El libro de Pedro Salmerón se inscribe como una obra más de una larga lista de publicaciones que han tratado el tema de la conquista de México a lo largo de la historia, y que seguramente lo harán en lo que queda de este año 2021 y lo seguirán haciendo después. Cuando digo una obra más no lo digo despectivamente, sino como una forma de señalar lo vasto que sería enlistar los libros que han tratado el tema. Por el contrario, el de Salmerón es un libro provocativo, como veremos enseguida. Sin ser un especialista en el periodo, como él mismo dice, aceptó el encargo de Paco Ignacio Taibo II de revisar esa historia “de la irrupción española y sus efectos” porque es la más mal contada, peor comprendida y de efectos más nocivos en la conformación de nuestra conciencia histórica. Así, basado en “los mejores especialistas”, se propuso confrontar y criticar lo que llama la “versión canónica” de la historia de la conquista (p. 295). Para construir su argumentación, Salmerón desarrolla una introducción presentada como “Entrada” y cinco partes, a saber: I. Encuentros, II. Guerra, III. Sitio, IV. Resultados y V. Discusiones y definiciones.
En las primeras cuatro partes describe “el cuento” sobre la conquista. Un cuento inventado por Hernán Cortés en su segunda carta de relación, que luego siguieron contando los historiadores de forma canónica. De esa versión, Salmerón cuestiona el argumento de que en la conquista de México se dio el triunfo de la modernidad sobre el atraso, particularmente en materia de pensamiento militar y de desarrollo tecnológico, y si bien alude al mestizaje, al genocidio y a la conquista como mundialización del capitalismo y origen de la modernidad, le interesa “mostrar que hasta el término ‘conquista de México’ es discutible” (p. 11). En ese sentido, coincido con Salmerón en su crítica a la historiografía decimonónica, por justificar la conquista como resultado de las leyes de la historia y por ensalzar a Cortés como el padre de la patria (pp. 29 y 113). Coincido incluso en su crítica al sistema educativo mexicano del siglo XX por promover una filosofía de lo mexicano y una doctrina de la mexicanidad que terminó promoviendo “el racismo y el desprecio por lo indígena” (p. 255). En una declarada postura partidista, Salmerón denuncia al PRI como artífice de esa “vía mexicana al desarrollo” y el inconveniente de que de seguir pensando de esa manera “el PRI habrá ganado la batalla cultural”. El problema, como dice, es que esta idea del mexicano “se sostiene toda sobre dos ladrillos: el de la ‘conquista’ y el de la ‘raza’”, ladrillos que “no resisten el ejercicio de la crítica ni de la investigación de fuentes. No hay tal ‘conquista’” (p. 257).
Según Salmerón, esa interpretación continúa porque las fuentes en que se basa, las emanadas de los conquistadores y de los indígenas, “cuentan el mismo cuento”. Por fortuna, dice, los estudiosos han encontrado en esas mismas fuentes la ruta de una versión distinta, una ruta gracias a la cual
[…] encontré que hay llaves para salir del círculo vicioso del relato canónico. Así, pues, intenté contar el cuento quitando la lupa de la dicotomía Cortés-Moctezuma o Cortés-Cuauhtémoc, quitando el ojo de ‘los grandes personajes’, de ‘los hombres excepcionales’, para ampliar la óptica. Traté también de trascender la dicotomía españoles-mexicas y descentralizar la explicación (p. 259).
No obstante, a Cortés le profesa una extraña apología, reflejada en su reiterada alusión a las circunstancias generadas en 1519 que lo impulsaron a llevar a cabo ese “programa demencial” que implicaba la conquista (pp. 55-57, 63, 75, 86, 87). Incluso, dice haber dejado como “aposta” el tema de la construcción de los bergantines con que los españoles sitiaron Tenochtitlan, para contrastar las formas de guerra mesoamericanas con las de la tradición militar europea y “ponderar” ese hecho. Sólo que no pondera en cuanto a considerar o examinar con imparcialidad un asunto, como reza una de las acepciones del concepto, sino para alabar de forma exagerada a una persona o cosa, como reza otra de sus acepciones, pues admirado califica la construcción de dichos bergantines como “una hazaña logística que va de agosto de 1520 a abril de 1521” (pp. 181-182).
“Así terminó la batalla por Tenochtitlan. No la guerra hispano-mesoamericana ni la ‘conquista’” (p. 217). Enfático, concluye, si no hubo conquista tampoco hubo “la destrucción de la estructura política posclásica [mesoamericana] [sic], sino simplemente una más de sus periódicas transformaciones” (p. 225). La dominación española sólo “significó en un principio que una nueva relación tributaria suplantaría a la anterior” (p. 235), nada más. Puede hablarse incluso de “la continuidad cultural mesoamericana”, que se mantuvo en “los altépetl y el calpulli devenidos en repúblicas de indios, pueblos, barrios o comunidades. Y es en ellos donde encontramos la continuidad cultural, la resistencia y la rebelión, durante cinco siglos” (pp. 244- 245). Es esa resistencia, dice Salmerón, la que ya debe permitirnos entender a México como un Estado multinacional, pluricultural. “No los veo, no nos veo, ni vencidos ni conquistados” (p. 249).
