INTRODUCCIÓN
Recién declarada la pandemia por el COVID-19 en marzo de 2020, el gobierno estadounidense echó mano del Título 42, una empolvada disposición sanitaria que, en la práctica, operó como un mecanismo más para reforzar el restrictivo régimen migratorio y para endurecer el aparato fronterizo entre México y Estados Unidos. Esta política migratoria de facto tuvo severas repercusiones en aquellas personas solicitantes de protección internacional al incrementar sus riesgos y vulnerabilidades, ya que fueron devueltas a contextos de alta incidencia criminal. Esta disposición también fue instrumentada de manera selectiva, afectando especialmente a personas racializadas y procedentes de países del sur, quienes fueron reafirmadas como una amenaza para la seguridad estadounidense a partir del ordenamiento que activó el Título 42 (U. S. Code Título 42).
Este artículo ensaya reflexivamente una argumentación sobre la naturaleza del Título 42 y las lógicas culturales, normativas y estructurales detrás de las estrategias de contención migratoria que esta disposición implica. A partir de la revisión eminentemente documental y bibliográfica, se colocan tres vías de comprensión para dar cuenta de cómo un procedimiento sanitario ha podido operar como una restricción migratoria: 1) la gobernanza biopolítica y necropolítica global de las migraciones (que afecta de manera especial a personas racializadas y procedentes de países con experiencia colonial), 2) el régimen global de seguridad e inmunización sanitaria (que ha tenido en la pandemia por el COVID-19 su expresión más elaborada) y 3) la creciente securitización de las fronteras (que se basa en la construcción performativa y práctica de amenazas externas donde la figura del migrante se vuelve central).
En el marco de esta discusión, y echando mano tanto de los datos oficiales como de testimonios procedentes de migrantes expulsados de manera expedita por el Título 42,2 se repasa la forma en que, a partir de la pandemia por el COVID-19, una política sanitaria amparada en el Título 42 fue instrumentada al servicio del control migratorio. Además, se revisan los efectos prácticos que esta normativa tuvo en aquellas poblaciones en situación de movilidad y solicitantes de protección internacional.
Los tres ejes señalados ofrecen vías para comprender de qué manera la política migratoria coopera con el mantenimiento y apuntalamiento de un orden general globalizado con base en el funcionamiento de formas contemporáneas de capitalismo y la exclusión de sus amenazas. El Título 42 puede observarse como un mecanismo a través del cual, en contextos de excepcionalidad como la pandemia por el COVID-19, se han puesto en operación estas lógicas contemporáneas de política migratoria. En última instancia, en este artículo se intenta echar luz sobre cómo esta política ha sido un reflejo de que la protección al capital ha prevalecido sobre la protección de los derechos humanos de las personas cuando se trata de gestionar las movilidades globales.
EL TÍTULO 42: UNA POLÍTICA SANITARIA AL SERVICIO DE UN CONTROL MIGRATORIO ALTAMENTE RESTRICTIVO EN LA FRONTERA MÉXICO-ESTADOS UNIDOS
Las ciudades localizadas en la frontera norte de México han observado las transformaciones de los movimientos migratorios que han pasado sobre ellas en los últimos 40 años y, consecuentemente, también han atestiguado la gestión de los flujos poblacionales que las transitan donde la constante han sido las restricciones fronterizas (Del Monte Madrigal, 2021). De ser consideradas como ciudades de paso durante los flujos migratorios durante las décadas de los años setenta, ochenta y noventa, pasaron a considerarse como ciudades de retorno e integración de aquellos expulsados por el gobierno estadounidense durante las administraciones de Bush, Obama y Trump. Finalmente, dichas ciudades se ubicaron como espacios de contención en los que las poblaciones solicitantes de protección internacional eran retenidas a la espera del procesamiento de su solicitud o eran devueltas a México bajo la prerrogativa del Título 42.
Como resultado de procesos históricos y coyunturales, en los últimos años –especialmente los de la pandemia– estas ciudades se han caracterizado por albergar diversos perfiles migratorios cuyas necesidades se traslapan saturando los sistemas de acogida: migrantes en tránsito, deportados, solicitantes de asilo en Estados Unidos, refugiados en México, desplazados internos de manera forzada y menores no acompañados, entre otras personas en situación de movilidad. La dificultad para otorgar asistencia a estas poblaciones y los riesgos a los que se enfrentan se han agravado con la puesta en operación del Título 42.
El Código de Estados Unidos compila la legislación federal estadounidense y la clasifica por tema en 53 títulos, de los cuales el Título 42 es el compendio que norma los asuntos vinculados con los derechos civiles, la salud pública y el bienestar social en dicho país. Dentro del Título 42 está codificada la Ley del Servicio de Salud Pública emitida a mediados de 1944, a partir de los diversos brotes epidémicos de fiebre amarilla, cólera y tuberculosis sucedidos en la primera mitad del siglo XX, y que sigue vigente actualmente. En función de la prevención de enfermedades altamente contagiosas, en el Título 42 se establece la normatividad para implementar cuarentenas sobre los ingresos al país de cualquier persona (U. S. Code Título 42).
En los últimos meses, hablar del Título 42 ha significado hacer alusión a esa disposición que limita el ingreso de los solicitantes de protección internacional a Estados Unidos bajo el argumento de la protección ante la pandemia por el COVID-19. Sin embargo, la disposición enarbolada por el gobierno estadounidense está en la fracción 265 de dicho título, que reza:
Siempre que el Cirujano General determine que, debido a la existencia de cualquier enfermedad contagiosa en un país extranjero, existe un grave peligro de introducción de dicha enfermedad a los Estados Unidos, y que este peligro aumenta de tal manera por la introducción de personas o bienes procedentes de dicho país, que se requiere la suspensión del derecho de introducción de dichas personas y bienes en interés de la salud pública, el Cirujano General, de acuerdo con los reglamentos aprobados por el Presidente, tendrá la facultad de prohibir, total o parcialmente, la introducción de personas y bienes procedentes de los países o lugares que él designe para evitar dicho peligro, y por el período de tiempo que considere necesario para tal fin (U. S. Code Título 42) [traducción propia].
