El giro hacia una antropología políticamente comprometida con los sujetos a los que se investiga cobra visibilidad durante el movilizado contexto político de finales de los años sesenta y principios de los setenta.1 La propuesta implicó fuertes críticas que fueron más allá de la denuncia por el uso colonialista que se le había dado a la disciplina2 y la crítica a la antropología aplicada por su estrecha relación con el Estado.3 A partir de entonces hubo variadas iniciativas para transformar la perspectiva de abordaje del trabajo de investigación, ampliar los temas a investigar y modificar la relación de quienes hacen investigación con los grupos estudiados. Uno de los principales impulsos de esta renovación fue el de las feministas,4 que comenzaron por cuestionar las perspectivas androcéntricas que teñían, tanto las teorizaciones como las investigaciones, para luego impulsar -teórica y prácticamente- un sentido distinto, más colaborativo y comprometido con la antropología.
Durante mucho tiempo, quienes hacían investigación etnográfica consideraron poco aceptable asumir abiertamente su posición política (aunque ésta se filtrara en su trabajo), pues se pensaba que el interés personal debía quedar al margen de la investigación. Sin embargo, a partir de los años noventa muchas etnógrafas feministas pasaron de ser “activistas circunstanciales”, concepto que acuñó George E. Marcus [1995] para nombrar a quien realiza un tipo de investigación que pone a prueba los límites de la Etnografía, a asumirse como “académicas activistas”. Esta transición ha supuesto que quien investiga aborde procesos de reflexividad, así como que cuestione epistemológicamente la perspectiva etnográfica tradicional. En estas páginas rastreo algunas coincidencias que se han desarrollado entre varias antropólogas feministas anglosajonas y ciertas antropólogas mexicanas, o que trabajan en México, y que conforman hoy esa tendencia que se denomina “antropología feminista activista”.5 Sin duda, ha habido antropólogas interesadas en investigar la situación de las mujeres6 que no se asumen como feministas y otras que aunque se asumieron como feministas, no dieron el giro al activismo que hoy caracteriza al activist scholarship. Aunque el hecho de no utilizar la etiqueta de activista no implica no estar comprometida con ciertas causas, aquí acoto mi reflexión al caso de las antropólogas feministas que se asumen abiertamente como activistas.
1.- El resurgimiento de la etnografía
A partir de que la antropología se suma a la creciente tendencia hacia la autorreflexividad en todas las ciencias sociales, en parte debido al impulso del feminismo, el postestructuralismo y los estudios culturales, el análisis sobre la cientificidad de sus resultados da paso a una preocupación por la etnografía. Según Bob Scholte, una valoración de las asunciones insertas en la etnografía implica hacer algo más que una reflexión epistemológica, pues su praxis también es sintomática o expresiva de un mundo cultural del cual es parte integral. Por lo tanto, la etnografía, al estar mediada culturalmente, también depende de la sensibilidad personal de quien trabaja en campo, de la especificidad de sus métodos descriptivos, del arte o habilidad de los nativos y de la credibilidad de su información [Scholte 1974: 438].
Renato Rosaldo dice que la práctica etnográfica implica el aspecto discursivo de la representación cultural: ¿quién habla?, ¿cuándo y cómo lo hace?, ¿quién escribe?, ¿cuándo y cómo lo hace? Aunque Rosaldo ubica el “uso consciente de la narrativa” [2011: 64] en el campo de la etnografía a fines de los años setenta, será con la publicación en 1986 de Writing Culture. The Poetics and Politics of Ethnography de James Clifford y George Marcus, cuando se la vea como “un fenómeno interdisciplinario emergente” [1986: 3], que surge a partir de la crisis en la antropología. La declaración de Clifford sobre que “las verdades etnográficas son inherentemente parciales, comprometidas e incompletas” [1986: 7] expresará una perspectiva crítica que irá en aumento.
