedades estamentales (como ocurrió en la Acequia Real de Alzira entre 1620 y 1771) pero, incluso en estos casos, resulta imprescindible discernir entre normativa jurídica y funcionamiento real, siempre mucho más restrictivo de lo que se deduce de una lectura superficial de las ordenanzas (Jaubert, 1844, I: 52; Romero, Peris y Pellicer, 1994; Peris, 1992 y 1997).

Entre los siglos XIII y XIX estuvieron vigentes diversas modalidades de control oligárquico (dominio hidráulico por parte de miembros de la elite local), ejercido tanto formal como informalmente, que incluía las siguientes competencias:

a) Decidir qué personas habían de ocupar los cargos de la acequia.

b) Determinar qué mecanismos operativos debían aplicarse para distribuir caudal en cada coyuntura climática y vigilar que fuesen ejecutados.

c) Supervisar la jurisdicción de aguas en primera instancia, decidiendo el rigor punitivo que correspondía aplicar, en cada contexto, a las infracciones denunciadas.

d) Elaborar y modificar normativa, en colaboración con los oficiales de la corona.

e) Decidir qué tareas de mantenimiento realizar, así como concretar las fórmulas para financiarlas (excepto cargar crédito censal, que requería licencia del rey).

f) Limitar el crecimiento de la superficie regada, frenando usurpaciones de agua.

g) Concretar la coordinación con otras acequias de la misma cuenca fluvial.

Conviene no perder de vista dos hechos clave. El primero, que en todas las acequias fue una junta reducida (denominada según lugares de gobierno, de electos o particular), el órgano encargado de tomar acuerdos relevantes, limitándose las juntas generales de regantes a validar formalmente decisiones ya adoptadas de una agenda cerrada. También hay que ponderar la potencia de relaciones clientelares que vinculaban, mediante nexos de subordinación, a la élite dominante (estamentos privilegiados de época feudal o caciques decimonónicos) con la masa de población rural. Veamos, pues, quiénes participaban en las asambleas y qué alcance efectivo tuvieron este tipo de reuniones.

En la Huerta de Valencia, hasta pleno siglo XX, gran parte de los campos eran propiedad de terratenientes urbanos quienes cedían sus parcelas a cultivadores. Más de tres cuartas partes de la superficie agrícola llegaron a arrendarse (Jaubert, 1844, II: 227; Romero y Mateu, 1991: 67-75), de manera que una amplia mayoría de campesinos-regantes no pudieron participar en las comunas o solo lo hicieron, de manera informal e indirecta, a través del respectivo propietario-arrendador26. Quien gozaba del derecho a participar en juntas generales era el dueño del campo, no el cultivador, lo que impide presentar a las entidades de riego como «organizaciones colectivas de agricultores [… que] crearon sus propios e independientes órganos de gobierno»; debido a que la gran masa de arrendatarios quedaba al margen, «la autonomía quedaba limitada a los propietarios» (Romero y Mateu, 1991: 75). La institución clave no fue una Junta General democrática, sino la Junta de Gobierno, órgano decisorio donde el poder hidráulico estuvo detentado por un puñado de miembros de la élite capitalina. Hemos de concluir, por tanto, que la autonomía local fue compatible, entre los siglos XIII y XIX, con un acentuado control oligárquico. El gobierno de las aguas estuvo en manos de exiguas élites, aunque su ejercicio estuvo limitado por la dimensión participativa que correspondía al conjunto de propietarios de campos regados27. Además, hay que tener presente que el potencial de control popular estuvo atenuado —e incluso bloqueado— por mecanismos clientelares que vinculaban, de manera subordinada, a modestos regantes y grandes hacendados (una forma de patología social). En definitiva, que una reducida oligarquía residente en la capital se atribuyó la representación del conjunto de usuarios en cada sistema hidráulico y ejerció sobre las aguas del río Turia un dominio de clase nada democrático. A ello se une la circunstancia que la indefinición de la normativa durante dilatados periodos propició que esta élite pudiese actuar con un grado de arbitrariedad más que notable28.

