Introducción: pandemia, crisis y cultura
La novela no es sólo mímesis del mundo moderno, sino que se ha postulado tal vez como el instrumento cognitivo privilegiado desde donde descubrirlo
Claudio Magris (2015)
El cierre escolar a raíz de la pandemia ocasionada por el brote de un nuevo coronavirus (SARS-CoV2) obligó a pensar en qué habilidades podríamos perder por recluirnos en casa y cuáles serán las consecuencias a futuro. Dimensionar este fenómeno es importante. La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, Ciencia y Cultura (UNESCO), estimó que nueve de cada diez estudiantes en el mundo tuvieron que alejarse de la escuela a inicios de 2020. Esto representó alrededor de 1 500 millones de personas de 165 países. “Nunca antes habíamos sido testigos de un trastorno educativo de tal magnitud”, aseveró la directora general de la UNESCO, Audrey Azoulay (2020).
Bajo este escenario, algunos economistas y organismos internacionales se han mostrado -con justa razón- preocupados por la caída de rendimientos económicos futuros a consecuencia de la presente pérdida de competencias y habilidades. Saavedra y colaboradores (2021, p. 1) estiman que esta “generación de alumnos se encuentra en riesgo de perder” 17 billones de dólares en “ganancias a lo largo de la vida” como resultado del cierre escolar. Aunque muchos gobiernos trataron de enfrentar esta situación con programas basados en la Internet, televisión y radio, la “efectividad del aprendizaje a distancia” fue muy variable (Saavedra et al., 2021).
En México, el gobierno aseguraba que la estrategia de Aprende en Casa era exitosa y que el sistema educativo no se había paralizado (Moctezuma, 2020). pero datos de la Comisión Nacional para la Mejor Continua de la Educación (Mejoredu) matizaron el triunfalismo oficial. En secundaria, “cuatro de cada diez estudiantes señalaron no haber tenido actividad en una materia o más” (Mejoredu, 2020, p. 16), y aún más preocupante, a medida que avanzaba el nivel educativo, se recibía menos y peor orientación por parte del gobierno a la familia para apoyar el aprendizaje de los hijos en casa. Mientras en preescolar, 26% de los padres encuestados declararon recibir información insuficiente o de plano no recibirla, en secundaria este porcentaje ascendió a 54%.
Otros datos mostraron cómo la crisis educativa en países como México se iba ensanchando a raíz de la pandemia. El INEGI (2021) reportó que un poco más de 738 mil estudiantes no concluyeron el ciclo escolar 2019-2020, y de éstos, 435 mil (59%) declararon un motivo relacionado con Covid. Además, 29% de éstos perdió contacto con sus maestros o no pudo hacer las tareas. Este hallazgo se confirmó con el sondeo de Mejoredu (2020), que mostró que, tanto en primaria como en secundaria, los estudiantes declararon recibir más apoyo académico de sus madres que de sus maestros.
El golpe de la pandemia en el Sistema Educativo Nacional hizo que 5.2 millones de personas de tres a 29 años no se inscribieran al ciclo escolar 2020-2021 por razones atribuidas al Covid y a la falta de recursos (2.3 y 2.9 millones, respectivamente) (INEGI, 2021). Si a esto agregamos los 3.6 millones que no se registraron por “tener que trabajar”, México registró un nivel de exclusión escolar del tamaño de toda Austria (8.8 millones).1
Ciertamente, estas pérdidas, en términos de oportunidades de vida, son muy graves. Echarán para atrás avances que se habían logrado a lo largo de varios años en México y en otros países de América Latina. Se requerirá, por lo tanto, imaginación y mejores políticas y programas educativos para compensar el abandono escolar, el deterioro de nuestras habilidades y la pérdida económica.
