Las leyes de la milicia son estrechas y aun duras porque de otro modo se consagrarían los abusos de la fuerza. Son hombres los militares, y es necesario refrenar las pasiones de los que gobiernan la espada y el cañón.
El Sol (23 jun. 1824)
Por qué es importante estudiar el comportamiento de corporaciones tan distintas como el ejército, la milicia y las policías municipales y federales durante este periodo? Debido a que todas ellas participaron del mantenimiento del orden público cumpliendo funciones de policía, tal como entenderíamos el concepto en el siglo XXI.2 Aunque jurídica y teóricamente deberían haber tenido distintos ámbitos de competencia, en los hechos existieron numerosas lagunas e imprecisiones en las leyes que lo permitieron, y culturalmente la herencia colonial no concebía militares ajenos a la sociedad ni a las problemáticas de sus comunidades. El mismo José Gómez de la Cortina había señalado en su Cartilla moral militar, publicada en 1854, que el ejército, además de proteger a la nación, debía preservar la paz, la tranquilidad y el orden.3 De manera que la realidad cotidiana de la ciudad llevó a todos estos cuerpos a desempeñar tales funciones, porque aparte, existía un presupuesto insuficiente para que el ayuntamiento pudiera hacerse cargo de dichas tareas.4
Después de 1821 se conformó una nueva nación que enfrentaba importantes retos, entre los cuales se encontraba el problema de garantizar la estabilidad y la seguridad pública de los habitantes de la ciudad de México. No fue fácil conciliar intereses en un país que nacería dividido por distintos grupos políticos,5 pese a haber conciliado fuerzas para conseguir la independencia. Los constantes conflictos internos y externos, más el problema de la inseguridad, llevarían a la necesidad de reclutar constantemente efectivos para el ejército, las milicias y la seguridad pública.6 Todas estas instancias ganarían preponderancia y no la perderían a lo largo del siglo XIX, pese a sus avances y retrocesos.
Particularmente en el caso de la capital se hicieron esfuerzos para compartir la responsabilidad de cuidar y patrullar las demarcaciones de sus propios vecindarios con la población civil. Diversos intentos se llevaron a cabo bajo los gobiernos federales y centralistas sin grandes éxitos. Las policías civiles se pensaron con ciudadanos honrados nombrados en puestos honorarios, sin retribución alguna, para cumplir con las tareas administrativas y de vigilancia. Los hombres designados estarían vinculados y apoyados con miembros del ayuntamiento, a quienes debían informar con el fin de abatir la inseguridad.7
Únicamente en el caso de la invasión norteamericana, cuando el ejército mexicano salió de la ciudad dejándola desprotegida en 1847, los habitantes organizados en las Compañías Urbanas de Conservación cumplieron este cometido para cuidarse de las tropas invasoras;8 pero debido a que muchos jueces de paz renunciaron y tampoco contaron con los jefes de cuartel, ni de manzana, carecieron del apoyo necesario.9 En las demás ocasiones la mayoría de los vecinos desoyeron el llamado de las autoridades, de forma que las policías municipales y federales tuvieron a su cargo las tareas de vigilancia casi por completo, mismas que a menudo compartían con los militares y los cívicos que se involucraban en la detención de infractores y delincuentes.
Debe tomarse en cuenta que los celadores dependientes del municipio que patrullaban la ciudad ganaban muy poco y difícilmente recibían sus pagos puntualmente, por lo cual no fue raro que buscaran obtener algún tipo de beneficio económico fuera de la ley.10 De igual forma los soldados, a pesar de que el ejército absorbía la mayor parte del presupuesto federal, sufrían constantemente retrasos en el abastecimiento del rancho y en los sueldos.11
Podemos darnos una idea del número de miembros del ejército, las milicias y las fuerzas policiacas dependientes del ayuntamiento o el gobierno federal12 que existían en la ciudad de México durante este periodo y debían cumplir con tareas de resguardo y vigilancia. De acuerdo con el análisis de la estructura poblacional realizado por Sonia Pérez y Herbert Klein, en el censo realizado en 1842 se registraron 9 728 efectivos militares en la ciudad de México, de los cuales 10% eran oficiales con grados superiores, 9% con grados intermedios, 8% con grados menores y 73% soldados. Además se concentraban en los cuarteles menores 1, 7, 11, 24 y 31 de la ciudad, donde se ubicaban los principales edificios en los que se hallaban acuarteladas la mayoría de las tropas.13
Blázquez, Contreras y Pérez Toledo señalan que en 1842 el ayuntamiento contaba con 121 sujetos que se desempeñaban como guardas de alumbrado, de las garitas y aduanas, así como con 25 celadores.14 Nacif refiere que en 1826 se creó el cuerpo de seguridad pública de celadores públicos, quienes marcaron una clara diferencia con el tradicional guarda municipal y se asemejaba más a las funciones de policía moderno;15 esta corporación contemplaba 150 hombres de a pie y 100 montados.16 Por su parte Alejandra Palafox Menegazzi afirma que el cuerpo de vigilantes de policía creado en 1848 contaba con 475 elementos, 32 cabos y 3 jefes.17 De forma que podríamos suponer que hasta mediados de siglo existían unos centenares de sujetos dependientes del gobierno local encargados de las tareas de vigilancia, y una población militar que rondaba los diez mil individuos (aunque Blázquez, Contreras y Pérez Toledo sostienen que más del 70% era una población flotante que entraba y salía de la ciudad diariamente).
Pulido Esteva señala que entre 1822 y 1860 se crearon al menos 15 cuerpos policiales, de los cuales cinco dependieron del ayuntamiento, nueve del gobierno federal, y sólo uno de la milicia de las fuerzas armadas.18 En este tiempo se buscó centralizar las tareas de vigilancia en detrimento del municipio mediante un proceso de especialización y fragmentación de atributos, por lo que prevaleció un ambiente de “tensiones, rivalidades y empalme de funciones”. Las prácticas policiales con tintes militares en la fuerza pública federal coexistieron con las tareas de vigilancia de los trabajadores del ayuntamiento. El cuerpo edilicio privilegió estos policías que conjuntaban tareas administrativas relacionadas con los ramos de limpieza, ornato, alumbrado y seguridad con funciones judiciales menores; mientras que el gobierno estatal del Distrito Federal enfatizó la creación de cuerpos armados, asalariados y uniformados sin recursos para acuartelarlos.19
Igualmente se quiso constituir la milicia como una fuerza disciplinada al estilo militar, intermedia entre la vida castrense y doméstica (formada y financiada por los comerciantes) dispuesta a colaborar con el ejército en emergencias como el motín de la Acordada.20 Cabe mencionar que en la nueva ley de la milicia cívica, publicada por el Congreso el 27 de marzo de 1827, ésta no sólo pasó a igualarse al ejército en su cometido de salvaguardar la integridad nacional y el orden constitucional, sino que también se equiparó en el uso de las insignias y los rangos militares, así como en el armamento.21
La milicia no tenía un carácter permanente y en teoría debería estar formada por ciudadanos solventes, a quienes se les eximía de los cargos concejiles por cumplir con este deber; tenían la posibilidad de gozar del fuero (como los militares) mientras estuvieran de servicio. No obstante, aquellos que no quisieran enlistarse podían buscar un remplazo para ocupar su lugar.22
En los hechos, los milicianos estuvieron lejos de cumplir con los perfiles deseados, y en sus filas hubo muchos elementos provenientes de otros cuerpos del ejército o de viejos destacamentos extinguidos, así como otros sujetos bastante cuestionables. A lo largo del periodo hubo varias leyes que establecían su desmovilización y restablecimiento.23 Aunque nunca se le dio la misma importancia que al ejército permanente (por ejemplo, en el financiamiento), no cabe duda la relevancia que tuvo en la capital, así como en otros estados de la República.24
De forma que en la ciudad convivían militares, milicianos y otros cuerpos de seguridad del ayuntamiento, además de los de policía que dependían del gobernador o del jefe político, y algunos ciudadanos que participaban en las tareas de vigilancia. Como bien lo puntualizó Graciela Flores, “algunos cuerpos usaban uniforme, otros no; algunos eran asalariados y en otros casos el cargo era honorífico; había quienes contaban con fuero militar y otros más empleaban civiles para hacer rondas. Tal disparidad puede explicarse en una necesidad urgente de vigilancia y orden”,25 pero también por la disputa existente entre el ayuntamiento y la autoridad local federal.