El estudio de la Acequia de Alzira, primera sección de la futura Acequia Real del Júcar, resulta especialmente revelador. El gobierno y la gestión de este canal parece responder al pretendido carácter democrático que se atribuye a los canales valencianos, ya que las Ordenanzas de 1620 otorgaban el poder decisorio a una asamblea —Concejo General—, en la que tenían derecho a participar todos los propietarios de tierras regadas, al margen de cuál fuese la superficie poseída (Figura 2). Sin embargo, a poco que profundicemos, este rasgo virtual se desvanece, aflorando el dominio efectivo ejercido por parte de la exigua minoría de rentistas que detentaba el poder municipal en Alzira y Algemesí sobre el conjunto de usuarios. A comienzos del XVII ya se denunciaba que «entre diez o doce [personas] están repartidos todos los oficios […], en notable daño de toda la Comunidad» (cit. Peris, 1992: 181). La situación no era mejor en 1767, cuando Carlos III reconocía que, desde hacía medio siglo, los regidores municipales venían monopolizando el gobierno hidráulico con el único propósito de lograr el provecho personal y de su grupo de secuaces:

[…] haciendo patrimonio suio estos empleos, para aprovecharse de los emolumentos […] y dirigir las cosas en conveniencia y utilidad de sus haciendas […] y sus parcialidades [… De] aquí nacía que entre los de una misma pandilla […] se habían estancado los oficios, que les hacían producir unos réditos inconsiderables, pues las mondas [limpiezas del canal] las procuraban hacer en tiempo no proporcionado, y a las veces sin precisión alguna, para lograr así maior número de dietas (cit. Peris, 1995: 186-187).

El mismo carácter restrictivo constatado en la Vega de Valencia o la Ribera del Júcar se evidencia también en huertas donde el agua era objeto de compraventa, como A. Alberola expone, refiriéndose a Alicante. El control del riego estuvo ejercido allí «por una oligarquía integrada […] por miembros de la nobleza urbana, el clero y algún comerciante enriquecido». En 1823 los poseedores de más de nueve hilos de agua vieja, «pese a suponer algo menos del 5 por 100 […] de titulares», disponían de más de 31% del caudal, lo que les convertía en «árbitros del riego y en especuladores en los momentos de máxima escasez»; en 1844, doscientos aguatenientes ejercían un dominio incontestable sobre 2000 propietarios agrícolas (Alberola, 1990: 209-210).

Esta falta de carácter democrático en los canales de riego durante la etapa feudal debe relacionarse con dos factores. De una parte, con la esencia antiigualitaria inherente a las sociedades estamentales, en las que la pauta ordinaria fue que se atribuyeran distintos derechos y obligaciones a cada colectivo, en función de la posición relativa que ocupaban dentro de la jerarquía social vigente29. Por otro lado, también responde al hecho que el grado de equidad aplicado en tiempos medievales o durante el Antiguo Régimen fue bastante menor del que A. Maass constató en las huertas contemporáneas (2010: 72-41-42, 72-73, 114 y 160-162; Garrido, 20011: 18-21). Entre los siglos XIII y XVIII la proporcionalidad entre caudal, superficie beneficiada y contribución a los gastos de mantenimiento (Ostrom, 2011: 138)30, así como la igualdad de cara a participar en la gestión hidráulica, fueron criterios aplicados de manera laxa31, viéndose limitados por numerosas excepciones. La situación usual, hasta consagrarse el triunfo de la Revolución Liberal, fue más bien la contraria: que algún colectivo resultase aventajado en detrimento del resto, gozando de prioridad, bien de manera constante o solo durante las endémicas coyunturas de agua escasa. Diversos privilegios históricos otorgaron el control efectivo de la acequia a algún subconjunto de regantes o les asignaban una dotación superior de caudal. Los beneficiados solían ser vecinos de la ciudad o villa real emplazada aguas abajo, aunque allí donde se experimentó una ampliación importante del perímetro irrigado los favorecidos pertenecían al colectivo de dueños de tierras regadas desde más antiguo (Ferri, 1997: 79-81 y 2002: 25-28, 41-44 y 72-73; Romero, Peris y Pellicer, 1994; Peris, 1992: 160-163 y 2003a: 63-64, 95-100)32.

La percepción de injusticia por parte de los perjudicados, derivada de situaciones inequitativas, fue la causa primordial que desencadenó estallidos de conflictividad aguda en coyunturas de déficit hídrico. A su vez, la necesidad de reconstruir consensos, con el objetivo de reducir tensiones, actuó como catalizador de relevantes transformaciones institucionales, aspecto que analizo en el siguiente epígrafe.

¿Fosilización del diseño inicial o cambios para resolver conflictos agudos?

