Introducción
Sibi parat malum, qui alteri parat. 1
Dada su existencia exclusiva en el mundo de las letras, se esperaría que los poetas hubieran favorecido la difusión de la leyenda del unicornio a lo largo de la historia. Sin embargo, la historiografía literaria ya ha demostrado que la responsabilidad de este hecho recayó, principalmente, en los médicos o los textos concebidos con una clara intención médica.2
El primer testimonio conocido se remonta al siglo IV a. C., con la obra del médico griego Ctesias y, desde entonces -y sin pretender más que mencionar unos cuantos autores y obras partícipes de esta tradición-, las conceptualizaciones de este animal, y su beneficioso cuerno, se enriquecerán gracias a la pluma de autoridades grecolatinas, tales como Plinio, Dioscórides, Eliano y Solino; y obras anónimas o atribuidas fundamentales de la literatura occidental, como el Fisiólogo.3 Influenciada por esta última obra, la literatura medieval --de la mano del género literario del Bestiario-- contribuirá a reformular los alcances y matices de esta leyenda, siendo el caso del Bestiario de amor, de Richard de Fournival, uno de los más singulares.4 Asimismo, varios autores de este período histórico, como san Isidoro o Hildegarda de Bingen,5 --cuyo protagonismo se evidencia al ser mencionados por el mismísimo Francisco Vélez de Arciniega, boticario de nuestro interés--, no se quedarán atrás al intentar plasmar por escrito las características y cualidades de este cuadrúpedo.
De este modo, con temas y motivos que se desarrollaron durante siglos por páginas y libros (que decían de su tamaño y ferocidad; del color y talante de su cuerno; de su convivencia con otras especies, que lo dejaban beber primero del agua de un río envenenado para que se purificase con su cuerno; que explicaban cómo cazarle mediante una bella doncella virgen, etcétera), tal y como era de esperarse al pensar en el caso de otros géneros literarios llegados del Viejo al Nuevo Mundo, el unicornio también se materializará en la tradición textual de la literatura médica novohispana, desde segunda mitad del siglo XVI hasta los primeros años del siglo XIX.
Testimonio de este hecho yace en el fondo reservado de la Biblioteca Nacional de México. Se trata de una obra en romance de un famoso y prolífico boticario de quien no abundan datos biográficos,6 Francisco Vélez de Arciniega. Con algunas páginas faltantes (del folio 1 al 32) y proveniente de lo que fuera el Convento Grande de San Francisco de la Ciudad de México, una copia de su Libro de los quadrupedes y serpientes terrestres recebidos en el uso de medicina, y la manera de su preparación,7 impreso en Madrid, en casa del salamantino Pedro Madrigal, en 1597, ya estaría en la Nueva España durante las primeras décadas del siglo XVII, si no es que antes. Lo que este libro recoge y postula sobre el unicornio y su cuerno dialogaría con el imaginario de médicos, cirujanos, boticarios y religiosos novohispanos, quienes vieron en los recursos naturales de la Nueva España todo un repertorio de elementos que servirían al arte de la medicina como remedios contra múltiples enfermedades, algunas de ellas incurables y sumamente temidas -tanto en lo individual como en lo colectivo- por diversas comunidades que integraban la sociedad.
En este sentido, este ensayo destacará que el supuesto cuerno de unicornio fue parte de la materia médica y de las prescripciones del arte de la medicina novohispana. Asimismo, se procurará señalar el porqué en 1597 un boticario toledano se interesó en difundir los beneficios de esta leyenda, mientras que hay una relativa ausencia de la misma en ciertos tratados médicos y quirúrgicos concebidos durante la segunda mitad del siglo XVI en la Nueva España, postura que, por cierto, coincide con el lado más crítico y el más “avanzado” de la medicina occidental del momento. A manera de un adelanto de las consideraciones finales a las que he intentado llegar, pretendo señalar lo siguiente: durante los trescientos años de la Nueva España, donde su Protomedicato trataba -entre otras cuestiones- regular el abastecimiento y calidad de los medicamentos de las boticas;8 en donde los médicos de formación universitaria y cirujanos romancistas condenaban -hasta cierto punto- que pacientes recurrieran a la curandería indígena;9 en esta sociedad novohispana destacará que el supuesto consumo de cuerno de unicornio estuvo ligado a una conceptualización de materia lapidosa, dura y maravillosa, tal y como lo fueron las piedras bezoares.10 Sin embargo, a diferencia de aquéllas -más comunes y presentes en las entrañas no sólo de mamíferos terrestres, sino de aves y reptiles-, el cuerno de unicornio se ofrecerá en su versión para pobres, es decir, en polvo. Este uso nos habla de un ocultamiento de su verdadero origen, mismo que no será un problema para integrarlo como elemento de fármacos contra las infecciones y sus síntomas, como la disentería, el tabardete y, principalmente, como recurso para contrarrestar los peores males provocados por el envenenamiento. Sin embargo, paulatinamente, el único cuerno que prevalecerá en los tratados médicos y en las listas de medicamentos de las boticas será el que, quizá -la mayoría de las veces- se administró realmente: el de ciervo.11
Finalmente, creo que estos factores seguirán enriqueciendo una serie de posibilidades poco atendidas por la historia de la medicina que ya he tenido oportunidad de señalar en otros trabajos: hay toda una poética que se construye alrededor de los textos médicos que es sumamente rica para la historiografía literaria y la historia cultural de la Nueva España.
