En sus casi 300 páginas, el libro titulado Los mundos ibéricos es una elaborada síntesis de las ideas y las posturas historiográficas surgidas desde 2004 e impulsadas por sus dos autores, a través de una sucesión de encuentros académicos celebrados a ambos lados del Atlántico bajo el amparo de la red internacional COLUMNARIA, dedicada a la investigación histórica sobre las monarquías ibéricas. De sus seminarios y congresos han surgido en los últimos años numerosas y prestigiosas publicaciones especializadas, pero resultaba útil y muy pertinente elaborar una “historia mínima” que procurara difundir y sistematizar, con intención docente, las innovaciones que en materia de interpretación histórica suelen quedar circunscritas a ámbitos académicos más restringidos en las monografías al uso.
El objetivo fundamental de la obra es dar a conocer y facilitar la comprensión de los mundos generados en el seno de las complejas y poliédricas monarquías ibéricas que precedieron a los estados-nación. Su tesis central defiende que, a lo largo de varios siglos, los rasgos característicos de los reinos, provincias y señoríos ibéricos forjaron una cultura común, a pesar de la variedad y especificidad de los de sarro llos locales. Un amplio entramado histórico que no se puede comprender en su singularidad e individualidad sin entender el conjunto. No se trata de una historia de la expansión europea o de un relato de centros y periferias porque esa percepción es propia del nacionalismo decimonónico. Tampoco es una historia de las cortes española o portuguesa y de sus reflejos en unos dominios lejanos y exóticos carentes de bagaje histórico. Cada uno de los territorios que formaron esos mundos ibéricos tuvo su propia historia, pero los procesos que la compusieron y las personas que la protagonizaron corresponden a un medio que era y se pensaba compartido, incluso cuando dejó de estar articulado por vínculos políticos.
Según los autores, uno de los elementos determinantes de esos mundos ibéricos sería su abigarrada e ingente pluralidad. Una diversidad étnica, lingüística y territorial que no impedía que todos sus componentes compartieran de un modo significativo una forma de ver el mundo, una cultura y una experiencia que tenía en común parte de sus raíces. Sin negar la existencia de una concepción jerárquica y desigual de la sociedad, los mundos ibéricos eran permeables a la integración de gente de múltiples orígenes, a la apropiación de sus tradiciones y a la expresión de sus idiomas. A ella pudieron incorporarse, conservando sus privilegios, italianos, españoles, flamencos, norteafricanos, americanos y asiáticos. Por tanto, lejos de pensar que esos territorios estaban siendo sometidos a la impostura de aceptar un modelo externo, sus poblaciones asumieron que ellas mismas elaboraban su propio modelo. La utilización del término “ibéricos” por parte de los autores no implica dar una precedencia interpretativa a los espacios peninsulares, sino reafirmar la propia autorrepresentación de aquellos protagonistas que, desde la multiplicidad de espacios, hacían hincapié en su ligazón con los reyes de España y Portugal. Este sentido de normalidad provisional en continua negociación era lo que definía, precisamente, la integración en los mundos ibéricos. Y aunque en principio los elementos comunes fueran el catolicismo o la adhesión a la política regia, no siempre tuvieron que ver con la férrea aceptación de ellos.
Los autores han organizado el libro en dos secciones para exponer cuándo, hasta dónde y cómo ese espacio ibérico condicionó a las personas que lo integraron. En la primera parte, denominada “Historia”, conformada por siete capítulos además de un epílogo, se aborda en una narración diacrónica el devenir político, social, económico, religioso y cultural de los diversos espacios ibéricos. De este modo el lector puede ubicarse en un tiempo que va del siglo XV al XIX, dando cuenta de los fenómenos globales ante los cuales los habitantes de esos espacios reaccionaron. También puede percibir que la posición de las monarquías española y portuguesa a partir del siglo XVI las convirtió en vertebradoras de las relaciones entre los diversos núcleos civilizatorios del planeta, aunque el proceso no fuera protagonizado exclusivamente por españoles o portugueses. Como se ha demostrado desde hace unos años en la producción historiográfica más reciente, la expansión política, cultural, espiritual y comercial ibérica incorporaba múltiples elementos que procedían de otros espacios. En definitiva, la misión última de esta primera parte del libro es comprender, en su temporalidad, a los sujetos que protagonizaron los episodios de la mundialización ibérica mediante el descubrimiento del contexto social y cultural que explica la lógica de las opciones que adoptaron. No obstante, no se abordan comparaciones yuxtapuestas entre los diversos territorios, sino que se emprende un análisis dinámico y relacionado que permite pensar esas realidades particulares como expresión de un mundo que era compartido.
