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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versión On-line ISSN 2448-8488versión impresa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.25 no.72 Ciudad de México may./ago. 2018

 

Dossier

Multinaturalismo y corporalidad en la Sierra de Las Cruces y Montealto, Estado de México

Multinaturalism and corporality in the Sierra de Las Cruces and Montealto, in the State of Mexico

Carlos Arturo Hernández Dávila1 

1Escuela Nacional de Antropología e Historia ENAH. carlosarturohernandezdavila@gmail.com


Resumen

El presente texto pretende abordar y analizar, a partir de los conceptos del multinaturalismo y cosmopolítica, las teorías otomíes del milagro y el relevo, que son imprescindibles para explicar el sistema chamánico en la Sierra de Las Cruces y Montealto, en el Estado de México. Este sistema montañoso es una cadena que divide al Valle de Toluca de la Cuenca de México, y presenta desde hace cinco siglos una constante presencia eclesiástica, con importantes efectos en dicho sistema.

Palabras clave: Multinaturalismo; cosmopolítica; milagro; relevo; alianza conyugal; predación; cuerpo; Cristo

Abstract

The present text analyzes, from the concepts of multinaturalism and cosmopolitics, the Otomi theories of miracle and relief, which are essential with regard to explaining the shamanic system in the Sierra de Las Cruces and Montealto, in the State of Mexico. This mountainous range forms part of a chain that divides the Valley of Toluca from the Basin of the Valley of Mexico, and has presented a constant ecclesiastical presence for five centuries, with significant effects on the said system.

Keywords: Multinaturalism; cosmopolitics; miracle; relief; conjugal alliance; predation; body; Christ

Multinaturalismo y cosmopolítica en el valle, la laguna y la montaña

Hablemos del cuerpo otomí. Éste sólo existe mientras discurre. El gran teatro de operaciones de este devenir se opera en lugares que son también estados: los cerros, los manantiales, algunos oratorios y algunas capillas debidamente ocultas en la espesura del monte son descritas por otomíes de la Sierra de las Cruces y Montealto como sitios del encantamiento, puertas de entrada y salida al cielo o al inframundo, bodegas de resguardo de todos los bienes codiciables, pero es también ahí donde el cuerpo de los existentes (humanos, animales, difuntos, dioses) alcanza su más notoria capacidad de alteración: el cerro es por definición, la fábrica donde se produce la metamorfosis. 1

El territorio, al contar con cuerpo (y ser él mismo cuerpo), es también transitorio. En él, poco permanece inquebrantable. Así, los árboles pueden ser frecuentemente tocados por “el pie” (que en realidad es un rayo), del Divino Rostro (Nzoya) mientras éste va regando el mundo cabalgando en sus caballos de piedra, los que se hallan resguardados en sus corrales en las cimas de los cerros-santuario de La Campana, La Verónica, Huameyalucan, Tepexpan o Ayotuxco. Igualmente, el agua, el aire, las semillas y los animales están sujetos a continuas modificaciones, reguladas gracias a las constantes negociaciones entre los humanos y el resto de los existentes.

Éstas y otras informaciones, ofrecidas por los otomíes (hñäthö) de la región del Estado de México, encaminan la reflexión etnográfica hacia una exigencia elemental que es conceder en este sistema de pensamiento la presencia de un discurso sobre la alteridad, donde “lo otro” no es necesariamente el mundo sociológicamente indígena de los informantes, sino el dilatado multiverso donde éstos atribuyen a diversos existentes la capacidad de establecer relaciones que hasta ahora se han querido restringir exclusivamente al orden mítico o religioso, como si los muertos, los dueños del agua o del cerro, las piedras encantadas en forma de cruz o de animales sólo exigieran de los humanos culto y no el establecimiento de relaciones de alianza, entre otras posiblidades.

Si revisamos la bibliografía disponible, podíamos constatar fácilmente que las relaciones entre las comunidades locales con el mundo “numinoso” son explicadas por antropólogos, etnohistoriadores y arqueólogos por medio de dos posibles respuestas: a) como una reducción a una serie de variantes que configuran el campo de la religiosidad popular [Giménez 1978; Báez-Jorge 2011], o b) como la confirmación de múltiples sobrevivencias de largo alcance entre el pasado prehispánico y el presente. Los aportes no sólo clásicos sino además meticulosos de Johanna Broda y su círculo más cercano sobre el “paisaje sagrado” [Broda 2003; Rivas 2006], de Beatriz Albores sobre el papel de los graniceros y el sistema de fiestas en el valle del Matlatzinco [Albores 1998, 2001, 2006], así como los aportes de Yoko Sugiura en materia etnoarqueológica [Sugiura 1998], o de Efraín Cortés Ruiz e Isabel Martínez [Cortés 2005a; 2005b; 2005c] sobre las deidades lacustres y serranas, así como el sistema de los santos patronos y la mitología asociada a lo que (nuevamente) Albores denominó con acierto “el modo de vida lacustre”, no son en absoluto esfuerzos menores. En el mismo sentido, Felipe González abrió diversos campos de investigación sobre la comparación entre las redes que establecen grupos ceremoniales otomíes y mazahuas a partir de las peregrinaciones [González 2008]. Más recientemente, los trabajos de Daniela Peña Salinas sobre las relaciones entre el carnaval y la comensalidad entre los otomíes de Atlapulco [Peña 2016], así como el trabajo de Jaime Carreón y Fidel Camacho [2011] sobre el nahualismo en el Matlatzinco, son una muestra del empuje y peso que la etnografía intensiva alcanza en la región.

Estas y otras investigaciones exhiben el indiscutible mérito de ser el resultado de extensas temporadas de trabajo de campo dirigido al registro de datos cuya acumulación exige, para hacer verdadera justicia a sus recopiladores, ser examinados bajo parámetros no necesariamente nuevos, sino acaso provocadores, como lo fue en su momento el breve pero luminoso trabajo de Jacques Galinier entre los mazahuas, cuyo aporte abriría la posibilidad de revisar los datos, lejos de una antropología reduccionista, esencialista y de sobrevivencias [Galinier 1990b]. Si la comparación es una de las herramientas irrecusables en el ejercicio de la disciplina, ¿qué efectos tendrían sobre nuestras reflexiones el poder confrontar datos, identificar estructuras o recalcar rasgos que nos insinúan que los límites que nos hemos impuesto para enriquecer el análisis son demasiado estrechos? En la región que nos ocupa, los testimonios que provienen de la historia, la etnohistoria y la arqueología son tan abundantes que a veces oscurecen no sólo el dato etnográfico sino, más perturbador aún, las experiencias profundas de los propios informantes, a quienes de forma un tanto arbitraria pretendemos suplantar con un Tláloc o una Xilonen y a quienes ellos identifican y perciben como el Divino Rostro o la Virgen de Guadalupe. No es poca la literatura que muy fácilmente explica los atributos de deidades contemporáneas como reminiscencias al panteón prehispánico, sin demasiado trámite, y a menudo la ardua tarea de rastrear supervivencias en códices, crónicas y otras fuentes documentales no se equipara en calidad, en el plano etnográfico a la tarea de escuchar con más atención a quienes desarrollan en su existencia cotidiana diversos y sutiles mecanismos de negociación con estos existentes. Al respecto, Saúl Millán ha sugerido que:

El sentido que una cultura atribuye a sus palabras y a sus actos no se obtiene en este caso mediante una comparación formal que omite el punto de vista del nativo, sino mediante lo que Clifford Geertz [1994] ha llamado conceptos cercanos de la experiencia para caracterizar esa forma de descripción densa y profunda, que emplea los contrastes y las distinciones de los propios agentes como las diferencias que son pertinentes para el análisis. Para un método que busca ante todo formular relaciones sistemáticas entre diversos fenómenos, resulta sin duda poco conveniente apresurarse a instituir identidades formales entre fenómenos que resultan en apariencia semejantes. El interés que numerosas monografías muestran por el origen de ciertas prácticas ceremoniales, clasificándolas generalmente como prehispánicas y coloniales, no sólo exhibe una apatía excesiva por el sistema ritual como tal, sino también una clasificación que ha sido elaborada mediante conceptos de experiencia distante, lejanos a las distinciones y los contrastes que los actores descritos consideran significativos. De esta forma, cuando un etnógrafo afirma que tal o cual celebración es de origen prehispánico y se distingue por lo tanto de otra ceremonia, cuyo origen es en este caso colonial, está describiendo una distinción que puede resultar significativa para el historiador de las religiones, pero inexistente para el pensamiento indígena que hace posible su ejecución [Millán 2008: 66].

