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CONfines de relaciones internacionales y ciencia política

Print version ISSN 1870-3569

CONfines relacion. internaci. ciencia política vol.1 n.1 Monterrey Jan./Jun. 2005

 

Artículos

 

Tradiciones institucionales y consolidación democrática en Uruguay

 

Institutional Traditions and Democratic Consolidation in Uruguay

 

José Ruiz Valerio*

 

* Escuela de Graduados en Administración Pública y Política Pública, ITESM Campus Monterrey. Correo: jfrv@itesm.mx.

 

Resumen

En este trabajo analizaremos el papel que las tradiciones institucionales han jugado sobre la democracia uruguaya y centraremos la atención en dos elementos prioritarios. En primer lugar, en el contexto en el que surgieron tanto los actuales partidos políticos uruguayos como las relaciones que se establecieron entre ellos. En segundo lugar, dado que los partidos expresan visiones políticas alternativas, abordaremos lo que la construcción de una democracia estable necesita: un consenso básico en torno a un conjunto de reglas fundamentales que rijan y contengan tales disidencias. Estas cuestiones son abordadas en perspectiva histórica, desde el surgimiento de Uruguay como Estado independiente hasta el término de la segunda presidencia de Julio María Sanguinetti, en el año 2000.

 

Abstract

This paper analyzes the role played by institutional traditions in Uruguayan democracy by focusing attention on two main issues. First, I describe the context in which the current Uruguayan political parties arose and the relationships established among them. Second, although it is true that parties naturally express alternative visions about politics, I contend that the building of a democratic system requires a basic consensus on which to base a set of rules that govern and contain dissidence. I discuss these two themes beginning with the emergence of Uruguay as an independent state until the term of Julio María Sanguinetti's second presidency in 2000.

 

Durante la década de 1980, cuando algunos países de América Latina iniciaron el proceso de transición política que habría de llevarlos al establecimiento de regímenes democráticos de gobierno, se generó un debate fructífero en torno a ciertas cuestiones que podían ayudar u obstaculizar el desarrollo del mismo. Entre ellas, destacó el tema de las tradiciones institucionales. Surgió entonces la interrogante acerca de la superación o reaparición de algunos elementos históricos vinculados con el desempeño institucional, el liderazgo presidencial, la competencia entre partidos, la dificultad para construir consensos entre las fuerzas políticas y sociales capaces de canalizar el conflicto y los reclamos ciudadanos. Cuestiones que se encontraban estrechamente asociadas con el deterioro y la ruptura de los regímenes democráticos, anteriores a las experiencias autoritarias. En este contexto, designamos con el término tradición1 aquellos comportamientos sedimentados y regularmente observados (aunque no por ello valorados de forma positiva) que se plasman en las prácticas políticas cotidianas. Estas tradiciones, como mencionábamos anteriormente, pueden favorecer u obstaculizar el desarrollo democrático.

A partir del estudio pionero de Almond y Verba (1963), mucho se ha escrito y discutido acerca de ellas. No es nuestra intención retomar aquí su difundida clasificación, tampoco el influjo que ejercen sobre el desempeño concreto del sistema. Más bien, lo que intentamos destacar es cómo determinadas tradiciones políticas influyen en las prácticas concretas y condicionan su ejercicio. Cabe aclarar que no proponemos una visión de tipo determinista al respecto: estas tradiciones, pueden cambiar y, de hecho, se modifican (Lipset, 1990, pp. 8083). Sin embargo, más allá de los cambios y rupturas producidas anteriormente, en algunos países, ciertas tradiciones institucionales se muestran persistentes e incluso resistentes al cambio. A veces, en un sentido positivo.

En el contexto latinoamericano, la experiencia histórica de Uruguay (junto a la de Chile) constituye un caso atípico respecto a la de sus vecinos inmediatos. Frente a dificultades que se constatan durante el siglo XX en Argentina y Brasil, como las continuas irrupciones de los militares en la arena política, la dificultad para constituir un Estado de Derecho eficaz, el avasallamiento de las instituciones gubernativas por parte del Ejecutivo y la presencia de prácticas institucionales de dudosa constitucionalidad, Uruguay exhibe un régimen democrático estable, un Estado de Derecho de antigua data e independencia en sus órganos de gobierno ante el ejecutivo, en especial desde inicios de la década de 1950. En un trabajo sumamente interesante sobre los orígenes de las culturas políticas de Argentina y Uruguay en perspectiva comparada, y la influencia que las mismas ejercieron sobre la construcción de sus respectivas democracias, Spektorowski (2000) aborda directamente la cuestión. En su estudio focaliza la atención sobre diferentes efectos que los procesos de formación de la identidad nacional han tenido sobre el desarrollo político de los regímenes democráticos de ambos países. De esta manera, observa que en Uruguay el proceso de construcción nacional, desarrollado con posterioridad a las guerras civiles de la primera mitad del siglo XIX, se formalizó sobre un consenso político respecto a las reglas del juego institucional. Por ello, el concepto de democracia política pasó a ser parte integral de la "identidad" política uruguaya. Estrechamente relacionado con esto, la democracia uruguaya, ha sido definida reiteradamente con el término "partidocracia", en tanto gobierno de partidos, los que construyeron y sostuvieron dicho consenso fundacional. El mismo, tal como lo demuestra la historia, no puso al país a resguardo de experiencias de tipo autoritarias, pero la cultura política uruguaya se ha mostrado resistente frente a ellas y ha penetrado incluso en las propias Fuerzas Armadas.

Frente al análisis mencionado, se nos presentan algunos interrogantes: ¿aparecieron estas tradiciones con la reinstauración democrática llevada a cabo en 1985? ¿Con qué fuerza contaban? ¿Cómo las afectó la experiencia militar?

Una vez concluidos los tres primeros gobiernos democráticos (el de Julio Sanguinetti, desarrollado entre 1985-1989, el de Luis Lacalle, entre 1990 y 1995, y la segunda presidencia de Sanguinetti, entre 1995 y 2000), nos encontramos en condiciones de realizar un primer balance acerca de las mencionadas cuestiones y su transformación. Para ello, centraremos aquí nuestra atención en dos elementos prioritarios, dada la incidencia que han tenido sobre el desarrollo posterior del sistema político nacional.

En primer lugar, atenderemos al contexto en el que surgieron los actuales partidos políticos uruguayos y las relaciones que se establecieron entre ellos (o lo que es lo mismo, el tipo de sistema que conformaron). Sabemos que, "de la misma manera en que los hombres conservan durante toda la vida huellas de su infancia, los partidos sufren profundamente las huellas de sus orígenes" (Duverger, 1951: 15). Estas huellas manifiestan y cristalizan tensiones latentes en la estructura social, que los motivan y dotan de sentido (Lipset y Rokkan, 1967). También conocemos que la forma en que se les facilita u obstaculiza a los partidos el ingreso al sistema político, el tipo de competencia que deben afrontar y las barreras que tienen que superar para su incorporación efectiva en dicho sistema, influyen en forma considerable sobre su posterior desarrollo y desenvolvimiento. Esta es una cuestión que hay que tener en cuenta.

En segundo lugar, es cierto que los partidos expresan visiones alternativas, e incluso contrapuestas, sobre los valores, intereses y conflictos sociales, compitiendo por su canalización y representación, pero también es cierto que —en un contexto democrático— se espera que los mismos acuerden en torno a un conjunto de reglas básicas que rijan y contengan tales disidencias. Podemos decir que la democracia supone entrar de acuerdo sobre ciertos procedimientos y pautas procedimentales, para luego disentir sobre todas las demás cuestiones. Esto significa consensuar reglas, para discrepar sobre valores e intereses. En este sentido, la democracia es un juego de resultados inciertos, que no están determinados de antemano, los que dependen de la libre decisión del pueblo (Sartori, 1987, Vol.1: 125; Przeworski, 1995: 14). El hecho de que en una comunidad política exista (o no) entre sus actores relevantes tal consenso sobre las reglas básicas, evidentemente, resulta fundamental.

Estos factores, relevantes en sí mismos (aunque no son los únicos elementos de importancia que puedan haber influido sobre ambas democracias), constituyen, pues, el "telón de fondo" que enmarca el desempeño institucional uruguayo. Torre sintetiza la cuestión cuando sobre el caso argentino señala:

...Las construcciones institucionales no se parecen al acto de pintar un cuadro sobre los bastidores de una tela en blanco: más bien, éstas se llevan a cabo a partir de las tradiciones políticas preexistentes y dentro de las circunstancias históricas que les sirven de telón de fondo (Torre, 1995: 178).

Veamos, entonces, cómo han influido las cuestiones seleccionadas sobre la nueva democracia uruguaya.

 

1. Origen y evolución de los partidos políticos de Uruguay

El origen de los dos partidos tradicionales uruguayos se remonta a la primera mitad del siglo XIX; en cierto sentido, son tan antiguos como el propio país2. Las luchas caudillistas que siguieron al período de la independencia, la batalla de Carpintería de 1 836 y la Guerra Grande desarrollada entre 1839 y 1851, contribuyeron a cristalizar la división política del país entre blancos y colorados, estableciéndose fuertes lealtades políticas3, las que perduran hasta la actualidad. Por lo tanto, no es desacertado afirmar que en su formación, los partidos uruguayos son anteriores a la efectiva unificación nacional.

Como punto final de las mencionadas luchas desarrolladas durante el período posterior a la independencia, se firmaron los "pactos políticos" de 1872, que establecieron la división del territorio nacional en jurisdicciones a cargo de los partidos políticos, división que fue consolidada en el Pacto de La Cruz, de 1 897. Mientras el interior se mantuvo mayoritariamente blanco, Montevideo fue colorado. Para algunos estudiosos, estos acuerdos entre partidos políticos, supusieron el establecimiento de verdaderas normas de gobierno ("para-constitucionales", utilizando la difundida expresión de Riggs —1988—), que se adicionaron entonces a la Constitución de 1830 (inmodificada hasta 1918). Sin embargo, cabe destacar que la contracara de tal división estuvo dada por el hecho que, en las provincias cuyos gobernantes respondían al Partido Nacional, los mismos atendían las directivas de sus caudillos partidarios y no los del Estado central, el que desde 1865 se encontró en manos del Partido Colorado. Se creó así una especie de "feudalización" del país, al tiempo que se asentó un sistema estable en el cual ninguno de los dos partidos tradicionales excluyó al otro, estableciendo un acuerdo que habría de resultar sumamente duradero (González, 1995: 140-141; Rama, 1987: 19-24; Solari, 1966: 68; Spektorowski, 2000: 90).