Es patente que la fracción 265 alude a personas en general que puedan introducir enfermedades contagiosas al país sin especificar su ciudadanía. Precisamente, en la discusión legislativa de la Ley de Cuarentena de 1893 (Vanderhook, 2002) –legislación que antecedió a la de 1944– se omitió activamente cualquier referencia a las personas migrantes, pues incluso los ciudadanos americanos representaban un potencial peligro de introducción de enfermedades contagiosas (Guttentag, 2020). La Ley del Servicio de Salud Pública de 1944, vigente en el Título 42, otorgaba a los encargados de la política sanitaria la facultad para asegurar en cuarentena a todo aquel que considerara fuente de contagio, independientemente de su ciudadanía. En ningún momento fue pensada para dar cauce de salida a una población foránea específica.
El 20 de marzo de 2020, recién declarado el COVID-19 como pandemia por la Organización Mundial de la Salud (OMS), los Centros de Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés), pertenecientes a la Secretaría de Salud y Servicios Humanos del gobierno de Estados Unidos y protagonistas del manejo de la pandemia por el COVID-19, establecieron un ordenamiento sanitario que recuperó dicha fracción del Título 42 pero que operó al servicio del control migratorio. La “Orden que suspende el derecho a introducir a ciertas personas de países donde existe una enfermedad transmisible sujeta a cuarentena”3 apuntó sus esfuerzos hacia toda persona que se congregara en instalaciones federales aduanales o migratorias cuando ingresara al país. Dicho ordenamiento fue la autorización de facto para suspender cualquier intento de ingreso indocumentado a través de las fronteras terrestres, así como para solicitar protección internacional:
Esta orden se aplica a las personas que viajan desde Canadá o México (independientemente de su país de origen) y que, de otro modo, se introducirían en un lugar de concentración en un Puerto de Entrada (PE) terrestre o en una estación de la Patrulla Fronteriza en las fronteras de Estados Unidos con Canadá y México o cerca de ellas, con sujeción a las excepciones que se detallan más adelante (Centers for Disease Control and Prevention [CDC], 2020).
El peligro para la salud pública que supone la introducción de dichas personas en lugares de concentración en o cerca de las fronteras es la piedra angular de esta orden.
Dicho ordenamiento, basado en el Título 42, excluyó de ingresar a Estados Unidos solo a aquellas personas que cruzaban la frontera terrestre y que, en consecuencia, estarían hacinadas en instalaciones federales estadounidenses. Sin embargo, la orden declara expresamente que el objetivo de esa normativa:
(…) serían normalmente extranjeros que buscan entrar a los Estados Unidos a través de los puertos de entrada que no tienen los documentos de viaje adecuados, extranjeros cuya entrada es contraria a la ley, y extranjeros que son aprehendidos en o cerca de la frontera que intentan entrar ilegalmente a Estados Unidos desde los puntos de entrada. Esta orden pretende abarcar a todos estos extranjeros (CDC, 2020).
Como puede observarse, la orden expresamente diferencia la categoría de no-ciudadanos como aquellos a los que se les restringiría el paso.
Para que no quede duda, bajo el amparo de este ordenamiento la Patrulla Fronteriza solicitó a sus agentes devolver de manera expedita a estas personas dejándolas sin oportunidad de solicitar protección internacional, lo que va en contra de lo establecido en la regulación estadounidense relativa al refugio (Lind, 2020). Es claro que las personas migrantes y solicitantes de protección internacional han sido el objetivo de esta orden.
El Título 42 era una normativa que ya se había explorado durante la administración trumpista previa a la pandemia. Stephen Miller, consejero principal de Trump en materia migratoria, ya había intentado enarbolar esta normativa cuando emergieron brotes de influenza en las instalaciones de la Patrulla Fronteriza (Human Rights Watch, 2021). Según Dickerson y Shear (2020), el origen de esta política que utiliza normativas sanitarias como método de control migratorio no proviene de preocupaciones sanitarias sino de políticas xenófobas y excluyentes que la Casa Blanca tenía en ese momento.
El llamado de buena parte de la comunidad epidemiológica de ambos lados de la frontera ha señalado que la implementación del Título 42 no ha estado basada en evidencia científica pública sino en el intento político de expulsión de poblaciones consideradas no deseadas por la administración (Dearen y Burke, 2020). No fueron pocas las expresiones que evidenciaron la contradicción entre un ordenamiento basado en un argumento sanitario que restringe el paso de ciertas personas en específico –solicitantes de protección internacional en puertos fronterizos–, mientras que se seguía permitiendo el ingreso al país a una enorme cantidad de personas. Es decir, no se estaba apuntando necesariamente a detener la expansión del virus, pues se aplicaban dichas acciones selectivamente. De hecho, a diferencia del argumento enarbolado, su expulsión los podría convertir en probables portadores del virus que pudiera dispersarse de manera transfronteriza (Columbia Public Health, 2020).4
El ordenamiento que activa el Título 42 ha sido enmendado en tres ocasiones por la administración del presidente Biden. En dichas modificaciones se exceptuó de la expulsión expedita a niñas y niños no acompañados. También ha habido varios intentos por acabar con dicha normativa; sin embargo, la discusión está empantanada en una disputa judicial.5
La consecuencia más notoria de la orden para implementar el Título 42 ha sido el rechazo de cientos de solicitantes de protección internacional, a pesar de que dicha acción es violatoria del principio de no devolución (non-refoulment) que está establecido tanto en la Convención del Estatuto de Refugiados de 1951 y de la Ley de Refugio estadounidense (CIDH, 2015). Aquellos solicitantes de protección internacional que fueron expulsados por el Título 42 tuvieron pocas posibilidades para argumentar sus temores de persecución al ser devueltos. Durante la etapa de emergencia de la pandemia, la Patrulla Fronteriza restringió casi toda posibilidad de ofrecer un argumento a los oficiales de campo y otorgó discrecionalidad y prerrogativa a sus oficiales para determinar la credibilidad razonada de los argumentos (Lind, 2020). Aunque la expulsión expedita bajo el Título 42 no implica un proceso de deportación, no ha sido claro cómo se utilizan los datos que ha recopilado Aduanas y Protección Fronteriza sobre estas personas (American Immigration Council, 2021).
Al momento de elaborar este documento, a casi tres años de declarada la pandemia, Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos registró más de cinco millones de encuentros –la manera en que ellos llaman a las aprehensiones de migrantes– en la frontera sur de Estados Unidos. De estos encuentros, la mitad fueron procesados por la autoridad migratoria, lo que en la gráfica 1 se denomina Título 8, y la otra mitad han sucedido a partir del Título 42.