Clifford reconoce en ese libro que se “da poca atención a las nuevas posibilidades etnográficas que surgen de la experiencia no occidental y de la teoría y política feministas” [1986: 19], y ofrece una disculpa por la omisión de las feministas y las personas “no occidentales”.7 Dice que cuando se organizó el seminario que daría pie al libro, se dio cuenta lamentablemente de que el feminismo no había contribuido mucho al análisis de las etnografías como textos [1986: 20]. Pese a que varias etnógrafas se habían dedicado a reescribir el canon masculinista, y a que el feminismo había contribuido a la teoría antropológica, no existían debates feministas sobre las prácticas textuales etnográficas. Según Clifford, era en el contenido y no en la forma, donde las feministas y los no occidentales habían aportado más [1986: 21]; para él, la antropología feminista se había dedicado a “completar la información faltante sobre las mujeres, o a revisar las categorías antropológicas (como la oposición naturaleza/cultura), pero sin producir formas no convencionales de escritura o una reflexión más desarrollada sobre la textualidad etnográfica en tanto tal” [1986: 21]. Clifford declaró que las razones de tal práctica requerían de una cuidadosa exploración y que ese no era el lugar para hacerlo.8
Pronto hubo reacciones de quienes argumentaban que, desde el despunte de la antropología feminista, las colegas enfrentaban el desafío, no sólo de reflexionar críticamente acerca de problemas derivados del sesgo androcéntrico en las investigaciones, sino también de cómo escribir ciencia social de manera creíble, crítica, empática, sin reproducir discursos polarizantes, y sin idealizar a los sujetos estudiados. Asimismo, se dijo que la teorización feminista tenía una gran significación potencial para repensar la escritura etnográfica, pues cuestionaba la construcción histórica y política de las identidades y de las relaciones entre el Yo y los otros, además de que ponía a prueba las posiciones generizadas que vuelven todos los relatos ineludiblemente parciales. El debate se llevó a cabo principalmente con artículos en revistas especializadas hasta que, diez años después, aparecieron publicados simultáneamente dos libros con el mismo título Women Writing Culture, aunque con un sentido distinto: el de Gary Olson y Elizabeth Hirsh [1995], que publicó la University of New York Press, y el de Ruth Behar y Deborah Gordon [1995], publicado por la University of California. El de Olson y Hirsh consiste, además de un prólogo de Donna Haraway y un epílogo de Henry Giroux, en seis conversaciones sobre la escritura, el discurso y la praxis con Sandra Harding, Donna Haraway, Mary F. Belenky, bell hooks (apelativo escrito en minúsculas, que aparece también en sus publicaciones), Luce Irigaray y Jean-François Lyotard, mientras que el de Behar y Gordon [1995], que es casi el triple de grueso, incluye a 22 colaboradoras, 16 de ellas antropólogas, y las demás provenientes de los estudios culturales o de los estudios de la mujer. En su ensayo ya clásico sobre la “Etnografía feminista”, Martha Patricia Castañeda [2010] revisa el debate9 que se despliega en el volumen de Behar y Gordon suscitado por el dictum de James Clifford. En la conclusión de Gordon ya se expresa el deseo de propiciar una investigación que se oponga al funcionamiento empresarial de las universidades, y que prefigura una vía alternativa [1995: 430] que suaviza lo que en 1987 Marilyn Strathern calificó de una relación awkward (torpe/incómoda/inoportuna/delicada/difícil) entre el feminismo y la antropología. Gordon -que no es antropóloga- relata la forma en que los estudios culturales asumieron la etnografía y obligaron a la antropología a ir a los lugares donde los educadores, los activistas y los legisladores de derecha habían estado trabajando intensamente. Se dio una transdisciplinarización de la etnografía, y el cruce de ida y vuelta (una fertilización cruzada) entre investigadoras de distintas disciplinas que alentó un aumento del trabajo académico activista (activist scholarship).