“No solamente para boticarios y médicos acomodada”
El Libro de los quadrupedes es considerado como el primer libro de zoología terapéutica del orbe hispánico.12 Nace con una intención de llegar a un público mucho más amplio y que no se reduzca a los especialistas del arte de la medicina. Su autor lo deja en claro: “para otros muchos buenos ingenios, que gustan de saber historias de animales”.13 Además, aparece publicado cuando la corte madrileña ya había tomado nuevas posturas promovidas por el Protomedicato en relación al oficio de los boticarios; regulaciones cuya propuesta, discusión e impacto duraría unos cinco años, de 1588 a 1593.14 Entre éstas, destacaría que se reglamentó: “la perfecta elaboración de los medicamentos usuales”.15 En lo que respecta a los preparados con cuerno de unicornio, éstos no entran en esta categoría, pues se debe tener presente que se trata de la parte más dura de un animal que llegó a simbolizar a Cristo, y la doncella que le acoge mientras los cazadores le dan muerte, a la Virgen. Un elemento medicinal (un “simple”, como se le conocía en la literatura médica) con tal carga simbólica -sin pasar por alto que también era muy costoso cuando no se le pulverizaba-,16definitivamente no entraría en los listados de medicamentos comunes.17 A pesar de este simbolismo, recogido como el tema de la “caza sagrada” por los especialistas,18 Vélez de Arciniega evita en todo momento aludir esta alegoría, aunque -mediante san Isidoro y sus Etimologías- recordará cómo se caza un unicornio.19 No obstante, ya duda de la efectividad de ésta en sus tiempos:
Pues quando esta opinión fuera verdadera, el aver de yr las doncellas medrosas de nuestros tiempos y melindrosas a caça de Unicornios, a tierras tan lexanas y fragosas, como son las últimas regiones de las Indias, y aun los caçadores tienen mucha dificultad.20
Esta declaración muestra que, en la imaginación del autor, quien escribía desde la corte madrileña, los relatos de la América española ya estaban presentes. Éstos sostienen cierto escepticismo, el cual favorece que se abstenga de recurrir a una carga simbólica y alegórica cristianas en un pasaje vital de la leyenda del unicornio. Además, esta postura tendría por fin sortear la censura inquisitorial, pues el Santo Oficio solía prohibir una tercera parte de los libros consagrados al arte de la medicina.21 Factor del que, seguramente, estaría al tanto nuestro autor, pues llegará a ser boticario del inquisidor general Bernardo Sandoval Rojas. Por otra parte, aunada a la declaración citada, otro hecho que relaciona este libro con la América española es que está dedicado a don Francisco de Alpharo (1551-1644) “caballero de la Orden de Calatrava, y procurador general della”. Coincide la fecha de publicación del libro con la propuesta de Alpharo -por parte del Consejo de Indias- como fiscal en la Audiencia de Charcas, en el Virreinato del Perú.22 Podemos suponer que la dedicatoria del boticario encontraría buena acogida en un hombre de letras, jurista, y ligado con el Nuevo Mundo y las maravillas naturales que se asociaban con la tierra americana.
El capítulo dedicado al unicornio ocupa el cuarto lugar en la organización dispuesta por el autor. Es muy interesante que mientras en el inicio de capítulos anteriores nos dice, respectivamente, del tiempo de gestación de un osezno; de la velocidad del tigre; y de la fortaleza del león, las primeras páginas del unicornio aluden al carbunclo y al rubí, minerales que en la Edad Media no se les distinguía con exactitud, pues ambos imitaban al rojo vivo del carbón.23 Sin embargo, el consenso generalizado es que ambos podían detectar alimentos envenenados o neutralizar su impacto, si es que habían sido consumidos. Asimismo, estas “piedras” podían curar la melancolía, las pesadillas y fungían como talismanes contra la peste.24 El boticario refiere esta tradición aludiendo a diversas autoridades grecolatinas, medievales y bíblicas que dan sentido a su narrativa.25 El razonamiento del boticario en esta introducción se basa en un símil: tan maravilloso es el rubí o carbunclo, como lo es el unicornio. De nuestro interés es que, del cúmulo de bestias numeradas en el capítulo (“caballo, buey y asno índicos, rhinocerote [sic], fiera Orynge y asno de Scytia”), las cuales se unifican por tener --supuestamente-- un solo cuerno, destaca que el unicornio también es conocido como “el caballo indico de Monoceronte”. Denominación que, desde el Bestiario medieval, estará presente como un sinónimo de este cuadrúpedo y que acuñará el médico novohispano Juan de Barrios diez años después, tal y como veremos más adelante.
Junto a las autoridades ya referidas en este capítulo, hay otras que evidencian el diálogo que el libro tiene con el llamado humanismo médico del siglo XVI. Así pues, se cita al médico alemán, Leonhart Fuchs (“Fuchsio”, 1501-1566), su obra Medicamentorum omnium componendi (1566); el italiano Gabriel Falopio (1523-1562); el francés Laurent Joubert (1529-1582) y el médico portugués Amato Lusitano (1511-1568) quien fuera muy popular en su tiempo, entre otras cosas, por sus comentarios a la obra de Dioscórides;26 popularidad que también se hará sentir en la Nueva España, en las obras de médicos y cirujanos, como Farfán y López de Hinojosos.
El texto pone sobre la mesa la duda de cuál será el cuerno de unicornio auténtico,27 pues los autores citados se contradicen en el color, tamaño y apariencia.28 Sin establecer sus propias conclusiones, el boticario declara que los hay de diversos colores, tamaños (como ocurre con otros animales) y que la importancia radica en conocer su apariencia: “Será cuerno de unicornio, el que siendo macizo tuviere resplandor que le dio Solino, y las bueltas naturales que dize que tiene Eliano”.29 Por supuesto, el mayor problema radicaba en la escasez de este simple en las boticas. Y no sólo esto, sino que su consistencia era un reto para el apotecario, si es que se deseaba mantener sus cualidades contra el veneno:
Para conseguir las virtudes que del cuerno del Unicornio se dessean, si a caso alguno le alcança a tener, es necesario por ser tan denso y compacto, antes de que se aya de usar dél, tenerle preparado, la preparación del qual, y de los demás que tienen virtud contra veneno será ésta: Tomarase la cantidad que quisieren, y limándola primero con una lima sotil, la echaran en una vasija de vidrio, sobre la qual echarán cantidad de çumo de limones, ò de cidra, que baste para que se cubra, y meneándola la vezes necesarias con una espátula ebúrnea, ò de alguna madera de materia densa, se dexará estar en el dicho çumo, hasta tanto que se aya gastado, y adelgazado su polvo: y quando uviere adquirido sutileza, se echará en una losa, en la qual se molerá de la manera que las piedras, ò metales, hasta tanto que no se sienta entre los dientes, ni con la lengua el dicho polvo. Quando esté desta manera se recogerá de la losa, y después de seco se guardará en un vaso de vidrio. También se podrá preparar con sola agua, siendo primero limado, si no quieren que adquiera los çumos, ò aguas cordiales alguna calidad, más que la que él tiene, aunque con más trabajo por no averle adelgazado los çumos su sustancia. Algunos han sido de parecer, que se quemen los cuernos para prepararse, lo qual no tengo por bueno en los que tienen facultad cordial, ò virtud contra veneno, porque es imposible dexar de quebrantársela quando no se la quite de todo punto el fuego.30
Eran cuatro los modos en los que los apotecarios preparaban los simples, según Mesué: por cocción, lación (sic), infusión y trituración.31 La elaboración propuesta por el boticario toledano, evidentemente, se basa en esta última para medicamentos lapidosos y se opone del todo al empleo sugerido por los médicos novohispanos, quienes lo recetan quemado y en polvo, como veremos en breve. Al hacerlo, iban en contra del canon, representado por Galeno, Aecio y Avicena, pero estaban en diálogo con lo propuesto por Amato Lusitano, quien lo utilizaba para un repertorio de males más amplio, tales como “echar las pares [placenta], los menstruos, y sudores, aprovecha contra las lombrices desatado en agua de grama, en agua de nenúfar para mover vómitos”.32 Y, por si fuera poco, algunos médicos --como los novohispanos-- lo prescribían para “tabardillos y calenturas pestilenciales, en viruelas y sarampión, del qual dizen han visto algunos muy buenos sucesos, principalmente, quando provoca sudor”.33
A pesar de esta cantidad de beneficios, Vélez de Arciniega se concentra al final de su capítulo en las cualidades antivenenosas del cuerno de unicornio. Esta era una creencia bien establecida en la Europa medieval y que recogerá la sociedad hispánica renacentista en sus diversos estratos sociales, pues ya se ha señalado34 que, temeroso de ser envenenado, Torquemada tenía a la mano vasos hechos con cuerno de unicornio para evitar ajustes de cuentas de sus enemigos (Figura 1):

Figura 1 “Vasos de unicornio que pertenecieron a fray Tomás de Torquemada”, en Francisco Aznar, Indumentaria española: documentos para su estudio, desde la época visigoda hasta nuestros días, Madrid [s.n.], 1881, lámina 32.