Fuente: Del Monte Madrigal (2022) con base en los datos de U. S. Custom and Border Protection (2020, 2021, 2022). Actualización bimestral propia hasta octubre de 2022.
Aunque los números se han emparejado a tres años de declarada la pandemia, es posible observar en la gráfica que, durante los dos primeros años de la emergencia sanitaria (2020 y 2021), el número de migrantes devueltos a México según la disposición del Título 42 ha sido considerablemente mayor al realizado a partir de las violaciones a la norma migratoria del Título 8. Esto apuntala el argumento de que el Título 42 ha sido utilizado como una forma de control migratorio en un contexto de excepcionalidad como la pandemia en cuestión. Es hacia la segunda mitad de 2022 que se empieza a notar cómo las devoluciones a partir del Título 8 vuelven a repuntar por sobre las expulsiones del Título 42 y, sin embargo, estas últimas siguen contándose por cientos de miles, a diferencia de lo que sucedía con aquellas relacionadas con el Título 8 a principios de la pandemia. En ese sentido, el Título 42 ha continuado utilizándose como una política migratoria de facto a la par de las devoluciones del Título 8.
Para aclarar, durante 2020 y 2021 el abultado número de los datos vinculados al Título 42 no hace referencia directa a la cantidad de migrantes devueltos, sino que se registra el número de aprehensiones de migrantes, lo cual puede aludir a que una persona intentó varias veces cruzar debido a que bajo el Título 42 no se expulsa formalmente mediante un proceso de deportación. Sin embargo, interpretado en otro sentido, el efecto disuasorio buscado por el Título 42 bajo argumentos sanitarios no solo no ha sido efectivo, sino que incentivó los intentos de cruce, incrementando las posibilidades de contagio.
Para entender el significado de la implementación del Título 42 en Estados Unidos como una restricción migratoria, es preciso colocar tres vías de comprensión que, si bien están entrelazadas, se revisan analíticamente de manera separada con miras a un señalamiento puntual de los mecanismos de operación de dicha normativa: la gobernanza biopolítica y necropolítica global de las migraciones, el régimen global de seguridad e inmunización sanitaria, y la construcción de amenazas en el marco de la securitización de las fronteras nacionales. Posteriormente, se apuntarán algunos efectos de esta política en la vulnerabilidad persistente que experimentan las personas migrantes.
Biopolítica y necropolítica en la gobernanza global de las migraciones
La gobernanza internacional de las migraciones alude al carácter global del fenómeno migratorio, donde se aboga por el hecho de que la gestión de las movilidades humanas supere los marcos internos de procesamiento para ubicarlos en un esfuerzo multilateral (Ghosh, 2000; Mármora, 2002; Castro Franco, 2016). El régimen internacional de migración está basado en la idea de una movilidad ordenada, impulsada desde los años noventa por diversas agencias internacionales de desarrollo, y ha encontrado su epítome expresivo en el Pacto Global para la Migración Segura, Ordenada y Regular adoptado en 2018 por una mayoría de estados miembros de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El enfoque de la gestión migratoria instaurado en estos esfuerzos se basa, en resumen, en la gestión y regulación de las migraciones de manera ordenada y multilateral, así como la administración y canalización eficaz de los flujos migratorios. En general, en este enfoque prevalece el procesamiento administrativo y la gobernanza multilateral a partir de un entramado de dispositivos legales, infraestructuras de gestión migratoria y fronteriza, así como agentes estatales y privados instrumentando prácticas de recepción y procesamiento.
Sin embargo, lecturas críticas de este régimen de gestión migratoria global señalan la necesidad de interpretar estos esfuerzos a la luz de su vinculación con formas neoliberales de control y gobierno de la migración. Una relación que subsume connotaciones tecnocráticas, utilitaristas, economicistas, disciplinarias, biopolíticas y necropolíticas sobre el manejo de la movilidad humana entre países, relegando a segundo plano los derechos humanos de las personas migrantes, y que, en última instancia, deviene en un régimen global y violento de control de las migraciones (Overbeek, 2002; Mezzadra, 2005; Geiger y Pecoud, 2010; Estévez, 2020; Varela Huerta, 2020; Domenech, 2017; Ortega, 2022).
Estas posturas críticas de inspiración postestructuralista están preocupadas por el ejercicio del poder y control migratorio y fronterizo en el marco del establecimiento de un sistema social subordinado al funcionamiento de un orden económico global. En buena medida, emergidas de un marco interpretativo foucaultiano donde el poder se ejerce a partir de la conducción y el dominio de las conductas. El interés analítico de estos planteamientos se centra en la regulación y el control como instrumentos centrales del ejercicio del poder, especialmente en los mecanismos reguladores de los procesos biológicos de la población por parte del Estado, que responden a intereses economicistas y excluyen violentamente a poblaciones asociadas a determinados aspectos fenotípicos y sociales, deviniendo en gestiones raciclasistas de la población migrante.
La regulación migratoria, instaurada en el gobierno global de las migraciones, administra, controla, construye y expulsa de ciertos países a las personas en situación de movilidad con base en dispositivos biopolíticos, de manera que sea funcional para la reproducción del sistema económico capitalista global (Ortega, 2022). Estos dispositivos encuentran en las fronteras nacionales un entramado sociopolítico donde se instrumenta el filtrado, la selección, el ingreso y la permanencia de personas en situación de movilidad y búsqueda de protección internacional, constituyendo un régimen de fronteras al servicio del funcionamiento económico global liderado por países desarrollados, en el que se construye la legalidad o ilegalidad de las personas migrantes (Casas-Cortes et al., 2014). La externalización de las fronteras, manejada en el discurso del gobierno global de las migraciones como “mecanismo de cooperación”, es quizá la expresión más clara de cómo se cristaliza un régimen biopolítico de fronteras. A través de los acuerdos con los que se traslada a migrantes y solicitantes de asilo no deseados en Estados Unidos o en Europa, hacia “primeros países de llegada” o “terceros países seguros” como Turquía, Grecia, Malta, México, Guatemala o El Salvador, se eluden responsabilidades de protección internacional (Ortega, 2022). Los Protocolos de Protección al Migrante en México y el Título 42 implementados en Estados Unidos responden a este tipo de gestión migratoria.
La violencia en múltiples dimensiones (estatal, neoliberal, patriarcal, colonial) involucrada en el régimen global de control migratorio, especialmente en contextos asociados a países con experiencia colonial, ha impulsado a pensar, de la mano con los mecanismos regulatorios del control de la vida de las personas migrantes, la forma en que también se administra el terror y la muerte de las poblaciones en situación de movilidad (Estévez, 2020; Varela Huerta, 2020).