Con el correr del tiempo, ambos partidos siguieron conservando rasgos propios del momento de su origen. En especial, el regionalismo y personalismo ("caudillismo")4. Los partidos uruguayos no surgieron en torno al cleavage capital —trabajo, sino que provenían de la alineación de los caudillos patrimonialistas5 del siglo XIX, en torno al eje de conflicto Nación— poder local (Real de Azúa, 1984: 28-30). Sin embargo, cabe destacar que la formación del Uruguay como Estado soberano se halló condicionada, entre 1810 y 1830, por cuatro factores que marcaron y matizaron su evolución política posterior y ejercieron indudable influencia sobre el desarrollo del conflicto anteriormente aludido: la lucha entre los puertos del Río de la Plata (Buenos Aires y Montevideo); la oposición entre Montevideo y los territorios del "interior" uruguayo; el enfrentamiento entre Argentina y Brasil por el tutelaje del nuevo Estado Oriental, independizado en 1828; la mediación inglesa para solucionar tal conflicto, asegurándose así, una posición de privilegio sobre la navegación del Río de la Plata. Durante esta época, entre 1811 y 1819, la Banda Oriental intentó, bajo el mando de José Artigas, su "engarce federal" con las provincias del Río de la Plata (Argentina). Posteriormente, hasta 1825, estuvo controlado por la corona portuguesa y luego por el Brasil. Alcanzó la soberanía plena recién en 1 830, con la promulgación de su primera Constitución nacional. A partir de 1836, la política uruguaya estuvo influida por la argentina: el jefe de los blancos, el General Manuel Oribe (presidente de la República entre 1835-1838), era partidario de la fracción de los "federales" argentinos, liderados por el gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas; el líder de los colorados, el General Fructuoso Rivera (presidente entre 1830-1834, entre 1839-1843, y como miembro de un Triunvirato de Generales —junto con Juan Lavalleja y Venancio Flores— entre 1853-1854) era aliado de los unitarios. Posteriormente, hasta la década de 1870, la política uruguaya continuó fuertemente influida por la de sus dos poderosos vecinos, Brasil y Argentina. Este hecho quedó claramente manifestado con la intervención uruguaya, junto con los dos países antes mencionados, en la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay.

Al interior del propio país, a partir de 1870, ambos grupos políticos se transformaron en auténticos partidos nacionales, asumiendo una estructura organizativa de partidos de notables6, centrados en torno a figuras locales de mucho prestigio (De Riz, 1986: 667; Rial, 1984: 193), afianzando un sistema político en el que prácticamente no hubo posibilidades de éxito para otras formaciones partidistas (Alcántara, 1989: 224-225).

Sin embargo, este proceso se desarrolló en un contexto signado por la incipiente diferenciación social y por una débil conformación de las clases obreras, debido al bajo desarrollo industrial, predominando, dentro de la población, una "masa subalterna" escasamente estratificada.

A su vez, la "clase dominante" se hallaba claramente dividida. El viejo "patriciado" de base colonial se había enquistado en el Estado constituyendo un grupo de "notables", promotor del proyecto de creación de un "país modelo". Sin embargo, este grupo, que poseía poder político y capacidad de transformación, ya no tenía el dominio económico. Los grupos terratenientes vinculados a la explotación ganadera y sustento de la economía uruguaya, controlaban un escaso número de personas, entre de las cuales el sector más avanzado en el manejo tecnológico, permanecía ajeno a la actividad política debido a su condición de inmigrantes más o menos recientes7. El dominio de las clases subalternas —dentro de las cuales comenzó a desarrollarse una incipiente actividad industrial, comercial y de producción de servicios— se logró mediante la exclusión política.

Cuando estos sectores empezaron a ser integrados en el sistema político, los viejos "notables", que habían perdido buena parte del poder económico pero que retenían el control político del aparato estatal, se percataron de inmediato que la incorporación y adhesión de estos nuevos actores suponían el manejo de importantes recursos de poder. Trataron, entonces, de captarlos en su beneficio. Los mismos actores que desde el Estado facilitaron y modelaron la transformación de la sociedad, renovaron al mismo tiempo los viejos partidos tradicionales. De esta forma ampliaron sus grupos de apoyo y modificaron sus estructuras internas (Rama, 1987: 23-43; Rial, 1984: 194-195; De Riz, 1986: 667-668).

En cuanto a sus bases sociales, durante la segunda mitad del siglo XIX, el Partido Colorado encontró mayor número de simpatizantes en Montevideo, entre los sectores comerciales europeos o "europeizantes", entre los inmigrantes (especialmente italianos y franceses) y, en los medios rurales, entre los agricultores. Los nacionales, en tanto, hallaron su mayor respaldo entre los grupos ganaderos, tanto los estancieros como la población rural dedicada a dicha actividad (aunque nunca hubo una correlación estricta entre condición social y adhesiones políticas) y entre la inmigración de origen español. En cuanto a su conformación ideológica, los colorados constituyeron una versión local de los partidos políticos liberales típicos de Latinoamérica durante el siglo XIX, más cosmopolitas, urbanos y anticlericales que los blancos, quienes se constituyeron en el partido conservador del Uruguay (González, 1995: 141; Rama, 1987: 19-20).

Hay que destacar que estos viejos partidos, aún conservando sus identificaciones tradicionales, lograron, sin embargo, transformarse progresivamente en partidos electorales, desde comienzos del siglo XX y, en especial, a partir de la sanción de la Constitución de 1918, que amplió considerablemente la participación política. De esta manera,

La formación social entraba de lleno en el capitalismo cuando se producía esta transformación, pero su estructura social no estaba claramente diferenciada. Los elencos de notables de la época, utilizando la herramienta estatal, promovieron un desarrollo anticipatorio, primeramente impositivo, y luego consensual, que permitió esta transformación, reteniendo el viejo marco cultural que permitió la ampliación de los contenidos de la ciudadanía en una forma claramente amortiguadora del conflicto social (Rial, 1984: 193).

Ambos partidos, en este contexto de cambio, se dedicaron a luchar por la representación del grueso de la ciudadanía8, sin asumir nunca el carácter de partidos clasistas. Entre otras razones, porque su consolidación como partidos tuvo lugar antes de que se produjera la formación de grandes grupos sociales ligados con intereses comunes, y con conciencia acerca de los mismos. La adopción de un estilo de desarrollo asistencialista liderado por el Estado, antes de que se consolidara una estructura de clases, facilitó la supervivencia de los dos partidos tradicionales, luego de haber renovado sus objetivos.

A medida que se ampliaron los contenidos de la ciudadanía, se favoreció la integración política y la socialización de nuevos sectores sociales dentro del marco tradicional heredado del siglo XIX, especialmente a partir de 1918 cuando, con la vigencia de un nuevo texto constitucional, pudo aludirse con propiedad al "nacimiento" de la democracia uruguaya (mientras que en Argentina, este mismo hecho ocurrió a partir de 1916, con la puesta en vigencia de la Ley Sáenz Peña). Para los nuevos partidos políticos, que fueron surgiendo a medida que se produjeron estas transformaciones en los partidos tradicionales, el estilo asistencialista de desarrollo supuso una fuerte desventaja ya que les impidió atraer a sus filas a importantes contingentes de personas provenientes de las clases subalternas (Rial, 1984: 195).

El tema resulta verdaderamente importante en cuanto que, en Uruguay, el Estado nacional creó mecanismos asistenciales, a partir del manejo y asignación de importantes recursos públicos, que fueron promovidos por las fracciones más avanzadas de los dos partidos tradicionales. Dichos partidos, conducidos por políticos que recogieron la tradición caudillista, lograron crear una doble legitimidad: la proveniente de su prestigio personal y la generada por los mecanismos redistributivos impulsados desde el aparato estatal. Estos mecanismos permitieron mediar entre los ciudadanos y el Estado, de tal manera que,

Los jefes partidarios con su tarea intermediadora ganaron autonomía respecto a posibles movimientos que emergiesen de la sociedad civil y predominaron sobre ellos. La coparticipación gubernamental en un Estado con preeminencia y relativa autonomía sobre la sociedad civil les aseguró, al mismo tiempo, su condición de jerarquía de patrones que penetró fuertemente en la sociedad, inhibiendo el desarrollo institucional de los partidos (Rial, 1984: 196).

El estilo asistencialista de hacer política quedó plasmado, fundamentalmente, en los sucesivos gobiernos del Partido Colorado el que retuvo el control del Ejecutivo de forma ininterrumpida entre 1865 y 1958. El Partido Nacional, aunque llegó por primera vez al poder en 1958, dispuso, no obstante, de la posibilidad de participar en el gobierno9, compartiendo con el partido oficial los cargos públicos10. A ello contribuyeron la similitud de sus programas partidarios respecto a la organización nacional, la semejanza de sus bases sociales (hecho importante en el momento de acercar posiciones entre ambos) y las sucesivas constituciones uruguayas que, de manera progresiva, requirieron de los acuerdos entre el gobierno y la oposición para poder reunir las mayorías especiales necesarias a fin de adoptar algunas medidas puntuales (Spektoroswski, 2000: 90).

La coparticipación en el Estado por parte de los colorados y nacionales no es un dato menor. La institucionalización gradual del compromiso interpartidario que asoció la primera minoría al ejercicio del poder, sirvió para crear un amplio consenso en torno a la naturaleza de los partidos y de la lucha partidaria11. La constitucionalización del compromiso aseguró ciertamente la estabilidad política, pero también demostró el reconocimiento del adversario y la voluntad de integrarlo en el ejercicio del poder. Más aún, en un sistema donde los partidos formaron organizaciones laxas, integradas por grupos no sólo heterogéneos, desde el punto de vista ideológico, sino incluso con objetivos contradictorios y donde la fracción presidencial suele hallarse en minoría dentro del Parlamento, el reconocimiento del adversario también facilitó la colaboración (y su apoyo parlamentario, llegado el caso) a la hora de implementar la agenda del gobierno.

