Introducción
La bibliografía académica migratoria se refería al sistema migratorio “norteamericano” como un conjunto de procesos globales en torno a Estados Unidos, el país receptor por excelencia a nivel planetario (Massey et al. 1998), pero esto ha cambiado en los últimos cincuenta años: hay dinámicas muy diversas y, más que hablar de un sistema global, es pertinente referirnos a un sistema migratorio continental, americano, conformado por varios subsistemas.
Durante el siglo XIX, Estados Unidos creció hacia los cuatro puntos cardinales al incorporar, en el Sur, gran parte del territorio mexicano; al Este, a la Florida, Puerto Rico y otras islas; al Norte, a Alaska y al Oeste, a Hawái y Filipinas. A su expansión territorial la acompañó una marcada influencia económica y un estricto control político-militar sobre su área de influencia inmediata: América Latina, el Caribe y el Pacífico (Durand, 2016). Los latinoamericanos han calificado a este proceso de control y dominación como algo derivado de que se considere a sus países como “el patio trasero” de Estados Unidos. Esta percepción forma parte del sistema migratorio que hunde sus raíces en las relaciones neocoloniales de ese país con América Latina y el Caribe, y a partir de las cuales se establecen intensos procesos de reclutamiento de mano de obra, con el consecuente desarrollo de corredores migratorios.
En los años sesenta del siglo XX, el 75 por ciento de la población extranjera radicada en Estados Unidos provenía de Europa y sólo el 12 por ciento, de América Latina. En 2010, era a la inversa: la población procedente de América Latina representaba el 53.6 por ciento y la de Europa, el 12 por ciento. La emigración europea hacia Estados Unidos se potenció a fines del siglo XIX y comienzos del XX, mientras que la de América Latina es un fenómeno de la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI (U. S. Census, 2013). Por su parte, el censo de 2020 reporta que la población hispana-latina asciende a 62 100 000 (el 18.7 por ciento) y se la considera el grupo étnico-racial que más crece. En efecto, su ritmo de crecimiento porcentual entre 2010 y 2020 fue del 2.4 por ciento (Jones et al., 2021).
Dentro de este gran sistema migratorio hemisférico, cuyo principal polo de atracción es Estados Unidos, se articulan dos subsistemas: el sudamericano y el mesonorteamericano. En este artículo nos enfocaremos en el último, donde participan México y el conjunto de países centroamericanos orientados de manera unidireccional a un mismo destino migratorio ya mencionado y, en mucho menor medida, a Canadá. Geográficamente, la región se caracteriza por su vecindad con Estados Unidos y la gran influencia histórica y contemporánea de dicho país a nivel político, económico y militar, lo que profundiza y complejiza los flujos migratorios, incluyendo el relacionado con el aporte de mano de obra a los países del Norte (Heredia, 2016; Durand, 2019).
Si bien el caso mexicano puede considerarse especial al formar parte del tlcan, primero, y ahora del T-MEC, en el nivel migratorio comparte con los centroamericanos muchos rasgos. Estos procesos se distinguen por su magnitud e historicidad, centenaria en el caso de México y con más de medio siglo en el otro, pero también por su complejidad, que incluye la emigración internacional, la inmigración intrarregional, el tránsito, el retorno y recientemente el refugio. Finalmente, en Centroamérica y México se intercomunican y fusionan los tres subsistemas conformando un gran corredor que se dirige, por diferentes rutas, hacia Estados Unidos y se dispersa a lo largo de tres mil kilómetros de frontera.
México y el subsistema mesonorteamericano
Mesoamérica es una categoría biogeográfica, originalmente definida por el antropólogo estadounidense Alfred Kroeber y luego por el etnólogo alemán Paul Kirchoff, que se utilizó en los estudios etnohistóricos para distinguir a las sociedades-Estado y agrícolas, como los aztecas y mayas, de otros grupos de poblaciones nómadas del Norte que habitaban en lo que se llamó Aridoamérica o la frontera chichimeca (Romero Contreras, 1999).
El proceso migratorio mexicano se caracteriza por su antigüedad; de hecho, la anexión de los territorios después de la guerra de México con Estados Unidos, a mediados del siglo XIX, incluyó a la población de origen mexicano e indígena que vivía en esos territorios, una presencia todavía visible en el fenotipo de la población y en la toponimia de los actuales estados de California, Arizona, Texas, Nuevo México, Nevada y Utah. La gente no se movió, la frontera se desplazó hacia el Sur.
Luego vendría la emigración mexicana, propiamente dicha, que inició en 1884 con la conexión ferroviaria en el Paso del Norte y el reclutamiento de personas para el ferrocarril, la agricultura, la minería y otros servicios. La importancia de la mano de obra mexicana se hizo más evidente con los procesos de exclusión de chinos y japoneses, especialmente en California (Durand, 2016).
Esta dinámica migratoria de carácter laboral traspasó el siglo XX, apuntalada por las redes sociales, los esquemas para trabajadores temporales, como el Programa Bracero (1942-1964), que movilizó a diez millones de personas, con y sin documentos migratorios o sin éstos. Luego vino un largo periodo de migración irregular y circular, que suplió a los “braceros” (1965-1985), y, finalmente, esta migración irregular pudo establecerse en Estados Unidos tras la amnistía de 1986, con la Ley de Reforma y Control de Inmigración (Immigration Reform and Control Act, IRCA), que legalizó a 2 300 000 mexicanos indocumentados y fortaleció a la comunidad de ese origen (Durand, 2016).
En los años noventa del siglo XX, a partir de la regularización migratoria, se consolida el proceso de reunificación familiar, tanto por la vía formal como informal, y empieza la fase de control y militarización de la frontera con las operaciones Hold the Line (también conocida como Operación Bloqueo) en El Paso, Texas, y Guardian (Guardián), en San Diego California, entre otras. Las medidas de disuasión y desgaste, con el incremento de costos y riesgos en el cruce subrepticio de la frontera, generaron el efecto contrario: se rompió la circularidad típica del fenómeno migratorio mexicano, se alargó la estancia y se dejó de retornar, lo que incrementó notablemente la presencia de personas emigradas (Massey et al., 2002).