En la perspectiva de Salmerón, otro elemento que sirve para negar la conquista es la alianza antimexica que, según él, convierte a los indígenas en conquistadores. Los tlaxcaltecas, por ejemplo, lucharon en Tenochtitlan al lado de los españoles como iguales, fueron guerreros que combatieron junto a sus aliados “usando sus propias armas y sus propias insignias, al mando de sus propios generales” (p. 78). Salmerón no matiza para decir que en dicha alianza los indígenas en realidad lucharon de manera subordinada a la capitanía general, encabezada por Hernán Cortés, y subordinados además al posterior proyecto de occidentalización,1 lo cual relativiza en grado sumo esa idea de continuidad cultural absoluta. Al explicar la reacción de los diversos grupos de indígenas contra los mexicas, Salmerón aborda otra parte de la crítica a “la versión canónica de la historia”, sólo que lo hace de tal manera que sutilmente siembra la idea de la necesidad de la “intrusión” española, como prefiere llamarle a la invasión o a la conquista. En Mesoamérica, dice, había “una doble forma de explotación: la de una clase sobre otra en la misma sociedad, y la de la clase dirigente sobre pueblos tributarios” (pp. 269-270). Había por lo tanto una división política, una guerra endémica, una superposición de lealtades, había sobre todo “la brutal opresión social que se manifestaba por medio de la extracción de tributos y los sacrificios humanos”. Tal explicación le sirve para cuestionar la idea de que “la monumental hazaña de Cortés y sus 400 valientes […] sólo fue posible merced al ‘atraso’ de las culturas, pueblos o naciones de Mesoamérica” (p. 272).
La idea del “mundo ‘atrasado’ y plagado de ‘supersticiones’” sólo aplica, según Salmerón, en la concepción de la guerra, porque es erróneo “hablar de la guerra en Mesoamérica como si se tratara de conflictos altamente ritualizados” (p. 274). Ya antes ha dicho sobre ese tema que ése “es el cuento, ésa es la explicación. No me resulta satisfactoria, pero no hay otra” (p. 130). Y sin embargo tiene otra explicación, como estamos viendo. Lo que había detrás de las guerras “ritualizadas”, dice, era el interés por la “extracción de tributos”, las “guerras de sometimiento y dominio que [las] fuentes nunca nos cuentan en detalle”. Hay que advertir que la fuente, de donde toma esa idea, dice también que, si la obtención de tributos tenía “un propósito que parecería ser básicamente económico”, dicha actividad no carecía “de rasgos simbólicos” (p. 278). Eso es irrelevante para nuestro autor.
Sobre la continuidad del mundo indígena sin cambios sustanciales, ya Guy Rozat había planteado desde 2016 que la idea de la existencia hoy de “pueblos originarios” lleva a suponer que si éstos “traspusieron cinco siglos sin perder nada de lo esencial de sus culturas”, entonces “la no-historia de quinientos años de estas comunidades, que un tiempo se deploró, regresa al limbo historiográfico y, por lo tanto, se puede afirmar con cinismo que la conquista no representó ningún trauma de consecuencias para las antiguas culturas americanas ni sus descendientes”. Rozat cuestiona, por otra parte, que últimamente sólo se permita, y aparezca además como “gran novedad”, insistir en la participación de los aliados indígenas. “Así, la Conquista no es de los hispanos, sino que se vuelve de los indígenas; pero tiene el defecto de insistir aún más sobre la necesidad de la tiranía mexica.”2
Salmerón, por su parte, parece empeñado en enfatizar esa imagen de la tiranía de los mexicas para presentarlos como unos opresores, sanguinarios y demás; un aspecto cultural sin duda insoslayable, mas no útil como criterio justificativo de la “irrupción” española. Suprimir el concepto de conquista, porque México no era aún el país que conocemos y porque el Imperio mexica tampoco comprendía la extensión territorial de dicho país, contribuirá a sostener la idea de la resistencia indígena y la continuidad cultural, pero con ello se corre el riesgo de perder el enfoque sobre la crítica a la modernidad y al capitalismo, para continuar el proyecto asimilacionista bajo ese horizonte cultural y ese sistema socioeconómico. Si se adopta esta postura, se anula la posibilidad de rehabilitar la “idolatría”, esa cosmovisión negada por el proceso de occidentalización3 y por lo mismo incomprensible para quienes no somos descendientes de alguna de esas comunidades indígenas llamadas originarias. No hablo de un retorno al pasado per se, hablo de recuperar conocimientos ancestrales.