Entre los efectos más notorios que esta particular conformación institucional ejerció sobre el sistema político uruguayo, cabe señalar: a) una política de permanencias, identificada con estructuras, agentes y comportamientos sumamente estables, poseedora de una fuerte tendencia a la continuidad y de objeciones previsibles frente a proyectos percibidos como demasiado innovadores; b) una política de partidos ("partidocracia") vinculada con la centralidad y con el papel decisivo que los mismos, sus interacciones e identidades, ejercieron en el proceso político uruguayo; c) una sólida primacía de la matriz ciudadana respecto a las presiones corporativas, relacionada con el papel secundario que tuvieron dichas organizaciones en relación con las estructuras pluralistas que canalizaron el accionar ciudadano; d) un fuerte estatismo debido al temprano protagonismo desempeñado por las estructuras estatales a nivel social, político y económico; e) una débil receptividad ante fenómenos de implantación populista neta, renuente a la entronización de la dicotomía "pueblo versus oligarquía" y a la afirmación de liderazgos carismáticos, de tipo masivo y extrapartidario. El orden político construido en torno a dichas pautas alcanzó su definitiva implantación en las primeras décadas del siglo XX y entraría en crisis recién en la segunda mitad de la década de 1950 (Caetano, 1995: 11-12).

En razón de lo comentado, el sistema de coparticipación y la cooperación habitual entre los dos grandes partidos en la dirección de los asuntos nacionales,

(...)fueron las claves que impidieron que las rivalidades partidarias se convirtieran en amenaza para la continuidad del sistema. Los partidos tradicionales ocuparon el doble lugar de artífices y de conservadores de ese compromiso que alcanzó el carácter de doctrina nacional y convirtió al Estado en el feudo de esos partidos (De Riz, 1986: 668)12.

A decir verdad, el sistema uruguayo se asemeja bastante, desde este punto de vista, a una lucha por el reparto de los recursos del Estado sin mayores distinciones ideológicas. Lo que realmente se juega en cada elección son los términos del compromiso político (quién será gobierno y quién habrá de ejercer la oposición), pero no así del compromiso como forma de hacer política. El mismo conforma una especie de spoil system, dividiendo cargos y recursos entre ganadores y perdedores. Por lo tanto, en Uruguay, la contingencia de una derrota o una victoria electoral queda relativizada por la coparticipación en el gobierno, perdiendo de esta forma dramatismo e intensidad (De Riz, 1986: 669). La contracara de esta "feudalización" del Estado, por parte de los partidos uruguayos, está dada por la modernización política y social, la ampliación de la ciudadanía y la incorporación política-social, procesos que han sido desarrollados de forma prácticamente simultánea. Para que ello ocurra, resulta decisivo el acuerdo interpartidario13.

Tras los levantamientos armados de fines del siglo XIX, en 1903 accedió al gobierno, por primera vez, el líder máximo de los colorados, José Batlle y Ordoñez (presidente de la República entre 1903-1907 y entre 1911-1915) quién adquirió de inmediato la adhesión de la burguesía urbana y ganadera (por crear las condiciones de pacificación y unidad territorial indispensables para el desarrollo del capitalismo), así como de buena parte de los inmigrantes y de los trabajadores urbanos. A partir de entonces, se inició un período de tres décadas de modernización y democracia que habría de cambiar definitivamente al país14. A nivel estrictamente político, en 1918 entró en vigencia una reforma constitucional que entronizó un complejo sistema de poderes, cuyo aspecto más innovador consistió en sustituir al presidencialismo originario por un Consejo de Administración formado por nueve miembros, cada uno de los cuales duraba nueve años en su cargo, renovándose los mismos individualmente a través de elecciones anuales. De esta manera, al establecer un Ejecutivo colegiado, se debilitó la figura presidencial, hasta entonces fuertemente monocrática. El Ejecutivo colegiado, constantemente renovado, diluyó la personalización ejercida por los líderes partidarios, obligando a los partidos a convertirse en estructuras permanentes y competitivas (durante los 15 años de vigencia de la Constitución de 1918 hubo 11 elecciones nacionales). Finalmente, el poder central del Estado sufrió recortes, al ser establecido un sistema de gestión gubernativa departamental descentralizada, regida por asambleas locales surgidas del voto popular (Rama, 1987: 35-37).

Durante el período en que la titularidad del Ejecutivo se encontró monopolizada por los colorados, al Partido Nacional le correspondió desempeñar las funciones que tradicionalmente asume la oposición política en la mayoría de las democracias occidentales: la defensa de las libertades públicas, especialmente en el ámbito político - electoral; la denuncia de rasgos autoritarios que eran advertidos en el rival, así como la utilización de los mecanismos del Estado en favor del triunfo electoral colorado. Durante buena parte de ese período (por lo menos hasta 1919), el Partido Nacional fue el partido de los grandes propietarios y de las denominadas "clases conservadoras" formadas por estancieros y grandes comerciantes de Montevideo. Pero también fue el partido defensor de las libertades políticas y, en momentos de crisis, el encargado de que las "clases conservadoras" fueran respetuosas de las instituciones y las formas democráticas. En parte, esto ocurrió así porque el Partido Colorado se transformó gradualmente, y sobre todo a partir de las gestiones de Batlle y Ordoñez, en el garante de la reforma social de las clases obreras y del intervencionismo del Estado en materia económica, promoviendo una reforma social avanzada para la época (que llevó a referirse a Uruguay como el primer Estado de Bienestar de América Latina), fundando además importantes empresas públicas (Barran, 1998: 17-18). De este modo,

... El partido de la reforma social y los sectores populares, sobre todo urbanos, tuvo por enemigos a los sectores sociales altos y al partido de la reforma política, coalición ideológica compleja pero funcional para la democracia uruguaya y su matriz liberal por cuanto el grupo social conservador tendió a identificarse en alguna medida con el partido de las libertades públicas... (Barran, 1998: 18).

Al tiempo que esto ocurría, también debemos atender a las modificaciones que se fueron produciendo en dos niveles estrechamente vinculados con la vida de los partidos políticos.

En primer lugar, en 1910 fue adoptado el sistema de doble voto simultáneo, por motivos coyunturales: permitir que el Partido Nacional pudiera presentarse a una elección acumulando los votos de dos fracciones enfrentadas en su interior (Rial, 1986: 20). A partir de entonces, fue definitivamente incorporado en el juego electoral. En 1936 se adoptó la "ley de lemas" y en 1942, a través de una reforma constitucional, se extendió el sistema de representación proporcional hasta llegar a su carácter integral. Es decir, la particular ingeniería electoral uruguaya, estrechamente vinculada con algunas de las características estructurales de los partidos políticos, fue asumiendo progresivamente su carácter actual. En forma paralela a la conformación del "diseño" electoral, los partidos adquirieron una creciente fraccionalización interna, lo que llevó a hablar de un "bipartidismo fragmentado" o, incluso, de un "bipartidismo aparente", puesto que ambos, en realidad, constituyen "federaciones de partidos" compuestas por ramas internas muy diferentes entre sí, incluso antagónicas (González, 1995: 143). La raíz de la fraccionalización, habitualmente fue buscada en la ley de lemas y en la acumulación de votos, que incentivan a las fracciones disidentes de los dos partidos tradicionales a plantear sus discrepancias pero sin llegar a presentarse a elecciones por fuera de la estructura partidaria. Este mecanismo, indudablemente, actuó a favor de los partidos tradicionales. También se fueron reforzando los mecanismos de "coparticipación" en el gobierno, a través de ampliaciones y reformas sucesivas. En este sentido, el pacto firmado en 1931 por el batllismo —que por primera vez tuvo mayoría en el Consejo de Administración—y el sector modernizante del Partido Nacional, creó la mayoría parlamentaria requerida para desarrollar una política económica acorde con las exigencias de la crisis mundial, a través de una mayor intervención estatal. Por otra parte, el acuerdo también dispuso que los Consejos Directivos de las empresas públicas se renovaran luego de cada elección del Consejo de Administración, en forma proporcional a la representación obtenida por cada partido.

Posteriormente, a través de la "Coincidencia Patriótica" de 1948, se dio mayor cabida en el gobierno a los sectores herreristas del Partido Nacional, que desde 1941 quedaron relegados a posiciones marginales. En la Constitución de 1951, la coparticipación se amplió aún más, puesto que el sistema presidencialista fue reemplazado, por segunda vez en la historia, por un Ejecutivo "colegiado". El nuevo Ejecutivo, compuesto por nueve miembros, fue integrado por fracciones de ambos partidos. De igual manera, se estableció un sistema semejante para la conformación de los Directorios de los entes públicos cuyos cargos, hasta ese momento, se repartían siguiendo la "fórmula" de dos puestos para el gobierno y uno para la oposición.

Finalmente, se exigió en el Parlamento un quorum especial para la resolución de algunas cuestiones puntuales (leyes básicas, presupuestos, nombramientos civiles y militares, decisiones internacionales). Esto requirió una mayor cooperación entre los dos partidos tradicionales, lo cual resultó de suma importancia teniendo en cuenta que desde 1933 todos los gobiernos uruguayos fueron minoritarios en el ámbito parlamentario. Careciendo de mayorías propias, los mismos debieron recurrir a frecuentes negociaciones con fracciones opositoras del propio partido y de los partidos de la oposición a fin de erigir "mayorías construidas" (Lanzaro, 1998: 152-154).

Sin embargo, en cierta forma, estos mecanismos también pueden haber favorecido el respeto de las reglas del juego institucional. En primer lugar, resulta evidente que los partidos tradicionales se beneficiaron con esta peculiar distribución del poder: el partido gobernante, al contar con la anuencia de la oposición para gobernar; la oposición, al obtener cargos que, de otra manera, en un sistema presidencialista podría no haber conseguido. Por tal motivo, ambos partidos consensuaron y respetaron un diseño institucional que los beneficiaba proporcionalmente (nos hallamos frente a un juego de "suma positiva"). Por otra parte, al ser el uruguayo un sistema competitivo, siempre quedó abierta la posibilidad de una alternancia en el poder. Se sobreentendió, entonces, al menos tácitamente, que de intercambiarse los roles entre gobierno y oposición, ésta seguiría obteniendo los mismos beneficios que brindó a sus rivales (ahora transformados en gobierno) durante sus anteriores presidencias (tal como ocurrió a partir de 1958 cuando los nacionales accedieron al poder tras 93 años de oposición). Si bien quedaron limitadas las ganancias de los vencedores, también resultaron mitigadas las pérdidas de los derrotados: otra buena razón para respetar las reglas de juego.