Con el cambio de siglo, la emigración empezó a disminuir, lo que se evidencia en las estadísticas a partir de 2007, especialmente en el caso de la población sin documentos migratorios, que se redujo a 1 500 000 en 2020. En realidad, cambió la composición del flujo que se hace predominantemente regular por vínculos familiares, que originaron un promedio de 170 000 visas de residencia (green cards) anuales para mexicanos e intensos procesos de naturalización: unos 110 000 casos anuales (DHS, 2019).
Otro factor peculiar y único del caso mexicano es, como dijimos, la vecindad mediada por una frontera con muchos trechos completamente deshabitados, lo que la vuelve porosa al estar sólo parcialmente vigilada, incluso en la actualidad, pero, al mismo tiempo, la vida fronteriza tiene un importantísimo dinamismo económico, social y cultural para los dos países, que se manifiesta en un tránsito masivo y constante de millones de personas, vehículos y mercancías, lo que la convierte en la frontera más transitada del mundo. Historicidad, masividad y vecindad son tres características que diferencian a México de otros procesos migratorios en el continente (Durand y Massey 2003).
Flujos migratorios mesonorteamericanos
Considerar a Mesoamérica como una región más allá de lo geográfico puede ser engañoso. Para empezar, la población de México en 2020 era dos veces y media (126 000 000) la de toda Centroamérica (50 000 000), al igual que el tamaño de sus flujos migratorios y la antigüedad de éstos (Expansión/datosmacro.com, s. a.). Y en ese sentido, la comparación puede resultar forzada; no obstante, en la misma Centroamérica existen inclusiones y exclusiones históricas.
Los resabios coloniales de Belice y Panamá han impactado negativamente, hasta la actualidad, en la unidad y en la conceptualización de Centroamérica. Costa Rica, por su estabilidad política, mayor desarrollo y menor intensidad emigratoria, se puede considerar un caso aparte o atípico; algo parecido sucede con Panamá y Belice. De hecho, esos tres países están excluidos del Convenio Centroamericano de Libre Movilidad (CA4) entre Honduras, Guatemala, El Salvador y Nicaragua, considerado elemento fundamental de la integración regional. Por su parte, el Sistema de Integración Centroamericano (SICA), 1991, el mayor esfuerzo de integración regional, los incluía a casi todos, menos a Belice, que se integró en 2000, y en 2013 se incorporó República Dominicana (Heredia, 2016).
La migración centroamericana puede analizarse desde una perspectiva regional, pero siempre teniendo en cuenta los procesos y patrones específicos de cada país. De hecho, la región es un universo con condiciones socioeconómicas similares y ecología compartida, pero al mismo tiempo con grandes particularidades y diversidades relevantes. En los estudios sobre esta movilidad se ha asumido como causas las condiciones económicas y políticas, considerando a estas últimas como algo que engloba diferentes tipos de violencia (Morrison, 1993; Lundquist y Massey, 2005).
Otra constante es la relevancia e injerencia de Estados Unidos como elemento de incidencia permanente en la región y que, de manera directa o indirecta, contribuye a generar violencia política e institucional, lo que a su vez provoca migración, paradójicamente, a ese país, destino predilecto de estos ciudadanos. Es el caso de los flujos migratorios mesoamericanos, que son marcadamente unidireccionales, paradoja de pueblos dependientes que sufrieron procesos coloniales y dominios imperiales.
Las dinámicas migratorias mexicana y centroamericana tienen como principal destino Estados Unidos, y la inmensa mayoría de los flujos centroamericanos pasaron por México habiendo ingresado de manera irregular, lo que nos convierte en país de tránsito, propiamente, en “último país de tránsito” antes de llegar a Estados Unidos, con implicaciones geopolíticas muy serias al ser vecinos y existir una asimetría de poder inmensa.
Como se aprecia en el Cuadro 1, los años setenta, ochenta y noventa fueron muy intensos en cuanto a flujos migratorios, pues se duplicaban o triplicaban cada década; luego, en el siglo XXI bajan notablemente los índices de crecimiento totales; sin embargo, Honduras y Guatemala siguen con altas tasas de crecimiento, a diferencia de México, El Salvador y otros países. El cuadro consigna las cifras de personas nacidas fuera de Estados Unidos, pero en 2019 había 37 000 000 de mexicanos nativos o de ascendencia mexicana en ese país, 2 300 000 de El Salvador, 1 600 000 de Guatemala y 1 000 000 de hondureños (Duffin, 2022).
País de nacimiento | 1960 | 1970 | 1980 | 1990 | 2000 | 2010 | 2019 |
---|---|---|---|---|---|---|---|
Belice | 2 780 | 8 860 | 14 436 | 29 957 | 40 151 | 44 227 | 44 364 |
Guatemala | 5 381 | 17 356 | 63 073 | 225 739 | 480 665 | 797 262 | 1 111 495 |
El Salvador | 6 310 | 15 717 | 94 447 | 465 433 | 817 336 | 1 207 128 | 1 412 101 |
Honduras | 6 503 | 19 118 | 39 154 | 108 923 | 282 852 | 518 438 | 745 838 |
Nicaragua | 9 474 | 16 125 | 44 166 | 168 659 | 220 335 | 246 687 | 257 343 |
Costa Rica | 5 425 | 16 691 | 29 639 | 43 530 | 71 870 | 75 838 | 93 620 |
Panamá | 13 076 | 20 046 | 60 740 | 85 737 | 105 177 | 99 853 | 101 076 |
México | 575 902 | 759 711 | 2 199 221 | 4 298 014 | 9 177 487 | 11 746 539 | 10 931 939 |
Total | 624 851 | 873 624 | 2 544 876 | 5 425 992 | 11 195 873 | 14 735 972 | 14 697 776 |
Fuente: Elaboración propia con información del U.S: Census Bureau (2019; 2010; 2000) y Campbell y Lennon (1999).
Ya en este siglo se registran cambios muy relevantes en los flujos, procesos y patrones migratorios mesoamericanos hacia Estados Unidos, como la reducción notable del ritmo de crecimiento de dichos movimientos entre 2000 y 2019 (véase el Cuadro 1). En ningún caso se duplican o triplican las cifras como en las décadas pasadas, con la única excepción de Honduras, último país en incorporarse a esa dinámica y que prácticamente duplica su participación en la primera década del presente siglo.
