I
Son tantos los caminos recorridos y descubiertos por Javier Marín en su impresionante trabajo que, a primera vista, la tarea de reseñar su obra se antoja difícil: resumir dos volúmenes de un asombroso catálogo, recuperar las ideas centrales de su ensayo preliminar intitulado “Polifonía y ritual en la Catedral de México” o adelantar algunas de las inquietudes musicológicas e históricas que estos volúmenes despiertan son, por separado, motivo suficiente para emprender amplias reseñas. Si a ese panorama potencialmente vasto se agregan necesarias consideraciones historiográficas y comparaciones con los catálogos y trabajos sobre música novohispana de reciente factura, se entenderá fácilmente la imposibilidad a priori de asir en el espacio de una reseña un trabajo de tan amplia magnitud y de importantes alcances.
Y sin embargo, algo ha de ser dicho a propósito de los anteriores temas en aras de ofrecer una valoración de la contribución ejemplar que estos volúmenes implican, así como de las conclusiones y perspectivas que su contenido nos ofrece. El grueso del trabajo, concentrado en la segunda parte, es el Catálogo Crítico que el joven musicólogo español ha preparado para dar cuenta de 22 libros de polifonía que pertenecen a la Catedral de México: 14 volúmenes localizados en el Archivo de la Catedral de México (MéxC 1-14), siete volúmenes que resguarda el Museo Nacional del Virreinato y que pertenecieron a la Catedral mexicana (TepMV1-7) y un volumen depositado en la Biblioteca Nacional de Madrid (MadBN 2428). No conozco, para decirlo pronto, nada semejante al prolífico trabajo de Marín. Ninguno de los catálogos de música novohispana que se han publicado en la historia denota semejantes erudición y profundidad, desde los famosos y útiles inventarios de Robert Stevenson como Renaissance and Baroque Musical Sources in the Americas,1 hasta el más reciente Catálogo de los acervos musicales… finalmente editado por Thomas Stanford tras años y años de un trabajo de ordenamiento que tardó muchísimo en llegar a la imprenta.2 Estos títulos y algunos otros de semejante factura son más bien inventarios que catálogos ya que carecen del rigor metodológico que el tratamiento actual de las fuentes musicológicas establece,3 pero nos dieron a los musicólogos e investigadores una idea útil y apetecible de lo que escondían las fuentes musicales novohispanas. Y de ahí surgieron, sin duda, nuevos esfuerzos para conocer mejor aquel mare magnum sonoro, patentes en ediciones dispersas pero cada vez más comunes que fueron las primeras partituras que pudimos escuchar del pasado virreinal de México. Sin embargo, tales atisbos, siempre bienvenidos, fueron esfuerzos aislados e incompletos. Hace 20 o 30 años emprender la tarea de impartir unas clases sobre música virreinal era poco menos que una quimera ya que la noción del patrimonio musical novohispano era, comparada con la de ahora, sumamente difusa. Quienes nos acercamos, por vocación o formación, al estudio de la música novohispana en las últimas dos décadas del siglo XX teníamos a mano, en el mejor de los casos, la lista en fotocopias de los inventarios preparados por Stanford para los microfilmes de música que resguarda la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia. Con suerte, aquellas fotocopias estaban complementadas con materiales semejantes relacionados a Morelia o a seudocolecciones, como aquella que se formó a raíz de las partituras que, indebidamente, “tomó” Jesús Estrada del archivo catedralicio de México.4 Ya es lo de menos denunciar el robo perpetrado por aquel distinguido músico, pero la anécdota deja ver el pobre estado que estos archivos guardaban en la segunda mitad del siglo XX cuando, a raíz de diversos trabajos pioneros, se despertó un interés mayor por el conocimiento y restauración de los repertorios novohispanos. No habrá sido fácil entrar a los archivos de México, Puebla, Morelia o Oaxaca; mucho menos si no se tenían ligas y aficiones hacia el clero. Pero una vez adentro, sí que habrá sido fácil trastocar, extraer y hasta vender en el mercado negro algunos de aquellos libros y papeles de música: culpa rubet vultus meus tendrían que repetir acongojados los responsables de aquellos archivos, por no hablar de los Ugolinos que los dejaron en el abandono total durante siglos y que permitieron, por ignorancia o por desidia -que son formas de maldad-, la irreparable pérdida de múltiples tesoros musicales.5
No así el musicólogo español. La tenacidad de Javier Marín, que al iniciar el siglo era un joven estudiante de musicología que vino a México armado de prolija paciencia y voluntad inquebrantable, le llevó a realizar hallazgos maravillosos que se sitúan en el origen de su monumental trabajo; en particular, la localización y “descubrimiento” de cinco nuevos libros de polifonía6 que, literalmente, estaban abandonados y maltrechos en algún armario catedralicio tan escondido que no se había reparado en él. Iniciaban así años de trabajo que le llevaron a diversos países y archivos, a renovar con asiduidad sus visitas a México y a reunir los materiales y fuentes para una brillante disertación doctoral y, posteriormente, para la publicación de los volúmenes que hoy nos ocupan.
