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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

On-line version ISSN 2448-7554Print version ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.43 n.172 Zamora Oct./Dec. 2022  Epub Aug 11, 2023

https://doi.org/10.24901/rehs.v43i172.966 

Artículos originales

Los principios del mesianismo en Emmanuel Lévinas

The principles of messianism in Emmanuel Lévinas

Bernardo Cortés Márquez1 
http://orcid.org/0000-0002-7341-6512

1 Universidad Nacional Autónoma de México Facultad de Filosofía y Letras bernardocortesmarquez@gmail.com


Resumen

En el presente artículo nos adentraremos en la concepción del mesianismo que Emmanuel Lévinas, el filósofo lituano-francés de la alteridad, realizó en los años sesenta a partir de la lectura e interpretación de los textos claves del Talmud en torno a la noción de mesianismo. La interpretación que nuestro filósofo realiza del mesianismo puntualiza elementos fundamentales, como la concepción del tiempo, el completo reporte del tiempo mesiánico con la historia, el lugar de la subjetividad detrás de la figura del Mesías, aspectos que arrojan luces en torno al trasfondo ético-político del mesianismo y la particular dialéctica que este constituye.

Palabras clave: Mesías; mesianismo; tiempo mesiánico; subjetividad ética; dialéctica mesiánica

Abstract

In this article, we will delve into the conception of messianism that Emmanuel Lévinas, the Lithuanian-French philosopher of alterity, made in the sixties from the reading and interpretation of the key texts of the Talmud around the notion of messianism. The interpretation that our philosopher makes of messianism points out fundamental elements such as the conception of time, the complete report of messianic time with history, the place of subjectivity behind the figure of the Messiah, aspects that shed light on the ethical-political background of messianism and the particular dialectic that it constitutes.

Keywords: Messiah; messianism; messianic time; ethical subjectivity; messianic dialectic

Introducción

Entre 1960 y 1961, Emmanuel Lévinas presentó una serie de conferencias en el Congreso Judío Mundial sobre la noción de mesianismo, misma que intentaba responder a la reciente construcción de la idea mesiánica que Gershom Scholem1 propuso para aclarar “racionalmente” dicha concepción en el ámbito intelectual y filosófico de la época, y que sigue siendo un referente en la actualidad. Para Lévinas, Scholem atrapaba al mesianismo en la experiencia concreta, objetiva y racional, eliminando todos los elementos apocalípticos, las concepciones propiamente populares y, de cierta manera, lo perteneciente al ámbito del milagro y sus dimensiones espirituales. De esta forma, el filósofo francés se inserta, junto con Jacob Taubes2, entre los pensadores que entran en diálogo con la concepción “racionalista” del mesianismo que se estaba construyendo, profundizando en aspectos que aportan a la comprensión de sus principios fundamentales:

En un artículo reciente de Eranos, G. Scholem […] hace una distinción entre el mesianismo apocalíptico que es sobre todo popular y el mesianismo racionalista de los Rabinos, que conduce a la célebre página sobre los tiempos mesiánicos que Maimónides ofrece en su Mishnáh Toráh hacia el final del capítulo relativo a las leyes del poder político. Sin embargo, no todo ha sido dicho -como parece creer Scholem-cuando se ha afirmado el carácter racionalista de este mesianismo. Como si la racionalización sólo significase la negación de lo maravilloso y como si, en el dominio del espíritu, se pudiesen abandonar sólo los valores dudosos sin influir sobre otros valores (Lévinas, 2004, p. 85).

La idea de Lévinas es mostrar otros aspectos del mesianismo que la reducción puramente racionalista ha pretendido ocultar. Sin embargo, tampoco se centra en defender la idea puramente popular del mesianismo, tal cual signada por la idea de que ha de llegar una persona determinada y especial que mágicamente pone fin a las injusticias y clamores de la humanidad, sino que, más bien, intenta sacar a la luz el trasfondo de esta idea que hace referencia al Mesías y al tiempo mesiánico. ¿Quién podría simplemente conformarse con tener la utopía de un mundo nuevo sin, a su vez, apelar a algún tipo de agente que realice dicha tarea? Tal es la importancia que guarda, por ejemplo, la figura del Mesías en relación con la idea utópica o apocalíptica del mesianismo, como si esta figura les proporcionara un necesario sustento. La esperanza, no sólo en un tiempo utópico abstracto, sino siempre acompañado de una personalidad mesiánica, suele operar con toda su fuerza y emoción en el ámbito político, que siempre tiene presencia de elementos teológicos, por lo que es relevante recuperar la propuesta de Lévinas para entender el trasfondo de aquello que compone la idea mesiánica, a saber, sus principios fundamentales.

La noción de mesianismo que el autor ensaya busca en un amplio espectro de la tradición talmúdica, que no se reduce a comprender la cuestión en simples parámetros racionalistas, sino que la comprende en ámbitos distintos, incluyendo elementos claves como la subjetividad ética y la importancia de la alteridad para comprender el mesianismo. En estos “Textos mesiánicos”, podríamos decir, Lévinas nos acerca a los fundamentos que componen el mesianismo, tales como la subjetividad, la temporalidad, ayudándonos entender la lógica que constituye estos principios a la luz de la alteridad.

El Tiempo mesiánico no es el fin del tiempo

La primera reflexión se presenta desde la noción de mesianismo en Sanedrín 99a (citado en Lévinas, 2004, p. 89), donde se indica: “Rabí Jiyá ben Abba ha dicho, en nombre de Rabí Yojanán: ‘Todos los profetas, sin excepción, han profetizado únicamente acerca de la época mesiánica. Acerca del mundo futuro, ningún ojo lo ha visto fuera de Ti, oh señor, que actuarás para aquel que te espera’”.

Inmediatamente, la cuestión del mesianismo se ve antecedida por la actividad profética, la cual existe únicamente con respecto a la época mesiánica y, esta última, se vincula con su profecía a través de su cumplimiento. El cumplimiento viene a ser, entonces, el vínculo entre profecía y mesianismo. Sólo hay mesianismo, al parecer, en cuanto un evento cumple las promesas, las profecías de una humanidad liberada. Mientras que el profeta tiene la visión de una época distinta, diferente al futuro, el cual sólo es divisado por la trascendencia absoluta, por Dios; el Mesías es contemporáneo de un muy particular tiempo presente. Nuestro comentador del Talmud distingue dos categorías de las promesas de los profetas: una de clase política y otra perteneciente al ámbito socio-económico, cuestiones que le interesan a Lévinas a través de la ética. En la primera categoría, la profecía promete la disolución de la injusticia y la alienación de la humanidad por manos de las potencias políticas. En cuanto a la segunda categoría, la profecía alcanza la visión de la desaparición simultánea de las injusticias sociales perpetuadas por los ricos sobre los pobres.

Posteriormente, se precisa que no existe, según el texto de Sanedrín 99, una equiparación entre la época mesiánica y el mundo futuro. Más bien, coloca la época mesiánica en un tiempo intermedio entre dos épocas o en un lugar que permite unir ambas temporalidades y, a la vez, abrir el tiempo a lo imprevisible del mundo futuro. En este sentido, el tiempo mesiánico “es la bisagra entre dos épocas, más que el fin de la historia” (Lévinas, 2004, p. 87). Existe, pues, la generación de un tiempo distinto a aquel desde donde el profeta lanza su profecía e igualmente distinto al tiempo futuro, que funciona como un fragmento de tiempo que vincula tanto este mundo, el tiempo histórico, como el rasgo de temporalidad futura llena de la promesa mesiánica, bajo la forma del cumplimiento, que es propiamente el tiempo mesiánico.