Hay diferencias marcadas a nivel regional. El Salvador, Honduras y Guatemala pueden considerarse representativos de una emigración masiva, laboral y preponderantemente irregular hacia Estados Unidos. Por su parte, Belice tiene la doble peculiaridad de ser receptor de migrantes centroamericanos y emisor hacia Estados Unidos. Nicaragua es la excepción regional, con altos índices de intensidad migratoria histórica y contemporánea hacia Costa Rica y, en mucho menor medida, a Estados Unidos. Por su parte, Costa Rica es fundamentalmente receptora con una incipiente migración hacia Estados Unidos. Y, finalmente, Panamá tiene flujos proporcionalmente importantes hacia Estados Unidos relacionados con su condición de semicolonialidad y también es un país marcadamente receptor (Durand, 2019).
En esta región, el proceso es dinámico y cambiante, lo que se expresa en el surgimiento de nuevos patrones. Inauguramos el siglo XXI con migrantes viajando en los lomos de una red de trenes de carga a la que llaman “La Bestia” (o Tren de la Muerte). Se trata de personas sin recursos suficientes para pagarse el viaje o a un “coyote”, y arriesgan sus vidas en el intento. Fue una primera forma de hacerse visibles y de viajar en grupo, apoyándose unos a otros, protegidos por el impacto mediático.
Luego se transforma la migración, tradicionalmente laboral y masculina, en una familiar, de mujeres, jóvenes y menores no acompañados que encontraron resquicios legales para acceder a refugio y no ser deportados (Durand, 2016); una medida desesperada ante la dilación permanente de los legisladores para permitir la reunificación familiar. Este patrón entró en crisis en 2014, durante el gobierno de Barack Obama (2009-20 de enero de 2017).
Finalmente, vendrían las amenazas y el endurecimiento de las políticas migratorias con el gobierno de Donald Trump en 2017 y, ante el sellamiento de la frontera, los migrantes respondieron de manera organizada y espontánea con las caravanas de 2018 y 2019. La movilización clandestina y subrepticia dejó paso a un nuevo patrón: la masa organizada, proactiva, demandante y disruptiva. Las reglas del juego turbio de la migración clandestina quedaron arrasadas por caravanas que marchan a pecho descubierto, protegidas por la fuerza de una masa compacta de gran repercusión mediática y amplio respaldo de la opinión pública (Gandini et al., 2020).
Contextos sociopolíticos, violencia y migración en Centroamérica
El problema de la violencia en Centroamérica es mucho más complejo que lo que muestran los indicadores actuales de homicidios. En realidad, esta región parece ser el ejemplo perfecto del intervencionismo extranjero en lo que se consideraba “repúblicas bananeras”, término usado desde el siglo XIX para describir a un país monoproductor, pobre, corrupto, inestable, poco democrático y que actúa en función de los intereses extranjeros (Pastor, 2011).
Pero a la violencia social y política ejercida por los dictadores nativos, de los cuales el ejemplo más reconocido fue Anastasio Somoza (1925-1980) en Nicaragua, hay que sumar la desplegada por la United Fruit Company y otras empresas extranjeras, y el respaldo sistemático de Estados Unidos a sus intereses económicos y comerciales. La novela Tiempos recios(2019) de Mario Vargas Llosa es un ejemplo ficticio, aunque basado en información real de cómo operaba en Guatemala el consulado estadounidense para impedir cualquier tipo de reforma agraria u organización sindical.
Es en ese contexto donde hay que analizar las últimas cuatro décadas en las que se concatenan diversos modos de violencia (política, armada, social y sistémica) que generaron varios tipos de migrantes: exiliados políticos, refugiados, migrantes económicos y ambientales, desplazados internos, migrantes en tránsito, desarraigados y caravaneros. En ese sentido, Centroamérica es un verdadero laboratorio para el estudio de esa temática.
Este panorama tan complejo se encuentra resumido en el Cuadro 2, que relaciona cinco fases históricas: dictadura, guerra civil, posguerra, neoliberalismo y estados fallidos, que se corresponden con periodos decenales, con el contexto sociopolítico de cada país, distintas clases de violencia y de migración generada. Las etapas se ajustan a décadas formales, obviamente hay varias superposiciones en algunos casos, pero analíticamente se pueden justificar y clarifican el panorama.
Periodo/década | Contexto sociopolítico | Tipo de violencia | Migración resultante |
---|---|---|---|
Dictadura (años setenta) |
|
Política |
|
Guerra civil (años ochenta) |
|
Armada |
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Posguerra (años noventa) |
|
Social |
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Neoliberalismo (2000-2009) |
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Sistémica y ambiental |
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Estados fallidos (2010-2020) |
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Impunidad y violencia sistémica, política y económica |
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*Se trata de la Ley de Ajuste para Nicaragua y de Apoyo para Centroamérica de 1997 (Nacara) y Estatus Temporal de Protección (Temporary Protection Status, TPS).
Fuente: Elaboración propia.
La década de los setenta se caracteriza por un sistema político dictatorial, tanto militar como familiar, sustentado por elecciones amañadas o golpes de Estado. En ese contexto surgen movimientos guerrilleros en Panamá, Nicaragua, Guatemala, Honduras y El Salvador, y se consolida el apoyo, por parte de Estados Unidos, a dictaduras como la de Anastasio Somoza en Nicaragua (1967-1972 y 1974-1979), Fidel Sánchez en El Salvador (1967-1972) y Oswaldo López en Honduras (1963-1971). Los dictadores ejercen violencia política y una represión sistemática en contra de la oposición por lo que se gesta un primer proceso migratorio de índole política caracterizado por el exilio.
En el contexto internacional, hay que considerar el impacto de la Revolución cubana como detonador de la guerra fría en la región, así como el surgimiento de los movimientos de liberación nacional en todo el subcontinente. En realidad, el exilio marca a toda América Latina en esa década. En Centroamérica, Costa Rica, y en menor medida México fueron receptores de exilados nicaragüenses. Muchos estudiantes salvadoreños se refugiaron en Honduras y allá precisamente, en la convivencia universitaria, se fundó el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) (Pastor, 2011).
La década de los ochenta se caracteriza por la violencia armada y las guerras civiles en Nicaragua,1 El Salvador y Guatemala y la aniquilación de la guerrilla en Honduras, que tuvo un impacto directo en toda la región. Al triunfo de la Revolución sandinista lo siguió la guerra civil con la llamada “Contra” (contrarrevolución), financiada por Estados Unidos y el apoyo logístico y territorial de Honduras (Lundquist y Massey, 2005). En El Salvador, el FMLN y otras tantas agrupaciones lanzaron varias “ofensivas finales”, pero no pudieron tomar el poder, y la guerra prosigue por varios años con una situación de equilibrio de fuerzas. En 1970, el censo estadounidense reportó la presencia de quince mil salvadoreños, veinte años después, en 1990, casi llegaban al medio millón (véase el Cuadro 1).
