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Sociológica (México)

On-line version ISSN 2007-8358Print version ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.36 n.102 Ciudad de México Jan./Apr. 2021  Epub Sep 13, 2021

 

Artículos de investigación

La Cuarta Transformación: bloques hegemónicos y proyectos nacionales

The Fourth Transformation: Hegemonic Blocs and National Projects

Henio Millán Valenzuela* 
http://orcid.org/0000-0003-0115-0636

* Investigador de El Colegio Mexiquense, A.C. Correo electrónico: <hmillan@cmq.edu.mx>.


RESUMEN:

La mejor forma de comprender el triunfo del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) en México es enmarcarlo en la disputa por la nación que, desde los años sesenta, sostienen los proyectos reformista y neoliberal, ya que ambos fueron apuntalados por bloques hegemónicos distintos. Y aunque Morena pudo construir un nuevo bloque sobre el que reposa su dominio político, éste ha resultado inestable porque se finca en actores cercanos a la ética del proyecto reformista y al reclamo democrático, mientras que el nuevo gobierno muestra compromisos estructurales con el proyecto neoliberal y signos autoritarios, lo que hace dudar de su vocación democrática.

PALABRAS CLAVE: proyectos de nación; bloques hegemónicos; Morena; desarrollo; inestabilidad

ABSTRACT:

The best way to understand the victory in Mexico of the National Regeneration Movement (Morena) is to frame it in the dispute for the nation that, since the 1960s, has been waged by reformist and neoliberal projects, both backed by different hegemonic blocs. And, though Morena was able to build a new bloc on which its political domination rests, that grouping has been unstable. This is because it is rooted in actors close to the ethics of the reformist project and the demand for democracy, while the new administration has structural commitments to the neoliberal project with its authoritarian predilections, putting its vocation for democracy in doubt.

KEY WORDS: national projects; hegemonic blocs; Morena; development; instability

Introducción

El agotamiento de la industrialización mediante la sustitución de importaciones (ISI) fue un hecho técnico y traumático para el desarrollo mexicano. Cuando sucedió -en la primera mitad de los años setenta del siglo pasado-, perdió sus fuerzas endógenas de crecimiento y, desde entonces, ha enfrentado serias dificultades para lograr y mantener tasas altas de dinamismo económico.

Así, las respuestas esgrimidas son dos: la reformista y la neoliberal, son proyectos de nación que, aunque apuntalan recomendaciones de política pública para reanimar el desarrollo, rebasan con mucho el ámbito económico. Se trata de elaboraciones más sofisticadas que proponen un determinado arreglo social, cierta forma de vincular a la ciudadanía con el Estado y, especialmente, una visión de cuáles son los males de México y de cómo deberían de ser resueltos. En este sentido, se acercan al concepto gramsciano de “hegemonía”, entendida como la dirección intelectual y moral que ejerce una clase social sobre el conjunto de la sociedad, al hacer pasar sus intereses particulares como universales (Gramsci, 1980: 57). Dichos proyectos son apuntalados por una coalición, no siempre homogénea, de grupos y actores sociales que conforman un “bloque”, que se alejan del concepto de “bloque histórico” de este autor, que representa la unidad entre la estructura (modo de producción) y las superestructuras (conciencia) de una formación social.

Entonces, se define al “bloque hegemónico” como la alianza entre grupos y actores sociales que se han adherido a una idea o visión del mundo y que se ha conformado con la intención de promoverla cultural y políticamente, con independencia de sus intereses. Esta visión del mundo se encuentra anclada en un ethos colectivo, y no en los intereses que, eventualmente, pueden orbitar alrededor de esa unidad. Se trata de una alianza cultural y moral, antes que de una coalición con propósitos económicos.

La victoria electoral del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) y de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) representan un triunfo de este tipo: un ethos, a partir del cual se aspira a reorganizar la vida social. La cifra inicial que lo llevó al triunfo (53 por ciento de los electores) se elevó a un apoyo de alrededor de 80 por ciento en febrero de 2019 (Aristegui Noticias, 2019); sus decisiones económicas parecen irracionales, pero son respaldadas porque se orientan hacia otros motivos que resultan más caros para la población: el combate a la corrupción, la autosuficiencia, la clausura del dispendio público; y la gente vuelve a creer que es suficiente la ejemplaridad del presidente para sanear al país.

La victoria de Morena es el síntoma de un nuevo bloque hegemónico, que merece ser analizado a la luz de la siguiente pregunta de investigación: ¿cuáles fueron las condiciones que permitieron su conformación y triunfo, y en qué medida esas condiciones permiten adelantar los rasgos de su futuro funcionamiento?

El resultado principal de estas líneas es que el bloque hegemónico morenista es fruto de la pugna entre dos propuestas alternativas de nación: el proyecto reformista y el proyecto neoliberal; específicamente, de la forma en la que fueron derrotados y aupados los bloques históricos que los apuntalaron. Y aunque dicho triunfo representa el regreso del proyecto reformista, el nuevo gobierno que lo encabeza se ha visto obligado a conservar compromisos fundamentales con el neoliberal y con el viejo autoritarismo priísta, de los cuales los más importantes son la conservación de la apertura comercial y, por esta vía, del modelo secundario-exportador, que es el que le dio sentido a la política neoliberal; por otro lado, el intento por recuperar las condiciones políticas del crecimiento mediante la centralización autoritaria del poder. No obstante, estos compromisos son incompatibles con las apuestas de los actores que integran el bloque, lo que arroja serias dudas sobre su estabilidad.

El presente trabajo se organiza en cuatro secciones: en la primera, se exponen las respuestas al agotamiento de la sustitución de importaciones que representaron el proyecto reformista y el neoliberal. En la segunda, se examinan la derrota y el auge de los bloques hegemónicos que los apuntalaron, así como el que posibilitó la victoria de Morena. La tercera, ubica el bloque morenista en las coordenadas históricas trazadas por estos dos proyectos y, a partir de ahí, adelanta algunos rasgos de su funcionamiento. Y por último, se explora el restablecimiento de las premisas políticas de la recuperación del crecimiento económico

Respuestas al agotamiento de la sustitución de importaciones

El agotamiento de la ISI en los setenta suscitó dos tipos de respuesta. Se trata de lo que -en su tiempo- Cordera y Tello (1981) llamaron el proyecto “Reformista” (PR) y el proyecto “Neoliberal” (PN). El ethos al que se asocia el primero otorga preeminencia a lo colectivo-popular y postula un criterio de justicia distributiva solidaria, según el cual el bienestar social debe repartirse lo más equitativamente posible, con independencia de la contribución al logro de ese bienestar.

El ethos del PN ubica al individuo en el centro del quehacer social, económico y político. Lo colectivo debe subordinarse invariablemente a lo individual. Es profundamente meritocrático y postula que el bienestar social debe distribuirse de acuerdo al aporte individual a su consecución. La preeminencia de lo individual sólo puede asegurarse mediante esquemas democráticos de producir el orden.

El eje del PR busca recuperar el espíritu original de la política pública del pacto social cardenista. Los pilares en los que ésta descansaba eran cuatro: a) activismo estatal en la dirección y promoción del desarrollo; b) carácter popular, en su origen y orientación, del Estado de la Revolución mexicana; c) nacionalismo defensivo, fincado en la soberanía sobre los recursos naturales, la autodeterminación de los pueblos y el principio de no-intervención extrajera; y, d) la subordinación al Estado de todos los actores sociales.

