Introducción
En San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, el muralismo urbano se ha vuelto una práctica recurrente en las últimas décadas, además de ser un tema que ha cobrado relevancia y ha sido abordado desde diferentes perspectivas y disciplinas (Amao, 2017), pues encaja en el universo de las intervenciones urbanas creativas que cada vez tienden más a ser plataformas interdisciplinarias que reflejan la acción ciudadana, la diversidad, la identidad y los proyectos, que influyen en gran medida en los espacios locales y físicos de la ciudad y, por ende, en las dimensiones sociales, culturales, económicas, políticas y artísticas de las comunidades humanas (García-Canclini, Cruces y Urteaga, 2012). Bajo esta mirada, los espacios urbanos —muros, calles, parques, avenidas, barrios— se configuran como entornos vividos donde las personas despliegan sus iintereses y sus relaciones sociales diarias (Lerma, 2013)
El muralismo urbano es uno de los formatos más representativos de la intervención gráfico-pictórica en muros; junto al graffiti, el street art y la gráfica expandida, forman parte de todo un movimiento juvenil cuyos orígenes se remontan a la década de los setenta del siglo XX y que tiene como característica general el uso de la imagen en muro para expresarse en el espacio público de las ciudades.
“La juventud” —entendida como una posición desde y a través de la cual se experimenta el cambio cultural y social (Urteaga, 2012:9)— encuentra en este tipo de prácticas otra manera de ejercer la libre expresión y su “ser jóvenes”1 y visibles entre los habitantes de la ciudad. En este sentido, si se define a los jóvenes como sujetos autónomos, con agencialidad y capacidad de ser-actuar (Reguillo, 2003), es posible afirmar que las prácticas que llevan a cabo en los espacios urbanos son una autorrepresentación de su mundo vivido; mundo que se pronuncia a través de las intervenciones urbanas gráfico-pictóricas en muro y que se moldea a través de las relaciones sociales que experimentan frente a sus propias necesidades económicas, ante la ausencia de garantías sociales y la incertidumbre laboral (Gerber y Pinochet, 2012). Derivan incluso de sus propios consumos culturales, los contextos mediáticos en donde se mueven para matizar su realidad, y sus ideas y creencias (Jiménez, 2017).
Así, lo cotidiano, a la manera de Michel de Certeau (2000), se reinventa en las “propias artes o maneras de hacer” para escapar de la pasividad que implica ser habitante de la ciudad, lo que pone en juego el potencial creativo de la juventud, quienes son capaces de entretejer la cultura y el espacio urbano (Parramón, 2011).
Asimismo, a través de los distintos formatos de intervención gráfico-pictórica disponibles, desde los diversos proyectos o incursiones en el espacio público, grafiteros, activistas, creadores y artistas visuales buscan en los muros de las calles, avenidas o barrios una forma de promover sus obras, catapultar sus profesiones, autoemplearse y remunerarse, expresarse o generar ciudadanía cultural; lo anterior nos remite a una problemática común entre la juventud, pues, ante la falta de oportunidades de trabajo, frente a la creciente debacle económica, ante la falta de protección, reconocimiento y respeto de sus derechos humanos por parte del Estado, los y las jóvenes se generan condiciones que les procuren un bienestar social, económico y cultural (Gerber y Pinochet, 2012).
Desde este nodo, la apropiación del espacio público urbano se convierte en una pulsión vital para ellos y ellas (Ruiz, 2018), quienes a través de las intervenciones se autogeneran mejores condiciones de vida y ejercen su ciudadanía cultural, su sentido de pertenencia y comunidad en el tejido social que los implica (Muñoz y Muñoz, 2008). Paralelamente proponen y construyen otras formas de visualidad versus las impuestas por el mercado y el Estado (Ruiz, 2018).
En este sentido, el muralismo urbano en tanto práctica e intervención gráfico-pictórica es una plataforma juvenil fundada en una actividad estético-ideológica, cultural y creativa, desde la cual se vivifican los espacios urbanos y se resemantiza su concepto. En el mismo tenor se genera un proyecto alternativo de ciudad al propuesto oficialmente, donde la juventud ejerce en todo momento el derecho a ella (Ruiz, 2018).
A modo de paréntesis y antes de continuar, es importante comentar que el interés por analizar y escribir sobre la práctica del muralismo urbano en San Cristóbal de Las Casas parte de la premisa de que en esta ciudad se ha convertido en los últimos años en una práctica recurrente ejercida por jóvenes artistas que, ante un futuro difuso, encuentran en ello un proyecto de vida que favorece su desarrollo profesional y personal (Gerber y Pinochet, 2012:49-50). De esta manera, sin saberlo siquiera, los y las jóvenes “practicantes” reclaman su derecho a la ciudad, una más inclusiva, donde exista el reconocimiento a su diferencia cultural e identidad (Muñoz y Muñoz, 2008). Por lo anterior, se piensa que la práctica del muralismo urbano en esta ciudad ha experimentado una transformación cultural, pues la evolución estética de las obras y la manera de ejercer la intervención en muros está mediada por factores no solo estéticos y creativos —que son prácticamente obligados—, sino económicos, sociales y políticos. En este contexto se especula que las alianzas estratégicas y la autoorganización, a través de colectivos o de la participación en proyectos institucionales o autogestivos, se han hecho necesarias y han modificado los sentidos, significados y discursos que se generan desde la práctica en el espacio local.
En este punto es relevante mencionar que para el análisis de las prácticas del muralismo urbano y las intervenciones visuales en esta ciudad se utilizó un enfoque cualitativo, exploratorio y descriptivo. El presente trabajo presenta algunas aproximaciones a la práctica y a las intervenciones con las que se intenta generar un conocimiento que permita aportar a otras investigaciones sobre el tema. Por otra parte, la investigación es descriptiva, pues pretende detallar características importantes de proyectos, colectivos, grupos o personas. La información fue recabada a través de entrevistas a profundidad —que comenzaron en 2014— a algunos creadores locales o “practicantes” del mural urbano (formato de intervención elegido para analizar, producto de la práctica creativa del muralismo urbano) y de observaciones etnográficas de los muros intervenidos y los lugares donde se encuentran. Esto ha posibilitado penetrar en los sentidos, significados y discursos que subyacen en la práctica y comprender la evolución y transformación de la intervención gráfico-pictórica en muros en este espacio, además de entender el sentido estético-ideológico, comunitario y colectivo del muralismo urbano en esta ciudad. Es importante recalcar que en este trabajo se plantea la práctica del muralismo urbano como una actividad creativa, colectiva y comunitaria llevada a cabo por jóvenes que poseen diferentes profesiones, trayectorias y estilos, que intervienen y promueven su capacidad de agencia desde y a través de una obra en muro. En este sentido, se pondera que la función del mural urbano en la ciudad es develar lo que ha permanecido en las sombras, comprender y evidenciar los conflictos culturales que tienen forma dentro de un territorio, y exclamar mensajes, posturas y verdades, tanto aquellas que encarnan los muralistas como las de los espectadores (Senn, 2013).