Decíamos que el grueso de estos tomos lo constituye la descripción minuciosa del contenido de 22 libros de polifonía. Cada título tiene sus íncipit cuidadosamente anotados y una serie de campos que ofrecen la información especializada que todo musicólogo espera: una descripción física pormenorizada, referencias a ediciones modernas, fuentes textuales y asignación litúrgica, concordancias y referencias a cantos preexistentes, consignación de grabaciones cuando existen y un puntual comentario sobre la obra.7 Lo anterior se dice fácil pero sólo el trabajo para señalar concordancias o para dar cuenta del tratamiento del cantus firmus valdrían como trabajos independientes por sí mismos y no quiero imaginar la cantidad de horas que Marín López habrá dedicado a esta titánica tarea que debemos multiplicar por 563 veces, que es el número de títulos que se conservan en los 22 volúmenes estudiados por Marín. Decir que este catálogo, en virtud de la información y profundidad de su estudio, es un parteaguas en la musicología mexicana, es repetir lo evidente, aunque no está de más insistir en que la distancia metodológica que separa este trabajo de sus predecesores es abismal. Se trata de una gran contribución que nos da una visión nueva y renovada de lo que fue la música novohispana, que aclara un sinfín de cuestiones relativas a los repertorios catedralicios y que permite imaginar el futuro con optimismo: ninguna investigación documental sobre la música novohispana, de futura aparición, tendría que desmerecer frente a la que Marín ha plasmado en su impresionante y paradigmático catálogo. El musicólogo español ha cifrado un nuevo nivel de investigación de fuentes musicales virreinales, ha echado un guante que sólo los muy pintados habrán de recoger, so pena de caer en una desfavorable comparación.8
Los índices preparados por Marín para complementar su catálogo resultan una delicia documental: índice abreviado de cada libro, de compositores, de géneros musicales, de advocaciones y fiestas, de inscripciones, títulos, textos y fechas, cronológico, de plantillas, de concordancias, de obras y de fuentes empleadas; diez útiles y reveladores instrumentos de consulta que permiten contestar rápidamente las más diversas cuestiones referentes a este importante y singular repertorio. El índice de fuentes resulta, con mucho, la proeza documental que mejor habla de este trabajo y que demuestra cómo Marín siguió todos y cada uno de los hilos de los que estas obras penden. Rastrear los orígenes de esta música y dar cuenta de su existencia y concordancias en fuentes de varios países y bibliotecas es derrochar luz donde antes había una oscuridad casi total. Pero tanto en este índice como en los demás lo mismo que en útiles tablas que acompañan al estudio preliminar que conforma la primera parte, se pueden apreciar y comparar toda suerte de informaciones y hechos que reflejan el conocimiento acumulado, profundo, que su autor tiene sobre este repertorio y que, en definitiva, arroja una luz brillante y extensa sobre uno de los capítulos más fascinantes de la historia musical de México.