Los primeros intentos de poner en marcha el PR los ensayaron los expresidentes Luis Echeverría (1970-1976) y José López Portillo (1976-1982). Sobre todo el primero emprendió una campaña de denuncias contra las desviaciones que había sufrido el pacto social revolucionario, especialmente durante la época del llamado “desarrollo estabilizador” (1958-1970). Se dijo que, a pesar del intenso crecimiento económico y de la estabilidad en las esferas económicas y social, el proceso acentuó la dependencia de Inversión Extranjera Directa (IED) y concentró más el ingreso (Bancomext, 1971).

Las variables con las que se encaró el agotamiento de la ISI fueron la distribución del ingreso y el gasto público, este último fue privilegiado por López Portillo, y ambos, por Echeverría. La mejoría en la distribución del ingreso trataba de reducir la participación de las ganancias en el ingreso nacional, a costa de aumentar la de las remuneraciones salariales. En consecuencia, la administración de Luis Echeverría activó una cruzada de aumentos salariales; alza en los precios de garantía a favor de los campesinos; reparto agrario; controles de precios para atajar la inflación, y un conjunto de medidas que fortalecían el acceso obrero a los bienes de consumo duradero y a la vivienda. Todas estas medidas fueron arropadas por una política de movilizaciones populares, destinadas a fortalecer el debilitado vínculo con las organizaciones obreras y campesinas y a encarar la resistencia del empresariado, al que se le atribuyó la escalada inflacionaria, ausente hasta entonces en la histórica económica reciente.

La administración siguiente (1976-1982) trató infructuosamente de reconciliarse con los hombres de negocios y evitar toda confrontación. La estrategia consistió en abandonar la línea redistributiva y acentuar la expansión del gasto público, como lo muestran la gráfica 1 y el cuadro 1.

Gráfica 1 Composición del Valor Agregado Total 

Cuadro 1 Gasto público y privado: tasas medias de crecimiento real 

1970-1976 1976-1981
% %
PIB 6.2 8.5
Sector público 9.9 23.4
Consumo de gobierno 10.1 7.5
Formación Bruta de Capital 9.6 34.9
Sector privado 5.7 7.2
Consumo privado 5.7 6.8
Formación Bruta de Capital 5.6 9.3

Fuente: Elaboración propia con datos del INEGI (1983).

Como puede observarse, durante el gobierno de Echeverría no sólo la participación de los salarios en el PIB alcanzó su nivel más alto (40.3 por ciento), sino también el correlato de una política de disminución de la porción de las ganancias en el ingreso nacional. Ahí residió una de las contradicciones técnicas y, sobre todo, políticas del proyecto: se acicateó la demanda interna, pero se afectaba negativamente la tasa de ganancia. La primera impulsaba el ingreso nacional, y el segundo efecto inhibía la inversión y los aumentos futuros de producto nacional.

Esta fue una de las razones por las que durante el siguiente sexenio se dejó de lado la política progresiva de distribuir funcionalmente el ingreso, y en su lugar acentuó la estrategia fiscal y optó por una expansión más acelerada del gasto público que la que se había seguido en la administración precedente.

La estrategia fiscal expansiva no tardó en traducirse en fuertes desequilibrios en las finanzas públicas y en el frente externo. De esta forma, los dos gobiernos reformistas experimentaron ciclos de expansión del gasto público, deterioro del sector externo, desplome de divisas, devaluación, políticas fiscales y monetarias restrictivas y, por esta vía, crisis recurrentes. Una vez que las reservas internacionales se restituían, el ciclo volvía a comenzar. El problema era que las crisis se hicieron cada vez más intensas y más frecuentes (Casar, 1982 y 1984; Millán, 1998).

En este contexto entra el PN como solución técnica al agotamiento de la ISI y, al mismo tiempo, como una alternativa al fracaso del ensayo reformista. El proyecto volteó hacia el exterior. Ahora se trataba de crecer por medio de la exportación de manufacturas y de inaugurar lo que pronto se llamaría el modelo secundario-exportador: un patrón de desarrollo que descansaría en la demanda foránea, en lugar de la interna; y que reorientaría la producción de manufacturas, especialmente la de bienes de consumo durable -viejo eje dinámico de la segunda fase de la ISI (Pinto, 1973)- hacia el mercado internacional.

Los dos ejes de política económica que lo activaron fueron la apertura comercial y la reforma económica del Estado. El primero se orientó a desmontar la protección de las actividades económicas, lo que fue fundamental para la ISI. Con la eliminación de los permisos previos de importación, la desgravación arancelaria y la firma de tratados de libre comercio, se buscó el acceso a los mercados internacionales y la estimulación para la productividad doméstica al someter a la economía nacional a la competencia foránea, pero sobre todo, a eliminar el sesgo antiexportador y, por esta vía, favorecer la rentabilidad relativa de la exportación.

Al segundo eje, la reforma económica del Estado, en términos generales, se le reconoce por el retiro estatal de las actividades productivas y sociales; por el arreglo de las finanzas públicas, mediante la eliminación o reducción de los déficit fiscales, y por una política de desmantelamiento de regulaciones, orientada a estimular el libre mercado. La imagen es acertada, pero el objetivo de la reforma consistía en la realineación de los precios relativos, con el fin de facilitar que los mecanismos de mercado actuaran como el expediente más eficiente en la asignación de recursos. Se trataba de estimular la competitividad para encarar la penetración de importaciones y avanzar en la estrategia exportadora.

La intención de estimular la exportación manufacturera rindió frutos muy rápidamente, ya que se convirtió en el componente más dinámico de la demanda y en el motor del crecimiento económico. No obstante, el logro fue acompañado por una contradicción estructural: la necesidad de desmontar la protección comercial para revertir el sesgo antiexportador versus el acentuado desplazamiento de la producción doméstica por bienes foráneos, que la misma desprotección acicateaba. El dinamismo exportador necesitó de la apertura comercial para hacer rentable el mercado externo, pero ésta acabó por des-sustituir importaciones.

La consecuencia de ello fue el abatimiento de la tasa de crecimiento potencial de la economía (Moreno-Brid, 1998), hasta ubicarla en niveles inferiores a los necesarios para absorber los nuevos contingentes que anualmente se incorporaban al mercado de trabajo (Millán, 2005). Se erigió así un severo impedimento a la difusión del bienestar, a lo cual se agregaron otros dos: la ruptura de las cadenas productivas y la pérdida de los “efectos hacia delante” del complejo exportador. La importación de insumos sustituyó a la proveeduría local, lo cual implicaba que este complejo perdía su capacidad de arrastre sobre otros sectores de la economía nacional. Además, con la exportación se fugan al exterior los “efectos de eslabonamiento posteriores” (Hirshman, 1958/1981:105) de los bienes durables, que inducen nuevas inversiones, ya sea para su consumo o su plena utilización. De esta manera, el eje exportador tendió a operar como un sector de enclave, ajeno la dinámica del resto de la economía.