Una cuestión primordial, que reclama ser debatida, es hasta qué punto el diseño inicial —físico e institucional— se mantuvo durante siglos, apenas afectado por modestos ajustes adaptativos, o, por contra, se experimentaron transformaciones notables33. En lo que se refiere a mutaciones organizativas hay que investigar sobre su intensidad y alcance, pero también dilucidar si fueron una simple estrategia resilente mediante la cual acomodarse a cambios externos de todo tipo (ecológicos, económicos, sociales y políticos), o también respondían a causas endógenas que incitaban a modificar la jerarquía de objetivos que guiaba al colectivo de usuarios del agua. A mi parecer, en todos los sistemas hidráulicos de escala macro y meso hubo una combinación desigual de cambios y persistencias (el grado de perdurabilidad institucional fue ciertamente alto, pero sin llegar a la pretendida inmutabilidad, sino a una acentuada tendencia a la estabilidad), de manera que únicamente en minúsculos espacios irrigados de terrazas montañosas pudo regir un grado de rigidez tan fuerte como el que guía la propuesta de Miquel Barceló (1989).

Estoy convencido que se viene exagerando el grado de continuidad vigente en las huertas valencianas entre los siglos XIII y XIX. Glick minimizó los cambios operados en las acequias durante las épocas medieval y moderna34, y medievalistas como J. Torró (2005), E. Guinot (2007) o F. Esquilache (2007) circunscriben las transformaciones al tránsito de la sociedad andalusí a la feudal35. A esta postura, que subraya las permanencias, cabe plantearle dos objeciones fundamentales (Peris, 2015b). En primer lugar, el espectacular aumento de la superficie irrigada en el País Valenciano a lo largo de la dilatada etapa feudal, resultado de construir macrosistemas fluviales y ampliar espacios irrigados andalusíes36, novedad que no pudo dejar de afectar al tipo de gestión hidráulica realizada, pero también la relevancia de los cambios generales —económicos, sociales y políticos— experimentados en el reino. En este sentido, resulta revelador que incluso allí donde la superficie regada no experimentó ampliaciones importantes, como la Huerta de Valencia, se produjesen transformaciones agrícolas tan relevantes (polarización de la estructura de la propiedad, difusión de rotaciones de cultivos muy intensivas, creciente orientación comercial de las cosechas, etcétera) que resulta difícil creer que dejaran de afectar a las fórmulas organizativas mediante las cuales se regulaban los usos del agua.

Los factores que impulsaron mutaciones institucionales en las acequias fueron de índole muy diversa, tanto específicos de las huertas (destrucciones ocasionadas por riadas catastróficas, ampliación del espacio irrigado, intensificación agrícola, etcétera) como la propia evolución socio-política. De entre todos ellos deberíamos insistir en el hecho de que los conflictos agudos entre colectivos de regantes actuaron como potente catalizador de importantes transformaciones que afectaron al gobierno y a la gestión del agua.

Desde los clásicos estudios de L. Coser (1970), Lederach, D. North (1990) o K. W. Kapp se viene aceptando que las pugnas antagónicas son susceptibles de actuar como estímulo impulsor de acertadas evoluciones organizativas. Se trata de una noción relevante, ya expuesta por Glick en su clásico estudio, que ha pasado más desapercibida de lo que debiera a ojos de los estudiosos. Este autor aludió al «papel positivo del conflicto en la vida comunal», puesto que tiende a impulsar una normativización jurídica que actúa como herramienta capaz de desactivar peligrosas rivalidades (1988: XXIV, nota 11). También, M. Ferri ha tenido muy presente esta idea (2002; 57-110), hasta el punto de que uno de los capítulos que integran su libro sobre los regadíos del Palancia se titula «La conflictividad como origen del cambio (1790-1850)». Es importante profundizar en ello puesto que, a mi entender, Ostrom tiende a minimizar la entidad de los conflictos sufridos en las acequias valencianas, reduciéndola a su mínima expresión y eludiendo los casos más furibundos, quizá para justificar caracterizarlas como entidades exitosas, hasta el punto de sostener que «la violencia nunca se desencadenó de manera alarmante» y referirse a la «ausencia de conflicto crónico entre agricultores», como muestra de la eficiencia alcanzada en la distribución del agua (2011: 143-145), lo que choca con noticias recogidas en numerosas publicaciones (por ejemplo, Castillo, 1997; Calatayud, 2013, etcétera).