Sin embargo, a pesar de todos estos hombres, los problemas de inseguridad y la criminalidad seguían siendo un azote para los capitalinos. Recordemos que para 1842 la ciudad contaba con poco más de 120 000 habitantes, de acuerdo con el Padrón de la Municipalidad de México levantado en 1842 por orden del ayuntamiento. Este censo se realizó para determinar los individuos que podrían votar en las elecciones para designar diputados al Congreso.26
Hay que puntualizar además la existencia de numerosos problemas de competencia jurisdiccional en materia de seguridad pública, entre el ayuntamiento y el gobierno federal de la capital (tanto en el régimen federal como en el centralista),27 así como entre los jueces menores.28 Esto, aunado a las rivalidades entre los cívicos, los militares y los miembros de la municipalidad o los cuerpos policiacos dependientes del gobernador o jefe político, dificultaba las tareas de salvaguarda y vigilancia.29
Cabe mencionar que las levas y los sorteos estaban destinados a reunir hombres para el ejército (aunque se dio más importancia a la leva),30 pero también eran reclutados aquellos considerados vagos, ociosos y mal entretenidos, además de los infractores y delincuentes menores: maridos golpeadores e irresponsables, ebrios, apostadores, hijos incorregibles, rateros, etc. Fueron numerosas las voces que se alzaron contra esta práctica de imponer el servicio de armas, pero fue inútil. Por ejemplo, a pesar de que la ley del 20 de mayo de 1826 dispuso que no podían ser reclutados los ladrones, todavía el 29 de noviembre de 1836 se volvió a recordar a la Secretaría de Justicia tal providencia, con el fin de evitar que siguieran utilizando la conscripción como castigo para los reos sentenciados.31 Podemos entender cuán común fue que todos estos hombres forzados y de dudosa moral crearan numerosos problemas para la disciplina militar.32
La mayoría de los soldados habían sido desarraigados de sus hogares o poblaciones; muchos ya tenían o empezaron con un historial criminal que se conocía cuando eran procesados; durante su carrera militar acumulaban numerosas deserciones, reingresos a las armas y creaban un sinfín de inconvenientes junto con las soldaderas que los seguían.33
Timo Schaefer ha plasmado con gran claridad la forma como los alcaldes de los ayuntamientos en el sureste mexicano ganaron poder y usaron el reclutamiento para afianzarlo, así como para controlar la conducta de los hombres en sus comunidades, deshaciéndose de aquellos problemáticos, con los cuales cubrían el contingente de sangre que les pedían.34 En palabras suyas, la peor amenaza para los infractores era ser reclutados, porque después de ser apresados, encadenados y obligados a marchar hacia la capital entraban a un mundo con alternativas reducidas: la vida en esas barracas y andar de campaña, o desertar deambulando entre el trabajo diario, la vagancia y el crimen.35 Así no fueron raras las historias de desertores que se volvieron bandoleros.36
De hecho, todas las fuerzas armadas y de seguridad encargadas de velar la paz y la tranquilidad pública del México independiente fueron bastante problemáticas y controvertidas, pues a menudo protagonizaban alborotos, borracheras o peleas que podían trascender hasta llegar a los tribunales judiciales o aparecer en las notas de la prensa de la época. Ya fuera de forma individual o en grupo, muchos de estos hombres, habituados al protagonismo que les otorgaba el rango, el arma o el prestigio, podían verse envueltos en diversos escándalos, en ocasiones con fatales consecuencias. En 1824 el cronista Carlos María de Bustamante escribió en su diario “[estos] hombres feroces, holgazanes, mantenidos y sin vida activa ¿qué han de hacer sino matarse a lo perro?”; así opinó al dar cuenta de una riña ocurri da en la tropa acantonada en el convento de San Agustín de las Cuevas, entre el regimiento 8 de caballería y los dragones de San Fernando.37
Tanto en el ámbito privado como en lugares públicos, casi siempre inducidos por el alcohol y la desinhibición que produce su consumo, muchos miembros de las corporaciones de vigilancia daban rienda suelta a sus instintos, sin medir las consecuencias de sus actos y en perjuicio de la institución para la cual trabajaban. Los conflictos podían producirse entre ellos mismos, con otros cuerpos armados y de seguridad, o con la población civil.
Las fuerzas armadas, como los demás cuerpos de seguridad pública, mantuvieron esta mala fama, especialmente entre la tropa y aquellos sectores ocupados por hombres pertenecientes a las clases populares, porque mostraban las costumbres atribuidas a la ínfima plebe y los léperos, como la pendencia, el alcohol y la violencia. No obstante, también hubo personajes de altos rangos que se vieron envueltos en diversos escándalos, en especial en esas ocasiones en que se dejaban llevar por el alcohol o el falso orgullo que significaba ostentar un grado o una insignia y los hacía valerse de la misma para manifestar su superioridad.
Acostumbrados al castigo físico y a diversas muestras de hombría, para los militares y demás hombres de armas fue habitual que buscaran imponerse en las peleas mediante cintarazos y estocadas, con el sable, la bayoneta o el fusil; aunque igualmente se liaban a golpes y se lanzaban al combate cuerpo a cuerpo.38 Sin embargo, los civiles que se veían involucrados en estos lances también podían mostrar la misma determinación para abatir al oponente; de ahí que en aquellos incidentes donde se utilizaba un arma fuese común que alguien terminara seriamente herido o muerto.
Cualquier desacuerdo bajo el efecto de las bebidas embriagantes podía dar comienzo a una riña y terminar con un difunto. De la misma manera, los juegos y las apuestas,39 o las desavenencias amorosas,40 podían conducir a serias afrentas y desenlaces trágicos. Pero a pesar de ser bien visto en la época reparar el honor y el orgullo mediante la pelea y el vencimiento del oponente, estas contiendas callejeras actuaban en sentido contrario, pues ninguna autoridad les dio visto bueno, además de hacer énfasis en el desprestigio que significaba para la institución a la cual pertenecía el inculpado.
Antes bien, en los alegatos de fiscales y juristas se manejaba un lenguaje que oscilaba entre culpabilizar la pobreza, la falta de educación y la ignorancia, o exculpar la pérdida del buen sentido para mantener el honor y la decencia por causa del alcohol. Igualmente fue común que buscaran justificar aquellos momentos de “acaloramiento” en que fácilmente el inculpado sucumbía al influjo del coraje irracional para cometer excesos y perpetrar alguna falta o delito.41 En este sentido, William Taylor de la misma forma encontró patrones similares por el abuso del alcohol, con los cuales buscaban justificarse los indios agresores (43%) y los homicidas (60%) en el centro de México durante la colonia.42 Taylor considera que ello refleja la adopción de las ideas y las estrategias de la mentalidad española, pero esto no necesariamente fue aceptado como condición exculpatoria por los jueces.43
En este trabajo presento una serie de casos sobre algunas de las infracciones cometidas por estos hombres encargados de la salvaguarda del orden y la seguridad pública; unas eran bastante comunes, y otras no tanto, pero todas nos develan los significados en torno de los valores de aquella época. Tanto las formas de infringir las normas y las leyes, como los discursos de los procesados y quienes los juzgaron, son indicativos de la cultura y las creencias acerca del deber ser y otras ideas como la mascu li ni dad, la reputación, el honor -o deshonor-, la represión y otras conductas que influyeron a todos los sujetos de estas corporaciones; mismas que tenían una alta estima para algunos, y un gran descrédito para otros.
Alborotos callejeros y violencia
En enero de 1822, a comienzos del México independiente, quizá la población conservaba una memoria reciente sobre numerosas arbitrariedades debido a la inestabilidad venida con la guerra, y por ello mostró gran resistencia ante más posibles abusos. Es sabido que en las reyertas callejeras, los símbolos de autoridad y los uniformados constituyen el blanco idóneo para liberar tensiones sociales en momentos de crisis, de crispación o de cualquier situación que se considere un atentado contra la comunidad, como ya lo han señalado otros autores.44
El 15 de enero de 1822 se formó un tumulto afuera de la pulquería del Santísimo, donde las personas arrojaron piedras y atacaron a varios elementos de la guardia de caballería número 11 (de diferentes compañías y escuadrones), resultando seriamente heridos tres dragones y un cabo que fueron llevados al hospital de San Andrés. Al parecer el incidente que desató la indignación y las agresiones de la gente fue una ríspida discusión, porque el cabo Muñoz entró a ese comercio donde bebió más pulque del que pudo pagar, argumentando que después regresaría a cubrir la deuda. No queda claro si el consumo también lo hicieron los otros tres dragones que lo acompañaban, pero eso ocasionó gran molestia y el comienzo del problema.45
En medio de la discusión alguien arrojó una piedra a uno de los dragones derribándolo de su caballo; después hubo más pedradas, y así fueron sumándose miembros de seguridad para contener a los agresores y personas que los acometían. Al mismo tiempo iba pasando por el rumbo un desertor al que los dragones trataron de detener, pero los atacantes lo evitaron. Después de indagar el caso e interrogar a los involucrados, el fiscal concluyó que aquel alboroto
[…] pudo haber tenido funestas resultas agravando su culpa la resistencia a satisfacer el justo gasto que habían hecho, sobreviniendo de tan culpables principios el desaire de las armas del imperio, expuestas indiscreta e imprudentemente y dando lugar a un desorden los mismos que deberían cuidar del orden público, que es el principal objeto de toda patrulla.46
Pero no fue el único caso en el que la autoridad puso el mal ejemplo. Debido a las convulsas corrientes e ideas que caracterizaron las primeras décadas de México independiente, fue común la polarización de las facciones políticas y sus se gui dores. Bustamante nos comenta que en 1822, tras la sublevación republicana de Antonio López de Santa Anna en Veracruz, el oficial de la guardia del convento de Santo Domingo, exaltado por el licor que había consumido, comenzó a gritar “¡Viva la República y mueran los tiranos!” y formó a su tropa para que se proclamara con salvas y repiques, de forma que los arrestados “consultado a su honor tuvieron que cuidar a sus mismos cuidadores”, por lo cual dieron parte al coronel del regimiento para que los relevara. El cronista termina manifestando: “Qué lección práctica de honradez han dado tan ilustres arrestados, y qué desengaño de su probidad al mismo emperador”.47
Como podemos darnos cuenta, no importaba la investidura que ostentaran, estos sujetos sucumbían a las mismas inclinaciones y defectos al igual que otros, acorde con sus preferencias y gustos personales. Seguramente, el perfil de los reclutados, así como la facilidad para conseguir y consumir alcohol estando de servicio, favorecían enormemente estos incidentes; de ahí que la población aprendiera a responder ante las diversas situaciones que podían presentarse frente a un militar o cualquier otro guarda ebrio.