II
Es un viejo y conocido dictum de la musicología que todo estudio de los repertorios antiguos, i.e., anteriores al siglo XVIII, debe responder antes que nada cuál era la función de dicha música. La función, lo sabe cualquier estudiante de primer año de musicología, es la llave que abre la puerta del repertorio de aquellas épocas.
No es que no se tenga, desde trabajos anteriores, una idea más o menos clara de la música sacra novohispana y su función. En el caso de los villancicos, reconocido como uno de los géneros musicales más emblemáticos del repertorio americano colonial, el estudio de la función ha sido ampliamente debatido y comentado, lo que ha contribuido a esclarecer los alcances de aquel repertorio en distintas épocas del virreinato. Sin embargo, la mayor parte del repertorio polifónico ha sido tratado de manera superficial en lo que a su función se refiere. Incluso, cuando en 1952, el Instituto Nacional de Bellas Artes dio a la imprenta el primer volumen de la emblemática serie Tesoro de la Música Polifónica en México, Jesús Bal y Gay prefería no adelantar conclusiones de ningún tipo: “no ofreceremos aquí conclusiones de ninguna índole, que serían peligrosas por prematuras. Quédense ellas para cuando hayan aparecido un buen número de volúmenes como éste: entonces se contará con perspectiva suficiente para comenzar a desentrañar lo esencial de la música antigua de México, su evolución y las influencias que sobre ella actuaron”.9 Semejante comentario, y pese a clara evidencia en contra, muestra que Bal y Gay no tuvo la suerte de asistir a una buena clase de introducción a la musicología y por ello le parecía que “la evolución y las influencias” eran lo que habría de discernirse de cara a este repertorio. Por esa razón ni siquiera se ocupó de señalar la mínima referencia respecto a la función de la música que editó en aquella -hoy histórica- edición, que por vez primera daba en notación moderna partituras del pasado colonial. Pero al repasar el índice del códice, es claro que la música ahí reunida responde a funciones por demás diversas: hay música para misas, para oficios, para maitines, para semana santa, para oficios de difuntos; música mariana, pasiones, lamentaciones… la función de toda esta música no fue anotada ni sugerida y a su editor le pareció más relevante dedicar amplias notas para realizar “algunas observaciones de orden lingüístico”.10 No se trata, desde luego, de reprobar aquí un trabajo impreso hace seis décadas, sino de voltear la mirada a un trabajo fundacional para entender mejor la enorme distancia recorrida en siete décadas de investigación. Hasta ahora, ningún estudioso de la música novohispana había dado cuenta puntual y extensa de la relación que existió entre los distintos títulos de las composiciones polifónicas y el calendario litúrgico. Por primera vez, gracias al cruzamiento de información que el estudio detallado de estas 563 piezas permite, es posible contar con un panorama completo del calendario litúrgico y la relación de éste con los distintos géneros y títulos de música. En tal sentido, el índice de advocaciones y fiestas preparado por Marín es una inédita y fascinante lección al respecto pues permite, a quienes no conocemos los devocionales detalles del calendario litúrgico, estructurar una visión informada respecto a la función de toda esta polifonía de acuerdo con ordenamiento dictado por el santoral o por el temporal, según se quiera. Este índice ha de consultarse aparejado al Apéndice 1, “Intervenciones con polifonía de facistol en la Catedral de México a mediados del siglo XVIII”, que da una idea puntual, calendarizada, de las ocasiones en que la capilla era requerida para el “canto de órgano” y que permite, desde luego, una fascinante y entretenida incursión a la vida de aquellos clérigos músicos, antecesores de nuestros actuales atrilistas y músicos de coros y ensambles.