El etnógrafo no habituado a la comparación suele tomar del informante aquellos datos que sean pertinentes sólo para perfeccionar su propio esquema formal. Esto puede explicar aquellas insistencias narrativas de los especialistas rituales serranos (autodenominados mëfi, es decir, “trabajador”) sobre el comer y el ser comido en la inversión de la perspectiva dependiendo del cuerpo desde el cual se aprehende el mundo, o que las alteraciones socioespacio-temporales que suceden al momento de entonar la plegaria chamánica conocida como punto, parezcan de una índole irrelevante por no sujetarse a una definición por la vía de la representación y desplegarse más bien como sistemas de transformación en donde la metáfora queda perfectamente excluida: en efecto, la devoración, la perspectiva y la enunciación chamánica múltiple no representan nada, sino que son acciones totales en sí mismas: conceptos cercanos de una experiencia que el etnógrafo plantea suprimir gracias a lo que él toma de un códice o un documento de archivo: La desventaja de este procedimiento es que deja de lado la presencia de una vigorosa matriz de transformaciones en donde es posible ubicar tanto su eje más poderoso (la metafísica de la predación) como su expresión relacional (la afinidad predatoria) [Viveiros 2010; Lévi-Strauss 1976], ambas expresadas, como veremos más adelante, lo mismo en las categorías otomíes serranas, tanto de milagro, como de relevo.

Por caso: conocemos decenas de narraciones donde las sirenas, antiguas dueñas de la riqueza lacustre en el Valle del Matlatzinco, manifiestan la pretensión de desposar pescadores capaces de mantener a sus hijos acuáticos [Albores 1995]. En otra región mexiquense, específicamente en Texcoco, es preciso que el tesiftero (especialista ritual que controla el clima), despose (en lo profundo del manantial, donde es arrastrado contra su voluntad) a la reina Xóchitl, dueña de las aguas [Lorente 2011]. Finalmente, en la misma Sierra de las Cruces y Montealto, el mëfi, sólo podrá vivir si dona su cuerpo al Divino Rostro o a la Virgen de Guadalupe en forma de alianza matrimonial [Hernández 2016], mientras que en algunos pueblos (Xalatlaco, Texcalyacac, Atlapulco), los ahuizotes se convierten, por la vía del rayo, en “soldados del señor de Chalma” y, a su muerte, en el Arcángel Gabriel o en otros santos [Albores y Broda 1997; Peña, comunicación personal 2018].

En esta región de México, los humanos habitan sobre un territorio que piensa, actúa y siente por sí mismo: los manantiales “agarran” (ahogan) a propósito a quienes se aventuran a nadar en ellos, mientras que “los aires” enferman a quien no les comparte alguna comida que les provoca antojo. Igualmente, los arcoíris “macho y hembra” orinan, enferman, embarazan y enamoran a mujeres y hombres con quienes desean establecer relaciones sexuales [González 1997; Hernández 2016].

Estos ejemplos, que distan mucho de ser los únicos, si bien conocen un cierto tipo de código de comprensión desde lo sagrado, son sin embargo muestra ineludible de una “teoría cosmopolítica indígena” [Viveiros 2010]. Las implicaciones de esto colocan al conflicto y a la negociación interespecíficas, en un mismo plano de operación, pues,

[…] lejos de un cosmopolitismo que se identifica demasiado fácilmente con el logro del universalismo no conflictivo, la perspectiva cosmopolítica parte de la diferencia cualitativa en los modos de existencia y de las prácticas de conocimiento vinculadas a ellos y asociadas a actores distintos en lugares diferentes. En otras palabras, parte de la constatación de ontologías plurales sobre las que se plantea una pregunta política, la de sus modos de coexistencia, asumiendo que las diferencias nunca pueden ser del todo pacificadas [Cañedo 2013: 33].

En el pensamiento otomí al que intento acercarme, la clave de comprensión reside en el reconocimiento de estas ontologías plurales que obligan a diseñar, sostener, gestionar y moderar los múltiples modos de coexistencia en donde el cuerpo se erige en la inflexible posición que marca la diferencia en los diversos puntos de vista de cada uno de los existentes implicados en dichas relaciones. Si, de acuerdo con Roy Wagner, “existir es diferir”, tener cuerpo, o hacerse de uno, es la única garantía de existencia y hacerse de uno por la vía predatoria, la alianza matrimonial, por comer y ser comido, se convierte en un afán que puede provocar un desasosiego incuestionable para cada existente cuando perderlo es un riesgo latente. Esta zozobra por cuerpo y sus incesantes trayectorias y alteraciones es lo que da noticia de lo arduo del ejercicio de practicar la convivencia interespecífica. Alterado por los efectos de la envidia, la brujería, la enfermedad, la elección por el rayo, la alimentación, el trabajo, el matrimonio, la vejez o la muerte, el cuerpo humano es el teatro en donde se verifican de manera inevitable las consecuencias de un mundo que nunca está terminado de construir del todo: “todo se cansa, todo quiere su reemplazo, hasta los dueños quieren que los releven”, es como explica un informante el porqué el Divino Rostro enferma, persigue y da cacería a los humanos en busca de voz y carne para manifestarse en el mundo. Y prosigue: “y por eso mismo es que no se secan los manantiales: porque la serena-mantezuma agarra gente para que se ahogue y de ahí siga brotando el agua. Todo en el mundo es relevo”.

En el monte y en el cielo

En la Sierra de las Cruces y Montealto, entre los valles de México y Toluca, el monte (t’öhö, o xinthe) no sólo es (al modo común mesoamericano) una fabulosa bodega en cuyo interior se acopian semillas, nubes y vientos, o la sede de insólitos mundos-otros en donde el tiempo se dilata y los tesoros del diablo o de míticos bandoleros se reservan, si bien celosamente custodiados de la codicia humana. Además, en algunos cerros específicos (La Campana, Ayotuxco, La Verónica, La Tablita, Huameyalucan y Tepexpan)2 se erigen iglesias desde donde el mundo se gobierna de acuerdo con una secreta maquinaria operada por deidades identificadas en su versión solar con los nombres del Divino Rostro y la Virgen de Guadalupe, y con sus versiones nocturnas: el Dueño del Mundo y la serena-mantesuma, y cuyo trabajo (‘befi) consiste en sustentar al cosmos. Tales tareas, sin embargo, son de una naturaleza congregacional, pues exigen la convergencia de determinados humanos y animales que comparten con los patrones del monte la condición de milagro, debido a que sus cuerpos han quedado presa del “encanto”, generalmente por la vía del rayo. El humano electo por la vía de la predación meteorológica es nombrado mëfi, aunque también podría denominarse b’ëhña, es decir, “esposa”, pues se asume que el Divino Rostro al rayar su carne, funda por este acto cinegético una alianza matrimonial.