La ciudad y sus espacios públicos como escenarios del muralismo urbano
La ciudad es mucho más que un espacio físico, territorial; es una esfera de convivencia humana en donde se construyen el tejido social y el sentido de comunidad. En las ciudades el espacio público es el contexto de expresión y de apropiación social, y acoge el acontecer de la vida colectiva al ser guardián de la memoria de los habitantes. Bajo esta tónica, los espacios públicos ostentan diversas dimensiones y funciones que van desde la urbanización, hasta su uso, la interacción social, la contemplación y sus dinámicas. Una de esas dimensiones es la urbana, que no puede separarse de la dimensión humana; ambas —en su propia simbiosis— hacen que las ciudades superen su concepción morfológica y se planteen como “lugares” propicios para las comunidades humanas y sus flujos e interacciones. Castro y colaboradores definen estos espacios públicos como lugares: “[…] donde se hacen realidad las prácticas sociales o lugares donde se efectúan las actividades que involucran a mujeres, hombres y objetos materiales, donde se realiza el trabajo (económico o político-ideológico), donde se usan, consumen, disfrutan o sufren los productos y donde se establecen las relaciones entre sujetos” (Castro et al., 2003:2).
La cita anterior reafirma la importancia que poseen los espacios públicos en la construcción del tejido social y sus actividades, es por ello que al pensar en el concepto de “ciudad” no puede fincarse la idea solamente en calles, plazas, comercios o estacionamientos, pues las ciudades y sus espacios públicos son entornos de convivencia para la vida humana. En este sentido, la ciudad se perfila como una comunidad humana; en consecuencia, los fenómenos sociales, políticos, económicos y culturales que se suscitan en ella le otorgan el significado de lugar social. En otras palabras, constituyen un espacio social y común donde se llevan a cabo prácticas humanas. Valera argumenta que es un “espacio construido por el ser humano […] para ser ocupado, para servir y ser usado, para llenar y vaciar con la presencia real o simbólica, para interactuar con otras personas en un entorno y para interactuar con el entorno (Valera, 1996:64).
Para reafirmar la ciudad como plataforma de las actividades humanas o como comunidad humana, Harvey señala que, al crear la ciudad, el ser humano se recrea a sí mismo; en ese sentido, todos los habitantes tenemos derecho a ella:
[…] derecho a cambiar y reinventar la ciudad de acuerdo con nuestros deseos. Es, […] un derecho más colectivo que individual, ya que la reinvención de la ciudad depende inevitablemente del ejercicio de un poder colectivo sobre el proceso de urbanización. La libertad para hacer y rehacernos a nosotros mismos y a nuestras ciudades, es […] uno de los más preciosos […] de nuestros derechos humanos (Harvey, 2013:s/p).
Las distintas maneras que existen para ejercer el derecho a la ciudad nos llevan a concluir que no es solo un lugar ocupado, sino más bien un lugar practicado, experimentado; un lugar vivido en toda su dimensión: “el espacio físico de la coexistencia” (Baigorri, 2000:1, citado por Rizo, 2005) y, en este sentido, escenario o marco idóneo para la coexistencia de experiencias diversas.
Tamayo por su lado arguye que: La ciudad expresa una o muchas identidades como resultado de la práctica social, cultural y política de sus habitantes. […] se configura como el mejor espacio para su desarrollo, el lugar practicado de sus habitantes, ciudadanos, el ámbito de convergencia del pensamiento universal y de la acción social (Tamayo, 2003:119).
Por ello se reafirma como lugar de encuentro, intercambio y socialización que se enjambra en un constante proceso de identificación entre los individuos que lo viven (Valera, 1996:16 citado por Gómez, 2012). Así lo manifiesta también Tamayo:
[…] ciudad y ciudadanía […] son espacios creados socialmente; son, a la vez, espacios físicos y culturales, de interacción y argumentación. […] se forman del encuentro de los individuos […] dependen de las capacidades intelectuales, metafóricas y culturales de los sujetos, es decir, están cargadas de sentido y significación (Tamayo, 2003:119).
En concordancia con este último autor es posible afirmar que el espacio público es el lugar propicio para la reproducción de las prácticas urbanas juveniles que reivindican a la ciudad como un bien cultural que acumula y recrea tradiciones, costumbres, formas de relación (Mc Kelligan, 2012) e identidades, y se configura como un escenario dinámico donde armonizan distintos objetos o elementos que hacen asequibles las prácticas culturales, artísticas, políticas o sociales y que han contribuido a la “visibilización de los jóvenes en la sociedad mexicana actual como agentes sociales con espesor e identidad definida” (Urteaga, 2013). En concordancia con este último autor es posible afirmar que el espacio público es el lugar propicio para la reproducción de las prácticas urbanas juveniles que reivindican a la ciudad como un bien cultural que acumula y recrea tradiciones, costumbres, formas de relación (Mc Kelligan, 2012) e identidades, y se configura como un escenario dinámico donde armonizan distintos objetos o elementos que hacen asequibles las prácticas culturales, artísticas, políticas o sociales y que han contribuido a la “visibilización de los jóvenes en la sociedad mexicana actual como agentes sociales con espesor e identidad definida” (Urteaga, 2013).
Es preciso señalar que las prácticas urbanas juveniles, en sus inicios, nacieron en las calles —de ahí su dimensión urbana y su carácter público—,a partir de condiciones sociohistóricas y contextuales que lograban el sentido de confrontación respecto al tiempo y espacio donde se gestaron. Hoy existen otras sociedades, otras problemáticas, otros conflictos y otras maneras de manifestarse, expresarse, confrontarse y re-tomar los derechos a la ciudad (Jiménez, 2017). Por ello muchos jóvenes, individualmente o agrupados en culturas urbanas y colectivos, significan, crean e impulsan un sinfín de prácticas creativas que permiten, a partir de la reflexión crítica de sus propias realidades, la creación de espacios juveniles de expresión, producción cultural, social y la diversificación identitaria (Gómez, 2014).
En adición, las prácticas urbanas pueden definirse como propuestas culturales-creativas o artísticas plagadas de simbolismos: “modos juveniles de estar juntos” traducidos en representaciones e imaginarios extremadamente diversos (Urteaga, 2013), o como bien dice Mc Kelligan: “mecanismos que utilizan los habitantes para reducir la complejidad, haciendo posible el poder habitarlo y reconstruirlo” (2012:18)
Muñoz y Muñoz (2008, citado por Silva-Nova et al., 2015) plantean que a través de las prácticas urbanas juveniles —espacios de la diversidad y pluralidad— es como se produce la ciudadanía cultural en el escenario social. Ahora bien, surge la pregunta: ¿por qué estos y estas jóvenes eligen el espacio público? Quizá porque este les brinda la posibilidad de ser anónimos y al mismo tiempo imponer su presencia de manera simbólica; probablemente porque apropiarse de un lugar público les facilita dominar en lo simbólico un sitio que no les compete; hacer “privado” un rincón de la ciudad que con seguridad pertenece a alguien más o a la comunidad. Elkin Rubiano (2012) sostiene que estas prácticas dicen mucho sobre la ciudad y el espacio público, al poner en tela de juicio el falso ideal de un espacio público no conflictivo.