Y Cabeza de Vaca, adelantado y gobernador de Río de la Plata, refiere, casi al final de sus Comentarios, que en 1543 le dieron tres veces rejalgar (arsénico y azufre), pero se salvó gracias a una “botija de azeyte y un pedaço de unicornio, y quando sentía algo se aprovechava destos remedios de día y de noche con muy gran trabajo y grandes gomitos, y plugo a Dios que escapó dellos”.35 Como Cabeza de Vaca, nuestro boticario no duda de esta efectividad. Es más, cree que esto se puede potenciar más aún si se mezcla con quince gramos de bezoares “verdaderas” y “huessos de los coraçones y lágrymas de los ciervos, y por los huessos en la confección de hiacintos Napolitana por cada uno 15 gramos”.36 Esta farmacopea consignada está todavía influida por Mesué, y ya se ha señalado que la pervivencia de estas nociones se prolongan hasta finales del XVII en España.37 Conviene señalar que ésta es la única ocasión que relaciona al unicornio con el ciervo, mientras que, la mayoría de los novohispanos, ya no separarán esta relación. Las lágrimas de ciervo -que se creían eran saladas, mientras que los jabalíes se creían dulces-38era una especie de bezoar hecha con lágrimas. La historia de la elaboración no tiene comparación dentro de la conceptualización que se remonta al Corpus Hippocraticum y que la medicina bajomedieval traduce con el lema: “la cosa contraria sana contra la contraria”.39 En otras palabras, el efecto curativo se lograría mediante elementos afines, es decir, mediante una simpatía, o elementos contrarios entre sí: antipatía. Así pues, el veneno curaría al envenenado en una simbiosis simpática, y el anti veneno curaría al envenenado en una antipática. Las lágrimas de ciervo pertenecen a la curación simpática, pues se creía que el ciervo se alimentaba con serpientes venenosas. Para reponerse de esta dieta tan extrema y exudar el veneno, los ciervos sumergían todo su cuerpo en un río, salvo la cabeza. El veneno salía por los ojos, en forma de una lágrima que podía llegar a ser del tamaño de una avellana, se solidificaba y endurecía cuando el ciervo salía del agua.40 Por lo tanto, se asume que ese tipo de bezoares tan maravillosas solían encontrarse a las orillas de los ríos. A destacar sería que, dentro de la farmacopea, el cuerno del unicornio se asociaba con lo más puro (no olvidemos la simbología y la alegoría de Cristo y la Virgen con la que iniciamos este apartado) y, también, como sustancia sumamente venenosa.
De este modo erudito y ecléctico, demostrando su amplio conocimiento de la farmacia clásica y de su tiempo, Vélez de Arciniega manifiesta ser una autoridad del arte boticario, el cual, seis años después, definiría como “saber escoger, preparar, guardar, componer, y mezclar bien los medicamentos”.41 Su intención dialoga y fortalece las relaciones entre médico, cirujano y boticario. En efecto, es preciso recordar que, de lo que prescribía uno, trabajaba el otro, y todos salían ganando honra y dinero, tema central en el desarrollo de la tratadística médica novohispana.42 Por su parte, el oficio de boticario fue rentable en la Nueva España. De hecho, se ha señalado que los boticarios laicos llegaron a ocupar un lugar importante en la sociedad. Sólo tenían que compartir su primacía con los boticarios religiosos, encargados de las boticas de conventos y hospitales,43 hasta cierto punto tolerados, mas no así contra otros. En efecto, existen quejas ante la Inquisición contra aquéllos que se atrevían a tocar los lindes del oficio. Hecho que habla de una abundancia de infractores como, por ejemplo, un administrador de correos que, en Tulancingo, vendía “fármacos de boticas” sin permiso ni autoridad para ello.44 Así pues, el gremio se cuidaba de que nadie, ajeno a la validación del Protomedicato y a la formación universitaria, se atreviera a afectar esta reciprocidad en las artes médicas, al menos tanto como le convendría a una práctica que estuvo en constante convivencia con la curandería indígena.
El libro de Vélez de Arciniega -que será ampliado por el mismo autor en 1613-45está dirigido al curioso que pudiera leer en romance. Precisamente, por esta cualidad, es que favorece la difusión de los beneficios de éste y otros fármacos ante una comunidad de lectores mucho más amplia que la especialista, logrando así su pervivencia, demanda y venta en las boticas. Hay que decir que esto ocurría en momento histórico donde el famoso cirujano francés Ambroise Paré -entre otros-, cuestionaba ya, en 1582, el potencial curativo que le atribuía una tradición textual médica medieval.46 La postura de Vélez de Arciniega no debe tomarse por arcaizante, sino como parte de las prácticas y las ideas en las que se dividía la medicina del XVI y del XVII. Por ejemplo, en 1634 el apotecario Laurens Catelan compartía las creencias del toledano, e incluso profundizó mucho más en ellas con la publicación en Montpellier de su Histoire de la Nature, chasse, vertus, proprietez et usage de la lycorne (Figura 2):47

Figura 2 Imagen del libro Histoire de la Nature, chasse, vertus, proprietez et usage de la lycorne, de Laurens Catelan (boticario de Monseigneur le Duc de Vandosme), Montpellier, Jean Pech, 1624.