Así ayuntados, dioses, animales y difuntos cooperan en las tareas indispensables para “abrir y cerrar el tiempo”, esto es, atraer, moderar y clausurar el viento que forma las nubes de lluvia, así como alejar el granizo, asegurando con ambas operaciones la prosperidad de las cosechas y despejando la sombra del hambre sobre los pueblos. Pero el “trabajo” mancomunado también se dirige a la procuración de la salud, así como al combate de la enfermedad y el infortunio, con especial énfasis en la gestión de la envidia al interior de las comunidades serranas. Ambos niveles de trabajo chamánico (nutricio y terapéutico) obtienen de los cuerpos de los existentes involucrados tanto su origen como su destino: se “trabaja” por (y para) tener cuerpo, y se tiene cuerpo porque se “trabaja”: el Divino Rostro y la Virgen, además de sus cuerpos-figurales (cruces de piedra, imágenes de yeso, lienzos), pueden transformarse en animales (serpientes, caballos, ranas, cocodrilos, palomas), meteoros (rayos, centellas, lluvia, nubes) y, por supuesto, pueden tomar la carne y la voz de los humanos predados para tal fin. Por su parte, los humanos despliegan tecnologías corporales específicas para cumplir con su papel de coadyuvadores de las tareas aludidas: para los mëfi congregados en las cimas de los cerros sagrados en determinadas fechas a lo largo del año, casi cualquier gesto corporal es trabajo: la activación común [Pitrou 2011] se logra exclusivamente mediante la convergencia corporal.

Este sistema chamánico se encuentra dotado de un vigor respetable en las comunidades otomíes serranas de municipios como Huixquilucan, Lerma, Ocoyoacac, Temoaya, Otzolotepec, Xonacatlán, Toluca y Jiquipilco, todos ubicados en el Estado de México, y aun de otras regiones más alejadas y de habla mazahua, asentadas en el poniente del Valle de Toluca. La vitalidad del sistema chamánico proviene, paradójicamente, de mantenerse a salvo dentro del mismo sistema parroquial católico, que durante la época colonial y republicana trató inútilmente de conjurar sus alcances. Esta ardua relación con el cristianismo será una de las vías que aseguren su puntal más sólido, sobre todo porque el sistema tiene su clave de interpretación en la exégesis otomí que equipara el “trabajo” cosmopolítico a una incesante producción de cuerpos “de Cristo y para Cristo”. La sede de esta cristianización (que no conversión religiosa) es el monte y que por esto deviene como sitio privilegiado donde los cuerpos de diversos existentes co-actúan transfigurándose, desplegándose en diversos modos, lo que los obliga a desgastarse, a renovarse. Presentaremos ante el lector dos de las nociones que documentan estas operaciones: aquella de milagro junto a la teoría otomí del relevo. Que tal plasticidad corporal sea acotada bajo el nombre de metamorfosis no es inaudito: lo es el hecho de que ésta opere bajo la idea de una lógica cristiana que hace que sus ejecutantes estén, al mismo tiempo, ocultos y a la vista de todos.

Cuerpos predados

Dios necesita sus cuerpos. Los agarra en el monte. Uno ando pastoreando las borregas o buscando los hongos en el monte y cae el rayo y le toca al cuerpo, queda uno rayado. Nadie puede tocar al rayado ni verlo siquiera, porque se muere. Si el rayo tira, debe esperarse a que la centella caiga y lo devuelva a la vida. Entonces hay que encapillar3 a esa persona, durante varios meses, para levantarlo bien, para que se cure y le sirva al Divino Rostro. Él viene a visitarlo en los sueños y le pide al hombre o a la mujer que le sirva, que de lo contrario le quitará la vida, lo enfermará hasta que se seque del cuerpo. Dicen que el Señor viene por la gente cuando se murió alguno de sus otros cuerpos, un violinista, una comadrita, un mayor. Cuando alguien de los cuerpos se muere, la gente dice: “no tardará en enfermarse alguien, porque Dios necesitará que a ese difunto le venga su relevo”. Por eso, cuando uno es rayado, se encapilla y en esos meses recibe su yecta (dieta) de la santísima trinidad, que es huevo, quelite y queso, dejará la carne roja y ahora peregrinará para ser trabajador del Divino Rostro. Y luego vendrá el cumplimiento y el pedir las gracias, que es donde uno se casará con el Señor, y serán una misma carne para trabajar en el mundo y así servirlo en lo que él pide: levantar a los demás enfermos, que son las palomitas y los corderos, y llevarle su regalo al cerro para el mantenimiento del mundo y que llueva, que haya aire, que se den las cosechas y las frutas. Por eso nosotros somos como él. Somos milagro.4

Este relato procede de Pascual, un hombre otomí ya anciano y nativo de La Concepción Xochicuautla, en el Estado de México, y condensa un largo y complejo ciclo que inicia justo con la elección predatoria por parte del Divino Rostro. Para los otomíes de esta región, la deidad fractal y repartida en varios hermanos que gobiernan diversos cerros-santuario a lo largo de la Sierra de las Cruces y Montealto carece de cuerpo, por lo que se procura los que necesite por medio del rayo o la enfermedad, con el fin de atraerlos a su corral y convertirlos en su carne, y a quienes se referirá como sus “ovejas, corderos y palomitas”.

La carencia de cuerpo del Divino Rostro tiene efectos en la vida del mundo de proporciones insospechadas, pues ésta se subsana mediante cuerpos humanos agarrados en el monte que deben por ello conocer, así sea de manera efímera, el mundo de los muertos (el cielo, mah’i’ntsi), y volver de ahí para mantener y sustentar a quien ellos encorporan: es decir, que la tarea chamánica nutricia se dirige en primer lugar a asegurar la vida de los existentes divinos y con éste la fertilidad del mundo. “Mantener” al Divino Rostro significa procurarle, a lo largo de un circuito ceremonial anual, una serie de bienes nutricios de diverso origen (desde tamales, carne de ave, rana, pescado, flores, pan, naranjas y plátanos, hierbas aromáticas, copal, chocolate, hasta plegarias, música, danzas), donados en sus santuarios a sus diversas versiones germanizadas. El mëfi asume la obligación de “levantar a los corderos” (curar a los enfermos) y cuidar a “las palomitas” (atender a los socios), de lo que implica donar la propia vida, ahora consagrada a diagnosticar dolencias y envidias por medio de la lectura de un huevo, limpiar y acompañar a las gentes en el lento proceso de engrosar las filas del rebaño sagrado. En su persona, estos hombres y mujeres conocen el dolor y el cansancio, el desgaste y la fatiga, así como la incomprensión de sus vecinos (para quienes estos cuerpos son siempre fuente de aprensión y riesgo) y no pocas veces la ira y la agresión de su dueño, irascible a la menor inobservancia, informalidad o desmemoria a la hora de ejecutar los complejos ceremoniales que les son propios.