En resumen, los dos proyectos de nación anidaron problemas que dificultaron su justificación mediante una narrativa convincente en torno a su capacidad para propiciar bienestar: el reformista, en virtud de los desequilibrios y las crisis recurrentes; el neoliberal, debido al carácter insular del complejo exportador y al abatimiento del dinamismo económico y del empleo.

Bloques hegemónicos de ida y de regreso

Esta sección está destinada a ubicar triunfo electoral de Morena en las coordenadas trazadas por los bloques hegemónicos que han acompañado a los dos proyectos en disputa.

La derrota inicial del proyecto reformista y el ascenso del proyecto neoliberal

Las preguntas detonantes de esta tarea son dos: ¿por qué fracasó el ensayo reformista de los setenta? y ¿cuáles fueron las condiciones que permitieron el triunfo y ascenso del proyecto neoliberal, a partir de la primera mitad de la década siguiente?

Y adelanto las respuestas. La creciente importancia de las clases medias en la opinión pública, un actor no corporativizable, acabó por desgastar la legitimidad del bloque hegemónico y del sistema político emanados del pacto cardenista, a los cuales se asociaba el proyecto reformista. Y, en segundo lugar, esos estratos medios, en alianza con los empresarios, encontraron que su espíritu modernizador y meritocrático sólo podía prosperar al amparo de una economía de libre mercado, y para lograrlo, era indispensable promover el cambio hacia un régimen democrático, ya que así se procuraba desterrar los síntomas más evidentes del sistema político: el viejo autoritarismo, la apropiación injustificada de rentas y la subordinación de la economía a la política.

La ISI y la urbanización subsecuente diversificaron las estructuras productiva y social. Surgen y se expanden los estratos medios, un agente ajeno -si no es que contrapuesto- a los pilares en los que se sustentaba sistema político: el corporativismo y el presidencialismo metaconstitucional. El primero aportó al Estado revolucionario las bases de su legitimación, ya que desde el gobierno cardenista (Córdova, 1973), aquél tejió una alianza con las masas populares y con los empresarios, articulada por organizaciones gremiales intermedias, que reclamaban para sí el monopolio de la representatividad, los sectores obrero, campesino y burocrático, incorporados al partido oficial y, empresarial, asimilado al esquema corporativo por la llamada Ley de Cámaras de 1936 y 1941 (Arriola, 1997). A cambio de apoyo al Estado, recibirían un flujo de prerrogativas administrado por las necesidades políticas y de acumulación de capital del gobierno en turno.

La sociedad se desenvolvería al amparo de la tutela estatal, pero siempre con el resguardo de los equilibrios en los que reposaba el sistema. Ahí residía el secreto de la estabilidad política. La red de equilibrios entre el Estado y sus aliados -masas populares, por un lado, y empresarios, por el otro- necesitaba arbitrajes permanentes entre las clases sociales y sus organizaciones, pero también entre los actores políticos. El presidencialismo metaconstitucional (Córdova, 1974) fue la respuesta a esta necesidad. Las facultades del Ejecutivo federal provinieron no sólo de la Constitución de 1917 para regular relaciones sociales e internacionales, sino también del dominio que ejerció como jefe de Estado, de gobierno y de partido. Esa capacidad arbitral le confería una autoridad enorme y casi sin contrapesos, pues le permitía: a) ejercerla de forma cuasi-personal; b) dictar órdenes a los otros poderes federales; c) delegarla en -y subordinar a- gobiernos locales y, sobre todo, d) usarla cuasi-discrecionalmente para restaurar el balance social cuando éste se inclinaba hacia un lado no deseado ni impulsado por el propio presidente.

Las clases medias emergentes no cabían en este esquema, ya que por su gran diversidad, no eran corporativizables. Su carácter ubicaba el mérito en el centro de las perspectivas de movilidad social, y contravenía así a tres aspectos medulares del sistema corporativo-presidencialista: el privilegio, la importancia de los vínculos personales y, en consecuencia, la extracción de rentas. Esta triada representaba los nutrientes más importantes de la permanencia y promoción en el sistema político y, en la mayoría de los casos, del impulso a los negocios privados. La movilidad dependía de un privilegio típico de la premodernidad: la cercanía con el poder. Y, por definición, un privilegio es un derecho que no es extensible a todos los demás. Entonces, el sistema estaba diseñado para materializar las ambiciones de quienes gozaban de dicho privilegio y no para posibilitar que el mérito hiciera su tarea. No existía lazo posible entre esfuerzo y bienestar, que es la quinta esencia de la modernidad.

El aparato del Estado se constituyó en el espacio en el que se desplegaba ese privilegio: los puestos eran asignados en función de vínculos personales y motivos políticos, en vez de capacidades, como lo reclamaría más tarde la tecnocracia. La eficiencia era irrelevante para el funcionamiento del Estado que, como espacio del privilegio, no daba cabida a la clase media.

Todos estos elementos constituirían la base más profunda de la crítica que la clase media, en alianza con los empresarios, esgrimiría contra el Estado de la Revolución y su versión recargada: el PR. Éste no sólo entrañaba una expansión del Estado por la vía del gasto público, sino que también implicaba una estrategia política a la cual esa intervención se subordinaba, el reforzamiento de las bases y del esquema corporativos. La política de alzas salariales continuas; de vivienda y consumo obrero; de invasión y reparto de tierras; de crédito agrícola; de subsidio popular; la diatriba antiempresarial; la nacionalización de la banca, etcétera, atestiguan el intento por reforzar y poner al día la alianza del Estado con la masas populares.

Sin embargo, no fue exitoso porque los movimientos de la clase media habían exhibido su carácter no corporativizable y su naturaleza independiente, con relación al tutelaje estatal, lo cual sería un ingrediente que la convertiría en un aliado apetitoso para un actor, hasta entonces, subordinado: el sector empresarial. No obstante, había otra causa más importante, el hecho de que la clase media se había convertido en el núcleo dinámico de la opinión pública; la palestra de difusión y modelación de las ideas, hasta convertirlas en ideas-fuerza. La fuente del consenso se desplazaba hacia estos núcleos sociales y atrás quedaba el suministrado por las masas corporativizadas. La clase media se articulaba por medio de narrativas cada vez más convincentes de cómo funcionaba un México regido por el sistema político priísta, y de cómo podría hacerlo si se le desmontaba. Los relatos apuntaban fundamentalmente hacia la economía de libre mercado, propugnada por los voceros del PN, y hacia el impulso democrático, que desarmaría al viejo sistema corporativo y al presidencialismo metaconstitucional.

Los desastres económicos de 1976 y 1982 ayudaron a precipitar las cosas. La crítica pasó de dirigirse a los gobiernos de Echeverría y López Portillo a conformar una diatriba frontal y articulada contra la intervención estatal. El PR fue desterrado del escenario gubernamental y se recluyó en la izquierda mexicana: primero en el Partido de la Revolución Democrática (PRD), y después en la academia pública y en los actores pre y posmodernos, que han conformado las bases sociales de Morena.

El PN reposó en la alianza entre empresarios y estratos medios. Ambos construyeron el bloque hegemónico que fue clave para destruir el de inspiración cardenista. A partir de ello fue posible usar el carácter nuclear de las clases medias en la opinión pública para construir y difundir una narrativa liberal: neo, en lo económico; democrática en lo político, que operó como pensamiento, si no único, sí hegemónico, en el sentido de que el interés de esas clases medias, en lo particular, y el de México, en lo general, sólo podía ser promovido mediante el impulso previo a los sectores empresariales.