En Guatemala, la guerra civil es propiamente de exterminio de la población indígena, que se agudiza en 1982 con el golpe militar y la presidencia de facto del general José Efraín Ríos Montt (1982-1983). Originalmente, el término Triángulo Norte está asociado a la estrategia militar en los años ochenta de Ríos Montt, y se refería al Triángulo Ixil, conformado por tres municipios indígenas considerados rebeldes y donde la represión se convirtió en genocidio (Duffey, 2013). La migración guatemalteca se desata en esta década, por lo que cerca de cien mil se refugian en México, pero muchos otros se van a Estados Unidos (Morrison, 1993; Morrison y May, 1994).
La violencia armada, los gobiernos militares o de facto y la crisis económica generaron un éxodo masivo hacia México, Estados Unidos, Canadá y Europa, y estas personas solicitaron refugio (Menjívar, 1994; Hanlon y Lovell, 1997). En este contexto surge el Grupo Contadora y aliados que tratan de mediar para lograr la paz en la región y precisamente ahí se redacta la “Declaración de Cartagena sobre los Refugiados” (ACNUR, 1984), que constituye un avance notable en la comprensión del fenómeno y se amplían notablemente las causales para acceder al refugio.
La década de los noventa fue una fase de reconstrucción, acuerdos de paz, retorno de refugiados y emigración económica masiva. En 1991 termina la guerra civil en Nicaragua y Violeta Chamorro (1990-1997) llega al poder en elecciones democráticas. En 1992, después de arduas negociaciones, se llega a un acuerdo de paz en El Salvador. En Guatemala, aquélla empieza a gestarse con los Acuerdos de Esquipulas en 1986 y 1987, concluyen en los noventa con los Acuerdos de Oslo (1993) y posteriormente con el retorno parcial de grupos de refugiados asentados en México, pero, a pesar de las formalidades de los acuerdos de paz, la posguerra mostraba sus secuelas con un incremento notable de la violencia cotidiana, el tráfico y el uso de armas, el surgimiento de las pandillas y la presencia del narcotráfico.
Con los acuerdos de paz, renacen las esperanzas y expectativas de crecimiento económico, lo que coincide con el Consenso de Washington (1989) y es cuando los países de la región se insertan de manera decidida en el cambio de modelo económico. El Salvador asume el modelo neoliberal hasta el extremo de dolarizar su economía. En esos años se incrementaron de manera notable los migrantes económicos hacia Estados Unidos pasando por México (Pizarro Leongómez, 1988). En las décadas finales del siglo XX se consolida el proceso migratorio salvadoreño y guatemalteco caracterizado por su magnitud, unidireccionalidad, migración económica-laboral y un alto componente de irregularidad.
La emigración salvadoreña es mayoritariamente urbana, de sectores medios y populares, y es uno de los procesos de mayor intensidad del continente, pues alcanza al 24.5 por ciento de la población, que tiene una amplia dependencia de las remesas, las que en 2020 fueron de 5 486 000 000 de dólares, el 22.6 por ciento del PIB. Por su parte, la guatemalteca involucra a sólo un 6.6 por ciento de su población y tiene un alto componente campesino e indígena, que se inserta en el mercado agrícola, de la construcción y los servicios. Tiende al retorno y en 2020 enviaron 10 762 000 000 de dólares, lo que representa un 14.4 por ciento del PIB (BBVA, 2021).
A Honduras le llega el momento de incorporarse al flujo migratorio en el siglo XXI, y el detonador inicial fue ambiental: las secuelas del devastador huracán Mitch de 1998. Éste es considerado uno de los países más vulnerables al cambio climático, lo que deriva en emigración forzada, más si se añaden los altísimos niveles de violencia por parte de gobiernos espurios y corruptos ligados al crimen organizado. Los hondureños son los principales protagonistas de las caravanas migratorias que forzaron su entrada a México en 2018 y 2019, para dirigirse a la frontera norte y solicitar refugio en Estados Unidos. Esta emigración involucra al 7.8 por ciento de su población y en 2020 enviaron 5 185 000 000 de dólares, un 21.5 por ciento del PIB (BBVA, 2021).
La primera década del siglo XXI deja ver muy pocos resultados halagüeños en el campo económico y una gran dependencia de las remesas. La segunda muestra nuevamente magros resultados y evidencia el desastre subyacente: megaproyectos exportadores, extractivismo y los peores efectos de la “brutalidad” del sistema globalizador que expulsan a poblaciones enteras, como diría Saskia Sassen (2016).
De manera paralela a la complejidad de estos flujos, las causas se han ido transformando a lo largo del tiempo y también las circunstancias, no es lo mismo ser pobre en 1970 que en 2020. El modelo neoliberal quebró al campesinado de subsistencia y generó amplias expectativas de consumo, con salarios mínimos miserables, como sería el caso de México y varios países de Centroamérica. Por eso, referirse a las llamadas “causas estructurales” como explicación única, es decir todo y nada, pues no nos ayuda a comprender el entramado de factores que inciden hoy en la movilidad humana. Para el caso mesoamericano proponemos tres causas que consideramos fundamentales y a las que hemos puesto apellido: violencia sistémica, pobreza neoliberal e impunidad institucional.
Violencia sistémica y migración
El argumento de la violencia como causa de la migración ha cobrado relevancia en los últimos años y hay razones evidentes que sustentan la afirmación, pero ya no se trata de situaciones de guerra civil, como en los ochenta en Centroamérica, donde la violencia armada fue el detonador de los grandes éxodos de salvadoreños, guatemaltecos y nicaragüenses.
La del siglo XXI es de varios tipos e impacta de manera diferente. En México, el monopolio de la violencia lo tienen el narco y, en menor medida, las fuerzas armadas. La mayoría de los homicidios son bajas de los propios cárteles que se matan entre sí por el control de las plazas o por la lucha de facciones dentro de cada grupo. La violencia en México ha generado migración, pero ésta se concentra en el sector más pudiente con vínculos en el extranjero, mientras que la población en general, de sectores medios y populares, ha optado por la migración interna, propiamente son desplazados, los cuales en 2019 se estimaban que ascendían a unos trescientos mil (Cantor, 2014; Díaz Pérez y Romo Viramontes, 2019; Massey et al., 2020; Salazar y Álvarez, 2018).