* * *
Pareciera haber sido una práctica común disciplinar y contener a los sujetos involucrados en una riña callejera mediante la violencia física, ya fuera por parte de los militares, los cívicos o los miembros armados de las policías locales que se disponían a poner orden. Ante las agresiones, no fue raro que reaccionaran con resistencia los sujetos que buscaban ser sometidos y presentados ante la autoridad. Tal fue el caso en 1847 del teniente Girón cuando quiso apartar a dos paisanos que estaban peleando, y para terminar el pleito tuvo que romperle su bastón en la cabeza a uno de ellos, quien resultó ser sargento del Batallón Nacional de Aldama; por esta razón también se llevaron detenido al teniente y lo encarcelaron.48
De hecho, el castigo era un mecanismo utilizado para corre gir conductas inapropiadas y que no sólo venían acompañadas de una sanción económica o moral, sino también física. Para las sociedades de Antiguo Régimen era legítimo usar la violencia corporal como parte de la corrección. Al respecto, los abusos físicos y verbales en el siglo XIX igualmente formaron parte de la dinámica social de la época, sobre todo para aquellos que tenían un rango superior, porque podían y ejercían su autoridad por medio del maltrato. Este tipo de relaciones se observaban frecuentemente entre los maestros y sus aprendices de oficio, los padres de familia y sus hijos, entre marido y mujer, los profesores y sus alumnos, los cuerpos militares y policiacos frente a la población civil (de estratos medios y bajos), incluso de los curas y otras autoridades con la población india.
Podemos comprender entonces que los abusos y el uso desmesurado de la violencia en el medio castrense y los diversos cuerpos de seguridad fueran bastante comunes, y la prensa de la época da cuenta de ello en numerosas notas, algunas de unos cuantos renglones.49 Particularmente en el mundo militar se castigaban duramente los excesos y los abusos de violencia, pues los oficiales podían ser degradados, mientras que los mandos medios también bajaban de escalafón o eran cambiados a otra compañía; así podían pasar de pertenecer a la milicia cívica, o la milicia activa, a un cuerpo permanente y de éste a la frontera o las costas.50 Pero aunque la legislación era muy clara al respecto, en los hechos esto también dependió del contexto del momento, así como de las necesidades de contar con soldados, por ejemplo en periodos de guerra, incluso de las buenas o malas relaciones entre jefes y subordinados.
Los abusos de los ediles y sus ayudantes normalmente iban en otro sentido puesto que la mayoría no estaban armados (al menos como los militares o los cívicos). De hecho, muchos de los auxiliares del ayuntamiento, y los ciudadanos encargados de patrullar los vecindarios, a menudo rehuían a los malhechores, ya que podían ser objeto de venganzas personales cuando eran liberados por los jueces, por lo cual frecuentemente buscaban el apoyo de otras corporaciones para hacer los arrestos.51
Así observamos por ejemplo que, en 1842, Pablo Mendoza, elemento de la fuerza de seguridad pública, fue amenazado por el paisano Zenón Birgüiñas con su arma, ante la posibilidad de que detuviera al desertor con quien bebía. Cuando el guarda entró en la pulquería de Chapitel, se tensó el ambiente y se dio la confrontación, a pesar de que Mendoza le había dicho al fugado “que no se pusiera descolorido, que no debía temer”, porque no pensaba denunciarlo.52
La diferencia entre los soldados y algunos guardas que podían contar apenas con un palo provisto con una punta de hierro, llamado chuzo, constituía una seria desventaja. Así sucedió cuando el guarda número 5 quiso usarlo para apaciguar a tres artilleros que reñían con sus sables, pero fue acuchillado y desarmado por éstos, tal como lo informó el prefecto y 5º alcalde constitucional.53 En sentido contrario, contar con un arma por más simple que fuera y saber manejarla podía significar la vida o la muerte en un enfrentamiento entre un infractor y un miembro de seguridad, como queda ilustrado en el siguiente caso:
En la calle de Olmedo dos soldados del núm. 7 formaron una riña con un paisano al que acuchillaron y dieron de palos, y habiendo ocurrido los guardas al escándalo, se fugaron los soldados, y uno de ellos que fue sorprendido por el guarda núm. 88, le hizo resistencia con el palo que llevaba, y éste con el chuzo lo hirió mortalmente, por lo que fueron conducidos el guarda y el cadáver al principal.54
En todo caso, estos ejemplos evidencian la dificultad y peligros que cotidianamente se podían hallar en la ciudad, en particular por las noches. Los ataques letales eran frecuentes al enfrentar a los criminales, fueran civiles o de alguna corporación de seguridad. Los requerimientos del día a día fueron los que marcaron el ritmo de los cambios para la formación de más cuerpos de seguridad, la extinción de unos o reagrupación de otros, la conveniencia de armarlos o la necesidad de controlarlos ante la violencia o los desórdenes reportados.
Uso desmesurado de la fuerza y abusos de poder
A pesar de los esfuerzos de los mandos superiores, los escándalos callejeros no dejaron de presentarse entre los militares y demás cuerpos de seguridad pública. No sabemos qué tan frecuente pudo ser la resolución de problemas con una simple golpiza o un soborno.55 En muchas ocasiones los detenidos eran sometidos a un proceso judicial con la formación nada más de la sumaria levantada por el alcalde auxiliar, y se sobreseía la causa; ya fuera porque no se consideraba grave la falta, debido a que no se encontraban otros testigos o porque se daba por compurgada con el tiempo transcurrido en prisión, puesto que a menudo los detenidos esperaban meses antes de resolverse sus causas ante un juez.56
Sólo cuando se cometían otros delitos punibles, como deserciones, abandonos de guardia, insubordinaciones, faltas graves, intentos de violación,57 robo, u homicidio, se requería de un abogado que defendiera a los indiciados y se procedía a una amplia investigación citando testigos y confrontando declaraciones. Tal fue un caso ocurrido en febrero de 1836, cuando se instruyó una diligencia contra el cabo de la compañía de granaderos por haber dado muerte a una persona involucrada en una riña callejera.58
En aquella ocasión el capitán Vicente Aristi venía de los toros y observó que, en el cementerio de Balbanera, el teniente del batallón de Mextitlán, don León Yáñez, trataba de dar fin al lance entre dos sujetos ordenándoles que se contuvieran. Ante la negativa, el susodicho capitán trató de desarmar al paisano cuyo cuchillo ya estaba ensangrentado; sin embargo, el agresor se abalanzó contra él (y después contra el militar que lo ayudó); en ese momento el cabo Esteban Pérez intervino a solicitud de su superior, y así, entre ambos lograron desarmarlo. Al verse sin el arma, el hombre intentó huir y fue abatido por el cabo Pérez con la bayoneta produciéndole una herida que le causó la muerte.59
En esta sumaria se observa que la ley no podía pasar por alto la existencia de un muerto sin hacer las debidas averiguaciones y confrontación de los testimonios para tratar de esclarecer los hechos ocurridos. Aunque no se sabe la conclusión del caso, se percibe la intención de aplicar una justicia conforme a derecho. Pareciera que este afán de actuar acorde con las leyes estuvo presente a lo largo del periodo en los juzgados militares y civiles. Sin embargo, esto no obstó para que en el ejército operara cierto pragmatismo que llegó a confrontar las opiniones de los jueces frente a los jefes militares. En numerosas ocasiones los mandos a cargo trataban con lenidad los delitos en detrimento de la justicia, por convenir a sus intereses y destacamentos, ya que siempre se hallaban necesitados de todos sus efectivos.60
También es importante señalar que, a pesar de todo, seguía siendo una sociedad sumamente desigual, en la que los jueces y justicias actuaban de acuerdo con las calidades de los testigos y los quejosos, pues no era lo mismo el valor de la declaración de un vago, un pobre, o un lépero frente a alguien respetable y conocido por su buena reputación. En ocasiones bastó el respaldo de una persona de buen nombre y honorabilidad, para dejar a alguien libre o para detenerlo, dando como verdadera una sola versión de los hechos.61 En varios casos se puede constatar que esta justicia distributiva propia del virreinato, de dar a cada quien lo que le corresponde, no se había erradicado por completo ante la ilusoria igualdad jurídica del liberalismo decimonónico.62
Como podemos imaginar, el ayuntamiento también recibía diversas quejas por las arbitrariedades que los guardianes del orden cometían a la hora de detener a alguien, o tratar de poner fin a estos pleitos callejeros, así como por otros abusos de poder. Las quejas a menudo contraponían a los ediles -estos servidores públicos más allegados a los miembros de su barrio o cuartel- y a los militares o los cívicos. Pero los señalamientos también se presentaron contra los mismos ediles del cabildo.
Los individuos que participaban de estas policías locales manejadas principalmente por el municipio (pero también por el gobierno estatal) actuaban basadas en “una cultura de la negociación fundada en extorsiones y arreglos en corto”.63 Por ello vemos que ya señalaba de forma específica el bando de policía y buen gobierno de 1844, en el punto 67, “A fin de impedir las connivencias de los celadores con los dueños de vinaterías, pulquerías o cualquiera otra persona, por establecer, como lo hacen, un sistema de disimulo de las infracciones por la utilidad que perciben tal vez como una renta, dichos celadores serán castigados con la destitución del destino”; este artículo también refiere que muchos de ellos se presentaban a horas prohibidas para la venta, con el fin de aprovecharse de los dueños infractores.64
Se hacían constantes referencias a las “granjerías” y “dádivas” conseguidas lucrando y extorsionando de parte de estos empleados públicos porque era una práctica ampliamente conocida.65 Un artículo escrito en El Gladiador afirmaba en 1830 que los barrios estaban custodiados “por esos alcaldillos auxiliares que se han envejecido en su encargo y hay contra ellos miles de quejosos”.66 Sin embargo, debemos tomar en cuenta la precariedad con la que podían vivir los funcionarios menores del ayuntamiento, pues como ya indiqué, la paga era realmente incierta y de poca monta.