Ahora bien, en su estudio, Marín López nos lleva de la mano por un fascinante recorrido a través de la historia musical de la Catedral de México. El conocimiento de primera mano que le aporta el detallado estudio de sus fuentes hace que su apreciación del repertorio sea diversa y enriquecedora, plena en aportaciones y divergencias respecto a visiones más tradicionales. Creo no equivocarme al señalar los estudios de Robert Stevenson sobre música en la catedral de México como los textos que durante décadas fueron la referencia para acercarse al tema.11 Aquellos artículos, desde luego, fueron ensanchados por el trabajo de otros investigadores y musicólogos que han contribuido significativamente al asunto, como Juan Manuel Lara al preparar las introducciones de su edición de la música de Hernando Franco y Francisco López Capillas o los estadounidenses Grayson Wagstaff y Lesther Brothers, quienes han realizado significativas contribuciones al tema.12 Sin embargo, como visión de conjunto, los trabajos de Stevenson eran, hasta ahora, la referencia obligada.
Pero no más. Las aportaciones y propuestas que Marín ha realizado en su estudio “Polifonía y ritual en la Catedral de México” nos entregan una visión renovada y singularmente documentada del asunto. Lo más importante de tales propuestas radica en subrayar la importancia del repertorio polifónico como el verdadero y cotidiano sonido de la catedral, no sólo en el siglo de su fundación sino hasta el fin de la época colonial. Desde la demostración documental acerca de la prevalencia de este repertorio, Marín no sólo apunta un error de apreciación en la historiografía del tema, tradicionalmente centrada en autores o en repertorio concertato sino que, en efecto, desprende una útil separación: el stile antico que los libros de polifonía consagran y el stile concertato que los “papeles sueltos” reflejan. Se trata, en efecto, de una clásica división de los repertorios que ya los propios barrocos señalaban13 pero que hoy, gracias a la luz del ensayo de Marín, entendemos con renovada claridad y hasta asociamos, para beneficio didáctico, al formato en que la música era anotada. Mientras la polifonía en latín al estilo antiguo se siguió cultivando hasta el siglo XVIII, la música de papeles sueltos, la música en lengua vernácula, gozó de una presencia mucho menos duradera. Ello no supone un juicio de valor, al menos desde nuestra perspectiva actual, pero sí nos alienta a recuperar este repertorio en aras de una reconstrucción sonora de nuestro pasado que sea mucho más equilibrada e históricamente informada. Este repertorio polifónico a facistol fue, en efecto, el trasfondo sonoro del Sacrum convivium cotidiano, el soundscape de las catedrales y conventos, pero también el de las procesiones, festividades y hasta de los temibles autos de fe, y a su estudio debemos dedicar más tiempo en nuestras aulas y cubículos si queremos ofrecer un panorama del mundo sonoro novohispano más equilibrado. Hasta ahora, las particularidades étnicas han privilegiado el estudio de villancicos, tonos y cantadas, pero es claro que ello responde más a la ideología e identidad de quienes indagan dichos temas que a la práctica cotidiana que los acervos permiten reconstruir. Particularmente relevante resulta la justipreciación que Marín hace de aquellos singulares y bellamente dibujados libros de polifonía del siglo XVIII que todavía están anotados en notación mensural y que han supuesto un escollo para la musicología tradicional. La falta de estudio sobre dichos libros denota el prejuicio de no querer explicar por qué esa música en stilo antico -¡en notación que incluso los propios músicos no entendían, como nos cuenta Marín!- gozaba de plena vigencia cuando en otros ámbitos europeos el barroco de la seconda prattica ya se había desbordado totalmente. No obstante, dice Marín:
La polifonía a cuatro voces con bajón tenía una presencia destacada en procesiones y Oficios de difuntos de los aniversarios solemnes, así como en algunas de las celebraciones de primera clase, como el Triduo Sacro de Semana Santa, el Corpus Christi, y San Hipólito, patrón de la ciudad. Esta continuidad ceremonial explica por qué muchos de los libros y papeles con música sin instrumentos conservados en la Catedral de México se copiaron en el siglo XVIII: simplemente era necesario disponer de ese repertorio para determinadas funciones”.14