En Centroamérica, especialmente en Honduras, El Salvador y Guatemala, son las “maras” o pandillas las que monopolizan la violencia entre las distintas bandas por el control de territorios, contra los distintos estamentos policiales y contra la sociedad en general, sin distinción de clase, a la que extorsionan o agreden (Cruz, 2007). En ambos casos, el narcotráfico es un factor fundamental que irrumpe en la región en la década de los noventa; sin embargo, la diferencia de dimensiones del negocio de los cárteles mexicanos comparado con los centroamericanos es muy considerable. Igualmente, la presencia e influencia de las pandillas es inversamente proporcional en uno y otro caso.
Por lo general se mide la violencia por el número de homicidios dolosos por cada cien mil habitantes. Y, ciertamente, tanto México como El Salvador, Guatemala y Honduras tienen índices bastante altos, pero las diferencias, ausencias y tendencias son importantes para el análisis regional. Para empezar, hay tres países con índices bajos de violencia que se han mantenido estables en los últimos cinco años (2016-2020): Costa Rica (11.6 homicidios en promedio), Panamá (10.6) y Nicaragua (6.3), aunque de este último país faltan datos y hay una violencia política considerable con el régimen actual de los Ortega; no obstante, esto marca una diferencia geográfica importante, el sur de Mesoamérica es mucho menos violento que el norte (véase el Cuadro 3).
País | 2016 | 2017 | 2018 | 2019 | 2020 | Promedio |
---|---|---|---|---|---|---|
Belice | 38 | 38 | 36 | 34 | 24 | 34 |
Costa Rica | 12 | 12 | 12 | 11 | 11 | 11.6 |
El Salvador | 83 | 62 | 51 | 36 | 20 | 50.4 |
Guatemala | 27 | 26 | 22 | 22 | 15 | 22.4 |
Honduras | 57 | 42 | 40 | 41 | 37 | 43.4 |
México | 19 | 25 | 26 | 27 | 27 | 24.8 |
Nicaragua | 7 | n. d. | n. d. | 8 | 4 | 6.3 |
Panamá | 10 | 10 | 10 | 11 | 12 | 10.6 |
* n. d.: Dato no disponible.
Fuente: Elaboración propia con datos de Asmann y Jones (2021), Asmann y O’Really (2020), Banco Mundial (2019) y Dalby y Carranza (2019).
Por su parte, El Salvador tiene el índice más alto de homicidios en promedio (54), pero ha ido decreciendo de manera importante y pasó de 83 homicidios en 2016 a 20 en 2020. En segundo término figura Honduras, con 43.4, y en tercer lugar, Guatemala, con 22.4; no obstante que la bibliografía especializada en la violencia en Centroamérica agrupa indistintamente a los integrantes del llamado “Triángulo Norte” hay diferencias muy importantes. Para empezar, no son lo mismo El Salvador y Honduras que Guatemala; este último tiene un índice mucho menor (la mitad) que aquéllos. Por otra parte, casi nadie se fija en Belice, que también tiene un índice muy alto de homicidios (34) y está plenamente integrado a la ruta del narcotráfico. México tiene un índice de 24.8 homicidios en promedio, similar al de Guatemala.
De acuerdo con altos funcionarios del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), expresado en comunicación personal, el tema de la violencia utilizado como argumento para solicitar refugio en México y Estados Unidos tiene un comportamiento diferenciado por país, lo que coincide en términos generales con los índices de homicidios conocidos: alrededor de un 30 por ciento de los salvadoreños alude a ello, un 20 por ciento, en el caso de los hondureños, y 10 por ciento de los guatemaltecos. En realidad, hay una serie de causas que operan de manera simultánea con los diferentes tipos de violencia y que generan migración, como la pobreza, la precariedad laboral, el desempleo, la corrupción, la impunidad institucional y la persecución política. Se trata, en realidad, de causas mixtas las que detonan la emigración (Lorenzen, 2017).
En cuanto al contexto político, las primeras décadas del siglo XXI se caracterizan por la implantación de la democracia electoral en Centroamérica, incluso por la alternancia. A la política en el siglo XXI, con gobiernos democráticos, pero corruptos, acotados, capturados y vulnerables corresponde un tipo de violencia sistémica que penetra en todos los sectores de la sociedad y que se sustenta en la impunidad institucional. Además del impacto de las guerras civiles hay que considerar el de la instauración del sistema democrático. Según Carlos Vilalta (2019), en gobiernos de transición la democracia favorece, paradójicamente, el incremento de la violencia.
La violencia sistémica es una consecuencia de las guerras civiles en la región en los años ochenta, de las crisis económicas y políticas de la posguerra, del armamentismo, del licenciamiento de soldados y guerrilleros, y de la incorporación de muchos de ellos al sistema policial o a la delincuencia, a lo que se añade el surgimiento del crimen organizado y el narcotráfico al quedar -soldados y guerrilleros- en medio de las rutas de trasiego de drogas. Por su parte, las pandillas MS13 (Mara Salvatrucha) y Barrio 18, deportadas de Los Ángeles, jugaron un rol importante en el incremento y fortalecimiento de las pandillas locales, que operan de manera independiente y en muchas ocasiones en alianza con el narcotráfico.
Todo esto en un contexto de democracias, instituciones y economías débiles e imperfectas. Se trata de una crisis de estatalidad, de la incapacidad de los Estados de la región de prodigar bienes y servicios públicos, en particular seguridad (Feldmann y Montes, 2008). Es un tipo de violencia que compromete a todo el cuerpo social, va más allá de la de tipo físico y de los conflictos de clases, genera un ambiente de convivencia tenso, de inseguridad cotidiana, de permanente intranquilidad y ansiedad por lo que pueda suceder en la casa, el trabajo, el barrio, la calle y el país.