El triunfo de Morena y el nuevo bloque hegemónico: los actores sociales

La lucha de AMLO y de Morena se ha dirigido a quebrar ese bloque hegemónico y a desacreditar la narrativa neoliberal. La ruptura ha reposado en atraer actores premodernos, desplazados por las políticas neoliberales y, fundamentalmente, a dos tipos de segmentos de las clases medias: los de fidelidad incondicional y los desencantados con el régimen neoliberal y el funcionamiento de la democracia. El primer grupo está conformado por los posmodernos, ya que se trata de jóvenes estudiantes y profesores de universidades públicas, de hipsters de las zonas urbanas “progres”, afectos al veganismo, la bicicleta y al new age. Desarrollan un acentuado hiperindividualismo; defienden a toda costa la diversidad biográfica y, por esta vía, la pluralidad cultural; se rigen por principios hedonistas, que relegan las viejas máximas modernas en torno al deber (Lipovetsky, 2002); rechazan la mercantilización de la vida y la naturaleza. Por eso se oponen al consumismo, la prosecución de la ganancia y a casi cualquier atentado contra el medio ambiente. Valorizan el ocio por encima la utilidad marginal del salario vigente.

Estas características los llevan a rechazar a las instituciones democráticas y a las que rigen el libre mercado, dos banderas medulares propugnadas por el bloque neoliberal. Las primeras porque son susceptibles de ser secuestradas por la élite política, que las deforman en una democracia “de, por y para los políticos” (Millán, 2012). Las segundas, por acentuar de forma descarnada la mercantilización de la vida. Se distorsiona hasta el absurdo -nos dicen- su significado profundo a través de la entronización de la economía, que subordina los procesos más íntimos de la existencia humana. La “buena vida” (Sumak kawsai), el antidesarrollo (Sachs, 1996) o el posdesarrollo (Escobar, 2005) devinieron en una narrativa expansiva que debería guiar las acciones del gobierno. No es necesario abundar mucho al respecto para darse cuenta de cuán alejadas están estas visiones de la lógica neoliberal, incluso del personaje icónico que produjo: el yuppi.

El segundo segmento que se desgajó del bloque hegemónico neoliberal fue esa clase media heredera -por su lógica meritocrática y modernizadora- de aquella que, en su tiempo, se alió contra el PR y que fue decisiva en el triunfo de aquel bloque. Los estratos medios modernizadores plasmaron su desencanto con la economía y la democracia en un rechazo contundente a la forma en la que se ejercieron en México. Aunque el gobierno de López Obrador ha interpretado su triunfo como un mensaje de repudio hacia el neoliberalismo, no es seguro que este núcleo social se haya inclinado por esta versión del cambio.1 Antes bien, la decepción obedece a la imposibilidad de las instituciones para desmantelar el sistema de rentas que prohijó el régimen priísta. La mezcla de mecanismos de libre mercado y protodemocráticos, por un lado, y de viejas reglas y prácticas informales, incluida la corrupción, por el otro, arrojó una especie de “Frankenstein” que distorsionó en los hechos las reformas liberales que acompañaron la transición económica y política.

En el terreno económico, contribuyeron al deterioro de la competitividad, necesaria para atajar exitosamente la penetración de importaciones y acicatear el dinamismo exportador. Los índices de educación, sin importar la prueba que los engendraba, exhibieron un “país de reprobados”.2 El carácter rentista se manifiesta en que, a pesar de los escasos conocimientos, los alumnos son aprobados por sus maestros y por el sistema educativo, el cual está diseñado para gestar orden y estabilidad, no aprendizajes.3 La productividad laboral permaneció estancada, y la total de los factores, retrocedió.4 Estos indicadores exhiben cómo el modelo neoliberal se pone en marcha en un entramado institucional fuertemente cargado de elementos premodernos. Por ello, estaba destinado a fracasar, ya que una condición necesaria -aunque no suficiente- para que pudiera difundir el bienestar más allá de las élites directamente beneficiadas, requiere de avances notorios en la productividad. Por supuesto, a los actores pre y posmodernos los asuntos relacionados con la competitividad les tienen sin cuidado. Los primeros porque pugnan por un ordenamiento social que desvincule el bienestar de la productividad marginal y se finque en la extracción de rentas; los segundos, porque su perfil es esencialmente antimeritocrático, y la productividad marginal y la competitividad cobran sentido solamente en función del mérito y el vínculo entre esfuerzo y bienestar.

En el terreno político, los segmentos medios modernos sufrieron el desencanto con la democracia porque fue incapaz de desmontar los viejos vicios del sistema político mexicano; señaladamente dos, la corrupción y la escasa representatividad de las élites políticas. La corrupción dejó de ser funcional al funcionamiento del sistema, y éstas no lo entendieron así. Su función primigenia fue permitir la circulación de las élites, sin provocar asonadas desestabilizadoras. El régimen de la Revolución la convirtió en una fórmula efectiva para procesar la estabilidad política y la disciplina entre sus personeros. Así pasó a ser una práctica legitimada, no sólo entre esa clase política, sino entre el conjunto de la sociedad.

Uno de los mensajes fundamentales de la alternancia fue la mengua de estas prácticas corruptas, ya que la corrupción había dejado de ser útil para el sistema, porque la estabilidad política ya no reposaba en ella, sino en otras fuentes legitimadoras, señaladamente la efectividad y limpieza de las elecciones. Sin embargo, el partido triunfador (Partido Acción Nacional [PAN]) no tardó mucho en abrevar en las mismas aguas, mientras que el regreso de un Partido Revolucionario Institucional (PRI), supuestamente renovado, llevó las cosas al extremo y a dimensiones no sólo cínicas, sino escandalosas. El debilitamiento del Estado y del Ejecutivo federal que acompañó al proceso de transición fue un factor decisivo en el incumplimiento de esta promesa de la incipiente democracia.

El otro problema de esa democracia fue el de la representatividad. Según un índice estimado por Henio Millán (2012), con base en una encuesta aplicada a 1,200 ciudadanos, la clase política registraba una representatividad media de 2.88, en una escala del cero al diez. Cifras muy similares se reproducían para autoridades locales, estatales y municipales, y para funcionarios electos. De este y otros ejercicios estadísticos saca la conclusión de que, tras el “secuestro de la democracia”, se escondían dos tipos de conflicto. El primero -que explica en mucho el triunfo de Morena- lo sostenían todos los actores sociales5 contra la élite política, que al ocupar el espacio del Estado y usarlo para dirimir sus estrechas pugnas, impedía el desenlace del segundo conflicto, el actoral. Más arraigado en la dinámica social, éste refleja la batalla entre modernidad y pre y posmodernidad.

Actores premodernos y clases medias desencantadas permitieron el desgajamiento del bloque neoliberal, constituido en los ochenta. Mientras que es difícil asegurar la fidelidad y permanencia del segundo núcleo, el componente premoderno, el de índole rentista, vinculado al viejo sistema político priísta, que también ha jugado un papel estelar en la victoria de Morena. Se trata de los sindicatos que estuvieron ligados al Estado y, en general, al corporativismo partidario. Además de que lo conforman un número bien localizado de movimientos populares, los cuales han hecho de la protesta una industria orientada a la extracción de rentas, al amparo de demandas de justicia social.