En el caso de las milicias cívicas, también El Gladiador de 1830 las señalaba como parte de esa polilla de ladrones que infestaban la ciudad y afirmaba que ese hábito lo “adquirieron con la experiencia misma, tanto en esa cárcel nacional, como en los terribles cuarteles de cívicos, que sin embargo de ser los más de estos públicos malhechores, tenían constantemente en los calabozos y arrestos un número de sesenta o más”.67
La publicación refería el caso de un tal Bonilla, que había salido de la prisión con ayuda de los cívicos, y a sus cuarenta y tantos años había comentado en varias ocasiones que “más fácil le era saber el número de cabellos que tenía su cabeza, que el de los robos y muertes que había hecho, pues comenzó la carrera antes de diecisiete años en cuya edad ya había recorrido todas las cárceles de México, siendo la Acordada la primera que visitó”. El autor de la nota además acusaba a otros miembros de la milicia, como el sargento Velasco, o Fragoso pues afirmaba que este último y Bonilla salían todas las noches para volver con muchas onzas de oro, preguntando de dónde las cogerían. También responsabilizaba a los jueces por dejar libres a muchos malhechores.68
No importaba a cuál corporación pertenecieran, siempre hubo individuos que escandalizaban con sus actos y delinquían dejando una mala imagen ante la población. Así aconteció en 1835, cuando la municipalidad recibió un oficio para evitar los futuros desórdenes y daños ocasionados por los artilleros y soldados de la escolta presidencial. El escrito daba cuenta de lo acontecido la noche del día 15, cuando asaltaron una casa entre ocho y nueve escoltas agrediendo al dueño y su mujer; después se cruzaron a la casa de Lucas Velázquez, a quien hirieron de muerte. Seis de ellos fueron capturados por José Lozano junto con los demás vecinos. Los culpables fueron llevados a la prevención del cuartel de San Diego. Al otro día se presentó el regidor Lozano para dar parte al comandante de la guardia del citado cuartel, pero no quiso recibirlo, por lo cual tuvo que informar directamente al presidente.69
Los roces y, en ocasiones, abiertas confrontaciones entre los miembros del ayuntamiento y los militares crearon una ríspida relación, en la que muchas veces los ediles actuaron como defensores de la población. Varias voces influyentes tuvieron una opinión negativa de las tropas, e incluso la gente llegó a temerles tanto como a los malhechores.70 Los abusos podían ser de diversa índole. En octubre de 1824 El Sol informaba sobre la prepotencia con la que había actuado una patrulla de cívicos, porque habían hecho abrir varias accesorias de las que sacaron a dos hombres y dos mujeres, dejando encerrado a un tercero, además de llevarse la llave.71
Los abusos de los militares también parecen haber sido bastante frecuentes. Manuel Chust señala que en “las levas «las más veces a fuerza de cañonazos u golpes» secuestraban a numerosos arrieros, artesanos, comerciantes y empleados”.72 En 1848 el ayuntamiento de la ciudad recibió el oficio del alcalde primero de las manzanas 176 y 177, para quejarse de las injusticias que infligía la tropa que residía en el cuartel de gallos. Al investigar los hechos, dos indígenas carboneros fueron interrogados sobre dichas tropelías y respaldaron la veracidad de las mismas mostrando los moretones en sus cuerpos que habían sido ocasionados por esos soldados. Afirmaban que solían hacer levas para que los hombres capturados hicieran la limpieza del cuartel, barrieran y echaran pastura a los caballos siendo tratados como reos.73
Incluso en fechas tardías seguimos encontrando reportes de estas arbitrariedades. En 1860 el comerciante Guadalupe Orozco envió una misiva al coronel Leonardo Ornera del tercer batallón de guardia de la brigada ligera quejándose de estar sufriendo una prisión inmerecida. Orozco aseguraba que lo maltrataron, se lo llevaron detenido y se hallaba tras las rejas por haber increpado a unos soldados que rompieron los trastos del servicio, los trinches y las cucharas después de haber cenado. El coronel dio la orden de pagar los daños al quejoso y, en su caso, someterlo al debido proceso, si hubiera cometido algún delito.74
Es bastante indicativo que el coronel asumiera la veracidad de los perjuicios causados por sus hombres sin cuestionar este punto. Ello me hace pensar que, con razón o sin ella, era común que los militares actuaran con exceso causando daños a los pobladores de la ciudad, por lo cual un mando superior no iba a desgastar tiempo y recursos averiguando; antes bien, actuaba de forma práctica para remediar el asunto pagando al perjudicado. Cabe señalar que no siempre fue así, porque la mayoría de las veces los superiores desoyeron las quejas de la población contra los militares, ante la repetida frecuencia de éstas.
Las peleas entre los hombres de armas igualmente se daban para saldar rencillas o venganzas personales. Carlos María de Bustamante comenta que el 15 de marzo de 1831, el general Vázquez, junto con dos soldados que lo acompañaron, golpeó al oficial Rafael Dávila con un garrote de caña que tenía un estilete o púa hiriéndolo en la barriga, sin darle tiempo para defenderse. Pero gracias a este incidente y a la queja interpuesta, el gobierno militar tuvo la oportunidad de deshacerse “de un oficial borracho y prostituido que deshonra[ba] el ejército”.75
También hubo otro tipo de abusos que se daban dentro de los cuarteles de las corporaciones armadas, particularmente contra los infractores de las ordenanzas y los desertores. El 7 de agosto de 1840 un centinela, José María Silva, que se hallaba de guardia en la Acordada, se fue de su puesto. El acusado afirmaba que siguió a un paisano para aleccionarlo por haber proferido “aquí están los tales del 6” y otros insultos de igual naturaleza, hasta decirle “que si era hombre que se le mostrara”. El inculpado aseguró haberse indignado por tales palabras y animado con la bebida que había tomado, siguió al ofensor con objeto de reprenderlo y tras un breve encuentro en el que tiró al paisano, se puso a buscar la bayoneta para ponerla en el fusil.76
Entre tanto, el teniente Joaquín Bejarano había recibido la noticia de que un centinela se había fugado con todo y fusil, así que mandó aprehenderlo. El sargento Zapata y el cabo Guzmán encontraron al fugado José María Silva, le quitaron el fusil y la bayoneta; el cabo le dio un cañonazo inutilizándole el brazo izquierdo y el sargento le hizo una cuchillada en la cabeza infiriéndole una herida superficial; así se lo llevaron de regreso y el teniente lo mandó poner en un cepo, pero ante sus quejas por los dolores de las heridas, ordenó colocarle una mordaza con una bayoneta en la boca para callarlo. Después de mantenerlo así durante una hora y media, lo desamarraron y le permitieron recostarse para descansar toda la noche.77
Este caso da cuenta de que los castigos podían ser bastante severos y extremos para los militares infractores. Sin embargo, la violencia física de igual modo se aplicaba indiscriminadamente contra éstos o cualquier otro. Incluso en la circular del 18 de marzo de 1836 se hizo hincapié en la necesidad de desterrar el llamado banco de palos,78 porque con frecuencia morían los soldados después de esto. Las disposiciones anteriores prohibiendo tal práctica, dictadas en 1805, 1816, 1823 y 1824, no habían sido atendidas y seguían presentándose casos, por lo cual se instaba a los superiores a proceder conforme a las ordenanzas para punir.79 Aunque en 1842 se planteó la posibilidad de restablecerlo con el fin de restaurar la disciplina militar,80 volvió a prohibirse su práctica en 1848, instruyendo además la suspensión del empleo por tres meses para el general, jefe u oficial que mandara aplicar el castigo o lo permitiera.81
Baste para ilustrar la arbitrariedad con la que podían actuar los militares de alto rango la denuncia publicada en El Mosquito Mexicano en 1834. En Tulancingo amaneció un pasquín donde se hacía burla de varios personajes y funcionarios de la localidad; después de la aparición de un segundo anónimo donde se agraviaba al prefecto y de nueva cuenta al comandante militar, éste ofreció darle un banco de palos al culpable. Primero sometieron a un sospechoso al castigo, después a otros dos y hasta el cuarto, un indito de 12 años, consiguieron obtener el nombre del responsable. Como el cabo se negó a amarrar en el cepo al acusado por haber servido anteriormente en su batallón, el capitán Barragán le rompió el sable en las costillas, y otro fue quien sujetó al culpable para recibir la paliza correspondiente.