La perspectiva necropolítica (Mbembe, 2011) señala entonces que, además de la regulación de la vida, la administración de la muerte se utiliza como dispositivo de gobierno en el mantenimiento del régimen neoliberal globalizado y que opera a partir de construir y reconocer las subjetividades de los pueblos colonizados (y con ello gran parte de las poblaciones migrantes) no solamente dóciles, como Foucault planteaba, sino también paradójicamente como productivos y descartables a la vez. Personas migrantes son utilizadas para el trabajo agrícola masivo o para megaproyectos de desarrollo y construcción de infraestructura, pero son expulsadas una vez que estos terminan. Masacres y muertes de migrantes ocurren en territorios donde operan lógicas paraestatales vinculadas al crimen organizado; prácticas de contención, vigilancia y exclusión migratoria se ejercen en espacios de confinamiento, enclaves no diseñados para ser habitados donde se agudiza la precarización de poblaciones migrantes desechadas y ahora inmovilizadas, etcétera.
La biopolítica gubernamental migratoria, así, no es opuesta sino constitutiva de la gestión necropolítica de la migración; ya que alude a la forma en que instituciones estatales, leyes y normas políticas, organizaciones de la sociedad civil, mecanismos judiciales y diversas modalidades de burocracia colaboran en la administración de las personas migrantes a través de diferentes estrategias de inclusión selectiva, pero sobre todo de exclusión mayoritaria que, en última instancia, al desentenderse de su responsabilidad de protección, colaboran a precarizar y dejar morir a estas poblaciones (Estévez, 2020). Es decir, por un lado, están los dispositivos legales biopolíticos que judicialmente son operados de manera selectiva con base en el perfilamiento racial y social, y también existen los dispositivos necropolíticos en sus múltiples dimensiones. Desde sus extremos como masacres y feminicidios, pasando por la criminalización del movimiento o la construcción de centros de detención con prácticas penitenciarias, hasta el desentendimiento legal de una responsabilidad de protección asumida.
El Título 42 puede leerse como un mecanismo biopolítico y necropolítico que, en contexto de pandemia, ha operado en la gestión y exclusión multilateral de las movilidades en la frontera México-Estados Unidos, al permitir que agentes fronterizos nieguen procesos de protección internacional de manera selectiva y expulsen del territorio estadounidense a solicitantes de asilo hacia territorios violentos y, por otro lado, al acordar con México y otros países del sur su canalización y asistencia. Tal es el caso de Miriam, una desplazada interna que huyó de Michoacán debido al despojo de sus pertenencias y a las amenazas de grupos de la delincuencia, quien fue retornada a Tijuana bajo el Título 42 cuando intentó solicitar asilo. Ella narra su experiencia:
(…) decidimos quedarnos ahí [en el Chaparral] –compramos una casita de campaña– (…), ahí en el Chaparral es un desmadre, se pelean entre ellos mismos, está muy feo, huele muy mal y uno no aguanta ahí (…) pagábamos 100 o 200 pesos al día para ir al baño. Pagábamos, porque sí hay unos baños –como apoyo– pero no estaban limpios, la verdad. (…) Ahí [en el Chaparral] hay mucho peligro. Se roban a los niños y hay mucho peligro (Miriam, comunicación personal, julio de 2021).
Este testimonio, al igual que aquellos recuperados más adelante, ilustra la forma en que el argumento sanitario fue utilizado como instrumento de control migratorio, pues evidencia el riesgo sanitario al que están expuestas las personas que permanecen del lado sur de la frontera. En ese sentido, hay un evidente desentendimiento biopolítico y necropolítico de la protección internacional, así como la puesta en riesgo letal de los cuerpos de poblaciones vulnerables en contextos de alta peligrosidad.
Régimen global de seguridad e inmunización sanitaria
La pandemia por el COVID-19 ha embonado bien con estos mecanismos biopolíticos y necropolíticos de gestión migratoria global, no solo porque los esfuerzos de contención del virus SARS-CoV-2 han sido la coartada faltante para edificar muros administrativos a la migración y al asilo en Estados Unidos, sino porque además estos forman parte de una historia de medicalización de las relaciones internacionales y de la vigilancia epidemiológica impulsada por los países desarrollados, activada con el Título 42 como una forma de inmunización sanitaria ante los flujos migratorios contemporáneos.
La expulsión de poblaciones migrantes por motivos sanitarios en Estados Unidos no es algo nuevo ni es característica de esta pandemia, es una práctica que se ha ejercido desde el siglo XIX y que se ha llevado a cabo de manera selectiva con base en diferenciaciones raciales e ideologías moralizantes y nativistas. Las campañas antichinos en Estados Unidos a finales del siglo XIX, impulsadas por ideólogos nativistas que culpaban a los migrantes de “raza” china de las epidemias como la lepra, la malaria o la varicela –migrantes que sufrieron asedio, segregación, coerción violenta y escarnio público–, tuvieron como corolario en muchos casos la salida de estas poblaciones no solo de los pueblos sino del país, así como la Ley de Exclusión de Chinos de 1882 (Shah, 2001). A principios del siglo XX, reforzando estas ideas nativistas, discursos cientificistas popularizaron la idea de que las diferencias raciales y de grupos nacionales poseían características biológicas innatas. A partir de esto, la intersección entre eugenesia, salud pública y migración llevó a crear sujetos inadmisibles por ser susceptibles a acarrear enfermedades transmisibles y, por lo tanto, se comenzaron a delinear los perfiles deportables según sus características biológicas (Goodman, 2020). A lo largo del siglo XX, migrantes chinos, irlandeses, judíos, italianos, haitianos, mexicanos y de países africanos, entre otras nacionalidades, han sido objeto de políticas de expulsión y/o contención al ser vinculados como una amenaza que ha acarreado diversas enfermedades epidémicas como la tuberculosis, la difteria, la varicela, la fiebre amarilla, el ébola o el VIH, entre otras. Todo esto ha colaborado en la fabricación del estigma del migrante como una amenaza sanitaria que acarrea gérmenes, virus y bacterias desconocidas para los estadounidenses (Kraut, 1994).
