Debo reconocer mi sorpresa ante algo que sucede en pocas ocasiones: este libro supera las expectativas, no sólo en cuanto a la información, sino también en la exposición, que enfrenta con éxito el reto de utilizar una impresionante cantidad de datos en forma razonada, con un análisis atinado y un enfoque multidisciplinario particularmente útil para el estudio de la vida en la ciudad de México, a lo largo de siglo y medio de vida en el periodo virreinal.
Para empezar por la portada, vale decir que el título define hasta cierto punto el objetivo, el método, el contenido y las fuentes de la investigación. Nos advierte que se trata de apreciar cómo la administración de los sacramentos, en los siglos XVII y XVIII, no fue un asunto privado, entre los feligreses y sus párrocos, sino de trascendencia para la sociedad. Y también vemos que esa influencia se ejemplifica en un espacio tanto excepcional como representativo de la vida urbana: la parroquia del Sagrario de la capital del virreinato, centro de la vida política, económica y cultural, a la vez que lugar de encuentro de grupos étnicos, categorías sociales, costumbres y tradiciones culturales de diversos orígenes. Y para completar la presentación, se destaca el protagonismo de las fuentes: los padrones de confesión que, en este caso, son mucho más que un punto de referencia en las búsquedas para convertirse en eje de la investigación.
Ya que se trata de fuentes poco conocidas y apenas utilizadas por los historiadores, el primer capítulo se ocupa de explicar su trascendencia y significado. Sin pretensiones de plantear cuestiones de religiosidad o de moral, la información, detallada y pertinente, se refiere a la normatividad relativa a la administración de los sacramentos. Quienes no están familiarizados con la historia de la Iglesia encontrarán las claves para entender lo que significan los padrones, la importancia de los sacramentos y hasta qué punto el clero novohispano disponía de inmejorables mecanismos de control de la población. Los conocedores del dogma, la liturgia y la legislación canónica de la Iglesia católica encontrarán referencias poco conocidas, pero plenamente confiables, que muestran el arraigo de la práctica de conservar padrones anuales de los feligreses de las parroquias y de su cumplimiento de las normas. Podremos objetar que no hay certeza de que se cumpliese la disposición en todas las parroquias, y estoy de acuerdo, pero sólo para lamentar que muchos párrocos desatendieran su obligación o que la desidia de los asistentes y conservadores haya propiciado la pérdida de viejos documentos. Claro que ello no invalida el valor de los padrones conservados y el mérito del largo proceso de ordenamiento, análisis y estudio de cuanto los padrones pueden aportar.
Ya en los capítulos siguientes se trata de exponer la organización parroquial, la importancia de la parroquia del Sagrario como modelo de las demás, la ambigua definición de límites durante los dos primeros siglos de dominio español y los textos destinados a orientar a los párrocos en el cumplimiento de sus obligaciones. Párrocos, coadjutores, confesores y empadronadores aparecen como representantes de aquel entramado de responsabilidades y privilegios, expectativas de premios en la otra vida y amenaza de castigos inmediatos en la terrena. El empadronador debía recoger, en su visita a la feligresía, las cédulas, como boletos o tarjetas que los confesores habían entregado a los penitentes tras darles la absolución, que garantizaban el cumplimiento de los mandamientos de la Iglesia, y libraban a los cumplidores del oprobio de ser expuestos como excomulgados por no haber confesado y comulgado al menos una vez al año, precisamente durante el periodo de la Pascua de Resurrección. Esto era lo que los padrones registraban y lo que servía como indicador de la piedad de los vecinos, pero no es lo único que los padrones pueden decirnos.
El historiador, quizá cualquier historiador, pero en este caso la historiadora Claudia Ferreira, encuentra mucho más que un listado de comulgantes. La autora ha buscado todo aquello que estaba implícito pero no fue objeto de interés para los párrocos: la distribución de las viviendas, los grupos domésticos que las habitaban, las relaciones familiares, las proporciones de hombres y mujeres, la descripción de las calles, la frecuencia en los cambios de domicilio, las consecuencias de epidemias… todo lo que los empadronadores anotaron como referencias y que sirve para conocer a los habitantes de la parroquia a lo largo de 155 años.
