SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 issue54The Incursion of the Anthropocene Discussion to the SouthEconomic History in the Anthropocene: Four Models author indexsubject indexsearch form
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • Have no similar articlesSimilars in SciELO

Share


Desacatos

On-line version ISSN 2448-5144Print version ISSN 1607-050X

Desacatos  n.54 Ciudad de México May./Aug. 2017

 

Saberes y Razones

¿Humano, demasiado humano?*

Human, Too Human?

Philippe Descola* 

*École des Hautes Études en Sciences Sociales, París, Francia descola@ehess.fr


Resumen

A partir de una afirmación de Alejandro de Humboldt, este artículo revisa los orígenes del Antropoceno y los asocia a un sistema, un modo de vida, una ideología, cuyas particularidades deben conocerse para intentar evitar algunas de sus consecuencias más dramáticas. Tres preguntas guían el texto: ¿cuándo comenzó esta nueva época de la historia de la Tierra que se denomina Antropoceno? ¿En qué consiste? ¿Qué aportes ofrecen las ciencias sociales para paliar sus efectos y tener un mejor futuro? Para ello, se propone repensar tres procesos fundamentales en la relación de los humanos entre sí, y entre humanos y no humanos: adaptación, apropiación y representación.

Palabras clave: Antropoceno; humanos; no humanos; naturaleza; calentamiento ambiental; adaptación; apropiación; representación

Abstract

Based on a statement by Alexander von Humboldt, this paper reviews the origins of the Anthropocene, associating them to a system, a way of life, and an ideology whose peculiarities must be known in order to avoid some of its most dramatic consequences. Three questions guide the text: When did this new stage in the history of Earth, known as the Anthropocene, begin? What does it consist of? What are the contributions of social sciences to alleviate its effect and have a better future? In order to answer them, this paper proposes to reconsider three essential processes in the relationship between humans; and between humans and non-humans: adaptation, appropriation and representation.

Keywords: Anthropocene; humans; non-humans; nature; environmental heating; adaptation; appropriation; representation

En una carta destinada a Schiller, Alexander Von Humboldt definía el objeto de su investigación como el análisis de la “habitabilidad progresiva de la superficie del globo”, lo que para él significaba la manera en que los humanos habían transformado sus entornos poco a poco para adaptarlos a sus necesidades y formar ecosistemas de los cuales se habían convertido en la fuerza decisiva (citado por Minguet, 1969: 77). Si bien veía al planeta Tierra como un gran organismo vivo en el que todo está conectado, anticipándose a la hipótesis Gaia de James Lovelock, también consideraba que los seres humanos formaban parte de este organismo y que por esta razón la historia natural del ser humano era inseparable de la historia humana de la naturaleza. Sin embargo, dos siglos después, las preguntas que se plantean como una emergencia son: ¿cómo hemos empezado un proceso que tendrá como consecuencia que el planeta Tierra, en lugar de ser cada vez más habitable, lo sea menos? ¿Cómo detener este movimiento? ¿Qué pasó entre la constatación optimista de Humboldt, de que todas las fuerzas de la naturaleza -incluyendo a los humanos- están entrelazadas, y la evidencia cada vez más manifiesta de que lo que en su tiempo no se llamaba aún el Antropoceno se convirtió en síntoma y símbolo de un terrible fracaso de la humanidad? Pasaron por lo menos dos cosas: primero, la antropización del planeta Tierra, que observaba Humboldt, llegó a un grado crítico en áreas que no había previsto: calentamiento global, erosión de la biodiversidad, acidificación de los océanos y contaminación de las aguas, el aire y los suelos. Podríamos llegar a considerar que las actividades humanas recientes en el área de la biología se convirtieron en la presión de selección dominante: nuevos productos, como los antibióticos, los pesticidas y los transgénicos, se conjugan con la diseminación de nuevas especies en nuevos hábitats, con la circulación de agentes patógenos capaces de romper las barreras entre especies, los monocultivos intensivos y los efectos selectivos de las temperaturas más elevadas de la atmósfera y los océanos que alteran los procesos evolutivos. Como escribe el especialista en ecología marina Stephen Palumbi, “los humanos son [ahora] la mayor fuerza evolucionista en la Tierra” (2001). La segunda diferencia entre la época de Humboldt y ahora, a pesar de que él formuló críticas tempranas a los estragos del colonialismo ibérico, es que una pequeña porción de la humanidad se apropió del planeta Tierra y lo devastó para asegurar lo que considera su bienestar, en detrimento de una multitud de otros seres, humanos y no humanos, que pagan día tras día las consecuencias de esta codicia. Así, la humanidad en general no originó el Antropoceno, sino un sistema, un modo de vida, una ideología, una manera de darle sentido al mundo y a las cosas, que sedujeron y se extendieron cada vez más y de las cuales es necesario entender sus particularidades si queremos acabar con aquél y cambiar de rumbo para intentar evitar algunas de sus consecuencias más dramáticas.1

