La producción historiográfica de Emilio La Parra se ha centrado en el análisis de las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del XIX de la monarquía española, y lo ha hecho por medio de personajes que fueron protagonistas de la política monárquica y sus escenarios internacionales. Sin duda dos de los personajes a los que ha dedicado mayor tiempo son Manuel Godoy y Fernando VII.
El libro sobre Manuel Godoy1 fue antecedido por varios trabajos; quizá uno de los más importantes fue La alianza de Godoy con los revolucionarios,2 en donde llama la atención sobre la importancia de estudiar los años que sucedieron a la Paz de Basilea para una mejor comprensión de los escenarios que se presentaron a partir de 1808. Como no podía ser de otra manera, el futuro Fernando VII aparece en esos estudios.
Varios años después de haber publicado el libro sobre Godoy, y antecedido también por otros trabajos sobre Fernando VII, La Parra publica la biografía de este personaje que atraviesa diversos acontecimientos y coyunturas enmarcados en un complejo escenario político internacional. La ascensión al trono de Fernando, como sabemos, estuvo antecedida por una crisis familiar. A las abdicaciones en favor de Napoleón Bonaparte siguieron una revolución liberal y una contrarrevolución; a su regreso, Fernando VII estableció una monarquía absolutista, no sin altibajos, en donde la persecución a los liberales y a sus críticos fue una constante; persecución que, incluso, alcanzó a quienes eran partidarios del absolutismo, pero no de la idea que Fernando tenía de éste. Como señala el autor, esto llevó al desarrollo de un complejo modelo de monarquía, en donde encontramos la creación de instituciones ex profeso para defender un absolutismo cada vez más “radical”, con el consiguiente diseño y operatividad de diversos mecanismos para hacerlo efectivo y mantenerlo en pie.
En ese marco, hay dos temas presentes a lo largo el libro que quiero resaltar: legitimidad y propaganda; esta última al servicio de la primera. Una propaganda que tuvo tras de sí una gran red de colaboración, no siempre tan visible pero que el autor va desentrañando a lo largo de la obra, mostrando que era manejada por el rey y sus allegados en las diferentes etapas de su reinado; pero a esa propaganda también contribuyeron sus detractores dentro y fuera de España. Todo ello llevó a construir una imagen que, pese a las evidencias que casi siempre mostraban lo contrario, las más de las veces lo favorecieron.
Pero como se muestra en el libro, su imagen no estuvo exenta de controversias entre sus contemporáneos, como no lo ha estado en la historiografía; algo que se plantea de manera detallada en la introducción. A partir de ello surge una pregunta, ¿desde dónde se construye la imagen de un rey “deseado, pero también detestado”? Desde diferentes momentos y escenarios: la que se construyó entre los círculos políticos de sus contemporáneos, la que prevaleció entre la población, y la que se transmitió durante el siglo XIX.
A lo largo de ocho capítulos el autor analiza de manera detallada las evidencias que ayudaron a construir esa imagen favorable desde que Fernando fuera príncipe de Asturias; pero también analiza la información que se intentó omitir o que se interpretó “a modo”. Se cuestionan los lugares comunes, y se muestra que en donde queda mejor parado este rey es entre el grueso de la población, porque Fernando VII buscó ser un rey cercano a sus súbditos, al menos en cuanto a imagen se refiere, si bien hacia el final de su reinado las muestras de lealtad y afecto ya no eran tan espontáneas como en los primeros años.
También se evidencia que esa imagen se fincó, en gran medida, a partir de los años del llamado “cautiverio” en Bayona: un rey “deseado” y victimizado por quien se emprendió una guerra de liberación, porque en su nombre se desarrollaba una revolución liberal, cuyos resultados no dudó en abolir a su regreso, porque una monarquía constitucional no era la que habría querido heredar. Y es a partir de ahí que las medidas implementadas para asumir un poder absoluto hicieron que también fuera un rey detestado para unos sectores muy específicos. En todo caso, uno de los aspectos que sobresale es que Fernando VII fue, ante todo, un rey imaginado, producto del llamado cautiverio, y de las esperanzas y expectativas generadas durante su ausencia.