Sostengo al respecto dos proposiciones básicas: a) la necesidad de reconocer la existencia de manifestaciones conflictivas en las acequias valencianas, incluyendo episodios coyunturales muy violentos (Peris, 1997); b) la exigencia de contemplar el potencial positivo de los antagonismos hidráulicos, ya que fueron capaces de estimular acertadas mutaciones institucionales que reforzaron la funcionalidad de las organizaciones de regantes (Peris, 2014b). Debemos aceptar que la coerción extrema, la corrupción oligárquica y los furores violentos existieron; sin embargo, acto seguido, debe puntualizarse que la cooperación (resultado de aplicar una normativa consensuada por parte de unas instituciones locales cuyo funcionamiento fue satisfactorio) predominó estructuralmente. Además, los conflictos originados por los usos del agua no deben contemplarse como estigma descalificador. El hecho de que habitualmente se mantuviesen dentro de unos parámetros bajos, así como las respuestas institucionales desarrolladas en reacción a la exacerbación puntual de las disputas, muestran que las tensiones sufridas actuaron como un valioso acicate impulsor de acertadas reformas organizativas, capaces de compensar la creciente presión sobre el recurso agua que se produjo al multiplicarse, entre los siglos XIII y XIX, la superficie beneficiada por el riego37. La evidente conflictividad no se convirtió en la tragedia profetizada por G. Hardin, gracias a que se recondujo mediante sucesivas metamorfosis institucionales consensuadas en el marco local, dotando a las organizaciones de regantes de normas negociadas que resultaron tan flexibles como efectivas. Es por ello (no porque la conflictividad se mantuviese siempre dentro de unos niveles ínfimos) que las acequias valencianas merecen seguir siendo justamente consideradas un referente mundial exitoso de entidades comunitarias de gestión de recursos naturales.

Todo lo dicho hasta aquí nos lleva a la necesidad de evitar las dicotomías rígidas e inmutables en el análisis de las acequias valencianas. En otras publicaciones he cuestionado la dualidad de modelos (municipal o autónomo) en lo referente a la articulación entre regantes y poder municipal, defendiendo que se trató de situaciones híbridas que no cesaron de evolucionar (Peris, 2014a, 2014c y 2015a)38. Lo mismo cabe decir respecto a la imbricación con la monarquía o las relaciones que vincularon a los regantes de cada sistema hidráulico —más o menos oligárquicas; más o menos participativas—. El balance entre autonomía local e intervención del poder político, o la desigual dimensión representativa, nunca dejaron de evolucionar y en algunas fases (como los siglos XIII-XIV, el tránsito del Quinientos al XVII o entre 1768 y 1866) llegaron a hacerlo con gran intensidad.

La Acequia Real del Júcar constituye un ejemplo elocuente —pero en forma alguna excepcional— de la radicalidad de los cambios institucionales que llegaron a afectar la trayectoria histórica seguida por los canales de riego valencianos. Este destacado sistema hidráulico fue financiado y construido por la corona en tiempos de Jaime I, poco después de la conquista feudal del reino, lo que explica que entre 1276 y 1350 su funcionamiento estuviese a cargo de comisarios reales. A partir de la última fecha, la gestión hidráulica fue traspasada en favor del municipio alzireño. En las Ordenanzas de 1620 se plasmaron cabios fundamentales, tales como la afirmación del intervencionismo regio y la descentralización de competencias hasta entonces concentradas en beneficio de la oligarquía alzireña. A partir de 1767, la cerrada oposición a ampliar el regadío entre Algemesí y Albal dio paso a una fase de excepcional autoritarismo, siendo anuladas las tradicionales instituciones representativas y quedando el poder hidráulico exclusivamente en manos de jueces comisionados por el rey. Las Ordenanzas de 1845, que cierran esta etapa, significaron un viraje tan radical que Salvador Calatayud llega a calificarlo como de ruptura drástica y auténtica refundación del canal (Peris, 1992, 1995 y 2001; Calatayud, 2008 y 2013). También la acequia de Escalona experimentó notables transformaciones, tanto en las infraestructuras como en lo que se refiere a su dinámica institucional (Peris, 2003a). La acequia de Alfeitamí, en la huerta de Orihuela, resulta ser otro ejemplo revelador, ya que dejó de servir exclusivamente a un molino para pasar a irrigar un extenso espacio agrícola desde comienzos del XVII (Markham, 1991: 73; Bernabé, 2010).

 

Conclusiones

En definitiva, la conclusión fundamental a que llegamos no es otra que la necesidad de construir una explicación histórica que, teniendo muy en cuenta tanto las propuestas teóricas comentadas como las informaciones contenidas en las recientes publicaciones, abarque desde el siglo XIII hasta el XIX. Considero imprescindible ambicionar llegar más allá de la confección de catálogos patrimoniales, reconstrucciones milimétricas de los canales que integraban del diseño original andalusí o monografías que estudien un sistema hidráulico en el corto plazo. Resulta de todo punto imprescindible abordar la compleja y arriesgada tarea de estudiar la dinámica institucional seguida en un amplio conjunto de acequias valencianas a lo largo de la dilatada etapa feudal (Peris, 2015). Hay que desvelar la desigual combinación de permanencias y cambios, hasta conseguir explicar satisfactoriamente los factores que los impulsaron y la lógica que subyace en las transformaciones detectadas, evitando resolver esta intrincada cuestión mediante una hipotética —cómoda, pero falsa — fosilización del diseño inicial. La tarea enunciada requiere suficiente humildad por parte de todos los estudiosos que nos venimos ocupando de investigar el manejo del agua en la perspectiva histórica como para estar dispuestos a participar en un debate clarificador en el que sometamos a prueba el conjunto de axiomas que hasta ahora nos han venido guiando.