Detrás del bipartidismo de blancos y colorados, estable pero fragmentado, y situados en una posición secundaria, encontramos a los partidos de "ideas". Socialistas y comunistas, a través de las posiciones directivas ejercidas en el ámbito sindical, también accedieron a porciones de coparticipación. Se produjo entonces un solapamiento, "entre los partidos de distinto rango y las coparticipaciones de distinta clase" (Lanzaro, 1998: 153).

En el año 1958 los blancos obtivieron por primera vez la Presidencia. Los dos gobiernos nacionales que se sucedieron (1958-1962) debieron hacer frente al inicio de un período surcado por crecientes movilizaciones sociales, crisis política y dificultades económicas. Todo ello planteó importantes desafíos a ambas gestiones, que coincidieron con lo que la mayoría de los analistas identifica como el principio del proceso que desembocaría en el quiebre institucional iniciado en 1973, tal como veremos en el punto 3 del presente capítulo. Previamente, debemos destacar que tras la experiencia del Ejecutivo colegiado, en 1966 se llevó a cabo una nueva reforma constitucional que volvió a establecer un sistema presidencialista. Sin embargo, a través de estos cambios en el diseño institucional, habrán de perdurar rasgos comunes que comprenden a ya otro sistema: la dirección compartida de los entes públicos y la conformación de mayorías especiales para adoptar determinadas medidas. Al mismo tiempo, aunque la figura del presidente apareció fortalecida en relación con la del Parlamento, las reglas electorales establecidas por la propia Constitución no facilitaron que el presidente cuente con mayorías parlamentarias propias. Por lo tanto, para impulsar la agenda del gobierno, continuó siendo necesaria la colaboración entre los partidos políticos.

Las elecciones generales de 1971, trajeron aparejada una novedad de importancia: la aparición de un tercer partido político. Con el surgimiento del Frente Amplio, el sistema bipartidista se transformó en un "pluralismo moderado", mientras que el estilo de hacer política basado en el compromiso y la coparticipación se vio fuertemente cuestionado, todo ello, en un contexto marcado por la creciente polarización ideológica. Mientras la izquierda apareció representada por el Frente, la derecha fue canalizada por fracciones de los partidos tradicionales (aunque en el Partido Nacional, la fracción liderada por Ferreira Aldunate —la fracción mayoritaria— presentaba progresivamente un alejamiento respecto de la línea tradicional nacionalista con un fuerte viraje hacia posiciones de izquierda) dentro de una sociedad cruzada por antagonismos y violencia creciente (Mieres, 1994: 4; Rilla, 1997: 77).

El Frente Amplio se construyó como una coalición "nacional y popular" que unía a veteranos de la izquierda (socialistas, comunistas e independiente) con la democracia cristiana y sectores escindidos de los partidos tradicionales. Sin embargo, el Frente no tardó en dar signos de "tradicionalismo": comenzó a admitir el juego de personalidades, recurrió a la ley de lemas y a los usos de otros arbitrios comunes de la competencia electoral (a los que había denostado) para poder crecer electoralmente. Sin embargo, su avance habría de verse truncado en 1973 por las circunstancias que afectaron a todo el país (Lanzaro, 1998: 155-166).

Efectivamente, en 1973 la estable democracia uruguaya entró en un cono de sobra del que habría de emerger recién en 1984.

Con la vuelta a la democracia, el sistema bipartidista tradicional de Uruguay se consolidó definitivamente como un pluralismo moderado, formado por tres partidos relevantes. Aunque el Frente nunca participó en pie de igualdad en dichos espacios de poder, mantuvo su perfil crítico sin obstaculizar, sin embargo, el funcionamiento del sistema de coparticipación y compromiso. Los dos partidos políticos tradicionales, por su parte, mostraron poseer la suficiente habilidad como para integrar al Frente en este sistema, al incluirlo en los directorios de las empresas públicas y entes estatales. Este hecho facilitó la gobernabilidad política en Uruguay, desde 1985 en adelante en un contexto signado por el fuerte continuismo político respecto de las experiencias democráticas previas. Esto quedó en evidencia en la constitución interna de los diferentes gobiernos que sucedieron a partir del retorno al ejercicio de las prácticas democráticas.

Durante la primera Presidencia de Sanguinetti (1985-1990), se formó un gobierno de "entonación", eufemismo que designaba la constitución de un gabinete con dos ministros blancos en puestos técnicos, aunque los mismos no actuaban como representantes formales del Partido. Más bien, eran un símbolo del apoyo que el líder blanco, Wilson Ferreira Aldunate, estaba dispuesto a otorgar al Ejecutivo, especialmente en la composición de los directorios de los Entes Autónomos y en el ámbito parlamentario. Aunque ello no significó nunca un apoyo indiscriminado a sus propuestas. Por el contrario, el compromiso consistía en respaldar las iniciativas surgidas de la Concertación Programática General (CONAPRO), espacio creado para propiciar el diálogo entre actores políticos, sociales y económicos, con el fin de establecer mediadas consensuadas, durante el pasado régimen militar. Sanguinetti contó también con el apoyo de la Unión Cívica (el ministro de Defensa, pertenecía a este partido). Pero, de hecho, nunca logró tener mayoría propia en ninguna de las dos Cámaras del Parlamento.

Algo similar ocurrió durante la gestión de Lacalle (1990-1995), quién propuso a la oposición la formación de un gobierno de coalición "a la europea", lo que no fue aceptado por los colorados. En cambio, consintieron en que cuatro ministros del partido integraran el gabinete presidencial, pero a título personal. En el ámbito parlamentario, los colorados se comprometieron a votar un paquete de medidas propuestas por el Ejecutivo, lo cual le permitió a Lacalle contar con mayoría en ambas Cámaras durante prácticamente los dos primeros años de gestión hasta que el "acuerdo" se deshizo.

Durante 1991, los ministros pertenecientes al Foro Batllista, y luego los del Batllismo Radical, se retiraron del gabinete a raíz de discrepancias frente a las medidas presidenciales. A partir de ese momento, hasta 1993, Lacalle contó con el respaldo de todos los sectores nacionalistas y de fracciones coloradas disidentes, lo que reportaba al Ejecutivo el apoyo del 46% de la Asamblea Legislativa permitiéndole, entonces, mantener los vetos presidenciales. Pero en 1 993 el gobierno perdió incluso la adhesión de sectores internos de su propio partido. Desde entonces, quedó reducido a una alianza minoritaria entre la fracción presidencial y la Unión Colorada y Batllista (Buquet, Chasquetti y Moraes, 1998: 65).

La segunda Presidencia de Sanguinetti (1995-2000), en cambio, se basó en la construcción de un gobierno de coalición en el estricto sentido del término. Ésta se mantuvo hasta meses antes de la finalización del mandato presidencial asegurando, de esta manera, la aprobación de importantes medidas de gobierno, incluyendo la reforma constitucional del año 1996 que introdujo importantes modificaciones en el diseño institucional, especialmente en materia electoral.

La coalición, constituida entre 1995 y 1999, su estabilidad y eficacia presentan algunos elementos innovadores importantes de ser destacados. Como mencionamos anteriormente, la cooperación política no es ajena a la tradición política uruguaya. Entre 1942 y 1973 la historia de las relaciones entre los dos partidos tradicionales estuvo marcada por la colaboración y la negociación permanentes. Más aún, los partidos raramente propiciaron estrategias de "gobierno de partido". Más allá de los nombres que recibieran en cada caso, lo habitual ha sido la coparticipación gubernamental entre blancos y colorados. Pese a ello, de este hecho no debe concluirse que en el país resultan habituales las "estrategias coalicionales abiertas". Éstas han sido extrañas en la historia nacional y nunca involucraron a los dos partidos con todas sus fracciones (Filgueira y Filgueira, 1997: 326-327; Lanzaro, 1998: 154-166; Buquet, 1998: 6-14).

Con anterioridad a 1995 existen sólo dos antecedentes de coaliciones: durante la vigencia de la Constitución de 1934, hubo un co-gobierno institucionalizado durante la Presidencia de Alfredo Baldomir (1938-1943), que contó con el apoyo del sector herrerista del Partido Nacional; posteriormente, durante el gobierno de Juan José de Amézaga (1943-1947), el Partido Nacional Independiente, a través de sus figuras principales, participó en el gabinete (Bottinelli, 1999). La práctica de construir gobiernos de coalición, iniciada en 1995, marca una diferencia respecto del pasado. Lo habitual en Uruguay es el "presidencialismo de compromiso" sustentado por amplios acuerdos, pero no la participación formal de la oposición en la formación del gabinete (Lanzaro, 1998: 155).

Sin embargo, tampoco deben ser idealizados los resultados de estos compromisos. En momentos difíciles para el país, tradicionalmente la principal fuerza de la oposición se ha declarado dispuesta a apoyar al gobierno, dentro de ciertos límites. ¿Es esto sinónimo de oposición responsable o cooperativa? Difícilmente se puede sostener tal cosa. Más bien resulta una forma indirecta de afirmar que, durante cierto tiempo, "la oposición se abstendrá voluntariamente de ser irresponsable". Cuando las circunstancias así lo aconsejen, volverá a asumir su rol opositor (González, 1986, pp. 63-64)15. Comprometerse para "asegurar gobernabilidad" se convierte, de esta manera, en una táctica política y en el mejor de los casos, un acto de generosidad y desprendimiento.

Entre ambos extremos, y ésta es probablemente la descripción más adecuada, sería simplemente una forma de manifestar que situaciones excepcionales requieren tratamientos excepcionales, y que está dispuesto a dar los pasos necesarios —acuerdos políticos— para generar y aplicar esos tratamientos (González, 1986: 63).