Contra la visión de la escatología que plantea el fin de la historia, el texto de Sanedrín 99 presenta el tiempo mesiánico como una época en la que la temporalidad no puede obtener un final definitivo, sino que lleva a cabo una apertura del tiempo a la aventura de lo futuro. En esta primera noción, el cumplimiento mesiánico inaugura una época mesiánica, que no puede agotar de ninguna manera la esperanza; ésta, en cambio, le pertenece únicamente al futuro. En dicha perspectiva, está claro el hecho de que la época mesiánica no puede significar el fin del tiempo, de la historia, ni el agotamiento del futuro, sino que muestra que, aun en el cumplimiento de las promesas por un evento mesiánico, permanece la potencia de la esperanza en el porvenir.3 O, dicho de otro modo, lo único que no puede cumplir la época mesiánica, aquello que incluso no abarca completamente la promesa profética, es el mundo futuro y, así, un tiempo sobrevive a todo cumplimiento.

Entonces, puede distinguirse un primer momento en que la era mesiánica entra en la historia mediante el cumplimento de la promesa, pero que revela una época trans-histórica, una exterioridad de la historia que para Lévinas parece tener su estancia en un mundo interior:

En cuanto al mundo futuro, parece situarse en otro plano. Nuestro texto lo define como el privilegio de “aquel que te espera”. Se trata, desde el comienzo, de un orden personal e íntimo, exterior a los cumplimientos de la historia que aguardan a una humanidad unida en un destino colectivo. El mundo futuro no puede ser anunciado por un profeta que se dirige a todos […] La salvación personal de los hombres, la dirección directa e íntima entre el hombre y Dios escapan a la indiscreción de los profetas. Ninguna persona puede fijar el itinerario de esta aventura (Lévinas, 2004, p. 87).

Es en este momento en el que el Talmud hace irrumpir otro texto que amplía la perspectiva desarrollada anteriormente. Se trata de la opinión de Shmuel, que dice: “No hay entre la época mesiánica y este mundo otra diferencia que el fin de la de la violencia y de la opresión política, pues está escrito en la Biblia (Deut. 15:11): ‘El pobre no desaparecerá de la tierra’” (Bejarot, 34b, citado en Lévinas, 2004, p. 88).

Con la última afirmación, Shmuel inserta una determinación específica en el cumplimiento de los tiempos mesiánicos, como aquellos que terminan con la opresión política, en donde la llegada de lo mesiánico, al parecer, no es la obra de un acontecimiento maravilloso que recompone todo en el mundo y que ocurre sólo una vez al final de la historia, sino que es, concretamente, terminar con la violencia y opresión política que no garantiza la desaparición del pobre sobre la tierra. Sin embargo, aunque se reduce el espectro de operación de lo mesiánico al ámbito político, dicha caracterización de los tiempos mesiánicos sigue conteniendo una enorme tarea.

El hecho de que siempre habrá pobres sobre la tierra, sugiere Lévinas, significa que para Shmuel la era mesiánica no puede simplemente tener descanso y fin último en una vida perfecta, contemplativa y sin contradicciones, sino que ésta se abre en su cumplimiento a la solidaridad económica para con el otro. De este modo, la época mesiánica no puede realizar las responsabilidades de los hombres, más bien, los arroja a ellas para completar las acciones que, simplemente, un tiempo mesiánico no puede realizar del todo, pues el hecho objetivo de la caída de un poder, el fin de las violencias y dominaciones políticas, no desparecerán al pobre ni consumarán el acercamiento solidario entre los hombres:

De aquí toma su fuerza la posición de Shmuel: para él, la vida espiritual, como tal, es inseparable de la solidaridad económica con el otro: el dar es, de algún modo, el movimiento original de la vida espiritual; la culminación mesiánica no podría suprimirlo. Ésta lo único que permite es su pleno desarrollo y la mayor pureza y más altas alegrías, al conjurar la violencia política que desvirtúa el dar. No es que lo pobres deban subsistir para que los ricos tengan la alegría mesiánica de alimentarlos. Es necesario pensar de un modo más radical: el otro es siempre el pobre, la pobreza lo define como otro, y la relación con el otro será siempre ofrenda y don, jamás un acercamiento “con las manos vacías”. La vida espiritual es esencialmente vida moral y su lugar predilectico es lo económico (Lévinas, 2004, p. 89).

El elemento de la solidaridad, la responsabilidad y el don hacia el otro, son los aspectos que signan un ethos, una vida mesiánica, que tiene que ser permanente incluso cuando la violencia y la dominación política han llegado a su final en la era mesiánica. El acontecimiento mesiánico, en la concepción hasta ahora presentada, tiene su lugar en la historia no para ponerle fin a ella, sino a una época, mientras trae consigo, según desarrolla Lévinas a partir de Shmuel, una vida con una dimensión interior. Es decir, una vida ética que no propiamente pertenece a los dominios visibles de la concepción temporal de la historia y debe permanecer, a pesar del cumplimiento del evento mesiánico, en vilo del futuro: “El ‘mundo futuro’ -el plan de vida al cual accede el individuo por las posibilidades de la vida interior y que ningún profeta anuncia- abre perspectivas nuevas. Los tiempos mesiánicos, que forman parte de la historia -y en los que, consecuentemente, el sentido de nuestras responsabilidades reales en la historia se revela- aún las ignoran” (Lévinas, 2004, p. 89).

A partir de la lectura talmúdica, Lévinas nos ha presentado dos perspectivas sobre el sentido del tiempo mesiánico, que corresponden a dos maneras de concebir los acontecimientos políticos transformadores, ya sea como evento concreto y objetivo que ocurre de una sola vez, donde un régimen y una determinación social se derrumban, y otra en la que, además, se necesita un esfuerzo permanente que parece realizar inacabadamente el tiempo mesiánico, más allá de su cumplimiento, con miras al futuro. Enseguida, nuestro comentador destaca otra enseñanza de Rabí Yojanán, donde se discute la pertenencia tanto del tiempo mesiánico como del mundo futuro a través de dos figuras: los arrepentidos y los justos intachables: “Rabí Yohanán ben Abba ha dicho en nombre de Rabí Yohanán: ‘Todos los profetas han profetizado únicamente acerca de los arrepentidos. Pero en lo que respecta a los justos intachables, ningún ojo ha visto fuera de Ti, Señor, que actuarás para aquel que te espera’” (citado en Lévinas, 2004, p. 89).

Rabí Yojanán agrega una imagen de los tiempos mesiánicos, donde todos los profetas han profetizado únicamente acerca de los arrepentidos, de los que asumen una transformación moral y, también, para aquellos que forman parte del mundo profano, de sus estructuras sociales y económicas, pero que, sin embargo, actúan en beneficio de “los estudiantes de la Ley”, figura de la vida intelectual y el conocimiento de Dios. El mundo futuro, en cambio, pertenece a los que llama los justos intachables, que no conocen drama alguno, que escapan a las contradicciones y tentaciones del mundo.