En la manera en cómo estos supuestos beneficios se desarrollaron también por la tratadística médica novohispana, podremos entender mejor el porqué la triada aludida (médico-cirujano-boticario) no desistía de cabalgar sobre la idea del unicornio.
El cuerno de unicornio en la tratadística médica novohispana
El libro del boticario Vélez aparece publicado en Europa en un momento en el cual el llamado humanismo renacentista del que participó el arte de la medicina estaba ya consolidado y listo para acoger, paulatinamente, nuevas modas y principios éticos y estéticos propios del Barroco.48 En este sentido, a los caminos quirúrgico, abierto por Ambroise Paré; y anatómico, por Andrés Vesalio, se forjará un tercero: el estudio de los simples medicinales, la herbolaria y la composición farmacéutica a base de otras materias, como la animal y la mineral. Es en esta vía donde habrá una gran aportación de las obras médicas del orbe hispánico del siglo XVI.49 Las razones de este hecho se insertan en una tradición bien definida dentro de un academicismo universitario: por ejemplo, en un personaje como Andrés Laguna, quien entregará en Amberes, en la imprenta de Juan Latio, en 1555, su Materia médica, traducción castellana, adición y glosa de Dioscórides, obra clásica de la farmacopea de Occidente ahora adaptada a los intereses de una medicina propia del Renacimiento.50
Huelga recordarlo, el descubrimiento del Nuevo Mundo con sus plantas, animales y minerales oriundos, y su adaptación a una amplísima tradición -como la asentada por Laguna-, que buscaba el remedio eficaz contra la enfermedad, es innegable y producto del mercado económico.51 Es más, incluso podría plantearse -como se ha hecho-52que la conceptualización de una biósfera nueva y recursos naturales, que se sentían interminables, fue desde donde partió la gran avanzada médica del orbe hispánico para contribuir con el progreso de la medicina renacentista y alejarse así -tanto como le fue posible- de un escolasticismo medievalizante aún presente en la segunda mitad del siglo XVI e inicios del XVII. Adentrarse al estudio de estos recursos y su aplicación en beneficio del ser humano es integrarse a la idea de una filosofía natural de corte aristotélica53 de la que participaron los médicos de formación universitaria, cirujanos romancistas y boticarios peninsulares afincados en la Nueva España, mas acriollados por las circunstancias de su tiempo, que los llevó a practicar -de manera ineludible- con los elementos medicinales americanos, mas rechazando su ritualidad según la cosmovisión indígena por su identificación con lo demoniaco y lo herético.54
Sin lugar a dudas, algunas crónicas de la llamada “conquista espiritual de México” podrían contarse como los primeros testimonios de la fascinación de esa naturaleza al servicio de un imaginario europeo, que aún heredaba muchas de sus conceptualizaciones de una Baja Edad Media castellana. Así, las obras de los primeros franciscanos, “Motolinía” y, principalmente, Sahagún; o de los primeros jesuitas, como Joseph de Acosta, podrían ofrecer notables ejemplos de esta cuestión. No obstante, para establecer un diálogo directo con la aludida obra del boticario y terapeuta Francisco Vélez de Arciniega, me interesa detenerme en las obras nacidas con una clara intención médica en la Nueva España. Dejo de lado, también, las obras escritas en latín, como el códice De la Cruz-Badiano (México, ca. 1552-1553), escrito en náhuatl, luego traducido al latín, sin que se conozca su original;55 y la Opera medicinalia de Francisco Bravo (México, 1570), pues la lengua latina, en la tradición del arte médico, se reservaba para los textos pensados para especialistas o regalos regios, como lo fue el Libellus de medicinalibus indorum herbis. En cambio, la lengua romance, en el contexto novohispano, se asoció no sólo con una valorización de la misma, sino con una urgencia local: la carencia de médicos lejos de los centros urbanos. Para todo aquel que necesitase de una cura casera y práctica, los médicos de formación universitaria y, por supuesto, los cirujanos romancistas, se decantaron por el castellano para solventar una apremiante carestía. De igual manera, Vélez escribió este libro en castellano y no en latín,56 por las razones ya estudiadas líneas arriba.
Quizá en esta categorización de mi corpus, la gran excepción la representa la obra de Francisco Hernández.57 Desde su llegada en 1571, hasta su vuelta a España, en 1577, tuvo oportunidad de observar y sorprenderse con distintos elementos de la flora y la fauna centroamericana. Sabemos que el autor nunca tuvo oportunidad de ver su trabajo publicado, sin embargo, su difusión fue indudable, cuestión que ya ha sido estudiada y demostrada.58 De entre su titánica labor, me gustaría recordar que, en el tratado primero de la Historia de los cuadrúpedos de la Nueva España, so pretexto de una calavera encontrada en Chalco y unos huesos gigantes en Toluca, Hernández declara: “Hay quienes niegan la posibilidad de muchas cosas hasta que las ven realizadas, a tal punto es exacto lo que dijo nuestro Plinio, que ‘el poder y la majestad de la naturaleza son en todo momento increíbles’”.59 Esta incredulidad ante las maravillas de la naturaleza se hermana con el trabajo de Vélez, publicado veinte años después de la experiencia americana de Hernández.