La oposición por su parte, ocupa espacios reales de poder y dispone del manejo de los recursos públicos ya que está llamada a participar en la dirección de algunos organismos públicos en forma conjunta con el oficialismo. Según algunos estudiosos esto constituye un aliciente para la cooperación y la moderación política, las que facilitan, finalmente, la gobernabilidad del sistema (Lanzaro, 1998: 142)16. Sin embargo, frente a esta "visión optimista", otros sostienen que, en realidad, la mencionada cooperación no es más que un sistema de reparto de los recursos del Estado, sin realizar mayores distinciones ideológicas. En ella están en juego los términos del compromiso (dividiendo cargos y ventajas entre eventuales ganadores y perdedores), pero no el compromiso como forma de hacer política, estableciendo de hecho un spoil system (De Riz, 1986: 668). Aunque encontradas, ambas visiones tienen su cuota de razón, porque el sistema de reparto de recursos públicos (que no deja de recordar, ciertamente, al viejo "sistema de despojos" jaksoniano), de hecho obliga a la negociación. Como sintetiza Rial,

Repartir el control de los organismos públicos y prebendas dada la lógica infundida por un Estado providente, asistencialista, nunca desmontado, apoyado en una ingeniería electoral sofisticada, obliga a esos acuerdos intrapartidarios e interpartidarios, que llevan a una cooptación obligada de los partidos tradicionales. Difícilmente se pueda eludir esa instancia en el futuro (Rial, 1984: 212).

En razón de los elementos señalados, podemos afirmar que la constitución de un gobierno de coalición, constituye por lo tanto una transformación importante del sistema uruguayo, el que destaca dentro de un contexto signado por fuertes elementos de continuidad política e institucional.

 

2. Partidos políticos y modelos de democracia: coincidencia o antagonismo

Los partidos políticos manifiestan, naturalmente, visiones diferentes e incluso antagónicas en torno a determinadas cuestiones socialmente relevantes, no sólo de índole política. Al expresar tales diferencias, pueden hacerlo concordando básicamente con las reglas que definen y garantizan el régimen democrático de gobierno (como ocurre en la mayoría de los países democráticos) o discrepando incluso sobre las mismas (tal como sucede cuando existen partidos "antisistema"; el ejemplo clásico en este sentido lo constituye la República de Weimar).

Desde el punto de vista democrático, Sartori destaca el hecho que, aunque una sociedad presente un amplio grado de consenso o de conflicto político en torno a las reglas básicas que definen al régimen político, éste sólo resulta importante como condición que dificulta o facilita el desempeño democrático. En este contexto, el consensus (aceptación) como un "compartir" de alguna manera vincula u obliga. La pregunta fundamental entonces es, ¿compartir qué? La respuesta apunta, de forma directa a las reglas del juego político. En efecto, si la existencia de un acuerdo amplio en torno a la cultura política, o a las políticas públicas, puede facilitar el desempeño de un régimen democrático, queda claro, por tanto, que un consenso amplio en torno a cuestiones procedimentales, especialmente respecto a cómo resolver cuestiones conflictivas, se transforma en la condición sine qua non de la democracia (Sartori, 1987, Vol. 1: 124). Democracia implica, entonces, acuerdo en torno a las reglas para discrepar y desacuerdo dentro del ámbito de esas reglas. En la medida en que se admitan las reglas básicas, las diferencias serán aceptadas.

De acuerdo con lo señalado, podemos afirmar, por una parte, que la democracia recibe como naturales las diferencias en cuanto al gobierno y a su gestión pública y por otra, que puede llegar a superar la falta de consenso en cuanto a los valores básicos del régimen (aunque de existir, resulta una condición que facilita la democracia); pero esto ocurrirá solamente cuando haya un consenso amplio en torno a las reglas de juego, especialmente a las que señalan cómo disentir. Éste es un verdadero prerrequisito de la democracia. "Este consenso es el comienzo de la democracia." Es en el marco de dicho consenso procedimental que el disenso y las diferencias cumplen un rol instrumental.

La teorización desarrollada hasta el momento resulta importante en la medida en que los partidos políticos uruguayos, históricamente, lograron crear consensos amplios en torno a las reglas básicas que definían el juego político, lo que se tradujo en diversas modificaciones operadas sobre el texto constitucional (la última de ellas realizada en 1996), a fin de amoldarlas a las diferentes circunstancias que afrontó el país. Veámoslo con detenimiento.

 

2.1. Los partidos políticos de Uruguay y la democracia

Anteriormente señalamos que en Uruguay, blancos y colorados, sin llegar a constituir aún partidos en sentido estricto, definieron sus tendencias fundacionales a raíz de la guerra civil en 1836. Los primeros, a partir de la organización de la vida política y de los destinos del país a través de un texto constitucional, deseaban vivir pacíficamente dentro de sus fronteras. Los colorados, en cambio, aliados de los unitarios emigrados de Buenos Aires, poseían una visión que desbordaba los límites del país, e incluían en sus propuestas a los países vecinos. Los primeros respondían al presidente de la República, Manuel Oribe y los segundos, seguían al ex Comandante de la Campaña, Fructuoso Rivera. A partir de las circunstancias históricas y de los liderazgos mencionados, suelen conferirse a ambos grupos ciertas orientaciones ideológicas confrontadas: los blancos serían conservadores, los colorados liberales, los primeros federales, los segundos unitarios. La cuestión federal / unitaria disputa, en un principio, acerca de la forma de organización territorial del país y que, luego, se amplió involucrando valores y estilos de hacer política), resulta incuestionable. Ciertamente, como ya se mencionó, a partir de 1837 los bandos uruguayos construyeron alianzas con los grupos argentinos: Oribe fue aliado de los federales, acaudillados por el Gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas; Rivera, lo fue de los unitarios enemigos de aquel, emigrados en Montevideo: Juan Lavalle, Juan Bautista Alberdi y José María Paz, entre otros. Sin embargo, la asignación de posturas conservadoras y liberales en una sociedad donde no se observaba todavía el desarrollo de ideas conservadoras, y donde el liberalismo se reducía a una pequeña minoría cultural por oposición al igualitarismo de las masas, resulta un tanto relativa (aunque tampoco, completamente incorrecta) (Halperín Donghi, 1969: 176-184; Pérez, 1990: 43). Lo que sí parece cierto es que, en aquel momento, el sector dirigente del país, políticamente débil en comparación al porteño, debió pugnar para plantear sus demandas y defender sus intereses con una estructura social compuesta por múltiples actores (militares, doctores, masas rurales, etcétera). Por tal motivo, comenzó a canalizar sus demandas e influencia a través de los caudillos.

De esta manera, el compromiso caudillesco-patricio fue el inicio de una larga serie de compromisos, típicos de la cultura política uruguaya. La división entre blancos y colorados no excluyó, en sus orígenes, tentativas de entendimiento17, alcanzando logros significativos en tal sentido (Real de Azúa, 1984: 28 y ss.). Sin embargo, la verdadera cuestión que parece haber dividido a blancos y colorados fue su actitud ante el proceso modernizador. Básicamente, mientras los colorados fueron partidarios de la modernización del país, los blancos se caracterizaron por su actitud no-modernizante (de allí que se los tilde de conservadores). Pero la actitud modernizadora de los colorados fue evolucionando a lo largo del período 1830-1930, año en que concluyó la obra reformista de la máxima figura transformadora del Uruguay moderno: José Batlle y Ordoñez. A los blancos, por su parte, deben atribuirse algunas actitudes que fueron claramente contrarias al cambio. Tal vez, este hecho tenga relación con la base de implantación "espacial" de unos y otros: los blancos tuvieron su "bastión" principal en la campaña, los colorados en Montevideo. Sin embargo, la confrontación citadino-rural sólo fue una cara de la lucha entre modernidad y no-modernidad aunque, en ciertos momentos, una y otra se solapan (Mezzera, 1990: 74). Sin embargo,

Blancos y colorados son el camino por el cual la modernidad que le correspondía al Uruguay se hizo relativa. La modernidad existe para el Uruguay, pero no fue realizada absolutamente sino por medio de la disputa de blancos y colorados, recibiendo la limitación de esa pelea. Fue obra de los colorados que tuvieron como contrincantes a los blancos. En Estados Unidos, Sudáfrica, Australia, la modernidad fue absoluta porque faltó la lucha congruente. El carácter relativo de la modernidad uruguaya es tan pronunciado que se puede decir que, de modo absoluto, el Uruguay no es tan moderno. [...] La limitación histórica, que es la modernidad relativa del Uruguay, se tradujo en esfuerzos, cuyo conjunto fue la lucha que obligó a que nuestra sociedad no fuera culturalmente inerte (Mezzera, 1990: 75).

Una de las principales manifestaciones de la "modernidad relativa" del Uruguay, consiste en que la innovación, en tanto quiebra de la continuidad histórica, suele ser sancionada cuando no encuentra referencias en el pasado, cuando no puede establecer "genealogía"18. De esta manera, tomando en cuenta los momentos fundacionales, de consolidación y de crisis del orden político, se advierte que el discurso de los actores no sólo remite al pasado, sino que allí es donde busca su legitimación. De tal manera, los "ímpetus modernizantes" de los batllismos, siempre aluden al primer batllismo; la intransigencia democrática de los nacionalistas siempre fue presentada como actitud coherente, fruto de la experiencia histórica, de una "identidad" construida a lo largo del siglo XIX. Incluso los programas y la acción de la izquierda se remitieron a las rupturas revolucionarias de la Edad Contemporánea, estableciendo una nueva tradición política para el Uruguay. Esta forma particular de hacer política, siempre descansa en una cierta interpretación histórica que no busca el conocimiento del pasado, sino su utilización como instrumento político (Caetano y Rilla, 1990: 7). En el sentido descrito, como señalamos, frente al "conservadurismo" blanco, Batlle pareció un radical, y lo fue, sólo en tanto impulsor de la modernización nacional. En efecto,

Ninguna comprensión de la democracia uruguaya es posible sin referencia al batllismo, a las ideas krausistas de don José Batlle y Ordoñez, que se hizo cargo del Partido Colorado y utilizó sus dos Presidencias (1903-1907 y 1911-1915) para promover reformas políticas y sociales que favorecían a las mujeres, a los niños y a los obreros. [...] Batlle presionó a favor de la promulgación de la Constitución de 1918 (que por primera vez introdujo la elección Presidencial directa por voto secreto), pero sus oponentes supieron explotar sus planes acerca de un Ejecutivo colegiado, incorporando la idea de la "coparticipación" en el gobierno del partido minoritario (siempre los blancos). De ese modo, paradójicamente, mientras que Batlle iba a lograr en la instrumentación de las reformas un éxito mucho mayor que el de Yrigoyen, líder del Partido Radical de la Argentina, la subsistencia de espacios políticos para la oposición hizo que la democracia uruguaya fuera la más pluralista y duradera (Gillespie, 1986: 262).