Es ahora cuando se reitera que el tiempo mesiánico pertenece al orden profano de los intercambios económicos y tratos cotidianos, al mundo histórico, que le son propios a aquellos hombres que viven en el mundo y sus formas, pero que alcanzan a vislumbrar la justicia e intentan entrar en ella. Dicha temporalidad mesiánica se ubica como intermedia entre dos tiempos y es la época propedéutica entre este mundo y el futuro. Los arrepentidos y aquellos que se encuentran en busca de los estudiantes de la Ley no conocen mundo futuro, sino únicamente una tensión dramática y contradictoria entre mundo profano y la justicia, que es el lapso del tiempo que debe estar plagado de acción moral o, en la no contraria opinión de Shmuel, una ruptura exterior del tiempo actual. Es decir, sólo los arrepentidos conocerán y vivirán la llegada del Mesías.

Los justos intachables, a quienes les pertenece el mundo futuro, a diferencia de los “dramáticos”, “arrepentidos” y “buscadores de la Ley”, no conocerán la época del Mesías, al parecer no lo necesitan, como se sugiere al convocar la opinión de Rabí Abhú que dice: “En el sitio en el que permanecen los arrepentidos, los justos no pueden permanecer”. Y a esto, Lévinas comenta: “El arrepentimiento valdría más que la permanencia ininterrumpida en el bien, que la aburrida fidelidad” (2004, p. 92).

Interrupción: El mesianismo es profano

Me permito interrumpir el curso del desarrollo de E. Lévinas para insertar una pequeña relación muy sugerente. Se trata de aquella figura con la que se encuentran en tensión los hombres arrepentidos y mundanos, que es el estudiante de la Ley, y que es la escena con la que el Talmud intenta dibujar el tiempo mesiánico. Como se sabe, la figura del estudiante de la Ley se encuentra demasiado presente en la obra de Franz Kafka, la cual Walter Benjamin captó como un giño a la superación de la ley y el derecho. En el Talmud, el tiempo mesiánico es el de los arrepentidos y profanos sumidos en el mundo y su economía, pero que, en su arrepentimiento y desde su profanidad, buscan beneficiar y emparentarse con el estudiante de ley. Lévinas refiere que esta figura significa la contemplación intelectual desinteresada y no mundana hacia la revelación de Dios:

Los profetas han profetizado acerca de aquellos que continúan su vida económica cotidiana, pero que no se abandonan al determinismo de esta vida: acerca de aquellos que forman una familia, ciertamente, pero que la consagran a la vida desinteresada del intelecto que encarna el estudiante de la Ley -el cual accede directamente a la revelación, al conocimiento de Dios-; acerca de aquellos que hacen negocios y trabajan, pero consagran este trabajo al estudiante de la Ley; acerca de aquellos que poseen, pero que consagran su propiedad al estudiante de la Ley (Lévinas, 2004, p. 90).

Esta figura talmúdica indica que el Mesías viene para los profanos de este mundo y que esta profanidad adquiere un destino mesiánico. Los profetas han profetizado acerca de los que están sumidos en la lógica mundana e insertan en ella el giro mesiánico. Sólo con respecto a las cosas cotidianas y profanas puede darse y tener sentido el giro que caracteriza el tiempo mesiánico. La vida profana que se consagra o inserta en ella un beneficio para el estudiante de la Ley se relaciona con la época mesiánica. Es curioso cómo el Talmud da cuenta de la época mesiánica, al poner en relación las instituciones cotidianas más terrenales con el estudiante, terrenal también sin duda, en vez de simplemente contraponerlos. No enfrenta una actividad ni un ámbito con otro, sino que los incumbe, los asume, para transformarlos sin propiamente negarlos.

Regresando a la figura que parece ser el imán de lo mundano a la redención, hay que preguntarse acerca del sentido mesiánico que los Rabinos adjudican al estudiante de la Ley. En Franz Kafka, esta figura adquiere un papel especial, al igual que la del ayudante, pues particularmente no es un observador ni alguien que ejerza la ley sino alguien que, en cambio, sólo la estudia. Walter Benjamin, en su ensayo sobre Kafka, declara que la actividad de este personaje es la puerta por la que entra la justicia. A través de una relación de estudio con la ley, diferente a la actividad de su aplicación y a su observación, es la que puede abrirse al tiempo mesiánico: “El derecho que no es más ejercido y que es sólo estudiado, es la puerta de la justicia. La puerta de la justicia es el estudio” (Benjamin, 2012, p. 70). El estudio de la ley, que Lévinas comprende como el acceso a la revelación y al conocimiento de Dios, W. Benjamin lo entiende, a través de Kafka, como la relación con la ley que parece superarla, pues no halla propiamente la justicia en la ley misma, sino en el estudio, es decir, en las posibilidades en que la ley puede ser abierta hacia la justica. Así, el estudio de la ley, pensar la ley, tiene una filiación con la justicia más que ser una actividad propiamente de memorizar o reproducir la ley.

Gershom Scholem, en su escrito sobre el sentido de la Torá, nos enseña que la tradición cabalística concibe que la Torá expresaba, antes de la expulsión del paraíso, su sentido pleno, pero se transmutó en letras ordenadas con la forma de la prescripción y sólo con la llegada del Mesías se conocerá el sentido original de la Torá: “La intención original de Dios en la Torá quedará de manifiesto cuando llegue el Mesías, quien terminará para siempre con la muerte, de modo que ya no existan en la Torá más posibilidades de aplicación para cosas que estén en relación con la muerte, la impureza y demás” (Scholem, 1976, pp. 81-82).

Parece que la Torá, quizá como todo ordenamiento o ley, comienza como positividad, pretendiendo beneficiar la vida, pero termina por transformarse en letras que ordenan, que dominan y sólo prescriben, siendo necesario que el Mesías libere a ley y la retorne a su estado originario en el que, curiosamente, no era propiamente una escritura de letras ordenadas. El acto mesiánico sería, entonces, estudiar la ley y experimentar no su aplicación sino sus permutaciones, lo cual implica una cierta disolución de su ordenamiento literal, un momento que transita por la anomia, que coincide así con su estatuto originario. El estudiante de la Ley, como imagen de lo mesiánico, se sitúa en una tarea anterior o posterior a la aplicación de la ley, donde la actividad que se abre en este espacio consiste en la posibilidad de la transmutación de la escritura, es decir, del derecho. Sin embargo, hay que preguntarse por qué este estudiante pretende, sutilmente, ser diferenciado de la tarea del juez o del abogado, que son quienes aplican la legislación. El estudiante, que parece perder el sentido literal de la ley, no percibe letras como aquello a obedecer ciegamente, sino que interactúa con sus sentidos para acceder a su esencia y puede, así, experimentar su desorden y ponerla en reporte con la justicia. Tal como sentenció Walter Benjamin en una carta a Scholem el 11 de agosto de 1934 sobre la cuestión de la ley en Kafka: “Tanto el ‘estudio’, como la ‘inversión’ son las categorías mesiánicas por excelencia” (Benjamin y Scholem, 2011, pp. 138-139).

En este sentido, el estudio no es un estudio tradicional que aprehende las letras de la Torá, sino que es aquel ejercicio que se inserta en ella, en la ley, el movimiento. ¿Sería, entonces, correcto decir que lo esencialmente mesiánico no es la Torá como tal, sino la posibilidad de su transmutación, de su inversión, que vienen por su estudio? Lo que viene, entonces, después de la trasmutación estudiosa de la ley, no es un estado propiamente anárquico y absolutamente anómico, sino la inauguración de un nuevo y posible nomos que, precisamente, no tiene ya la forma de la ley.