Aunque, como bien señala el autor, la aplicación de un concepto históricamente inadecuado, como es el de “autor” o “compositor”, resulta problemático, no deja de ser interesante que sólo 33 de las 563 obras que estos libros resguardan sean anónimas. Seguramente la cifra podrá disminuir en la medida en que alguien quiera retomar el difícil asunto de las fuentes y concordancias más allá de la titánica labor que estos libros ya suponen. Pero, en todo caso, la Tabla 4 del estudio de Marín que consigna a los compositores en cuestión resulta reveladora pues establece de manera contundente un canon que ahora nos toca cuestionar o adoptar. Si el número de obras consignado refleja un gusto y una práctica, como es lógico suponer, prevalecen los locales: Hernando Franco y López Capillas son dueños absolutos de un terreno que sólo comparten con algunos de sus pares peninsulares: Guerrero, Vivanco, los Lobo, Victoria … porque otros, como Morales o Palestrina, apenas si entran a la ilustre nómina, en la que también sorprende, desde luego, la preeminencia de polifonía antigua escrita por uno de los más modernos autores novohispanos, Manuel de Sumaya. Esta entrega estadística, insisto, es suficiente para cuestionar nuestra visión actual y para hacernos una idea mucho más precisa de qué música se escuchaba en la catedral mexicana. Es, al mismo tiempo, la confirmación de una clara posición historiográfica que el libro de Javier Marín viene a reiterar: la historia de la música en la Nueva España es, necesariamente, un capítulo intermedio en la historia de la música española, un capítulo que hoy ha sido trazado con una nitidez y profundidad encomiables por uno de los más entusiastas musicólogos españoles que ha entendido que la separación atlántica es, meramente, un capricho geográfico y no, como quieren algunos, un escollo de identidad y una fuente de diferencias notables.
En su estudio, Marín se ocupa, por supuesto, de varias otras cuestiones que aquí consigno velozmente. De los copistas y sus procesos, de los que da cuenta metódica y puntual; de la ornamentación y factura de los libros, a los que también se refiere para formular hipótesis respecto al motivo y formato de la factura;15 y de cómo los libros aquí estudiados se inscriben en el universo más amplio que documentan los inventarios de libros hechos a través de la historia de la catedral. Sin embargo, es la segunda parte de su estudio “El repertorio, constitución y pervivencia” la que se ocupa del asunto central, de las particularidades que guarda la música de estos libros respecto a su función, con los consiguientes usos y costumbres que distinguen las prácticas musicales de la Catedral de México. Para ello, Marín separa el repertorio en dos grandes grupos: el primero conformado por las liturgias de Semana Santa, difuntos y la salmodia de Vísperas, a las que encuentra rasgos definitivamente locales y particulares y el segundo, conformado por misas, magníficats, himnos y motetes, géneros que, como él mismo demuestra, responden más a la práctica unificada postridentina del orbe católico. De nueva cuenta, son este tipo de lecturas y configuraciones las que resultan sumamente provechosas y dan, desde luego, una lectura novedosa, de indudable valor pedagógico. Cada uno de los géneros tratados por Marín devela sorpresas y consideraciones importantes. Por ejemplo, resultan atinadas e inquietantes algunas de las conclusiones a las que el musicólogo llega al tratar la cuestión de los himnos, un repertorio que fue objeto de diversos contrafacta y que, por esa razón, perdió los “descriptivismos” o hipotiposis que le eran característicos. Los himnos de Francisco Guerrero son el objeto central de esta fascinante discusión; fascinante no sólo porque la confección de contrafacta muestra cómo las distintas disposiciones de los papas afectaron la práctica musical a través de los años, sino porque esa práctica supone una contradicción con nuestros valores actuales. La sutileza de la relación entre música y texto es uno de los objetos analíticos que hoy en día más nos importa al valorar en términos técnicos y estéticos aquella música, pero lo cierto es que se trata de un criterio que a los novohispanos les habrá parecido menos importante. De igual forma, la propia noción de “compositor” -una categoría central de la música clásica occidental- es reiteradamente cuestionada desde la praxis musical de la catedral, pues hubo innumerables adaptaciones, copias que añadieron o quitaron partes y piezas de los originales, partituras escritas al alimón y, sobre todo, una reiterada omisión de autores y atribuciones. A los novohispanos no les importaba demasiado quién había compuesto determinada pieza. Este asunto, por lo demás, condujo a Marín a corregir algunas atribuciones erróneas como las hechas por Thomas Stanford y Juan Manuel Lara. El primero atribuyó a José de Agurto y Loaysa un Creator alme siderum (Mex C 4) que es de Francisco Guerrero. El segundo atribuyó a Hernando Franco dos himnos también de Guerrero: Salutis humanae Sator y Ut queant laxis. Estas precisiones, por cierto, reiteran la importancia de las concordancias establecidas por Marín como una herramienta inédita, pero muy necesaria, en la investigación de la polifonía novohispana.16
III
Si la investigación musical avanza y se transforma, ¿no debe cambiar nuestra noción de la música que nos ocupa? ¿Cómo han de reflejarse las aportaciones de un trabajo como el de Javier Marín en el horizonte actual de la música novohispana?