El líder que generó importantes cambios en el país, también fue el que facilitó la introducción de la coparticipación política como institución, a partir de la reforma de 1918 y de la intervención de la oposición en el Consejo de Administración19. De esta manera, la alternancia política entre partidos opositores quedó reemplazada por la coparticipación y el debate sobre ideas y proyectos fue atenuado por el reparto de cargos. La consecuencia directa de la coparticipación consistió en el reconocimiento del adversario: a diferencia de lo que ocurría en Argentina, los partidos uruguayos se reconocieron mutuamente y se integraron en el ejercicio del poder. Sin embargo, estos partidos que habían alcanzado una forma eficaz de coparticipación política (la que se reforzó a partir del pacto de 1931, cuando blancos y colorados compartirán proporcionalmente los directorios de las empresas públicas), fundamentalmente funcionaron como "divisas". Este término alude a su inorganicidad, a su falta de cuadros estables, a su dirigencia oscilante y difusa, carente de estructuras de sostén y a su amplitud ideológica. Todo esto derivó en una marcada heterogeneidad interna, favorecida por las particulares reglas electorales uruguayas, adoptadas entre 1910 y fines de la década de 1930. Porque en rigor de verdad, los uruguayos no son partidos en el sentido organizativo del término, sino más bien federaciones partidistas. No pueden definirse en función de un programa articulado, de formulaciones expresas.

Es preciso observar las conductas de estas tendencias políticas y las reacciones de sus integrantes a lo largo del tiempo, para extraer conclusiones respecto a las direcciones históricas que encarnaron. Direcciones que, más que propósitos son tendencias, afinidades, simpatías y antipatías. Aún así, siempre encontramos, dada la heterogeneidad y el carácter policlasista de los mismos, fracciones disidentes dentro de cada uno de ellos (Ares Pons, 1990: 88; Pérez, 1990: 91). Haciendo virtud de las carencias, la contracara de estas características se halla en el hecho de que las mismas, por la propia laxitud comentada, han allanado el camino para emprender negociaciones entre líneas internas, ideológicamente afines, de los partidos contrincantes.

Estas cuestiones no desconocen ni niegan la importancia de otros actores sociales en la construcción de una democracia pluralista en Uruguay, sin embargo, ponen en evidencia la existencia de un modelo de interrelación y un "estilo" de hacer política compartido entre los partidos tradicionales. De allí la recurrencia, por parte de los estudiosos, para hablar de "partidocracia" o "gobierno de partidos", en el caso uruguayo.

A esta partidocracia se sumó, a partir de 1971, el Frente Amplio. En rigor de verdad, desde el Frente Popular de la década de 1930 hasta el FIDEL y la UP de los sesenta, ya habían existido, por parte de las fuerzas políticas, distintos intentos para fusionarse. En ciertos aspectos, el Frente se vinculó con la "invención" de una tradición política como medio idóneo para lograr su inserción en la cultura política nacional. El Frente (otra verdadera federación de partidos dado el número y los proyectos de sus integrantes), construyó una alternativa desde la variedad y la diversidad, intentando crear una nueva tradición remitiéndose a símbolos propios del artiguismo. En 1973 se hallaba en esta coyuntura cuando se produjo la ruptura del orden institucional. Desde entonces, la lucha contra la dictadura fue una prueba decisiva que debió superar el Frente.

El fin de la etapa militar trajo aparejada una de las mayores paradojas del período: la vigorosa inserción política de la izquierda, convertida en la tercera fuerza política uruguaya en constante crecimiento. Este hecho no sólo muestra el sustento popular del frenteamplismo (sobre todo en Montevideo, de cuya intendencia se hizo cargo en 1990), sino también una estrategia hábil que se valió de las reglas electorales y de su participación en espacios de poder (como los directorios de los entes públicos) para desplegar su proyecto propio. Por su parte, los partidos tradicionales, reconocieron al frente como a un actor más, desde 1984, incorporándolo al juego político y asegurando de esta forma su adhesión al sistema.

Sin embargo, desde 1985 blancos y colorados colaboraron (de manera más o menos explícita, con mayor o menor grado de compromiso) en sus respectivas administraciones facilitando con su acción e inacción, la gestión de los sucesivos gobiernos de uno y otro partido. Por ello, frente a la perspectiva de un triunfo frenteamplista en 1999, los nacionales apoyaron en la segunda vuelta electoral al candidato colorado, permitiendo así su acceso al gobierno, y con ello, la obtención —nuevamente— de cargos ministeriales a modo de compensación.

En realidad, desde 1971, especialmente desde la vuelta a la democracia, el Frente Amplio no hizo más que mejorar sus resultados electorales. Esto obligó a los dos partidos tradicionales a reposicionarse y sumar fuerzas frente a dicho avance por parte de la izquierda, para no perder centralidad política (Lanzaro, 1998: 164). Dada la distribución de fuerzas parlamentarias observada a partir de 1985, y en particular desde 1989, se requirió el voto de la casi totalidad de representantes de ambos partidos para lograr mayorías simples en el ámbito legislativo. Esto los obligó a unir sus fuerzas aún más estrechamente puesto que, de otra manera, no podían gestionar sus proyectos frente a un adversario en constante crecimiento. Sumado a ello, desde 1995 comenzó a hablarse de un posible triunfo del Frente en las elecciones de 1999 (como efectivamente ocurrió, en la primera vuelta)20. Para evitarlo, los partidos tradicionales "consideraron urgente comenzar a implementar las reformas que se habían boicoteado, al menos parcialmente." De esta manera, el cálculo que realizaron los dos partidos tradicionales en lo relativo a una estrategia de coalición, se vio notoriamente modificado frente a la evidencia electoral y a su posible evolución. En el contexto anterior, para el Partido Nacional, los costos de mantenerse fuera de un gobierno de coalición se reducían a no contar con una voz efectiva en la esfera ejecutiva del gobierno. Los beneficios, en cambio, resultaban claros: tener una libertad de acción que le permitiera apoyar al gobierno (cuando el cálculo resultaba positivo) y dejar que el oficialismo pagara sus costos en situaciones de riesgo. En cuanto al Partido Colorado, en su anterior gestión había preferido pagar los costos derivados de "administrar la crisis", sin intentar transformaciones de fondo, antes que afrontar los costos, en términos de repartir recursos de poder generados por un gobierno de coalición. En este contexto, contar con mayorías legislativas estables implicaba compartir el Ejecutivo con el Partido Nacional. Como alternativa a esta posibilidad, el uso recurrente del veto y el decreto le permitía mantener una mínima disciplina fiscal con monopolio Ejecutivo. Para los colorados, no conseguir las mayorías estables para lograr transformaciones importantes, también significaba ahora un potencial triunfo del Frente Amplio en las futuras elecciones. Los términos de la ecuación se habían modificado drásticamente: el triunfo del Frente Amplio pasó a ser una alternativa cierta (Filgueira y Filgueira, 1997: 343-344; Lanzaro, 1998: 154-165). La táctica cooperativa, aunque buscaba proteger electoralmente a los dos partidos tradicionales frente al avance electoral de la izquierda, encerraba el riesgo de una pérdida de identidad por parte de los mismos, puesto que ambos competían por un electorado relativamente similar, compartían posiciones "geográficas" contiguas dentro del espacio competitivo y algunos elementos de los discursos políticos del presidente Batlle y del expresidente Lacalle tenían una similitud notoria.

Sobre la base de los últimos hechos descritos, es más fácil comprender la estrategia adoptada por los partidos tradicionales uruguayos. Incluso hay quienes interpretaron la reforma constitucional de 1996 (tendente a cambiar las reglas del juego electoral) como un esfuerzo orientado a impedir un posible triunfo del Frente. En efecto: un punto verdaderamente clave de la misma fue la introducción del ballotage presidencial para los casos en que ningún candidato obtuviera la mayoría absoluta de los votos (hecho ciertamente impensado en los últimos 30 años), proponiendo para esas circunstancias, la realización de una segunda vuelta entre los dos candidatos más votados.

Si uno de ellos (uno de los dos más votados) fuera el Frente Amplio —como es más que previsible que ocurra en el 99—, si además cada ciudadano decidiera su voto por razones ideológicas y si, por último, hubiera certeza de que aquellos que en la primera vuelta votaron a quienes hayan salido tercero y cuarto les obedecerán sobre el candidato al cual deban votar en la segunda vuelta, podría asegurarse que ganará el candidato blanco o colorado que dispute el ballotage con el candidato frenteamplista. Seguramente sobre la base de la verificación de estas tres hipótesis es que blancos y colorados apostaron a la introducción del ballotage presidencial en el sistema electoral uruguayo (Waksman, 1997: 15)21.

Esta defensa conjunta frente al avance electoral de la izquierda parece haber sido, entonces, un importante aliciente para la conformación y estabilización de la coalición de gobierno presidida por Sanguinetti.

Como se puede apreciar, con sus virtudes y defectos, la política de coparticipación dio otra prueba de supervivencia. Como contracara de la misma, dicha política expresó también que los partidos relevantes de Uruguay siguieron adhiriéndose, básicamente, a un conjunto de reglas y a un modelo de democracia que, hasta el momento, logró superar distintos desafíos históricos.

 

3. La importancia de las tradiciones institucionales

Como consta por el panorama descrito, a partir del año 1985 se comprueba en Uruguay el resurgimiento de importantes características tradicionales de su sistema político. Frente a esta cuestión, aparece de inmediato una interrogante fundamental. ¿Qué elementos explican la continuidad de estas tradiciones? ¿Dónde encuentran la fortaleza que les permite mantenerse a lo largo del tiempo y en circunstancias tan distintas?