Sin duda la aportación más valiosa es la que se concentra en los últimos capítulos, que se integran en el apartado titulado “Puerta Falsa”. Esta entrada por la puerta falsa permite ver quiénes vivían en el interior de las viviendas y con qué frecuencia se trasladaban a otro lugar de residencia, cómo les afectaban los problemas económicos y las muertes y enfermedades. Como un rasgo de honestidad encomiable, la doctora Ferreira aclara la forma en que ha realizado su selección de muestras, el empleo de cálculos aproximados e inferencias, las características de su base de datos y los cuadros de conteo comparativo según los años seleccionados para la obtención de sus conclusiones. Pese a la relativa homogeneidad de la serie documental, no todos los años proporcionan la misma información, ya que algunos empadronadores incluían datos que otros descuidaban. Así pues, la selección de algunos temas se impuso sin posibilidad de elección. También las demarcaciones de las cuatro partes en que se distribuyó la población de la parroquia, ya las llamasen zonas, ramos o vicarías, tuvo variaciones a lo largo de los años, lo cual, indudablemente, repercute en la selección y afecta a la pérdida o acaso inexistencia de la información correspondiente. El estudio minucioso de todos los registros parciales ha permitido completar con razonable seguridad al menos 75% de los datos completos para las cuatro zonas, lo que da un margen suficiente de confiabilidad en los resultados.
La disparidad en la suma de feligreses registrados en las cuatro zonas sugiere posibles explicaciones, desde los errores de los empadronadores que pudieron dejar calles sin visitar o, por el contrario, invadir zonas de viviendas correspondientes a otra vicaría, hasta la posibilidad de inundaciones o epidemias que ahuyentaran a los residentes en ciertos años; o bien, en algún caso, que un mismo empadronador sumara en sus cuentas dos zonas, sin advertir la división. Lo que los cuadros nos informan sugiere que la zona 1, al oeste del Sagrario, fue, al parecer, la más descuidada en el conteo y conservación de los libros correspondientes; las restantes conservan información de 16 a 18 años, con lagunas de varios años, y sólo en cinco se muestran coincidencias de información para tres de las zonas. Son, sin duda por ese motivo, las que se utilizan a lo largo del libro para proporcionar cifras aproximadas. Con tal incertidumbre, los cálculos de aumento o disminución de pobladores que registra Ferreira pueden tomarse tan sólo como posibles tendencias, con cierta seguridad en el hecho de que las zonas 3 y 4, que incluían la catedral, el palacio virreinal, el ayuntamiento y algunos conventos como Santo Domingo, de frailes predicadores y Santa Teresa, de monjas carmelitas, fueron las más pobladas a lo largo de todo el periodo estudiado. La suma de ambas podía dar un promedio de 18 000 a 19 000 feligreses, que sin duda era más de la mitad del total de la parroquia. La cantidad estimada resultante oscila, según los cálculos, entre menos de 30 000 vecinos a mediados del siglo XVIII hasta más de 40 000 en 1763 y alrededor de 35 000 en los años subsiguientes. Queda claro que son aproximaciones, inferencias y no cantidades indiscutibles. Ya que se advierte la irregularidad de la información, la duda sobre los resultados ha de achacarse a la inseguridad de las fuentes y no a los cálculos de la autora.
Ahora bien, si los cálculos cuantitativos globales resultan muy inseguros, la aproximación a las formas de convivencia son mucho más confiables, ya que no se requiere plantear hipótesis ni suplir ausencias de datos, además de que ya se puede utilizar mayor número de padrones. Así se muestra el tamaño de los grupos domésticos, con predominio de cierta regularidad, en torno a 3.60 personas por vivienda a mediados del siglo XVIII, y variaciones repentinas, no muy explicables, hasta 4.95 personas, acaso porque en estos años se incluyeron las grandes mansiones señoriales situadas precisamente en ese entorno.