No obstante, la profunda crisis educativa por la que atraviesa México también nos hizo reflexionar y recordar algunas enseñanzas pedagógicas. En este sentido, especialistas convocadas por el Consejo Mexicano de Investigación Educativa (Comie) para participar en un foro sobre la investigación educativa en tiempos de Covid-19, recordaron que, a pesar de la crisis, los seres humanos no dejamos de aprender; que ésta es una actividad constante y que puede ocurrir tanto afuera del espacio escolar como dentro y por vías no formales.2 Esto sirve para preguntarse cómo puede educar la cultura, entendida como la expresión de las diversas manifestaciones estéticas, literarias y artísticas. Es decir, el concepto de cultura que se adopta aquí está relacionado con una acepción humanística, más que con una antropológica. No son los símbolos, ritos o lo sagrado de una determinada “cultura” (china, española o rusa) lo que aquí se estudia, sino expresiones artísticas generales.3 El Oxford Dictionary of Sociology aclara que, en ciencias sociales, la cultura es aquello que en una sociedad humana es “socialmente transmitido” y no biológicamente creado, mientras que el sentido común tiende a equiparar la cultura con las artes (Marshall, 1998, p. 137). Es esta segunda acepción de cultura la que este artículo utiliza.
Pero vale la pena también decir que la noción sociológica o antropológica de la cultura no está totalmente desligada de la noción artística o del marco del sentido común. Marina y Rambaud (2019, p. 16) han hecho notar que la “cultura es el modo humano de vivir”. Por tanto, el arte no puede estar desligado de este modo de vida. Las “obras de arte” asientan, nos definen. La aparición de la música, por ejemplo, recuerdan Marina y Rambaud (2019, p. 44), podría fecharse hace 35 mil años, mostrándonos que al cerebro humano “le gusta la música”.
Una vez aclarado que la noción de “cultura” que utiliza este artículo es la referida al sentido común y no directamente a la sociología o a la antropología, es necesario hacer dos precisiones adicionales. Primero diría que la literatura, la música, la poesía son valiosas por sí mismas. No tendríamos por qué, necesariamente, atribuirles una función pedagógica. Por su valor intrínseco, estas expresiones valen. Tan es así, que Zaid (2013, p. 297) piensa que la “cultura no debe ser tratada como el resto de la vida material. Las obras creadoras son de interés público” al grado de que la sociedad las “expropia para el dominio público”.
Pero hay otro argumento más para reafirmar el valor intrínseco de las obras o expresiones artísticas. De acuerdo con Vargas Llosa (2012), los “grandes humanistas”, tienen una función muy distinta de la del científico, especialista o “tecnócrata”. El trabajo de los creadores, explica el escritor:
no va orientado en una dirección; va orientado al conjunto de la sociedad y de alguna manera establece los denominadores comunes que se pierden en la sociedad con la modernización y la industrialización. La sociedad moderna va segregando, va separando a los individuos, y por eso en esta sociedad es tan importante un denominador común que nos hace sentir siempre solidarios y fraternos, porque establece entre nosotros una comunidad de intereses. Esa comunidad de intereses sólo la crea la cultura (Vargas Llosa, 2012, p. 21).
Segunda aclaración: tampoco es acertado considerar que la probable función educadora de la cultura presenta un “problema de orden”, es decir, que primero tengamos que producir o encargar obras artísticas de alta sensibilidad para luego formarnos o crecer pedagógicamente. No. La espontaneidad y la creatividad del artista corren caminos distintos de lo instrumental. Si nos emocionamos al leer una novela, un poema o al ver una película puede ser por una evocación íntima, la cual se activa gracias a la sensibilidad del artista y no porque una sociedad o grupo de poder la juzgue como “buena” y mucho menos correcta. Al crearse libremente, el arte no busca moralizar. Esto lo sabía bien el escritor Oscar Wilde (s. f.), quien pensaba que no había cosa tal como un libro moral o inmoral, sino solamente un libro bien o mal escrito. Asignar funciones extra artísticas a las grandes obras es arriesgado y, en ocasiones, empobrecedor (e. g. el “arte revolucionario”).