En este contexto, las violencias vuelven a jugar un papel protagónico como detonador de los flujos migratorios en el siglo XXI, y la de tipo sistémico permea y afecta a todos los estratos sociales. Hoy en día cualquier ciudadano puede ser extorsionado especialmente si tiene algunos bienes que resultan visibles -un negocio, un taller, una tienda, incluso si recibe remesas-. Los jóvenes están especialmente expuestos, ya no sólo al consumo de drogas, sino a las presiones para incorporarse a las pandillas locales, y en el caso de las jóvenes, para vincularse afectivamente con pandilleros (Moncada, 2019). Muchas familias viven en una angustia permanente al quedar en medio del fuego cruzado entre pandillas, en la guerra declarada por parte de los gobiernos de turno, que aplican la política de “mano dura”, y ante a la posibilidad, no remota, de que un hermano, un primo o un vecino forme parte de una pandilla o trabaje para el crimen organizado.
Pobreza neoliberal
Tradicionalmente se aduce que la pobreza, el subdesarrollo, el desempleo, la dependencia y la desigualdad forman parte de las llamadas “causas estructurales” que explicarían los procesos migratorios; no obstante, la evidencia empírica, en el caso de México y otros países, revela que muchos de quienes se fueron tenían empleo y no eran necesariamente pobres. En el siglo XX se necesitaban recursos económicos para emigrar y capital social, redes familiares, de amigos y paisanos para conseguir vivienda, trabajo y reconvertirlo en capital económico (Massey et al., 1987).
En Centroamérica, por ejemplo, la migración internacional era prácticamente inexistente hasta comienzos de los ochenta; lo que había era migración interna y algo de circulación intrarregional. La pobreza, el atraso y el desempleo eran evidentes, pero la gente no emigraba. En la región, los primeros en hacerlo fueron precisamente las familias acaudaladas de Nicaragua, con el triunfo de la Revolución sandinista (1979), favorecidas con el asilo en Estados Unidos, como lo fueron muchos de los opositores al dictador Somoza en años anteriores. La migración internacional propiamente empezó con la violencia armada en los casos de Nicaragua, El Salvador y Guatemala, enmarcada en el contexto de la guerra fría, y que luego se profundizó con el cambio de modelo económico, que en Centroamérica se aplicó de manera radical (Castillo, 2019; Lundquist y Massey, 2005).
De hecho, la pobreza en el siglo XXI es diferente de la del XX. Podemos afirmar que en las primeras décadas de esta centuria, el modelo económico neoliberal, la globalización y la ideología neoliberal penetraron de tal modo que se puede ver con claridad el nefasto impacto de este sistema y su ideología en la población de los países empobrecidos. Por ejemplo, el campesinado del siglo XXI y las sociedades rurales, agrícolas e incluso indígenas son totalmente diferentes. De hecho, esto es algo que ya se anunciaba a fines del siglo XX, cuando se hablaba de una “nueva ruralidad” donde la agricultura solamente sería complementaria de un sinfín de otras actividades necesarias para sobrevivir (Arias, 1992).
Pero quizá la etnografía nos pueda explicar con mayor claridad qué es y cómo se vive la pobreza neoliberal. En octubre de 2018, la investigadora Gabriela Cortés (2019) se entrevistó con Nancy, una guatemalteca de veintitrés años que vivía en la capital y que se sumó a la caravana que llegó a Tijuana. Viajaba sola, pues había dejado a sus tres hijos con su madre. Así responde a las preguntas sobre el lugar donde vive: “Pues a veces es peligroso, a veces no, pero lo que más se vive es la violencia contra la mujer. El lugar es bonito, pero a la misma vez no hay trabajo y cuando uno se quiere seguir superando cuesta mucho. Al menos a mí me cuesta mucho porque tengo tres niños y los tres estudian; entonces yo trabajaba vendiendo refacciones (comida) y a veces sacaba dinero y a veces tenía que llevarme la comida de regreso y ellos se la comían” (Cortés, 2019: 96).
Nancy afirma que tiene una “historia muy larga” de abusos por parte de su marido, al que metió a la cárcel por violencia familiar, y le gustaría que la escuchara un juez de Estados Unidos, pero que no ha traído los papeles para comprobarlo:
Yo para poder sacar adelante a mis hijos, poder darles de comer todos los días y para que no les faltara nada, yo llegué a meterme a la prostitución por eso. […] Porque, fíjese, son tres y los tengo estudiando y a veces a la nena grande le dejan investigaciones, y cuando ella dice “Mamá, tengo que ir al internet”, y cuando va a dejar sus hojas me dice: “Mamá, [me] salieron [en] 40 quetzales (3.85 dólares); me salieron [en] 30 quetzales, y a veces sólo tengo 20 o 25 quetzales. Y me toca volver a ver qué hago y volverlos a traer (Cortés, 2019: 97).
Sus aspiraciones son las de cualquier migrante: “mi sueño es ponerme a trabajar y darle a mis hijos lo que yo nunca tuve; salir adelante”. Y les dice a sus hijos cuando habla por teléfono: “Yo voy a regresar por ustedes, pero voy a regresar con otra vida. Ya no voy a regresar a lo mismo que era antes” (Cortés, 2019: 99). Por último, afirma:
Hay veces en que me levanto con la autoestima muy baja y digo ¡no!, yo agarro mis cosas y me regreso, pero me recuerdo de mi nene que cada vez que habla conmigo me dice que él quiere su carrito de control remoto y yo quiero ver si el presidente Trump me deja entrar, porque lo primero que quiero hacer cuando llegue es encontrar un trabajo y comprarle un carrito control remoto y mandárselo. Eso es lo que me da fuerza para seguir aquí, sufriendo, aguantando, porque sí se aguanta mucho el frío. A veces hay comida, a veces no hay. Y mi hija quiere ser arquitecta y le quiero ayudar a alcanzar su sueño, que lo logre (Cortés, 2019: 100).
No sabemos qué pasó con Nancy, si está trabajando en Estados Unidos, si tuvo que regresar a Guatemala, si se quedó en México, si solicitó refugio, si se cumplieron sus sueños. En el mejor de los casos, se habrá integrado al sector de obreros migrantes y como afirmaba: “yo, como digo, aunque sea limpiando baños, lo que me quieran poner a hacer” (Cortés, 2019: 99).