Todos ellos fueron desplazados y castigados por la política neoliberal. El sector obrero y campesino oficiales no pudieron gozar de las concesiones con las que el sistema político justificaba el predominio de sus líderes en virtud de que el reordenamiento de las finanzas públicas y la activación de mecanismos de libre mercado impedían el manejo político de la relaciones obrero-patronales. Asimismo, el carácter más estrecho del pacto social neoliberal, fincado en la alianza estratos medios-empresarios, excluyó a dichos líderes de las decisiones cupulares. Por esta vía, redujo su presencia en cargos públicos y, en menor medida, de representación. Sólo en contados -pero conspicuos- casos se les mantuvieron las prebendas que posibilitaron su enriquecimiento.

El triunfo de Morena y el nuevo bloque hegemónico: la narrativa

La tarea de construir una alianza social con fines de dominación de largo alcance es siempre una lucha entre narrativas. Así lo hicieron los empresarios y los estratos medios cuando vaciaron el discurso de la Revolución e impusieron su visión neoliberal y protodemocrática. Y así lo han hecho ahora AMLO y sus seguidores contra estas formas de organizar la economía, la vida política y el ejercicio de gobierno. Las bases sobre las que se ha construido esta narrativa las aportan los resultados mediocres y ambiguos de ambas líneas de acción.

Primero, el mesianismo, cuya narrativa ha construido la idea de una élite política que, aliada al gran capital, ha conformado una “mafia del poder”. La llegada de la alternancia y de instituciones protodemocráticas posibilitaron la exhumación de esos poderes fácticos, que ahora se benefician sin mayores restricciones de los negocios que propician el libre mercado, la cercanía al poder y la corrupción. Dicha élite se distingue por su escasa representación popular y por el ensimismamiento en la promoción de sus intereses y la de sus socios capitalistas. Es una versión casi textual de la denuncia de Marx y Engels (1948/2000): el Estado como instrumento de la clase dominante.

Sobre esta base, AMLO edifica una legitimidad de tipo carismático. Por lo que vale la pena reproducir la definición de Weber: “De carácter carismático: que descansa en la entrega extracotidiana a la santidad, heroísmo o ejemplaridad de una persona y a las ordenaciones por ella creadas o reveladas [llamada] [autoridad carismática]” (Weber, 1922/2002: 173). Recordemos que en la Biblia el término “santo” quiere decir “apartado”, alejado de todo lo que contamina (Diccionario bíblico, 2018). ¿Y de qué está “apartado” López Obrador? De los vicios y pecados que atraparon a las élites políticas y, en general, a la “mafia del poder”: la corrupción, la traición y el engaño a un pueblo, que no fue representado de conformidad con la promesa de la transición democrática. La creencia en su “honestidad valiente”; la carencia de ambiciones ocultas (“no soy un ambicioso vulgar”) y la desconfianza en la sociedad civil (organizaciones intermedias) sirvieron de base para configurar a un líder que reflejaba la esencia misma de un pueblo mítico: bueno, sabio, siempre traicionado y solamente exaltado por los grandes héroes nacionales.

La segunda columna de la narrativa del nuevo bloque hegemónico fue la diatriba contra el neoliberalismo, la cual se dirigió en tres direcciones: a) su incapacidad para reducir sustancialmente la desigualdad y la pobreza; b) el retiro del Estado como regulador de la esfera social, y c) la mercantilización de la vida. La gráfica 2 reproduce los datos relevantes sobre el primer aspecto.

Gráfica 1 Incidencia de la pobreza y distribución del ingreso 

Tras aumentar drásticamente a raíz de la crisis de 1994-1995, la incidencia de la pobreza se redujo hasta 2006. A partir de entonces, emprende el ascenso que la ubicaría, hacia 2014, en niveles similares a 1992, pero no ha sucedido lo mismo con la distribución personal del ingreso, ya que después de subir entre 1996 y 2000, Índice de Gini6 registra una clara tendencia declinante. Sin embargo, a pesar de ello, no es suficiente para distanciarla de la cifra de 1992. La ambigüedad en el comportamiento de los dos indicadores es un reflejo de la impotencia del modelo de desarrollo para afianzar una tendencia clara. Si se le compara con el año de arranque, resulta obvio que no ha habido avances sustantivos en ambos frentes; pero si se examina lo ocurrido en el medio, sería difícil sostener que el modelo tiende a generar más desigualdad y más pobreza. La conducta errática de alzas y bajas abre la puerta para desvincularla de la dinámica del patrón de desarrollo y de su política neoliberal. Lo que en realidad revela es que ambos no están habilitados para detener el deterioro en los niveles de pobreza y desigualdad, cuando se presentan los fenómenos que lo impulsan.

Resulta importante resaltar que esta ambigüedad sirve a tirios y troyanos. Los abogados del nuevo bloque hegemónico lópez-obradorista destacan el escaso progreso desde 1992, especialmente, el aumento de la pobreza a partir de 2006. Ignoran, frecuentemente, el comportamiento del Índice de Gini desde 2000, y se enfocan en la caída de la participación de los salarios en el ingreso nacional.7 Se configura así una narrativa antineoliberal que presenta a esta política (curiosamente, sin mencionar al modelo secundario-exportador) como una máquina de pobreza y desigualdad.

En segundo término, en la narrativa hegemónica el neoliberalismo no sólo retiró al Estado de la economía y de la esfera del bienestar social, también desmanteló el aparato que permitía ejercer su principal función: la seguridad pública. Cuando no se coludían, las autoridades encargadas de ejercer la violencia legítima del Estado se vieron imposibilitadas de contener la ola expansiva de la delincuencia organizada, de la violencia homicida, de la trata de personas, de los secuestros. El alto grado de impunidad reflejaba esas incapacidades, o lo que es peor, su indiferencia. Esa autoridad, sujeta a la lógica neoliberal, perdía su razón de ser.

El tercer aspecto de la narrativa consiste en presentar al neoliberalismo como la esencia misma del capitalismo descarnado y sin freno. El afán de ganancias penetra hasta los rincones más íntimos de la vida humana y más sagrados de los vínculos personales. El debilitamiento de la acción estatal en casi todas las esferas de la vida nacional permitió que esta narrativa reprodujese esta visión, según la cual se asigna al neoliberalismo el deseo y la capacidad para sujetar casi todas las dimensiones de la vida a los intercambios mercantiles; desde el medio ambiente hasta la destrucción de comunidades por el afán lucrativo de las empresas mineras, pasando por la corrupción de los cuerpos policiacos, el acceso a la justicia, la desconfianza en el otro, etcétera. Es decir, la privatización de los bienes colectivos o de los bienes públicos.

¿De regreso al proyecto reformista?

AMLO ha sabido construir un bloque hegemónico de largo alcance y en aparente expansión, ya que comparte el mismo ethos que el PR, que privilegia lo colectivo sobre lo individual y pugna por una justicia distributiva solidaria. Y al igual que éste, busca conseguirlo mediante el rescate de la intervención estatal y la reconstitución de la alianza entre el Estado y las masas populares (ahora “pueblo”). El abanderamiento de ese ethos se esgrime mediante una diatriba contra el neoliberalismo, que permite presentarlo como el origen de todos los males.