Es necesario detenerse un momento en estos dos eventos multiseculares -equivalentes a un parpadeo, si consideramos la escala temporal geológica- antes de identificar los cambios en nuestras maneras de pensar que podrían generar nuevas maneras de ser. ¿En qué consiste esta nueva etapa de la historia de la Tierra que llamamos Antropoceno? ¿Qué tiene de nuevo respecto al movimiento continuo de antropización del planeta, cuyos efectos son visibles desde el principio del Holoceno? Sabemos ahora que hasta los ecosistemas de las regiones que parecían poco afectadas por la acción humana antes de la colonización europea, como la Amazonia o Australia, fueron profundamente transformados a lo largo de los últimos diez milenios por las técnicas de uso del entorno, en particular la hortaliza itinerante, con el sistema de roza, tumba y quema; la silvicultura, la quema selectiva de sabana, y algunos milenios antes, por un suceso de mayor importancia, que fue la extinción de la megafauna del Pleistoceno, cuya amplitud fue considerable en Australia y América como consecuencia de la llegada de los primeros eres humanos.2

Sin embargo, en este movimiento continuo de antropización que afectó numerosas dimensiones de los ecosistemas, en particular la densidad y la distribución de las especies animales y vegetales, el Antropoceno se distingue por las implicaciones de la acción humana sobre el clima y por el efecto de éste en las condiciones de vida en el planeta. En efecto, todo parece indicar que estamos al borde de una ruptura mayor del sistema de funcionamiento de la Tierra, cuyas consecuencias pueden ser proyectadas a grandes rasgos en una escala global, sin que podamos prever con precisión cómo se traducirán en el ámbito local las inevitables perturbaciones en los modos de vida que engendrarán. Si las ciencias sociales tienen un papel que jugar en esta época que se está abriendo, a la vez como herramienta de análisis y como reflexión sobre futuros alternativos, es porque son capaces de usar diferentes escalas de tiempo y espacio para abarcar toda la gama de las transformaciones que afectarán, si no lo han hecho ya, la manera de vivir en la Tierra en algunos lugares y entre colectivos de humanos y no humanos variados. Estas escalas se aprecian en la diversidad de definiciones del Antropoceno, en función de las fechas propuestas para el principio de esta época geológica.

Para empezar, debo reconocer que tardé mucho tiempo en percibir el carácter literalmente catastrófico del cambio climático y medir la diferencia de esencia entre la antropización progresiva del planeta desde mucho antes del Holoceno y lo que cada vez más investigadores en ciencias de la Tierra llaman el Antropoceno. Ciertamente, tenía excusas para ello. Llevo 40 años estudiando como antropólogo las interacciones entre humanos y no humanos en regiones del globo que prácticamente no habían sido afectadas por las consecuencias directas de la Revolución industrial, y por lo tanto, no necesitaba convencerme de que la mayoría de los biotopos estaban afectados profundamente por la acción humana. Un ejemplo que me llamó mucho la atención: la composición florística de la selva amazónica ha sido transformada de manera radical durante los últimos diez milenios por las manipulaciones vegetales y las prácticas culturales de los amerindios. El resultado ha sido que a una tasa igual de diversidad de especies, las zonas afectadas por la actividad humana presentan una densidad mucho más elevada de plantas útiles para los seres humanos que las zonas en las cuales estuvo poco presente.3 Sería entonces absurdo razonar, como se hizo en alguna época, como si las poblaciones humanas en esta región del globo hubieran tenido que adaptarse, en los planos social, cultural y técnico, a ecosistemas que hubieran sido protegidos de toda influencia antrópica. Así que nunca me parecieron separadas la antroposfera, la biosfera y la geosfera, y si le di el nombre de “antropología de la naturaleza” a mi cátedra en el Collège de France, con lo que sorprendí a más de uno, fue porque me había parecido necesario darle a esta convicción una terminología explícita.

© Deutsches Museum 2014.

Waste, una historia de Leo Koppelkamm (leo-koppelkamm.de). Parte de la antología de cómics Anthropocene Milestones: Illustrating the Path to the Age of Humans. 

Aun así, fui tomando conciencia de que la antropización y el Antropoceno son cosas diferentes. La primera resulta de este movimiento de coevolución de los seres humanos y no humanos, ininterrumpido desde hace 200 000 años, que moldeó el planeta, alteró los ecosistemas y sus condiciones de funcionamiento, a veces de manera irreversible y con efectos regionales no intencionales. Tomemos el ejemplo de la influencia de la deforestación en los ciclos climáticos locales o de la agricultura intensiva en la estructura de los suelos -podemos pensar en el desecamiento del bosque húmedo de Borneo o en el dust bowl en Estados Unidos-. En cambio,el Antropoceno hace referencia a un efecto sistémico más global, al cual ciertamente contribuyen en parte las alteraciones de los ecosistemas locales, pero cuyo resultado general es una transformación acumulativa y en vías de aceleración del funcionamiento climático del planeta. No sería absurdo ponerle una fecha de comienzo a la par de la Revolución industrial, hacia 1800, a esta transformación, cuyas consecuencias serán visibles durante muchos siglos o milenios. Desde luego, no es imposible que algunas alteraciones de los ecosistemas regionales -por ejemplo, las erupciones de Tambora, en 1815, o del Krakatoa, en 1883- hayan afectado los equilibrios climáticos globales, pero fueron débiles y de corta duración.