Especial mención merece, en esta primera parte, el capítulo inicial titulado “Una arqueología de los espacios ibéricos”, en el que se manifiesta la radical novedad que supuso la aparición del conglomerado territorial español y portugués que se proyectaba sobre varios continentes y en ambos hemisferios transformando su geografía económica y cultural. El capítulo contextualiza el surgimiento de ambas monarquías y para hacerlo contempla el modus operandi de conglomerados imperiales preexistentes y concomitantes. En concreto, el análisis del espacio americano, “Un nuevo mundo que era ya bastante viejo” (p. 53), según expresión de los autores, visibiliza el hecho de que allí se habían experimentado conflictos entre poblaciones agrícolas o urbanas enfrentadas a las invasiones de nómadas, junto con auges y caídas de dinastías, con anterioridad a la llegada de los europeos.
Es preciso advertir que el relato de la primera parte no acaba en la horquilla cronológica de 1810 a 1830, cuando se produce la disolución de las grandes monarquías ibéricas, porque en realidad ellas no son las protagonistas del libro; lo son los mundos que en su seno se desarrollaron y que, como se demuestra en la segunda parte de la obra, pervivieron. Esa segunda parte, denominada “Interpretar los mundos ibéricos”, comprende una serie de aspectos concretos que a juicio de los autores constituye un marco interpretativo común. En nueve capítulos, los autores demuestran que elementos tan heterogéneos como la economía, la fiscalidad, la guerra, la administración o la espiritualidad, experimentaron transformaciones en coyunturas comunes y compartidas protagonizadas por individuos que, aunque insertos en sociedades corporativas y apoyados en ellas, supieron conquistar su propio espacio. Ninguno de los rasgos que los autores singularizan existieron en términos absolutos, más bien adquirieron valor y significación en relación con los otros. El intento de mostrar que las palabras, las instituciones, las leyes y las ideas evolucionaban manteniendo su coherencia definitoria, muestra al lector una historia muy dinámica hecha a la medida de las personas. Un libro planteado en tales términos permite pensar la historia humanizándola y reivindicando a las personas que la vivieron. Para los autores, los espacios de los mundos ibéricos se integraron desde las subjetividades, los ideales y los credos de los protagonistas que los vivieron y pensaron. Personas impregnadas de informaciones, ideas, creencias, idiomas y órdenes que circularon con los bienes o los productos que se intercambiaban. Unos tráficos que, aunque tendían a ser organizados por las necesidades políticas, fiscales o comerciales, obedecían a dinámicas que no tenían un sentido permanente ni determinaban la vida local o regional del día a día.
Pero el libro no trata “sólo” de los mundos ibéricos y de su caracterización. Propone además un profundo análisis histórico de los modos de hacer historia. No se trata de dar la espalda a las historias regionales o locales, sino de detectar fenómenos transversales que enriquezcan las historias regionales para convertirlas en parte de un relato mucho más general. También defienden la elaboración de una historia compleja que prevenga de los neopositivismos esencialistas, ya sean los de una nación, un género, una etnia o incluso una orientación sexual. Una historia que haga frente a dogmatismos y a consideraciones categóricas impermeables a la crítica. No se trata, por tanto, de entender el pasado desde un presentismo reductor, sino de comprenderlo en sus propios términos.
Desde un punto de vista cronológico y de forma intencional por parte de los autores, el relato se hace difuso hasta aludir en algunas de sus consecuencias al presente. Porque los mundos ibéricos continúan en sus vestigios y siguen estando vivos en las prácticas cotidianas y en las concepciones sociales y culturales. Percibir que ese pasado común llega hasta nuestros días para enriquecernos, que los desastres y las grandezas del pasado pertenecen a todos y a todos sitúan en el mundo y que una identidad sólida no se minimiza o se traiciona por integrarse en una mayor, sino al contrario, es también, una de las principales enseñanzas del libro. Porque aún después de la extinción de aquella unidad política, “la mayor parte de esos espacios continúa produciendo su propia versión de una realidad cultural que tiene un origen común” (p. 213) y ello a pesar de que la elaboración del relato nacional cristalizado en el siglo XIX dedujo que para edificar la nación era preciso olvidar que esas tierras y esas gentes habían formado parte de una estructura compleja en la que tenían cabida otras personas y otros lugares relacionados a la vez de forma conflictiva y consensual. Esa corroboración histórica chocaba y choca todavía con un proceso ideológico que niega la constatación y formulación de la modernidad de los mundos ibéricos. Lo hizo y lo hace a partir de la interiorización de los discursos de inferioridad lanzados desde interpretaciones históricas que parten de los presupuestos del modelo civilizatorio francés o del cultural germánico y anglosajón. Por eso la bibliografía comentada que se incluye en la parte final de la obra es un auténtico acierto. En ella se proponen con espíritu crítico los aportes decisivos o suplementarios de otros modos de abordar el estudio de los espacios ibéricos. Del mismo modo lo es la inclusión del mapa final, que da idea de la dimensión geográfica y de la realidad planetaria de aquellos mundos. Todo para reforzar una interpretación historiográfica que urge incorporar no sólo en las aulas, sino en los medios de difusión dedicados a la divulgación histórica de calidad.