Si bien el Protomédico de Indias no nos cuenta del unicornio, sí que nos deja saber del empleo del cuerno de un animal próximo a este cuadrúpedo: el ciervo, pareja suya ineludible, quizá, por el imaginario que despertó en la pintura desde tiempos medievales y por la ya citada piedra bezoar, lágrima de ciervo. Hernández recomienda el empleo del polvo de cuerno de ciervo en una medicina contra la disentería que, a su vez, requería perentoriamente de una planta mexicana:
Del Texcaltlaelpatli o medicina de la disentería, que nace en las peñas: Así llaman algunos a la especie de siempreviva que otros suelen llamar tlaliztaquílit, y que, lo mismo que las demás plantas congéneres, es fría y astringente. Contiene las disenterías y mitiga el ardor de las fiebres, se administra en partes iguales con polvo de cuerno de ciervo quemado, o se toma su cocimiento o su jugo mezclado con dicho polvo.60
Mientras el pueblo llano sólo podía acceder al cuerno de unicornio pulverizado, reyes y papas61 tenían junto a ellos cuernos enteros de diversos tamaños, empleados para los festines y banquetes como detectores de alimentos envenenados, pues se creía que el cuerno transpiraba al contacto con el veneno. Ya se ha visto que la medicina europea se decantará por la primera de estas formas como presentación del fármaco y, como reflejo de aquélla, también ocurrirá lo mismo en la Nueva España, más aún cuando la mayoría de los tratados de la segunda mitad del XVI fueron movidos por la intención de servir a los más necesitados,62 incluyendo a los indígenas.63 Así fue en la Suma y recopilación de cirugía de 1578, del cirujano romancista, Alonso López de Hinojosos, quien trabajó al lado de grandes personalidades, como el propio Hernández, y el primer médico en ostentar la cátedra de medicina en la Real y Pontificia Universidad de México, Juan de la Fuente.64 Pese a este noble propósito, ni en la obra de 1578, ni en la edición aumentada de 1595, López de Hinojosos registra algún remedio con polvos de cuerno de ciervo, ni mucho menos de unicornio. Pero dentro del repertorio de simples lapidosos destaca el siguiente comentario en su último libro: “ay en esta tierra piedras de grandísimo provecho”.65 Esta valorización entraba en la tradición de los bezoares, tan apreciadas por el galenismo arabizado para la cura de diversas enfermedades. En la Nueva España, López de Hinojosos las dio para tratar el tabardete, la pestilencia conocida como cocolistle, tristezas (melancolía) y mal de corazón,66 es decir, casi el mismo repertorio de enfermedades en los que ya vimos se involucraba el cuerno de unicornio. Francisco Hernández lista un gran número de piedras beneficiosas para la salud conforme a una tradición propia de la curandería prehispánica.67 Pero en este apartado destaca lo concerniente a lo que él consideró los “Mazame o ciervos”:
Me parece oportuno decir en esta ocasión que algunos de los ciervos o gamos crían en su interior la piedra llamada bezoar o sea señor del veneno. Hemos oído decir a cazadores expertos y que han encontrado muchas veces dichas piedras al abrir estos animales […] No sólo es difícil juzgar si las virtudes admirables que en nuestro tiempo se atribuyen a tales piedras y por todas partes se cuentan y propalan son verdaderas, sino también saber cómo deben elegirse, cuáles son útiles y cuáles inútiles; acerca de todo lo cual nada puede afirmarse con certeza. Es fama, sin embargo, que son remedio eficaz para toda clase de envenenamientos, que curan el síncope y los ataques epilépticos que aplicadas a los dedos concilian el sueño, aumentan las fuerzas, excitan la actividad genésica, robustecen todas las facultades y mitigan los dolores; que comiendo alguna porción de ellas y aun teniéndolas sólo en las manos, rompen y arrojan las piedrecillas de los riñones y de la vejiga; que alivian el flujo de la orina, ayudan el parto, favorecen la concepción, y que no hay casi, en suma enfermedad que no curen al grado de que algunos con el solo auxilio de esta piedra llegan a ser, según su propia opinión, médicos consumados, y se hacen pasar descaradamente por tales.68
Como ya se ha visto, la tradición literaria relacionaba al cuerno del unicornio con los bezoares69 en su eficacia sin igual contra el envenenamiento. Dentro de la filosofía natural de la medicina antigua se asumía que, si tal medicamento proveniente de los animales funcionaba contra un mal inesperado, lo podría todo contra enfermedades donde el sistema inmunológico era puesto a una verdadera prueba, por ejemplo, contra la fiebre tabardete, asociada con la peste.70
El lado más religioso dentro de esta tradición de los bezoares lo representa el agustino, fray Agustín Farfán. En su Tratado breve de medicina de 1592 (reimpreso en 1610), se enorgullecía de tener entre sus posesiones una cuasi milagrosa piedra que se encontraba en el buche de unas iguanas mexicanas. Ésta tenía propiedades maravillosamente opuestas, pues el agustino -por demás, muy dado a experimentar con la materia americana en carne propia- la consideraba como un tres en uno sin igual, analgésico, diurético y purgante a la vez:
La virtud que tiene es admirable: que tomando tanta cantidad como de ocho gramos molidos de ella en agua, quita el dolor de ijada, y hace orinar, y proveerse de cámara dentro de dos credos [a los] que la han tomado. Han hecho la experiencia hombres fidedignos y yo también.71
Ésta será su aproximación más cercana -a través de una piedra-, con el imaginario que despertaba el cuerno de unicornio. Pues incluso cuando el agustino está familiarizado con una farmacopea que incluye la cornamenta de cuadrúpedos, recomendando el cuerno de cabra para el mal de madre y el dolor de vientre, su intención, -mas no la preparación- está lejos de lo que pretenderá Vélez en su obra. No obstante, hay la insinuación de considerar que, en general, los cuernos de los animales tenían un poder mágico, que les permitía curar por la ya aludida simpatía o antipatía. Por ejemplo, dice que: “Cuando la mujer está con un gran paroxismo del mal de madre, lo que es más fuerte y mejor, es el cuerno quemado de cabra”.72 No dice más, pero se infiere que el tratamiento sería o bien untado o bien bebido, tal y como aconsejaba Hernández líneas arriba;73 y además, recordemos que el cuerno quemado era un concepto de la medicina humanista del XVI, tal y como lo consignó nuestro boticario. Otro ejemplo de la actitud de Farfán, sobre el poder mágico de los cuernos de los animales -del toro, en especial-, ocurría trece años antes. Así lo leemos en su Tratado breve de cirugía de 1579:
Las heridas que con los cuernos de animales se hacen, mayormente con los del toro, se han de curar con esta cura, como yo lo he visto hazer a hombres, y sé decir, que las heridas tales del toro causan grande calor como que fuesse fuego lo que allí está, la razón es, porque el cuerno del toro es algo venenoso, y muy cálido.74
Hasta ahora, en todos los casos referidos no hay asomo del unicornio y su cuerno. ¿Debemos considerar, entonces, que ésta es una postura crítica ante una tradición farmacéutica bajomedieval recogida y adaptada por Vélez de Arciniega? ¿Una duda manifiesta de un ser meramente literario que, por cierto, no dio señales de vida entre los indígenas? No creo que la respuesta pueda ser categórica. Bien es cierto que para estas fechas hay toda una tradición de la literatura médica que lucha por desmentir los atributos del cuerno de unicornio, como el discurso del médico italiano Andrea Marini: Contra la falsa opinione dell’ Alicornio, Venecia, 1566 (Figura 3):
Sin embargo, más bien convendría tomar en cuenta que las obras aludidas surgieron en tiempos apremiantes, donde se debía de actuar rápido y compilar remedios tan caseros como podían serlo, aprovechando las mercancías que se vendían en los tianguis o que podían conseguir de manos de los indígenas -sin apoyarse demasiado en los simples y compuestos que se podían hallar en las boticas- para contrarrestar, entre otros males, la gran epidemia de cocolistle, cuya ola más terrible ocurrió en 1576, de la cual dejan testimonio en sus obras Farfán y, principalmente, Hinojosos.