 

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Notas

1El regadío a gran escala implicaba la «oportunidad, no la necesidad» de desarrollar un poder autoritario, como prueban las «obras de regadío de la llanura del Po, de Venecia y de Holanda» (1966: 30-31).

2Los exégetas de Wittfogel han ido más lejos de lo que éste proponía, ya que reconocía la existencia de organizaciones locales nada despóticas, articuladas con el poder político central (1966: 140-153).

3Glick sintetiza los antecedentes teóricos sobre las huertas (1988: 221-244), desde el 'protohidraulismo' centralizante de Borrull a la génesis campesina de Bellver, pasando por el 'institucionalismo' radical de Aymard («Las instituciones son buenas si desde el principio, […] sin el apoyo del poder, son capaces de asegurar su funcionamiento regular y sin conmociones»; Aymard, 1864: 269-271).

4En las huertas nunca fue necesario un poder externo centralizado, ya que los problemas se solucionaban mediante la cooperación comunitaria (Maass, 1994: 49-51; Maass y Anderson, 2010: 19).

5Una acertada síntesis puede seguirse en Glick (1995), así como en Glick y Sanchis, prólogo a Maass y Anderson (2010: 13-29).

6Wittfogel «subestima la capacidad de los campesinos para organizarse colectivamente y sobreestima el control ejercido desde el poder central» (Maass, 1994: 49-51; Maass y Anderson, 2010: 54, 391 y 427).

7Las ordenanzas de Mislata de 1751 explicitan que el síndico debía actuar de forma que «los regantes, con igualdad y equidad, gocen del beneficio del agua»; el artículo 24 de las Ordenanzas de Chirivella de 1792 repite literalmente esta expresión (Jaubert, 1991, II: 49 y 370).

8«[…] cualquiera de los regantes tiene acción para acusar al acequiero mayor de sus omisiones» (Ordenanzas de Montcada de 1758, transcritas en Jaubert, 1991, I: 159). Los usuarios podían denunciar contravenciones a la normativa realizadas por autoridades del canal (Llauradó, 1884, II: 316-317).

9Ostrom, 2011: 184. Sobre las ventajas del anidamiento para gestionar regadíos, Garrido 2011: 37-38. El concepto ostromiano de anidamiento cabría entenderlo en un sentido muy amplio, que no se circunscriba a las fórmulas de descentralización internas de la organización RUC, sino que contemplase igualmente la incardinación de las organizaciones de regantes en marcos políticos y jurídicos mayores, es decir, la interacción con organizaciones políticas («sistemas policéntricos de múltiples niveles", acciones anidadas de una organización RUC «en sistemas socio-ecológicos más amplios", etc. (Ostrom, 2009: 2 y 36; 2005: 651-664).

10A. Agrawal destaca la importancia de las relaciones entre el grupo RUC y los poderes políticos externos (2003), mientras que J. Palerm Viqueira recalca la importancia de aprovechar los órganos de gobierno de la comunidad rural de cara a un mejor gobierno del agua (Palerm, 2005: 7).

11Ostrom expone que el turno permitía alcanzar altos niveles de equidad en la Huerta de Valencia, las tandas oriolanas permitían ahorrar agua y planificar mejor el ciclo de cosechas de baja demanda hídrica, mientras que atribuye la venta de agua en Alicante al mayor déficit hídrico y explica que derivó en una mayor presencia de las autoridades de la monarquía (2011: 137-140 y 146-149).

12A. López Gómez, E. Burriel Orueta, A. Gil Olcina, V. Rosselló Verger, J. Romero González, J. Mateu Bellés, C. Sanchis Ibor y J. Hermosilla Pla, entre otros.

13Destacan las aportaciones de S. Selma Castell, J. Torró Abad, E. Guinot y F. Esquilache Martí así como, desde otras perspectivas, Glick, L. P. Martínez Sanmartín, A. Furió Diego, J. Castillo Sanz, I. Román Millán, A. Poveda Sánchez y S. Gutiérrez.

14Como se comprobó en el congreso Irrigation, Society and Landscape, celebrado en Valencia el pasado mes de septiembre, en el que se rindió homenaje a este fecundo investigador.