Bajo esta premisa se piensa que los jóvenes practican el muralismo urbano, echando mano de la imagen en muro como lenguaje para manifestar lo que imaginan, piensan e incluso sienten. Exponen sus ideales y naufragios en los muros de la ciudad. Los murales, desde esta mirada, son una manifestación identitaria que se hace asequible como un crisol de discursos estéticos, sociales, políticos y culturales, que además obsequia a los habitantes de la ciudad una visualidad alternativa y un consumo cultural distinto —fotografías, gráficos, íconos y símbolos—. Para sostener este argumento Elkin Rubiano señala que:
Las obras urbanas […] hacen emerger los cuerpos y las voces anónimas […], poniendo en evidencia que la política consiste en crear disensos, desacuerdos; en este sentido encontramos en esas obras una política estética que “consiste […] en hacer visible aquello que no lo era, en escuchar como a seres dotados de la palabra a aquellos que no eran considerados más que como animales ruidosos” (Rancière, 2005:19) (Rubiano, 2012:83).
Así, los “practicantes” dan cuenta de su sentido de pertenencia a través de una lógica específica y de emplazamientos propios que demarcan su territorio; transforman el paisaje de la ciudad y lo dotan de sentidos y significados —como huellas—. Frente a esto forjan experiencia en todo momento (Certeau, 2000); una experiencia que implica considerar al “practicante” —en tanto habitante, ciudadano— como elemento activo en la representación de la ciudad misma (Rizo, 2005).
Construir desde la propia experiencia involucra pensar en lo que se vive (Rizo, 2005) y lo que se cimienta subjetivamente desde el sujeto; lo anterior nos devuelve a una de las dimensiones dialógicas de la ciudad, la humana, que ha servido como clave para comprender los cambios que experimenta el espacio urbano de las ciudades: “Este tipo de actividad […] urbana que se practica en la calle posibilita la formación de nuevos sujetos políticos, quienes ya no necesitan pasar por el sistema formal” (Sassen, 2007:145 citado por Rubiano, 2012:83).
En este sentido, cada mural urbano en tanto huella humana y pública es una patente de la praxis creativa-estética-ideológica de la juventud que se da voz autonómicamente en la ciudad; esta acción simbólica entraña un ejercicio político —en el sentido de que la práctica guarda significados representables, que son discurso— y una simbolización del espacio —que “pertenece a todos”—, en donde se impone “la presencia simbólica” y el deseo constante de reconocimiento (Morales, 2017); es por ello que los “practicantes” de alguna manera enaltecen sus identidades, su ideología, su pertinencia social-cultural y sus discursos.
Acercamiento al sentido artístico-creativo de la práctica del muralismo urbano
Cuando se observa el paisaje urbano de San Cristóbal de Las Casas se nota la presencia de inscripciones en muros con una carga de elementos gráficos, ilustrativos o estéticos, creados desde la iniciativa particular, ajenos a los criterios de desarrollo de las instituciones. Dichos elementos que escapan de la regulación oficial corresponden al ámbito de lo que se considera la cultura urbana (Urteaga, 2012). A este respecto, Armando Silva argumenta que:
[…] la inscripción urbana […] corresponde a un mensaje o conjunto de mensajes […] que en el expresar aquello que comunican violan una prohibición para el respectivo territorio social dentro del cual se manifiesta. De este modo […] corresponde a una escritura de lo prohibido, género de escritura […] que precisamente se cualifica entre más logra decir lo indecible (Silva, 1993:2).
El muralismo urbano pertenece a este rubro al ser una manifestación que, en su proceso, es testimonio de la vinculación de la juventud con el espacio público, entendido como lugar de encuentro e intercambio, espacio de conflicto, de deconstrucción o reconstrucción de las creatividades y de los modos de vida urbanos (Figueroa, 2007).
El acto de dibujar en muros y paredes es tan antiguo como la necesidad del ser humano de comunicarse. Desde las primeras pinturas rupestres el lugar del arte siempre ha sido el espacio público (Peiró, 2009); en este sentido, es posible mirar la intervención gráfico-pictórica en muros desde la empírica necesidad humana de escribir o representar en una superficie con el deseo de perpetuidad o de dejar huella en el mundo. Sin embargo, en tanto práctica urbana disruptiva, cargada de intencionalidad comunicativa, participativa y muchas veces transgresora, puede ser difícil de precisar.
Por lo común se emplean los términos graffiti o street art como genéricos para nombrar la práctica de intervenir pictórica o gráficamente los muros de la ciudad o las obras, y, aunque se reconoce la importancia teórico-conceptual de ambos términos, en este artículo se ha decidido no usarlos debido a la imprecisión que confieren ante la amplitud de formatos —gráficos, ilustrativos o artísticos— o ante la confusión que conlleva su ilimitada definición (Abarca, 2010). Por ello se usará el término de “muralismo urbano” para referirse al resultado de intervenir los muros de la ciudad con imágenes e ilustraciones complejas, grafías, signos o dibujos (Amao, 2017). Desde esta perspectiva no se pretende excluir o restar importancia a ninguna otra intervención creativa en muro, solo que para fines del análisis se privilegian las intervenciones que poseen matices de creatividad, cualidades estético-formales2 y narrativas visuales que dan cuenta de la identidad, el folclore o algún relato.
Tras esta argumentación es importante señalar que graffiti, street art y posgraffiti no son sinónimos, pero sí conceptos genéricos; tipológicamente se consideran parte de un mismo movimiento pero de tiempos distintos, son propuestas paralelas que se desarrollan en una dinámica de espejo. Melina Amao (2017) los define:
el street art [es] un sistema social configurado a partir de lógicas, discursos, agentes, ideologías, técnicas y disputas concretas. […] grafiti es un momento anterior al street art, y […] posgrafiti es el momento posterior o actual. Colocan la centralidad en el carácter transgresor del grafiti (como elaboraciones siempre clandestinas), en las técnicas (preeminencia del aerosol) y en la estética (textual), componentes que se han diversificado en lo que agrupan bajo street art y posgrafiti (Amao, 2017:144).
Postgraffiti es un término equivalente al de arte urbano, que hace referencia a otras formas de arte público que no son graffiti ni street art concretamente; más bien hace referencia a las intervenciones en muro en el espacio público que poseen un comportamiento artístico a través del cual el artista propaga y da muestras de su producción utilizando un lenguaje visual o un estilo gráfico (Abarca, 2010).
Desde esta mirada el muralismo urbano se considera una propuesta urbana distinta encajada en el arte urbano, poseedora de cualidades propias; aquí lo concebimos, como bien lo describe Amao (2017), como un sistema social configurado a partir de discursos —narrativas e imaginarios— agentes juveniles, ideologías y diversidad de técnicas, que pretenden — de mano con la ciudadanía— generar valor cultural y embellecimiento de las ciudades.