Luego de estas precisiones conceptuales, pasemos ahora a exponer la primera de tres partes para explicar cómo el arte educa. El texto abre con una discusión sobre el trabajo de los artistas y los académicos y especialistas; luego, en la segunda parte hace la observación de que el artista abre la puerta para anunciar el fin de la “dictadura de los comportamientos fijos” (Monsiváis, 2000, p. 159). La tercera y última parte discute dos aspectos aparentemente no conectados: la sensibilidad y la crítica. Se concluye sugiriendo la identificación de un “código creativo” por medio del cual se puede hacer de la educación algo más que transmisión de contenidos o simple escolaridad. ¿A qué se refiere este concepto y cómo podría identificarse?4 A lo largo del texto se explicará en qué consiste este código. A grandes rasgos, diría que este código nos hace sentir emoción y admiración comunes gracias al trabajo sensible del artista. Es algo espontáneo, pero nos muestra que hay diversos caminos para aprender. Nos hace, además, mirar con nitidez la vida real por medio de la ficción. Y esto es así porque el artista no utiliza como insumos para la creación a la ideología o a las certezas, sino la inteligencia sensible y la duda. Mira el mundo sensible y frescamente para revelarnos humanidad. Identificar este código en las manifestaciones artísticas y culturales no es tarea de un texto como éste. Hacer que la cultura sea un “instrumento cognitivo” -en palabras de Magris- depende de cada profesor, estudiante y comunidad de aprendizaje en situaciones y contextos determinados.5
Ficción y realidad: el artista y el académico
Nussbaum (1997), filósofa de la Universidad de Chicago, asegura que los ciudadanos no podemos relacionarnos bien con nuestro complejo mundo utilizando sólo el conocimiento fáctico o lógico; necesitamos también la “imaginación narrativa”. ¿Y esto qué es? Es la capacidad de desarrollar compasión o empatía por los demás a partir de la sensación que despliegan las obras literarias. La compasión, además, implica el sentido de “nuestra propia vulnerabilidad” (Nussbaum, 1997, p. 91).
Para ponernos en los zapatos del otro hay que imaginar cómo es su vida, cómo se siente ser pobre, joven, viejo o mujer. Esto se logra al imaginar lo que no somos ni podemos experimentar de manera directa, racionalizar o percibir. La imaginación narrativa es un aporte “académico” que a continuación se ilustra con algunos testimonios de literatos como José Emilio Pacheco, el gran escritor mexicano. En su escrito: “Quién mató a Moctezuma: nota sobre el relato de la verdad y la verdad del relato”, el autor de las Batallas en el Desierto, expresa:
Mi experiencia es, como la de todos, muy limitada. Nací en un lugar y en una fecha precisa. Moriré en las mismas circunstancias. Todo lo que ocurrió antes y cuanto sucede a mi lado es ajeno y desconocido. Sólo mediante la narración puedo saber lo que es realmente ser pobre en el México actual, o lo que es la vida de los jóvenes (Pacheco, 2004, p. 238; las cursivas son mías).
Siguiendo a Pacheco, preguntaríamos entonces: ¿no todo lo que experimento es realidad o incluso verdad? Ésta es una primera lección sobre cómo educa la cultura. La narrativa, para el autor:
es muy importante porque sin ella es imposible situarse en el lugar de los demás. En la pantalla observo cosas que les suceden a otros. En el relato escrito la acción sucede en mi interior. Pongo caras a los personajes, hago la escenografía y el vestuario. Comparto la pasión de esos seres ficticios y sólo así puedo aspirar a la compasión (Pacheco, 2004, p. 238; las cursivas son mías).
Conviene retomar la frase en “el relato escrito la acción sucede en mi interior” para afianzar la idea de que podemos aprender sin experimentar cosas o situaciones específicas. Al imaginar, comprendo, y esto se logra por vía de la narrativa literaria. Es una experiencia real.6 Pero Pacheco no se detiene ahí, sino que va más allá al afirmar que:
los conceptos de ciencias sociales, la psicología y el psicoanálisis no son los únicos medios por los que se puede ver el mundo. La historia cuenta lo que pasó. Lo que no puede darnos es la experiencia de haber vivido ese momento y esa circunstancia (Pacheco, 2004, p. 238).
Podemos, entonces, “ver el mundo” por medio del producto del trabajo académico, pero también por medio de la “imaginación narrativa”, la cual, a pesar de asentarse en la ficción, es real. Esto parece una contradicción, pero no lo es. Cuando un artista imagina, escribe, compone o canta hace que comprendamos al sentir. Octavio Paz (citado en Poniatowska, 2004, p. 104), otro gran escritor, coincide con esto al asegurar que:
la sensibilidad o la afectividad son maneras de conocer. Conocemos con los sentidos, no nada más con la razón… Hay una inteligencia de los sentidos y una inteligencia sensible. No son dos mundos opuestos.