Para terminar el primer punto de sus textos mesiánicos, Lévinas se adentra en la comprensión del sentido del mundo futuro, que no coincide con el tiempo mesiánico. Se pregunta cuál es la recompensa que se tiene en el mundo futuro, ya que ésta es independiente a los días del Mesías. A dicha cuestión, Rabí Yojanán contesta: “Es el vino conservado en los racimos desde los seis días de la creación” (citado en Lévinas, 2004, p. 93). En el tiempo futuro se obtiene aquello que fue constituido desde el inicio de los tiempos y, según el término hebreo para vino, yayin, equivale, por su valor numérico que es 70, a misterio (sod) que, en la simbología talmúdica, significa sentido último de la Escritura. El sentido último y originario de la Escritura de la Torá nos remonta a una anterioridad del tiempo histórico, al estado paradisíaco donde no existía ni pecado ni muerte. Tanto el sentido último de la Escritura, como el vino de la creación, es la recompensa que se revela en el mundo futuro y, según Rabí Levy, ni siquiera Adán conoció: “Rabí Levy ha dicho: ‘Eso que el ojo jamás ha visto es el Edén’. Y se objeta: ‘¿Y Adán? ¿Dónde vivió Adán?’. Diremos que Adán ha vivido en el jardín. Y si se insinúa que Edén y jardín designan la misma realidad, se citará el versículo del Génesis: ‘Y un río salía del Edén para regar el jardín’” (citado en Lévinas, 2004, p. 94).

En la interpretación de nuestro autor, el futuro, que es identificado con el Edén, no corresponde a una utopía en la que un pasado perdido retorna, sino que refiere aquello que irrigaba al paraíso mismo y el futuro resulta ser una imagen de fecundidad que acompaña como posibilidad, la línea del tiempo histórico sin siempre coincidir plenamente con ella, sino que inserta en la historia y en el tiempo el instante de la novedad. Una concepción de la historia es la que Lévinas vislumbra a partir de la comprensión del mundo futuro hallada en el Talmud: “La historia no es, simplemente, una eternidad disminuida y corrompida ni la imagen móvil de una eternidad inmóvil; la historia y el devenir tienen un sentido positivo, una fecundidad imprevisible; el instante futuro es absolutamente nuevo, pero son necesarios, para su surgimiento, la historia y el tiempo” (Lévinas, 2004, p. 94).

El futuro puede fecundar a la historia con la posibilidad de lo nuevo, distinguiéndose del tiempo mesiánico, pues es este último quien entra totalmente en la historia para finalizar una época, mientras que el primero se encuentra expectante a la posteridad y es aquello de lo cual toda imagen utópica, como el paraíso, está preñada. Existe, sin embargo, un vínculo entre el tiempo mesiánico y el futuro, pues este último, que ningún ojo ha visto, es el terreno de la aparición de las novedades sobre el cual se puede abrir paso el Mesías, pero que de ninguna manera podrá agotar. Es una tarea pendiente el precisar cuál es la relación entre el mundo futuro y la era mesiánica, tiempos que el Talmud claramente ha separado y que, sin embargo, son comentados siempre juntos, indicando su íntima filiación.

Las condiciones de la llegada del Mesías están siempre dadas

Otro de los puntos que Lévinas cree prudente discutir, es la existencia o inexistencia de condiciones para la venida de los tiempos mesiánicos. Aquí, evoca un hermoso relato del Talmud protagonizado por Rabí Yehoshúa ben Levy, donde éste se encuentra nada menos que con el profeta Elías, aquel cuya venida prepara la del Mesías, y aprovecha para preguntarle cuándo vendrá el Mesías. El profeta, que no tiene respuesta a la cuestión, pero sí noticias sobre su residencia, ubicada en las puertas de Roma, entre leprosos, mendigos y justos que sufren, lo envía a preguntarle directamente a él. En el sitio, el Rabí contempla una milagrosa escena de leprosos que tienen sus llagas cubiertas y alcanzan una eficaz curación. Entre ellos se encuentra al Mesías que cura, una por una, sus heridas, encontrándose en la paciencia de estar siempre listo para su propia llegada, que puede ocurrir en cualquier instante, mientras el Rabí le pregunta “¿Cuándo será tu venida?”. “Hoy mismo” es su respuesta, que Rabí Yehoshúa ben Levy interpreta, consultando a Elías, bajo el Salmo 95: “Hoy mismo si es que queréis escuchar mi voz” (citado en Lévinas, 2004, p. 99).

El Mesías se encuentra sufriendo entre los que sufren y está dispuesto a su llegada en todo momento, siempre en condiciones de realizarla. Todo el sufrimiento de la humanidad es suficiente para su irrupción, de tal manera que en este instante mismo puede venir, es decir, ahora. Sin embargo, ese “hoy mismo” continúa apareciendo como una promesa, como si algo o alguien detuviese al Mesías, que tiene ya siempre un pie en la historia. Dos son los elementos que faltan para desatar el impulso mesiánico de su llegada: por un lado, se postula la necesidad de la acción moral de los hombres o un acontecimiento objetivo que supere, en eficacia, las incidencias morales, es decir, un evento político.

La llegada de la liberación mesiánica se disputa entre el requisito de la penitencia de la humanidad, o la gratuidad sin reservas de un evento que propicia su venida. De tal forma que el Mesías se encuentra en una paradójica situación, en donde la redención necesita corregir la objetividad de la dominación política, pero a la vez, ésta tiene su origen en los adentros de la interioridad humana y es, entonces, prioridad transformar dicha interioridad. A favor de esta última postura, Rabí Eliézer argumenta: “Si Israel hace penitencia, será liberado, pues ha sido dicho: Volved, hijos rebeldes, yo curaré vuestros extravíos” (Jer. 3:22, citado en Lévinas, 2004, p. 100). Las causas que hacen llegar al Mesías se determinan unas a otras y se disputa entre la moral, el cambio infraestructural y la política, es decir, la trasformación objetiva de las cosas.

El fenómeno interior de la conciencia de sí, para los talmudistas que opinan como Rabí Yehoshúa, no puede ser posible en un mundo no salvado, sino que es necesario que el Mesías venga sin condición moral alguna, y su llegada tiene que tener, primero, la forma de la liberación objetiva: “Si es necesario que la acción moral parta del interior, del ‘intervalo’ de la conciencia y la meditación, es necesario que, en lo concreto, un acontecimiento previo y objetivo asegure su condición, es necesaria una intervención de fuera: Mesías o revolución o acción política para únicamente permitir a los hombres acceder a este ocio y esta conciencia de sí” (Lévinas, 2004, pp. 104-105).

Llegados a este punto, la discusión sobre las condiciones de la venida del Mesías asciende hasta declaraciones paradójicas, donde el fatalismo y la esperanza parecen mezclarse, afirman la inexorable llegada del mesiánico, aun en las peores condiciones: “el Mesías vendrá cuando el mundo sea plenamente culpable. Esta es la consecuencia extrema de una proporción evidente: aun cuando el mundo esté completamente hundido en el pecado, el Mesías vendrá” (Lévinas, 2004, p. 105).