Una pertinaz pregunta indaga las razones del porqué la música novohispana no se conoce más. Al menos en parte la respuesta es, lamentablemente, de carácter técnico y ello tiene amplias implicaciones. Por increíble que parezca, México no cuenta todavía con grupos corales de alto nivel capaces de interpretar este repertorio; no al nivel de ejecución que se aprecia, por ejemplo, en varios coros británicos que en la última década han hecho de la interpretación del repertorio novohispano algo relativamente cotidiano.17 En sus conciertos, en sus grabaciones, cobran vida en forma elocuente las “paredes polifónicas” que se elevan imponentes desde las pautas de Franco, Gutiérrez de Padilla o López Capillas. Lo que han hecho estos coros para el público inglés y europeo, al difundir e interpretar de manera consuetudinaria este repertorio, es dotar a esta música de un valor estético contemporáneo que, entre nosotros, todavía no parece muy claro. Lamentablemente, las versiones locales suelen desmerecer frente a las ejecuciones extranjeras, y aun cuando éstas adolecen de algunos defectos - pienso en la pobre pronunciación de algunos textos en español que hizo el grupo Chanticleer en el que es, pese a ello, un disco extraordinario-18 denotan en general un alto nivel de ejecución que todavía no es cotidiano en las versiones mexicanas o latinoamericanas. Es común encontrar en nuestro ámbito cultural ejecuciones que no suelen estar a la altura de la música que interpretan y, quizá por ello, el público y los medios no terminan por fascinarse con este repertorio. De nueva cuenta, el historicismo se impone y se asume, sin mayor ponderación, que la música novohispana es buena por ser antigua, por ser mexicana o por ser religiosa, y que por todas o alguna de tales razones debe aplaudirse automáticamente. Pero, ¿es buena toda la música novohispana? No, por supuesto. Y menos lo es por ser mexicana o por ser religiosa. Lamentablemente no existe la suficiente conciencia crítica -en el público, en los medios, en las autoridades, en los intérpretes- para distinguir cuáles son los méritos artísticos del repertorio colonial y qué clase de trabajo interpretativo requieren.
¿Cómo aquilatar el valor de toda esta música? ¿Por qué los compositores novohispanos no gozan del prestigio cultural de una Sor Juana o un Cabrera? ¿Por qué no tenemos mayores y mejores interpretaciones, ediciones o grabaciones disponibles de esta música? La respuesta que yo mismo me doy a tales cuestionamientos estriba en reconocer que el estudio de la música mexicana en general, y de la música colonial en particular, esconde problemas de identidad, desconocimiento y confusión cultural. Me referiré a esta situación brevemente.