Además de advertir estas acciones biopolíticas, racializantes y excluyentes de las poblaciones migrantes con base en argumentos seudosanitarios, es posible dar cuenta cómo es que se organizó desde países del norte una vigilancia epidemiológica internacional con fines de inmunización sanitaria en estos territorios; resultando en una organización geopolítica de la seguridad sanitaria globalizada pero elaborada desde países específicos. Dice Aldis (2008) que la salud es una preocupación en la política internacional que justifica la cooperación global en materia sanitaria, pero con alegatos de seguridad, emerge como parte de un devenir histórico de 200 años donde las políticas sanitarias globales se han expandido con fundamentación en un conocimiento tecnocientífico local –producto de la ciencia hegemónica occidental– que ha sido universalizado por las autoridades médicas internacionales. Al respecto, King (2002) señala que se puede pensar en una hegemonía racista y colonial en materia médica que se coloca como fundamento para que autoridades sanitarias globales puedan intervenir localmente desde ese orden planteado.
La medicalización de las relaciones internacionales se ha desarrollado por diferentes rutas como la diplomacia y la cooperación médica y sanitaria, así como las operaciones tanto militares como las llamadas intervenciones humanitarias (De la Flor, 2018). Son estas vías las que fueron conformando la medicalización de la seguridad y la búsqueda de inmunidad sanitaria al construir, considerar y organizar a las enfermedades contagiosas (ébola, VIH, COVID-19, entre otras) como peligros para la seguridad internacional.
En la década de los noventa, expertos en salud y seguridad estadounidense recuperaron el concepto de “enfermedades infecciosas emergentes”, que el prestigioso virólogo Stephen Morse acuñó en 1989 para reconocer las amenazas virales hacia la salud pública estadounidense y medir los riesgos que representaba el advenimiento de virus poco conocidos para la seguridad nacional y los intereses comerciales de dicho país. Los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés), que tan relevante papel han jugado en el manejo de la pandemia por el COVID-19 en Estados Unidos y el mundo, han sido la agencia nodal en la institucionalización del vínculo entre seguridad y salud. Desde ahí se argumentó que estas enfermedades emergentes virales podrían representar una amenaza tanto a la salud de pública de la nación estadounidense, como sus intereses comerciales, políticos y económicos a nivel internacional (King, 2002).
Puesta a prueba la idea de las enfermedades infecciosas emergentes, los CDC incorporaron los asuntos sanitarios como prioridad de la seguridad nacional estadounidense, de manera que los esfuerzos y recursos de centros de investigación y agencias de seguridad estuvieron enfocados en edificar un procedimiento de vigilancia global que atendiera aquello que era considerado una amenaza para su seguridad. “Así, entre 1995 y 2005 se crearon las dos principales estrategias que componen el actual Sistema de Vigilancia Epidemiológico Global que son el sistema GOARN (Global Outbreak Alarm Response Network) y las preparaciones pandémicas” (De la Flor, 2018, p. 52). Estas estrategias de vigilancia epidemiológica con base en tácticas securitarias, propuestas por los dos gobiernos norteamericanos económicamente más poderosos, fueron asumidas por la Organización Mundial de la Salud (OMS); la cual definió a la seguridad sanitaria global como:
el conjunto de actividades proactivas y reactivas necesarias para reducir todo lo posible la vulnerabilidad a incidentes agudos de salud pública capaces de poner en peligro la salud colectiva de poblaciones que se extienden por diversas regiones geográficas y a través de las fronteras internacionales (OMS, 2007, p. 9).
Un régimen de gobernanza biopolítica se fue construyendo asociado a la narrativa de seguridad sanitaria global y las fronteras nacionales cobraron importancia mayor en la securitización sanitaria, gracias a la presión que los gobiernos estadounidenses y canadienses ejercieron ante la OMS (Davis, 2008; Basile, 2020b). El adjetivo de global en esta estrategia es una manera de universalizar lo que los países hegemónicos consideran como amenazas sanitarias. Evidentemente, según Davis (2008), la gobernanza global como medida para hacer frente a las enfermedades infecciosas emergentes ha beneficiado a los intereses de países de lo que se conoce como el norte global, en tanto que su prioridad es amparar a sus ciudadanos a partir de la vigilancia epidemiológica que permita dejar fuera de sus fronteras a las epidemias. Planteado de esta manera, el dispositivo de vigilancia epidemiológica global sería más bien un instrumento geopolítico que, con la anuencia de la OMS, favorece a los Estados occidentales (De la Flor, 2018).
Si este régimen de seguridad e inmunización sanitaria es orientado globalmente desde la OMS, pero impulsado por el gobierno estadounidense, el panamericanismo sanitario no es la excepción y se puede pensar como un mecanismo regional para organizar la vigilancia epidemiológica y la gestión pandémica, guiado por el interés de mantener en la región la hegemonía política, militar y económica de Estados Unidos. Según Basile (2020a), la idea de panamericanismo encuentra su correlato en las estadísticas epidémicas cuando se habla de “Las Américas” como un todo, pero siempre guiado desde Washington, donde se han organizado campañas verticales para el control y la eliminación de enfermedades en la región.
La relación entre salud y seguridad plantea a la salud colectiva como una forma de mantener la seguridad global. Diversos autores, trabajando desde la epidemiología crítica, han argumentado que el lenguaje médico confluye con la lógica bélica y que son los militares quienes se han encargado, en muchas ocasiones, de instrumentar las intervenciones de seguridad en materia sanitaria6 al enarbolar el lenguaje bélico-militar por igual para posicionarse contra los contrincantes en una guerra o para hacer frente al peligro que significa una enfermedad infecciosa global (Basile, 2020a; De la Flor, 2018; Breilh, 2010). En ese sentido, es posible pensar en una lógica colonial, imperialista y militarista en la construcción de este régimen que sigue operando en la implementación de políticas como el Título 42.
Parrini (2015) señaló, desde un trabajo etnográfico en la frontera sur de México, que los dispositivos médicos funcionan como mecanismos de vigilancia en la frontera para mantener límites sociales y sanitarios, segregando a los migrantes que son construidos como potenciales portadores de peligros para la sociedad local, y que, en gran medida, implica la regulación sanitaria de los cuerpos donde la ciencia médica y el aparato policial se vuelven indistinguibles. Sin embargo, la vigilancia epidemiológica pasa necesariamente por el control de las poblaciones en situación de movilidad, consideradas como amenazas virales. Lo que se convierte en una paradoja de la acción institucional en tanto las corporaciones de seguridad desean excluir del territorio a la migración irregular, mientras que las instituciones médicas precisan de tener un control sedentario al respecto. La diferencia con el Título 42 es que logró borrar esta paradoja al convertirse en una normativa biopolítica que, en discurso y práctica, a la vez excluye a las poblaciones en movimiento y mantiene una vigilancia epidemiológica de estos cuerpos. De manera que, de acuerdo con Mbembe (2019), “esta redistribución de la vida en escalas diferenciables de salubridad e insalubridad, es una dimensión clave de los regímenes de migración contemporáneas” (p. 11).