De hecho, la tradición aludida en estas páginas estará presente con todas sus letras en uno de los textos médicos de índole filosófica,75 oponiéndose a la practicidad y resolución de las obras de Hinojosos y Farfán. Me refiero a Juan de Cárdenas en su Problemas y secretos maravillosos de las Indias (México, 1591). En el capítulo primero, el doctor Cárdenas hace un listado de prodigios maravillosos de la naturaleza conocidos de oídas por el pueblo llano y por profesionales del arte médico. Asegura que son cosas: “ciertas y aberiguadas” y que, entre éstas: “el cuerno del unicornio puesto delante de qualquiera veneno suda, y otras mil estrañas propiedades, que por no ser enfadoso dexo de decir”.76 El razonamiento es similar al expresado por Hernández, es decir, si respetadas y antiguas autoridades dijeron tales cosas de la naturaleza del Viejo mundo, no hay por qué dejar de escribir sobre las maravillas del Nuevo Mundo y creerlas también por verdaderas. Hacia 1590, a juicio de Cárdenas, el principal problema en esta misión había sido la falta de “escriptores” que sacasen a la luz tales misterios.77 Su obra intentaría paliar este problema para beneficio de la República, la cual, poco a poco, comenzaba a salir de tiempos aciagos provocados por el cocolistle.
Al parecer, los tiempos más benignos comenzaron hacia la última década del XVI, con la llegada del virrey Luis de Velasco (hijo), quien no sólo construyó la Alameda -entre otras obras- sino que se interesó y apoyó la impresión de obras médicas (la de Farfán, Cárdenas y Barrios); acto sin precedente alguno en la Nueva España. Esto habla de su interés por querer hacer más sana y placentera la vida de los habitantes de la Ciudad de México, ganándose el reconocimiento de, por lo menos, uno de los protagonistas de la peste cocolistle que casi termina con la población indígena del altiplano mexicano. Le confesaba Farfán a don Luis Velasco en su obra muy próxima en escritura y publicación a la de Juan de Cárdenas:
Cuando estos reinos (por gran beneficio del cielo) merecieron recibir a vuestra señoría con el principado y gobierno de ellos, entroles tan de raudal el bien, que aun hasta la salud corporal parece que les vino. Porque estando (a la razón de entonces) herida de peste casi toda la tierra, comenzó a mejorar luego, que llegaron las alegres nuevas de tan buena venida. Que ya puede ser tal el regalo enviado a un doliente que, con solo sentir sus aires, cobre aliento y reviva.78
Habrá que esperar diecinueve años, para que, de la pluma del médico Juan de Barrios, en su Verdadera medicina y cirugía en tres libros dividida (México, 1607), se prescriban los primeros usos y aplicaciones para el cuerno del unicornio en la Nueva España de una manera algo semejante a lo asentado por Vélez de Arciniega. Lo hará bajo el nombre de “cuerno de Monoceronte” (nunca lo llamará unicornio) y siempre referido y combinado junto al cuerno de ciervo quemado y en polvo. Así pues, ya no sorprende uno de los casos en el que se le prescribe: para la fiebre tabardete. Pero, para colmo de males, Barrios nos dice que no había un sólo mes que la Nueva España se librara de ella: “Muchas cosas tenemos que tratar acerca de esta calentura; por ser muy ordinaria en esta Nueva España, por que todo el año la ay”.79 Tras esta advertencia, se lanza a una disquisición teórica que tiene por autoridades a Hipócrates y Galeno, todo para llegar a la siguiente conclusión: hay diferencia entre la peste y esta “calentura pestilente”, la primera son muchas enfermedades en un mismo espacio y tiempo, la segunda está relacionada con sólo una de éstas. Las dos “tienen accidentes malignos y son malignas”.80 Ante este desolador diagnóstico, se tenía que recurrir a la preparación farmacéutica más poderosa, pues ni la purga ni la sangría, los dos tratamientos por excelencia del arte de la medicina, podrían ser de ayuda:
Siempre hemos de tener mucha quenta con la malignidad que a esta calentura sele junta, y ansi desde el principio hemos de andar con mucho cuidado, pues esta malignidad, ni con la sangría, ni con la purga podemos quitar, si no es con medicamentos que tengan virtud, y propiedad contra esta malignidad, y así hemos de procurar de que los enfermos tomen siempre del bolo armeno, y polvos de coral, y del cuerno del ciervo quemado, y del monoceronte, o polvos de los safiros, y jacintos, y esmeraldas.81
La intención de Barrios es muy diferente a la de sus antecesores. No escribe sólo para los más necesitados, pues este medicamento se antoja costoso, sólo para una élite capaz de pagar polvos de “safiros y jacintos y esmeraldas”. Esta conceptualización está en diálogo con una tradición bajomedieval contra la peste, donde a los ricos se les podía prescribir mitridatos hervidos por un año entero sin cesar, raedura de marfil, e incluso, electuarios con ralladuras de oro y plata.82
El otro remedio donde participa el cuerno de Monoceronte ya fue aludido en Hernández: la disentería, otra terrible enfermedad de su tiempo, que se diagnosticaba como “llagas en las tripas” y que provocaba diarrea con sangre. Un problema que se asociaba, también, con la ingesta de alguna sustancia venenosa.83 Para colmo, de las dos clases de disentería diagnosticadas (una propia de las llagas de las “tripas gordas”, más benigna y de fácil curación que la otra, en las “tripas delgadas”), el doctor atestiguó, en la Ciudad de México, unas disenterías mortales, donde, a las llagas, se les unía inflamación y calentura y evacuaciones “como de ojas de puerros molidas”. Sin embargo, éstas no fueron de causas naturales, sino provocadas:
En dos, o tres casos, en mujeres que con mala consciencia an dado venenos a sus maridos, suceder estas cámaras, y no hazer remedio, sino es encomendarlos a Dios y he procurado de que se vayan al Cielo, haciendo lo que es menester como Christianos, que tal caso es la mejor cura de todas, desengañar a los enfermos.84
Sin embargo, en los casos naturales, donde las disenterías provenían de diversos humores -siendo las “de cólera muy aguda enfermedad” y las de flema, “tardas en sanar”- aún había esperanzas. La intención primordial del médico sería detener las “cámaras” y es en ese procedimiento donde se recurriría al cuerno del monoceronte:
Y si las cámaras fuere enfermedad común, y popular en las medicinas, y medicamentos, hemos de juntar cuerno de ciervo quemado, esmaraldes (sic) preparadas, piedras beçaar, cuerno del Monocroente (sic), bolo armeno; o la contrayerba o el quanenepile destas Indias.85
Evitado el exceso de cámaras, el objetivo sería proseguir con la purga del paciente, para tales efectos, Barrios recomienda una planta que ya la daba López de Hinojosos, en su tratado de 1578, contra las mordeduras de animales venenosos, el quanenepile.86 Es decir que, a inicios del siglo XVII, el cuerno de unicornio estaba integrado a la farmacopea preparada con alguna planta autóctona mexicana, tal y como sugería Hernández.