Tomando en cuenta dicha imagen, donde el Mesías viene en un escenario desolador, donde el pecado y la culpa plagan el mundo, algunos han comprendido la venida de la redención como una completa catástrofe de días terribles, donde la hora mesiánica está signada por una “justa violencia” que hará sufrir a los hombres. Tal escenario combina los tiempos mesiánicos con elementos apocalípticos, como es caracterizado por un curioso versículo de Jeremías, donde los hombres adoptan la apariencia de la madre a punto de dar a luz, pues la humanidad pierde toda virilidad. En el fin de los tiempos, entonces, los cuerpos de los que se creían viriles son trasformados y se vuelven vulnerables: “Aquel que es todo hombre, toda humanidad, toda virilidad, Dios, al fin de los tiempos lleva las manos en la cadera como si fuese a dar a luz” (Lévinas, 2004, p. 107). Esto llevó a muchos a renegar del deseo de presenciar los días del Mesías, como Rabí Yojanán, Rabí Rabá y Rabí Ulláj, que afirmaban: “Que el mesías venga, pero que yo no pueda verlo” (citado en (Lévinas, 2004, p. 106).

Mesianismo con Mesías: El Mesías es el que dice Yo

En el transcurso de sus comentarios a los textos talmúdicos que discuten sobre el mesianismo, Lévinas da lugar a la sugerencia de pensar una época pos-mesiánica, a partir de lo dicho por Rabí Hillel: “No hay más Mesías para Israel. Israel lo disfrutó en la época del rey Hesekías” (citado en Lévinas, 2004, p. 110). Una de las interpretaciones de dicha declaración es que el mesianismo tuvo un carácter absolutamente político, perteneciente al Israel primitivo, y que la esperanza que ahora Israel adopta debe estar más allá de la figura del Mesías, debe esperar una salvación que provenga de Dios mismo. Esto puede entenderse, según Lévinas, porque el mesianismo entra en una evolución, en un “perfeccionamiento incesante” y que de ninguna manera puede acabar ni cumplirse de una vez por todas: “La Liberación por Dios coincidiría con la soberanía de una moralidad viva, abierta a progresos infinitos” (Lévinas, 2004, p. 111). Pero si, según un prestigioso maestro, Israel no es únicamente la etnia, ni la nación, sino que es la consistencia moral de una elite (¿acaso un resto?) de todos los pueblos, la esperanza en el Mesías sigue estando presente en las otras naciones.

De cualquier modo, Rabí Hillel revela un hecho fundamental: el Mesías, político o no, actúa por delegación divina, es delegado de un poder superior y, por ende, él no puede agotar la idea de la salvación. En el conocido caso de Samuel, que Lévinas trae a colación, donde el profeta se enfrenta a un pueblo que le exige tener un rey, como lo tienen todos los pueblos, para adoptar así una existencia propiamente política, se destaca lo que significa la consistencia de un pueblo que no tiene más rey que Dios. Es decir, no encuentra delegación alguna entre Dios y los hombres, sino participación directa para la salvación, donde ésta estaría ocurriendo en cualquier instante a través del pueblo.

En la existencia de un pueblo sin rey soberano, sin mediación entre Dios y la comunidad, Lévinas parece sugerir que se disipa la imagen y necesidad de un Mesías, pues si hubiese lugar para algo como un ungido, es Dios mismo quien ocuparía dicho lugar. Y, entonces, el tiempo final y la época mesiánica no serían más que necesidades que aparecen cuando el pueblo insiste en entrar en la historia de la mano de la política y de un rey:

Es conocida la resistencia que opone a esta aspiración política el profeta Samuel y su conformidad siempre de mala gana a la exigencia popular. Cada vez que, resignado, reúne al pueblo, se muestra duro y despectivo. Reprocha al pueblo esa entrada en la existencia política y la ofensa que de ese modo le hace a Dios. ¿Qué es concretamente, un pueblo que no tiene más rey que Dios, sino una existencia en la que nada se hace por delegación, en la que cada cual participa íntegramente en lo que elige y en la que cada cual está enteramente presente en su elección? Relación directa entre el hombre y Dios sin mediación política. Esto supera el mesianismo todavía político […] El judaísmo no aporta, pues, una doctrina acerca de un fin de la historia que domine el destino individual. La salvación no representa el fin de la historia o su conclusión: ella es posible en cualquier momento (Lévinas, 2004, p. 112).

Samuel, no pudiendo persuadir a su pueblo de las ventajas de la impolítica, caminó hacia la monarquía, donde se manifestaría el mesianismo. Es curioso que, actualmente, una figura que hace aparición en la política sea la de democracia directa que, bajo la participación ciudadana, pretende prescindir de la delegación y los representantes. El caso de Samuel arroja luces sobre este paradigma político. Todavía más interesante es la opinión de un Rabí Yojanán, que no ve solamente en el mesianismo una doctrina meramente política, sino un elemento hacia donde tiende el destino mismo de la creación: “Rav ha dicho: ‘El mundo no ha sido creado más que con miras a David’. Y Schemuel ha dicho: ‘Con miras a Moisés’. Y Rabí Yojanán ha dicho: ‘Con miras al Mesías’” (citado en Lévinas, 2004, p. 113).

Que el mundo haya sido creado con miras al Mesías, equivale a decir que la obra de la creación no tiene sentido, sino en cuanto espera su redención. No se satisface el mundo, según el Rabí Yojanán, ni en la plegaria ni en la Torá, sino que la creación está a la espera del Mesías. No ocurre tampoco para él que el rey David ni Moisés llenen la figura del Mesías. Pero si el Mesías no es cercano al libertador que recibe la Torá ni tampoco el justo monarca de los salmos y las plegarias: ¿Quién es, entonces, el Mesías? Lo único que Lévinas nos descifra acerca del sentido mesiánico de la creación es que Rabí Yojanán consideraba que “el Mesías sigue siendo necesario en un mundo en el que ya existe la plegaria y la Toráh” (citado en Lévinas, 2004, p. 113) y que éste tiene la forma de una agencia moral.

Por último, nuestro autor entra en una cuestión un tanto escabrosa, donde intenta descifrar, de la mano de los rabíes, el nombre del Mesías, cuestión en la que G. Scholem se mostraba un tanto más pudoroso en cuanto a la caracterización de la persona mesiánica. Primero, Lévinas lanza una serie de nombres que, provenientes de tres escuelas y tres maestros, intentan llegar el nombre del Mesías. Tres palabras comienzan a dibujar su figura: Siló, Yinón y Janina. La primera hace referencia al advenimiento del Pacífico (Siló): el que hace la paz. La segunda es Yinón (nombre que ha sido constituido antes de la creación, la antecede y subordina), que se refiere al rey que hace justicia con el pobre y defiende a su pueblo, como en el Salmo 72: “Oh Dios, da al rey tu juicio, al hijo del rey tu justicia: que con justicia gobierne a tu pueblo, con equidad a tus humildes”. La tercera, Janina, indica la piedad y el amor que se necesita encontrar en la liberación hacia el exilio. Un cuarto nombre irrumpe en el espectro mesiánico, a través de un texto que Lévinas considera clave: “Según otros su nombre es Menajem, hijo de Hesekía, pues ha sido dicho (Lam. 1:16): ‘está lejos de mí el que trae la consolación (en hebreo el que trae la consolación = Menajem) y que me devuelve la valentía’” (citado en Lévinas, 2004, p. 115).