Paz expone esto más clara y bellamente en su poema Hermandad, que vale la pena leer en extenso:
Soy hombre: duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en ese mismo instante
alguien me deletrea.
La sensibilidad puesta en el poema hace pensar si en verdad los poetas son, como observaría Monsiváis (2000, p. 181), “los que mejor encarnan a los visionarios”. Si esto es verdad, quizás también los artistas sabrán cómo analizar la realidad nítidamente y, por ello, podrían adelantarse a los hechos que los académicos analizamos. ¿Suplirá entonces el arte a la teoría especializada? ¿Se enfrenta el arte con la academia?7 En otro lado, Flores-Crespo (2018) se pregunta si el arte es “superior” a la ciencia y resuelve, siguiendo a Severini, pintor futurista, que el “arte no es más que ciencia humanizada” (citado en Flores-Crespo, 2018, p. 208).
Ésta parecería una posición políticamente correcta y quizás hasta cómoda, pero aquí sostendría dos cosas. Primero, en ocasiones se construyen teorías sociales, políticas y económicas demasiado rebuscadas, las cuales se pierden en la abstracción y pueden llegar a ser farragosas, contrario a lo que uno halla en ciertas expresiones artísticas y culturales como la canción popular o los poemas. La frescura para expresar es otro rasgo de las expresiones estéticas que habría que valorar para aprender en entornos creativos y estimulantes.
Segundo, al sobre ideologizarse,8 es también muy probable que un artista (y también muchos académicos y profesores universitarios) produzcan obras de baja calidad, ya que no opera en su interior un deseo creativo, sino un impulso de conveniencia. Un “código político” más que uno creativo.
Pero ante estas confusiones hay esperanza, porque en algunos artistas y escritores se encuentra ese vapor de inteligencia creativa que es destilado por su propia sensibilidad y que, por tener un “común denominador” (Vargas Llosa, 2012), puede interesar a cualquier estudiante. Éste es el caso, por ejemplo, de escritores como Claudio Magris (Trieste, n. 1939) o de Juan Goytisolo (Barcelona, 1931-2017), cuando tratan temas relacionados con identidad, multiculturalismo e interculturalidad.
En tiempos donde el nacionalismo (de cualquier signo) está resurgiendo y la identidad es exaltada como un “soporte meta democrático” (Bartra, 2009, p. 81) para imponer, cancelar y dividir, refresca leer al autor de Microcosmos decir:
Tal vez el único modo para neutralizar el poder letal de las fronteras es sentirse siempre de la otra parte y ponerse siempre del lado de la otra parte (Magris, 1999, p. 90).
Con Magris, se reafirma el significado de la compasión del que hablaban Nussbaum (1997) y Pacheco (2004). Además, suscribe una idea de identidad abierta, plural y razonada.9 Ésta existe en nosotros no para sentirnos superiores y descalificar al otro, sino para ampliar nuestro ser y nuestro entendimiento. “Si la identidad es el producto de un querer, es la negación de sí misma, porque es el gesto de uno que quiere ser algo que evidentemente no es y, por lo tanto, quiere ser distinto de sí mismo, desnaturalizarse, mestizarse” (Magris, 1999, p. 169). Mientras que algunos demagogos y populistas latinoamericanos defienden las identidades fijas y únicas, escritores como Magris -y académicos como Amartya Sen (2006)- hablan de identidades “múltiples y razonadas”. Asumen y reconocen esa “capacidad de trascender” lo que somos, aunque se “amen” las propias raíces (Magris, 1999). Por ello, uno puede alcanzar un sentido “histórico y de libertad” y, entonces, estamos capacitados para rechazar ideas totalitarias, observa Magris. Tal fue el caso de algunos habitantes del Piamonte que se manifestaron contra el fascismo.