A diferencia de López de Hinojosos y Farfán, cuya obra pretende la brevedad y practicidad, Barrios es lato y ofrece una postura del arte de la medicina que permitiría asumir que, en las boticas del centro de México, se comercializaba el polvo de unicornio junto con un repertorio de fármacos lapidosos o de naturaleza dura.87 Con seguridad, si bien no hubo abastecimiento de polvo de monoceronte, sin duda lo habría de ciervo, pues en enésimas veces lo prescribe como tratamiento para múltiples enfermedades a lo largo de su obra. Es decir, puede suponerse que sus recetas médicas se basaban en suministros al alcance del boticario, pero, en esta suposición, está claro que mucho de su juicio médico se debía a una tradición literaria que no podía dejar de señalar que, contra el envenenamiento y sus derivados (tabardete, disentería), nada mejor que el cuerno de unicornio mezclado con otras sustancias europeas y -también- con los recursos naturales nativos.
Por último, en la intervención textual y anotación que hacen los doctores Mathias de Salzedo Mariaca y Joseph Dias Brizuela a la publicación de 1674 del Tesoro de medicinas para diversas enfermedades, del venerable Gregorio López (texto que ya circulaba de manera manuscrita por la Nueva España desde 1589), hay una tabla en la que se listan simples dispuestos en orden alfabético. La intención es que, de manera práctica, se consignen las cualidades de cada uno de éstos. Son cuatro las cualidades, a saber: calor, sequedad, humedad y frialdad: “por las letras C. F. S. H. y la letra T significa templan de qualidad”.88 Y cuatro los grados asignados a cada simple (1. 2. 3. 4.). Fue Galeno quien diferenció las cualidades de estos simples, cada grado tenía progresiones y, además, varias combinaciones y subgrupos. Por ejemplo, se creía que el “Agua dulce f. h 2” enfriaba levemente, mientras que el “Azogue f. h. 4” enfriaba arrebatadamente. Dentro de estos valores, los médicos novohispanos del XVII asentaron que el cuerno de ciervo era frío 2 y seco 3 (no debemos olvidar que Hernández consideraba al Texcaltlaelpatli como planta fría y seca (“astringente”), ahora comprendemos su simpatía con el cuerno de ciervo), mientras que el “unicornio” era, simplemente, caliente, sin grado alguno-condición que comparte con el Mole en esta lista-; cualidad que lo relaciona con el quanenepile o coanenpilli, “yerba caliente y seca en segundo grado” con la que acompañaba su chocolate “Yuan grande, intérprete del virrey para los indios mexicanos”,89 quizá como preventivo a ser envenenado, pues era usado por los indígenas contra todo tipo de ponzoñas.
A estas alturas ya no nos extraña que el cuerno de ciervo --mas no el de unicornio o monoceronte-- aparezca como tratamiento contra las “Cámaras de sangre” (disentería): “Y también es excelente el cuerno de venado tostado, que quede como dorado”.90 Ya he tenido oportunidad de demostrar que no podemos adjudicarle al venerable Gregorio López estas palabras, sino que se sacaron de una tradición textual variada con el fin de atribuir una obra médica a un ermitaño que quizá se preocupó por el bienestar del prójimo. Aunque, al hacerlo, se reafirmó más su heterodoxo catolicismo en lugar de enmascararlo.91
Como se evidencia, hacia la segunda mitad del siglo XVII ya se tenía bien en claro el tratamiento contra la disentería y el tabardete, el cual combinaba simples europeos y plantas mexicanas, algunas de ellas exportadas hacia España, como el coanenepille.92 Esta planta fue un sustituto novohispano para el mismo imaginario que orbitaba alrededor del cuerno de unicornio: eficaz contra el envenenamiento, amuleto y talismán contra todo mal. También comienza a dibujarse en el panorama que el cuerno de unicornio nunca tuvo una presencia tan consistente como la que recrea el boticario Vélez de Arciniega y que, poco a poco, el fármaco de origen medieval fue cediendo su lugar a la prescripción de polvo de cuerno de ciervo o venado. Posiblemente el polvo de cuerno de unicornio era importado desde España, tal y como se ha sugerido en el caso de la triaca,93 y que se comprueba con la lista de productos importados que se solicitaban para abastecer la botica del Hospital de San Carlos de Veracruz, como veremos al final de este ensayo.
Finalmente, tras esta revisión, se hace latente que el interés de la triada aludida, médico-cirujano-boticario, -que mantenía vivas las creencias que orbitaban alrededor del cuerno de unicornio- se debía a una tradición literaria normativa. Ésta regulaba unos postulados que, seguidos a la regla, procuraría el dinero, la honra y la manutención de una comunidad de individuos que, desde la institucionalización, se beneficiaban de la necesaria procuración de la sanidad para la sociedad. Además, en adición específica para el caso novohispano, en la obra y ejecución de médicos, cirujanos y boticarios también estuvo presente el beneficio de una materia médica mexicana, que nunca decayó entre los curanderos indígenas. En esta convivencia entre una materia médica híbrida (con elementos principalmente europeos y americanos) y unas necesidades propias del virreinato novohispano, con el correr de los siglos ganará lugar una noción de desperdicio que dará lugar a otra trinchera más para la idea de una afirmación cultural más allá de la medicina. Postura crítica -propia del criollismo- que puede leerse ya no en una obra médica, sino política: Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España (1787) de Hipólito Villarroel:
Hierbas medicinales, ramo útil de comercio si se aprovechase No puedo cerrar esta parte del comercio interno, sin apuntar aunque en embrión, el apreciable ramo que se pierde en un punto de la ninguna aplicación al conocimiento de la multitud de varias castas de arbustos, plantas y hierbas medicinales, que producen la feracidad de estos terrenos, y cuyas especialísimas virtudes son más a propósito en lo natural para la curación de muchas enfermedades, que las rancias, hediondas y desconocidas a que nos sujetamos por los recetarios y farmacopeas de los médicos, sacados de los oráculos que veneran por indefectibles, sin embargo del ars longa de su Hipócrates.94
Consideraciones finales
El boticario declaró que su Libro de los quadrupedes no sólo era para un lector amplio, sino que lo escribió ya estando en la corte de Madrid para no “gastar la vida en ociosidad”.95 Lo curioso es que estas páginas han demostrado que el unicornio y los beneficios de su cuerno comienzan a existir por la literatura médica de la Nueva España en tiempos más benignos que se prestaban, precisamente, para esa condición: el ocio. No había lugar para escribir sobre este animal en tiempos de cocoliste; en tiempos de peste en la Nueva España lo mejor era ver las propiedades de la materia médica americana, plantas, bezoares y raíces que podrían compensar o sustituir lo que ofrecía el cuerno de unicornio en la farmacéutica medieval, como el Texcaltlaelpatli de Hernández, el quanenepile (coanenepille) de López de Hinojosos, Barrios y Ximénez; la piedra (bezoar) en el buche de las iguanas quacuetzpalintechutli de Farfán.