Así entonces, no parece haber en la historia de la monarquía española un rey que tuviera que legitimarse reiteradamente; esto ocurrió casi siempre en la antesala de una revolución, excepto en el juramento de Fernando VII como príncipe de Asturias (1789). En prácticamente todas estas ocasiones sale bien librado, aunque unas veces más que otras: en 1807, luego de la conspiración del Escorial, salió “absuelto”, incluso fortalecido, pues se le consideró víctima de las ambiciones de Godoy y la reina, y hasta del mal asesoramiento de sus colaboradores, a quienes no dudó en delatar. En 1808 no resultó complicado su reconocimiento como rey luego de la abdicación de su padre, porque del ambiente propiciado por la invasión francesa se responsabilizó a Godoy, y porque Fernando contaba con el favor de los súbditos, esto a pesar de la ilegalidad de la abdicación, pues Fernando y los “fernardinos” fincaron esa legitimación en la “aclamación del pueblo” y no en el marco formal de las Cortes y el Consejo de Castilla.
En 1814 no se cuestiona su legitimidad, por el contrario, hacerlo podría significar un acto de traición, porque era el rey -deseado- que regresaba del cautiverio. Y aun cuando fue evidente que no estaba dispuesto a jurar la constitución, pocas voces se alzaron para cuestionarlo. La Parra evidencia que Fernando no sólo sabía de la existencia de la constitución durante su “cautiverio”, sino que comenzó a actuar en su contra antes de retornar a España (p. 223): se fundaron periódicos, sus partidarios -y emisarios- se ganan -de manera fácil- el apoyo de la Iglesia y del ejército, que rechazaban la constitución por diversas razones (p. 256). Y como señala el autor: la experiencia adquirida durante el viaje de regreso confirmó a Fernando que su nombre -y sobre todo su presencia- tenían más fuerza entre las masas que la constitución (p. 157). Al mismo tiempo, en el escenario internacional su imagen era poco favorable por la política de represión contra los liberales, a quienes había prometido indultar (p. 356). A ello se sumó el escenario americano, en donde la imagen de un rey deseado difundida desde 1808, y que para el caso novohispano lo ha analizado de manera puntual Marco Antonio Landavazo,3 se estaba difuminando para 1814.
Las circunstancias volvieron a cambiar cuando fue obligado a jurar la constitución en 1820; entonces se apoyó en ella para legitimarse (p. 280), pues aseguraba que lo había hecho por el deseo de la voluntad del pueblo (pp. 377 y 379). Evidentemente no cesó de conspirar contra el constitucionalismo. Tres años después responsabilizó a los liberales -que estaban divididos (p. 433)- de las grandes problemáticas internas, de la penuria de la hacienda pública y canalizó hacia ellos el descontento social. Por supuesto, en estos momentos ya se había desvanecido el mito del rey inocente, pero todos seguían considerando imprescindible contar con él (pp. 462, 470).
Con un amplio y detallado escenario que permite entender las acciones de Fernando VII, de sus allegados y detractores, el libro muestra que, para mantenerse en el poder, y además de la manera que él quería, logró servirse de hombres de diversos bandos y estratos. Sin duda, quienes estuvieron cerca de él a lo largo de su reinado -que no siempre fueron los mismos- desempeñaron un papel muy importante; y quizá quienes más llaman la atención son la “camarilla” que, en palabras de La Parra, fue “un grupo de íntimos del rey reunidos habitualmente en la antesala de la cámara real” (p. 317), “un grupo de presión basado en la intriga y la adulación al rey”, “un círculo de poder informal” utilizado por el monarca a su conveniencia.
El libro permite saber aspectos como la educación de Fernando y el constante ambiente de conspiración, pero quizá uno de los apartados más interesantes es el periodo de “cautiverio” de Fernando VII entre 1808 y 1814. El autor evidencia que Fernando nunca cesó de mostrar sumisión y obediencia al emperador mientras su pueblo luchaba contra Francia por liberar a su rey, y que rechazó los proyectos de liberación que se le propusieron. Comportamiento que seguramente obedeció a una estrategia para mantener vivas las posibilidades de regresar a España para asumir el trono.
Otro punto es la constante resistencia del rey a adaptarse a los cambios políticos que se presentaban. Si vale decirlo, este trabajo muestra de manera puntual lo que en la historiografía solemos llamar “un proceso de transición”, las más de las veces complejo de caracterizar y analizar. Permite ver una de las aristas de la revolución liberal, con sus avances y retrocesos; un proceso en donde, como señala el autor, “la revolución y la contrarrevolución fueron al unísono” (p. 19).