Hemos mencionado antes que a estas mujeres y hombres rayados se les conoce como mëfi, es decir, “trabajadores” o, mejor aún, “peones”. La literatura etnográfica de la vecina región lacustre ha establecido las denominaciones de “graniceros”, “tiemperos”, “ahuizotes”, “capilleros” [Albores 2001; González 1997; Barrientos 2004] en las cuales los mëfi serranos no se reconocen. A estos trabajadores es posible hallarlos agrupados en las llamadas “Asociaciones del Divino Rostro”, que bajo la apariencia de grupos devocionales se encuentran sujetas a la estructura formal de las parroquias de una sierra que se divide, para su atención pastoral, en cuatro territorios diocesanos, cuyas sedes episcopales son Toluca, Atlacomulco, Tenancingo y Tlalnepantla. Sobre estos grupos y sus actividades ceremoniales, así como de la obstinada persecución de la que fueron objeto, tenemos noticias desde la época de la Colonia y aún hoy, aunque tolerados, estos grupos significan para los curas de la región un resabio de idolatría de la que los pueblos se resisten a desprenderse a pesar de sus constantes esfuerzos evangelizadores.

Sin embargo, para un mëfi, su actividad no se agota en la mera práctica de las liturgias y devociones que la Iglesia católica exige para la correcta expresión de la fe. Un mëfi sabe que no sólo es un fiel cristiano, un seguidor de Cristo, sino, más aún, un proveedor de cuerpo para Cristo, condición ontológica que lo coloca en un plano similar al de los curas. Pero si éstos, según consigna la teología dogmática católica, son virtute ac persona ipsius Christi, es decir, humanos actuantes en representación de Cristo, los mëfi son (jugando provocativamente con las mismas categorías latinas) ipsissimus corpus Christi, es decir, “los mismísimos cuerpos de Cristo”. Pero este debate no es relevante para los mëfi, quienes reconocen el poder clerical, radicado en su mucho saber “que viene de la lectura de los libros”, mientras que la fuente del saber chamánico radica en el magisterio nocturno que el Divino Rostro o la Virgen de Guadalupe ejercen durante el estado onírico, como sostiene Pascual: “no dormimos, no descansamos nosotros. En la noche viene el maestro y se nos presenta. ‘Ya llegué’, me dice; ‘Sí maestro’, le respondo. Y ahí empieza la enseñanza, ahí en el sueño me dice lo que voy a hacer y cuándo hay qué hacerlo. En la noche trabajamos soñando para aprender más del maestro que tenemos”. Una vía pedagógica similar se emplea con aquellos mëfi dedicados al arte de la plegaria musical conocida como el punto, o la ejecución del violín.

Para ejercer su labor, el mëfi de esta sierra -a diferencia de los especialistas rituales de otros núcleos otomíes como los que existen en el semidesierto en Querétaro o en la Huasteca Sur-, no necesariamente fabrica cuerpos [Trejo 2014], sino que dona (siempre involuntariamente) el propio. El mëfi se torna cuerpo de Cristo en primer lugar cuando cierra su ciclo de curación y ejecuta una alianza conyugal con el Divino Rostro. Una vez formalizada dicha alianza, el mëfi procurará de cuerpo (carne) transitoriamente5 a su esposo celeste. Este matrimonio es narrado así por Pascual:

Pascual: Cuando ya me llegó mi curación y fui a dar el cumplimiento al monte, a pedir las gracias, un día antes me dijo el viejito que me iba a acompañar a esta ceremonia: “Mañana te van a dar tu trabajo, tu tarea. Pero quiero que te vayas bien limpio, bien bañado, porque mañana tú te casas. De blanco, vas vestido de blanco, como si fueras una novia”. “¿Cómo que me caso?”, le pregunté. “Sí. A partir de mañana ya no te vas a mandar solo. El Señor Divino Rostro va a ser tu viejo (sic pro ‘tu esposo’). Y es celoso, bien celoso tu viejo. Así que mañana te casarás con él. Ya te agarró con el rayo que te echó, y mañana ustedes se van a casar. Es un compromiso hasta la muerte, no se te olvide”.

Carlos: ¿Y qué significaba que ahora usted se casaría con el Divino Rostro?

P: Que ahora yo tendría que serle fiel y estar en todo a él, sin saber de horarios, de fiestas, dejando si fuera necesario a la familia, porque pues ahora yo era de él.

C: ¿Y eso, cómo fue? ¿Cómo cambió su vida?

P: En todo, porque ahora yo sería su cuerpo de Dios. Ya somos cuerpo y trabajamos juntos.6

Esta glosa del “novio” era sugerente. En efecto, el verso en reflexivo nthäti, “casarse”, participa del tipo de palabras cuya raíz sugiere significados contiguos que vale la pena no perder de vista.7 Pero otra frase recurrente en la vida cotidiana para nombrar a quien se ha casado o simplemente “juntado” o “robado a la novia” es pent’i ngokei, “agarró/atrapó cuerpo”, o “agarró/atrapó carne”. Una de las posibilidades para designar a los cónyuges, más bien formalista, es ma’nana (“esposa”, literalmente “mi señora”) y ma’nzoya (esposo, literalmente “mi señor”, “mi hombre”). Sin embargo, existe también la posibilidad de usar un término para ambos cónyuges: hñandi, que ofrece tres traducciones posibles: “mirarse cara a cara (mirarse de frente)”; “mirar, ver o conocer por anticipado”8 y, la más sugerente, trabajar por mitades.

Interioridad compartida: la categoría Milagro

Esta alianza con los Divinos Rostros (recordemos su carácter fractal) organiza un orden parental que hace de los mëfi esposos del Divino Rostro, pero compadres (jüada) entre sí, a la vez que les precisa a convertirse en padrinos de cruces, como de imágenes de santos y de otros humanos, tanto vivos como difuntos. Los mëfi entre sí comparten además un tipo de condición o estado, pues como consecuencia de la elección del Divino Rostro son también milagro, categoría compartida con las cruces del Divino Rostro de piedra aparecidas en los montes, así como las ts’aguas (deformación de “San Juan”), que son figuras de ídolos aparecidos en medio de las milpas a la hora de roturarlos para la siembra. Milagro también se llama a una piedra que es una rana en el cerro de La Tablita, o aquella que es el caballo del Divino Rostro y en el cual monta para convertirse ambos en “regadores del cielo” y ejercer su doble tarea de hacer llover y enviar rayos que persigan y abatan nuevos cuerpos. Milagro es el oyamel donde la Virgen de Guadalupe apareció en Temoaya, y lo es también el mëfi cuando en un episodio ceremonial “recibe” y hace de su carne una prótesis extensiva del “Dueño del Mundo”. Dialogando con uno de los trabajadores de Xochicuautla acerca de la diferencia entre diversas imágenes religiosas que hay en los pueblos del Valle de Toluca, éste llamaba mi atención sobre:

Pascual: […] ese Cristo, el grandote que está en Ameyalco,9 está bien bonito. Pero nomás eso: bonito. No tiene nzaki (“vida, fuerza”). Esa la levantaron unos albañiles hace años y sí, quedó bien, está grande y se ve desde cualquier pueblo, no digo que no. Pero no es milagro.

Carlos: ¿Y qué o quién sí es milagro?