2.- La antropología activista
La actividad política de las antropólogas feministas ha estado presente dentro del campo académico desde principios de los setenta, aunque sin duda ha habido una evolución en la forma en que se han insertado y la manera en que se han comprometido. No obstante, una característica de la antropología feminista ha sido, desde el inicio, establecer un compromiso político con los grupos o las personas que estudia. Hasta mediados de los años ochenta había una clara distinción entre el activismo feminista y la investigación antropológica. Las etnógrafas feministas que deseaban visibilizar la experiencia de las mujeres y teorizar sobre el lugar de las mujeres en otras culturas, usaban las metodologías clásicas de observación participante y entrevistas a profundidad para producir su escritura etnográfica. Pese a que inicialmente algunas antropólogas [Stacey 1988 y Strathern 1987] dudaron acerca de si era posible hacer compatible el feminismo y la investigación, después de los noventa otras colegas transformaron su praxis etnográfica gracias a perspectivas teóricas sobre el poder y la agencia, especialmente a partir de autores como Foucault y Butler.
De esta manera, surgió una investigación feminista en el campo antropológico que alienta la colaboración, prioriza temas sociales urgentes de abordar políticamente, valida la escritura etnográfica dialógica que ubica en el texto tanto a quien investiga como a quien es investigado, y enfatiza las voces, opiniones y agencia de las mujeres [Sanford y Angel-Ajani 2006; Suárez y Hernández 2008; Phillips y Cole 2013; Craven y Davis 2014; Leyva et al. 2015]. En paralelo, toda la disciplina de la antropología se ha desplazado hacia esa dirección y cada vez hay más antropología colaborativa.
Louise Lamphere [2016] revisa el caso de la antropología feminista en Estados Unidos en el lapso que va desde los años setenta, y señala que desde el 2000 han ido en aumento los llamados a realizar una antropología feminista más comprometida, o incluso abiertamente activista. Según ella, las feministas han transformado el trabajo de campo y la escritura etnográficos revisando las dinámicas de poder entre quien investiga y el grupo estudiado, con análisis más sofisticados sobre las relaciones de poder que se establecen y las posibilidades de agencia. Los cambios en la teoría han impactado la práctica y se enmarcan en un activismo que ha incrementado la colaboración. Lamphere [2016] identifica seis formas distintas en las que las feministas desarrollan su compromiso:
Según Lamphere, los tres primeros tipos de trabajo comprometido (intervenciones personales, contranarrativas y críticas del neoliberalismo) han sido parte de investigaciones que son tangencialmente activistas, y desde los años setenta ya existían las primeras dos formas de activismo -la intervención personal para apoyar las necesidades individuales o grupales de las personas que estaban en el campo a investigar y las contranarrativas dirigidas a erosionar los estereotipos e incluir la diversidad de voces de mujeres- pero escasamente se destacaban.16 En cambio, la reciente etnografía calificada de activista se caracteriza por las siguientes tres formas: participar en las ONG o el movimiento social como activistas; utilizar la perspectiva de la colaboración; y, hacer accesible su investigación al público.
La transformación clave en las investigaciones -la colaboración- se ha nutrido de teorías que, además de incorporar una verdadera perspectiva de género y de interseccionalidad, toman como punto central la relación entre el poder y la agencia. Pensar las relaciones de poder insertas en el campo de investigación ha conducido no sólo a desarrollar metodologías que incrementen la colaboración, sino a trabajar con muchas ONG feministas que inciden para cambiar la política pública [Craven y Davis 2014]. Lo que inició como un proceso en los márgenes de la disciplina, se ha convertido paulatinamente en una práctica central de muchos antropólogos progresistas, políticamente hablando, al grado de que hoy se acepta que la colaboración con los sujetos de estudio produce buenas investigaciones.17
Luke Eric Lassiter [2005a y 2005b] describe la etnografía colaborativa como una etnografía que pone el acento en una colaboración en cada paso del proceso etnográfico, desde la conceptualización del proyecto hasta el trabajo de campo y la escritura.
Por su lado, Charles Hale señala que para hacer investigación colaborativa “El primer paso es alinearse con un grupo organizado que lucha y establecer relaciones de colaboración de producción de conocimiento con integrantes de ese grupo” [2008: 20]. Como bien apunta Joanne Rappaport [2015], esta forma de trabajo hace tiempo que se viene llevando a cabo en América Latina, aunque los antropólogos estadounidenses desconocen “la existencia de las múltiples aproximaciones latinoamericanas a la etnografía en colaboración, que muy rara vez entran en diálogo con las corrientes colaborativas norteamericanas” [2015: 323]. Así, los antropólogos del Sur18 y las antropólogas feministas han ido impulsando un tipo de investigación comprometida, que reivindica la importancia de una colaboración deliberada y explícita entre las personas que estudian y las que son estudiadas.