Al unicornio se le verá trotar a la distancia por la tratadística médica novohispana, sobre todo en la Verdadera medicina, cirugía y astrología, de Barrios. No tendrá esa proximidad que caracterizó a la obra del boticario toledano y la tradición literaria que él mismo glosa y recrea. No obstante, la posesión de este libro en uno de los cenobios más grandes de la Nueva España, el Convento Grande de San Francisco, es prueba de que la idea de una filosofía natural, aristotélica, formará parte del diverso repertorio de influencias en la construcción de la materialidad de la cultura escrita médica. En efecto, así se evidencia durante el desarrollo de los siglos XVII, XVIII y hasta las primeras décadas del siglo XIX, en donde pervivirá y se desarrollará por tres caminos. El primero es que influirá la pluma de autores franciscanos que continuarán informando sobre los bezoares americanos y sus beneficios. Por ejemplo, el capítulo II “De las piedras preciosas, medicinales y comunes, y de las perlas que se crían en el Nuevo Mundo”,96 del Teatro mexicano (México, 1698) del franciscano Agustín de Vetancourt. Obra donde, además, nuevamente el cuerno de ciervo se recomienda para la disentería, mezclado con una planta oriunda que nace en abundancia en los jardines del Convento de San Francisco:
Yacatziuhqui, que es voluble las ojas como siempreviva […] otra especie ay, que llaman Tianquizpeptla, que dice estera de los mercados, porque es muy ordinario nacer en ellos, y en el patio de San Francisco de México ay mucha […] dase en ayudas para deterner las cámaras de sangre henchando un polvo de cangilón de ciervo, majada, y puesta detiene el flujo de las almorranas, es contra veneno, porque los chichimecos la beben contra ponzoña, y quando se sienten heridos de flechas venenosas.97
El segundo, el unicornio seguirá existiendo en la tratadística médica del XVIII a pesar de la paulatina primacía de las ideas de la Ilustración. El unicornio aparecerá con todas sus letras, e incluso, la cantidad del medicamento recomendada, en el Florilegio medicinal de todas las enfermedades (México, 1712) de Juan de Esteyneffer, boticario de formación y médico jesuita que atenderá a las misiones septentrionales de la Nueva España. Un libro de gran erudición y conocedor de la tradición asentada por Vélez de Arciniega, casi en diálogo directo:
De los medicamentos alexipharmacos, que miran con especial virtud lo maligno, y venenoso de las calenturas, hay unos que se usan al principio de la enfermedad, o mientras está creciendo, o aumentándose; y estos son: […] las perlas, la piedra bezar, el unicornio: de estos dos, como es el bezar, o unicornio, no se toma más por una vez que lo que pesan ocho, o diez granos de trigo […] En falta de todos estos polvos, o medicamentos, es el más socorrido la hasta de venado quemada, y hecha polvo; pero más eficaz contra lo maligno de estas enfermedades es no quemada, sino limada, o raspada, y hecha polvo por sí, del qual se podrá tomar de cada vez como en peso de medio tomín más, o menos.98
El tercero y último será el más singular de todos. Con la argumentación presentada, no debe sorprender que el cuerno de ciervo no falte en los registros de mercancía de los boticarios durante el siglo XVIII. Por ejemplo, aparece en el Libro de cuentas del mes de julio de 1722, de la Botica Veracruz, del Hospital Real (Figura 4):

Figura 4 “Libro de resultas desde hoy día 28 de julio de 1722” de la Botica Veracruz del Hospital Real. El polvo de ciervo aparece entre los “polbos de coral y de cangrejos”.
Pero lo que sí sorprende es el precio de esta medicina: el 16 de octubre de 1798 se firmó la factura de “las medicinas despachadas en la botica del Hospital General de San Andrés de la Ciudad de México, para el Hospital Real de Acapulco”.99 Se contaron una gran cantidad de simples, entre éstos, tres libras de “Polvos de cuerno de ciervo” a “8 reales cada una”. Un medicamento realmente económico comparado con otro polvo vendido en esa misma lista: “el polvo de ruibarbo tostado” se pagó a “32 reales la libra”. Este es un purgante suave, para tratar problemas relacionados con el estreñimiento. Al parecer, además de los medios de obtención,100 los problemas más comunes y benignos, como la constipación, superaban la importancia y el precio de un medicamento recetado contra el envenenamiento, la disentería y el tabardete. Su abaratamiento quizá se relacionaba con el hecho de que, para la época, era considerado más como un placebo para ayudar a bien morir, que para curar; un elemento literario del arte médico que no podía faltar, más por tradición, que por una efectividad comprobada.
Así pues, aunque ya no sorprende la primacía de este fármaco por encima del cuerno de unicornio, hay casos que, dentro de la tradición estudiada, son muy curiosos y sugerentes. Por ejemplo, en 4 de febrero 1808 se pedía la exorbitante cantidad de veinte mil pesos, para “montar una botica en el Hospital de San Carlos de Veracruz, que tenga cuanto conviene para la asistencia de sus enfermos, y para el despacho del público”.101 Se pedía que se considerase que la botica debía poseer “los géneros más preciosos de Europa que se comercian en Levante”.102 Por supuesto, también se planteaba su constante reposición y las ventajas económicas que significaba esta importación. De entre los minerales, gomas, resinas, frutos, semillas, y “varias cosas”, se pedía traer el siguiente animal y sus partes: “unicornio”.
No cabe duda que, tras el recuento de fuentes estudiadas, que casi cubren los trecientos años del Virreinato de la Nueva España, el unicornio --sus historias y el imaginario que despertaba en el arte de la medicina-- demostró su bravura, resistiendo por siglos a abandonar la realidad y quedar recluido, definitivamente, en el mundo de las letras.