El consuelo, aquí, aparece como una característica mesiánica que no conocían ninguna de las tres escuelas que nombraban al Mesías: va más allá de ellas y, como refiere el texto, pertenece a alguien lejano. El que consuela, dice nuestro autor, establece una relación personal y directa con aquel a quien consuela. Esto sugeriría una salvación personalizada y directa, cara-a-cara diríamos, tan cercana como un abrazo, que viene a diferenciarse de manera fuerte de la redención política, que es objetiva y le ocurre a todo un pueblo, a un nivel supra-estructural. Sabemos que el movimiento del fundador del cristianismo fue popular no sólo por el hecho de que hablaba y reunía a las multitudes, sino porque también establecía una experiencia directa con un enfermo o con un afligido, ya sea mediante la cura o mediante el consuelo. Dicha personalización de la salvación fractura y atraviesa las formas de las relaciones establecidas por la política, el Estado o el Derecho, formas en las que incluso el mesianismo puede encontrarse capturado, pero en el que, sin embargo, se encontraría diluido y despersonalizado.

En esta formulación del paradigma mesiánico destaca el aspecto personalizado de la redención que, por medio del consuelo, establece y contiene, según su cuarto nombre, el Mesías. En este caso, el Mesías no es anónimo, es el lugar que una persona con rostro debe ocupar. La llegada del consuelo, del encuentro que reduce toda lejanía, se revela como la verdad más íntima que constituye el mesianismo y alguien sin exclusividad debe expresarla: “El día en que la verdad, a pesar de su forma impersonal, conserve la marca de la persona que se expresó en ella, el día en que su universalidad la preserve del anonimato, el Mesías vendrá. Esta situación es el mesianismo mismo” (Lévinas, 2004, p. 116). Parece que lo mesiánico, por lo menos para este texto talmúdico, debe expresarse en alguien, en una persona que le dé rostro a la relación con trascendencia. Esto significa que la llegada del redentor es el instante en que la inmanencia de la persona y la trascendencia del otro se tocan. El Mesías es quien se expresa desde la trascendencia de la ética. Pero si estos nombres no eran suficientes, aparece una figura más bajo el apodo de “el leproso de la escuela de Rabí”, que corresponde también a una imagen que caracteriza al Mesías cristiano; se trata del Siervo sufriente de Yahvéh, que se profetiza en Isaías 53:4: “Y sin embargo eran nuestras enfermedades las que cargaba, nuestros sufrimientos los que soportaba, mientras que nosotros lo tomamos por un malhechor, herido de Dios, humillado”.

Con el Siervo sufriente, acudimos a uno de los paradigmas más característicos de la experiencia mesiánica, de la cual el cristianismo se adueñaría para hacer de él un hapáx, es decir, un acontecimiento exclusivo e irrepetible. Y es justamente lo que Lévinas quiere expropiar, para encontrar en dicho modelo mesiánico el paradigma de la vocación ética que le pertenece a toda la humanidad. Todavía más, Lévinas siguiendo la tesis de Rav Najmán que sugiere este mesianismo como una muy particular teoría de la subjetividad, donde el Yo se constituye originariamente en la asunción mesiánica de la responsabilidad por el sufrimiento de los otros: “El Mesías soy Yo, ser Yo es ser Mesías […] Acabamos de ver que el Mesías es el justo que sufre, que ha tomado sobre sí el sufrimiento de los otros. ¿Quién, a fin de cuentas, toma sobre sí los sufrimientos de los otros, sino el que dice Yo? El hecho de no sustraerse a la carga que impone el sufrimiento de los otros define la ipseidad misma. Todas las personas son Mesías” (Lévinas, 2004, p. 118).

Esta subjetividad mesiánica es la que Lévinas denomina como el apogeo, en el ser, del Yo; esa torsión de la identidad, donde cualquiera puede ser el Mesías y el Mesías es, en su estructura misma de ser-para-los otros, un cualquiera, precisa también una concepción curiosa del mesianismo y su comportamiento en la temporalidad y la subjetividad. Los rabíes que se disputan las páginas del Talmud en torno al mesianismo, realmente conciben la promesa mesiánica ligada a una personificación. Por otro lado, Lévinas indica que no se trata de que un solo hombre detenga la historia y traiga la salvación, sino de una potencia de soportar el sufrimiento de los otros:

El mesianismo es este apogeo en el ser que es la centralización, la concentración o la torsión sobre sí: este apogeo, en el ser, del Yo. Y esto significa concretamente que cada uno debe actuar como si fuese el Mesías. El mesianismo no es, pues, la certeza de que vendrá un hombre que detendrá la historia. Es mi poder de soportar el sufrimiento de todos. Es el instante en el que reconozco este poder y mi responsabilidad universal (Lévinas, 2004, p. 119).

Teoría de los dos Mesías o los Mesías sucesivos

Al comprender el mesianismo en su esencia más íntima, como una potencia de sufrir por los otros que cualquier humano puede portar, Lévinas realmente afirma de una manera profunda que lo mesiánico se realiza en las personas y, más que eso, es el origen de la constitución misma de la subjetividad ética. El Mesías es descubierto como aquella capacidad que toda la humanidad tiene en potencia, la cual puede surgir desde los recónditos del sujeto en cada uno de los hombres al responsabilizarse de los otros, pasar de uno en uno, de época en época, teniendo su réplica incluso en diversas geografías, y, así, garantiza su permanencia en el tiempo y su subjetivación en determinado instante y en el futuro.

En tanto el mesianismo se comprende como una potencialidad de todo ser humano en cuanto subjetividad ética, la idea de que el Mesías es una persona exclusiva se derrumba. Ahora es potencia común de y entre las personas, expandiéndose a la pluralidad que, sin embargo, se sustenta en la unicidad del Yo, del Yo que en última instancia es quien asume el siempre presente llamado a la responsabilidad que desde los excluidos y oprimidos le interpela. Unicidad del Yo y pluralidad componen la compleja lógica del Mesías, en donde él es uno y es muchos. No hay un solo Mesías, pero sólo el Mesías es aquel o aquellos que dicen Yo. Lo anterior es algo que la creatividad imaginativa del Talmud sugiere a partir de Rabí Yehudá, que dice en nombre de Rav: “El Santo-bendito-sea-él alzará para ellos, algún día, otro David…” (citado en Lévinas, 2004, p. 119). Surge aquí, en la interpretación de nuestro filósofo de dicho pasaje talmúdico, una especie de tesis sobre los dos David o los dos Mesías, uno que llega o ha llegado ya en la historia y otro que está por venir y pertenece a la supra-historia: “El nuevo David será rey y el antiguo, virrey […] un Mesías y un vice-Mesías. Este raro texto lanza un desafío a los historiadores, porque afirma la existencia de dos David y quizás más profundamente afirme que todos los personajes históricos tienen su doble” (Lévinas, 2004, p. 120).

El Rabí habla de otro día mesiánico y de otro David que ha de venir, posterior a un primer cumplimiento, en un segundo acontecimiento. Aquí, el Talmud quizá se relaciona con la doctrina de la parusía (la segunda venida del Mesías) de Pablo de Tarso, solamente que éste juega con la idea de otro Mesías, otro David, que no es el regreso de éste sino la llegada de una réplica o un doble: “el David de la historia es el segundo, su propio doble, y que la significación que alcanza David, más allá de su tiempo, se impone y dirige al David real” (Lévinas, 2004, p. 120).4 Ahora es prudente detenerse y lanzar la siguiente cuestión: ¿el Talmud intenta relatar una histórica fantástica, mítica, al postular dos Mesías, uno histórico y una réplica de éste que ha de venir para otra época, o nos plantea una compleja teoría de la operación de lo mesiánico y de la figura misma del Mesías en el tiempo histórico?