Pascual: Milagro son las piedritas, las cruces del Divino Rostro. Milagro el señor de la exaltación de Xochicuautla, las virgencitas que salen del santo encino del cerro de La Campana, el regador del rocío y los otros animalitos de piedra del patrón. ¿Los ha visto en el cerro de La Campana? Esos son los milagro. Pero yo también soy milagro, y los otros trabajadores somos milagro. Por eso yo no puedo bailar en las fiestas, no puedo tomar ni divertirme, y la gente sabe que no puedo hacerlo porque yo soy hñänt’äjuä.10 Me decía mi difunta esposa: “tú no bailes ni tomes, porque eres milagro”.11

La categoría milagro es dúctil pero no complaciente. Excluye de su campo de definición a las sedes del poder político local, a sacerdotes y templos católicos, y para mi sorpresa, a la mayoría de las santas y santos patronos que, si bien son venerados en función de la cohesión política y territorial que garantizan, tienen por ello tareas poco o nada vinculadas al sistema religioso del monte, donde el pueblo como unidad política puede ver devaluada su jerarquía. Sin embargo, algunos son Santos-milagro, como Santiago y San Martín Caballero (con sus respectivos caballos), San Miguel arcángel y San Pablo con sus espadas, San Pedro y su llave, algunas “cruces de mayo”, y las tríadas de la Virgen María (“las Tres Marías”), réplica de la Trinidad. Pero lo realmente atractivo de esta categoría de milagro es su capacidad de asimilar en una misma categoría al Divino Rostro, a algunas imágenes “aparecidas”, a los animales de piedra, con los mëfi. Para algunos humanos, ser milagro no es una condición a la que se acceda por voluntad propia, y es de hecho la conclusión (siempre quebrantable) de un largo proceso de iniciación chamánica. No es infrecuente que a algunos mëfi difuntos se les considere ancestros o, aún más, “santos”, lo que sugiere que el destino después de la muerte sea justo una transformación que permite compartir el mismo lugar o jerarquía de aquellos divinos existentes que son venerados de manera ordinaria: si los dioses también se buscan sus reemplazos para tener cuerpo en el mundo solar, sería lógico pensar que en el cielo estos cuerpos se conviertan en ancestros divinizados, garantes de la memoria ritual, y eslabones siempre disponibles para auxiliar en el correcto desarrollo del protocolo ceremonial.

Sobre las cruces y los humanos es posible afirmar que comparten una condición que reside en una interioridad que es homóloga, dado que el cuerpo es su marca de diferenciación no sólo privilegiada, sino necesaria: en un medio donde la humanidad se extiende de manera aparentemente desordenada, es menester diferenciarse, lo que se convierte en una necesidad de sobrevivencia: perdurar es distinguirse. Ser milagro otorga a las cruces y a los humanos un notable incremento en su nzaki, palabra que se traduce ordinariamente como “vida” y también como “fuerza/energía”, que son las demandas más reiteradas en las plegarias del punto, cuando los mëfi piden kha ro’fuerza, kha ro’vida (“dame fuerza/dame vida”). Entre los otomíes de la Huasteca, esta distinción se repite con algunos matices, aunque en esta teoría indígena del alma, Galinier [1990: 626] presenta datos que indican el alojamiento de estos elementos anímicos en el estómago, mui, palabra que designa igualmente al corazón. En la sierra suele escucharse más bien al Divino Rostro hablar a sus fieles dirigiéndose a ellos como “hijos de mi alma, hijitos de mi corazón”, aunque esta frase, expresada siempre en castellano, no se refiere particularmente a las entidades anímicas de aquél, los mëfi asumen que el Divino Rostro tiene un corazón que sufre, que es lastimado por los pecados y faltas humanas, y que “brilla y destella como el sol”, describiendo los adornos metálicos que las cruces suelen tener como parte de su ajuar y parafernalia.

Tres ejemplos tomados de la experiencia etnográfica de la misma narrativa pueden auxiliarnos en comprender el funcionamiento del nzaki sobre el cuerpo de los diversos existentes: el primero describe a un mëfi que suele despedirse dando una palmada fuerte en las manos abiertas y extendidas hacia arriba de sus pacientes, para que su nzaki se fortalezca con el golpe que reciban. “Que mi nzaki se vaya contigo”, es la frase utilizada de forma ordinaria. El segundo ejemplo refiere una ocasión en que se colocó la ofrenda (mixa) de hierbas, flores y frutas en la cabeza del “caballito” (fani) de piedra, “el regador del rocío”. Una vez dispuesta la ofrenda, un perro tomó con el hocico un pan de concha, un niño quitó de la mixa una naranja y un hombre robó el ayate que le habían puesto encima a la piedra. El perro murió esa misma mañana; el niño cayó enfermo y fue necesario que se encapillara, mientras que el hombre enloqueció de la noche a la mañana y se fue secando poco a poco. La explicación brindada es que la “fuerza” de estos objetos se volvió contra los irrespetuosos. El nzaki es también una energía predadora cuando opera en forma defensiva. El último ejemplo refiere la historia de un hombre que quiso romper una piedra-madre para abrir el camino de la subida al cerro de La Campana, a quien se le advirtió que esa piedra estaba llena de nzaki pero él “no quiso oír de razones”. La rompió con el trascabo y al llegar a su casa “le agarró un sueño muy pesado y ya no despertó nunca”. Murió porque golpeó una piedra “de fuerza”.

A la pregunta: ¿todos los seres vivientes tienen nzaki? Las dos posibles respuestas tienen su justificación. Sí, si por ello se entiende su acepción “vida”. No, si se refiere a la de acepción de “fuerza”. El nzaki como componente anímico, difiere del ánima, alma o ndahi (aire) a los cuales los mëfi identifican como sinónimos, y que se convierten en la esencia que subsiste a la muerte. Es preciso también señalar que un difunto, es decir, un cuerpo sin nzaki, es también llamado “almita” o “ánima”, señalando la distinción entre los componentes anímicos; en el destino postmortem sólo subsistirá el ndahi, la esencia leve y sutil con la que los muertos nefastos enferman a los vivos y con la que muertos benéficos se presentarán en noviembre, mientras que, durante el Carnaval, los muertos se presentarán con las caras de papel, las máscaras de los ancestros, huihuinchis o xitás. Galinier [2016] apunta el ndahi como una entidad anímica asociada a la palabra o la flatulencia, ambas emitidas desde las diversas bocas u orificios de los que el cuerpo dispone. El dato no es irrelevante, dado que el Divino Rostro comparte con este grupo electo de humanos el don de la palabra y la voz, cuya traducción del otomí es noya, y que fonéticamente guarda relación estrecha con el escurridizo término Nzoya.

Unidos los existentes por los binomios vida/fuerza y voz/palabra, se allana el camino para comprender el sentido de encorporación que se convierte en el rasgo distintivo de los bmëfis otomíes. Pero cabe la pregunta: ¿cuáles son las consecuencias ontológicas de la categoría milagro que dota del nzaki (fuerza/energía) y de noya (voz/palabra) a los humanos y a las piedras que son existentes divinos? La primera y acaso la más importante es la inestabilidad de la noción de persona, donde pareciera que la transformación o, en una de sus versiones serranas, el relevo, es la tarea realmente primordial en la existencia.

En Las Cruces y Montealto, algunos humanos nacieron para transformarse, confirmando su poder justamente por este recurso de mudanza. La movilización de energías necesarias para la producción de bienes y recursos de índole acuática (lluvia, manantiales), por ejemplo, suponen una transformación a partir de la predación y donación no siempre voluntaria de un cuerpo con nzaki, dado que los cadáveres están fuera de este circuito de relevos, excluidos casi para siempre de estas lógicas transformacionales. Pero una segunda consecuencia ontológica de esta operación se dirige hacia una identificación intensa, aunque fallida por efímera, entre el Divino Rostro y sus mëfi.