Para contestar a estas preguntas, debemos mencionar algunas cuestiones de gran importancia institucional. En primer lugar, la influencia ejercida por el diseño constitucional uruguayo. En efecto, la Constitución de 1966 exige la cooperación de los diferentes partidos políticos en la dirección de los Entes Públicos o en la formación de mayorías especiales para gestionar temas específicos (por ejemplo, la reforma constitucional). Indudablemente estos mecanismos, dada la tradición cooperativa que existe entre los partidos y la carencia de mayorías propias por parte de los mismos, facilitan la negociación política acortando las distancias entre gobierno y oposición, al tiempo que permiten, a esta última, coparticipar en la gestión pública accediendo al manejo de importantes recursos de poder.

En segundo lugar, las reglas del juego electoral uruguayo posibilitan en buena medida que el Ejecutivo y la mayoría del Legislativo estén en manos diferentes. Esto favorece un acceso equilibrado a los poderes del Estado sin que las mayorías se lleven todos los cargos y sin que las minorías tengan que renunciar a su condición opositora para poder acceder a puestos públicos. Al mismo tiempo, en la medida en que el sistema electoral facilita la fragmentación partidaria permitiendo la competencia democrática, tanto entre partidos como en su interior, sea reduciendo como resultado (aunque tal vez no buscado) el tamaño de la mayoría y dando cabida a las minorías, "partido a partido y dentro de estos, sector a sector", se acota el carácter de "suma cero" propio del juego presidencial (Lanzaro, 1998: 200-201). Así, se induce a la negociación y a la cooperación, aunque ello no siempre signifique la concreción de compromisos positivos de gobiernos, sino más bien, un "dejar hacer". No resulta aconsejable, entonces, dejarse llevar por el optimismo. Como se ha argumentado con acierto, la negociación no tiene por qué ser considerada positiva en sí misma sino que debe ser evaluada en función de los efectos que produce. Muchas veces negociar supone renunciar a creencias profundas, enfrentar trabas y desgaste en los procesos de toma de decisiones (costos internos, tal como los denomina Sartori, 1987, Tomo 1: 264 y ss.). Al mismo tiempo, los pactos de gobierno no conllevan garantías de eficacia gubernativa (como muestra por ejemplo el caso del Pacto de Punto Fijo venezolano) (Sartori, 1994: 167-184; Nohlen, 1991: 23). En este caso concreto, negociaciones y acuerdos suponen un acercamiento de posiciones, transacciones entre proyectos alternativos y, en el caso del gobierno, un reconocimiento de la oposición. Esto contribuye a reforzar ciertos aspectos del sistema (por ejemplo la limitación y el control gubernativo, la independencia del Legislativo respecto del Ejecutivo), al tiempo que se producen mayores costos decisionales, bloqueos mutuos entre fracciones, sobredimensionamiento de liderazgos menores, etc.

En tercer lugar, resulta indudable la influencia que ejerce sobre el proceso político el sistema de partidos existente en Uruguay desde 1985. Numéricamente, nos encontramos frente a un sistema de tres actores claros, estables e identificados (independientemente de la fragmentación interna de los mismos), con una distancia ideológica moderada, siendo los tres partidos minoritarios (Ruiz Valerio, 2002). En términos de Sartori, nos hallamos frente a un sistema de pluralismo moderado (Sartori, 1976: 217; González, 1995: 158). Este tipo de sistema no sólo facilita, sino que necesita la cooperación política entre partidos al verse imposibilitado, cualquiera de ellos, de obtener la mayoría de escaños requerida para lograr la aprobación de sus iniciativas legislativas. En este sentido, resulta evidente que la existencia de un balance de poder múltiple entre los partidos de un sistema multipartidista conduce, en mayor medida, a la cooperación política que un sistema bipartidista o uno en el que existe un partido hegemónico, puesto que, si uno de los actores posee mayoría propia, sus líderes podrían intentar dominar a la oposición en lugar de colaborar con ella. Por lo tanto, cabe reconocer que, de todas maneras, la competencia estricta no resulta inevitable en un sistema bipartidista (el "Pacto de Olivos" entre peronistas y radicales, realizado para reformar la Constitución argentina, en 1994 es un buen ejemplo de ello), aunque la tentación para pasar de la coalición a la competencia interpartidaria siempre será grande, especialmente para el partido que pueda ganar la mayoría (Dahl, 1966: 337).

La noción de balance de poder múltiple está conformada por dos elementos fundamentales: la existencia de un equilibrio aproximado entre las partes y la presencia de, cuanto menos, tres actores diferentes. De esta manera, todos serán minoría pero ninguna de ellas podrá imponerse sobre las otras. Esto resulta fundamental en la medida en que una sociedad con pocos actores (entre tres y cuatro), constituye una base más proclive a la cooperación que un sistema multipartidista extremo. Como apunta Lijphart, la causa reside en el hecho de que la cooperación se hace más difícil a medida que aumenta el número de participantes en la negociación. Una razón adicional por la que una configuración, moderadamente múltiple, resulta propicia reside en que conduce con mayor facilidad a la interpretación de las políticas como producto de un juego de suma positiva (Lijphart, 1977: 74; Lijphart, 1984: 126; Sartori, 1976: 217-232). Este dato resulta fundamental en el caso uruguayo, ya que ganar la presidencia, no implica la imposición automática de políticas al resto de la sociedad.

De todos modos, se podrían presentar dos objeciones de importancia a estos argumentos. La primera señalaría que en Uruguay, la existencia de tres partidos relevantes resulta una mera formalidad, puesto que los mismos encierran una pluralidad de fracciones (aunque, como vimos, no llega a la hiper-fragmentación que sostienen algunos estudiosos). Frente a dicha objeción, se pueden ensayar dos respuestas complementarias. La primera es que —aunque este hecho complejiza la negociación interpartidaria e intrapartidaria, la somete a vetos alternativos y exige mayores pagos compensatorios— la fragmentación partidista exacerba, al mismo tiempo, la necesidad de cooperar. La segunda respuesta, llevaría a destacar que, en los dos partidos tradicionales hay sectores mayoritarios, cuando no hegemónicos (como ocurre con el Foro Batllista liderado por Sanguinetti, dentro del Partido Colorado), que resultan determinantes a la hora de negociar. Sólo cuando estos sectores desisten de cooperar se recurre, como alternativa, a los liderazgos menores.

La segunda objeción, ciertamente medular, ha encontrado expresión en algunos destacados analistas uruguayos, que señalan un hecho importante: en Uruguay, la fragmentación partidaria con fracciones de peso electoral comparable, conduce a que las mismas interpongan entre sí vetos mutuos, lo que pueden llegar a comprometer la gobernabilidad del sistema (Rial, 1984: 49). Incluso, dentro del partido ganador las negociaciones podían ser tan complicadas como las de una coalición gobernante en un régimen parlamentario. Hacia el exterior, con fracciones relativamente afines del otro partido, las negociaciones resultan aún más complicadas que en este último caso (González, 1986: 67). Esto ha obstaculizado, como ya se mencionó, la gestión de las políticas públicas. Así, el flujo de decisiones ha sido, al decir de González, "particularmente ineficiente", lo que lleva a que en las ultimas décadas, ninguna gestión haya podido implementar una política coherente y duradera, cualquiera fuese su signo político (González, 1986: 64-65). En suma: la fraccionalización de los partidos tradicionales ha impedido un mínimo de eficiencia gubernativa. En realidad el argumento no es nuevo. Existen estudios que dan cuenta de como, la presencia de gobiernos excesivamente divididos (un resultado probable bajo normas electorales puramente proporcionales), agrava la coordinación de las políticas gubernamentales y su coherencia interna pudiendo producir, incluso, medidas fiscales inconexas (Boix, 1996: 37).

La evidencia empírica posibilita dar dos respuestas a la objeción citada. La primera, es que este tipo de visión tiende a exacerbar el peso real de la fragmentación partidaria, la que al momento de la medición matemática, no resulta ser extrema. En segundo lugar, el proceso político uruguayo nos muestra como un sistema partidario fraccionalizado ha trabado la adopción de medidas de gobierno, llegando en ciertas circunstancias al inmovilismo. De todas formas, la comparación del desempeño económico uruguayo respecto del argentino, tanto como en relación a los demás países de la región, nos muestra que las complicaciones en la adopción de decisiones no significan efectivamente ineficiencia. Uruguay ha realizado sus procesos de ajuste, con lentitud y expuesta a múltiples trabas. Sus resultados no fueron espectaculares, pero ha emergido de ellos con menor índice de pobreza y desempleo que otros países latinoamericanos (inclusive Argentina), con lo cual, los costes sociales del ajuste han sido más acotados. Hasta ha mejorado la distribución de los ingresos entre los sectores sociales más postergados, siendo hoy menos desigual desde el punto de vista distributivo que en 1984 (capítulo 4).

Resumiendo, la fragmentación partidaria ha supuesto mayores dificultades para la adopción de decisiones, pero no por ello ha sido ineficaz.

A los factores mencionados, se les agrega finalmente otro, aunque de menor importancia, sobre el que Lijphart ha insistido especialmente. Esto es, que los países pequeños (según el tamaño de su población) parecen ser más favorables a la cooperación política (un país pequeño suele rondar, como máximo, poco más de diez millones de habitantes) (Lijphart, 198: 254). La razón de ello, es que en un país pequeño es más probable que las élites políticas se conozcan personalmente y se frecuenten, lo cual contribuye a no considerar a la política como un juego de suma cero. También puede ocurrir que un país pequeño se sienta más amenazado por sus vecinos (especialmente, si éstos son particularmente "grandes", desde el punto de vista territorial, poblacional o económico). Estos sentimientos de vulnerabilidad podrían incentivar la solidaridad interna entre élites a fin de no quedar relegados internacionalmente (Lijphart, 1977: 84-85)22.