Puesto que no era excepcional la convivencia de parientes y personas ajenas cuya relación puede ser desconocida, algo más arriesgado resulta el cálculo de miembros de cada familia, que no siempre coincidía con los residentes en una vivienda. No obstante, la frecuencia en el registro de parentesco permite definir, con un razonable margen de seguridad, los tipos de grupos domésticos que predominaban en la parroquia. No sorprende que la mayoría fueran familias nucleares, puesto que es lo previsible en cualquier situación; de acuerdo con el criterio de clasificación empleado, también se entiende que numéricamente las complejas ocupen el segundo lugar, y puede arriesgarse una explicación para la elevada presencia de solitarios, 20 a 21%, probablemente clérigos adscritos a la catedral, funcionarios solteros o que habían dejado a sus esposas en España o colegiales residentes en los convictorios o seminarios de la zona. La proporción de mujeres jefas de familia, 36%, también corresponde a lo que conocemos de otras ciudades de la Nueva España y, en general, de las ciudades preindustriales.
Los cambios de vivienda es un aspecto laboriosa y acertadamente estudiado, que muestra la frecuente movilidad de grupos domésticos poco numerosos, con frecuencia encabezados por mujeres, quienes sin duda ocupaban viviendas de alquiler, y en particular cuartos de una o dos piezas, que eran los alojamientos más numerosos en la zona. La descripción de las calles ayuda a aclarar ese laberinto de las circunscripciones parroquiales al que el libro dedica algunas páginas del epílogo. Porque por primera vez en 1772, con la reorganización ordenada por el arzobispo Francisco Antonio de Lorenzana, los indios se integraron a las parroquias que antes se asignaron a españoles y castas, del mismo modo que los españoles se incorporaron a las parroquias de indios en las que ya residían, como minoría en las marginales, en equilibrio de calidades o incluso como mayoría en las más céntricas. Para el Sagrario no fue la división definitiva porque todavía a partir de 1783 hubo reajustes en el espacio que le correspondía. Los acercamientos conseguidos a partir de los padrones, el collage de aproximaciones, como dice la autora, permiten conocer aspectos de la vida de la ciudad de México en un largo periodo de su historia.
De nuevo en el epílogo se destaca el reconocimiento de la importancia del acervo en el que tienen su origen todas las reflexiones anteriores. Un justo reconocimiento que tiene su doble cara; porque las dificultades en los hallazgos, la inseguridad en los conteos, la variabilidad con frecuencia inexplicable, las lagunas en la información… no son responsabilidad de la investigadora sino errores de los empadronadores, pérdida parcial de documentación e insuficiencia de algunas informaciones. Sin duda nos gustaría preguntar: ¿no podemos saber nada de los párvulos?, ¿dónde quedaron los indios?, ¿en qué proporción estaban los mestizos?, ¿cuáles eran las edades de los matrimonios?, ¿a qué calidad pertenecían los jefes de familias acomodadas y de las más modestas?, ¿eran adolescentes o adultos los hijos que convivían con sus padres? ¿a qué oficios se dedicaban?… Podríamos multiplicar las preguntas y los padrones permanecerían mudos, porque Claudia Ferreira nos ha dado una síntesis de lo que se puede obtener. Puede deslumbrarnos con su capacidad de estudiar centenares de padrones y miles de registros personales y familiares, pero sólo contados historiadores se animarán a penetrar en ese mundo de los padrones parroquiales, capaces de desalentar a quienes esperen encontrar tesoros de información donde sólo les esperan tediosas rutinas de sumas, recorridos por calles y viviendas y, con frecuencia, una sola respuesta: sí entregó la cédula o no.
No sería justo terminar con esta reflexión desalentadora, cuando todavía el libro aporta una serie de apéndices de gran valor: un recuento de manuales de confesión y sumas de obligaciones de los curas párrocos, dos edictos del arzobispo benedictino fray Joseph de Lanciego y Eguilaz, en el primer cuarto del siglo XVIII, y detalladas explicaciones de la metodología empleada, las hipótesis analizadas, las gráficas correspondientes a algunas de las cantidades mencionadas y, por último, la excelente y bien ordenada bibliografía de fuentes originales impresas y estudios relacionados con el tema. No estamos acostumbrados a que los historiadores muestren con generosidad sus fuentes, sus recursos y el cauce de sus deducciones. Quizá podría ser una buena idea, aunque me temo que la envergadura de la tarea hiciera desistir a estudiosos en ciernes. Y debo reconocer que en ese sentido el libro habla por sí mismo.