El primer evento al que me referí merece que nos enfoquemos en él con más detalle. En efecto, dos investigadores del University College de Londres, Simon Lewis y Mark Maslin, hicieron recientemente la intrigante propuesta de establecer 1610 como fecha de comienzo del Antropoceno, debido a una ligera baja de la concentración de dióxido de carbono atmosférico -7-10 partes por millón- que puede observarse en el casquete glaciar antártico para el periodo entre 1570 y 1620. Aquella disminución sería el resultado de la caída masiva de los desmontes en América del Norte, y sobre todo, en América del Sur, después de la invasión europea y de la muerte de nueve de cada diez habitantes entre la población autóctona, causada por enfermedades infecciosas, masacres y esclavización. De eso habría resultado la regeneración espontánea de millones de hectáreas de cubierta vegetal, que contribuiría a un aumento de la retención de dióxido de carbono por la vegetación (Lewis y Maslin, 2015). La correlación es posible y subraya, como si fuera necesario, la importancia de las transformaciones ecosistémicas y geoquímicas que pueden producir las manipulaciones vegetales realizadas por los humanos. Aun así, aunque la causa hipotética indirecta de las variaciones en dióxido de carbono fue espantosa -la casi aniquilación de los habitantes de un continente entero-, la amplitud de éstas sigue siendo demasiado débil como para ser diferenciada a ciencia cierta de las variaciones naturales. Podemos decir lo mismo de las dos erupciones volcánicas que he mencionado: su impacto fue notorio en una escala planetaria -y dramático; por ejemplo, en las altas tierras de Nueva Guinea, donde se conserva todavía la memoria de las hambrunas que la caída de las temperaturas provocó- sin que estos sucesos hayan perturbado profundamente o de manera duradera los equilibrios climáticos en todo el planeta. Esto es, la fecha más probable del principio del Antropoceno sigue siendo el siglo XVIII y el comienzo de la Revolución industrial. De hecho, esta fecha es la que los inventores del concepto de Antropoceno, Paul Crutzen y Eugene Stoermer (2000), establecieron al mencionar como evento inaugural de la nueva época geológica la mejora que hizo James Watt de la máquina de vapor.

Definir el Antropoceno como la transformación global del sistema de la Tierra, que comenzó hace poco más de dos siglos, presenta al mismo tiempo una ventaja y un riesgo para las ciencias sociales, y en general, para la manera en la cual las comunidades humanas se enfrentan a esta transformación. No me refiero a los debates entre especialistas de las ciencias de la Tierra sobre la existencia, alrededor de 1800, de una verdadera “sección estratotipo y punto de límite global”, llamado “clavo de oro” -golden spike-, es decir, un marcador físico incontrovertible definido por los límites entre dos estratos geológicos, puesto que la definición consensual de un clavo de oro para la Comisión Internacional de Estratigrafía de la Unión Internacional de Ciencias Geológicas, que ratifica el Antropoceno como una época geológica auténtica, no es central para las preguntas que los humanos se hacen en cuanto a las causas y consecuencias de las perturbaciones medioambientales.

Más fundamental es la identificación de las responsabilidades y las respuestas que se pueden aportar. ¿Qué colectivos de seres humanos y no humanos, qué tipos de prácticas y de seres, qué modos de existencia son la causa de qué tipo de alteraciones de las interacciones entre geosfera, biosfera y antroposfera? ¿A qué escalas de espacio y tiempo estos fenómenos se producen y cómo se imbrican? Desde este punto de vista, asignar al final del siglo XVIII el comienzo de la nueva época geológica es una iniciativa apreciable, ya que permite esclarecer la definición del misterioso “antropos” que otorga su dinámica al Antropoceno. La humanidad entera no es el origen del calentamiento global o de la sexta extinción de las especies. Sea cual sea la incidencia de las acciones de los pueblos originarios de la Amazonia, de los aborígenes australianos o de los pueblos autóctonos del área circumboreal sobre los ecosistemas que contribuyeron a moldear, no son, en ningún caso, los responsables del aumento de una tercera parte de la concentración atmosférica de dióxido de carbono, la acidificación de los océanos o el derretimiento de los glaciares. La causa principal de la entrada en el Antropoceno, como lo dije en el preámbulo, es el desarrollo, desde algunos siglos atrás, primero en Europa occidental y luego en otras regiones del planeta, de un modo de composición del mundo que llamamos de diversas maneras, según los aspectos del sistema que queremos mostrar: capitalismo industrial, revolución termodinámica, Tecnoceno, modernidad o naturalismo.