15Deben subrayarse los trabajos de A. Alberola sobre Alicante, D. Bernabé para Orihuela y F. Esquilache o E. Guinot sobre Valencia, por la razón principal que tratan sobre huertas analizadas por Glick, Maass y Ostrom. También las monografías de S. Calatayud, A. Furió y mías propias sobre las acequias de la Ribera del Júcar, por ser el gran perímetro irrigado valenciano y tratarse de comunidades magníficamente documentadas. Asimismo, el libro de Marc Ferri sobre los regadíos del Palancia, porque pone de relieve la extrema dificultad de que mutaciones institucionales realizadas mediante la injerencia coercitiva de un poder externo autoritario llegasen a ser aplicadas de hecho, como ocurrió con el Auto Acordado de 1800, que trató de regular —inútilmente— el funcionamiento de la Acequia Mayor de Sagunto, hasta ser reemplazado en 1850 por unas ordenanzas más consensuadas (Ferri, 2002: 69-105).

16A excepción de los regadíos contemporáneos conseguidos mediante bombeo de caudal subterráneo, considerado de carácter privado por las Leyes de Aguas de 1866 y 1879 (Franquet, 1864).

17La Nueva Planta de comienzos del siglo XVIII, un cambio político muy relevante, que cierra la etapa foral y da comienzo a la monarquía borbónica, no significó ninguna transformación radical, inmediata y generalizada de los nexos entre poder central y regantes. Fundamentalmente porque hubiera sido absurdo abolir el derecho de aguas foral y substituirlo por el castellano, puesto que el marco legal vigente en la Corona de Aragón era mucho más favorable al monarca. También a causa que Felipe V encontró una normativa hidráulica funcional, ya que los códigos medievales habían sido reformulados durante el siglo XVII en aquellas huertas donde su actualización era más necesaria (Peris, 2008: 136).

18La misma actitud de renunciar a la gestión directa y delegar potestades hidráulicas en favor de usuarios observaron los señores feudales en aquellos territorios sobre los que ejercían atribuciones.

19La irregularidad de los caudales que alimentaban a las acequias valencianas no era tan fuerte como habitualmente se afirma, gracias a un rasgo geológico (la carsticidad del terreno, que propiciaba la infiltración del agua de lluvia y su circulación subterránea retardada respecto a las escorrentías superficiales) y a la impermeabilidad de las arcillas sedimentarias en las llanuras aluviales donde se crearon las grandes huertas litorales (Hermosilla, 2002-2009).

20Un ejemplo de anidamiento informal lo constituyen las juntas de acequias de la Plana, que funcionaron desde 1347 para defender sus derechos sobre las aguas del Mijares (García Edo, 1994).

21El concepto ostromiano de anidamiento cabe interpretarlo en un sentido amplio, que incluya tanto los internos, dentro de entidades hidráulicas, como la articulación con instituciones de distinto nivel, fundamentalmente municipios y monarquía. La propia autora apunta en esta dirección cuando indica que en las huertas valencianas «los irrigadores están organizados sobre la base de tres o cuatro niveles anidados, los que a su vez también están anidados en jurisdicciones gubernamentales locales, regionales y nacionales» (Ostrom, 2011: 165, 184 y 320; Garrido, 2011: 37-38).

22«Ante las tendencias centrífugas que dispersaban las células de poder hidráulico y erosionaban la capacidad de respuesta unitaria a los retos planteados […], se hizo necesario […] restablecer una cierta coherencia interna en el funcionamiento de todo el macrosistema y […] coordinar esfuerzos […] bajo la batuta de un único juez» (Bernabé, 2010: 67-68 y 76-77).

23La relación del poder político central (monarquía feudal o Estado contemporáneo) con las organizaciones comunitarias de regantes posee una enorme relevancia. En el caso de España, iba más allá del simple reconocimiento legal de las organizaciones de regantes, alcanzándose más bien una positiva tutela efectiva (Giménez-Palerm, 2007: 10). No se trataba únicamente de tolerar o legitimar a las organizaciones de regantes —rol casi pasivo— sino de colaborar activamente, pero sin injerencias contraproducentes, en el propósito de conseguir el mejor funcionamiento posible de los sistemas hidráulicos, dado que la acertada asignación del agua beneficiaba a los poderes políticos en forma de aumento de los ingresos tributarios conseguidos sobre la producción agrícola, menor tensión socio-política gracias a una mayor disponibilidad de alimentos, oferta de trabajo para la población etc. Gran parte de las intervenciones del poder político central en los regadíos valencianos se efectuó a petición del grupo de regantes que se sentía injustamente tratado por parte de quienes detentaban el poder hidráulico en el canal. La monarquía feudal y el posterior Estado liberal participaron activamente en el funcionamiento de los regadíos, sobretodo impulsando a los usuarios de las aguas a alcanzar acuerdos consensuados (las frecuentes concordias eran acuerdos jurídicos forzados en buena parte gracias a la amenaza derivada de la actuación de los tribunales reales (la «negociación a la sombra de los tribunales» a que alude Ostrom (2011: 200). Esta autora ha precisado que una auténtica cooperación entre la acción colectiva y la política proporciona magníficos resultados a condición de manejarse acertadamente, no dejando espacio a pretensiones de injerencias externas tan absurdas como nocivas (Ostrom, 2005: 651-664).