3.- Antropología colaborativa en Abya Yala19
Un ejemplo relevante de la antropología activista y de colaboración en nuestro continente son los tres tomos de Prácticas otras de conocimiento(s). Entre crisis, entre guerras [Leyva et al. 2015] que, como señala Arturo Escobar [2015: 9], es una obra única en las ciencias sociales de América Latina. Con cincuenta autores, de 11 países de América Latina, seis países de Europa, Canadá y Estados Unidos y una red (Red Transnacional Otros Saberes, retos), distribuidos a lo largo de tres tomos, esta obra representa un paradigma de la antropología activista en el Sur, con sus riquezas y complejidades. Si bien se trata de una obra colectiva, el motor de tal hazaña es Xochitl Leyva Solano,20 antropóloga feminista y activista en las redes neozapatistas.
Leyva habla de construir una nueva relación entre la investigación social y la acción política de pueblos originarios y poblaciones afrodescendientes, sustentada en una metodología colaborativa que sitúa el conocimiento en: “La intersección de la clase, la raza, la etnia y el género para la producción del conocimiento académico y para la vida concreta de mujeres investigadoras indígenas feministas” [Leyva 2015b: 39]. Así, ella propone una investigación intercultural crítica transformativa [2015b: 43]; y denuncia los mecanismos múltiples de domesticación, disciplinamiento y cooptación [2015b: 44]. Además, narra actos de desobediencia civil [2015b: 45]; de represión política y desobediencia epistémica [2015b: 45]; y de violencia y racismo epistémico [2015b: 45]. También reconoce como “compañeros de viaje” a ciertos académicos mestizos o extranjeros comprometidos [2015b: 48]. La propuesta de Leyva describe un nuevo campo político y epistémico, ontológico, y desde una etnografía doblemente reflexiva: “una mirada académica acompañante y una mirada autorreflexiva activista” [2015b: 51] busca un diálogo en el cruce de las ciencias sociales y el feminismo descolonizador.
Imposible dar cuenta de todos los trabajos que integran este valioso esfuerzo, pero quiero destacar a tres autoras, que encarnan el feminismo activista que hace etnografía: Mercedes Olivera, Rosalva Aída Hernández y Sabine Masson. Olivera, quien se identifica “más como militante feminista y enseñante que como investigadora” [Olivera 2015: 122] es un referente en la antropología mexicana.21 Su capítulo “Investigar colectivamente para conocer y transformar” [Olivera 2015] es un rico testimonio del proceso que la fue convirtiendo en feminista. Ella narra cómo la cruda realidad que iba enfrentando hizo explotar la contradicción entre la academia y la práctica política, y entonces se convirtió “en activista política, con cierta capacidad para investigar”. Olivera relata su experiencia con el equipo de investigadoras feministas del Centro de Investigación y Acción para Mujeres de Centroamérica (CIAM) y las dirigentes de Mamá Maquín,22 un grupo de mujeres vinculado a las más de 15 mil mujeres guatemaltecas refugiadas en campamentos en Chiapas, Campeche y Quintana Roo. El Alto Comisionado de Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR) contrató al CIAM para trabajar con Mamá Maquín, pero luego esta organización pidió capacitación para ser ellas quienes recibieran el financiamiento. El proceso fue complicado y estuvo intervenido por escisiones internas y conflictos políticos y personales. Olivera reflexiona sobre lo que dicha experiencia le significó en la construcción de relaciones horizontales -donde se enseña y se aprende al mismo tiempo-, y sobre su propio proceso de desconstrucción de su “pensamiento colonizado” [2015: 122]. Su autocrítica es una joya pedagógica que esclarece el razonamiento por el cual ella concluye diciendo que “la investigación puede ser más un instrumento de la vida colectiva que una profesión” [Olivera 2015: 122].