¿En qué consiste este sistema? En primer lugar, se funda por primera vez en la historia de la humanidad, sobre la afirmación de que existe una diferencia de naturaleza, no de grado, entre los seres humanos y los no humanos. Esta afirmación subraya que los primeros comparten con los segundos propiedades físicas y químicas universales, pero se distinguen de ellos por sus disposiciones morales y cognitivas. El resultado es la emergencia de una naturaleza hipostasiada, respecto a la cual los humanos se colocaron afuera y arriba para conocerla y amaestrarla mejor. Éste es un principio director de una ontología a la que llamé “naturalista”, cuyas premisas son ligeramente anteriores al desarrollo exponencial de las ciencias y de las técnicas que la hicieron posible a partir del último tercio del siglo XVIII. Sobre esta base ontológica se trasplantó una transición en la naturaleza y el uso de la energía.4 Desde hace milenios, las sociedades agrarias se basaban en la energía solar, es decir, la fotosíntesis de diversas especies de plantas y su transformación en alimentos, y en la energía usada por la acción dirigida de los humanos y los animales. Los pilares de la vida eran entonces la tierra y el trabajo, recursos que durante un largo tiempo fueron inalienables. El desarrollo del capitalismo mercantil y del sistema colonial, y después imperialista, sobre el cual se apoyaba permitió la diversificación global de las fuentes de energía, materias primas y bienes manufacturados, al mismo tiempo que facilitó su intercambio por medio de la moneda: todo se puede convertir en dinero y las diferencias de precio de producción posibilitadas por el transporte a bajo costo de las mercancías transformaron aquéllas en una fuente considerable de ganancias financieras. Como había notado Marx, el dinero no sólo derivaría en la transferencia de mercancías en lugar de ser simplemente su medio, sino que también se convertiría en el instrumento que permitiría obtener energía barata desconectada del control de las tierras agrícolas. Así entramos de lleno en la mayor ilusión de los dos últimos siglos: la naturaleza como recurso infinito permite un crecimiento infinito gracias al perfeccionamiento infinito de las técnicas. En este sentido, la máquina de Watt no es tanto la primera causa de la entrada en el Antropoceno, sino el primer resultado de la aceleración de los intercambios mercantiles, que hacía necesario el control de las energías fósiles que habían superado en importancia a la energía guardada en los seres vivos para la producción y el transporte. Esto no tiene nada de nuevo, lo admito, pero hay que recordarlo para señalar una y otra vez que el presente es el resultado de una historia humana de la naturaleza totalmente singular y no el resultado ineluctable del desarrollo de los genios y los descubrimientos científicos.

Pasemos ahora a las dificultades que contiene el concepto de Antropoceno. La principal dificultad viene de su globalidad. Si el Antropoceno no es la antropizacion, si la nueva era geológica señala la irrupción de una nueva ciencia de las interacciones terrestres que, como recuerda Clive Hamilton (2015) no es la agregación de saberes sobre los ecosistemas, geosistemas y antroposistemas, entonces, ¿qué hacemos con estos saberes? ¿Cómo integrarlos para entender mejor los efectos a diferentes escalas de los vínculos de retroalimentación que colectan las transformaciones medioambientales, los cambios climáticos, las evoluciones de las comunidades bióticas y las prácticas humanas? La ecología y la antropología demuestran las inmensas dificultades que encuentran las disciplinas que tratan de describir y modelar, en el ámbito local de un ecosistema o de una comunidad humana, los comportamientos e interacciones de un gran número de agentes en una gran cantidad de situaciones. ¿Cómo imaginar una ciencia capaz de hacerlo a escala planetaria, y al mismo tiempo, capaz de respetar en cada nivel la pertinencia y modo de interagentividad? Esta ciencia está por crearse y tendría que tomar la forma de una amplia inteligencia colectiva. Éste es tal vez el desafío más apremiante que lanza el Antropoceno.

Sobre todo, la globalidad del Antropoceno nos lleva a interrogarnos sobre las respuestas cosmopolitas que podemos aportar a las perturbaciones sistémicas que afectan al planeta. Podemos entender que los fenómenos que se desenvuelven a escala global requieren mecanismos globales -es decir, interetáticos, como el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático o la Conferencia de las Partes sobre el Cambio Climático- para establecer medidas paliativas. Viendo el estado del mundo, es difícil imaginar cómo proceder de otra forma a corto plazo. Pero, aparte de que los ciudadanos del planeta son mantenidos al margen de este tipo de mecanismos, la mayoría de las alteraciones medioambientales se sitúa en general en una escala totalmente diferente y requiere una escala diferente de análisis y acción. La devastación de un territorio amerindio por la explotación petrolera en la Amazonia, la contaminación de una cuenca hidrográfica por una compañía minera en Nepal, las afectaciones de la fauna marina por desechos radioactivos en Japón, la contaminación de las aguas por nitratos en Bretaña y otros mil casos parecidos constituyen en efecto un ecocidio general, más insidioso aún por no ser en realidad el resultado de una decisión colectiva de los responsables, y que puede ser combatido con eficacia sólo en la escala local, por los colectivos de seres humanos y no humanos afectados directamente. Por razones políticas -política del conocimiento y política de la acción-, me parece peligroso disociar el destino sistémico del planeta y el destino de los colectivos de humanos y no humanos expuestos de manera variable, por su situación en el globo y en las redes de la globalización, tanto a las consecuencias del calentamiento global como a otro tipo de afectaciones ecológicas y despojos territoriales. El calentamiento global, en efecto, es global para las ciencias que lo estudian, pero toma formas distintas para los colectivos de humanos y no humanos según los lugares en que habitan y los medios de los cuales disponen para atenuar algunas de sus consecuencias. En resumen, si bien estamos todos en el mismo barco, no es lo mismo estar hacinados en los pañoles, primeros en ahogarse, a estar en el puente de primera clase, cerquita de las lanchas de salvamento.