Desde la década de los noventa del siglo pasado la práctica de intervenir muros urbanos, con todas sus variantes estilísticas y estéticas, se considera una práctica creativa y expresiva que se configura como estrategia de participación colectiva a través de la cual los jóvenes buscan espacios y mecanismos para agenciar sus intereses particulares en la esfera pública, como acto de resistencia (Valencia, 2010), medio de protesta o modo de subsistencia económica. A pesar de la evolución gráfica y la complejización de las narrativas visuales, la imagen puesta y expuesta en muros se sigue considerando una irrupción al espacio público, a la mirada, pues el muro tiene el poder de ser la línea divisoria o frontera entre lo público y lo privado; en ese sentido, un graffiti, una firma, un stencil o un mural, a primera vista, expresa la ruptura con el orden, con lo instituido o normado.
Desde otro ángulo de mirada, la imagen en muro es un poderosísimo artefacto comunicativo y expresivo que manifiesta con creatividad3 la realidad del creador, independientemente del mensaje o imagen que el muro contenga.
El muralismo urbano llegó a México desde la frontera norte, fuertemente influenciado por muralistas chicanos; su tránsito natural lo llevó hacia el sur, primero hacia las grandes ciudades como Guadalajara, Puebla y la Ciudad de México; después al sur, Oaxaca, Guerrero, Chiapas (Sanabria, 2009). Desde hace algún tiempo, la tradición postrevolucionaria del muralismo se ha visto reflejada en muy variadas iniciativas de intervención de espacios públicos, sobre todo en zonas marginadas o periféricas de distintas ciudades (Triedo, 2019).
A pesar de que germina en la ilegalidad —por hacer uso del espacio público o privado, en muchas ocasiones sin permiso—, no implica que sus autores sean criminales; estos son fieles al arte, aunque muchos no lo reconozcan así, y tienen la necesidad de expresarse creativamente. Con el tiempo se ha desarrollado mucho como técnica, forma de vida y como constructor de grupos sociales. En este sentido, las organizaciones, los colectivos o las crews juegan un papel preponderante al ser las bases constitutivas de un ejercicio que se plantea mayormente como práctica “colectiva” y no individual (Castellanos, 2017) y que lo que busca en términos muy generales es acercar el arte a la gente (Triedo, 2019).
En esta misma tónica el “mural urbano” es una expresión artística —pensando en el arte como esa actividad en la que el individuo re-crea con fines estéticos un aspecto de la realidad o un sentimiento valiéndose de la imagen que no tiene límites— que muestra una conciencia individual o colectiva del sentir frente a la realidad que se le presenta al creador o “practicante” sin intermediarios ni validadores estéticos. Aquí yace la frontera con el arte visual, actividad en la que por “canon” se requiere de la validación estética (Castellanos, 2017). Ahí radica su carácter antagónico y de resistencia, que también se manifiesta en la producción de la imagen, la cual pretende romper la institucionalidad y mercantilización del arte; su configuración visual no procura cumplir con cánones estéticos institucionales —aunque sí los usa—, los deconstruye; no respeta soportes, ni paletas de color, ni escalas, ni técnicas plásticas únicas —juega con la hibridación4 de técnicas y materiales—, tampoco se realiza de acuerdo con estilos propios o establecidos, es por ello que se dice que se aleja por completo del arte institucionalizado
Pese a ello, más allá de las instituciones, paradigmas y conceptos que rigen las definiciones de las artes y de la cultura visual, históricamente las expresiones artísticas visuales han reflejado lo más noble e íntimo del ser humano (Triedo, 2019) al generar una propuesta en la que la imagen, poseedora de signos y símbolos reconocibles, legibles, adquiere vigencia desde el contexto en el que se produce y pretende, como en las vanguardias —dadaísmo y surrealismo—, la fusión entre “arte/vida”.5 Desde esta perspectiva la intervención gráfico-pictórica en muro sí puede considerarse una forma de expresión artística que muestra una conciencia individual o colectiva del sentir popular frente a la realidad que se le presenta al artista o creador.
Hasta este punto cabe preguntarse entonces si el muralismo urbano de hoy cuenta con alguna definición. Daniela Senn entiende el mural urbano como “un medio efímero por el cual la imagen como producto simbólico se deja ver” (2013:127), en otras palabras, un medio a través del cual la ciudad se reinventa, se re-imagina y se vive. Por su parte, John Umaña (2017) afirma que no existe una definición concreta, cerrada o acabada para puntualizar esta práctica; quizá es posible reconocerla a partir de dos dimensiones que emanan de su propia naturaleza: la artística y la político-social. La dimensión artística se esboza en la propia composición de la imagen que se plasma en el muro —ilustración o narrativa visual— y la dimensión político-social se halla en el conjunto de relaciones que los practicantes desarrollan en el esfuerzo de generar sentidos y significados sobre su hacer en lo cotidiano y al configurar imágenes al margen de la historia oficial (Senn, 2013) —no necesariamente como contradiscurso, pero sí como propuesta alternativa—. La relación dialógica entre ambas dimensiones llama a lo colectivo, y el binomio “arte/vida” cobra sentido al posicionarse como espacio aglutinador de diversos agentes sociales que se resisten a los modelos urbanos de la economía global (Rubiano, 2012) y que hacen lo posible por reivindicar las identidades vivas, los imaginarios o la memoria del contexto en el que viven (Sanabria, 2009).
Al respecto, Cristina Híjar (2016) comenta que, ante la urgencia por generar espacios públicos distintos, ya sean escenarios para la construcción de ciudadanía o espacios de reunión y convivencia en donde se despliegan nuevas relaciones sociales, se ha hecho uso de distintos soportes y técnicas artísticas para alimentar y construir la memoria histórica, los imaginarios. Así, el muralismo urbano, como práctica urbana y arte público, se ha plantado como un camino abierto para los jóvenes productores artísticos, activistas sociales o practicantes de la intervención gráfico-pictórica en muros (Híjar, 2016). La cualidad de ser una práctica asequible en el espacio público posibilita que los creadores deconstruyan su significado, se expandan y modulen a gusto propio, pues así es como surgen las subjetividades, las visualidades de reconocimiento y su afirmación como practicantes para aventurarse a crear sin validadores estéticos, a través de praxis teóricas que no persiguen un fin de belleza único, sino que representan las multiplicidad de imágenes a través de temáticas diversas —lo político, la protesta, lo social, la violencia, la identidad, la cultura ambiental, la educación, el folclore, el género, entre otros— que representan la misma dimensión humana (Umaña, 2017).
Sí, los artistas urbanos, creadores o practicantes pintan por el gusto de hacerlo, desde su propia autonomía y con la firme convicción de que sus intervenciones y su trabajo, mayormente autogestivo —sin financiamiento público, aunque no exclusivamente— puedan modificar formas de pensar y el espacio donde se implanta. “Se trata de sacar el arte a las calles, prácticamente lograr que la gente se tropiece con él”, arguye Triedo (2019).