Los argumentos esgrimidos para activar la fracción 265 del Título 42 responden a este marco de securitización de la salud que iguala amenazas sanitarias con amenazas a la seguridad nacional, lo que evidentemente no solo tiene impacto en la sensible región fronteriza, sino que se coloca al amparo de una lógica de control biopolítico migratorio. Así, las devoluciones de migrantes ocurridas a lo largo de dos años de pandemia bajo la restricción del Título 42 no están relacionadas con ofensas a la normativa migratoria sino con el régimen de seguridad e inmunización sanitaria que, paradójicamente, ha prestado servicios al control migratorio en los últimos dos años.
Es importante mencionar que no todas las personas migrantes y solicitantes de asilo fueron expulsadas bajo el Título 42, sino solamente aquellas consideradas susceptibles de aglomerarse vía terrestre en las estaciones migratorias, es decir, personas empobrecidas proveniente de países de Centroamérica, América del Sur, el Caribe y África, según los CDC (2020). Para quienes viajaban con recursos en avión o barco, esta norma no era aplicable. La diferencia raciclasista ha sido notable respecto al trato preferencial que han recibido las personas solicitantes de asilo provenientes de la guerra ruso-ucraniana, donde ha sido posible observar, durante marzo de 2022, cómo es que a la par que a estas poblaciones provenientes de Ucrania se les da acceso inmediato sin que les aplique el Título 42, a personas provenientes de países del sur global se les ha negado el ingreso bajo esta prerrogativa. Esto puede ser interpretado bajo la lógica inmunitaria planteada por Roberto Esposito (2006) en la que se “inmuniza” al cuerpo del Estado con dosis de migrantes que se consideran no peligrosos, empatados racialmente o simplemente adecuados para la reproducción del sistema económico. Aquellos migrantes empobrecidos han sido considerados como una amenaza para la seguridad del país del norte, y han sido expulsados del mismo, a pesar de los riesgos que ello conlleva.
La construcción de amenazas y la securitización de las fronteras
De acuerdo con el filósofo camerunés Achille Mbembe (2019), a la vez que se viven tiempos de entrelazamiento planetario donde se da más que nunca la proximidad y la exposición a otros cuerpos a partir de procesos globalizantes que apuntalan las formas contemporáneas de capitalismo, también se habita en una época de fuertes procesos de contracción, contención y cerramiento que tienen como corolario la división de regiones, el levantamiento de muros y procesos de fronterización. A través de estos últimos, ciertos espacios se transforman en lugares imposibles de cruzar para poblaciones indeseables –que regularmente han pasado por procesos de racialización y provienen de países con experiencia colonial–.
Esto es así, según Mbembe (2019), porque la experiencia de proximidad y cercanía es vista no como una posibilidad u oportunidad sino como un riesgo exacerbado para la reproducción del sistema social, político, económico y cultural. Esto ha tenido como resultado la erección de muros y enclaves de segregación cuya función es desacelerar y/o frenar el movimiento de ciertas poblaciones para así gestionar el riesgo de la cercanía. La seguridad nacional, por lo tanto, es la razón más aducida para justificar el compromiso de ciertos países –como Estados Unidos– con el reforzamiento de las fronteras.
La securitización de las fronteras contemporáneas es un proyecto paralelo que apuntala y consolida el funcionamiento de un modelo neoliberal globalizado, impulsado desde países occidentales, que ha generado y agravado escenarios de desigualdad a lo largo del mundo. Según Brown (2019), la razón neoliberal que predominó en las últimas décadas del siglo XX –siendo transversal a una multiplicidad de esferas legales, sociales, políticas e incluso culturales–, fue un catalizador para desarrollos agudos de desigualdad social fundamentados en criterios raciales, coloniales, sexuales, entre otros. Bigo (2002) menciona, en este mismo orden de razonamiento, que la securitización de la migración tiene como fundamento un planteamiento político-simbólico instalado en territorios específicos sometidos a los resultados del modelo de gestión neoliberal: un desánimo estructural delineado por narrativas personalistas en las que la libertad va a hacerle frente a aquello que amenaza sus alcances y, por tanto, aquello que se delinea como un riesgo hacia la seguridad: todo lo que no es de aquí, lo desconocido, lo ajeno.
Según la Escuela de Copenhague, la securitización puede pensarse como un acto de habla performativo austiniano. Es decir, no se debe pensar el discurso de la seguridad desligado de la práctica puesto que, cuando algo se enuncia discursivamente como un tema de seguridad, hay un proceso paralelo en el que se actúa en consecuencia, especialmente si las condiciones del contexto están colocadas para que así sea (Buzan et al., 1998; Vigneau, 2019). Desde este punto de vista, al nombrar una situación o una dinámica específica como riesgosa para la seguridad, esta se tornará insegura en la práctica, sobre todo cuando hay una sincronía entre la ideología política y el contexto en que se desenvuelve este discurso. Este planteamiento ofrece herramientas analíticas para pensar de qué manera la implementación del Título 42 ayudó a fabricar la visión de las personas migrantes como una amenaza para la seguridad nacional estadounidense en un contexto de pandemia. Esto ha tenido consecuencias directas en el refuerzo de la seguridad fronteriza y el devenir bionecropolítico de la gestión migratoria contemporánea.
De acuerdo con Buzan et al. (1998), teóricos prístinos de la securitización se pueden plantear tres características sobre la seguridad: 1) la identificación de un riesgo, 2) el sentido de urgencia para combatirla, y 3) el imperativo de la excepcionalidad de medidas para hacer frente al riesgo y a la amenaza. La securitización, en un sentido político, se pone en funcionamiento desde un andamiaje perpetuo y paralelo de acciones públicas, narrativas culturales, prácticas sociales y elementos contextuales –que, por supuesto, no se suceden linealmente, por lo que pueden analizarse mediante diversas fases de reafirmación, intensificación o relajación– (Bourbeau, 2011). Por otro lado, la securitización es también un proceso relacional, según una concepción sociológica (Balzacq, 2011; Vigneau, 2019), lo que significa que el decreto de amenaza, riesgo o inseguridad de un objeto no es parte de su esencia ni universal, ni algo dado o indeleble, sino que, en tanto proceso relacional, se elabora en la interacción de diversas posiciones de poder.