24Existen huertas que se remontan a la etapa andalusí junto a otras creadas durante los siglos feudales (XIII-XVIII) y otras muchas de génesis contemporánea. También encontramos iniciativas particulares, regadíos creados por la respectiva comunidad local —una amplísima mayoría—, acequias construidas por la corona —como la de Alzira, antecedente de la Real del Júcar— y no faltan empresas mixtas. Las principales huertas se caracterizan por su ubicación litoral y un carácter periurbano, pero no faltan otras localizadas en el interior rural-montañoso. Los contrastes en cuanto a abundancia o regularidad de las aguas son manifiestos, dando lugar a sistemas agrarios contrastados, desde los secanos mejorados o riegos de boquera que reciben aportaciones hídricas esporádicas (riegos de fortuna mediante escorrentías ocasionales), a huertas muy intensivas; por no hablar de la dicotomía entre riegos por gravedad y regadíos alimentados por aguas subterráneas bombeadas. También resulta muy desigual la orientación comercial de las cosechas, existiendo huertas que se limitaban a cubrir las necesidades de autoconsumo de la población residente y otras con una manifiesta vocación comercial-especulativa. Por último, deben contemplarse diversas escalas —macro, meso y micro—, según la extensión de la superficie beneficiada.

25Maass tomó de P. Díaz Cassou y otros autores decimonónicos (p. e. Franquet, 1864) la idea del supuesto carácter democrático de las comunidades de regantes (Maass y Anderson, 2010: 113 y 400-401) y la proyectó sobre otros autores (Ostrom, 2011: 155; Romero y Giménez, 1994: 32-33).

26S. Garrido, refiriéndose a Rovella, recalca: «no todos los que tenían voz en las asambleas generales eran verdaderos regantes, y muy pocos de los verdaderos regantes podían asistir» (2011: 22); sin embargo, debe tenerse en cuenta que este canal cumplía importantes funciones urbanas.

27Queda la incógnita de si antes del XVIII fue habitual en la Huerta que los arrendatarios asistieran a juntas generales por delegación del propietario, como facultaban las Ordenanzas de Villareal de 1869, que aceptaban la participación de «colonos, en caso de no concurrir a las juntas los dueños» (Llauradó, 1884: 340). Lo cierto es que las Ordenanzas de Chirivella de 1792 constriñeron la participación de arrendatarios, prescribiendo «que en adelante sólo sean admitidos a dichas juntas [generales] los dueños propietarios […] o sus procuradores» (Jaubert, 1991, II: 360).

28«Durante mucho tiempo no existió en la Huerta una normativa clara […], contexto de indefinición que favorecía a la oligarquía y dejaba inerme al pequeño campesino ante los atropellos de los poderosos. En Mestalla […] "Las ordenanzas y leyes rurales quedaron en desuso [...]; durante ciento veintiocho años, prácticas las más arbitrarias y abusos introducidos por el poder y las riquezas habían reemplazado las leyes; las distribuciones se hacían sin regla alguna [...]; los empleados de la comunidad se gobernaban por reglas arbitrarias inciertas" […]» (cit. Peris, 2003b: 133-135). Un panorama similar describe David Bernabé cuando analiza situaciones concretas en la huerta de Orihuela (2010).

29Así, por ejemplo, los regantes mudéjares o moriscos de la zona de Alberique, en la cabecera de la Acequia Real de Alzira, no tenían derecho a participar en la gestión hidráulica llevada a cabo en dicho canal debido a su condición socio-religiosa, criterio reñido con principios democráticos (Peris, 1992: 161).

30En Mestalla, los brazos de Petra, Rambla y Algirós pagaban diferentes cuotas —entre 9,5 y 6,3 sueldos por cahizada de tierra— para mantener las infraestructuras (Jaubert, 1991, I: 409-411).