La producción de intervenciones gráfico-pictóricas es cuantiosa y emerge como instrumento de lucha en los movimientos sociales, como elemento decorativo de la empresa privada o como lenguaje expresivo de los grupos culturales o estudiantiles que buscan confrontar al ciudadano que ve el arte como algo ajeno, lejano (Sanabria, 2009). Al respecto Cristina Híjar (2016) comenta que probablemente estas propuestas pretendan generar toma de conciencia a partir de los mensajes o las posibles interpretaciones, lo que sí es seguro es que buscan producir una experiencia vivencial.
En este sentido, el mural urbano se traduce en transformación colectiva, revitalización del paisaje, recurso de significación social y deconstrucción de los imaginarios populares (Umaña, 2017).
En la práctica del muralismo urbano se proponen y ejecutan imágenes con algún estilo pictórico o plástico, técnicas y materiales diversos que permiten a los autores ser reconocidos a través de sus obras. Entre los “practicantes ” hay luchas y lealtades, competencias y disputas territoriales; también reconocimiento y hermandad, tal y como sucede en el graffiti o street art (Sanabria, 2009). Los une la necesidad de comunicar e incidir en la vida cotidiana de cada entorno; por ello, el muralismo urbano también es comunitario, pues los proyectos pretenden generar un vínculo de empoderamiento sobre la obra y el espacio público al incentivar la participación de la gente en la ejecución de la obra o la cooperación comunitaria con la donación de la pintura, el hospedaje o la alimentación para los artistas que intervienen sus barrios con la idea de ser “uno con” (Castellanos, 2017). Al respecto del sentido colectivo del muralismo urbano, Umaña comenta que:
La muralística mexicana y las rutas que convoca podrían pensarse […] como praxis ejercida desde la reflexión colectiva, que se pone en marcha para asomar particularidades contradictorias, articular ideas para la anticipación de cambio, redistribuir lo sensible, hermanar exploraciones de horizontes de la realidad y transversalizar lenguajes (Umaña, 2017:46)
Por lo anterior, es importante destacar que los muralistas urbanos se organizan colectivamente muchas veces en la búsqueda de recuperar la memoria y la identidad —también la propia—. A través de esta práctica autonómica que hasta cierto punto elude el control oficial —al intervenir los espacios públicos con narrativas que en algún sentido repelen la imagen y el imaginario oficial —, se enuncia el sujeto colectivo mostrando su visión particular del mundo que deviene de su propio conjunto cultural y contexto de vida (Umaña, 2017).
¡San Cristóbal, despierta, eres nuestra!
Hablar de San Cristóbal de Las Casas implica entretejer la historia de la ciudad junto a los conflictos socioculturales que se han vivido en su interior; hablar de sus habitantes y de las leyes que se ejecutan; también de sus inundaciones, epidemias, crisis económicas, la explotación de los recursos naturales, el turismo, la cultura y el alto crecimiento demográfico, o de aquel sueño multicultural revolucionario que se despertó tras el movimiento de 1994 (Gómez, 2012).
Para muchos analistas el levantamiento armado indígena del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) ocurrido el 1° de enero de 1994, y la tesis ideológica-política y de cambio que emergió de él, convirtió esa fecha en un hito simbólico para Chiapas. A partir de entonces esta región se encuentra en la mira internacional y capta la atención de nacionales y extranjeros, a la vez que una nueva oleada de migrantes interesados en el conflicto zapatista, simpatizantes, observadores, etcétera, llegaron con la intención de fijar su residencia en el estado. San Cristóbal de Las Casas ha albergado desde entonces a estos nuevos pobladores, que han influido en las dinámicas sociales, espaciales, ideológicas y económicas de la ciudad. Estos nuevos habitantes se dedican a la investigación, la docencia, el activismo político-social, el ambientalismo, la cultura o el comercio formal e informal. Ejecutan roles en distintas esferas como miembros de organizaciones no gubernamentales, estudiantes, artistas, profesionistas de toda índole, comerciantes, empresarios o artesanos (Palacios, 2009 citado por Gómez, 2012).
Todo lo anterior, las nuevas dinámicas y pobladores, las nuevas ideologías, formas o costumbres, los crecientes comercios, los flujos e interacciones, fortalecieron la imagen de San Cristóbal de Las Casas en las décadas siguientes como un espacio alternativo en el mundo, no solamente por su potencial turístico, sino como un escenario multiétnico, cultural y político debido a la carga simbólica de las manifestaciones políticas y sociales, así como de las prácticas culturales y artísticas que, entre otros factores, otorgaron a la ciudad un ambiente subversivo, tumultuoso, sedicioso y posiblemente apasionante, que en ese momento reunía un sentir colectivo el cual se extendería a lo largo de los años hasta la época actual.
Por lo anterior se puede sostener que esta ciudad es una construcción simbólica en donde las prácticas urbanas culturales-creativas se desbordan y son reflejo de los distintos modos de vida juveniles, de las diversas formas de experimentar los espacios, y de las muchas maneras de ser ciudadano y de hacer ciudadanía o comunidad.
El antecedente de las primeras intervenciones gráfico-pictóricas en muros de San Cristóbal de Las Casas se sitúa a finales de la década de los noventa e inicios de la primera década del siglo XXI; desde entonces los creadores urbanos han plasmado sus ilustraciones y gráficos en muros, bardas y edificios de los espacios públicos de la ciudad, provocando en muchos momentos disgusto en las esferas políticas y sociales, o causando —más recientemente— agrado y aceptación en barrios o colonias, sobre todo de la periferia. A lo largo de los años y en retrospectiva, la intervención gráfico-pictórica en muros de San Cristóbal ha servido como un lenguaje que enuncia abiertamente la existencia de jóvenes que eligen de manera libre el muro como soporte, y la pinta mural como medio para expresarse o subsistir a los embates de su realidad.
En San Cristóbal de Las Casas el sector juvenil es amplio; 30% de la población oscila entre los 15 y los 29 años, lo que indica que existe un alto porcentaje de hombres y mujeres en esta etapa.6 La población joven de este municipio ha sido testigo de las transformaciones sociales, culturales, económicas y políticas de las últimas décadas. En relación con ello, la pintada mural es, desde hace más de dos décadas, un fenómeno juvenil que refleja creativamente en la ciudad, la experiencia urbana, individual y colectiva, la confrontación del poder y la divulgación de lo prohibido (Gómez, 2014).
Aproximaciones al muralismo urbano de San Cristóbal de Las Casas
Como se menciona en la introducción de este artículo, para fines de esta investigación se realizaron diversas entrevistas a practicantes del muralismo urbano en San Cristóbal de Las Casas, quienes en sus propias búsquedas, catarsis y encuentros han logrado dejar un poco de sí, de su historia, sus creencias, sus valores y su realidad como sujetos históricos en los muros de la ciudad. Hablar con ellos y ellas al respecto de los sentidos y significados que le otorgan a la práctica y a sus propias obras ha permitido entender el muralismo urbano como un fenómeno, y las obras como dispositivos configuradores de imaginarios, huellas de grupos nómadas que la calle reúne (Tella y Robledo, 2012).