La securitización se puede entender, entonces, como un proceso
intersubjetivo, intencionado o no, a través del cual un objeto se constituye como un asunto de seguridad, a través del efecto combinado del discurso, las prácticas y el contexto, requiriendo el uso inmediato de mecanismos de defensa o de control (Vigneau, 2019).
En consecuencia, con la securitización de las fronteras nacionales se alude al proceso interactivo a través del cual ciertos factores externos, como la migración o las enfermedades virales –pero también el terrorismo o el narcotráfico–, se construyen como una amenaza para la seguridad de un país y su sistema político y productivo, lo que activa procesos de reforzamiento estructural del aparato fronterizo.
La historia del endurecimiento y la securitización de las fronteras entre México y Estados Unidos puede ser leída en ese sentido, pues a la par de analizar los procesos estructurales, sociales y políticos que las reforzaron,7 también puede observarse cómo es que se construyeron paralelamente los enemigos, los riesgos o las amenazas externas que debían combatirse o excluirse del territorio: terroristas, narcotraficantes, migrantes indocumentados, enfermedades infecciosas emergentes, etcétera (Del Monte Madrigal, 2021).
Por supuesto, todos estos procesos y estrategias por parte de Estados Unidos, como lo demuestra Leo Chavez (2013), han estado apuntalados por una narrativa de la amenaza latina que se ha enarbolado en la esfera pública a lo largo de las diferentes etapas. Estas formaciones discursivas han construido la imagen de los migrantes como extranjeros ilegales que se niegan a la integración nacional al mantener su lenguaje y prácticas culturales vigentes aun estando en el lado estadounidense, por lo que se consideran como una fuerza invasora.8 Como puede observarse, el reforzamiento de fronteras es un engranaje de acciones políticas y discursivas en perpetuo devenir, que construye su seguridad con base en el rechazo de lo ajeno como peligroso.
Dice Mbembe (2019) que una de las grandes contradicciones del orden liberal es la tensión existente entre la libertad y la seguridad. La sociedad que prioriza su seguridad busca disolver todas las incertidumbres que pondrían en riesgo su asumida libertad. Es por ello que los recién llegados deberán ser examinados con miras a exterminar cualquier riesgo potencial. Lo que nos permite pensar, junto con el filósofo camerunés, que “el objetivo de una sociedad securitaria no es afirmar la libertad, sino controlar y gobernar los modos de llegada” (Mbembe, p. 12). La multiplicación de tecnologías para reforzar las fronteras, así como las disposiciones normativas de las cuales echar mano para ello, como el Título 42, colaboran de manera discursiva, performativa y práctica en la reclasificación de las personas migrantes en categorías deseables o indeseables y, por lo tanto, se instituyen en dispositivos biopolíticos constructores de amenazas externas, dejando a las poblaciones solicitantes de protección internacional a la deriva en escenarios de terror y violencia.
La necrosecuritización alude al proceso en que la muerte de unos –especialmente de personas racializadas– es promovida como medio para asegurar la vida de otros (García Flores, 2021). En su desarrollo conceptual, la necroseguridad es la contraparte de la bioseguridad, que se enfoca en asegurar la vida en contra de amenazas biológicas a través de borrar la línea entre las prioridades de salud pública y las de las fuerzas armadas. Por el contrario, la necrosecuritización implica la promoción de la muerte para anticiparse a otras muertes, se trata de asegurar la vida de poblaciones valoradas socialmente como dignas a través de una especie de contrafuego con indeseables, es decir, de la exposición al daño de poblaciones sacrificables. En ese sentido, algunas muertes significan más salud para algunos grupos considerados socialmente merecedores y normativamente mayoritarios (Lincoln, 2021).
Aunque este concepto pudiera ser la derivación conceptual de los tres ejes expuestos anteriormente, me parece que la lógica que instrumentaliza la muerte –la necroseguridad– no se ajusta completamente a la dinámica del Título 42. El hecho de que se exponga a las poblaciones provenientes del sur a riesgos de muerte con su expulsión se hace con el pretexto de salvaguardar la supuesta amenaza biológica, pero en el fondo es producto de un cálculo político para reforzar el control migratorio en tiempos de excepcionalidad pandémica. En todo caso, este ordenamiento puede pensarse en el umbral de ambas lógicas, tanto biosecuritarias como necrosecuritarias ya que se acerca al lenguaje bélico y busca contener amenazas biológicas en el ámbito del cálculo político, pero también expulsa a poblaciones hacia lugares donde son más vulnerables y, por lo tanto, están expuestas a mayores amenazas, incluida la muerte.
Consecuencias del Título 42 en Poblaciones en Situación de Movilidad
Uno de los corolarios de las acciones biosecuritarias y necrosecuritarias de las expulsiones amparadas en el Título 42 está relacionado con el aumento de la vulnerabilidad de los solicitantes de asilo ante los riesgos vinculados con la violencia y la criminalidad en México. A pesar de que se ha documentado que los Protocolos de Protección al Migrante (MPP, por sus siglas en inglés) han colocado en una situación de vulnerabilidad y desesperanza (Miranda y Silva Hernández, 2022) a los solicitantes de protección internacional varados en la frontera, la organización Human Rights First (2021) documentó, hasta agosto de 2021, más de 6 300 agresiones con violencia hacia personas solicitantes de asilo o a las que habían sido devueltas a México bajo el Título 42. El dato no es menor, pues da cuenta de un aumento cuatro veces mayor a las agresiones detectadas durante los años de la implementación de los MPP.
Además de estas agresiones, para los migrantes es imposible contar con la protección de las instituciones de seguridad. Un migrante que regresó a México en febrero de 2022 relató que, tan pronto como entró a México, fue abordado y maltratado por la policía municipal: “me pusieron de cabeza (...), me robaron el dinero y me golpearon las rodillas y las manos. Estoy adolorido, me tiraron al suelo” (Humanizando la Deportación, 2022). En vez de otorgar certidumbre y protección, los agentes policiales han pasado a percibirse como una fuente de riesgo y violencia para ellos mismos.