31Era frecuente que en un mismo macrosistema se distinguieran secciones con diferentes derechos, tales como: a) territorios privilegiados, en los que se practicaba el riego a demanda, dando lugar a una agricultura muy intensiva; b) zonas intermedias, sujetas a turno o tanda; c) otras áreas peor dotadas, en las que se practicaba el riego nocturno y requerían ayudas intermitentes —agua de gracia— de los territorios excedentarios; d) espacios considerados jurídicamente regadío, pero que no disponían de un caudal suficientemente abundante y regular como para ser tipificados huerta en sentido estricto; e) extremales, en cola del sistema, que únicamente tenían derecho a sobrantes, cuando los había.

32Maass atribuye la estabilidad de las instituciones hidráulicas a la prioridad de los usuarios más antiguos por encima de la pretensión genérica de igualdad: «la igualdad proporcional es el principio fundamental en los procedimientos a corto plazo, la seguridad, basada en la prioridad histórica, es la clave de los procedimientos a largo plazo; y el equilibrio que los valencianos han establecido entre igualdad y seguridad se plasma en las tres clases de tierras con diferentes derechos» (2010: 37, 73-75 y 422).

33Mucho se ha escrito acerca del diseño inicial de los sistemas hidráulicos, bien como preocupación implícita (Maass) o como elemento central de la propuesta teórico-metodológica (Barceló). Entre las huertas valencianas, disponemos incluso de evidencias empíricas sobre cambios drásticos en el origen del caudal o la propia red hidráulica, como se constata en el área beneficiada por las acequias islámicas del Terço Algirós, después irrigada por los canales de Escalona y Carcaixent (Furió y Martínez, 2000: 22-70; Peris, 1995 y 2003a) o en los territorios palustres que rodeaban a la Albufera (Sanchis, 2001: 62-74 y 85-96).

34«Las instituciones de regadío valencianas [...] difícilmente experimentan cambios palpables du­rante las centurias medievales. Los objetivos básicos del sistema de distribución permanecen constantes a pesar de frecuentes —y [...] mínimos— ajustes institucionales y políticos, necesarios para la viabilidad y eficiencia del sistema [...]; todo supervive prácticamente intacto en los tiempos modernos. Los profundos y sustanciales cambios […] se producen principalmente en el siglo XIX» (Glick, 1988: XVI-XIX).

35Una revisión crítica de estos planteamientos en Peris, 2015b.

36Apenas la cuarta parte de la superficie regada en el momento de crisis del Antiguo Régimen ya se beneficiaba de las aguas en vísperas de la conquista feudal, mientras que otras tres cuartas partes se crearon entre mitad del siglo XIII y comienzos del XIX. Aunque es imposible precisar con exactitud la superficie irrigada en fechas remotas, una secuencia orientativa aproximada nos daría como resultado el paso de 33.000-35.000 ha regadas en el País Valenciano a mitad del siglo XIII a más de 44.000 a comienzos del XVI, entre 145.000 y 186.000 en 1879-1884 y 370.000 ha irrigadas en 1989, pasándose de un índice 100 en 1794 a 146 en 1860 y 245 en 1912 (Romero-Peris, 1992: 222; Peris, 2008: 129-131; Millán, 1990).

37La peligrosidad de los conflictos por el agua impulsó a las organizaciones de regantes a articularse con poderes políticos (municipios y corona) capaces de ejercer un papel arbitral moderador; por otro lado, las intensas tensiones vividas en ciertos momentos incitaron a realizar cambios normativos e hicieron evolucionar las fórmulas participativas, a fin de reconstruir el necesario consenso.

38Diversos investigadores han tratado de construir un paradigma dual, en el cual los canales de la Huerta de Valencia son considerados de 'control por entidades autónomas', mientras que el resto de grandes acequias fluviales son consideradas de 'control municipal'. Este modelo interpretativo estático merece ser cuestionado. Primero porque es evidente la intervención de la capital del reino en la regulación del regadío de la Huerta durante la etapa feudal (Glick, 1988: XII-XIV y 57; Burriel, 1971: 152-154; Jaubert, 1991, I: 420 y 482-483). También porque este tipo de relaciones estuvieron sujetas a una fuerte dinámica evolutiva. La articulación regadío-municipio se mantuvo mientras la autonomía municipal fue amplia, las finanzas locales sólidas y la propiedad forastera minoritaria; pero diversos cambios generales operados durante el siglo XVIII (aumento del intervencionismo de la corona sobre los municipios borbónicos, creciente entidad de los terratenientes forasteros, etc.) provocaron que el poder hidráulico se desligase de las instituciones municipales y pasase a manos de comunidades de regantes, rasgo tardío consagrado y generalizado por las Leyes de Aguas de 1866 y 1879 (Romero y Peris, 1992: 250-266).

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