La serena y la teoría otomí del relevo

En la espesura del bosque de Temoaya se encuentra el llano conocido como La Tablita en donde la Virgen de Guadalupe, cansada del ruido y el smog que le provocaban dolor de cabeza y lágrimas abundantes, encontró refugio en medio de los oyameles y los pájaros del monte, que cada mañana le cantan sus mañanitas nomás aparece el sol. En dicho llano se encuentran diversos manantiales que para los otomíes son los terrenos y casas de la serena mantesuma, la “dueña del agua” y quien, en forma de rana diminuta, regula la salida del agua que emerge de lo profundo y oscuro de la tierra: “si la ranita quiere que haya agua nomás la ves nadando, pero si no quiere que mane el agua, pone su trasero en el agujero donde mana el agua”, sostiene un informante. Camino a un tercer y cuarto manantial (llamados “San Juan Nuevo” y “San Felipe Apóstol”, respectivamente), ubicados ya en lo cerrado del bosque, se encuentra también una vigilante del agua: una piedra que algún día tuvo forma de rana y que, debido al celo de algunos católicos, fue destruida con una barreta dejando sólo un pedrusco informe al cual no obstante se le sigue considerando un animal vivo que canta siempre anunciando las lluvias. Al pasar, los mëfi le saludan con respeto y es sujeto de una ofrenda en cada episodio ceremonial.

Cuando se arriba a los manantiales, se escucha la voz de un viejo mëfi, especialista en “cantar punto”: “esta es casa de la serena”, afirma. Según su narración:

Serena hay dos, puede ser macho y hembra; si es macho se llama mantesuma, dueño del agua, si es hembra se llama mithé, dueña del agua. Ella se manifiesta vestida como persona de este mundo, con chincuete y trenzas, o como niño o niña vestido de blanco. Pero siempre está en busca de personas que se asoman a los manantiales y les enseña su carnada para atraparlos, pues las gentes nomás se asoman y ven en el fondo aretes de oro, anillos de oro, joyas o peces de muchos colores, y quieren atraparlos y las serenas y serenos se los jalan para el agua. Y eso sucede cuando llega la hora, el mediodía, y la gente sí sale, sí sale del manantial, no digo que se queden ahí para siempre, pero con la piel cambiada. Salen güeros, blancos, como guachinangos y todos los días al mediodía tienen que venir al manantial a ver a su serena.

La serena nos coloca no sólo ante el problema de la naturaleza dual de los dueños, como se ha visto ya en el caso de La Campana o la Verónica, sino además en el de la mutación corporal de quienes se atreven a pisar su terreno sin las precauciones prescritas en la memoria común, sin reparar en el protocolo que se exige al atravesar o penetrar el cerro, o bordear el manantial. A diferencia de lo reportado por Lorente [2011] para la sierra de Texcoco, las serenas o dueñas del agua que emergen de la profundidad y toman hombres, mujeres o niños desprevenidos, no suelen transformar a sus capturados en parientes o en especialistas meteorológicos, pero sin duda el contacto los introduce en una vía de alteración expuesta en el color de la piel, del exterior del cuerpo, que es en donde se pueden apreciar modificaciones relevantes.

Estos humanos “agarrados” pueden o no regresar a la superficie, pero su apariencia exterior ya no será humana, o al menos no como los recuerdan quienes los conocieron y trataron antes de este episodio de transformación. Otros insisten en señalar que todo cuerpo de agua (celeste o subterránea) tiene su origen, necesariamente, o bien, en la coactividad entre humanos y dioses por medio de los rituales en el cerro, o bien, en la donación o, mejor aún, por la depredación del cuerpo humano como un acto de rapacidad que asegura la continuidad de la colaboración entre los humanos y los dueños del agua. Se tiene noticia de un hombre que vio dentro de un manantial a varios peces que tenían un color y un tamaño inusuales (“estaban muy blancos”, refiere el narrador), por lo que los pescó y comió sin notar en ellos nada extraño. Al tiempo enfermó y vio en sus sueños a la serena, quien le reclamó la muerte de “sus hijos” y clamó por una venganza que tendría efecto en el cuerpo del imprudente pescador y en el de sus propios hijos. Dicha amenaza fue finalmente conjurada cuando el humano acudió al manantial “a pagar” su deuda con una ofrenda generosa y los regalos adecuados para apaciguar la cólera de la serena.

En tal sentido, es en el agua, su producción y su flujo donde está mejor expresada la teoría otomí del relevo. Las siguientes narrativas pueden darnos cuenta de esta reflexión que en los pueblos serranos opera como un tema recurrente.

Ameyalco, el pueblo donde “Dios se encantó”, fue antiguamente un pueblo ribereño, como casi todos los que circundan el Valle de Lerma, asiento de la antigua laguna. Una de sus mitades, conocida como “la mitad del agua” (también conocida como “pueblo viejo”, reminiscencia del otomí Dongú), posee un manantial ya restringido que originalmente abasteció de agua a la población. Sobre él se erige la capilla del Divino Rostro, sede de la asociación local, y en su atrio hay dos cocodrilos. El relato sigue así:

Ameyalco antes no era parroquia y era un pueblo que pertenecía a Atarasquillo. Entonces ahí en Ameyalco este tenían la costumbre de que a la novia, el día de su boda, se le ponían sus moños blancos, se vestían antes de chincuete y blusa blanca; el novio se vestía de manta blanca, y ya engalanados se iban a casar a Atarasquillo. Una leyenda de aquí cuenta que a unos novios “los agarraron”. Ellos les dijeron a sus familias que se adelantaran, que iban a lavarse las manos en el manantial. Las familias se adelantaron y cuando ya se pasó una hora, dos horas, se regresaron porque ya no los encontraron ya nomás encontraron su ropa flotando ahí en el agua. En el río. Que era un río grande y la ropa de los novios flotando; buscaron a la novia y al novio y no aparecieron y por eso ahí en Ameyalco, están los dos cocodrilos porque un cocodrilo es la mujer y el otro es el hombre.12

Esta narración hace pensar a los ameyalquenses que si el dueño “los agarró” es “porque seguro que aquél ya estaba pidiendo su relevo”. Un mëfi del pueblo de Huitzizilapan señala que los dueños “son como uno, como nosotros y, como todo, se van acabando, pidiendo su relevo”. La noción de relevo es todo un régimen de pensamiento en el mundo otomí de la Sierra de Las Cruces y Montealto: el agua se mantiene brotando si el dueño, próximo al cumplimiento de su tiempo, encuentra un cuerpo o los que sean necesarios. Los mëfi fallecidos, sobre todo los que tenían funciones ceremoniales de preeminencia (cantores de punto, dadores de cuerpo para el servicio, violinistas, alabanceros) encontrarán relevo, tarde o temprano, dentro de su círculo de linaje, especialmente entre los más jóvenes, por medio de la enfermedad. Así, es posible que los nietos tomen el trabajo de sus abuelos, como en el caso de un violinista de Xochicuautla que soñó al abuelo entregándole el instrumento, amaneciendo enfermo hasta que comunicó a su familia el hecho, debiendo encapillarse para suceder a su ancestro. Las cruces, como hemos visto en La Campana, son “renovadas” cuando se desmontan de sus pedestales, se pintan y se revisten con cendales y flores nuevas. En realidad, renovar-se o relevar-se implica modificar siempre el cuerpo exterior. Pero este relevamiento del dueño del agua apunta no sólo al desarrollo continuado de una función (la provisión del agua), sino al papel e importancia que el cuerpo humano, en este caso específico, el cuerpo de los niños, asume en el mantenimiento y funcionamiento de los bienes acuáticos, como lo muestra el siguiente relato:

A mí me dijeron de niña que debajo de esa capilla, en donde está la cueva del manantial, allí estaba el mar. Yo nunca, nunca he ido al mar, pero un día sí me metí a la cueva y se siente un airecito con una brisa hacia la cara y no había agua, sólo la brisa. Sí se siente frío. Sí, y a mí me decían que ahí está el dueño, que quieren para que le regresen el agua ahí. A mí me dijeron que la iglesia de Ameyalco se está yendo de lado porque la construyeron del lado del río y no del lado del aire. Pues la iglesia se está enfriando en una parte porque también están pidiendo que para que la iglesia se componga, el pueblo dé un rosario niños y niñas vivos, bien vivos para meterlos ahí. Así se calentará la iglesia y no se caerá, además que gracias a ese rosario13 de niños el agua va a venir a Ameyalco como si nunca se hubiera ido. Eso lo pide el dueño del agua, no el diablo, que no se malinterpreten mis palabras.