Sin embargo, en el terreno de las acciones lo que se vislumbra es una mezcla entre ambos proyectos, lo que indica, en primer lugar, que es casi imposible regresar al viejo modelo de desarrollo, en sus términos cabales y a la luz del mundo contemporáneo. Es claro que el gobierno de AMLO apuesta por mejorar la distribución del ingreso, pues ya ha dado pasos en este sentido por medio de las alzas salariales y la declarada política de recuperación de este emolumento. Lo anterior propende a abatir la participación de las ganancias en el ingreso nacional. De esta forma, se estimularía el mercado interno y el crecimiento, pero la ganancias empresariales declinarían. El consecuente antagonismo de los hombres de negocios sólo podría amainarse con el impulso a otros factores contrarrestantes: el gasto público, las exportaciones y la reversión de la des-sustitución de importaciones.

El estímulo mediante una política fiscal expansiva parece ser el candidato más probable de la estrategia. Por ahora, se trata de cambiar la estructura del gasto público, sin una reforma tributaria recaudatoria. Sin más impuestos y sin mayor deuda se renuncia temporalmente a un incremento significativo avalado por una reforma fiscal de gran calado. La opción ha sido obligada: reorientación de las erogaciones hacia programas sociales cuasi clientelares (Casar, 2019) y hacia obras de infraestructura energética y ubicadas en el sur-sureste. Los programas sociales nuevos se dirigen a personas que se encuentran al margen de la dinámica económica o que demandan la acción estatal para lograr su inserción. El apoyo es suministrado directamente y sin intermediarios. El argumento del gobierno es la intención de evitar la burocracia y el clientelismo y, sobre todo, la de maximizar el apoyo recibido por el beneficiario.

Con relación a la infraestructura energética y a la destinada a asentarse en el sur-sureste, la estrategia obedece a un doble propósito. Por un lado, pretende reconstruir uno de los aspectos que más contribuyeron al régimen de la Revolución y que fue de los más golpeados por la política neoliberal, el nacionalismo, en su acepción cardenista: nacionalizar. En el pasado, su función principal fue constituir un “nosotros”, que identificaba a los ciudadanos por encima de cualquier facción (O’Donnell, 2004). Ahora: a) recupera la noción de pueblo-nación, pero no anula en el imaginario las diferencias socio-económicas, sino las enfatiza; b) los recursos naturales son de todos y deben de ser protegidos de la ambición extranjera, y c), la mejor forma de cumplir ambos deseos superiores es preservarlos del quehacer privado y entregarlos a la propiedad y/o la regulación estatal. El neoliberalismo emprendió sus baterías contra estas tres dimensiones del nacionalismo revolucionario, y ahora el gobierno de AMLO pretende recobrarlas. Comparte así el sentido con el PR original.

Por otro lado, la orientación del gasto hacia el sur-sureste es un adeudo de los mexicanos con sus compatriotas. Ahí no entró la Revolución y la hegemonía priísta se introdujo sin promover el desarrollo y mediante el refuerzo de muchos de los mecanismos de dominación ligados a la premodernidad. La integración a la globalización es nula o muy escasa. Ahí se manifiestan con mayor virulencia el atraso, la pobreza, el analfabetismo, el hambre y la desnutrición, y los niveles más bajos de productividad. Representa un México distinto al resto del país, en donde los niveles de vida y crecimiento son a todas luces superiores y se percibe una economía más dinámica (McKinesey Global Institute, 2014). Esta reasignación del gasto está plenamente justificada, no sólo por sus efectos potenciales sobre el desarrollo regional y el abatimiento de la pobreza, sino también porque es una apuesta seria para homogeneizar la geografía económica y, por esta vía, hacer de la igualdad una palanca del desarrollo.

Es obvio que una estrategia fincada en la mera reestructuración del gasto público encontrará rápidamente sus límites y no puede constituir una política de desarrollo, ya que para esto se requiere de expansiones sostenidas del gasto público, fincadas en una reforma fiscal de gran calado, la cual AMLO ha sugerido posponerla para la segunda mitad de su gobierno. La razón es doble, por un lado, pretende asegurar la cohesión del nuevo bloque hegemónico sin que el embate fiscal ponga en riesgo la adhesión de las clases medias meritocráticas desencantadas y evitar así que las tensiones con las élites empresariales reconfiguren el viejo bloque neoliberal. Aunque dichas tensiones estarán siempre presentes y sólo podrán administrarse exitosamente mediante pactos cupulares o golpes y amenazas de autoridad, orientados a la subordinación del empresariado nacional, al tiempo que activará otros mecanismos contrarrestantes de la caída esperada del nivel de ganancias. El renacimiento de los movimientos obreros por medio de centrales alternativas, pero ligadas a AMLO, es una parte fundamental de esa subordinación y de la administración de las tensiones con el empresariado.

La segunda razón, consiste en la preservación de la estabilidad macroeconómica durante el periodo de transición hacia una recaudación tributaria más decidida. Una expansión del gasto público sin mayores ingresos fiscales amenaza el equilibrio macroeconómico no sólo en el lado fiscal, sino también en el externo y cambiario. Mayor déficit en las finanzas públicas desembocaría en mayor endeudamiento y, por esta vía, en presiones sobre la tasa de interés, que el Banco Central difícilmente podría atajar. Lo cual se cerniría contra la inversión privada, y el proyecto de recuperación del crecimiento podría naufragar, pero también se reflejarían en desequilibrios externos (Twin deficits) que presionarían el tipo de cambio. De esta forma, se inauguraría un círculo vicioso entre presiones alcistas de la cotización internacional del dólar y los tipos de interés.

La economía política de la Cuarta Transformación necesitará inevitablemente un gasto público expansivo, pero para sostenerlo deberá emprender una reforma fiscal que eleve el exiguo porcentaje de los ingresos tributarios, ya que sin ella, resulta imposible compatibilizar la estrategia económica gubernamental con la presencia constante de tensiones con el empresariado nacional. El renacimiento de las centrales obreras alternativas, pero ligadas a AMLO, forma parte sustancial de la administración de estas pugnas, pero no es suficiente para evitar que colapsos financieros derivados de déficit fiscales agrandados deriven en actitudes de insurgencia empresarial, como la de los setenta y ochenta.

En este sentido, la preservación de finanzas públicas sanas y equilibradas es un primer compromiso con la política neoliberal. Un segundo compromiso sería la conservación de la autonomía del Banco de México. Identificada como uno de principales baluartes del pensamiento y del proyecto neoliberales, su puesta en marcha obedeció a sustraer la política monetaria de la influencia del Ejecutivo federal. Su manejo arbitrario no sólo posibilitaba el financiamiento de los déficit, sino también el uso político para fortalecer a sectores y actores, cuya lealtad era clave para el régimen. Las consecuencias inflacionarias activadas desde la administración de Echeverría indicaron que tal esquema había llegado a sus límites. La Cuarta Transformación ha decidido conservar esta autonomía, pero insinúa una mutación: la necesidad de ampliar las perspectivas en el análisis de la política monetaria y, eventualmente, posibilitar que esta vía conduzca a la ampliación de los objetivos de ésta; no sólo el combate a las presiones inflacionarias, sino también la promoción del crecimiento mediante tasas de interés contracíclicas.