Pero hay una cosa que podemos hacer colectivamente para modificar la ruta del barco, a largo plazo es cierto, pero antes de que sea demasiado tarde: hay que cambiar los motores y el modo de navegación. Somos investigadores, y si podemos ser útiles, es sobre todo cuando intentamos cambiar de un modo profundo nuestra visión científica sobre la manera en la cual vivimos en el planeta, con la esperanza de que nuestras ideas se difundan más allá de los laboratorios y las revistas científicas. Desde este punto de vista, me parece necesario volver a pensar en tres procesos que juegan un papel central, tanto en las relaciones entre humanos como en las relaciones con los no humanos: la manera en la cual los seres humanos se adaptan a sus entornos, la manera de apropiárselos y la manera de darles una expresión política.5

Empecemos por la adaptación. Desde hace mucho tiempo, siento una desconfianza frente al funcionalismo de esta idea, que entiende que la naturaleza y su expresión son independientes de los colectivos humanos. Mi experiencia de antropólogo de la naturaleza me enseñó por lo menos dos cosas: por una parte, que la diversidad de los comportamientos humanos, supuestamente adaptativos a un mismo límite medioambiental, es tan grande que cualquier institución puede ser considerada adaptativa, lo cual da un razonamiento panglosiano que despoja la noción de adaptación así definida de cualquier pertinencia científica; por otra parte, que la relación entre las condiciones medioambientales y la actividad humana no se rige por un modelo behaviorista tipo estímulo-respuesta, ya que los seres humanos participan de manera activa, desde mucho antes del Neolítico, en la producción de los factores medioambientales que afectan su existencia, en la gran mayoría de los casos sin ser realmente conscientes de ello. Ya hablé de algunos ejemplos, en particular el de la selva amazónica. De hecho, y como es el caso en otros organismos, la adaptación de los seres humanos no opera sólo en términos de la selección de los individuos genéticamente más aptos para vivir en un ambiente dado, también se realiza por medio de la instauración progresiva de nichos favorables para ciertos modos de existencia.

Empresas cementeras y caleras en Apaxco, Estado de México, 2010.

PROMETEO LUCERO  

Sin embargo, con el Antropoceno, la coevolución de las poblaciones humanas y los organismos no humanos sufrió una mutación doble: lo que había operado de manera no intencional y en una escala de tiempo plurimilenaria apareció de repente -por lo menos, para algunos de nosotros- como si reclamara una acción voluntarista que había que llevar a cabo en un plazo muy corto. Así, el calentamiento global se convirtió en un apremio medioambiental mayor, al cual las sociedades humanas tienen que adaptarse, pero sin poder hacerlo como solían, en el ámbito local, con un panel de microarreglos con efectos retroactivos, gracias a los cuales habían transformado de manera progresiva muchos ecosistemas del planeta para hacerlos más acogedores para los humanos. Por otra parte, para enfrentar la emergencia del cambio climático, ahora tenemos que aprender y propagar la idea todavía nueva de que nuestro destino no se limita a un enfrentamiento más o menos hostil entre los humanos y la naturaleza por medio de la técnica, como la tradición moderna quiso hacernos creer, sino que depende totalmente de los billones de acciones y retroacciones por las cuales engendramos cotidianamente las condiciones medioambientales que nos permiten habitar el planeta Tierra. Una mejor aprehensión de esos procesos, empezando con la enseñanza en las escuelas de los principios básicos de la ecología científica, nos permitiría ser más atentos a la miríada de conexiones vitales por las cuales estamos enlazados con los no humanos orgánicos y los elementos abióticos. La cuestión es saber si todavía estamos a tiempo de hacer aceptar esta idea.