Hasta ahora podía decirse que el estudio de la música novohispana tenía grandes áreas por indagar, amplias lacunae de incierto contenido. Pero es un hecho patente que los avances de la investigación documental y metodológica han aportado en años recientes elementos sobrados para plantear nuevos retos e indagatorias. La publicación de diversos trabajos acerca de las catedrales mexicanas ha develado un arsenal sonoro rico y vasto que aguardará todavía un esmerado trabajo de restitución, patente en la restauración y cuidado de libros y papeles de música, en ediciones críticas y en reproducciones facsimilares digitales que permitan, como hacen ciertos grupos en la actualidad, que los intérpretes tengan acceso a los materiales y que no necesariamente tengan que leer la transcripción de algún musicólogo.19 Todo indica que los cantantes de hoy están mejor preparados que aquellos músicos novohispanos que habían olvidado los rudimentos de la notación mensural, y quizá quieran, en un futuro inmediato, contar con reproducciones a mano de toda esta música descubierta.
Los musicólogos, por su parte, tienen frente a sí nuevas tareas que trascienden el ámbito de lo documental y patrimonial. Porque a la par que se restauran los libros, se abren los acervos y se preparan nuevas ediciones y reproducciones, aparece ingente un tema que hasta ahora ha sido objeto de poca atención. Me refiero a la ponderación crítica de este repertorio y al replanteamiento de su valor y estudio. Hasta el momento, bajo el escudo protector de un valor histórico que se da por descontado y que convence al Instituto Nacional de Bellas Artes, y al Instituto Nacional de Antropología e Historia o a las universidades y asociaciones privadas que apoyan la investigación musical, el sentido de la investigación de la música novohispana es apenas cuestionado. Ello, me parece, supone un error que habría que corregir. ¿Acaso el propósito es únicamente su preservación e inventario?
Todo estriba en reflexionar acerca de qué queremos obtener de esta música y qué papel deseamos que juegue en nuestra cultura y sociedad actuales. Un trabajo como el de Javier Marín permite, precisamente, nuevas lecturas y, por tanto, el planteamiento de nuevas perspectivas de investigación. En este sentido, los valores culturales, políticos y estéticos de este repertorio no pueden dejarse de lado, tal y como hasta ahora ha sucedido.
Ya dijimos que el ensayo de Marín ataca con certeza uno de los prejuicios más tenaces que rondan el estudio y apreciación de lamúsica novohispana, mismo que postula que sólo es interesante la música novohispana en la medida en que es mexicana y no europea. Por increíble que parezca, los estudiantes de música de nuestras escuelas y facultades todavía se desconciertan cuando en el aula se valora la música que autores nacidos en Europa escribieron para nuestras catedrales. Ese mismo prejuicio se repite en toda nota biográfica de López Capillas que insiste en presentarlo como el “primer maestro de capilla mexicano”, como si por haber nacido en México su música denotara singularidades extraordinarias. Pero también ese mismo prejuicio de identidad, acaso envuelto en la sutileza de investigaciones académicas más profundas, es al que Marín alude con claridad en su ensayo cuando nos recuerda que el tema de los villancicos, tonos y cantadas, del repertorio colonial en lengua vernácula y en seconda prattica ha merecido mayor atención y estudio que la polifonía latina de facistol. Con ello se ha querido nutrir, desde los repertorios coloniales, una cierta noción de identidad, misma que subraya las diferencias locales respecto de las tradiciones musicales peninsulares. A esto, sin embargo, y como bien apunta nuestro autor, se opone la realidad de las fuentes ya que fue la polifonía de facistol -en latín- la que ocupó la mayor parte, temporal y espacial, del paisaje sonoro novohispano, de ese soundscape que hoy queda casi siempre mudo y olvidado cuando visitamos los imponentes edificios religiosos y las urbes barrocas que todavía nos deslumbran. Este tema es particularmente relevante al estudiar la música de los siglos XVII y XVIII, cuando convivieron en el paisaje sonoro estilos y prácticas diversas: la polifonía de facistol, las entonaciones de canto llano, las composiciones de papeles sueltos en lengua vernácula y las composiciones policorales que se volvieron otro símbolo de poder de las grandes iglesias. De ahí que, como punto de balance historiográfico, la reivindicación y estudio de los libros que nos ocupan sean un necesario y bienvenido contrapeso historiográfico que mina en el terreno de lo académico el prejuicio de identidad ya descrito.