Gracias a la información recabada es posible afirmar que, en San Cristóbal, los jóvenes se hacen practicantes de la intervención gráfico-pictórica en muros en la búsqueda por interpelar al ciudadano, llamarle a la reflexión y demandar por ciudades más bellas e inclusivas (Tella y Robledo, 2012). En esta urbe el reconocimiento del practicante se da cuando este logra distinguirse del resto de la colectividad a través de la elaboración de sus piezas, su alta productividad en el espacio y el desarrollo de un estilo depurado, limpio o propio (Gómez, 2012). La distinción puede implicar el liderazgo de algún colectivo o proyecto, la participación en convocatorias nacionales o internacionales o la elaboración de obras en espacios importantes y bien remunerados (Morales, 2017).
Se puede citar el caso de DygNojoch,7 quien lleva cerca de quince años en la escena y ha logrado consolidarse gracias a su estilo particular de intervenir los muros de la ciudad. Su potencial creativo y su desarrollo estilístico le han llevado a pintar muros fuera de Chiapas, ha sido invitado a participar con artistas de talla internacional y en proyectos culturales, como el de las Ciudades Murales, del Colectivo Tomate. Actualmente es miembro fundador del Colectivo Chulel, gestor de los proyectos GAM (Graffiti, Arte y Mural) y activista social. Para DygNojoch el muralismo urbano funciona en la actualidad como su sustento económico, como una forma de hacer activismo social y de participación comunitaria y como forma de vida; por él ha podido desplazarse y expandir sus fronteras personales, físicas y económicas.
Para los practicantes con los que se ha trabajado el mural urbano es un medio de expresión cuya característica principal es el poder de comunicaciónque alcanza en el espacio público. Ya sea a través de un dibujo, una ilustración, una obra de gran formato o una inscripción en muro, se expresa lo que se desea y, de paso, como afirma DygNojoch: “pone a pensar a la gente o te pone en contacto con la gente, que es lo que interesa”. Para Ale Poiré,8 diseñadora y artista visual oriunda de Guadalajara, el mural urbano es una forma de generar comunidad y ciudadanía. En el mismo tenor, Elizabeth Bess,9 artista visual, ilustradora y muralista urbana originaria de Tuxtla Gutiérrez, expresa que pintar murales en el espacio público es una forma de manifestar lo que se piensa y se siente, así como de generar ciudades más bonitas, y de paso promover su trabajo como artista visual. Noe Amor,10 artista visual de origen tuxtleco, afirma que el mural le ha abierto muchas puertas como artista visual, es decir, le ha permitido viajar, depurar su estilo y pulir sus técnicas, además de que también ha sido sustento económico y de paso le ha permitido conocer mucha gente. Alfredo Suárez,11 artista visual, pintor y muralista originario de San Cristóbal, expresa que siempre que pinta —en muros públicos o privados, en bastidores o en papel— lo hace con un afán y, si no es así, mejor no pinta.
Los productores locales de muralismo urbano, graffiti o street art en San Cristóbal de Las Casas han logrado que esta práctica sea una manifestación visible, situada en los intersticios de la ciudad. Expuesta para el goce, disfrute o discusión del espectador, deviene y acompaña las transformaciones constantes de la urbe y posee características particulares que se revelan en las diversas narrativas visuales y sus discursos: “también es trabajo y construcción colectiva, organización comunitaria, autonomía, formas de rebeldía y resistencia” (Castellanos, 2017:151).
A diferencia de las obras que se pintaban en la ciudad de hace diez años —casi siempre efímeras, ilegales, algunas veces visualmente transgresoras—, las que se pintan hoy pretenden perdurar, pues las narrativas logran una identificación con el espectador y crean imaginarios, memoria, “comunidad”. Destacan las intervenciones de crews como la NSK (Nunca sombras Krew), o de proyectos autogestivos como los del Colectivo Chulel (festivales GAM), el Colectivo Plan BIOMA y el Comité de Cuenca, o de proyectos con colaboración institucional como los del Colectivo Tomate (Ciudades Murales) o del Proyecto Posh, por nombrar algunos. También a partir de las convocatorias sobre muralismo de denuncia proyectadas desde las bases estudiantiles como la de las Escuelas Normales (Larráinzar o Jacinto Canek) o la de la Facultad de Ciencias Sociales, es como se ha conseguido la aceptación de esta expresión urbana como una propuesta artística, cultural o de denuncia.
Estos colectivos y organizaciones, junto a sus diversas acciones, sus proyectos —que no tienen espacios ni tiempos definidos— y las propuestas gráfico-artísticas, han cumplido con algunos de los principios del arte urbano y público, por ejemplo: congregar, reconocer, empoderar o integrar, y con ello se ha logrado consolidar el sentido colaborativo y comunitario del mural urbano, generar un sentido de apropiación, recuperar los espacios públicos y propiciar la observación puntual de problemáticas (Triedo, 2019). Como ejemplo se puede citar el mural realizado en el barrio de Tlaxcala titulado: “Una puerta al pasado que nos identifica”. Surge desde la iniciativa “Tlaxcala Vive” cuya pretensión fue recuperar el sentido comunitario del barrio al integrar y fomentar la participación de jóvenes, adultos y niños a través de actividades culturales, sociales y ambientales. Destaca la creación de murales (colectivos) que involucraron la participación voluntaria de artistas locales, niños y jóvenes. A través de la temática plasmada se buscó afirmar la identidad barrial, la recuperación de la memoria histórica y la generación de imaginarios colectivos (ver Imagen 1).
En este sentido los murales urbanos, además de ser una forma de expresión, son “testimonio de un momento histórico” (Silva, 2014). Como se ha mencionado antes, para el muralista urbano la apropiación del espacio público implica dotarlo de cierta carga simbólica. La apropiación es un proceso espontáneo e intencional que conduce a la creación del sentido de lugar,12 lo que implica dejar un pedazo de sí mismos en la ciudad. Así, el mural urbano admite la libre expresión, que genera una carga emocional implícita que obedece al orden de los afectos que se están dejando plasmados en ese lugar que no existe por sí mismo (Morales, 2017).
Bajo esta argumentación se afirma que los muralistas urbanos de San Cristóbal normalmente pintan en espacios que les son comunes. Recorren y desarrollan sus propias trayectorias en rutas que son parte de su cotidianidad; “zonas de confort”, por así llamarles. DygNojoch prefiere lugares que lo conecten con los transeúntes o habitantes de los contextos. Orbe argumenta que normalmente pinta en sitios donde sus obras alcanzan mayor y mejor visibilidad. Alfredo Suárez pinta en muros donde la obra tenga significado para el espectador y sea espejo de su contexto, por ello ilustra cosas agradables que embellezcan el entorno. Carlos Cea y Teraz Patuano intervienen muros grandes o pequeños y su gráfica peculiar permite distinguir sus obras del resto de la colectividad; a ellos no les interesa un tema en particular, sino que sus ilustraciones son fragmentos abstractos de un todo comprensible si se observan con detenimiento, por ello eligen pintar en muros públicos y de gran formato.