El tercer compromiso con el neoliberalismo está más ligado al modelo que a la política económica. Se trata de la verdadera prueba de la Cuarta Transformación, la que tiene que ver con el patrón del desarrollo. Y aquí surgen las dudas más profundas sobre sus verdaderas las intenciones, ya que la neoliberal es una política económica orientada a activar y mantener un modelo de desarrollo: el secundario-exportador. Un patrón de desarrollo, como lo fueron el primario-exportador y las dos fases de la industrialización sustitutiva. Cada uno fue acompañado de una política económica que les daba viabilidad (Millán, 1998). Y lo mismo ha sucedido con la apertura comercial y el retiro de la influencia del Estado en la asignación de los recursos, pues ambos procuran mantener la exportación manufacturera como el eje del crecimiento económico, y a la demanda externa, como su fuerza motriz.

Así, la Cuarta Transformación no da señales de querer girar en otra dirección. La apertura comercial parece ratificarse con la firma del nuevo tratado comercial con Estados Unidos y Canadá (T-MEC) y no se vislumbran cambios a favor de una política de protección hacia otras regiones, lo cual implica un compromiso serio, no sólo con la política neoliberal, sino especialmente con el modelo de desarrollo que le da vida y sentido. Su mediación permite atacar el meollo de la actividad económica: la reorientación de la producción hacia el exterior, porque es el instrumento del que se vale el desmantelamiento del proteccionismo para hacer más rentable el mercado externo con relación al interno. Determina la estructura de la oferta manufacturera.

No obstante, también la de la demanda doméstica, ya que las políticas de redistribución y de gasto público aspiran a ampliar el mercado interno. Esta intención se alinea perfectamente con el PR, pero puede encarar una posible limitante, derivada de la contradicción fundamental del modelo: la penetración de las importaciones. No es descartable que el estímulo al mercado interno desemboque en un desplazamiento mayor de la producción doméstica por bienes de origen foráneo, y que el intento de complementar el modelo con el mercado interno, fracase.

La clave está, sin duda, en la competitividad. Y al respecto, cabe destacar dos líneas contradictorias: la primera, alude al capital humano y a la capacidad de adaptar innovaciones tecnológicas, y el deterioro que han sufrido ambos, ya se ha mencionado. El asunto es que la Cuarta Transformación apunta, no a un cambio en esta dirección sino a una tendencia a agravarlo. La indiferencia hacia la calidad educativa -no examen de admisión, cien universidades, la reforma a la reforma educativa, menoscabo del gasto en ciencia y tecnología-, refleja la subordinación de las políticas de formación de capital humano a las necesidades políticas y consensuales, y este esquema es sostenible cuando la economía se cierra, pero no cuando permanece abierta.

En contra de este argumento se erige otro con potencia: la ampliación del mercado conduciría a un crecimiento más acelerado y, por este camino, a una mayor productividad laboral, acicateada por la repetición de operaciones (Ros, 2015). Es decir, el problema central no es la productividad sino el crecimiento, donde este es la variable causal, y aquélla, la dependiente. A lo anterior se agrega otra variable que la complementa: la que invoca la primera ley de Kaldor para explicar que el bajo crecimiento económico del país ha obedecido al débil desempeño del sector manufacturero (Loría et al., 2019). Ambos se relacionan con la evolución reciente del coeficiente de la sustitución de importaciones. Con el nuevo modelo se ha mostrado una clara tendencia ascendente, que es signo evidente de que la economía, en especial el sector manufacturero, ha incurrido desde entonces en el proceso inverso: la des-sustitución de importaciones. Si el robustecimiento del mercado interno acicatea la productividad y la competitividad, es probable que el coeficiente de sustitución de importaciones revierta la tendencia alcista y, en el mejor de los casos, vuelva a registrar un descenso, como lo hizo en el periodo 1940-1970. La economía mexicana recuperaría su principal fuente histórica de crecimiento.

En este sentido, la Cuarta Transformación representaría una forma sintética entre ambos proyectos -reformista y neoliberal-, propiciada por el compromiso de conservar el carácter secundario-exportador del modelo y, al mismo tiempo, introducir modificaciones favorables al mercado interno. Ese compromiso pasa por el mantenimiento de tres pilares básicos del neoliberalismo: finanzas públicas sanas, autonomía del Banco de México y apertura comercial. Aunque habría que agregar un cuarto, sobre el cual la Cuarta Transformación no parece emitir señales de cambio: la nula influencia del Estado en los precios relativos y, por esta vía, en la asignación de los recursos.

La concentración del poder y la economía de la Cuarta Transformación

Cualquier mirada a la administración de AMLO difícilmente podrá soslayar que por encima de cualquier otra línea de acción se encuentran el afán de centralizar el poder en el Estado y de concentrarlo en el titular del Ejecutivo federal. Esa forma de operar no nos es ajena, en virtud de que reproduce uno de los pilares en los que descansó el viejo sistema político mexicano que emergió de la Revolución. Lo novedoso es que el proceso apunta hacia una centralización de naturaleza caudillista, en la medida en que reposa en la persona y, menos -mucho menos- en la institución presidencial.

Morena -como su nombre lo dice- es un movimiento que reproduce de manera fiel la voz de su caudillo, a pesar de que integra un numeroso y disímil carrusel de vertientes políticas. Donde muchas de ellas pugnan por su institucionalización mediante el fortalecimiento del partido,8 pero el líder y sus seguidores más inmediatos se han empeñado en conservar a Morena como un movimiento perpetuo y no institucionalizado. Así, el partido opera como un apéndice, sin vida propia y, eventualmente, instrumentalizable para propósitos específicos. Toda proporción guardada se asemeja mucho a la relación que los movimientos fascistas y nacionalsocialistas mantuvieron con sus respectivos partidos. Evitar la institucionalización resulta indispensable para prolongar el liderazgo caudillista y personal; es esencial para la dominación carismática.

No obstante, los intentos evidentes para centralizar pueden ser analizados desde el marco de la economía política de la Cuarta Transformación, en la medida en que obedecen a dos retos que encara la sociedad mexicana: revertir la dispersión del poder que acarreó la transición hacia la democracia y recuperar la senda del crecimiento económico. La primer,a fue la forma obligada con la que los gobiernos de la alternancia encararon el dilema estructural de la vida política mexicana entre gobernabilidad y democracia (Millán, 2012). A diferencia del Porfiriato y del PRI, apostaron a favor de esta última, pero acabaron sacrificando la primera. El presidente se debilitó y el poder se fragmentó en el Congreso, los partidos, los gobiernos locales y los poderes fácticos, incluido el narcotráfico.