Pero volviendo a la diferencia con que académicos y artistas trabajan, Vargas Llosa hace una observación interesante sobre la obra de Magris. En un artículo periodístico, el novelista latinoamericano habla de Danubio, la gran novela de Magris, y expresa que cuando la literatura es
original y profunda, nos educa, y enriquece como ciudadanos obligándonos a revisar convicciones, creencias, conocimientos y percepciones, enfrentándonos a una vida que es siempre problemática, múltiple e inapresable mediante esquemas ideológicos o dogmas religiosos, siempre más sutil e inesperada que las elaboradas construcciones racionales que pretenden expresarla (Vargas Llosa, 2009a, s. p.).
La valoración de Vargas Llosa sobre la obra de Magris coincide con la observación de Nussbaum y de Paz: podemos comprender mejor dada la sensibilidad que ofrece la literatura. Para el escritor peruano-español, “son más útiles las fantasías novelescas y los poemas de los escritores danubianos [para entender la multiculturalidad] que los voluminosos tratados sociológicos, históricos y políticos… a los que a menudo las querellas nacionalistas y étnicas privan de objetividad y probidad. Sin proponérselo -dice Vargas Llosa-, la literatura reveló los ‘secretos consensos bajo esa diversidad’ de la Mitteleuropa”10 (Vargas Llosa, 2009a, s. p.).
Entonces, ¿es más íntegro y objetivo lo artístico que lo académico? ¿Puede la imaginación narrativa ser más útil que algunos tratados de las ciencias sociales? ¿Cómo podría ser esto si la ficción y la realidad son distintas y la primera es el insumo principal de las expresiones literarias, mientras la segunda es materia de la reflexión especializada? Vaya paradoja. Exploremos el punto.
En Sueño y Realidad de América Latina, Vargas Llosa (2009b, p. 38) afirma que “[c]onfundir la realidad con la ficción siempre ha tenido consecuencias trágicas para la humanidad”. Esto ocurre porque, en cierto momento, ha existido una inclinación en algunos países de Europa por idealizar a nuestra región latinoamericana. Somos un receptáculo de utopías para ellos, dice el escritor. Parece haber una “ilusión de encontrar en América Latina la realidad literaria y mitología europea” descargándolos a ellos [a los europeos] “de las limitaciones que imponía a sus sueños la realidad real” (Vargas Llosa, 2009b, pp. 26-29).
Gunther Grass y varios “intelectuales comprometidos” como Regis Debray o Jean Paul Sartre exaltaron, por ejemplo, la revolución cubana y a sus líderes, pero no aceptaban la fórmula comunista para sus países. “¿Por qué lo que es malo para los europeos es bueno para los latinoamericanos?”, pregunta Vargas Llosa (2009b, p. 36), a lo que responde: porque para estos intelectuales, América Latina representaba “una realidad ficticia en la que vuelcan sus utopías fallidas y con las que se resarcen de sus decepciones”.
Los intelectuales “comprometidos” parecen entonces haber creado una “ficción irreal” y en cambio, hubo, como hemos visto arriba, grandes creadores y artistas que con su imaginación revelaron la “realidad real”. Por eso, Vargas Llosa (2009b, p. 54) asienta que en nuestra región necesitamos:
menos delirio y más sensatez y racionalidad. Renunciar a lo imposible y a los cantos de sirena de la irrealidad, provechosos y suculentos para los constructores de ficciones, pero nefastos a quienes quieren abocarse a la dura tarea de derrotar la ignorancia, el hambre, la explotación y la pobreza, creando un mundo sin despotismo, de justicia y libertad, con igualdad de oportunidades para todos, donde la felicidad no sólo se alcance cerrando los ojos a la realidad circundante y refugiándose en el sueño y la ficción, sino, también, a veces, en la vida de verdad.
“¿La vida de verdad?” ¿Qué es esto? Gao Xingjian, otro escritor, nos ayuda a desentrañar esta enigmática frase de Vargas Llosa. En su conferencia al recibir el Premio Nobel de Literatura, Xingjian (2000, p. 88) asienta que la literatura trasciende ideologías, fronteras nacionales y la conciencia racial de la misma manera en que la existencia del individuo va más allá de los “ismos” y esto es porque “la condición existencial de los seres humanos es superior a cualquier teoría o especulación acerca de la vida. Nuestra naturaleza humana es, entonces, universal” (las cursivas son mías).