Estas consideraciones se vuelven sugerentes a partir de la constancia del agua en La Tablita, fenómeno que no se verifica en el resto de los cerros-santuario. En otro momento hemos explicado cómo el oratorio del pueblo se vincula con su respectivo cerro como una suerte de manifestación doble, mixturada, que implica una presencia del monte en el corazón del pueblo y viceversa.14 Muchos de estos cerros pueden comunicar un espacio “salvaje” con otro “social” por medio de túneles o cañerías subterráneas, como es frecuente escuchar en diferentes mitos que conectan al cerro tutelar con el altar de la iglesia de los pueblos, forjando esta conexión que siempre opera en el ámbito inframundano, como sucede en el pueblo de Huehuetoca (más cerca del Valle del Mezquital que de la Sierra de las Cruces), donde se dice que entre el cerro Sincoque y el altar mayor de la iglesia existe un túnel que conecta al pueblo nuevo con el viejo.

Amén de esta referencia relativamente común en Mesoamérica, lo que persiste además es el cuerpo humano como relevo y condición sine qua non para calentar, asegurar el brote continuo del agua, en una tierra afirmada sobre la gran agua marina. Pero la teoría sobre el relevo apunta hacia la muerte humana (real, ritual, simbólica) como un paso inevitable en el largo y mortal camino que asciende hacia la metamorfosis corporal. Así como la niña Teresita muere y derrama agua por la espalda, muestra de que en la cueva “se sigue encantando la gente”, esta operación de depredación y rapacidad contra los humanos siempre operará en los sitios a los que se les han llamado lugares-fuerza [Galinier 1990: 2011 y ss.]. En La Tablita, una mëfi reflexiona sobre las faenas que, con no poco esfuerzo, trajeron el agua potable desde el monte hasta los pueblos de San Pedro Abajo y San Pedro Arriba, que fueron realizadas básicamente por las mujeres, dado que los hombres estaban en época de cosechas. Muy pronto la conversación se centró en la asiduidad del agua que, en sus palabras, bendice y distingue a La Tablita entre los cerros-santuario del Rosario Serrano:

¿Ya sabe usted que del ahuehuete de Chalma mana agua por una señora que ahí se encantó? Una señora que iba de peregrina se metió atrás del monte, a donde hoy está el árbol que creció ahí, para llegar a Chalma, a orinar. Y poco a poco se fue encantando, y se quedó así, sentadita, y se convirtió en el ahuehuete donde siempre mana agua, donde los peregrinos hasta meten a bañar a sus niños chiquitos. Y eso por poco pasa aquí en La Tablita, porque una señora que trajeron a curarse estaba ya mala, muy mala. Y se acurrucó junto a un arbolito, y se empezó a quedar dormida, a encantarse digo yo. Y se iba muriendo de a poquito, encantada, y que se la llevan sus hijos rápido al pueblo [de Temoaya] y allá murió. La hubieran dejado ahí, mejor, ¡para que saliera otro manantial! Pero no quisieron. Se la llevaron.15

Una matriz de transformaciones muy similar enlaza a los novios-cocodrilo con la mujer que, orinando, se transformará en un ahuehuete-manantial. La persistencia del agua en La Tablita, en efecto, no se limita a las variopintas narraciones presentadas aquí, sino además a las tareas ceremoniales que implican la presentación de chocolate caliente y pan a los manantiales. Una última consideración no puede dejar de ser siquiera enunciada: este alimento (reforzado por el difrasismo thuhme/deju, es decir, pan/chocolate) entregado a las serena-mantesuma, se designa con la palabra nt’oxi. La explicación que los mëfis ofrecen es que este alimento es “el desayuno de los animales del agua”, pero suelen reparar poco en el hecho de que esta palabra, para los seres humanos, significa “cena”. Esta inversión del tiempo eleva la tensión sobre las disposiciones del día y la noche que aparecen inversas para ciertos existentes. En La Tablita, esta inversión horaria es una pista más sobre la difusión de perspectivas que dan cuenta de existencias innegables, lo mismo en el oyamel elegido como lienzo de la Virgen, a las cruces resentidas de hambre, a la serena-mantesuma, a la mujer que pudo haber sido ella misma un manantial incesante, a las ranas, o a los humanos que alaban cual pájaros del monte.

Es menester, con todo, tener cuidado a la hora de considerar esta alteración temporal que hacen que el desayuno que los hombres entregan a la serena y al mantesuma sea en realidad una cena: n’toxi es justamente el término utilizado para el último alimento en las casas humanas, la cena. El amanecer humano es la noche para la dueña del agua, lo que vuelve a colocarnos sobre la distinción horaria entre el Señor Divino Rostro y el “otro”, dueño del monte, diablo y amo del mundo oscuro. La Tablita es un santuario que exige una revisión que sepa incluir la noción mesoamericana de la peregrinación primigenia y peregrinación correctiva: por este llano viaja una campana que no alcanza a llegar a la Ciudad de México, y desde ella proviene una virgen nahua que se muestra cansada de la impureza del aire y la furia del ruido urbano: su lógica territorial está basada en su condición de bisagra, de batiente que se abre o cierra, de acuerdo con la voluntad del milagro o el encantamiento.

Conclusión: supervivencias versus teorías locales

Debemos a Pablo Henning, “colector de documentos del museo nacional”, un muy interesante reporte titulado “Apuntes etnográficos de los otomíes del Distrito de Lerma”, publicado en 1911. Imaginemos el contexto del trabajo donde esta recolección de datos tiene lugar: a principios del siglo xx, en plena Revolución mexicana, la región de Lerma se encuentra aparentemente tranquila, al grado tal que el yerno de Porfirio Díaz (Ignacio de la Torre) aún se halla sin sobresaltos en su Hacienda de San Nicolás Peralta, y concede a Henning el permiso para subir al Cerro de La Campana y observar el adoratorio en donde se resguardaban seis cruces de piedra a las cuales los otomíes rendían (y rinden) culto especialísimo. Pero la voz de los otomíes que pretende describir es menos poderosa que las voces del pasado prehispánico que llegan a los oídos del colector de documentos, y toda la narración está impregnada de un curioso y rebuscado asociacionismo entre los elementos que se presentan a sus ojos.

Ya en la propia localidad de Lerma, cabecera del Distrito de este nombre, pude observar que ideas de origen náhuatl aun hoy día influyen grandemente en la configuración de algunas imágenes que allí se veneran: la del famoso Señor de la Cañita, por ejemplo, de la que se dice fue traída en épocas pasadas por los indios de Huisquilucan, tiene fondo de Tláloc Cintéotl. Igualmente, en Tultepec, pueblo inmediato á Lerma, pueden observarse huellas del culto de la antigua Xilonen, y en la imagen de la Virgen de Guadalupe de Ameyalco, pueblo netamente otomí del Distrito de Lerma se notan las características de esta diosa antigua en grado marcadísimo. […] Como Ahora bien, es de creerse que sea probablemente la siguiente la relación de las cruces [del Divino Rostro] entre sí: se notará que la cara del Cristo en la cruz dedicada á él, despide rayos, es decir, representa el sol […]. Hallándose el Cristo asociado con la idea del dios sol regente de la era, veo, además, perfectamente lógico asociar á la Virgen Madre de Dios con la luna, símbolo antiguamente de la Toci Tlazoltéotl, madre de los dioses y de los hombres, diosa de la región del Oeste o del cincalli, donde nació el Cintéotl Tonacatecuhtli Quetzalcóatl [Henning 1911].