Pasemos ahora a la apropiación. Aproximadamente desde el principio del movimiento de las enclosures o cercado de los campos abiertos en Inglaterra al final de la Edad Media, primero Europa y luego el resto del mundo no han dejado de convertir en mercancías enajenables y apropiadas de manera privada una parte creciente de nuestro entorno de vida: pastoreos, tierras cultivables y bosques, fuentes de energía, aguas, subsuelos, recursos genéticos, saberes y técnicas autóctonas. El paréntesis comunista sólo tiene la apariencia de una excepción, ya que la propiedad colectiva de los medios de producción practicada en la Unión Soviética y en China no fue más que una vía alternativa de apropiación productiva de la naturaleza, que nunca cuestionó dos características fundamentales del capitalismo que están ausentes en todas las economías no mercantiles: primero, que los valores indispensables de la vida pueden ser apropiados; segundo, que éstos tienen que ser considerados principalmente como recursos económicos, es decir, empleados en la producción de mercancías o convertidos en ellas. Así que es urgente devolver a los bienes comunes su sentido originario, no como recurso cuya explotación estaría abierta a todos, sino como ambiente compartido del cual cada persona es responsable.

Recordemos, por si fuera necesario, que lo que llamamos la “tragedia de los bienes comunes” es un mito. En el artículo que dio su nombre a esta experiencia de pensamiento, el ecólogo Garrett Hardin (1968) imaginaba que una comunidad de ganaderos usaba un prado comunal, según el interés óptimo de cada uno de ellos, lo que daba como resultado la sobreexplotación del recurso por el sobrepastoreo, y por ende, su desaparición. Ahora bien, como los etnólogos interesados en los derechos de usos colectivos en las economías precapitalistas lo saben desde hace mucho, y como demostró después Elinor Ostrom, el acceso a los bienes comunes siempre se rige por principios localmente apremiantes que apuntan a la protección del recurso en beneficio de todos. El problema de los bienes comunes no es la propiedad común, es su definición de derechos de uso (Ostrom, 1990).

Sin duda, es más urgente todavía extender el perímetro de los componentes intangibles de este entorno común colectivamente apropiado más allá de los objetos habituales que mencioné, para incluir el clima, la biodiversidad, la atmósfera, los saberes, la salud, la pluralidad de idiomas o los entornos no contaminados. Obviamente, esto implica transformar a profundidad la noción habitual de apropiación como el acto por medio del cual un individuo o un colectivo obtiene un título de derecho de uso y abuso sobre un componente del mundo, e imaginar un dispositivo en el cual los ecosistemas o los sistemas de interacciones entre humanos serían más bien derechohabientes y los humanos usufructuarios, o en algunas condiciones, garantes de los derechos. En este caso, la apropiación iría desde los entornos hacia los humanos, en vez de a la inversa.

Esto nos lleva al último concepto que debemos reformular: la representación. Se trata de la delegación de responsabilidad o de libre albedrío que permitiría a los agentes involucrados en los colectivos de humanos y no humanos hacer valer su punto de vista por medio de otras personas en la deliberación de los asuntos comunes. En razón de la herencia del derecho romano que distingue entre cosas y personas, esta facultad de representación sólo se reconoce por el momento en los humanos. No obstante, en la visión de lo expuesto sobre apropiación, parece indispensable que el mayor número posible de agentes que participan en la vida común vean su situación representada bajo una forma más audaz que la que tiende a emerger ahora de una extensión selectiva de unos cuantos derechos a algunas especies de no humanos, las cuales presentarían con los humanos similitudes en sus capacidades cognitivas o sensibilidad. Ejemplos de ello son el deseo de que se otorgue derechos específicos a los grandes simios (Cavalieri y Singer, 1993), y la aprobación, en 2014, del parlamento francés de un proyecto de enmienda de la definición de los animales en el código civil, que pasaron de ser “bien mueble” a convertirse en “ser vivo dotado de sensibilidad”.

Este tipo de extensión de los derechos humanos a especies animales no humanas todavía está muy marcado por el antropocentrismo, ya que el argumento usado para extender sobre ellas una protección jurídica sigue siendo la proximidad que presentan con los humanos, e ipso facto, la aptitud que algunos de ellos manifiestan para identificarse, en general de manera muy abstracta, con los miembros de estas especies. Esto sucede con chimpancés, delfines y caballos, pero nadie pensaría en reclamar derechos intrínsecos para las sardinas o el virus de la influenza. Nos colocamos en la teoría política moderna fundada sobre lo que Macpherson (2005) definió como individualismo posesivo, es decir, la idea desarrollada inicialmente por Hobbes y Locke, según la cual el individuo -humano- es, por definición, el propietario exclusivo de él mismo o de sus capacidades, y por ende, no es deudor de su persona ante ninguna instancia exterior o superior a él mismo, llámese sociedad, Iglesia, Dios, rey o algún grupo de filiación. Esta concepción, de la cual no hay rastro en ningún otro sistema político o jurídico, fue la piedra angular del individualismo moderno y el fundamento de las democracias contemporáneas. La sociedad es como una suma de individuos libres e iguales que sólo se vinculan entre ellos por ser dueños de sus capacidades, las cuales les permiten entablar libremente relaciones de intercambio consentidas. La inclusión de las especies animales en este sistema de derechos individuales -en tanto que serían propietarias de capacidades análogas, en algunos casos, a las de los humanos- plantea preguntas jurídicas interesantes en cuanto a las modalidades de la delegación de poder de estos individuos no humanos nuevamente instituidos, pero en ningún caso permitirá que un mayor número de componentes del mundo accedan a la dignidad de sujetos políticos, ya que esta dignidad, debido a los criterios antropocéntricos que la definen, es necesariamente restringida a un pequeño número de especies animales y sólo a ellas.