Por otro lado, la organización WOLA (Isacson, 2023) documentó cómo en los últimos tres meses de 2022 y el primero de 2023, los albergues para migrantes en la ciudad de Tijuana sufrieron un alarmante aumento de ataques, amenazas y hostilidades que no solo ponen en riesgo la seguridad de las personas migrantes atrapadas en dicha frontera (muchas de ellas a partir de las expulsiones expeditas del Título 42), sino que las hace vulnerables a la delincuencia organizada.
La puesta en operación del Título 42 ha significado también volver a colocar en contextos peligrosos a personas desplazadas de manera forzada precisamente por la violencia en sus contextos de origen, tal como relata Zoila, quien procedente de Honduras, huyó de Ojinaga para llegar a Tijuana, donde volvió a ser maltratada una vez devuelta a México bajo el Título 42.
En Ojinaga me quisieron secuestrar a mi bebé (…) me dijeron que estaban enfadados conmigo porque una madre no abandona a sus hijos, aunque yo estuviera embarazada y no me mataron porque me dijeron que no matan frente a niños (…) por eso me vine para acá a Tijuana (…) llegando estuvimos viviendo en El Chaparral, pero ahí me asaltaron y me robaron mis credenciales, ya ahí una mujer me dijo que me viniera para acá al albergue (Zoila, comunicación personal, julio de 2021).9
Este testimonio apuntala al hecho de que el Título 42 ha sido un mecanismo biopolítico y necropolítico de gestión migratoria. Sin embargo, es quizá el caso de Kenia el que mejor ejemplifica el peligro que representa quedarse o ser devuelta al lado mexicano, pues ha experimentado agresiones tanto de grupos delincuenciales como de elementos policiales.
De Honduras salí por extorsión (…) nos daban dos días para pagar la cuota (…) era una organización de allá, Maras y pandillas (…) [en el tránsito] los problemas empezaron en Veracruz. Nosotros estábamos esperando un bus cuando llegaron unas personas y nos agarraron y vendaron los ojos (…) ahí estuvimos ocho días (…) cuando salimos y estábamos en el bus nos agarraron de nuevo. Nos agarraron los federales. Yo pensé que íbamos deportados. Prácticamente fue un secuestro porque nos tuvieron dos días en medio del bosque aguantando frío y sol (…) hasta que mi primo les mandó dinero (…) [después de intentar cruzar a Estados Unidos]. No sabíamos ni por qué nos habían expulsado, cuando mi esposo preguntó “fuiste expulsado bajo el artículo 42”. Ahí en la garita nos dieron de comer y nos hicieron un papel para circular aquí, un permiso, nos subieron en un bus y llegamos aquí (Kenia, comunicación personal, julio de 2021).
En los testimonios de personas que fueron retornadas a México bajo el Título 42 se observa que una experiencia constante es enfrentarse a un amplio espectro de violencias –por parte de grupos delictivos, de autoridades, de algunos sectores sociales y violencias familiares– que han tenido que sortear ya sea en sus lugares de expulsión o en su tránsito por México. En buena medida, son estas violencias las que han orillado a estas personas a emprender el camino migratorio en busca de protección internacional y las que, sin embargo, están siendo retornadas y colocadas en una situación de alta vulnerabilidad.
Como puede verse, el Título 42 se estableció como un mecanismo que precarizó y dejó en alto riesgo de consecuencias fatales a las poblaciones que huían de violencias y terrores. En ese sentido, Human Rights Watch (HRW) ofreció pistas para comprender qué es lo que hay detrás de la puesta en práctica de esta orden cuando calificó al Título 42 como “el ejemplo más atroz de cómo las autoridades de salud pública han mal utilizado su autoridad para ayudar a crear políticas migratorias discriminatorias” (Human Rights Watch, 2021).
CONSIDERACIONES FINALES
La implementación del Título 42 estableció de manera muy clara hacia quiénes se dirigía dicha directiva: aquellos que buscaban ingresar de manera indocumentada a Estados Unidos, sin considerar siquiera si eran solicitantes de protección internacional. No toda persona que se hiciera presente en los puertos de entrada de dicho país habría de ser expulsada bajo este mandato, ciudadanos americanos o extranjeros con visado válido han sido exceptuados de dicha directiva. En ese sentido, el Título 42 consideró como una amenaza sanitaria solamente a quienes ingresaran sin documentación –como las personas solicitantes de asilo–, contraviniendo toda evidencia científica y sensatez política respecto a las acciones de contención de la pandemia. Este ordenamiento delinea a estas personas como los únicos vectores de contagio del SARS-CoV-2.
Al expulsarlos, la norma individualizó la responsabilidad de contener la transmisión del virus en las propias personas migrantes, una asignatura que debió ser enarbolada por un Estado respetuoso de los derechos humanos básicos concernientes a la protección internacional y la no devolución. La nación estadounidense privilegió una autocontención sobre el establecimiento de mecanismos de procesamiento migratorio adecuados y de solicitudes de asilo que prevengan la transmisión del virus.
Planteado de esta manera, no es que por sí mismas las personas migrantes constituyan un peligro para las naciones del norte, sino que un sistema las construye como una amenaza con base en sistemas globales de procesamiento migratorio de corte biopolítico y necropolítico, y en un régimen de vigilancia epidemiológica que ha subsumido la salud a la lógica de la seguridad. Por lo tanto, directivas fronterizas en tiempos de pandemia, como las establecidas en el Título 42, han ayudado a delinear de manera clara aquello que representa un riesgo para Estados Unidos. Esto ha tenido un impacto severo al precarizar aún más la vulnerable vida de los solicitantes de asilo y, por lo tanto, ha funcionado para reforzar la práctica y el discurso de aquello de lo que Estados Unidos se debe resguardar.
Ahora bien, la ejecución del Título 42 fue inconsistente con una política de salud transfronteriza ya que, mientras estuvo prohibido el cruce por tierra para todos aquellos viajeros esenciales, para los ciudadanos americanos la frontera estuvo abierta y el arribo por aire y por mar no estuvo vetado para los extranjeros. Dicha restricción de los ingresos al país, basada en argumentos de protección sanitaria, apunta a un manejo político del control migratorio más que a la protección ante riesgos sanitarios. En ese sentido, el Título 42 ha sido una implementación biopolítica y necropolítica al servicio de la inmunización ya no sanitaria, sino migratoria, que ha expulsado a personas vulnerables hacia territorios violentos donde su vida aún corre peligro.