Es difícil definir la pobreza neoliberal, porque, como dice George Monbiot (2016) es tan omnipresente el neoliberalismo que rara vez lo reconocemos como ideología, por eso recurrimos a esta definición etnográfica. Según el autor, el anonimato del neoliberalismo es al mismo tiempo síntoma y causa de su poder. Los sufrimientos de Nancy para la compra de un carrito de control remoto para su hijo la definiría plenamente como consumidora en un mundo global, pues, sin darse cuenta, ella se mueve en un sistema de altas expectativas de consumo promovido por el modelo y sistema neoliberales, que ha llegado hasta los últimos rincones del planeta generando una alienación consumista, como diría Georg Lukács (1967).
La hija de Nancy que quiere ser arquitecta tiene acceso a la educación en línea, pero tiene que ir al “cíber” porque no tiene computadora en casa y mucho menos servicio de internet; sin embargo, el costo de uso del equipo y de la impresión de los materiales que necesita para estudiar en casa les resulta prohibitivo. Y es en esos “detalles” donde se evidencia la pobreza en un sistema que, precisamente, se ha empeñado en disminuir lo más posible los salarios mínimos y en maximizar las expectativas y necesidades reales de consumo, trátese de unas hojas con información necesaria para el estudio o de expectativas superfluas como un carrito de control remoto que, paradójicamente, se colocan en el mismo plano, el de las necesidades vitales. En su caso, no es la violencia de su entorno la que la presiona a emigrar, ya había denunciado a su esposo por violencia familiar y estaba en la cárcel, sino la pobreza causada por el neoliberalismo en la que está sumida, en el mundo de expectativas que no puede alcanzar si se queda y que sólo cree lograr si consigue un trabajo en Estados Unidos, y eso justifica cualquier sacrificio.
En el siglo XXI, la pobreza neoliberal ha generado este tipo de migrantes desarraigados que se suben al lomo de La Bestia o marchan en caravanas multitudinarias hacia Estados Unidos. Sobre estas personas ya no se puede decir que lo dejan todo porque prácticamente no tienen nada. Son ciudadanos y ciudadanas en una situación de triple vulnerabilidad: en su lugar de origen, en el lugar de destino y en un contexto internacional de disrupción y separación familiar, como ocurre con Nancy, quien dejó a sus tres hijos encargados con su madre.
Toda esta gente que abandona, que huye de su país, su pueblo, su barrio y su familia se va a refugiar, precisamente, en Estados Unidos o en Europa, una paradoja fácil de entender si se recuerda esa historia de control, sumisión y explotación de los pueblos, que ahora retornan a sus metrópolis coloniales o imperiales. O será precisamente la revancha inconsciente de los pueblos sometidos, explotados y todavía dependientes que, sin darse cuenta, exigen cuentas a sus patrones imperialistas o coloniales.
Esta triple dinámica de pobreza-violencia-impunidad no sólo es atribuible al modelo neoliberal. Los regímenes socialistas en la región, que sería el caso de Nicaragua, ponen en evidencia la extrema pobreza de este país y un estilo de gobierno autoritario y represivo que ha provocado la emigración de decenas de miles de nacionales, especialmente de jóvenes (Rocha, 2019). Y no se diga el caso extremo de Venezuela, con cerca de cinco millones de expulsados en tan sólo cinco años.
Impunidad institucional
Por lo general, los principales indicadores cuando se habla de desarrollo de un país es su crecimiento económico y el PIB, lo que resulta insuficiente, por eso el Índice de Desarrollo Humano (IDH) de Naciones Unidas incluye entre sus parámetros la esperanza de vida, salud, educación, brecha entre géneros, sostenibilidad, desigualdad y pobreza.
Sin embargo, un factor que rara vez se incluye en la valoración de un país es el grado de “desarrollo institucional”, la manera en que funcionan y operan las instituciones. De acuerdo con Alejandro Portes, para que el desarrollo pueda darse, las instituciones deben cumplir con tres requisitos indispensables: inmunidad a la corrupción, reclutamiento y promoción meritocrática, y ausencia de islas de poder, esto último se refiere a los feudos, clicas, cacicazgos, etcétera, enquistados dentro de las instituciones y que son capaces de subvertir las reglas institucionales en beneficio propio (Portes, 2009). Tres requisitos que ciertamente son muy difíciles de cumplir en Mesoamérica y son las rémoras que afectan directamente la posibilidad de salir del subdesarrollo, pero el meollo del asunto no es tanto la corrupción, que existe en todos los países, sino la impunidad, donde aquélla no se califica como delito grave, no se persigue ni se castigan el nepotismo, el amiguismo ni el clientelismo, y se consideran virtudes la lealtad al jefe, la sumisión y el sentido corporativo y excluyente de muchas instituciones. Si nos atenemos a la definición de impunidad, como la circunstancia de no recibir castigo un delito o un delincuente, muchas instituciones en nuestras naciones gozan de “impunidad institucional”, que es una forma de violencia pasiva, generalizada y cotidiana.
En los países donde las instituciones funcionan muy mal, se hace referencia también a los “Estados fallidos”, término que se refiere a casos muy extremos en los que se pierde el control del territorio o del monopolio del uso legítimo de la fuerza; la autoridad ha quedado erosionada y el Estado es incapaz de suministrar servicios básicos e interactuar con otros estados. Otra categoría que se está utilizando para caracterizar a determinados países de América Latina es la de “captura del Estado” por parte de organizaciones corporativas, oligarquías, grupos de poder e incluso del crimen organizado.
Ambas categorías, la de Estado fallido y captura del Estado, se han propuesto para el caso centroamericano, pero no nos ayudan a visualizar la violencia sistémica que abarca a todo el cuerpo social y la impunidad institucional cotidiana, que en definitiva genera y provoca la selectividad migratoria.
Por lo general, hay diferentes grados de impunidad institucional, pues algunas entidades funcionan mejor que otras y hay procesos con avances y retrocesos. Sería el caso de Guatemala y su sistema de justicia, que tuvo que recurrir al apoyo de la ONU a través de su Comisión Internacional contra la Impunidad (CICIG), lo que implicó notables avances y luego retrocesos, precisamente porque se afectaban los intereses personales y corporativos de los que tenían capturado al Estado (CICIG, 2019). Algo similar sucedió en Honduras con la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad (MACCHI), con apoyo de la OEA.