Podemos sostener, en función de la confluencia de los elementos precedentes, que los mismos facilitan la cooperación política, la que en momentos señalados, puede traducirse en coaliciones gubernamentales, tal como sucedió en Uruguay desde 1989. Es decir que las instituciones de gobierno y los partidos políticos, conforman un marco dentro del que interactuan los diferentes actores políticos. Las instituciones incentivan determinados comportamientos y obstaculizan otros. Algunos elementos de un determinado diseño institucional y un sistema de partidos particular pueden facilitar la cooperación política desalentando la confrontación entre adversarios. El sistema presidencial de gobierno da cabida entonces a lo que se ha dado en llamar "presidencialismo de compromiso". Este sistema, como resulta evidente, presenta ventajas e inconvenientes. Sobre los segundos ya hemos hablado. En cuanto a las ventajas que presenta, cabe señalar, en primer lugar, la materialización del sistema de "frenos y contrapesos" entre los distintos órganos del Estado, e incluso al interior de los mismos, entre los distintos actores.

En segundo lugar, se abre expresamente la posibilidad de tener un gobierno dividido, lo que redunda en la limitación y el control de la autoridad sin que esto signifique necesariamente menor efectividad en las políticas públicas.

Finalmente, se permite la participación de partidos y fracciones dentro de un sistema competitivo aunque influido por pautas cooperativas, fortaleciendo la mecánica de los compromisos políticos (Lanzaro, 1998: 201). De esta manera,

En su conjunto, la horma política y la propia arquitectura institucional proporcionan un buen umbral para la combinatoria entre representación y gobierno (gobernabilidad), con tendencia a reclamar el desenvolvimiento de las lógicas negociadoras, permitiendo que crezca un sistema de compromisos robusto, con sus ciclos de fortuna y sus desventuras (Lanzaro, 1998: 201).

Ahora bien, está claro que la formación de coaliciones es el reflejo de un hecho políticamente relevante: la voluntad de compromiso político que existe entre las élites partidarias. A la larga, este ha sido el elemento distintivo de la política uruguaya.

 

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Notas

1 La definición de tradición institucional se utiliza aquí en el sentido propuesto por Almond y Verba, quienes señalan, "... el término cultura política se refiere a las orientaciones específicamente políticas, posturas relativas al sistema político y sus diferentes elementos, así como actitudes relacionadas con la función de uno mismo dentro de dicho sistema. [...] Aquí únicamente podemos subrayar que empleamos el concepto de cultura en uno solo de sus muchos significados: el de orientación psicológica hacia los objetos sociales. Cuando hablamos de la cultura política de una sociedad, nos referimos al sistema político que informa los conocimientos, sentimientos y valoraciones de su población (Almond y Verba, 1963: 29-30). Sin embargo, preferimos hablar de tradiciones y no de cultura política, para dejar claro una cuestión fundamental: en este contexto atenderemos especialmente a la cultura de un grupo particular de la sociedad, su dirigencia política. Por tal motivo hablaremos de tradiciones y no de cultura, que alude a los valores y orientaciones políticas de todo el conjunto social.

2 Para comprender las raíces históricas de los partidos uruguayos, véase en especial Pivel Devoto (1956, Tomo II: 70-155; Real de Azúa, 1984: 28).

3 De hecho, desde la vigencia de la Constitución de 1830 Uruguay fue un sistema bipartidista. Ciertamente surgieron otros partidos menores como la Unión Cívica en 1872, pero no alcanzaron a desvirtuar este hecho básico. Más aún, incluso se ha señalado que tal bipartidismo tiene su génesis en los enfrentamientos entre los jefes - caudillos Orive y Rivera, adversarios de la batalla de Carpintería (9 de septiembre de 1837) donde se exhibieron por primera vez las divisas blancas y coloradas. Este hecho fue fortalecido por el sistema electoral adoptado por la Constitución de 1 830, fuertemente mayoritario (Castellano y Pérez, [1981] El pluralismo, examen de la conciencia uruguaya, Vol. II: 241-244; citados en Caetano y Rilla, 1990: 46-47).

4 Luego de los caudillos típicos del período de la independencia, entre 1811 y 1830 (del cual Artigas constituyó el paradigma), Oribe y Rivera se presentan como ejemplos de los caudillos de la etapa de formación nacional, entre 1830 y 1868. Históricamente, aún hay un tercer tipo de caudillos en Uruguay: el perteneciente al momento de la organización republicana, entre 1868 y 1904 (Reyes Abadie, 1990: 51-53).

5 Para Real de Azúa, la clave explicativa del compromiso caudillesco-patricio, que abre la larga serie de compromisos uruguayos, deriva justamente de la debilidad de la que adolecía la "clase superior económico-social-urbano-rural" del Uruguay. De esta manera ambos grupos deben unirse para reforzarse mutuamente (Real de Azúa, 1984: 28).

6 Para el tema de los partidos de notables véase Duverger (1951: 15-22), Oppo (1971, Vol. 2: 1153-1154).

7 Cabe destacar que entre 1852 y 1908 la población uruguaya pasó de 132.000 habitantes a 1.042.689, multiplicando por 7,9 el volumen original (entre 1860 y 1914, la Argentina multiplica su población en 6,5). En 1895 el 50% de la población de Montevideo era extranjera (Rama, 1987: 18).

8 Entre comienzos de siglo y los inicios de la década de 1970, en que surge el Frente Amplio, los dos partidos políticos uruguayos tradicionales canalizaron, efectivamente, las preferencias políticas de casi el 90% del electorado. Al respecto véase, especialmente, González (1995: 139-149).

9 Pese a ganar la titularidad del Ejecutivo en 1958, por primera vez, los blancos comenzaron a triunfar en elecciones legislativas en el año 1925 (Alcántara Sáez, 1989: 225).

10 Si bien es cierto que durante el siglo XIX, hubo en Uruguay dictaduras militares, ellas se identificaron con el Partido Colorado (Gillespie, 1986: 261).

11 Con dura ironía, Real de Azúa comenta este rasgo de la política local señalando que, en Uruguay, "sociedad amortiguadora", "país de cercanías", toda tensión se "compone" o "compromete" finalmente en un acuerdo. (Real de Azúa, 1984: 90-95).

12 De todas formas, al señalar estos hechos, conviene recordar una aclaración pertinente, que al respecto ha realizado Gerardo Caetano, quién puntualiza: "Señalar estas particularidades de la historia uruguaya no apunta por cierto en la misma dirección que la de los mitos de la excepcionalidad y de la insularidad del país en cualquiera de sus muchas variantes. Por el contrario, se trata de un conjunto de pautas y patrones de la vieja formación política que han tenido históricamente un influjo persistente y aún hoy mantienen una persistencia (inercial en algunos casos, de vigencia más o menos plena en otros) visible." (Caetano, 1995: 11).

13 En Argentina, en cambio, serán actores distintos (e incluso contrapuestos) quienes lleven a cabo estas etapas. La generación del ochenta habrá de promover la modernización económica y social del país, pero dentro de un contexto políticamente excluyente. El radicalismo habrá de incorporar a los sectores medios, y el peronismo lo hará con los sectores populares. La forma en que radicales y peronistas surgen en la vida política, marcará su evolución futura y su forma de hacer política, que se traducirán en estilos diferentes, e incluso en subculturas políticas contrapuestas (Grossi y Gritti, 1989: 41). No ocurrió lo mismo en Uruguay, como podemos apreciar.

14 Para una síntesis de las principales transformaciones producidas por el batllismo, véase Rama (1987: 25).

15 En términos de González, será nuevamente "irresponsable". "Las oposiciones no suelen autodeclararse irresponsables. No se trata, pues, de una prestación normalmente esperable de las oposiciones. Por tanto, la oposición (o parte de ella) mañana transformada en gobierno no tiene porque esperar el mismo trato del gobierno de hoy que mañana será oposición." (González, 1986: 63-64).

16 Cabe destacar que el conjunto de cargos a ser negociados entre el Ejecutivo y la oposición en el Parlamento, asciende a más de trescientos puestos: 1) 12 ministros y 12 subsecretarios, nombrados por el Presidente (aunque los ministros deben contar con apoyo parlamentario); 2) 85 cargos en los directorios de los Entes Autónomos y Consejos Descentralizados, nombrados por el Ejecutivo con acuerdo del Senado; 3) 17 cargos en organismos encargados del contralor del Estado, nombrados por el Ejecutivo con acuerdo del Senado; 4) 115 cargos en la Administración Central, nombrados por los jefes correspondientes; 5) 25 cargos del servicio diplomático, nombrados por el Ejecutivo con acuerdo del Senado. La lista no incluye a los técnicos asesores, personal de las secretarías y otros cargos electos por la Asamblea General tales como Jueces de la Corte de Justicia, Fiscales de Corte, Fiscales Letrados y asensos militares (Buquet, Chasquetti y Moraes, 1998: 62).

17 En este sentido, véase Real de Azúa (1984:28-29).

18 Recuérdese que éste fue uno de los principales argumentos esgrimidos para explicar por qué el Presidente Lacalle resultó derrotado en el plebiscito realizado en 1992 referido al plan de privatizaciones impulsado durante su gobierno. En aquella ocasión se adujo que era demasiado "innovador".

19 Aunque de hecho, la coparticipación hunde sus raíces en la "paz de abril" de 1872.

20 En 1997, Waksman publica un informe en la Revista Nueva Sociedad con el título de: "Uruguay: la izquierda avanza hacia el gobierno", sintetizando puntualmente la percepción de buena parte de los analistas de la política uruguaya. Véase Waksman, 1997: 12-19.

21 De todas maneras, cabe reconocer que dentro del Frente algunos creyeron, como el propio Danilo Astori, que el nuevo mecanismo beneficiaría al candidato frenteamplista. Resta decir que los hechos desmintieron su optimismo y avalaron la apuesta blanco-colorada.

22 Evidentemente, los referentes empíricos directos a los que recurre Lijphart en estos argumentos son los pequeños países del centro de Europa.

 

Información sobre el autor

José Ruiz Valerio se doctoró en Ciencia Política y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid en el año 2001. Obtuvo su maestría en Ciencias Sociales con especialidad en Ciencia Política en 1999 por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) en Buenos Aires, Argentina. Su licenciatura la realizó en Ciencia Política en la Universidad del Salvador en Buenos Aires, Argentina. Es profesor de la Maestría de Análisis Político y Medios de Información de la EGAP, cuyo claustro integra desde el año 2003, y del Departamento de Relaciones Internacionales. También es investigador a cargo del área de Instituciones Políticas de la Red de Investigaciones Políticas —REDIP— del centro de Análisis y Evaluación de las Políticas Públicas —CAEP—.

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