Rosalva Aída Hernández Castillo tiene una larga trayectoria en el feminismo y en la antropología. En este libro, su capítulo aborda “Los retos metodológicos y políticos que implica la práctica de una antropología feminista socialmente comprometida en el contexto latinoamericano contemporáneo” [Hernández Castillo 2015: 83]. Ella se asume como académica y como activista, y dice que ha enfrentado descalificaciones de la academia positivista y desconfianza de los activismos antiacademicistas. Hernández Castillo critica las reformas estructurales que imponen nuevas lógicas neoliberales en los espacios de investigación, cuestiona la supuesta neutralidad académica y habla del desarrollo de un nuevo tipo de estudios etnográficos, que se contextualizan en el marco del capitalismo transnacional, la geopolítica y los discursos globales hegemónicos. Define su desafío como el de construir una agenda política a partir del diálogo y la negociación, para colaborar en la lucha de los movimientos que trabajaban por la justicia social. Muchas antropólogas feministas se han propuesto, desde instituciones académicas u organizaciones independientes, apoyar desde la investigación los procesos de empoderamiento y concientización de las mujeres de sectores populares; pero ella -entre otras- ha optado por hacerlo por la vía de la investigación colaborativa [2015: 88].
Para Hernández Castillo, mediante un verdadero diálogo se puede elaborar de manera conjunta una agenda de investigación que genere conocimiento relevante para los movimientos o actores sociales. Ella contrasta su anterior investigación-acción en Chiapas con una más reciente sobre mujeres indígenas, justicia comunitaria y justicia penal, y analiza el desafío de desarrollar esta última a partir de metodologías colaborativas, puesto que no se trataba de trabajar con mujeres organizadas que luchan por la justicia social, ni de acompañar procesos organizativos de los que ella había sido parte. Convencida de que: “Es importante salir del reducido espacio de la academia y de los oscuros entramados de la teoría y recuperar la trinchera del lenguaje creando puentes de comunicación entre nosotros(as) y la gente de a pie” [2015: 101], concluye diciendo: “Todo científico social es un periodista en potencia y hay que recuperar esa identidad” [2015: 101].
La tercera etnógrafa feminista es Sabine Masson, que se describe como una mujer blanca de clase media y nacionalidad suiza, que vivió años en Chiapas e hizo de su tesis doctoral una investigación activista comprometida.23 Masson [2015] hace una espléndida narración en primera persona donde entreteje elementos teóricos y metodológicos, además de que plantea cómo su compromiso político da sentido a su investigación. Al igual que Olivera y Hernández Castillo, ella menciona su posición contradictoria en la academia debido a ser activista. Relata que a partir del año 2000 inicia su investigación desde la perspectiva feminista poscolonial, con el fin de hacer un trabajo educativo, organizativo y etnográfico de largo plazo junto con un grupo de mujeres indígenas. Su encuadre era el de la epistemología feminista interseccional, pero su interrogante sobre “¿qué ocurre en la práctica?” [Masson 2015: 66] la llevó a hacer una etnografía colaborativa feminista.
Masson señala que los principios que guiaron su trabajo etnográfico están arraigados en tradiciones socialmente comprometidas y de crítica del saber/poder en las ciencias sociales. Y describe su visión como “fundada principalmente en la antropología feminista, poscolonial e interpretativa, así como en la sociología cualitativa” [2015: 66]. Ella se pregunta: “¿Fue relevante mi posición feminista poscolonial para construir un trabajo de co-labor en cada etapa del proceso de investigación? ¿Me acerqué a una forma de co-teorización o mi propuesta se quedó en el nivel formal?” [2015: 66]. Su respuesta es muy autocrítica y dice que aunque abordó “el poder, la subjetividad, la reflexividad como elementos centrales de la investigación” [2015: 66], no cree que su trabajo sea integralmente colaborativo. Entre sus limitaciones señala que aunque trató de ensamblar el trabajo etnográfico y pedagógico en un objetivo común ella sola hizo la redacción final [2015: 71]. En su conclusión, que subtitula: “Etnografía descolonial y práctica feminista transnacional”, habla de que la posicionalidad, la reflexividad y la subjetividad fueron sus principios al encontrarse con mujeres indígenas, y que al construir con ellas un trabajo educativo, organizativo y científico, se ubicó en “un proceso constante de desaprendizaje y aprendizaje” [2015: 74]. Y, citando a Rappaport, ella lamenta que no alcanzó a dar el salto teórico metodológico determinante: “el desplazamiento del control de la investigación de las manos de la etnógrafa hacia la esfera colectiva” [2015: 71].