Al escribir, los artistas muestran el carácter universal de nuestra existencia y, por tanto, son capaces, a mi juicio, de mostrarnos esa “vida de verdad”.11 Sin abrazar utopías o caer en la romantización de causas políticas, han comprendido mejor la “realidad real” gracias a su sensibilidad, imaginación y atención en la existencia individual. Quizás por esto, el arte, según Marina y Rambaud (2019, p. 482) “se adelanta” en ocasiones “a los movimientos sociales o, si no, les proporciona herramientas simbólicas”. Por esta razón, el arte de “vanguardia” representa una amenaza para dictadores, demagogos y populistas. Dado su “afán liberador”, este arte es condenado como “degenerado” o “capitalista” (Marina y Rambaud, 2019, p. 484). Otra lección: mientras el arte implica libertad; la política y la ideología restringen. Exploremos más a fondo esta idea en la siguiente parte.
“La dictadura de los comportamientos fijos”
El título con que abre esta sección pertenece a Carlos Monsiváis (2000) para referir a la función (transgresora) que ha tenido el arte y las diversas expresiones culturales en nuestras respectivas sociedades.
Los grandes creadores han sido, a mi ver, “pedagogos liberadores” al desvelar una realidad de manera sensible, abierta, con pluralidad y sin fijaciones o certezas.12 Me “asustan los que esgrimen sus certezas; me gustan los que dudan, los pasos vacilantes me enternecen y me dan miedo los que pisan firme”, escribiría Gutiérrez Vega (2016, p. 84) en su poema “Por favor, su currículum”. Por esta duda razonada, la cultura, en un sentido humanístico, nos permite un acercamiento no tradicional o convencional al mundo real. Son los artistas quienes con su labor “anuncian el fin de la dictadura de los comportamientos fijos” (Monsiváis, 2000, p. 159).
En Aires de Familia, el escritor mexicano observaba que a principios del siglo XX lo propio de América Latina fue la homogeneidad de gustos y creencias, pero entonces llegaron los “migrantes culturales” que representan vanguardias al adoptar modas y actitudes de ruptura. Se abandonaron “lecturas, devociones, gustos, usos del tiempo libre, convicciones estéticas y religiosas, apetencias musicales, cruzadas del nacionalismo, concepciones juzgadas ‘inmodificables’ de lo masculino y de lo femenino” (Monsiváis, 2000, p. 156).
De esta manera, llegó el rock de la década de los sesenta que, como afirmó José Agustín, expresa ideas complejas y “una visión contracultural del mundo”. La contracultura para Agustín (2017 p. 213) “abarca toda una serie de movimientos y expresiones culturales, usualmente juveniles, colectivos, que rebasan, rechazan, se marginan, se enfrentan o trascienden la cultural institucional”, la cual es “deshumanizante”, poco auténtica y reforzadora del status quo.
Dentro de la canción popular, en México, también se dieron a conocer artistas que hacían pensar si la mejor idea de un ídolo era exclusivamente un charro o un macho. En este sentido, el cantautor Juan Gabriel13 fue un triunfo cultural en un país profundamente machista. Sobre el personaje afeminado que creó Alberto Aguilera Valadés a lo largo de casi 45 años de carrera artística, Monsiváis (2004, p. 297) escribió:
En el encono contra Juan Gabriel actúa el odio a lo distinto, a lo prohibido por la ética judeo-cristiana, pero también se manifiesta el rencor por el éxito de quien, en otra generación, bajo otra moral social, hubiese sido un paria, un invisible socialmente. “¿Cómo se atreve a atreverse?”.
El Divo de Juárez nos recordó que la canción popular puede capturar los más variados y encontrados sentimientos que nos reflejan a todos: “No cabe duda que es verdad que la costumbre es más fuerte que el amor”.14 He aquí, otra vez, ese “denominador común” del artista del que hablaba Vargas Llosa en su defensa de la “alta cultura”.