El denunciante se pronunciaba en estos términos:
Yo me pregunto: ¿Qué autoridad tiene un comandante militar para aplicar esta clase de castigos […] sin que precediera formalidad alguna jurídica y con individuos que están fuera de su jurisdicción? Las autoridades políticas y civiles de aquella cabecera de distrito y de partido, son de palo, ignoran sus obligaciones ¿o por qué permiten que a su ciencia y paciencia se cometan tales atentados? ¿De qué sirven en Tulancingo un prefecto, un juez letrado y dos alcaldes?82
Poco después también fue denunciado en ese impreso el contador de la Aduana, José María del Barro, cuando abofeteó y mandó dar un banco de palos al cargador de la Aduana Lucas N. por hallarlo ebrio, además de ordenar separarlo de la compañía de cívicos junto con los demás cargadores de ese destacamento que se encontraban ahí.83
Al menos para 1846, el coronel de caballería graduado Joaquín García Terán fue arrestado mientras se averiguaban los responsables de haber aplicado el banco de palos al soldado Pablo García, quien murió como consecuencia de ello.84 Asimismo fue indiciado el teniente coronel Miguel María Echegaray, cuando se denunció que recibieron ese castigo dos desertores y el sargento José María Dávila en 1848.85 No obstante, todavía en la década de los cincuenta seguían reportándose algunos casos de fallecidos por usarlo,86 y menciones en la prensa sobre esta práctica;87 además de que continuaba manejándose como un método disuasorio o de amenaza efectivo.88 Aunque no encontré que hicieran uso de éste las autoridades civiles en la ciudad de México, sí llegó a darse en otras partes.89
Incluso, el coronel José Gómez de la Cortina en su Cartilla moral militar señalaba los castigos que debían aplicarse (es decir, los permitidos): arrestos en el cuartel (por faltar a las listas o al servicio); en el calabozo (por ebriedad, juegos prohibidos, extraviar prendas);90 traslado a compañías de servicio disciplinarias91 (por deserción simple, desobediencia y robos en establecimientos sin agravantes); trabajos de 3 a 10 años (por deserción con agravantes, insubordinación, abandono de guardia en destacamentos o de centinelas), y todos aquellos delitos de traición ameritaban pena capital.92 Sería interesante poder constatar si la desobediencia y la insubordinación pudieron ser contenidos mediante la violencia o, contrariamente, si ésta fue una razón que las incentivara, así como otras conductas delictivas.
Al menos para el periodo comprendido entre 1821 y 1860 podemos tener una idea de los delitos cometidos con más frecuencia por los miembros de las tropas (de la milicia y el ejército), a partir de 319 procesos instruidos, donde se contabilizaron 356 delitos (pues en algunas sumarias consta más de un delito). Del total de casos, 24% fueron por abandono de guardia, 19% por heridas, riñas y balazos, y 9% por abusos de autoridad y otros excesos. La deserción también representó 9%, mientras que el robo 8% y la insubordinación también 8%.93
Como podemos darnos cuenta, los hombres pertenecientes a las fuerzas de seguridad estaban acostumbrados a la violencia física y los abusos. Su reproducción se daba dentro y fuera de los cuarteles, las cárceles y la vía pública. Las agresiones verbales y físicas constituían parte del quehacer cotidiano y se daban en todos los niveles, pero especialmente entre aquellos encargados de las tareas de policía y vigilancia. Las leyes y el tribunal de la opinión pública trataron de marcar los márgenes para su ejercicio, pero esto nunca impidió traspasar los límites entre quienes estaban encargados de la represión legal.
El alcohol
[…] entre los vicios que tienen los hombres, el más detestable es la embriaguez.94
Los soldados y guardas de bajo rango consumían pulque, chinguirito, mezcal y aguardiente, como los demás sectores populares (a diferencia de los españoles y los estratos de mayor rango social, que preferían el vino o la cerveza). La producción de estas bebidas y las rentas que reportaban a la hacienda pública siempre estuvieron contrapuestas a la necesidad de regular su venta e ingesta, además de que existió un rentable mercado ilegal en la ciudad que evadía pagar los impuestos correspondientes, especial men te en los pequeños comercios donde se jugaba y bebía, o donde se consumían alimentos.
En la mayoría de los casos estudiados, la embriaguez fue el motivo principal de todos los trastornos y las desgracias. Esto se puede comparar con el trabajo de Taylor, donde también muestra la estrecha vinculación existente entre la embriaguez y varias conductas transgresoras, como el homicidio, las peleas y las agresiones durante el virreinato.95
Aunque en épocas posteriores, es indicativo que un estudiante de medicina reportara el problema del alcoholismo entre la tropa. Afirmaba que los soldados, de su miserable haber: 25 centavos, gastaban en alcohol 6¼ centavos en las mañanas; la misma cantidad para pulque en el día, y otros 6¼ para alcohol en la noche; de forma que el restante (6¼) era invertido en comer y fumar.96
A lo largo del siglo XIX podemos ver que se tomaron diversas medidas para controlar la comercialización y el consumo de bebidas embriagantes para la población en general, y los guardianes del orden en particular. Incluso se buscó evitar o regular la venta en las cercanías de los cuarteles, así como en el interior de los mismos, y se llegó a detener a aquellas soldaderas que lo metían de contrabando para sus parejas.97
A pesar de las disposiciones generales para regular la venta de alcohol,98 tenemos ejemplos específicos de responsables de algunos comandos para que sus hombres no adquirieran bebidas alcohólicas. En junio de 1848 el alcalde constitucional de la villa de Tacubaya había decretado la prohibición de vender aguardiente y toda clase de licor a los soldados estadounidenses y los vecinos de la villa, bajo la amenaza de aplicar una multa de $25.00 por primera vez, y el cierre del comercio en caso de reincidir.99
Al siguiente año, el encargado del tercer batallón de infantería, mediante un oficio pidió al alcalde constitucional de la villa hacer lo pertinente para que las tiendas y expendios no les vendieran licor a los miembros de la tropa, y en caso de hacerlo, que fuera en dosis “muy moderadas”. El oficial manifestaba cuán perjudicial era la embriaguez para la disciplina, además de la importancia de impedir escándalos y desórdenes que sólo les provocarían disgustos y más trabajo. Como mando a cargo, le preocupaba el honor del ejército, así como las ventajas de mantener el control de su gente para beneficio de las localidades donde tenían que permanecer los cuerpos militares.100
Ya Taylor había señalado que, desde tiempos de la colonia, se consideraba un estigma en el honor de un hombre beber hasta perder el sentido, pues era una costumbre bárbara, repugnante y ridícula.101 De igual modo, uno de los insultos mayores que podía proferir un español contra alguien en México era borracho; incluso los mismos indios veían con menosprecio a sus pares cuando eran tildados como “ebrios de profesión”.102
El alcohol era causa de numerosos problemas, pues llevaba a pelear y a herir a camaradas de armas con quienes no habían tenido fricciones o serios desencuentros anteriores, como sucedió en el caso de los soldados del batallón de infantería Manuel Murillo y Dimas Vargas, cuando este último hirió con una bayoneta en el costado izquierdo debajo de la tetilla a Murillo, porque no quiso levantarse a comer con él y prefirió seguir acostado despreciándolo porque estaba borracho. Esto causó extrañeza porque sus compañeros los percibían como íntimos amigos que siempre se habían llevado muy bien.103 Así como en el caso de Quirino García y Antonio Corona, quienes estaban de guardia en la fortaleza de Chapultepec y fueron regresados a su destacamento por hallarse demasiado ebrios. Éstos se fueron a pasear y poco después los encontraron en una cueva, al escuchar los lamentos de Quirino García, debido a que estaba siendo golpeado con una piedra por Antonio Corona y ya estaba bañado en sangre. No obstante, ellos mismos habían considerado tener una buena amistad.104
También el soldado Ignacio Marín, del regimiento de caballería número 4, le disparó un tiro al capitán Miguel Suárez, y meses antes había matado a José María Lemus bajo los efectos del alcohol; en ambas ocasiones por molestias que le ocasionaron: el capitán lo regañó por haber llegado sin la cartuchera, que había dejado empeñada, y Lemus no había querido cooperar para que siguiera bebiendo repitiendo varias veces con cierta ironía “Ay mi cuñado”.105
Pero no sólo entre compañeros llegaban a herirse o insultarse cuando se hallaban bajo los efectos del alcohol, sino también entre rangos distintos. En julio de 1844 el mayor de la plaza, el general Antonio Diez Bonilla, mandó detener a un oficial del quinto regimiento de caballería que había dado de palos a unos sargentos del batallón de zapadores.106 El problema se dio cuando los sargentos de zapadores José Vidales y Manuel Villaverde -quienes se hallaban en compañía de un alférez- se encontraron al segundo ayudante del quinto regimiento de caballería Ignacio Palacios, quien antiguamente había sido su superior directo por haber pertenecido a ese cuerpo cuando todavía eran soldados. En medio de una discusión, y estando todos ebrios, Palacios terminó dándoles con su bastón, porque no se percató de que ya eran sargentos, y seguramente se indignó cuando uno de ellos le recordó que ya no pertenecían a su destacamento.107
La mayoría de los expedientes nos muestran que los soldados podían beber y conseguir alcohol con gran facilidad. Estar en el ejército, la milicia o cualquier corporación de vigilancia no constituía impedimento alguno para poder “escaparse” a los negocios más cercanos: cafés, fondas, vinaterías, tepacherías, figones108 o cervecerías, incluso en los cuartos de ciertas casas de vecindad podían comprar bebidas embriagantes. En cualquier momento podían ir para tomarse unas cuantas copas (o muchas), y de ahí, dirigirse a su puesto de vigilancia, su encargo o las tareas asignadas, es decir, a continuar con sus deberes.
Habitualmente los impresos de la época dieron cuenta de soldados ebrios consignados en cualquiera de las cárceles de la ciudad, comúnmente al Principal, el vivac más cercano o los encierros dentro de sus propios cuarteles. La cárcel municipal y los calabozos de los conventos -adecuados como cuarteles- también fueron el destino de muchos de estos ebrios consuetudinarios.
Los códigos del honor masculino
El honor masculino se relaciona con ciertos comportamientos que se inscriben en una serie de códigos no escritos, ni dichos, pero que tienen una gran relevancia cultural y un simbolismo importante entre los varones. Los constructos sobre el honor para la sociedad decimonónica estaban enraizados con los valores del periodo novohispano y el Antiguo Régimen; al estar fuer te mente relacionados con el deber y el buen nombre (la reputación), también coexistían con sentimientos de orgullo y vanidad, al tiempo que incluían la humildad y el sometimiento frente a las personas de mayor rango o jerarquía.109 El honor se hallaba en el juicio propio de la conciencia individual, pero al mismo tiempo dependía de la mirada de otros y podía pertenecer a un colectivo como la familia, la profesión, el ejército o la patria.110
De igual forma estos códigos se podían relacionar con algunas variables como la condición etaria, el estrato social y el sistema de valores vigente para un ámbito determinado (no era el mismo código de honor masculino para un soldado que para un lépero, un indígena o un artesano, aunque todos fueran considerados parte de los estratos bajos); incluso dependía del estado de ánimo o de la vulnerabilidad de los sujetos, para disponerse a defender o dejar de lado incidentes que consideraban transgresores de ese honor.