Ésta es la razón por la cual hay que imaginar que puedan ser representados, no seres humanos, Estados, chimpancés o transnacionales, sino ecosistemas como tales, es decir, relaciones de cierto tipo entre seres localizados en espacios más o menos vastos; entornos de vida, pues, sea cual sea su naturaleza: cuencas hidrográficas, macizos montañosos, ciudades, litorales, barrios, zonas ecológicamente sensibles, mares, etc. Una verdadera ecología política, una cosmopolítica de pleno derecho, no se contentaría con otorgar derechos intrínsecos a la naturaleza sin darle verdaderos medios para ejercerlos, como lo hizo Ecuador hace unos años. Se enfocaría en que los medios de vida singularizados y todo lo que los compone -incluyendo a los humanos- se conviertan en sujetos políticos de los cuales los humanos serían mandatarios. Así podría tomar una expresión política concreta lo que llamé en otra parte el universal relativo, es decir, la idea de que los sistemas de relaciones, más que las cualidades ligadas a los seres, deberían formar el fundamento de un nuevo universalismo de los valores (Descola, 2012: 440-441). En su papel de mandatario, los humanos ya no serían la fuente del derecho que legitima la apropiación de la naturaleza que practican, serían los representantes muy diversificados de una multitud de naturalezas de las cuales se habrían vuelto jurídicamente inseparables. Notaremos que tal concepción parece extraña a primera vista si la miramos sólo desde la perspectiva de las fundaciones individualistas de nuestro sistema jurídico y político actual. En efecto, la etnología y la historia ofrecen muchos ejemplos de colectivos en los cuales el estatus de los humanos no se deriva de las capacidades supuestamente universales atribuidas a su persona, sino de su pertenencia a un colectivo particular que mezcla de manera indisoluble territorios, plantas, montañas, animales, sitios, divinidades y una multitud de otros seres, en constante interacción unos con otros. En esos sistemas, los humanos no poseen la “naturaleza”, sino que son poseídos por ella.

¿Qué me permite pensar que estas propuestas no son completamente utópicas? Pues mi experiencia como antropólogo, justamente, así como el conocimiento de que ciertos sistemas cosmológicos y políticos, derechos de uso, formas de saberes y prácticas técnicas hicieron posible en otros contextos históricos el tipo de ensamblajes que acabo de evocar. No tengo tiempo de detallar aquí estas fuentes de inspiración, que de todas formas no son transportables directamente, en particular porque la revolución de la Ilustración, con la promoción del individualismo que evocaba hace un instante, también trajo consigo derechos ligados a la persona humana a los cuales no podríamos renunciar con facilidad. Lo que permite la antropología, en cambio, es aportar la prueba de que otras maneras de habitar el mundo son posibles, ya que algunas de ellas, por más improbable que parezca, fueron exploradas en otros lugares u otros tiempos, y demostrar entonces que el futuro no es una simple prolongación lineal del presente, sino que contiene posibilidades inauditas de las cuales debemos imaginar la realización con el fin de edificar lo más temprano posible una verdadera casa común, antes de que la antigua casa se derrumbe por los efectos de la devastación despreocupada a la cual los humanos la han sometido.

Bibliografía

Balée, William, 1989, “The Culture of Amazonian Forests”, en Darrell Addison [ Links ]

Barnosky, Anthony D., Paul L. Koch, Robert S. Feranec, Scott L. Wing y Alan B. Shabel , 2004, “Assessing the Causes of Late Pleistocene Extinctions on the Continents”, en Science, vol. 306, núm. 5693, pp. 70-75 [ Links ]

Bonneuil, Christophe y Jean-Baptiste Fressoz, 2013, L’Evénement Anthropocène. La Terre, l’histoire et nous, Le Seuil (Anthropocène), París. [ Links ]

Cavalieri Paola y Peter Singer Peter (dirs.), 1993, The Great Ape Project: Equality beyond Humanity, Fourth Estate, Londres. [ Links ]

Crutzen, Paul J. y Eugene F. Stoermer, 2000, “The ‘Anthropocene’”, en Global Change Newsletter, núm. 41, pp. 17-18. [ Links ]

Descola, Philippe, 2012, Más allá de naturaleza y cultura, Amorrortu, Buenos Aires. [ Links ]

______, 2014, “Les choix du monde de demain”, ponencia presentada en el coloquio “L’Homme peut-il s’adapter à lui-même?”, Collège de France, 23 de mayo, París. [ Links ]

Fondation de l’Écologie Politique, 2015, “Comment penser l’Anthropocène? Plénières”. Disponible en línea: <Disponible en línea: http://www.fondationecolo.org/l-anthropocene/programme-conference/plenieres >. Consultado el 17 de enero de 2017. [ Links ]