En efecto, el Talmud nos quiere enseñar una profunda doctrina con respecto al comportamiento del mesianismo en el tiempo, donde no se trata de un evento que ocurre una vez de forma irrepetible ni simplemente de que lo mesiánico nunca pueda ser agotado en una persona y acontecimiento histórico determinado (la idea del Mesías siempre por venir), sino que, y más aún, nos muestra que los grandes acontecimientos mesiánicos que se piensan ya realizados tienen su alcance en un momento histórico acotado y, a la vez, lanzan una fuerte radiación en la historia, constituyendo un paradigma que constantemente se replica, en circunstancias y con especificidades únicas, en la historia. Más allá de esa época, de esa historia que tuvo su propio Mesías, la historia, los hombres en ella, prepararán para nuestra época otro Mesías. El evento mesiánico se replica no porque se imite un modelo del pasado, sino por las potencias constitutivas de la subjetividad ética y del actor político que puede irrumpir en la historia. Cada replica mesiánica está en conexión con la radiación del evento mesiánico pasado, por la casilla de lo mesiánico que se reabre en determinada época en la que adviene su reproducción. El evento mesiánico del presente o por venir no se conecta por una similitud en circunstancias con un evento del pasado, ni tampoco porque haga alusión a un tiempo o ideal histórico con el que pretende equipararse. Más bien, un evento mesiánico se replica, y al mismo tiempo se vincula, con las fuerzas mesiánicas que desde el pasado irradian por la constitución del sujeto mesiánico (el Yo que asume tal responsabilidad), que vuelve a abrir la posibilidad de la configuración del actor mesiánico que implica esa enorme y completamente común, en cuanto potencia, a toda persona, de asumir la responsabilidad por toda la humanidad sufriente.

En este sentido, la figura ideal que se desprende de un actor histórico, la idea de un Moisés, de un rey David, de un Cristo, es una mediación que intenta vincular la constitución y el aparecer de la subjetividad ética, incluso ética-política, en su máxima expresión. Quizá se trate de una metáfora donde el ideal que forja el sujeto histórico se desprende de él hacia la trascendencia de la historia, mismo que le permite viajar a través de ésta o también nos puede hablar, más que de un modelo ideal a cumplir, de una capacidad recóndita en la materialidad de la persona, que la humanidad tiende a enterrar como un vestigio y que, en determinados momentos históricos, emerge desde la pre-historia del sujeto, pre-historia del Yo que sólo puede estar constituida por el Otro hombre.

Es por esto que las palabras de los rabíes insisten en la duplicidad, en el doble, en la réplica de un acontecer que, aunque nuevo y propio de su tiempo, debe vincularse con la intensidad de la autoridad del pasado. Sin embrago, no se trata de una doctrina de la repetición, sino de lo que en cada época tendrá que venir con la misma consistencia de lo ya acontecido, sólo que esta vez bajo los signos de su contemporaneidad. Si estas sugerencias no son del todo equivocadas, entonces los pasajes del Talmud sobre los dos Mesías que Lévinas nos enseña, dan cuenta de que lo mesiánico no es solamente un evento instantáneo que detiene la historia, sino que, curiosamente, contiene una compleja lógica histórico-mesiánica.

Reflexiones finales

A partir de los agudos comentarios del Talmud, se nos sugiere una concepción de la historia muy particular, donde el Mesías es una figura concreta que parece realizar el tiempo mesiánico en acciones políticas de liberación de los oprimidos, pero éste contiene una radiación mesiánica que lo relanza en la historia, entrando en una trans-historización. Esto no significa, a nuestro parecer, que el mesianismo devenga totalmente trascendente o supra-histórico. Por el contrario, como para algunos rabíes, el Mesías llega y ha llegado ya en una época histórica específica y para un lugar determinado. David ha ocupado su lugar, pero sólo para su época aquel Mesías tiene cumplimiento y es necesario esperar en otras épocas la llegada de otro Mesías propicio para los nuevos tiempos. El mesías entra en la historia, produce su réplica paradigmática y sobrevive como elemento supra-histórico. El Mesías histórico asciende a un paradigma que sobrepasa incluso su profanidad a la que está, sin duda, expuesto y susceptible:

No existe personaje histórico que no tenga su doble en este fenómeno supra-histórico. Cada acontecimiento histórico se trasciende, adquiere un sentido metafórico que orienta su significación literal. El sentido metafórico dirige el sentido literal y local de los acontecimientos y de las ideas […] El personaje histórico se trasciende en el personaje supra-histórico que es su Maestro. El personaje histórico que funda el Estado no tiene sentido más que cuando obedece al personaje todavía irreal, aunque más real, más eficaz que el auténtico rey (Lévinas, 2004, p. 120).

Sin embargo, no todo tiene por qué terminar ahí: podría darse un paso más con esta figura de los dos Mesías hacia una dialéctica de lo mesiánico, donde su réplica no sólo ocurre para mantener un ideal supra-histórico que consistiría en elevar al Mesías en la idea del Mesías que siempre está por venir, permaneciendo siempre como ideal incumplido, sino que, lo que esta duplicidad hace, indicada por el Talmud, es abrir nuevamente la figura del Mesías a la historia, para que vuelva a hacerse histórico. El cumplimiento de lo mesiánico en acciones éticas y políticas que realizan las personas encarnando al Mesías, pero acotadas en determinado tiempo y espacio, y la reapertura de la casilla mesiánica, constituye el movimiento de lo mesiánico en la historia. La trascendencia del Mesías lo lanza a su posibilidad de volver a transfigurarse en otra forma y época, constituyendo una multiplicación también histórica.

La trans-historización del Mesías consiste en que éste debe ser una figura histórica que surge concretamente, se encarna, pero dicho personaje se rebasa, se trasciende más allá de su concreción en una figura ideal y, a la vez, es arrebatado de su época y relanzado en la historia para que pueda volver a ser posible concretamente otro Mesías. Decir que existen muchos Mesías en la historia es algo que resulta problemático, como para la tradición cristiana que sólo conoce un único Mesías. Quizá es por esto que el Rabí que imaginó tal cosa prefirió hablar de un doble de la misma persona, o de un vice-Mesías y de un Mesías, mientras que el cristianismo optó por hablar de un segundo acontecimiento del mismo Mesías, de una segunda venida después de la resurrección. Los dos, sin embargo, son la expresión de una pasión por los diversos elementos que contiene la figura del Mesías como agente de la redención: por su llegada y la necesidad de su efectividad en la historia y en la política y, sobre todo, en que no sea un evento acotado a su época histórica pasada, sino que su fuerza contenedora de esperanzas de realización de los utópico, del fin de las dominaciones y violencias políticas, sigan estando presentes.

Dicho juego de los dos Mesías parece suceder de tal forma que el Mesías tiene un cuerpo bipartito: un aspecto concreto e histórico y uno trascendente que lo asciende a paradigma desde su figura histórica. La réplica del Mesías (uno concreto que ya ha llegado y otro que es un ideal) no puede leerse únicamente como el hecho de que ningún Mesías concreto e histórico puede agotar el título, sino que de la sunción mesiánica en una subjetividad resulta un movimiento más complejo donde el/los Mesías cumplen un tiempo, lleva a cabo un evento mesiánico, y es vuelto un ejemplar trascendente, lo cual posibilita que sea relanzado una vez más a las épocas histórico-futuras.