En el caso de Honduras, donde se registró un agresivo programa de privatización, se desmantelaron las empresas e instituciones estatales, que mal que bien brindaban un servicio; no obstante, la solución “neoliberal” generó corrupción, incrementó notablemente los precios y empeoró la calidad de los servicios. En cuanto a la salud, paradójicamente hay un déficit en la cobertura por parte de profesionales, pero 46 por ciento de los médicos se encuentran desempleados (Carmenate et al., 2016) y no se abren plazas para ellos en los hospitales públicos porque la idea es desmantelarlos. Por otra parte, se ha privatizado el sistema de telecomunicaciones y energía, los servicios agropecuarios técnicos y los distritos de riego (Galo, 1997).
Eso se refleja en la opinión de un migrante que se unió a la caravana de 2018 con su hija pequeña, dejando a su esposa y otra hija en el pueblo. Decía que sólo podía prender un foco en su casa y que había tenido que desconectar el viejo refrigerador porque ya no podía pagar el recibo de la luz, con la empresa privatizada. La caravana se convirtió en el momento y la oportunidad para huir, pero en realidad operó la suma de múltiples y pequeñas impunidades que hacían la vida imposible.
En el caso de El Salvador un buen ejemplo de impunidad institucional fue la decisión tomada por las autoridades políticas y empresariales de optar, de manera unilateral, por la dolarización y dejar al país sin los instrumentos básicos para definir una política económica nacional. Fue una medida político-ideológica que carecía de bases técnicas, según Carlos Glower (2011), que dejó al país y a la población en una situación de extrema dependencia de divisas y se reflejó directamente en el incremento de los flujos migratorios y de las remesas generadas en el exterior.
La impunidad de todo órgano de gobierno y de instituciones particulares afecta directamente a la población en su cotidiano y su proyección a futuro. El resultado es un hartazgo generalizado, un cansancio generacional, una desilusión permanente porque, una y otra vez, se cae y recae en el mismo problema y las promesas electorales son letra muerta. La impunidad institucional es otra forma de violencia y se ejerce sobre una parturienta que espera horas o días para ser atendida en un centro de salud, es la del juez o secretario del juzgado que recibe sobornos o traspapela documentos, la de la justicia que nunca llega, la del policía o fiscal que no investiga, la del burócrata que sólo busca entorpecer el trámite, la del maestro que falta sistemáticamente a clases, la del empleado de gobierno que detenta varias plazas, la del banco que impone comisiones y tasas de interés excesivas, los concursos para acceder a un trabajo amañados, la emisión de leyes ad hoc para compensar financiamientos de campañas político-electorales, los planes de retiro privatizados que no permiten vivir dignamente a los jubilados. Estos contextos y prácticas que se replican en muchos países, no sólo en Mesoamérica, son un caldo de cultivo para emigrar.
El sistema capitalista en los países periféricos opera con reglas que no benefician a la población general. En México, la tasa de interés promedio del banco BBVA, en 2021, para un tarjetahabiente de bajos ingresos, es del 67.3 por ciento y el costo anualizado total (CAT), de 92.5 por ciento, en caso de que se utilice todo el crédito. Vendría a ser lo mismo que un crédito gestionado por agiotistas, cuyos intereses suelen ser del 100 por ciento anual (Quinto, 2022).
Muchas de las mujeres que solicitan refugio aducen como argumento la violencia de género y la familiar, un asunto que debería solucionarse localmente con las autoridades correspondientes, pero, en la práctica, es imposible; sin embargo, es por todos conocido en Mesoamérica que eso no sucede en Estados Unidos, donde las instituciones funcionan y las denuncias por abusos terminan en la cárcel o en la deportación del agresor. La ineficiencia, abuso, villanía y bajeza de muchas instituciones públicas y privadas ejercen una violencia pasiva y cotidiana sobre la población, lo que lleva inevitablemente a tomar caminos alternativos. La paciencia del pueblo es infinita, hasta que llegan el momento y la oportunidad de irse.
Conclusiones
Sin duda, la impunidad institucional, la violencia sistémica y la pobreza neoliberal se han convertido en las principales causas de la emigración. Ya no se trata del típico migrante económico que buscaba superarse o lograr mejores condiciones para su familia y que muchas veces pensaba en una migración temporal y tenía la esperanza de volver al terruño.
Lo que ha sucedido es que las causas estructurales se han convertido en diferentes modalidades de violencia: el sistema neoliberal, con su capitalismo salvaje o, como diría Saskia Sassen (2016), brutal y expulsor, que afecta principalmente a los menos favorecidos del planeta. Por otra parte, en países donde el Estado, pese a contar con un sistema democrático, ha sido capturado, se inflige violencia política y social al no poderse ejercer la fuerza del poder legal y dejar áreas esenciales de la vida social en manos de la delincuencia, afectando a todos los sectores. En este contexto se potencia una violencia institucional, cotidiana, marcada por la impunidad en el funcionamiento de la justicia y los servicios básicos, que afecta, agrede y exaspera directa y cotidianamente a la población, que encuentra en la migración su única salida.
Por añadidura, cuando la naturaleza se ensaña y devasta regiones y países enteros, también genera migración, pero no todo es atribuible a estos fenómenos, también hay que achacárselo a la deforestación, los megaproyectos extractivos, el monocultivo de exportación, los intereses particulares, la corrupción imperante en las obras públicas, la urbanización desenfrenada. Todo confluye a que el fenómeno natural genere desastres irreparables y destruya la escasa infraestructura existente. Haití y Honduras son un ejemplo claro de este proceso de degradación ambiental y emigración desesperada.
En la actualidad, muchos migrantes sufren una ruptura emocional con su entorno, su barrio, su familia nuclear y extensa, su región, su país. Para muchos ya no hay razones que justifiquen el arraigo y quedarse en el país para “hacerle la lucha”. Tradicionalmente, en la antropología latinoamericana se definía al campesino por su “arraigo a la tierra”. En muchos países la tierra perdió su valor; incluso la tecnología agrícola moderna no requiere de grandes extensiones de tierra. Para el poblador urbano, su barrio, las calles, su ciudad tenían sentido, pero cuando no puedes transitar, cuando los niños no juegan en la calle, cuando no hay confianza en el vecino ni en el juez ni en la policía se rompe el vínculo y se da pie a la huida, al sálvese quien pueda.
Muchos de ellos son migrantes desarraigados, que perdieron sus anclajes y lazos emocionales con el país de origen y, cuando ya nada te arraiga, la migración se convierte en posibilidad y se aprovecha cualquier oportunidad.