Ya había señalado Sonya Lipsett-Rivera que el honor se manifestó de diferentes formas entre los plebeyos y, aunque se considerara propio de las élites, proveyó una retórica general que fue entendida de modos específicos por los diferentes sectores sociales. Esto parte de un contexto donde la gramática de la violencia, el lenguaje corporal y el espacio individual cobran relevancia cuando queremos comprender el significado de los lances y las venganzas reparadoras de ese honor.111 Para quien ha perdido ese honor o lo ha mancillado, el maltrato o la muerte resultan naturales, e incluso necesarios. Enseguida veremos un caso que puede ilustrar cómo un hecho aparentemente banal pudo sacar a la luz el rencor producido por alguien que consideró como una afrenta personal la actitud de un compañero y tuvo un desenlace fatídico.
El 28 de octubre de 1856 dos soldados del cuerpo municipal tuvieron un desencuentro en una fonda ubicada enfrente de su cuartel. El soldado Antonio Reyes pidió una cuchara para comer e hizo un ademán de disgusto cuando la dueña le proporcionó una de madera, misma que no usó y dejó de lado. Este hecho molestó a la mujer que los atendía, pero también a otro soldado que presenció la escena. El compañero de armas de Reyes, Guadalupe Galván, estuvo atento a todo lo que ocurrió y le reconvino diciéndole que los soldados debían comer como pudieran, y si quería de plata que fuera a la casa del gobernador, ante lo cual Reyes le contestó que no se estaba metiendo con él. Por la tarde tuvieron otra fricción debido a que Galván tomó el fusil de Reyes y éste se lo arrebató reclamándole que si no reconocía lo suyo.
Desde la tarde el soldado Galván había consumido alcohol, y posiblemente envalentonado y con el ánimo contra Reyes (por ser tan quisquilloso y no haber querido comer con la cuchara de palo), buscó provocarlo tomando su fusil. Después del arrebato del arma, el oficial a cargo mandó sacar a Galván debido a que se percató de su estado etílico, pero tras ser retirado por el cabo, éste buscó la oportunidad para dispararle a Reyes ocasionándole la muerte.
Galván ya había manifestado en la fonda que “el soldado no debía de ser delicado y [le correspondía] comer con lo que se le proporcionase, aunque fuera poniendo sus tortillas sobre la paja de los animales”, y dado que el soldado Reyes no se ajustaba a ello mostrando una actitud propia de personas de mayor rango social: el desdén para comer con una cuchara que no fuera de metal, Galván concluía: “viéndose [esto] se conocía que no estaba hecho para ser soldado”.112
Pero vamos más allá. La identidad masculina popular propia de un militar de bajo rango, es decir, de un soldado raso, o cualquiera que hubiera ido a combate, donde los pertrechos y la comida a menudo escaseaban, no podía mostrar ese nivel de exigencia para comer en una fonda entre soldados. La aversión se dirigió contra quien, pese a ser de su misma condición y clase,113 menospreciaba sus costumbres, lo cual era tomado como una ofensa personal, porque era como hacerlos menos a todos ellos, que sí podían comer con cualquier cuchara.
No sólo los ricos y acomodados hombres de bien, los publicistas y los sectores medios, sentían repulsa por los pobres, los léperos y los desclasados; sino también éstos manifestaban un profundo odio hacia las clases acomodadas, pero más aún contra sus pares que pretendían mirarlos por encima del hombro y sentirse superiores. Esa indignación individual marcaba la forma como debían sentir y actuar los soldados.
Aquí se exponen claramente el furor y la animadversión que generó aquella sociedad decimonónica, donde la clase, la calidad y el estrato enfatizaban tanto las diferencias. Aquellos sistemas de valores fueron capaces de engendrar un gran resentimiento social en algunos sujetos, que tuvo diversas manifestaciones, como se observa en este caso. El hecho de mostrar deferencia y respeto ante las jerarquías de mayor rango, como un deber socialmente impuesto, nunca impidió el odio generado entre unos y otros individuos.
Elisa Speckman ha analizado la importancia de los duelos para defender el honor y este doble mundo existente entre las leyes que condenaban el “hacerse justicia por mano propia” y ese sentir general que los justificaba.114 Si bien es cierto que esto era propio de la élite, no quiere decir que los demás sectores sociales hubieran quedado fuera de estos esquemas. Ya fueran artesanos,115 mujeres116 o soldados, todos manifestaron la importancia que tenía defender su honor al margen de lo que dictaran las leyes y la mirada pública de quien pudiera desaprobarlo.
Los duelos personales por encima de la ley siempre iban encaminados a “restaurar” aquel equilibrio basado en la honra, el buen nombre o un deber ser sobre cualquier circunstancia o acontecimiento, donde un sujeto -que se sintió agraviado por la conducta de otro- se veía motivado por ese “código” no dicho, a reparar el agravio.
Mandos superiores que deshonran la institución
En las sumarias contra los miembros de tropa se constata que varios de ellos estaban ebrios cuando delinquieron, pero los fiscales buscaban sancionarlos en función nada más del delito que cometieron; sólo los abogados -especialmente en casos graves- buscaron usar esa condición como un elemento atenuante. La mayoría de las reflexiones de algunos fiscales y jueces se encaminaron a reparar en el poco control o descuido de los superiores para prevenir las faltas de los ebrios consuetudinarios o aquellos con antecedentes criminales previamente asentados en las hojas de filiación.
Se observa con frecuencia que no se tomó en cuenta la embriaguez para la tropa, ni se hizo tanto énfasis como en el caso de los oficiales de altos mandos; simplemente fue una condición que se ignoró y rara vez se solicitó la baja de los procesados o se denostaron tales conductas, considerándolas propias de su condición; y cuando se reparaba en ésta, podía ser una causa atenuante, pero no agravante. En caso de que reincidieran, normalmente les duplicaban los años de servicio o los enviaban a una compañía fuera de la ciudad de México.117
En cambio, en las sumarias contra oficiales aparecía una advertencia o comentario por parte de las autoridades a cargo del proceso, subrayando que estas acciones iban en detrimento de su clase y de la institución, puesto que debían dar ejemplo a sus subordinados. De tal suerte que el ejército, al valerse también de las apariencias, manejaba una política más discrecional en aquellos casos por ebriedad de jefes y superiores; pues una cosa era mostrar a la luz pública que la tropa era ebria, escandalosa y pendenciera, y otra muy diferente cuando se trataba de la élite militar.
Estas creencias quedaban expresadas tanto en las ideas de los altos mandos como en el sentir general, incluso para quienes pudieran ser hallados en semejantes circunstancias. Así se advierte en la averiguación que se le abrió en 1840 al teniente del sexto regimiento de infantería, Rafael Vizcaíno, quien había sido reportado por un vecino que lo había visto rondando alcoholizado por las vinaterías de la tercera calle de San Juan. Al arrestarlo le indicaron que debía ser conducido al Principal, motivo por el cual el teniente se trastornó y, “en horror de que lo viesen las gentes y escándalo que daría en un paraje tan público”, suplicó que lo llevaran al cuartel. Por su falta lo destinaron (para internarse) cuatro meses a un hospital hasta que disminuyera su “inclinación al licor”, manifestándole que si volvía “a embriagarse entrar[ía] como reincidente”.
Las recomendaciones hechas por el juez al teniente Vizcaíno fueron atendidas solamente durante un año, pues la noche del 21 agosto de 1841, la policía nocturna volvió a encontrarlo tirado en la plazuela de San Juan completamente ebrio. Se informó que el oficial llegó borracho y sin divisas a las fuerzas que mandaba el general Gabriel Valencia en la Ciudadela, pero “por incorregibles excesos y no siendo conocido en aquel punto como tal oficial, se le condujo a la cárcel en la ex Acordada”.118 Debido a la situación, el comandante del Departamento de Reemplazos pedía su licencia absoluta, puesto que:
[…] varias veces se le ha tratado con indulgencia esperando que este joven se corrigiera y ni el despojo del empleo que ya ha sufrido, ni las correcciones paternales, ni las de sus jefes han sido bastantes para enmendarlo. Es un hombre que ha perdido la vergüenza […] quebrantó el arresto y su abandono es tal, que fue conducido por la policía a la casa correccional entre otros vagos. El prefecto lo conoció y remitió al arresto; por consiguiente, como comandante general y como jefe de la plana mayor del ejército, manifiesto la justicia con que se le debe expedir su licencia absoluta por incorregible en el vicio de la embriaguez.119
Igual suerte corrió el teniente Manuel Montero, quien reincidió varias veces y fue detenido por esos delitos: el escándalo y la ebriedad, por lo cual también se solicitó que le dieran su licencia absoluta, puesto que “no [tenía] dignidad y olvidando enteramente sus deberes desprecia[ba] andar los preceptos de la ordenanza”.120 Y como era de esperarse, una institución que debía ser altamente respetada, como el ejército, no podía permitirse que esos mandos superiores siguieran dando mal ejemplo.
Preservar el orden social que reafirmaba las diferencias de clase y distinción era muy importante en aquel entonces y se relacionaba directamente con el honor y el buen nombre, como se mostrará en el siguiente caso. El 26 de octubre de 1854 el teniente del tercer batallón de línea, D. Guadalupe Cardoso, se hallaba ebrio tomando pulque en la plazuela de Santa Clarita, momento en el cual pasó el teniente Méndez y lo reconvino por haberse sentado en el suelo a comer en el puesto de una chimolera (lugar conocido como los agachados) ante la vista de todo el público. Debido a que sólo el vulgo y las personas de bajos estratos obrarían de esa manera, el citado teniente le sugirió levantarse de ahí, por lo indecoroso que resultaba la imagen que estaba dando, vistiendo además las insignias de su grado militar. En palabras del mismo:
Viendo a este oficial en un paraje tan impropio de su clase y tan público me avergoncé de semejante bajeza, y no pude menos que dirigirme a él y llamarle aparte manifestándole muy comedidamente que aquel acto era muy impropio para él, pues aun los soldados se eximen de ir a semejantes lugares, que mi manifestación no la entendiera por reconvención sino más bien un consejo amistoso y que si lo hacía era porque yo también me halla condecorado con el mismo empleo.121
Sin embargo, ante dicha exhortación el ebrio respondió dándole una bofetada, y el teniente Méndez sacó la espada para intimidarlo recibiendo varios improperios; entonces Méndez pidió a un sujeto que avisara al mayor del batallón, y sólo con la llegada del mando superior lograron someter al indecoroso teniente para ser conducido al cuartel de San Hipólito.122
Después de hallarse convicto y confeso el inculpado buscó minimizar su infracción, hasta que el fiscal lo confrontó con las declaraciones de los demás testigos, y fue entonces cuando el teniente admitió las imputaciones; pero en palabras de su defensor afirmaba “que si ha cometido las faltas de que es acusado es únicamente por su poca educación”, por lo cual pedía al juez suavizar el castigo para un antiguo soldado con 30 años de servicio en la carrera militar, que había participado en varias acciones de guerra, y estaba dispuesto a enmendarse para ser útil al servicio de la nación, además de ser digno de compasión por su propia ignorancia.123
La justicia militar buscaba la forma de exhortar al buen comportamiento y que lograran redimir las faltas sus oficiales de rango, antes de tomar medidas drásticas como la baja del servicio; así sucedió en el caso que ya comentamos del teniente Montero, pues pasaron dos arrestos por escándalo y ebriedad, antes de advertirle que la próxima vez se procedería contra él “a lo que diera lugar”.
En febrero de 1858 el teniente D. Manuel Montero fue detenido en el penal de Santiago por ebrio y escandaloso; en mayo volvió a ser preso ahí por iguales motivos con el agravante de portar un arma corta; pero el 17 de julio el tercer juez de lo criminal lo remitió a la prisión militar del Parque de la Moneda por escándalo y haber golpeado a su amasia. En vista de haber sido su tercer reincidencia bajo los efectos del alcohol y el agravante de armas escándalo, en agosto se instruyó una sumaria averiguación donde el fiscal solicitaba su baja del ejército pues:
[…] está visto que este oficial es incorregible, porque no tiene dignidad y olvidando enteramente sus deberes desprecia andar con los preceptos de la ordenanza en cuya virtud y estando preso por 3ª vez a consecuencia de iguales faltas de ebriedad y escándalo, la mera [sic] juzga deber, en obsequio del buen nombre de la noble carrera militar, opinar porque V. S. expida al supremo gobierno la licencia absoluta del teniente Montero por ser indigno de pertenecer a la honrosa carrera militar.124
La tropa causaba toda clase de escándalos bajo los influjos del alcohol, pero los oficiales no sólo hacían lo mismo, sino que además usualmente abusaban del poder que su cargo les confería, cometiendo excesos con sus subalternos y civiles. El 13 de julio de 1854, el capitán retirado don Francisco Borja Arroyo bajo el influjo del alcohol apaleó a don Mariano Morquecho, a su amasia y a la señora Ángela González. A pesar de haberse violentado de esa manera agrediendo a esas tres personas, fue puesto en libertad por orden verbal del comandante general a fines del mismo mes; pero el 6 de agosto de nuevo fue arrestado por haber golpeado a unos soldados.125
Lo mismo vemos en el caso del coronel Antonio Valdez. En 1840 se le abrió una sumaria porque en una de sus campañas en Zacatecas bebió y amedrentó a varias mujeres con un puñal.126 Sus problemas con el alcohol aparecieron nuevamente al año, por lo cual fue arrestado en el onceavo cuartel del regimiento de infantería permanente de la ciudad de México. Después de dos meses el coronel escapó a Palacio para informarle al comandante del Principal que lo amenazaban. En aquella ocasión también le dijo al capitán de la quinta compañía del batallón de Lagos, don Feliciano García, que le diera un tiro en la sien, pero éste le contestó que le pidiera otra cosa, “porque en aquel no le podía servir”. El 17 de noviembre de 1841, el fiscal recomendaba su internación en un hospital por cuatro meses, para “que la cabeza se le restituya al estado de arreglo y sanidad”,
[y así] podrá conseguirse que olvide la inclinación al vino, acostumbrándose a no sentir su estimulo [… con el fin de] que vuelva a quedar en capacidad de ser útil en la sociedad, pues según los preludios, si no se le asiste con tiempo vendrá a parar en lo que se deja inferir.127
Cabe mencionar que ya para 1853 la Ley Penal para Desertores, Faltistas y Viciosos del Ejército establecía en su artículo 76 (además de las sanciones contra los oficiales faltistas) la baja obligatoria para los oficiales que frecuentaban vinaterías y demás comercios donde se vendieran licores y “los que ignoraran absolutamente sus obligaciones”, pues estando imposibilitados para cumplirlas, deberían ser separados del servicio perdiendo el empleo, y sólo podrían regresar como oficiales después de haber demostrado dos años de haberse corregido.128 Es significativo que las autoridades dejaran pasar años, para reconocer el problema de aquellos altos mandos con problemas de alcoholismo y se dispusieran a legislar esta medida hasta entonces.
Otras conductas negativas
De igual forma hubo otros comportamientos que demeritaban la imagen de los hombres de armas cuando no atendían las responsabilidades que tenían a su cargo. Era especialmente grave cuando se trataba de altos mandos, pues como ya mencioné, existía un sentir general sobre la obligación que acarreaba consigo comandar tropas, puesto que debían mostrar una conducta ejemplar.
Tenemos el caso del capitán Agustín Mendizábal, quien fue procesado por insubordinación en junio de 1842. En su expediente se hallaron diversas faltas: se había ido sin licencia de sus superiores a las fiestas de Tlalpan, además de haber desobedecido órdenes estando de servicio. Así, también se le había visto en febrero en los bailes del Carnaval, cuando había pedido su baja para recuperarse por enfermedad.
A todo ello, se le sumaba a este capitán no haber entregado unos documentos a tiempo, además de haber dejado sin dinero a su compañía unos días y aplicar descuentos arbitrarios que usó para alquilar unos trajes con los cuales se presentó a las fiestas. En su calidad de superior, y en el momento que trataron de arrestarlo, sencillamente no hizo caso y se salió de la prisión sin que pudieran detenerlo. Cuando lograron localizarlo y el guarda quiso dar el informe escrito de lo ocurrido, el capitán Mendizábal le quitó la hoja y la rompió, insultándolo, por lo cual el responsable de la prisión daba cuenta al teniente coronel: “he necesitado de armarme de toda la paciencia de que no es capaz el hombre más reflexivo, para dejarme dar un secterio [sic] indigno de un oficial que conozca el pundonor, pues toda la tropa de la guardia ha dicho estas expresiones”. Durante las investigaciones, se hallaron con el problema de no contar con las de cla ra cio nes de los soldados a quienes había dejado sin sueldo, debido a que ya habían desertado.129
Pero la desobediencia también se presentaba entre los soldados de menor rango. Un ejemplo es el caso del soldado Isidro Quesada, que fue detenido por haber abandonado la guardia en Palacio para irse a cenar a su casa sin permiso. Dicha ausencia no fue la primera que tuvo, sin embargo, esa noche se encontró con el inconveniente de haber sido herido después de que le robaron el capote.130 Este expediente nos muestra también la insuficiencia del rancho que debían suministrarle a los soldados (para dejarlos plenamente satisfechos y sin hambre), así como la facilidad para ir y venir del hogar a su puesto de trabajo.131
Contamos también con otros casos de desobediencia, como el ocurrido en 1849 con Eustaquio Vidal y Onofre Martínez de la segunda compañía del batallón policía de distrito. Ellos habían salido a las 3:30 de la tarde de Santiago conduciendo dos mancuernas y un ramal de presos con las menestras que diariamente surtían al cuartel de la Viga. En el camino entraron a una pulquería todos a beber y los presos -uno en particular- lograron que ambos custodios tomaran de más, pues el pulque fue pagado por los reos. Después de pasar a otras dos pulquerías, los militares retomaron su camino encontrándose con un oficial a caballo que les preguntó a dónde llevaban las mancuernas, y le dijeron que a la Viga, pero como el oficial vio el mal estado en que se encontraban, les ordenó que se dirigieran al Principal; sin embargo Onofre Martínez, que fungía como cabo, le contestó “que no iban al Principal sino a la Viga, que ellos eran responsables de las mancuernas, que eran soldados” queriendo hacer uso de su arma, pero al final no lo hizo.132
Sin obedecer la orden del oficial, los dos soldados se dirigieron hacia su rumbo con las mancuernas, quienes terminaron fugándose y crearon un gran escándalo, porque se movilizaron varios elementos de otros destacamentos para detenerlos. Aunque no pudieron capturar a todos, los militares responsables, Eustaquio Vidal y Onofre Martínez, fueron amonestados, puestos bajo arresto y llevados presos al Principal. Como nunca llegaron a su destino, a las 7: 30 de la noche el cabo Agustín Cerezo y L. Gutiérrez fueron comisionados para indagar qué había pasado con ellos y las mancuernas, y cuando se enteraron, informaron de todo lo ocurrido al sargento segundo comandante del destacamento de la Viga, Antonio Romero.133
Este tipo de acontecimientos sucedieron con cierta frecuencia, de modo que los militares llegaron a solicitar que, cuando se detuviera a cualquiera de sus hombres, fueran conducidos a sus propios destacamentos para encerrarlos o ponerlos bajo arresto, en vez de llevarlos a las cárceles municipales o a otro destino.
* * *
Uno de los comportamientos que igualmente generó una imagen negativa de las fuerzas de seguridad pública, especialmente de los militares, fue el acoso y la violencia sexual contra las mujeres. También parece haber sido bastante frecuente, aunque no fuera denunciado, quizá por el desprestigio que acarreaba consigo haber sido violentada o forzada, especialmente si se perdía la virginidad.134 Asimismo, se sumaban todas las dificultades probatorias en un proceso judicial, en aquella sociedad patriarcal.
El Compendio de la obra juzgados militares de Colón fue un modelo para la formación de causas y procesos en la mayoría de los regimientos militares en México y España durante varias décadas del siglo XIX. Ahí se recomendaba a los peritos que, a la hora de recibir los informes de las matronas encargadas de revisar a una víctima, “es necesario sin embargo proceder con gran pulso, porque suelen engañarse en este escabroso y falible juicio, en que no se pueden dar reglas fijas”.135
Como otros tipos de violencia, la sexual era aceptada hasta cierto punto. El hecho de que la propia ley penalizara solamente aquellas situaciones donde se violaba a una mujer decente, indicaba una aceptación tácita a todos los demás tipos de agresiones sexuales.136 De forma que la mayoría de las mujeres que no tuvieron cualquiera de las condiciones estipuladas quedaron desprotegidas.
Particularmente las leyes castrenses marcaban duros castigos para los que violentaran a una mujer. En el Manual del militar de 1842,137 como en las Ordenanzas de 1768,138 se estipulaba la pena capital a quien forzara a “mujer honrada, casada, viuda o doncella”. Y cuando sólo pudiera acreditarse la intención, se penalizaba con diez años en un presidio en África (las Reales Ordenanzas sólo establecían el destierro). El Manual militar señalaba que, si se constataba la amenaza con cualquier arma o un daño notable en la víctima, igualmente se punía con la muerte.139
Sin embargo, en la vida real del México independiente no se aplicaron estas penas, ya que siempre se buscó llegar a un acuerdo para “reparar” el daño. Puede suponerse también que podía diferir la ponderación sobre un crimen cometido por un soldado ebrio, a diferencia de por un capitán u otro oficial de grado superior. Al igual que otras infracciones, estos casos sucedían sobre todo cuando los culpables se hallaban en estado etílico.
Otros tipos de violencia sexual podían ser fácilmente hechos de lado. En el siguiente caso fue procesado el sujeto por el robo de unas prendas, en vez de por el acoso hacia una mujer. Ahora bien, como en otras ocasiones, el castigo dependió de varios factores, como la solidez de las pruebas en contra y el contexto para dar mayor o menor importancia, pues muchos militares cuando eran requeridos por la autoridad castrense o necesitados para servir en campaña, podían escapar de éstos u otros delitos.140
En 1852 el sargento primero del tercer batallón permanente, Juan Hidalgo, se hallaba borracho cuando persiguió a una jovencita de 16 años y la tomó de la nuca para que se fuera con él; pero como ella se resistió, el sargento le dio una guantada tirándole un envoltorio donde llevaba dos prendas de mujer sin concluir, dos reales de cobre, tres carretes de hilo y un par de tijeras. La chica logró zafarse y fue a refugiarse a un estanquillo. Entonces el sargento tomó el bulto para dárselo a otros soldados que lo acompañaban, esperando que ella saliera a recuperarlo; como no lo hizo, él se metió al estanquillo. El dueño tuvo que solicitar auxilio al guarda diurno para que el oficial dejara a la muchacha y se lo llevaran detenido al juzgado.141
También vale la pena resaltar uno de los argumentos usados como atenuante en esta causa, porque se relaciona con aquellos códigos de honor masculino que mencioné anteriormente. Según testificó el sargento Juan Hidalgo y Costilla, cuando pasaba por la plaza del Volador se encontró con unos amigos que lo instaron a beber y, ante su tenaz resistencia, le dijeron: “si no lo tomaba sería muy poco hombre”. Debido a ese motivo tuvo que ceder y beber quedando “trastornado de su cabeza”,142 por lo cual se portó con tal imprudencia con la muchacha.
Podemos advertir cómo se repite la importancia otorgada al honor masculino. El confesante mostró su alegato como si aquello hubiera sido inevitable, pues da a entender que se vio en la necesidad de mantener su reputación y su hombría. El militar argumentó haberse sentido obligado a beber el alcohol porque no podía permitir ser menospreciado, tras el reto lanzado por sus conocidos.143
Conclusión
El problema de la inseguridad y la criminalidad fue constante en la urbe capitalina y todos los cuerpos mencionados tuvieron un cometido para garantizar el bienestar y seguridad de la misma. Unos actuaron bajo el mandato constitucional de resguardar la defensa e integridad del territorio, otros conformados como cuerpos de apoyo ante cualquier urgencia y para sostener el sistema de gobierno local sofocando revueltas y agresiones armadas, otros más trabajaban para vigilar y mantener las tareas de policía y buen gobierno.
Con una enorme distancia entre el deber ser de las corporaciones y el ser inmensamente defectuoso de sus realidades, compitiendo entre ellas, llenas de rencillas y sin un respaldo claro de la ley para acotar sus atribuciones y potestades, pese a todo, fueron ganando preponderancia a lo largo de los años, y con ello el poder, la arrogancia y autoimagen de los sujetos que las conformaban. En esta ecuación donde el municipio vio seriamente disminuidos su poder y sus facultades, amén de que sus policías civiles no estaban armadas o suficientemente equipadas, se fue configurando una opinión de la gente en torno de su desempeño, así como de las fuerzas armadas, o de salvaguarda federales, por la actuación de algunos de sus hombres.
A lo largo de estos años se aprecian discursos que oscilan entre el valor, el heroísmo, el honor y demás epítetos que enaltecían a los garantes del orden, mientras que también encontramos numerosos relatos y opiniones sobre los defectos que los caracterizaban y aquejaban: la violencia, los abusos, la embriaguez, la corrupción, la prepotencia, el escándalo, la pendencia, entre otros defectos. Todos estos pareceres acompañaron y caracterizaron a los cuerpos de policía, los guardas, los auxiliares, los militares, los cívicos y demás sujetos responsables del orden y la vigilancia de la seguridad pública en la ciudad de México. Aunque no fueran así todos los miembros que las conformaron, hubo suficientes elementos y casos que les dieron esta mala fama.
Estos hombres convivieron y fueron comprometidos para garantizar el orden y la paz de los ciudadanos, resguardándolos de las amenazas, las malas prácticas, los malhechores, los criminales, en fin, de todo aquel que alterara desfavorablemente ese orden. Varios de ellos fueron servidores problemáticos y empedernidos, con un puesto y una responsabilidad, que estuvieron presentes marcando su impronta en la vida diaria de la capital y sus habitantes. No importaba cuán reprobables pudieran ser sus actitudes y delitos, seguían fungiendo un importante papel para la vigilancia y la tranquilidad de la capital, así como en la vida diaria de sus habitantes. Sin mucho presupuesto, a veces valiéndose de mil artimañas para obtener dinero de forma ilícita y sobrevivir, desempeñaban su papel como garantes del orden.
La prepotencia y los abusos de poder fueron numerosos, así como los actos de corrupción y la violencia, por lo cual los publicistas mostraron el hartazgo hacia todos ellos en algún momento. Los pobres, las mujeres y los sospechosos o supuestos criminales fueron víctimas muy notorias de ellos, porque sufrieron muchas injusticias por su causa; pero también otros pobladores que tuvieron la mala suerte de encontrarse en su camino.
La violencia sexual, así como la justicia desigual y discrecional podía asomarse a la luz en numerosos juicios contra militares, pero también ante alcaldes, policías o auxiliares que dieran por sentada su versión de los hechos, sin que necesariamente se acreditara de forma clara y contundente lo que había sucedido.
Pero muchos de los escándalos protagonizados por estos hombres tuvieron como trasfondo un problema de alcoholismo. Esto aunado a la autoimagen de la hombría, el honor, la valentía confundida con temeridad, la insignia o el cargo, siempre tenía malos resultados. Las heridas graves, los difuntos, el escándalo y el desdoro se sucedían en cadena. Sobre todo tratándose de altos mandos militares, el problema del alcoholismo llevó -en la práctica- a despojar de sus puestos a estos sujetos que caían en la desgracia y el menoscabo de la reputación institucional, por todos los valores atribuidos al papel que debían desempeñar como imagen pública y ejemplo para sus hombres. Finalmente terminó legislándose al respecto, lo cual nos indica la persistencia de esta problemática.
Como fuera, todos estos individuos infractores y pendencieros causaron gran daño a la imagen pública de la corporación a la cual pertenecieron; de forma que el enaltecimiento de estas instituciones, sus hombres y sus cometidos, siempre convivió con las peores opiniones sobre su actuar, debido al deterioro constante sufrido por todos estos abusos y malas prácticas.