Entre el mesías histórico (el que ha venido o viene) y el supra-histórico (el que es una figura ideal siempre trascendente) ocurre una apertura trans-histórica de lo mesiánico, donde la historia se concibe no ya como lineal y continua, sino como quebrada por eventos mesiánicos, como una kairología en la que ocurren las irrupciones de múltiples Mesías con distintas configuraciones. Ciertamente, no es que el Mesías se repita idénticamente, sino que necesita una nueva incorporación, según determinada época. Cada época ha de tener su réplica del Mesías y en cada tiempo este es ruptura y novedad, pero guarda una filiación con la historia de los oprimidos y de los otros Mesías pasados.

Todo Mesías histórico, ya sea bajo la figura del rey David (victorioso) o del Mesías que sufre y fracasa (como el crucificado), tiene su réplica y pertenecen a una misma lógica de lo mesiánico y sus distintas configuraciones. Uno, el Mesías que fracasa en su intento de ponerle fin a las dominaciones y violencias políticas tiende a convertirse en un gran ideal de liberación y lucha que se mantiene puro o exento de los avatares del Estado y el gobierno, pero el Mesías victorioso entra en el mundo profano del tiempo histórico, se degrada su figura y es susceptible de corrupción, aunque existan imaginarios del rey Mesías justo y sabio. Lo que es un hecho, es que en ambos casos su llegada es absolutamente política y no es ajena a la cuestión del Estado y el gobierno: “El Mesías instaura una sociedad justa y libera a la humanidad, después haber liberado a Israel. Esos tiempos mesiánicos son el tiempo de un reino. El Mesías es rey. Lo divino inviste la historia y el Estado, no los suprime. El fin de la historia conserva una forma política” (Lévinas, 2006, p. 264).

El cuerpo del Mesías se disuelve en la historia, ya sea del rey o el Mesías doliente, pero lanza su radiación hacia aquellos de quienes es inseparable: los otros en cuanto pobre y oprimidos. Este pueblo es el que conforma propiamente el cuerpo trascendente, extenso y comunitario del cuerpo individual del Mesías, el personaje concreto que se pierde en la historia.

La idea de los dos Mesías, ¿No acaso demuestra la gran potencialidad de la idea mesiánica? La fuerza de un imaginario que tiene la capacidad de entrar en la historia, de personalizarse en cada uno y en todos (bajo comprensión de la subjetividad ética), lo que hace que en cada época sea posible su réplica. Pero, como ya lo hemos dicho, esto no significa que un evento histórico se repita; el evento mesiánico es por definición irrepetible porque va contra el retorno de la historia, pero en el afán de dar cuenta de la constante necesidad de una operación de una potencia liberadora en la historia, el Talmud ha postulado dos Mesías. Debemos plantear el imaginario de la multiplicidad mesiánica que se guarda en la unicidad y conciencia ética de la subjetividad mesiánica: El ser (Yo) que es para los otros. Debemos también seguir pensando la continuación de dicha lógica mesiánica (que tendemos a pensar de forma unidireccional: del liberador hacia los otros) en su otra dirección no tan explorada: la de aquellos otros que vuelven hacia el Mesías mismo, en relaciones como la glorificación, la fe, la confianza, la identificación, tema que nos abre al fenómeno en el que lo religioso, lo popular y lo político se encuentran y en el cual la figura del mesianismo nos ilumina todavía en la actualidad.

Bibliografía

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1Para el gran historiador del judaísmo, el mesianismo debe ser reivindicado como una teoría de la redención histórica, como un fenómeno social estrictamente público y visible, en contraste con la idea de redención cristiana, la cual, según Scholem, ocurre como un fenómeno puramente personal, interior e invisible: “Lo que los cristianos tenían por una comprensión más profunda de lo exterior les parecía a los judíos su liquidación, una huida que trataba de zafarse de la obligación de mantener las aspiraciones mesiánicas en sus categorías más reales, preocupándose en cambio de una interioridad pura que jamás ha existido” (Scholem, 2000, p. 100).

2Jacob Taubes, es otro filósofo que reaccionó críticamente a la concepción puramente objetivista del mesianismo que reconstruye Scholem, franqueando la oposición entre un mesianismo objetivo, que acontece en la historia, y un mesianismo de la interioridad, como lo es para el cristianismo, con una concepción dialéctica del mesianismo, donde interioridad subjetiva y realidad objetiva forman parte de la lógica mesiánica y su crisis histórica: “La interiorización no es una línea divisoria entre “judaísmo” y “cristianismo”, sino que caracteriza una crisis dentro de la misma escatología judía -en el cristianismo paulino así como en el movimiento sabatiano del siglo XVII-. ¿De qué otra manera puede definirse la redención, después de que el mesías no ha redimido el mundo exterior, sino trasladándola a la interioridad?” (Taubes, 2007, p. 46).

3Precisamente, Giorgio Agamben en La Chiesa e il Regno, nos enseña que comúnmente el tiempo mesiánico se confunde con el tiempo apocalíptico (el fin de tiempo), lo cual incurre en una imprecisión que él aclara en cierta coincidencia con la lectura de Lévinas en torno al tiempo mesiánico. Agamben, partiendo en gran medida de la experiencia del tiempo mesiánico del Apóstol Pablo, indica: “Un común malentendido a tener en cuenta a este propósito, es la confusión del tiempo mesiánico con el tiempo apocalíptico. El apocalíptico se sitúa en el último día, en el día de la cólera: él ve el fin del tiempo y describe aquello que ve. El tiempo que el apóstol vive no es, en cambio, el fin del tiempo. Si se quisiera resumir en una fórmula la diferencia entre el mesiánico y el apocalíptico, yo creo que se debiera decir que el mesiánico no es el fin del tiempo, sino el tiempo del final. Mesiánico no es el fin del tiempo, sino la relación de todo instante, de todo kairos, con el fin del tiempo y la eternidad” (Agamben, 2010, p. 8).

4Cercano a esta hipótesis que piensa la figura de dos Mesías, de una réplica, se encuentra la imaginación de Borges en el último relato de su Historia universal de la infamia, donde habla de la existencia de un doble del profeta Mahoma: uno que efectivamente es quien escribió el Corán y otro que lo sustituye en una especie de delegación representativa en los cielos; uno es el que los creyentes confunden con Dios (pues hacen de él una figura idealizada) y otro que es el histórico. Así como el Talmud piensa dos Mesías, dos formas de un mismo personaje, este relato concibe una duplicación del profeta del islam. Hay algo en el fondo que debe pensarse en estas imaginaciones que piensan que cada personaje determinante en la historia tiene su doble. ¿No nos sugiere acaso una nueva manera de comprender los eventos que quiebran la historia y de la historia misma de una manera más compleja, donde los grandes acontecimientos de quiebre o de giros históricos que parecen producir replicas? ¿Se trataría, acaso, de pensar la historia a través de otra línea histórica no lineal que se teje a través de las rupturas propiamente mesiánicas, es decir, aquellas que intentaron realizar o ponerse en reporte con las esperanzas y promesas de liberación de su tiempo?

Recibido: 04 de Noviembre de 2022; Aprobado: 09 de Febrero de 2023

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