Como lo han demostrado Acemoglu y Robinson (2012), una trayectoria como la descrita conduce a la pérdida de dinamismo o, de plano, al estancamiento económico. El crecimiento reposa en una condición política necesaria: la centralización del poder. Sin ella, no es posible la obediencia al Estado, necesaria para inducir las conductas que persiguen las políticas públicas, ni mucho menos para hacer valer los derechos de propiedad, cualquiera que sea la forma que adopten. Cuando se consigue y se ejerce por vías democráticas, la incorporación de las grandes masas de población a las actividades económicas permite que la expansión sea sostenible en el largo plazo. En cambio, cuando se activa y funciona por medio de mecanismos autoritarios, el crecimiento puede prolongarse por largos periodos, pero al final se extenuará. Este fue el caso de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y de México durante la hegemonía priísta. En ambos casos, fue la ineficiencia, asociada a una estructura de incentivos que inhibe la innovación tecnológica, la responsable de desvanecer las fuerzas endógenas del crecimiento, ya que detrás del agotamiento de la sustitución de importaciones y de la penetración de éstas en el mercado doméstico se encuentra la imposibilidad de avanzar en la producción eficiente de bienes de capital, en el primer caso, y las dificultades para estimular la competitividad de las empresas nacionales, en el segundo. Es decir, la concentración autoritaria del poder erigió límites histórico-estructurales a la recuperación del crecimiento, pero la alternancia fue incapaz de centralizar ese poder por vías democráticas, lo que acabó por cancelar las condiciones políticas para el crecimiento.

En este contexto se inscribe la estrategia de AMLO de concentración del poder, que nuevamente reproduce la vía autoritaria y ha tratado por todos los medios de desmantelar los avances democráticos que se lograron durante casi dos décadas. Pretende recuperar las bases políticas del crecimiento, pero no parece consciente de que el camino autoritario de los años sesenta y setenta quedó clausurado hace mucho tiempo, y de que aún permanecen los límites que el progreso técnico ha impuesto al desarrollo. Es más, no le da la mínima importancia a este aspecto crucial.

Conclusión

La Cuarta Transformación representa el regreso y la revancha de un proyecto gestado en los setenta desde la presidencia de la República. Se trata del proyecto “reformista”, que fue derrotado en los ochenta por otro de corte neoliberal. Ambos constituyeron la respuesta al agotamiento de la industrialización sustitutiva. El primero pretendió recuperar el crecimiento mediante la expansión del mercado interno, acicateada por la redistribución funcional del ingreso y un gasto público creciente. El segundo, en cambio, apostó por la exportación manufacturera, y con este propósito emprendió la apertura comercial y una reforma económica del Estado orientada a hacer del mercado el mecanismo de asignación de recursos.

La esencia de la derrota del PR y del ascenso del PN, fue la conformación de un bloque hegemónico entre empresarios y clases medias meritocráticas, que además sirvió para impulsar la transición hacia la democracia. Hoy ese bloque está en crisis y ha sido desmantelado por la crítica de López Obrador y sus seguidores, quienes han conformado uno nuevo, que es la base del triunfo reciente de Morena y de las transformaciones que aspira introducir en el curso nacional. Este bloque está conformado por actores sociales pre y posmodernos, así como por segmentos modernizadores de las clases medias, desencantados con los resultados de la política neoliberal y de la democracia mexicana, que en su momento formaron parte de la antigua alianza hegemónica.

El problema es que este bloque puede ser inestable, en virtud de que la Cuarta Transformación ha incurrido en una contradicción de origen: abandera el ethos del proyecto reformista y de los integrantes del bloque, pero se ve obligado a desplegar medidas de política que revelan fuertes compromisos con el proyecto neoliberal, el modelo de desarrollo vigente y el viejo autoritarismo priísta.

A pesar de la diatriba antineoliberal, la Cuarta Transformación se ha comprometido con pilares esenciales del PN: la autonomía del Banco de México, el equilibrio en las finanzas públicas, la apertura comercial y, sobre todo, la conservación de la orientación fundamental del modelo de desarrollo hacia la exportación manufacturera. La redistribución progresiva del ingreso y la reestructuración del gasto público reivindican el mercado interno como motor coadyuvante del desarrollo, pero de ninguna manera sugieren la sustitución del modelo secundario-exportador, ya que ésta implicaría el abandono de aquellos expedientes, especialmente de la apertura comercial.

Ello implica que la satisfacción a los grupos pre y posmodernos tiene límites claros, pues ambos han abogado por la eliminación del mérito y de la eficiencia en los criterios de política pública. Así lo atestiguan su pugna contra la reforma educativa, el desprecio por la técnica, su simpatía por el acceso automático a universidades, la búsqueda a toda costa por la autosuficiencia energética, etcétera. Y AMLO coincide con ellos y sus acciones tienden a satisfacerlos, pero esto puede realizarse con un conjunto de bienes no transables o que el gobierno resguarde la economía de la competencia foránea, pero no con todos, pues los tratados comerciales así lo imponen. Entonces, la estrategia por soslayar la eficiencia encarará límites, lo que puede debilitar la adhesión de los actores modernos.

Además, AMLO ha optado por una vía autoritaria para reconstituir las condiciones políticas del crecimiento económico, debilitadas por la dispersión del poder que arrojó la alternancia, y ello ha entrañado el desmantelamiento de los avances democráticos de los últimos años. De esta forma asegura la adhesión de los viejos actores premodernos, pero pone en riesgo la de los posmodernos y la de las clases medias desencantadas.

El panorama anterior arroja dudas sobre la solidez del bloque hegemónico de la Cuarta Transformación, porque anida una contradicción entre el ethos que lo unifica y los compromisos con el proyecto neoliberal. No se aprecia la conformación de un pacto social lo suficientemente sólido para equipararse convincentemente con las tres transformaciones que la precedieron. Es decir, a pesar de la estridencia declarativa, es muy probable que el saco le quede grande.

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1 El autor estimó que los actores pre y posmodernos, que conforman la base dura de López Obrador, representaron 30.9 por ciento del total de los encuestados en 2011, mientras los modernos ascendían a 60 por ciento (Millán, 2012: 195). Otra encuesta, realizada tres años después, encontró que el primer componente representaba 32.3 por ciento, y el segundo, 55.9 por ciento (Millán, 2018: 60).

2Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) (2015), el porcentaje de estudiantes que se ubicaban en el nivel 1 (el más bajo) era el siguiente: 46.7 por ciento, ciencias; 31.1 por ciento, matemáticas; 39.8 por ciento, comprensión de lectura. Las cifras duplican en todos los rubros a los resultados de la OCDE: 20.6 por ciento, 14.9 por ciento y 18.8 por ciento, respectivamente.

3En el ciclo escolar 2014-2015, la tasa de aprobación en secundaria fue de 97.9 por ciento (INEE, 2017: 262)

4En el periodo 1991-2016, la productividad registró un crecimiento medio anual de 0.39 por ciento, mientras que la total de los factores, que aproxima el progreso técnico, disminuyó a una tasa media de -0.35 por ciento (INEGI, 2018).

5Los actores sociales se construyeron como cinco tipos ideales: modernos, posmodernos, premodernos tradicionales y premodernos rentistas y mixtos.

6El Índice de Gini oscila entre cero, que implica la perfecta igualdad, y uno, que significa la perfecta desigualdad.

7Como ha demostrado Samaniego (2014: 57), la participación de las remuneraciones en el periodo neoliberal continuó descendiendo, hasta ser de sólo 27 por ciento en 2012.

8Es el intento de limitar la capacidad de AMLO para designar a su sucesor.

Recibido: 06 de Febrero de 2020; Aprobado: 16 de Marzo de 2021

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