Lamento reducir la riqueza del trabajo de estas investigadoras activistas en este somero resumen. Sus contribuciones son muchas y su compromiso data desde hace tiempo.24
4.- A guisa de conclusión: ponerle dientes a la etnografía
¿Cómo se responden hoy las preguntas que se formula Mercedes Olivera y que representan inquietudes que se han venido planteado personas que hacen investigación vinculadas a proyectos libertarios de grupos y pueblos? Ella se interroga:
[…] ¿hasta dónde hacemos realmente investigación comprometida? ¿Cuáles son los límites de nuestro compromiso? ¿Hasta dónde lo que hacemos es útil para el cambio? ¿Cómo evitar que mediante nuestro compromiso político de colaboración nos coloquemos o nos coloquen a las y los investigadores en posiciones de poder? ¿En qué momento la investigación se transforma en acción y qué papel podemos desempeñar los investigadores en las diferentes etapas del proceso? [2015: 116].
Si bien, hace rato que en México y en otros países de América Latina la mayoría de quienes hacen antropología tiene un claro compromiso político con los grupos que investigan, resulta evidente que al asociar directamente sus investigaciones a la vida ética y política de las sociedades en las que están insertas, encaran un dilema persistente: ¿hasta dónde su activismo implica un sesgo o representa una amenaza para la validez de su trabajo? Obvio que hoy en día persisten ciertas inquietudes relativas a si asumir objetivos políticos afecta al rigor metodológico y la validez científica. Pese al evidente uso político que se le ha dado a la disciplina, hoy esa inquietud cobra relevancia, tal vez porque quienes hacen lo que antes se llamaba “antropología aplicada” en la actualidad lo hacen en contra del Estado.
Craig Calhoun [2008] señala que, no obstante el “trabajo académico activista” (activist scholarship) se sigue viendo como raro o sorprendente, es muy antiguo (él cita a Aristóteles, Maquiavelo y Marx). Calhoun habla de las dificultades que genera este tipo de investigación, pues los comités dictaminadores no están seguros sobre la forma de evaluar la investigación activista, por tres razones básicas:
1. La ciencia moderna (y más generalmente, la epistemología moderna) ha desarrollado un ideal del conocimiento basado en la observación objetiva, imparcial; 2. La universidad incluye una proporción mucho más amplia de trabajo académico que en el pasado (aunque no tanta como los académicos creen), y por lo tanto el trabajo académico está más contenido en agendas académicas y estructuras de carrera; y, 3. Se considera que el activismo expresa intereses individuales, o emociones, o compromisos éticos, en lugar de una perspectiva más reflexiva y más intelectualmente informada acerca de las cuestiones sociales [Calhoun 2008, xiii].