Así demarcan sus territorios y fundan sus trayectos, su desplazamiento y su capacidad de llegar a lugares y construir lugares (Híjar, 2014). Muchas veces estos jóvenes rebasan sus propias fronteras y demarcaciones y se apropian de espacios en otros territorios dependiendo de la intencionalidad que pretendan con la obra, o también de la “fama” que desean adquirir con el tiempo. Tal es el caso de Orbe, que ha sido invitado a participar en pintas fuera de San Cristóbal, o de DygNojoch, que pinta con regularidad en espacios de la Ciudad de México, La Riviera Maya, Oaxaca o Puebla; o de Dkdenz —practicante originario de Yucatán avecindado en San Cristóbal desde hace más de seis años—, que pinta en Ciudad de Guatemala, Playa del Carmen y regiones de Mérida.
Para hacer visible la presencia del muralismo urbano en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas es necesario dar cuenta de los lugares en donde se ha rastreado —desde 2014—mayor presencia de intervenciones. La mayoría de los murales urbanos se alojan en las zonas periféricas; pocos son los jóvenes que se aventuran a intervenir en lugares céntricos.
Las zonas con más presencia de murales urbanos son: SAPAM, Avenida La Almolonga, parque del SEDEM y zona cercana al cerrito de San Cristóbal; zonas en el Periférico Norte Poniente: Avenida Río Jordán, colonia Prudencio Moscoso, Nueva Maravilla, La Hormiga, Bosques del Pedregal y zonas aledañas; zonas en el Periférico Sur: Corral de Piedra, áreas cercanas a la Universidad Intercultural de Chiapas, colonia FETSE 2001, Avenida de la Juventud, barrio de María Auxiliadora, área cercana al COBACH 11 y Universidad de Los Altos de Chiapas; y zonas en el Periférico Sur Oriente: La Garita y barrio de Guadalupe, barrio de Cuxtitali, barrio del Cerrillo, hasta llegar a la colonia 14 de Septiembre —este podría plantearse ya como un circuito de murales urbanos—, calles cercanas a la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Chiapas, hasta llegar al Mercado José Castillo Tielemans.
Kozak (citada por Tella y Robledo, 2012) afirma que: “Las paredes limpias no dicen nada”. Hay una fuerza comunicativa de la pared o muro que reclama a la población nuevas formas de pensar, crear e incitarla a generar cambios más favorables para la humanidad.
Proyectos y experiencias de muralismo urbano colectivo y comunitario en San Cristóbal de Las Casas
La diversidad de individuos que participa en el muralismo urbano en San Cristóbal de Las Casas deriva en una multiplicidad de identidades, ideologías, estilos, intenciones y significados plasmados en cada pieza (Gómez, 2012). Los creadores se reconocen como parte de las transformaciones sociales y culturales de la ciudad, por eso dignifican su rol ante la sociedad y como creadores de arte. Comparten entre ellos y ellas la creatividad traducida en imágenes, la responsabilidad, la toma de conciencia, el respeto y el reconocimiento de sí mismos como agentes sociales (Castellanos, 2017). Ello se confirma con la presencia de proyectos que han encontrado en “la ciudad” 13 el espacio idóneo para consumarse. Tal es el caso de “Ciudades Murales”, propuesta de intervención del Colectivo Tomate.
Colectivo Tomate14
Este colectivo parte de una organización civil que se originó en Puebla y está constituido por profesionistas de distintas disciplinas. Es una organización que nació con un proyecto autogestivo que pretendió generar una transformación y un impacto positivo en su ciudad (Garnica, 2018). Desde entonces, en su búsqueda por inspirar a las personas, generar un cambio, hacer ciudadanía y fortalecer los lazos de las comunidades, este colectivo ha intervenido con murales urbanos distintas ciudades en México (A. Domínguez, 2018). “Ciudad Mural” es el nombre de su proyecto social, artístico y comunitario que, a través de la intervención gráfico-pictórica en muros, busca contar historias, reforzar la identidad local y generar procesos sociales haciendo uso del diálogo, la tradición oral y el arte. El resultado de este proceso —colectivo— es una especie de galería abierta ubicada en algún barrio o colonia de la ciudad elegida. La selección de las “Ciudades Murales” se lleva a cabo mediante un proceso de scouting. Elegida la ciudad, se opta por barrios o colonias antiguas o tradicionales, rezagadas u olvidadas para llevar a cabo la intervención; paralelamente, se lanza una convocatoria para reclutar a artistas que estén dispuestos a donar su tiempo y talento para llevar el arte a la ciudad. Según lo expresado por los coordinadores, “Ciudades Murales” no pretende ser un proyecto invasivo, sino busca involucrar a la ciudadanía y los habitantes de barrios y colonias para que se sumen a los muralistas urbanos de cara a generar una argamasa de historias visuales que den cuenta de las familias, los imaginarios de la ciudad y lo que se genera desde y en el barrio.
El mes de octubre de 2018 enmarcó la inauguración del proyecto “Ciudad Mural San Cristóbal”. El barrio de San Ramón fue el elegido para llevar a cabo la intervención (ver Imagen 2).
Las temáticas plasmadas en estas intervenciones fueron diseñadas por veintiséis artistas seleccionados provenientes de diferentes latitudes: Chiapas, Baja California, Coahuila, San Luis Potosí, Jalisco, Guerrero, Estado de México, Ciudad de México, Puebla, Rusia, Francia, Venezuela y Estados Unidos. A través de cuarenta y tres murales, ellos y ellas proyectaron los imaginarios del barrio y la gente. Sus murales se pueden apreciar en muros de algunas casas ubicadas desde el cruce de las calles Prolongación Puebla y Diego Rivera, hasta el término de la Prolongación Baja California.
Las historias de los alfareros fueron representadas a través de las manos y el barro; la elaboración del pan fue personalizada en rostros, espigas de trigo y canastos; la fiesta de San Ramón fue vista a través de la santería y los rituales. Se representó la mística de las historias de familia, la tauromaquia y las corridas de caballos tan propias del imaginario coleto; también las tradiciones familiares de los Once Cuartos,15 junto a las flores, el ámbar y todas aquellas experiencias traducidas en color y forma (A. Domínguez, 2018) (ver Imagen 2).
Las temáticas plasmadas en estas intervenciones fueron diseñadas por veintiséis artistas seleccionados provenientes de diferentes latitudes: Chiapas, Baja California, Coahuila, San Luis Potosí, Jalisco, Guerrero, Estado de México, Ciudad de México, Puebla, Rusia, Francia, Venezuela y Estados Unidos. A través de cuarenta y tres murales, ellos y ellas proyectaron los imaginarios del barrio y la gente. Sus murales se pueden apreciar en muros de algunas casas ubicadas desde el cruce de las calles Prolongación Puebla y Diego Rivera, hasta el término de la Prolongación Baja California.