A la contribución cultural y estética de Juanga aún le faltan líneas por escribir. Pero, ¿cómo embarcarse en esta tarea sin academizarlo, sin intelectualizarlo? En su poema Pro/Creation, Kgositsile (2007) dice que la música como lenguaje mira al mundo con el espíritu de una persona que se identifica a sí misma de una manera más precisa que con una simple etiqueta. Ése, creo, fue Juan Gabriel: un artista original, un mexicano ejemplar con una lírica que no admite etiquetas y que tampoco necesitó el aval de la “alta cultura” para brillar y ser valioso. Su contribución estriba en esas canciones que responden a lo que las personas sentimos sin habernos hecho una pregunta. Ya sean de amor o desamor, poseen una inefable carga de alegría. “No tengo dinero ni nada que dar/lo único que tengo es amor para amar”.15
La cultura cumple, entonces, una función pedagógica en el momento en que no busca instalar la “dictadura de los comportamientos fijos”, sino que con sus expresiones rompe esquemas y enriquece el mundo de los sentimientos.
La expresión artística, por ser humana, no admite esquemas rígidos o inmóviles ni es autorreferente y mucho menos está apegada a ideologías particulares. La cultura no moraliza, educa al crear en libertad. Pero esta capacidad de ser libre tiene, en distintos países, un costo muy alto. No pocos cantantes y escritores han sido proscritos como hoy es el caso del escritor nicaragüense Sergio Ramírez (Nicaragua, n. 1942).16 No pocos artistas han tenido que enfrentar a las ideologías imperantes, tiranías, asesinos y dictaduras para poder “caminar en el aire”, como escribiría Seamus Heaney (2007) y publicar en un mundo que “no era el suyo” (Gordimer, 2007).17 Pasemos a la tercera parte de este argumento.
Gusto descontentadizo y emoción sin obstáculos
Fuertemente relacionado con la idea de vivir una vida sin fijaciones o certezas, los artistas comparten con los académicos el “código creativo” al ejercer, de manera honesta y pública, la crítica, así como de reconocer su propia ignorancia. Los poetas, si son genuinos, dice Szymborska (2007), deben saber repetir: “no sé”. De aquí parte toda inspiración, afirma el Nobel.18 El reconocimiento de esta aparente ignorancia posibilita que surjan nuevas preguntas y, con ello, creaciones culturales originales. Michel de Montaigne (2014, p. 73), hombre del Renacimiento, refuerza esta idea al expresar que “el reconocimiento de la propia ignorancia es una de las demostraciones de juicio más ciertas y más hermosas… podemos tener juicio careciendo de la verdad y el saber”.
Dudar, entonces, nos hace humanos y esto allana el camino hacia el entendimiento; saber con el corazón, diría Susanna Tamaro (1996) en su libro intitulado Donde el corazón te lleve, el cual es un conmovedor relato de una abuela hacia su nieta. Ahí la escritora triestina afirma -por medio de su personaje- que la comprensión nace de la humildad, no del orgullo de saber. “Sin entender comprendo”, reafirmaría Paz (2009, p. 268)
No es, entonces, desproporcionado decir, como Jorge Luis Borges (2012, p. 101), que mientras más “descontentadiza sea nuestra gustación”, más probable es que se escriban “páginas honrosas”. La creatividad nace pues de la duda, no sólo del saber y esto lo recuerdan escritores y poetas. También es un código que los académicos podríamos compartir, por tanto, así la cultura puede educar.
Otro rasgo que compartimos académicos y artistas es la crítica. Cómo ejercerla es materia de análisis en un mundo polarizado, sobre ideologizado y regido por la conveniencia material y el lucro económico. Pero escritoras como Virginia Woolf nos dan una lección para no caer en la confusión y salir de Babel.
En Una habitación propia (A room of one’s own, 1929), de Woolf, encuentro una espléndida combinación de creatividad inspirada en la realidad de ese tiempo.19 “La obra de imaginación -reafirma Woolf- es como una telaraña” que está “atada a la realidad” de manera muy “leve” pero sobre las “cuatro puntas” (Woolf, 2008, p. 32). Imaginación y realidad, entonces, no son paralelos y pueden unirse por la sensibilidad del artista. Esto también hace pensar que por más imaginación que despliegue un artista, ésta o éste no se fuga de la realidad. ¿Se unen aquí la subjetividad con la objetividad? Buen punto de reflexión futura. Sigamos analizado la obra de Woolf.