Hamilton, Clive, 2015, “Getting the Anthropocene so Wrong”, en The Anthropocene Review, vol. 2, núm. 2, pp. 102-107. [ Links ]

Hardin, Garrett, 1968, “The Tragedy of the Commons”’, enScience , vol. 162, núm. 3859, pp. 1243-1248. [ Links ]

Hornborg, Alf, 2011, Global Ecology and Unequal Exchange. Fetishism in a Zero-Sum World, Routledge (Routledge Studies in Ecological Economics), Londres y Nueva York. [ Links ]

Lewis, Simon L. y Mark A. Maslin, 2015, “Defining the Anthropocene”, en Nature, vol. 519, núm. 2, pp. 128-146. [ Links ]

Macpherson, Crawford Brough, 2005, La teoría política del individualismo posesivo: de Hobbes a Locke, Trotta, Madrid. [ Links ]

Minguet, Charles, 1969, Alexandre de Humboldt, historien et géographe de l’Amérique espagnole, 1799-1804, François Maspero, París. [ Links ]

Ostrom, Elinor, 1990, Governing the Commons: The Evolution of Institutions for Collective Action, Cambridge University Press, Cambridge. [ Links ]

Palumbi, Stephen R., 2001, “Humans as the World’s Greatest Evolutionary Force”, en Science , vol. 293, núm. 5536, pp. 1786-1790. [ Links ]

Pomeranz, Kenneth, 2000, The Great Divergence: China, Europe, and the Making of the Modern World Economy, Princeton University Press, Princeton. [ Links ]

Welch, James R., Eduardo S. Brondízio, Scott S. Hetrick y Carlos E. A. Coimbra Jr., 2013, “Indigenous Burning as Conservation Practice: Neotropical Savanna Recovery amid Agribusiness Deforestation in Central Brazil”, en Plos One, vol. 8, núm. 12, pp. 1-10. [ Links ]

Whitehead, Peter J., David M. J. S. Bowman, Noel Preece, Fiona Fraser y Peter Cooke, 2003, “Customary Use of Fire by Indigenous Peoples in Northern Australia: its Contemporary Role in Savanna Management”, en International Journal of Wildland Fire, vol. 12, núm. 4, pp. 415-425. [ Links ]

*Este artículo fue generosamente entregado por su autor a Virginia García Acosta, coordinadora de la sección temática de este número de Desacatos, para ser traducido al español y publicado aquí, después de ser presentado en la inauguración del Coloquio “¿Cómo pensar el Antropoceno?”, celebrado en el Collège de France, París, en noviembre de 2015. Disponible en línea: <http://www.fondationecolo.org/l-anthropocene/programme-conference/plenieres>. Consultado el 17 de enero de 2017.

1 Para un punto de vista crítico sobre las causas del Antropoceno, véase Bonneuil y Fressoz (2013).

2Sobre la quema selectiva de sabana, véanse, en Brasil, Welch et al. (2013); en Australia, Whitehead et al. (2003). Por lo que se refiere a la extinción de la megafauna, se considera que 83% de las especies de grandes mamíferos desaparecieron en América del Sur y 88% en Australia después de la llegada de las primeras olas de ocupantes humanos (Barnosky et al., 2004).

3Para una buena síntesis sobre la coevolución de los humanos y el ecosistema forestal en la Amazonia, véase Balée (1989).

4Sobre la huella ecológica enorme, necesaria para dar comienzo a la Revolución industrial, véanse Hornborg (2011); Pomeranz (2000).

5Desarrollé algunas de estas ideas en mi intervención “Las disyuntivas del mundo del mañana” (Descola, 2014).

Recibido: 19 de Septiembre de 2016; Aprobado: 20 de Enero de 2017

Traducción: Ariane Laure Assemat

PHILIPPE DESCOLA es antropólogo, director de Estudios en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París. En la actualidad, ocupa la cátedra de “Antropología de la Naturaleza” en el Collège de France. Egresado de la École Normale Supérieure y de la École Pratique des Hautes Études, ha realizado investigación entre los achuar de Ecuador. Ha publicado numerosos artículos y libros que lo han distinguido en el mundo por sus reflexiones y discusiones alrededor de las relaciones hombre-naturaleza y cultura- naturaleza. Fue coorganizador del Coloquio “Comment penser l’Anthropocène. Antropologues, Philosophes et Sociologues face au Changement Climatique”, realizado en noviembre de 2015 en la sede del Collège de France en París.

ARIANE LAURE ASSEMAT es socióloga, egresada de la maestría pluridisciplinaria en ciencias sociales de la Escuela Normal Superior y la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, en París. Desde hace más de seis años vive entre Francia y México. Trabaja de manera independiente como traductora y correctora de estilo en el ámbito académico y con organizaciones de la sociedad civil. En la actualidad, se dedica a escribir artículos de prospectiva para el medio independiente Mindful News y a seleccionar y traducir contenidos que presentan alternativas pedagógicas, ecológicas y sociales en otras partes del globo para darlas a conocer en el mundo francófono.

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons