Tras la caída de México-Tenochtitlan, los españoles1 no sólo continuaron dirigiendo campañas de conquista en búsqueda del oro labrado que poseía la población nativa, sino que también comenzaron a explorar el territorio con la finalidad de hallarlo en su estado natural. Esto último dio paso a una dinámica minería de aluvión que habría de extenderse, en algunos casos, hasta mediados del siglo XVI.2 En este sentido, el objetivo fue, desde un inicio, contar con el recurso que les permitiera adquirir bienes procedentes del otro lado del Atlántico, y así poder importar parte de la cultura material que habían dejado atrás. Así, se entregaba principalmente oro a cambio de ciertos cultivos, animales y productos manufacturados o procesados que arribaban a los primitivos puertos de la Villa Rica de la Veracruz, San Juan de Ulúa, Medellín y Espíritu Santo (Coatzacoalcos), lo que inmediatamente hacía de dicho mineral una mercancía de exportación,3 no sin antes circular dentro del naciente reino de Nueva España.
Por su importancia como medio de cambio en esa incipiente vida económica colonial, es común observar en la documentación temprana la asociación del metal aurífero con términos propios del sistema castellano de valores, como “marcos”, “castellanos”, “tomines”, “maravedís”, entre otros, esto es, incluso antes de que existiera moneda imaginaria o efectiva de cuño local. En aras de darle sentido a tales conceptos, comúnmente se abreva de la experiencia monetaria peninsular o de la novohispana posterior al establecimiento de la casa de moneda en México, en 1536. Al hacerlo, no obstante, se corre el riesgo de extrapolar datos de contextos en los que ya existía una moneda, con aquél en el que se saldaban las deudas y acuerdos con trozos, barras, pepitas o tejos de oro, sus equivalentes de plata, o incluso con perlas o piedras preciosas,4 simplificando la complejidad económica que implica tal diversidad de medios de intercambio, lo que se acentúa al confundir unidades de cuenta con unidades ponderales.
Un ejemplo de lo anterior reside justamente en atribuir valores fijos al “peso de oro” o a las distintas denominaciones que acompañaban el dicho peso de oro, como considerar que el peso de “tepuzque” equivalía a 272 maravedís, el de “oro común” a 300 y el de “minas” o “ensayado” a 450,5 todo ello, para años previos a 1536.6 El problema de atribuir una valoración fija al “peso de oro” que circuló como medio de cambio en los inicios de la vida novohispana es que impide comprender la de por sí confusa realidad económica de entonces, en la que el metal precioso tenía valores diversos.7 En última instancia, ello obstaculiza interpretar adecuadamente los montos con los que se llevaban a cabo transacciones, acuerdos, conciertos, compañías, tasaciones y demás actividades económicas propias de esta etapa formativa, pues se incurre en la homologación de valores diversos al realizar conversiones, por no decir que el resultado de éstas variaría dependiendo del valor en maravedís con si de rado para la operación.
Ante esta problemática, este texto tiene como objetivo centrar la atención en la forma en la que se entendía y apreciaba el oro en la incipiente economía de Nueva España, de manera que se cuente con una base epistémica suficiente para dimensionar el valor con el que era concebido y utilizado, especialmente por ser distinto a aquel atribuido una vez que era amonedado. Por ello, la investigación que subyace a este artículo se ha hecho principalmente a partir del estudio de las tempranas cuentas de tesorería y de los registros de fundición de oro de Nueva España, documentación que ofrece datos que reflejan mayor cotidianidad y pragmatismo, lo que permite observar la materialidad del metal amarillo y apreciar la relación calidad-cantidad con la que circu la ba en el naciente reino, esto es, antes que reposar solamente en fuentes que den luz del curso legal u oficial que pudo seguir el peso de oro, en las cuales siempre aparecen valores estáticos.
Se ha de comenzar por presentar un panorama general del sistema monetario que surgió en Castilla a finales del siglo XV, pues fue éste el que los primeros españoles adecuaron al contexto indiano. Posteriormente se expondrá el tema del peso de oro como unidad ponderal o de valor de masa, para luego considerar la calidad del mismo. Se dedica un cuarto apartado para analizar el importante papel que tuvo el maravedí como moneda imaginaria o de cuenta, precisamente, en relación con la diversidad de valores atribuidos al oro en su momento. Finalmente se cuestiona si el establecimiento de la casa de moneda en realidad puso orden al problema de cotizaciones variables y si el oro cesó por completo de ser apreciado con la lógica empleada durante los primeros años.
El sistema monetario castellano en el ocaso del siglo XV
Hablar de cuestiones monetarias asociadas a la Castilla del siglo XV requiere reconocer desde un inicio una gran complejidad. Por un lado, se trató de una realidad en la que coexistieron durante algún tiempo monedas acuñadas en distintos metales, fuera oro, plata o vellón (cobre con pequeñas proporciones de plata). Estas monedas representaban a su vez valores desiguales, pues circulaban a la par emisiones correspondientes a distintos reinados o políticas monetarias, lo que resultaba en una amplia gama de circulante, especialmente al considerar los múltiples cambios en materia monetaria acaecidos durante el periodo bajomedieval.8 Aunque es cierto que las monedas no siempre recorrían el mismo circuito comercial,9 la diversidad de los valores que representaban y, en ocasiones, el fraude con el que se acuñaban o las alteraciones que sufrían posteriormente, llegaron a generar tanto desconfianza entre quienes las portaban, como inestabilidad y desequilibrio en los distintos mercados.10
Por otro lado, existían tanto monedas reales, contantes y sonantes, como monedas de cuenta o imaginarias, es decir, meras abstracciones empleadas para equiparar valores entre las distintas acuñaciones, lo que a su vez permitía dimensionar montos, salarios, precios, etc., con mayor facilidad, y así poder utilizar uno u otro medio de pago (fuera moneda de oro, plata o vellón) para saldar cuentas, siempre que se cumpliera el valor en cuestión.11
La complejidad del panorama anterior se aclaró un poco con las reformas emprendidas por los Reyes Católicos, especialmente con la Pragmática de Medina del Campo del 13 de junio de 1497. Gracias a ella los monarcas lograron recuperar la acuñación de monedas como una de las regalías previamente concedidas, resultando en un mayor control sobre los fraudes en las cecas y en torno al caos que imperaba en la economía castellana. La mencionada reforma también implicó el reemplazo de las monedas que por entonces circulaban en el reino por otras con nuevos valores, también de oro, plata y vellón.12 El cambio significó la desaparición de la dobla, el enrique o el castellano, la continuidad de la blanca (con mejor calidad que la anterior) y el real, así como la aparición de los ducados o excelentes de Granada.13
Para comprender el valor de estas nuevas acuñaciones es preciso tener en mente la relación que existía entre talla y ley.14 La primera correspondía al número de divisiones que se hacía a una unidad de masa de metal precioso. En el caso castellano, tal unidad era el marco, que podía ser de plata o de oro y era equiparable a 230 gramos. Así, la talla representaba la cantidad de piezas o monedas de oro o plata que se podían obtener de un marco, por ejemplo: una “talla de 60” significaba 60 monedas obtenidas de un marco. La talla, pues, es un indicador indirecto del valor de masa que tenía cada moneda, pues basta con dividir el peso de un marco entre el número de piezas acuñadas para saber el valor de masa de cada pieza. Así, siguiendo el ejemplo, al hablar de una talla de 60 monedas podemos entender que cada una pesaba 3.8333 gramos (230/60).
La ley, por otro lado, alude a la proporción de metal fino (que da valor) en relación con el metal que sirve de liga, es decir, con el que se hace la aleación. Antes del sistema métrico decimal, la ley se medía en 12 o 24 partes proporcionales, dependiendo de si era plata u oro, respectivamente. La unidad con la que se deno mi na ba cada una de esas partes era, en el caso de la plata, el dinero, o en el del oro, el quilate. De manera que, por ejemplo, una pieza de oro de 20 quilates estaba compuesta de 20 partes que eran oro y 4 que eran, comúnmente, cobre. El oro puro era, consecuentemente, representado con 24 quilates.15 La misma lógica aplicaba con las piezas hechas de plata: una joya que fuera de 11 dineros suponía 11/12 partes de plata y 1/12 de un metal distinto, que también podía ser cobre. Es preciso añadir que las subdivisiones de los quilates y los dineros se medían en granos, siendo 4 de éstos los que equivalían un quilate, y 24 a un dinero. Dicho esto, es posible dimensionar el valor de cada una de las monedas acuñadas a partir de la Real Pragmática de 1497 (cuadro 1).
Metal | Moneda | Masa | Ley | Subdivisiones |
Oro | Ducado o excelente de Granada | 3.5 gramos | 23.75 quilates | 1/2 y 1/4 de excelente |
Plata | Real | 3.43 gramos | 11 dineros y 4 granos | 1/2, 1/4 y 1/8 de real |
Vellón | Blanca | 1.19 gramos | 7 granos | -- |
Fuente: Muñoz Serrulla, La moneda castellana, pp. 63 y 65.
Como se ha anticipado arriba, la equilavencia entre las distintas acuñaciones, a pesar de la diferencia de sus metales, podía lograrse gracias a las monedas imaginarias. En este sentido, el maravedí, aunque en su momento fue moneda efectiva,16 en lo general servía como unidad de cuenta del sistema monetario castellano bajomedieval y subsistió de la misma manera tras la reforma de 1497, siendo entonces cuando se fijaron valores en corres pon den cia con cada moneda: un ducado equiva lía a 375 maravedís; un real, a 34, y una blanca, a medio maravedí.17 Se puede inferir, pues, que eran requeridas 750 blancas (750 × 0.5 mrs.) u 11.02 reales (11.02 × 34 mrs.) para igualar el valor que representaba un solo ducado (375 mrs). De la misma manera, el maravedí permitía establecer equivalencias con otras monedas, como pudo ser el florín de Aragón (más común en Castilla que el de Florencia), el croat de Cataluña, la corona de Francia o el cruzado de Portugal.
Finalmente, este somero panorama quedaría trunco sin hacer mención de una cuestión adicional sobre una de las dichas monedas de oro desaparecidas en 1497: el castellano. A pesar del rango de valores expuesto en maravedís, el castellano -mientras existió como moneda- conservó con el paso del tiempo su composición en lo general: era de 23.75 quilates con una talla de 50 en marco, es decir que cada pieza estaba hecha casi de oro puro en su totalidad, que a la vez pesaba 4.6 gramos (230/50). Esto quizá se explique por el hecho de que el castellano, además de haber sido una moneda efectiva durante parte del reinado de los Católicos, fungía también como unidad ponderal o de masa, en tanto división del marco. En efecto, un marco de oro se dividía en castellanos, tomines y granos, compuestos cada cual por los siguientes valores: 1 marco : 50 castellanos : 400 tomines : 4 800 granos.18 Por tanto, al ser una cincuentava parte del marco, su valor de masa era equiparable, de igual manera, a 4.6 gramos.19
La importancia de hacer esta mención adicional reside en el hecho de que el castellano sobrevivió en Indias en asociación al valor de masa que representaba, es decir, como unidad ponderal -que no como moneda efectiva-, como se verá a continuación.
El peso como unidad de masa o unidad ponderal
Cualquier persona que haya estudiado la documentación colonial americana temprana habrá observado la continuidad que tuvieron los términos o conceptos atendidos en el apartado anterior. Puesto que éstos están asociados a un esquema monetario, no falta quien los interprete como sustitutos de monedas (e incluso como monedas), en especial porque comúnmente aparecen tanto en un contexto fiscal, como en aquel propio del incipiente comercio transatlántico. La supervivencia y el transplante del sistema monetario castellano que surgió de la Real Pragmática de 1497 debe entenderse, no obstante, como un proceso constituido inicialmente por dos etapas, inmediatas si se quiere, pero distinguibles entre sí: por un lado, a manera de abstracción, en donde la lógica operante del mismo sistema monetario da sentido a la nueva realidad, sin la existencia de la moneda, y, por el otro, en la operatividad que se logra de tal sistema a partir de la materialidad hallada en los minerales, perlas y piedras preciosas que obtenían los españoles de la población nativa por medio del rescate, el despojo o la temprana explotación minera. Una etapa posterior se encuentra en el establecimiento de cecas americanas, cuando el sistema monetario castellano se consolidará en América.
Por tanto, las unidades ponderales aparecen en un primer momento, pues es gracias a ellas que los españoles sopesaron las riquezas americanas. En este sentido, el castellano, quizá por el moderado valor de masa que representaba y por la asociación que tenía con la moneda del mismo nombre, parece haber sido la unidad ponderal que más huella dejó en la economía indiana. Esto se aprecia en todo momento en relación con el oro, como, por ejemplo, cuando el capellán que acompañó a Juan de Grijalva en su expedición de 1518 al Golfo de México señaló, ante una tumba nativa, que “tenían los dichos muertos al cuello unas cadenillas que podían pesar unos cien castellanos”,20 lo que no supone moneda o valor monetario alguno, sino sólo un valor de masa, que en el sistema métrico decimal correspondería a 460 gramos (2 marcos).
La presencia del castellano, no obstante, se encuentra con mayor frecuencia a través de su sinónimo americano, el siempre recurrente peso. En efecto, desde los primeros documentos españoles escritos en América, el peso aparece ya difundido tanto en las Antillas, como en Tierra Firme, Nueva España y, luego, el Perú, algo que requirió observar Gonzalo Fernández de Oviedo, a quien podemos considerar como autoridad dado el papel que tuvo como veedor de fundiciones en Castilla del Oro:21 “Y pues que los extranjeros no sabrán, leyendo aquesto, qué peso es el del castellano que acá en Indias deçimos un peso, digo que un peso ó un castellano es una misma cantidad, que pesa ocho tomines…”.22
Entonces, a manera de ejemplo, cuando el cabildo de Veracruz envió la primera remesa de oro al rey, la “rueda de oro grande con una figura de monstruos en ella, y labrada toda de follajes, la cual pesó tres mil ochocientos pesos de oro”, debe entenderse que pesaba 16.52 marcos ó 17.48 kilogramos. Y lo mismo sucede al considerar, ítems después, los “cien pesos de oro para fundir para que sus altezas vean cómo se coge acá el oro de minas”,23 que no por tratarse de oro en polvo o en pepitas, la cantidad dejaba de ser 46 gramos.
Esta función del peso sirvió en los cálculos y cuentas hechas en ese periodo inicial, pues era principalmente a partir de la cantidad de oro que se dimensionaban ciertos valores o contabilizaba la riqueza. Así lo podemos observar en las cuentas hechas a Julián de Alderete, tesorero de Nueva España entre septiembre de 1521 y mayo de 1522, con el cargo que le hicieron del oro que recibió de su antecesor interino:
Otrosi pareçe por la dicha carta quenta y libros aber rreçebido el dicho thesorero Julián de Alderete çinquenta y dos pesos [,] dos tomines e cinco granos de oro de Basco Porcallo [,] thesorero que fue de la hazienda de su magestad antes que el dicho Julián de Alderete beniese a estas partes.24
Recuérdese que el marco de oro se subdividía en castellanos (pesos), tomines y granos, por lo que esta mención también permite observar el uso de prácticamente todas las unidades ponderales del oro (salvo por el marco). Así, Porcallo entonces entregó 209.38 gramos de oro, diferidos en 208 gramos (52 pesos), 1.15 gramos (2 tomines) y 0.23 gramos (5 granos).
También es posible apreciar cómo tales unidades ponderales servían para cuantificar el oro necesario en las transacciones y para saldar derechos reales, como lo muestra esta imagen de los primeros días:
Otrosi pareçe por la dicha carta quenta y libros aber rreçebido el dicho Julian de Alderete cinco mill y trezientos y nobenta y siete pesos y dos tomines y seis granos que pertenecio a su magestad del quinto de veinte e seis mill y nobecientos y ochenta y seis pesos y seis granos de oro que hasta el dicho tienpo se abian cobrado de los esclavos y otras cosas que se obieron y an abido en la guerrera [sic] desde primero dia de henero de mill y quinientos y veinte y vn años que el dicho capitan general Hernando Cortés y los otros entraron en la probincia de Aculuacun y çiudad de Tescuco y en las otras probinçias de Mexico.25
Al tratarse de cantidades de oro medidas por su peso, resultaría un desacierto convertirlas a valores cualitativos. Simplemente, se debe tener claro que la incipiente Real Hacienda novohispana recaudó entonces 24.82 kg de oro correspondientes al quinto de 124.13 kg de oro. Pesos, tomines y granos refieren, pues, en principio, a valores de masa que, ante la falta de numerario, circulaban como medio de pago, pero -y hay que repetirlo- de ninguna manera se está hablando de alguna moneda imaginaria ni, mucho menos, efectiva.
Asimismo debe interpretarse el uso de tales unidades ponderales en relación con otros metales, piedras preciosas o piezas hechas de otros materiales, aunque tuvieran algo de oro. Por ejemplo, al tesorero de La Española, Miguel de Pasamonte, se le hizo cargo tras su muerte “de 66 pesos [y] 3 tomines de hachas de cobre de guanín”,26 metal que tenía poco fino de oro. Este cargo debió hacerse en cumplimiento de una cédula real de 1519, en la que se ordenó que tal metal, por su poco valor, “no se ha de fundir, sino pesarse, y pesado, ha de percibir sus derechos el ensayador, nuestro tesorero, [y] los que a nos pertenecen”.27
Lo anterior permite comprender la importancia secundaria que tenía el tamaño de los tejuelos exigidos a la población nativa como tributo, o la diversidad de formas (redondos, cuadrados, a manera de barras) con las que luego circulaban en las transacciones, pues su valoración se realizaba, en primera instancia, por su peso. En todo caso, es de suponer que los españoles de los primeros años podían cuantificar aproximadamente el valor de masa de los tejos exigidos como tributo, si bien por lo general eran tasados y, luego, pesados en pesos y tomines.28 En este sentido, es sumamente valiosa la representación hecha por los tlacuilos de Tepetlaoztoc sobre el valor ponderal con el que cumplían su tributo de oro (imagen 1).
Balanzas y pesas ocupaban, por tanto, un lugar relevante en la vida económica del naciente reino, tanto como lo eran los dinerales para los cambistas europeos de esa misma época.29 No debe sorprender, pues, la existencia del juego de “peso”30 y pesas entre mercaderes,31 ni la regulación que pretendía el cabildo de la ciudad de México en torno a las balanzas, pues era vía común de fraude pesar incorrectamente el oro empleado en las transacciones. Esto se aprecia desde las primeras actas del cabildo,32 como la del 5 de agosto de 1524, que señala haber “muchos mercaderes y oficiales e otras personas que dan e reciben oro por menudo en mucha cantydad[,] e son ynformados que no tyenen los pesos ni las pesas ciertos ni como conviene”, por lo que ordenaron su revisión cada cuatro meses ante los oficiales del cabildo.33 Tan sólo tres meses después el mismo cabildo mandaba al fiel “a visitar todos los dichos pesos e medidas de quatro en quatro meses para ver e averiguar sy ay alguna falsedad” en ellos,34 siendo que el 13 de enero del año siguiente se ordenó a “todas las personas que tienen pesos de oro con que dan e reciben oro[,] tengan cargo de los llevar e requerir en casa de Mendez[,] el platero[,] el qual se los requiera e afine…”.35
Dicho lo anterior, queda solamente por señalar que, si bien el valor de masa aparece como la unidad de principal importancia para determinar las cantidades de oro y fijar algunos precios o montos, jamás sirvió para indicar su ley, algo que en teoría debía ser observable en la fundición.36
La calidad del oro
Como se ha mencionado, la ley del oro se medía en quilates, indicadores de la proporción que existía entre el fino (oro puro) y la liga (normalmente cobre, pero también podía ser plata) de determinada pieza. Para comprender esta proporción era preciso realizar un ensaye del metal, el cual podía variar en método dependiendo del estado en el que se encontrara.
En el caso de las piezas labradas, el método se basaba en la comparación del color de la pieza en cuestión, pues el oro, dependiendo de la cantidad del metal con el que estuviera aleado, podía ser más “franco” (blanco) o más “encobrado” (cobrizo). La forma de llevar a cabo tal observación requería de una piedra de toque y de las llamadas “puntas”, pequeñas varillas recubiertas en uno de sus extremos con aleaciones bien calibradas de variada ley de oro, plata y cobre, dispuestas en 8 juegos de 12 puntas cada uno. Contando con esto, el ensayador raspaba la pieza de oro con la piedra de toque, dejando una impronta del metal en la superficie de la piedra, cuya negrura permitía distinguir con claridad el color de dicha traza. El segundo y último paso consistía en rayar la piedra con alguna punta de color aproximado al de la traza y comparar similitudes. Como que se conocía la ley de la punta, se podría determinar la ley del objeto cuando el color de ambas trazas coincidieran. Puesto que había 96 puntas en total, cada una con una coloración particular, el resultado era bastante confiable, aunque nunca exacto.37
Aunque en la documentación temprana relacionada con las fundiciones no se menciona el método seguido para fijar la ley, el uso de la piedra de toque se remonta a la antigüedad mediterránea, y ya en el siglo XVI era una técnica generalizada en Europa. Por lo tanto, su uso fue obviado entre contemporáneos, como puede percibirse en el siguiente caso, de julio de 1530:
Francisco de Hererra[,] por sy[,] rregistró y quintó cinquenta quentas rredondas con seis estremos de hechura de cebadilla y dos leonci cos[,] que todo pesó veinte y cinco pesos[,] que se abalió a ley de ocho quilates[,] de que sacados los derechos pagó de quinto quatro pesos e syete tomines e syete granos del dicho oro.38
Puesto que tales piezas quedaron al margen de la fundición, la única otra vía de conocer su ley reposaba en el uso de puntas.
Ahora, a juzgar por la petición de 1516 de Pánfilo de Narváez y Antonio Velázquez, procuradores de Cuba ante el rey, la mayor complicación que enfrentaba el método de ensaye por puntas era, justamente, su carencia. En específico, se señalaba la imposibilidad que existía de ensayar 12 o 13 000 pesos de oro que por entonces habían sacado de ciertas minas: “Diego Velázquez, nuestro capitán e gobernador de la dicha isla é nuestros oficiales, mandaron que juntos se trujesen [los pesos] á Sevilla, para que alli se les diese la ley, la qual en la dicha isla no se le abia dado por falta de puntas que allá no abian”.39 Así, aunque circularan piedras de toque que permitieran distinguir metales y, en el mejor de los casos, valorar la ley del oro en un sentido amplio y, por tanto, ambiguo,40 en ocasiones también llegó a ser del todo imposible determinarla. Es de suponer que esto sucedió principalmente en los primeros años, cuando se encuentran más casos en la documentación con la sola mención del peso de la joyería, como se puede apreciar en este fragmento de 1522:
Otrosi pareçe por la dicha carta quenta y libros[,] que rreçebio el dicho Julián de Alderete trezientos y setenta y vn pesos y dos tomines de oro que pertenecieron de quinto a su magestad de ciertas joyas de oro que ciertas personas rregistraron e quintaron en el dicho tienpo del dicho tesorero.41
Habría que preguntarse si la falta de mención de la ley de las joyas solamente responde a la referida carencia de puntas o, también, a una intencionada vía de fraude hacia el erario real.42
El ensaye por puntas -o su imposibilidad, por insuficiencia de las mismas-, no obstante, debe entenderse en asociación con el deseo de preservar las joyas43 o ante la ausencia de algún especialista, pues era éste quien practicaba un método más común, profesional y preciso: el de fundición. Éste consistía en tres pasos generales. En primer lugar, se debía tomar una pequeña cantidad de oro, como podía ser un tomín (0.575 gr), y fraccionarlo en cinco o más partes, que habrían luego de fungir como pesas o dinerales. La proporción con la que fraccionaban estas pequeñitas pesas tenía la siguiente lógica:
[…] y partido [el tomín] en dos partes, de la mitad se haze vna pesa que llaman 12 quilates. Y de la mitad de esta, se haze otra de 6 quilates. Y de la mitad de 6 se haze otra de 3 quilates. Y de los dos tercios se haze otra de 2 quilates. Y de la que resta se haze otra de 1 quilate. De manera, que todas 5 pesas, hazen 24 quilates; que todos pesan vn tomín.44
El segundo paso consistía en tomar un tomín del oro a ensayar. Esta muestra debía envolverse en una laminilla de plomo, y luego depositarse en una copela, en donde se fundía. El plomo permitía la oxidación de los metales básicos (la ganga), dejando solamente como residuo de la fundición el oro fino.
Como último paso general se pesaba el fino en pequeñas balanzas de gran precisión, cubiertas para evitar que el polvo o el viento afectara la medición. De un lado se ponían los diminutos dinerales que se habían hecho, y del otro, el oro recién refinado, que ya había perdido el peso correspondiente a la ganga. El equilibrio de la balanza se alcanzaba retirando o añadiendo los dinerales con sus respectivos valores y pesos: si el fino pesaba uno o dos quilates menos, entonces era oro de 23 o 22 quilates, respectivamente, y bajo esa lógica se determinaba la ley en lo sucesivo.45
Dado el avance tecnológico que entonces existía, este procedimiento no estaba exento de errores.46 Sin embargo, en su propio contexto se percibía suficiente precisión como para distinguir entre una ley perfecta y otra que no lo era, lo que también debe considerarse al dimensionar el valor con el que determinado lingote, tejo o tejuelo fue concebido en su momento. La perfección de la ley quedaba definida por el número de quilates enteros con los que se caracterizaba la calidad del metal, mientras que la imperfecta era el resultado de la fracción de un quilate abonado al resto. Dado que el oro podía tener cierto número de quilates más fracciones de quilate, Arfe señaló que, además de los cinco pequeños dinerales mencionados, se podía hacer “pesa de medio quilate y quarto de quilate, y ochavo, y deiziseysabo, y esta disminucion siguen hasta donde quieren”.47 De manera que -valga no obviar- “oro de ley perfecta” no significa, pues, pureza total del metal ni mayor cantidad de fino, sino solamente que la ley del oro, fuera la que fuera, estaba definida por unidades completas de quilates.48 Esto último simplificaba la aplicación de la marca -en numerales romanos- de la ley de oro con la que debían salir las piezas fundidas. Y quizás por la facilidad que implicaba contar con tejos o tejuelos de valores enteros fue que la Corona mandó que saliera el oro fundido con ley perfecta.49 Al mismo tiempo, la omisión en el uso del concepto “de ley perfecta” no implica mayor problema para el análisis, siempre que se indique el valor cerrado de quilates.50
Sirvan algunos ejemplos del libro de fundiciones de 1526, el más antiguo para Nueva España:
[…] Nicolás López[,] por el señor governador[,] metio a fundir diez mill e diez e ocho pesos [46.0828 kg] de oro de que saco fundidos nueve mill e ocho cientos y vn pesos [45.0846 kg51] de oro de ley de catorze quilates[,] de que pago de quinto mill e novecientos e setenta pesos[,] quatro tomines e diez granos del dicho oro.52
O bien, un caso de mucha menor cantidad, pero mejor calidad:
Francisco Flores[,] por sy[,] metio a fundir dozientos y sesenta y syete pesos [1.2282 kg] de oro de que saco fundidos dozientos y sesenta y seys pesos [1.2236 kg] de oro de ley de diez e syete quilates[,] de que sacados los derechos pago de quinto cinquenta e dos pesos e cinco tomines e quatro granos.53
Un último ejemplo, en el que no se determinó calidad alguna, siendo reducido a simple valor de masa:
Martín Soldado metio a fundir ciento y treynta y nuebe pesos [639.4 gramos] de que saco fundidos ciento y treynta y cinco pesos [621 gra mos] de oro que no se le dio ley[.] Pago de quinto veynte y seys pesos y seis tomines y cinco granos del dicho oro.54
Los fragmentos anteriores permiten hacer al menos dos observaciones. Por un lado, el llamado quinto (que no siempre fue la quinta parte) se estaba saldando con base en el valor de masa del oro en cuestión, de manera que los oficiales reales retenían para la hacienda del rey oro de distintas calidades (se regresará a esto adelante). Por el otro, está claro que el oro rescatado, tributado, saqueado u obtenido por medio de la minería de aluvión conservaba su ley tras pasar por el crisol de la casa de fundición de México, si bien salía ya en la forma de tejos o tejuelos y con la marca de su calidad. Esto significa que, contrario a cualquier valoración cualitativa fija dada al “peso” de oro en Nueva España, antes de la Casa de la Moneda, las piezas fundidas que fungían como medio de intercambio circulaban o “corrían” por el territorio (y fuera de él) con múltiples valores.
Este panorama debe entenderse aún más diverso y complejo al considerar el famoso “oro de tepuzque”, una aleación intencionada entre oro y cobre hecha inicialmente para hacer rendir la cantidad de oro obtenido tras la caída de México-Tenochtitlan. Al respecto, Bernal Díaz del Castillo señala que, en la fundición de las piezas del botín, añadieron “tres quilates más [de cobre] de lo que tenía de ley, porque ayudasen a las pagas” y deudas que tenían los conquistadores con mercaderes, barberos, boticarios, cirujanos y “matasanos”, lo que provocó una inflación de los precios en las mercancías tan pronto los mercaderes detectaron el engaño. A lo que añade inmediatamente: “y desta manera anduvo el oro de tres quilates más [durante] cinco o seis años”,55 lo que también se entiende por la dificultad de erradicar ese producto inicial y por el correspondiente a fundiciones posteriores.56
La importancia del oro de tepuzque en la economía inicial novohispana fue tal que mereció un espacio propio en las cuentas hechas al tesorero Alonso de Estrada, con dos cuadernos exclusivos para registrar los “cargos” y “descargos” del llamado “oro comun que corre por la tierra con los tres quilates añadidos”,57 abarcando una temporalidad de marzo de 1524 a febrero de 1530,58 siendo esta última fecha cuando falleció el tesorero, mas no cuando fue eliminado de la circulación. En tales cuadernos se puede apreciar una muy recurrente y acumulativa cantidad de pesos cobrados por concepto de los impuestos relacionados al oro, así como a otras actividades económicas, como la venta de esclavos o la recaudación tributaria. Baste poner como ejemplo el ingreso que tuvo Estrada durante el periodo que abarcó de junio de 1524 a agosto de 1526:
Paresçe que monta el cargo hecho al tesorero a Alonso Destrada[,] […] que rreçibio e cobro el dicho thesorero de oro con los tres quilates añadidos de la fundicion hecha en Cuyoacan e de las fundiçiones hechas en la cibdad de México de setenta e nueve mill e ochocientos e cinquenta e vn pesos e quatro tomynes e diez granos del dicho oro […].59
Puesto que tal cifra era una parte de lo fundido en ese periodo, y aunque solamente fue expuesta como valor de masa, es posible concluir que la cantidad de tepuzque que circulaba en el reino era significativa.
Por otro lado, el cobre se ligaba a un oro de muy variadas leyes, por tanto, el tepuzque circulante era igualmente diverso en calidad. De hecho, en los mismos pliegos del oro de tepuzque se pueden observar pesos desde 15 hasta 21 quilates, lo que tiene pleno sentido al pensar en el mayor valor: ese te puz que tenía la proporción 21/24, siendo el cobre los 3 quilates de diferencia.60 Esto también significa que ese último tepuzque debió ser indistinguible del oro de 21 quilates sin añadidura intencional de cobre. Ahora, al pensar en el tepuzque de menor calidad que aparece en tal cuaderno (15 quilates), es muy significativo que sea de más calidad que el oro de menor ley que aparece registrado en los manuales de fundición. En éstos, el rango de la ley que salía del crisol era de 12 a 22 quilates, siendo que el producto inferior a 12 quilates (menos de 50% de oro) aparece como oro “sin ley”61 (como se mostró arriba). Aunque por ahora resulta difícil conocer la causa de tal indeterminación, esto no significa que el oro “sin ley” careciera de valor, pues aunque tuviera una proporción minúscula de oro, oro tenía. De hecho, en la cuenta de oro de leyes perfectas hecha al mismo Estrada, el rango del metal amarillo quintado comenzaba con leyes de sólo cuatro quilates en adelante.62
En cuanto a la diversidad de oro de tepuzque, hay que agregar que llegaron a circular piezas con más de tres quilates añadidos de cobre, sin por ello marcar una menor ley en la pieza. Es decir, se esperaba aumentar aún más la masa del producto resultante (ganar en peso) y hacerlo pasar por un valor que ya había perdido. Aunque esto fue producto de unos plateros, y por ello pagaron con su vida,63 es posible que hayan existido otros casos similares de fraude -no identificados en su momento-, quizá con participación indígena dada su pericia en materia de orfebrería.64 De cualquier manera, el fraude que en su momento se identificó sugiere la presencia en el territorio de ciertas personas versadas en las leyes del oro.
El grueso de los españoles, no obstante, carecía de las herra mien tas o de suficiente conocimiento para determinar las proporciones de oro que tenían las piezas que circulaban en la tierra,65 fueran labradas sin fundir, en polvo, en fragmentos de tejos66 o, incluso, ya fundidas en el caso de los dichos tejuelos “sin ley”. Esto dio pie a una serie de denominaciones que aparecen por doquier en la documentación de la época, como oro “baxo” o “mal oro”, que posiblemente apela al metal concebido con una concentración de oro inferior al cincuenta por cien, o su contraparte, el oro “fino”, “de buena ley” o “buen oro”, que debe indicar proporciones elevadas del metal amarillo, quizá por encima de los 20 quilates. La ambigüedad implícita en estas denominaciones parece insalvable, puesto que justamente corres pon den a lugares comunes del momento, que a su vez eran entendidos en ese sentido amplio, con considerable desventaja económica para una parte (la menos versada) y, sin duda, causa de inflación de precios.67 Por tanto, metodológicamente hablando, resultaría imprudente convertir esos pesos de oro a determinada unidad de cuenta, como los maravedís, pues carecen de precisión en su valor cualitativo. Queda, pues, resignarse a dimensionar tales pesos en su valor de masa.
En este sentido, valdría añadir que tampoco parece existir indicador alguno de calidad de oro en relación con los pesos de “oro de minas”, “oro quintado”, “oro ensayado”, “oro común”, “oro (común) que corre” u “oro corriente”. Los últimos tres solamente aluden al oro que ya circulaba como medio de intercambio,68 que como se ha visto era muy variado en su ley y forma (labrado, en bruto, en tejos, tejuelos).69 En cuanto a los pesos “quintados” o “ensayados”, simplemente se ponía énfasis en que ya habían pasado por control real (a diferencia del oro en bruto), lo que daba más confianza en las transacciones, pues ya estaba determinada su ley y llevaba la marca correspondiente. Por otro lado, decir “oro de minas” implicaba el origen, es decir, oro de aluvión; esta forma de obtención difería del oro rescatado o del recibido como tributo y, puesto que variaban los derechos a pagar dependiendo de la forma de adquisición de oro -lo que cambió a su vez con el paso del tiempo-,70su registro en las cuentas se hacía por separado,71 pero ello no significaba que fuera homogéneo el valor asociado a cierta categoría. Finalmente, el oro de “buena marca”, “marca real” o simplemente de “marca” correspondía a 22.5 quilates,72 calidad con la que el erario real enviaba su oro a Castilla.
Por último, el caos presentado hasta ahora fue observado por contemporáneos, y no fueron pocos los intentos para remediar algunos problemas, fuera por parte de la autoridad real, sus representantes o el mismo ayuntamiento de México. Se intentó atajar el fraude creado en las primeras fundiciones en Nueva España, llevadas a cabo por oficiales interinos, y centralizar desde un inicio tal labor;73 se ordenó el ensaye tanto de piezas labradas como de las fundidas, así como el estampado en estas últimas de su ley;74 se prohibió la adición de cobre u otros metales al oro durante el proceso de fundición;75 se prohibió a los plateros del reino la labranza de oro y plata, así como que contaran con “fuelles ni otro aparejo alguno de fundición”;76 se mandó la afinación recurrente de pesas y balanzas;77 se dispuso determinar la calidad de los pesos “sin ley”;78 se llegó a nombrar un veedor de fundiciones adicional al oficial real que ocupaba el mismo cargo;79 se solicitó la entrega de tejos de tepuzque para su refinación a oro de mayor ley;80 se vetó la salida de Nueva España de tal tipo de oro,81 e incluso se intentó retirar gradualmente su circulación al estipular que con ello se cobraran tanto el almojarifazgo como las penas de cámara.82 La Corona también buscó estabilizar la situación al remitir numerario a Nueva España, que sin duda resultó insuficiente83 -tal como había sucedido en las An ti llas-,84y comenzó a sopesar desde 1525 la existencia de una ceca dentro del reino,85 lo que, como se sabe, no se logró sino once años después.
En la cotidianidad, no obstante las intenciones, el desorden hasta aquí mencionado generaba desconfianza entre los españoles para llevar a cabo transacciones, lo que iba acompañado de una sensación de injusticia en la (alta) valoración de las mercancías trasatlánticas que tanto ansiaban. Es ante esto, pues, que se enfrenta quien se interesa en los primeros años de vida novohispana y, desde luego, en comprender cómo le dieron sentido a este problema quienes lo vivieron.
Sáldese como se pueda
El maravedí, como se mencionó arriba, era la unidad de cuenta de mayor importancia en la racionalidad monetaria castellana, pues permitía medir y establecer equivalencias entre las distintas monedas que circulaban dentro de Castilla, fueran de oro, plata o vellón, o bien, de cuño local o extranjero. En principio, esto era posible debido a que se fijaba un valor en maravedís a toda moneda acuñada, lo que en ocasiones se llevaba a cabo de manera arbitraria, pero que en última instancia dependía de la oferta y demanda del metal precioso en cuestión.86 Es decir, el valor oficial de determinada moneda (el que seguía la vía legal, siempre estático en apariencia) quedaba determinado en un inicio a partir de la calidad de la misma, su valor intrínseco,87 motivo por el cual, ante la abundancia o escasez del metal precioso con el cual se había acuñado, fluctuaba en las transacciones cotidianas y, con el paso del tiempo, exigía una nueva valoración oficial, dando pie al cambio de monedas o a reformar la política monetaria del reino.
El maravedí, entonces, se manifestaba como un indicador de las proporciones de fino que tenía determinada moneda, lo que en el caso del oro se expresaba, como también se ha visto, en quilates. Al respecto, Juan de Arfe, quien fuera ensayador mayor de la ceca de Segovia a fines del siglo XVI, señalaba:
Al oro se le da el valor por los quilates que tiene de ley. Porque cada quilate vale 24 maravedís, y 3/4 de maravedí. Y este valor se da en solo vn castellano, y por vno se multiplican los demás. Pues segun esto, vale vn castellano de oro fino de 24 quilates de ley, 594 maravedís.88
De manera que cada quilate era valorado en maravedís y, consecuentemente, a mayor ley, más maravedís.
La asociación entre quilates y maravedís puede hallarse igualmente en otro tratado contemporáneo al de Arfe, aunque hecho en Indias y para cubrir las necesidades indianas, por lo que su autor, Juan Belveder, atribuyó una valoración distinta a la castellana, pero manteniendo tal relación: “Es vso y costumbre en estos rreynos de las Indias que el peso de buen oro sea de ley de 22 quilates y medio, y que cada quilate sea 4 granos,89 y cada grano valga cinco maravedis de buen oro”.90 Por lo que un quilate de oro valía 20 maravedís (4 granos x 5 maravedís), equivalencia que se había mantenido desde inicios del siglo XVI, a juzgar por una carta de 1516 para el rey en la que su autor, “el bachiller de Enciso”, señalaba que en Indias “cada quilate de oro fino es veinte maravedís”.91 Esta proporción se puede observar igualmente tanto en los manuales de fundición de oro como en las cuentas hechas en torno a la tesorería de Nueva España, por no decir que así mismo ha sido reconocido por algunos especialistas.92 Por tanto, resulta claro que en Indias 20 maravedís equivalían, al menos oficialmente, a un quilate.
Al existir un valor fijo por quilate, por tanto, era posible saldar deudas o adquirir bienes valuados en maravedís con oro en distintas formas y con diversos valores, lo que daba sentido al caos expuesto. Bastaba con señalarse un monto de moneda imaginaria, por ejemplo, 12 500 maravedís, para entender que podía saldarse con 41.6 pesos de oro de 15 quilates, 34.7 pesos de 18 quilates, 29.7 pesos de 21 quilates o con cualquier otra cantidad que contuviera las porciones de fino de oro (los quilates) necesarias para juntar el monto total. Por tanto, el uso de maravedís era, sin duda, conveniente para fijar precios o salarios:
Otrosi da en quenta el dicho tesorero Alonso Destrada que dio e pago a Bernaldino Vázquez de Tapia[,] fator que fue en esta Nueva España por su magestad antes que los ofiçiales de su magestad viniesen a ella[,] setecientos e cinquenta mil maravedis[,] e [dio] por ellos myll e seyscientos e sesenta e seys pesos e cinco tomynes e cinco granos de oro de ley perfeta que los ovo de aver por cinco años que syrvio el dicho oficio de fator en esta dicha Nueva España[,] a rrazon de ciento e cinquenta myll maravedis en cada vn año.93
De manera que el pago hecho a Vázquez de Tapia en septiembre de 1524 consistió en 7.6 kilogramos de oro. Pero gracias a la enunciación en maravedís del valor que debía saldar la Corona al conquistador, es posible conocer su ley, esto es, al dividir el número de maravedís del salario entre los pesos de oro pagados (750 000/1 666), lo que indicará los maravedís por peso pagado (=450), y luego dividir tal resultado entre 20, es decir, el valor en maravedís que tenía cada quilate. Entonces, puesto que cada peso que recibió Vázquez de Tapia era de 450 maravedís, se puede confirmar que el conquistador recibió 1 666 pesos de oro de 22.5 quilates.
Existe otro caso que permite observar con mucha claridad la importancia que tenía contabilizar a partir de la relación quilate-maravedí. En concreto, el factor Gonzalo de Salazar había recibido a fines de 1525 la cantidad de 507 266 maravedís, correspondientes a su salario por un periodo poco mayor al de un año, de julio de 1524 a agosto de 1525.94 A cambio de tal monto, el factor recibió 1 127 pesos y algunos tomines más de oro, lo que sugiere una calidad del metal precioso recibido de 22.5 quilates (507 266/1127=450 maravedís por peso). Así lo entendieron en su momento el mismo factor, el contador y el tesorero. Sin embargo, más tarde el tesorero pagaba 67 649 maravedís adicionales en relación con el salario del factor corres pon dien te al mismo periodo. ¿Qué había pasado? Resulta complicado saber si fue fraude o simple despiste, pero en su momento parece haberse olvidado que “en las fundiciones que a la sazon se hazian se le echava en el oro tres quilates añadidos en cada peso de mas de la ley q que tenia”, es decir que se había pagado con oro de tepuzque. ¿Cómo solucionar el problema? Esto es lo realmente interesante: los dichos 67 649 maravedís eran “por rrazon de tres myll trezientos e ochenta e dos quilates que rrecibio de menos en myll e ciento e veynte e syete pesos e dos tomynes e onze granos”.95 O sea que los 1 127 pesos y pico de oro que había recibido Salazar fueron cotizados, en efecto, a 450 maravedís por peso, cuando debieron serlo con tres quilates por peso menos, es decir, a 390 maravedís. Es por ello que los 3 382 quilates, valiendo 20 maravedís cada quilate, resultaban en una deuda de 67 649 maravedís, saldados, finalmente, en 150 pesos, 2 tomines y 6 granos de oro de 450 maravedís por peso.
Habría que añadir en este punto que prácticamente todo el oro que salía de la Hacienda Real era de 22.5 quilates, aun cuando no se recaudara así en un principio. Esto se debe a que este oro pasaba por el proceso de refinación o “reducción”, que consistía esencialmente en eliminar los metales base que acompañaban al oro en bruto e incluso tras la primera fundición (eran éstos los que impedían la pureza plena del oro). Salvo porque se lidiaba con cantidades mayores, la refinación se lograba siguiendo prácticamente los mismos pasos expuestos en relación con su ensaye. De hecho, justamente porque se trataba de refinar la totalidad del oro en cuestión, variaba el peso del oro que ingresaba del que salía, especialmente mientras menor era su ley (había más ganga):
Otrosi se haze cargo al dicho tesorero Alonso Destrada de ciento y ochenta y siete pesos de oro de ley de quinze quilates perfetos que el dicho tesorero saco fundidos de ciento y noventa quatro pesos que metio a fundir […] en veynte e quatro tejuelos que le dieron el presydente y oydores[,] que dixeron que avian enbiado en serviçio a su magestad los diez y seys tejuelos[,] los prencipales de Cuylapa[,] y los ocho tejuelos[,] los prencipales de Guaxaca[,] [ambos] naturales de la tierra[,] los quales dichos ciento y ochenta y siete pesos de oro[,] rreduzidos a valor de quatrocientos y cinquenta maravedis cada peso[,] montan ciento y veinte y quatro pesos y cinco tomynes y quatro granos de oro.96
Lo que significa que inicialmente ingresaron al crisol 892.4 gramos de oro (194 pesos) y, ya libres de escoria, salieron de esa primera fundición 860.2 gramos (187 pesos), es decir, 32.2 gramos menos. Hasta aquí, solamente se fundieron los tejos tributados, al tiempo que se ensayó el oro del que estaban hechos, permitiendo saber que tenía 15 quilates. Lo siguiente consistió en refinar ese oro, para lo cual entró nuevamente al horno. Puesto que se partía de una ley de 15 (300 maravedís por peso) y se deseaba purificar hasta 22.5 (450 maravedís por peso), existía una diferencia mayor al 30% que había que eliminar, proporción que, grosso modo, se conserva entre los 860.2 gramos que ingresaron y su peso al salir, ya refinado: 573.4 gramos (124 pesos, 5 tomines y 4 granos).
Así, la reducción implicaba bajar el peso del oro y subir su calidad, haciendo del resultado algo más fácilmente transportable, en especial si el objetivo era enviarlo al otro lado del Atlán ti co, lo que explica el interés por parte de la Hacienda Real novohis pana de reducir el oro que recaudaba, pues una parte de los egresos de la tesorería novohispana serían remesas hacia Castilla. Sin embargo, algo del oro también reducido por la Hacienda Real circulaba dentro de Nueva España, pues era empleado por quienes cobraban determinado monto del erario real, se tratara del salario de sus oficiales o del pago hecho por algún servicio a la Corona.97 Por otro lado, no faltó quién lo refinara por su cuenta, contratando a algún platero de la ciudad,98 o que sólo hiciera tratos en los que recibiera pesos de oro de 450 maravedís99 para evitar pagar nuevos derechos de fundición por la reducción del oro.
Pero a pesar de estas reducciones hay que insistir: no a todo el oro novohispano se le daba ley de 22.5 quilates, pues, como se vio, el oro que circulaba tenía calidades distintas, no se diga formas. Lo relevante es que era gracias al maravedí que podían dimensionarse valores diversos, a la vez que era posible equiparar quilates y dineros, es decir, oro y plata. Es, pues, por su maleabilidad como moneda imaginaria que cobra sentido la subsistencia del maravedí en el territorio americano.
Tras el establecimiento de la real casa de moneda de México
Con la orden real del 11 de mayo de 1535, de establecer una casa de moneda en Nueva España, se intentó dotar al naciente reino de numerario propio con el cual satisfacer la demanda que existía de un medio de cambio regulado y, por lo mismo, confiable. Implícitamente, la acuñación local debía terminar con la diversidad de formas y valores en que circulaban a lo largo y ancho del territorio tanto el oro como -ya por entonces, y en crecientes cantidades- la plata. Además, al privilegiar a Nueva España con una ceca propia, se reducían los costos asociables a la existencia de moneda en Indias, pues, en última instancia, se evitaba por completo su transporte trasatlántico, primero como materia prima, luego, a su regreso, como moneda, a la vez que se eliminaban por completo los riesgos implícitos de su traslado (naufragios, ataques de corsarios, hundimientos, etcétera).100
Según dispuso la Corona, las monedas por acuñarse en la ceca de México serían de plata y, a discreción del virrey Antonio de Mendoza, de vellón. En cuanto a las primeras, se autorizó la elaboración de reales, que podían ser “de a tres” (talla de 22,3 por marco), “de a dos” (33.5 por marco), sencillos (67 por marco), medios (134 por marco) y cuartos o cuartillos (268 por marco); la ley que debían tener estas monedas debía seguir lo estipulado en la Real Pragmática de Medina del Campo de 1497, es decir, de 11 dineros y 4 granos, con un valor de 34 maravedís por real (el importado corría hasta entonces con equivalencia a 44 maravedís). Por otro lado, Mendoza autorizó la acuñación de dos monedas de vellón con valores de 2 y 4 maravedís, si bien de manera limitada y sin mucho éxito.101 La labranza de monedas de oro fue claramente prohibida para Indias, al menos hasta el siglo XVII.102
El concepto de “peso de oro” sobrevivió dentro de la casa de moneda de México no sólo como unidad ponderal, sino también y principalmente como moneda imaginaria o de cuenta. En este sentido, en las ordenanzas del 15 de julio de 1536, expedidas por Mendoza en torno a la casa de la moneda, se precisó el valor que habría de tener el “oro común” o, su sinónimo a partir de entonces, el oro de “tepuzque”, conceptos que también tendrían ulterior asociación a una valoración fija. En específico, se estipuló que un tomín de este oro tendría un valor de 34 maravedís, es decir, el mismo que el de un real de plata. Puesto que ocho tomines de este oro con valor fijo hacían un “peso de oro común” o “peso de tepuzque”, el valor de éste era de 272 maravedís, lo mismo que ocho reales de plata o la posterior acuñación del real de a ocho. Por tanto, se equipararon el oro y la plata tanto en valores de masa como en calidades. Un “peso de oro común” equivalía, pues, un “peso de plata corriente”.103
Por otro lado, también se fijó el valor del “peso de oro de minas” -que ya no necesariamente va a apelar a la procedencia del oro, sino a su calidad- en 450 maravedís,104 es decir, que se designó como concepto único de lo que era el peso de oro reducido que comúnmente remitía la Hacienda novohispana a Castilla, o sea, el peso de oro de 22.5 quilates.
¿Esto significa que a partir del establecimiento de la casa de moneda de México quedó limitado el “peso de oro” solamente a moneda imaginaria o de cuenta? ¿O será que a partir de entonces sólo circularon dos tipos de oro, de 272 y 450 maravedís? ¿Se ha de entender que todo “peso de oro” que aparece en la documentación después de 1536 tenía un valor fijo o se había fundido y reducido a 13.6 y 22.5 quilates, respectivamente? ¿Acaso dejó de circular oro en bruto u oro labrado?
Estas cuestiones pueden parecer banales a la luz de una economía novohispana cada vez más dependiente de la plata, sin embargo, conservan su relevancia en tanto permiten comprender mejor la dinámica económica en la cual el oro continuaba explotándose por medio de la minería de aluvión hasta mediados del siglo XVI. En efecto, aun cuando historiográficamente llegue a concebirse que la minería de plata desplazó secuencialmente al oro, y se haya posicionado como eje rector de la economía del reino, el metal dorado se seguía obteniendo a la par del blanco (aunque no rivalizara en cantidades) y continuaba circulando de la misma manera que lo hacía antes de establecida la casa de moneda, es decir, como tejos, tejuelos, lingotes o barras. Además, a juzgar por los registros de fundición llevados a cabo en la ciudad de México, el oro salía también con leyes diversas, que abarcaban entre los 4 y los 22.5 quilates, esto es, al menos hasta 1544.105
Por otro lado, el tributo indígena en oro continuó pagándose incluso después de mediar el mismo siglo, fuera labrado o en polvo, y con distintas leyes.106 Los casos que muestran la diversidad no son pocos, mas valga presentar dos contrastantes: por un lado, el 15 de marzo de 1540 Francisco Hernández metió a fundir 782 pesos de oro en polvo, a nombre de “los menores de [Bartolomé] Astorga” -encomendero recién fallecido de Zoyaltepec y Tonaltepec-, los cuales salieron con ley de 19 quilates.107 Por el otro, el 15 de mayo de 1544,
Garçia de León quinto y rregistro veinte y quatro pesos de oro en joyas que fueron abaliadas de nueue quilates[,] que son tres cruzes y vn pescadillo y vn coçumate y vn tigreçillo[,] todo de oro[,] que peso lo dicho de que sacados los derechos[,] pago de quinto quatro pesos[,] seys tomines y vn grano.108
Aunque no existe mención explícita de que tal oro haya sido obtenido por la vía del tributo, lo que importa es que seguía circulando oro con distintos valores y formas, y que pasaba de mano en mano con la misma lógica que sucedía antes de fijarse los valores de las monedas imaginarias.
Es más, incluso después de agotados los recursos auríferos de aluvión en Nueva España (o abandonados, dado lo poco redutiables que llegaron a ser), el oro que quedó en el territorio debió seguir siendo utilizado como medio de cambio, pues no cesaba su valor intrínseco. Así lo sugiere un último ejemplo de oro como circulante, ahora en manos de un eclesiástico, y en una fecha muy posterior:
En treze de nouiembre de mill e quinientos e setenta años el padre fray Jhoan Núñez[,] de la orden de Santo Domingo[,] por fray Domingo de Salazar[,] prior de Guaxaca[,] metio a fundir cinquenta pesos e tres tomines de oro en poluo y en joyas[,] de que salieron fundidos quarenta e ocho pesos y tres tomines de oro de ley de diez e siete quilates[,] vn grano[;] pago de derechos de ensayador e fundidor çinco tomines y ocho granos[,] e del quinto[,] nueue pesos[,] quatro tomines[,] quatro granos […].109
Así, a pesar del orden que implicó el establecimiento de la ceca de México, la insuficiencia y acaparación del numerario de factura local no sólo dio pie a que circulara la plata en pasta,110 sino también a que continuara corriendo a lo largo y ancho del territorio el metal dorado con valores distintos o incluso sin ensayar (una posible consecuencia de la prohibición real de acuñar oro en Indias, que sin duda hubiera implicado mayor control sobre dicho mineral).
Por tanto, el o la historiadora -haga historia económica o no- interesada en dimensionar los valores que aparecen en contratos, acuerdos, soldadas, tasaciones, cartas de pago, libranzas, etc., de la época, deberá estar muy atenta al tipo de “peso de oro” en cuestión para un periodo posterior a 1536, si metálico o moneda imaginaria.
Conclusiones
A su llegada a Indias, los españoles trajeron consigo su propio bagaje cultural con el cual entender y explicar ese mundo que les resultaba novedoso. Al encontrar ese oro que tanto ansiaban emplearon los referentes con los cuales solían dimensionarlo, aun cuando no se encontrara en la forma a la que estaban habituados. Por tanto, desde un inicio se proyectó y adecuó a la realidad indiana la lógica con la que se valoraban las monedas en Castilla, particularmente en los años previos y posteriores a la importante reforma de Medina del Campo de 1497.
El primero de los elementos constituyentes de dicha lógica que parece haber echado raíz en el “nuevo” territorio fue el castellano, o su denominación americana, el peso, que como unidad ponderal o de medición de masa permitió a esos primeros colonos cuantificar el oro que obtenían de los indios, por la fuerza o por intercambio. Gracias a la posibilidad que existió de medir la masa del metal dorado, era posible llevar a cabo cálcu los y estimados de valor solamente a partir de la cantidad de oro, en especial cuando se desconocía la calidad del mismo. Aunque no es regla, ni debe sugerirse como tal, la mayoría de las menciones que hay de montos del oro mesoamericano en las que sólo se señala el peso del mineral parecen corresponder a esos primeros años de contacto-conquista, en los que domina un contexto castrense, de incertidumbre y de movilidad espacial por parte de los españoles, lo que probablemente impedía llevar a cabo el ensaye del oro que obtenían a la par. También es posible que estas menciones de montos de oro sin alusión a su calidad correspondan a un periodo previo a la llegada de los oficiales reales propietarios, es decir, mientras los interinos velaban por los intereses del monarca. Lo que está claro es que en no pocas ocasiones el oro que corría era valorado solamente a partir de su cantidad (en pesos, tomines y granos), por lo que su interpretación cualitativa resultaría un desacierto metodológico.
En cuanto a las referencias en las que además de mencionarse el valor de masa se señale la calidad del metal, o sea, su ley, es importante mantener presente que existía cierto margen de error dadas las circunstancias tecnológicas de la época. Pero también hay que comprender que, a pesar de tales deficiencias, en su momento fueron aceptados los valores de las leyes marcadas en los tejos o barras de oro y, en tanto se emplearon en las transacciones del momento, resultaron ser igualmente funcionales. Dicho esto, es sin duda más relevante reconocer que circularon múltiples calidades de oro, no sólo del llamado “tepuzque”, sino también de otras piezas fundidas y labradas, sin que por ello se fijaran en un principio valores a determinadas denominaciones, como “oro de minas”, “oro ensayado”, “oro corriente”, “oro de ley perfecta”, etc. Todo lo contrario, la ley con la que circulaba el oro podía variar sobremanera entre un tejo y otro, si bien todos ellos eran equiparables entre sí justamente a partir de la relación peso-calidad: más peso y menos calidad podían establecer cierta equivalencia con menor peso y mayor calidad. Por ello, no basta con tomar nota sobre cuántos pesos de oro servían para adquirir determinada mercancía, sino que es necesario conocer su ley, o bien, resignarse a la ambigüedad cualitativa que suponían ciertas menciones como “oro baxo”, “oro sin ley” o “buen oro”, claros indicadores de que la pieza en cuestión no había sido ensayada, sino solamente estimada.
Por otro lado, la equiparación de las diversas calidades y formas del oro circulante era posible con bastante precisión justamente a partir de otra importación conceptual del sistema monetario castellano: el maravedí. Éste mantenía una estrecha relación con la calidad de los metales, en tanto en Indias, 20 maravedís equivalían una proporción de fino de oro, es decir, un quilate. Las implicaciones de esta correspondencia son del todo significativas, pues posibilitan la homologación de datos comúnmente expuestos en las fuentes en distintas formas, permitiéndo, consecuentemente, la elaboración de series. Así, basta con tener los datos del peso y la ley de determinada pieza de oro para saber el valor que tenía en maravedís; también es posible conocer la ley del oro expresado solamente en pesos y maravedís, o bien, puede inferirse la relación peso-ley con la cual tendría que saldarse cierto monto únicamente expuesto en maravedís. Por tanto, esta moneda imaginaria, al ser una suerte de piedra de Rosetta, da orden al caos de múltiples valores con las que circulaba el oro como medio de cambio durante los primeros años de vida novohispana.
Lo anterior conserva vigencia para el análisis del oro después de establecida la ceca de México y ya fijados los valores de nuevas unidades de cuenta, el “oro de minas” y el “oro de tepuzque” u “oro común”, los cuales a partir de ese momento adquieren de manera oficial un valor fijo en maravedís, siendo el primero de 450 y el segundo de 272. Esta valoración, si bien útil para dimensionar el oro reducido a 22.5 quilates y para establecer equivalencias con la plata, respectivamente, no parece haber impedido que el oro que seguía ingresando a fundición saliera con calidades diversas, y que así mismo continuara circu lan do en Nueva España durante algún tiempo. Es, por tanto, muy importante diferenciar entre el peso de oro que comenzó a fungir desde 1536 como unidad de cuenta, de aquel que subsistió igualmente a partir de entonces como unidad ponderal del mismo metal dorado, esto es, en aras de no atribuir valores fijos a calidades diversas.
Por todo lo anterior, aunque puede resultar más laborioso trabajar con cifras de grandes dimesiones, quizás sea más prudente para el estudio del oro y sus valores en los inicios de Nueva España convertir la diversidad de montos que aparecen en la documentación temprana a maravedís, justamente por la ventaja homologadora que ello significa, a la vez que implicará -en caso de conservarse la proporción 20:1- una garantía de la consideración en las investigaciones de la relación calidad-peso del mismo oro, desde luego, para aquellos casos en los que se cuenta con más información que la ponderal.