En Una habitación propia, además, se puede leer una profunda sensibilidad para ejercer la crítica. En la escritora inglesa advierto esa honestidad al pensar y al juzgar de las grandes mentes que, según la escritora y citando a Samuel T. Coleridge (1772-1834), “son andróginas” porque transmiten “la emoción sin obstáculos”20 (Woolf, 2008, p. 71). Esto es que puedo abrazar una causa como la feminista y cuestionar la realidad, pero eso no necesariamente implica alabar por alabar ni fugarse de la realidad, como ocurre con algunos “intelectuales” o académicos “comprometidos”. En su reflexión, Woolf (2008, p. 62) se cuestiona abiertamente si no está lisonjeando a su propio sexo, algo que “siempre es sospechoso y a menudo tonto”. Otra lección que recojo de Woolf es que habla de la “división de la conciencia”. ¿Y esto qué es? Que uno puede pertenecer -quizás por fatalidad- al sector privilegiado de una sociedad, pero eso no invalida el hecho de criticar el comportamiento burgués. Esto es una gran lección para nuestros estudiantes. La mente, dice Woolf (2008, p. 70), “siempre está alterando su enfoque y mirando el mundo bajo diferentes perspectivas”. Fijar la mirada en un solo punto puede hacernos tuertos o completamente ciegos. “Ojo que no mira más allá no ayuda al pie”, cantaría Silvio Rodríguez.21
Pero regresemos con Woolf quien, al igual que Octavio Paz, pensaba que la creación está presente aun en los peores tiempos. El encierro y el trabajo escolar en casa al que nos vimos forzados por la pandemia no es algo que todas y todos queramos mantener y no tendría por qué restringir nuestra imaginación. Aunque pasemos largas horas en nuestro “cuarto propio”, la realidad está allá afuera, la recreamos al sentir y esa realidad es digna de vivirse plenamente porque nos indigna.22 Imaginación (subjetiva) y realidad (objetiva) no están separadas.
Reflexión final
El argumento central de este artículo es que la educación puede enriquecerse si sabemos y podemos incorporar a ella las manifestaciones artísticas más prominentes de la cultura. Pero el cambio no es directo ni automático. Habrá que identificar el “código creativo” de las diversas expresiones estéticas para relacionarlo con nuestras lecciones y aprendizajes. Este código consiste en aprender a conocer de diversas maneras y no sólo a partir de la experiencia o de la evidencia, sino también a partir de la “imaginación narrativa” (Nussbaum, 1997) que ofrecen la literatura y otras manifestaciones culturales. Este tipo de narrativa, aunque sea ficción, es “real”. En el “relato escrito la acción sucede en nuestro interior”, diría José Emilio Pacheco (2004, p. 238). Experimentamos, entonces, el sentimiento desde dentro de nosotros, y quizás por esto podemos ver las cosas de la “vida real” y de “la vida de verdad” (Vargas Llosa, 2009b, p. 54), más clara y profundamente.
Los verdaderos artistas son capaces de transmitir la “emoción sin obstáculos” (Woolf, 2008) porque manifestaciones como la poesía “vive en las capas más profundas del ser, en tanto que las ideologías y todo lo que llamamos ideas u opiniones constituyen los "estratos más superficiales de la conciencia”, diría Octavio Paz.23
Por su mirada sensible sobre la realidad, el artista ha tenido la capacidad de adelantarse, formular críticas, pensar y hacer mejor el mundo que todas y todos habitamos. Montado en una libertad heroicamente obtenida, el artista sabe alterar su enfoque, mirar el mundo desde diferentes perspectivas, trascender sus raíces e identidades por muy amadas que sean. Éste es parte del “código creativo”. Sin un “insaciable afán de absoluto” (Krauze, 2011, p. 88), los trabajadores culturales despliegan una posición abierta, plural que, por consecuencia, no busca imponer la “dictadura de los comportamientos fijos”. Los verdaderos artistas no moralizan, crean, y de esa libertad sensible quise hablar aquí donde su “ausencia crea la forma de la nada”.24