Las historias de los alfareros fueron representadas a través de las manos y el barro; la elaboración del pan fue personalizada en rostros, espigas de trigo y canastos; la fiesta de San Ramón fue vista a través de la santería y los rituales. Se representó la mística de las historias de familia, la tauromaquia y las corridas de caballos tan propias del imaginario coleto; también las tradiciones familiares de los Once Cuartos,15 junto a las flores, el ámbar y todas aquellas experiencias traducidas en color y forma (A. Domínguez, 2018) (ver Imagen 2).
Colectivo Chulel/Proyecto GAM (Graffiti, Arte y Mural)
Otro proyecto de intervención que tiene gran importancia para la ciudad de San Cristóbal e implica la iniciativa y participación de creadores oriundos de la ciudad es gestionado por el Colectivo Chulel,16 grupo de artistas, muralistas, grafiteros, diseñadores y fotógrafos independientes que, con su trabajo sin fines de lucro, ha abonado a la construcción de un mundo mejor pintando de colores distintas realidades. Este colectivo interviene barrios y colonias marginales, rezagadas o de la periferia de San Cristóbal, con la convicción de que en “el otro arte”, el que está al servicio del pueblo y es para el pueblo, existe la utopía de “otros mundos posibles, otros nosotros”. Así lo expresa DygNojoch, miembro fundador de Chulel: “este colectivo se sustenta en la creencia de que mucha gente grande, en paredes pequeñas, a través de hacer murales pequeños, puede cambiar el mundo”.
Con los festivales “Graffiti/Arte/Mural” (GAM), estos jóvenes autoorganizados pretenden generan espacios de diálogo e interacción a través de las distintas actividades que contempla cada convocatoria, como talleres, danza urbana, proyecciones, pinta de murales urbanos o charlas, entre otras. La idea es aportar de manera real para la reconstrucción de la memoria histórica, el tejido social y la ciudadanía en San Cristóbal; por ello sus temáticas son libres y sus propuestas poseen una fuerte carga ideológica y político-social, nos hablan del zapatismo y otras alternativas, de la violencia contra la mujer o de la migración, entre otros temas (ver Imagen 3).
La última convocatoria del Colectivo Chulel se realizó para el 3er. Festival GAM, que se llevó a cabo los días 11, 12 y 13 de octubre de 2018 en la colonia Bosques del Pedregal. Esta edición contempló actividades como: conversatorios, breaking dance, talleres y la intervención de aproximadamente veinte bardas con murales urbanos. En esta última actividad participaron alrededor de treinta artistas de Chiapas, Guanajuato, Puebla, Hidalgo, Estado de México, San Luis Potosí y Guerrero.
Los murales urbanos de esta tercera edición se suman a los ya producidos en las jornadas primera y segunda. Es importante comentar que para los integrantes de Chulel es fundamental la participación de mujeres; así lo sugiere la convocatoria “Mujeres rayando rebeldía”, actividad enmarcada en el segundo festival GAM y llevada a cabo en marzo de 2018. Los jóvenes fundadores de Chulel comentan que para ellos y ellas este colectivo es un espacio para el activismo social-político-cultural “desde abajo”, desde su propia postura; luchan desde ahí por sus narrativas visuales y construyen un arquetipo distinto de ciudad, una más inclusiva y plural donde quepan muchos mundos. Por ello, las temáticas que plasman en muros y su imaginación no hallan fronteras
Los artistas, hombres y mujeres, que participan en los proyectos de este colectivo, cuando tienen conocimiento de la apertura de alguna convocatoria dan rienda suelta a su imaginación. Muestra de ello son las ilustraciones y narrativas visuales plasmadas en los murales que se pueden ver en varias partes de la ciudad —como en las colonias Bosques del Pedregal, 14 de Septiembre o 31 de Marzo— y que se decantan en una diversidad de estilos, formas y discursos. Así, personajes marinos, flores, rostros, mandalas, texturas caricaturescas, animales fantásticos reconfiguran el espacio donde se implantan. De esta manera, los murales urbanos hacen historia porque sus ejecutantes son historia. Son el resultado de las acciones diarias que viven, porque pertenecen a un momento, un espacio y un conjunto de rituales que los rigen; es decir, que les confieren la existencia.
Conclusiones
El muralismo urbano pareciera que quiere recordarnos al viejo muralismo mexicano, por un lado, porque hay un intento o una necesidad de reinventar la identidad del barrio y, por otro lado, porque el “ser joven” exige hacerse grandes cuestionamientos (Sanabria, 2009). Es esa, quizá, la razón por la cual la identidad mexicana, el folclore, los imaginarios, las fiestas, los oficios, la flora o la fauna regresan a nosotros una y otra vez convertidos en narrativas visuales. Sí, los estilos son variados, las formas de representación, los dibujos, las grafías y las ilustraciones se presentan a veces demasiado abstractas, otras, muy realistas. El punto es que, aunque las temáticas puedan resultar repetitivas —agotadas, algunas veces—, ya desde hace muchas décadas se viene construyendo otra manera de hacer muralismo en las ciudades, una más inclusiva, plural y nada institucional.
Este muralismo puede estar influenciado por muchas corrientes artísticas; gracias a ello podemos ver viejos edificios llenos de obras en diferentes formatos que incluyen paisajes marinos, retratos surrealistas, personajes de comics, historias de la Conquista, ángeles, santos, personajes de la historia, junto a pintas ilegales, tagas y frases de protesta. En este sentido Polo Castellanos dice que:
[…] un mural altera todo el entorno y trasciende las fronteras del espacio geográfico, se inserta en la vida cotidiana de las personas y se genera una transformación inevitable en los aspectos de la vida de la comunidad donde se pinta este mural, y de manera más acentuada cuando se crean murales colectivos o comunitarios […] (Castellanos, 2017:152).
Mostrar la ciudad de San Cristóbal de Las Casas llena de historias e imágenes parece ser el común denominador de hombres y mujeres que usan el arte como semilla transformadora (Garnica, 2018). El muralismo urbano, así, se demarca a través de la configuración de diversas experiencias, pedagógicas, didácticas y comunitarias, que “inevitablemente se instalan en el imaginario social del entorno” (Castellanos, 2017:152). Más allá de los significados otorgados por la sociedad, ha demostrado ser una representación empapada de cultura y un medio de comunicación utilizado por los individuos, cuya simbología y enunciación recoge y enmarca la situación que se vive en la ciudad o en cierto contexto frente a temas culturales, políticos, ambientales, sociales y de justicia. Para el artista urbano esta forma de expresión implica reconocer y reconocerse en torno a la realidad de lo que se vive, comprender su postura ante ella y así elegir libremente en todo momento el nivel y la condición en la que quiere representar y presentar su arte.