Calhoun considera que la investigación activista va más allá del trabajo de incidencia (advocacy) y que le sirve a los grupos o movimientos sociales a mejorar el mundo, pues pone nuevos temas en la agenda pública y en la agenda de investigación, además de que fuerza la confrontación entre distintas perspectivas, lo que hace avanzar la ciencia social al crear conocimiento y abrir nuevas formas de pensamiento antinarcisista.25
Además de reivindicar la riqueza epistemológica que conlleva hacer investigación en alianza o colaboración con movimientos sociales o grupos que luchan, varias personas que hacen investigación activista plantean que ese tipo de investigación contribuye al desarrollo del pensamiento crítico y a la desestabilización de los discursos del poder, además de que puede producir efectos políticos sustantivos. Pongo como ejemplo de ello el Primer Encuentro Internacional, Político, Artístico, Deportivo y Cultural de Mujeres que Luchan, que se llevó a cabo por el Día Internacional de la Mujer, del 8 al 10 de marzo del 2018 en el Caracol de Morelia, zona Tzots Choj. Tengo la impresión de que el trabajo que las antropólogas feministas activistas han estado desarrollando desde hace años en Chiapas tuvo mucho que ver con su impulso. Desde diciembre de 2017, en una misiva suscrita por las comandantas Jessica, Esmeralda, Lucía, Zenaida y una niña que firma con el nombre de ‘Defensa Zapatista’, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) convocó a la realización de este encuentro donde estarán “mujeres que luchan, resisten y se rebelan en contra del sistema capitalista machista y patriarcal”. Miles de mujeres indígenas de todos los caracoles zapatistas, así como de mujeres de 27 estados del país y 34 países del mundo llegaron para participar, convocadas todas por el Comité Clandestino Revolucionario Indígena-Comandancia General (CCRI-CG) del EZLN “y a nombre de las niñas, jóvenes, adultas, ancianas, vivas y muertas, concejas, juntas, promotoras, milicianas, insurgentas y bases de apoyo zapatistas”. La fertilización cruzada de ideas con feministas que llevan años de trabajo político y de investigación en Chiapas se expresó en el discurso de cierre del encuentro:
Por eso este encuentro es por la vida. Tenemos que luchar por la vida. ¡Que vivan todas las mujeres del mundo! ¡Que muera el sistema patriarcal! Desde las montañas del Sureste Mexicano. Las mujeres zapatistas.
Desde el título y el esquema incluyente de participación, este Primer Encuentro… de Mujeres que Luchan retoma la aspiración que muchas feministas han expresado desde hace años: lograr una acción feminista transnacional solidaria entre diversas luchas de las mujeres en el mundo.
En la actualidad, la discusión sobre la responsabilidad inherente a un trabajo académico feminista contempla cómo incide hoy el proceso de globalización neoliberal en las vidas de los seres humanos, y en los últimos lustros muchas antropólogas feministas activistas han investigado aspectos de la brutal desigualdad existente y sus múltiples consecuencias. Así, varias antropólogas activistas han avanzado en reflexiones y propuestas sobre lo que conlleva hoy el aspecto ético de hacer investigación, en especial cuando implica presenciar situaciones dolorosas e injustas. Nancy Scheper-Hughes [2006], quien reivindica la “primacía de lo ético”, señala que esto requiere tener una accountability (“responsabilidad/rendición de cuentas”) moral ante ciertas situaciones extremas que presencian las personas que hacen antropología.26 A ella le preocupó la actitud de muchos de sus colegas, fascinados con símbolos, metáforas y signos, pero incapaces de registrar la materialidad del sufrimiento humano. Scheper-Hughes comenta que “aunque la idea de una antropología activa, comprometida políticamente y moralmente implicada a muchos antropólogos les parece desagradable, viciada, incluso los atemoriza, esto ocurre menos en América Latina, India y ciertos países de Europa, como Italia y Francia, donde el proyecto antropológico es, a la vez, etnográfico, epistemológico y político, y donde quienes hacen antropología se comunican ampliamente con la ‘polis’ y con el ‘público’” [2006: 506].
Obvio que asumir y desarrollar esta perspectiva implica, inevitablemente chocar con incómodos obstáculos ideológicos y fuertes barreras académicas y políticas; y aún más hoy, cuando según Gustavo Lins Ribeiro la antropología se vuelve una “cosmopolítica” [Lins 2011: 69]. De ahí resulta ineludible la necesidad de construir amplios canales de comunicación mediante un largo contacto interpersonal que aliente la confianza. Con todo, queda pendiente un asunto toral: ¿qué hacer ante los horrores en campo que llegan a presenciar quienes hacen antropología? Este dilema llevó a Philippe Bourgois a recuperar una demanda del campo político para plantear que es necesario aplicarla al campo de estudio: “Ponerle dientes políticos a la etnografía” [Bourgois 2006, XI]. Esa, se perfila hoy como una tarea pendiente del activismo académico feminista.