En otros espacios me he esforzado en señalar las curiosas formas en las cuales, en la etnografía disponible para las comunidades del Estado de México, el empeño de sus autores ha sido, en el mejor de los casos, seguir la senda de Henning para demostrar que detrás de cada Guadalupana hay una Toci, y en el corazón de cada cerro hay un Tláloc o un Tezcatlipoca. La finura descriptiva ha sido tal que damos por sentado que nuestra tarea es conectar estas vías de asociación para reconstruir sistemas de pensamiento ya perdidos, los cuales, una vez visibilizados, aparecen ante nuestros ojos como reliquias muy alejadas de un presente etnográfico dinámico y vertiginoso. Y así, ¿qué dicen a los hombres y mujeres quienes se saben milagros y relevos, los nombres, atributos o atavíos de las deidades prehispánicas que afanosamente nos empeñamos en poner delante de sus ojos? ¿Por qué hemos dejado de lado no sólo “el punto de vista del nativo” sino, más grave aún, sus conceptos de experiencia cercana, su capacidad téorica de articular diversos seres de estatutos ontológicos diferenciados?

Si para Viveiros de Castro las teorías indígenas son “una antropología situada perpendicularmente a la nuestra” [Viveiros 2010: 60], no vendría mal atender la idea (citada por él mismo) de Anne Christine Taylor sobre la antropología concebida como una “Disciplina cuya actividad propia es colocar en paralelo el punto de vista del etnólogo y de sus sujetos de estudio para sacar un instrumento de conocimiento”. La profusa etnografía mexiquense sobre la sierra, la laguna y el valle ha alcanzado tal nivel de refinamiento, por lo que no descartemos por ningún motivo el hecho de que un nivel similar haya sido alcanzado por las teorías (es decir, por las antropologías), no sólo que piensan, sino más aún, que aplican por igual otomíes, mazahuas, matlatzincas, tlahuicas y nahuas, más ocupados en comparar traduciendo (construyendo simetrías) que en traducir comparando (es decir, generalizando y simplificando).

Si hemos optado en este trabajo por analizar el material etnográfico a partir de un diálogo abierto con el llamado giro ontológico, es sólo para volver pensable, a partir de nuestros propios datos netamente mesoamericanos, el hecho de que “La teoría indígena del perspectivismo surge de una comparación implícita entre las maneras por las cuales los diversos modos de corporalidad hacen ‘naturalmente’ la experiencia del mundo en cuanto multiplicidad afectiva” [Viveiros 2010: 73]. Por esto, resultaría injusto que luego de registrar historias sobre sirenas, señoras del agua, arcoíris, rayos, toros y aires que pretenden contraer matrimonio con los seres humanos, sigamos pensando que la respuesta sigue latiendo más en los recodos secretos de los códices que en la forma en cómo el pensamiento indígena, “naturalmente”, construye un mundo propio, tomando por asalto la modernidad en la que viven. El ánimo consiste en indagar, en los mismos datos, una certeza latente (y cada vez más visible) de que los pueblos indígenas crean sus propias antropologías (como teorías sobre la alteridad) sin el concurso de nuestras categorías y recursos cognitivos, y es ahí donde el acento etnográfico puede ayudarnos a encontrar caminos de mutua comprensión, si bien la inteligibilidad cultural compartida sigue siendo un desafío constante en nuestro país.

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Viveiros de Castro, Eduardo 2010 Metafísicas caníbales. Líneas de antropología posestructural. Katz Editores. Buenos Aires. [ Links ]

Entrevistas

2014 Entrevista a Pascual. Domingo de resurrección, Xochicuautla, Estado de México. [ Links ]

2014 Informante anónima. Entrevista realizada en el cerro de Ayotuxco, Huixquilucan, Estado de México, 24 de mayo. [ Links ]

2015 Entrevista realizada en Semana Santa, Xochicuautla, Estado de México. [ Links ]

2015 Informante anónima. Entrevista realizada en el Santuario de La Tablita, Temoaya, 12 de enero. [ Links ]

2016 Entrevista realizada en el Cerro de La Campana, Huixquilucan, Estado de México, 25 de diciembre. [ Links ]

1La Sierra de las Cruces y Montealto es una cadena montañosa que supera en varios puntos los 3 000 msnm, y se encuentra ubicada al poniente de la Ciudad de México, corriendo desde la región de Magdalena Contreras y extendiéndose hacia el norte por los municipios mexiquenses de Huixquilucan, Lerma, Otzolotepec, Temoaya, Jilotzingo, Isidro Fabela, Nicolás Romero y Villa del Carbón. La sierra es un espinazo que divide la Cuenca de México del Valle del Matlatzinco, en donde se asienta la ciudad de Toluca y sus municipios conurbados.

2La narrativa local sostiene que los “Divinos Rostros” que habitan en cada cerro “son hermanitos entre sí” y se respetan y tratan como tales. En algunas ocasiones especiales (como en los episodios de trance o encorporación) se dirá que la Virgen de Guadalupe es, igualmente, “hermanita” del Divino Rostro y no su madre, tal y como la doctrina católica dicta.

3Encapillar, en el lenguaje de los mëfi, significa que el electo por la vía del rayo vivirá un periodo variable de tiempo (entre 15 días y un mes) en una capilla-oratorio de linaje, localizada en los pueblos donde existen sociedades del Divino Rostro [véase Hernández 2016].

4 Entrevista a Pascual, Domingo de resurrección de 2014, Xochicuautla, Estado de México.

5En el santoral católico existen varias fiestas que celebran el tránsito de algunos santos en el día previo a su fiesta “grande”, que generalmente celebra su muerte o martirio, casi nunca el día de su nacimiento. Por tránsito no se entiende la muerte, sino la agonía.

6Entrevista realizada en la Semana Santa del año 2025, en Xochicuautla, Estado de México.

7Nthäha, “lleno a la mitad”; nthahni, “escogido”, “elegido”, pero también “calentamiento”; nthädi, “unirse, juntarse”; nthäts’i, “mezclado”, “revuelto”; nthät’i, “amarrarse”; ntä’ti, “molido”, “trillado”.

8Referido al oráculo, la adivinación, la predicción y la profecía.

9San Miguel Ameyalco, pueblo del municipio de Lerma, Estado de México.

10La palabra “milagro”, expresada al final de esta cita en otomí como hñat’äjuä tiene una serie de relaciones muy interesantes que se dirigen siempre a la condición de “presa” o “ser encantado”, inmóvil, “como atrapado en trampa o red”.

11 Entrevista realizada el 25 de diciembre del 2015 en el Cerro de La Campana, Huixquilucan, Estado de México.

12 Informante anónima. Entrevista realizada en el cerro de Ayotuxco, Huixquilucan, Estado de México, 24 de mayo de 2014.

13Según los informantes, el “Rosario” (para el caso de los cerros-santuario) es una suerte de unidad de medida (como la “gruesa” o el “cuartillo”) que puede utilizarse para los números 5 o 7.

14Carlos Arturo, Hernández Dávila, Gemhyä: voz fuerte. Memoria y oralidad en San Francisco Magú [2011].

15 Informante anónima. Entrevistada realizada en el Santuario de La Tablita, Temoaya, 12 de enero de 2015.

Recibido: 25 de Octubre de 2018; Aprobado: 13 de Noviembre de 2018

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