Otro prejuicio que se mantiene tenaz estriba en la cuestión religiosa. ¿Qué tanto podemos y queremos divorciar el repertorio novohispano de su praxis y función original? Tal cuestión, me temo, es ineludible, por más que algunos quieran ya subrayarla, ya omitirla. La función de esta música, como elemento determinante ab origen, puede ser motivo de reacciones ambivalentes. Por ejemplo, la música guadalupana escrita por Ignacio Jerusalem y Stella apenas podría desvincularse de esa importante condición histórica, por más que sea en latín o que los textos empleados en sus responsorios sean los habituales textos marianos. En esta música, sin duda, hasta los herejes encontramos motivos de identificación y orgullo cultural, más allá del deleite exquisito que esa música nos regala. Pero, ¿qué pasa cuando nos acercamos a cuestiones más tenebrosas? Javier Marín, por ejemplo, nos lleva -rápidamente, pero lo hace- a los autos de fe; a las horripilantes fiestas católicas, plenas de fanatismo, donde se hizo escarnio, tortura o condena de tantas personas. Para el “famoso” auto de fe de 1649, Marín nos recuerda que la procesión de reos marchaba “al compás del cántico Vexilla Regis que entonaba la capilla de la Catedral”.20 Además del de Guerrero, Marín sugiere que uno de los otros dos Vexilla Regis existentes pudiera ser de Hernando Franco.21 Pero es sabido que los autos de fe incluían por fuerza la celebración de una misa en la que también había polifonía, y que además en tales ocasiones se utilizaron otros himnos religiosos como el Miserere mei y el Veni Creator. Ya en la primera página de su estudio Marín reconoce que la polifonía era uno de los “símbolos de poder de la iglesia” y por tanto sería ingenuo pretender que algo de toda esta música no sirvió a propósitos francamente siniestros. Pero, al mismo tiempo, no es por razones religiosas sino estéticas que nos ocupamos de este estudio, ¿o no es así? Como advertía Thomas Mann desde los capítulos iniciales de su Doktor Faustus, la música ha transitado históricamente “del culto a la cultura”; es decir, ha dejado de lado su función para convertirse en un objeto artístico y estético. Pero ese tránsito, que es el que justifica el estudio y difusión de este repertorio, no pareciera lo suficientemente claro.
Cuando Thomas Stanford nos entrega en su Catálogo de los acervos musicales… una serie de textos preliminares que exaltan lo hecho por la iglesia, y cuando vemos que esa publicación es coeditada por el brazo secular de la misma, pareciera que hay quienes se acercan al repertorio colonial desde una posición claramente religiosa.22 Incluso, en uno de aquellos textos introductorios, firmado por Eduardo Merlo, se insiste en la archiconocida incongruencia del llamado canto gregoriano y su leyenda.23 Jean Meyer, en otro texto introductorio, hace un recuento panegírico de los logros y contribuciones de “La iglesia mexicana en el siglo XVIII”.24 En ese texto, el distinguido historiador vincula la “desaparición de una cultura que privilegiaba la música de tal manera” a las reformas borbónicas y sus conocidas consecuencias. Tal afirmación peca de ingenua: la sociedad mexicana sólo ha dejado de “privilegiar la música de tal manera” en los últimos 50 o 60 años, pero no en tiempos anteriores, ni siquiera en las controvertidas épocas de la Reforma o de las guerras cristeras cuando otras músicas y repertorios florecieron en México con vehemencia y altura estéticas incuestionables. Estas referencias, tomadas de un trabajo que necesariamente dialoga y se coloca al lado de los volúmenes de Marín por la confluencia de sus temas y objeto de estudio, no es sino una muestra de cómo el estudio de los repertorios novohispanos conlleva para varios especialistas un sentido religioso y político que, lejos de ocultarse, se ostenta con claridad.25 En este sentido, el trabajo de Javier Marín tiene el mérito de no ceder en ningún momento a la tentación de encumbrar o condenar a la Iglesia desde la música y de no confundir los méritos musicales de este repertorio con los valores religiosos.
La confusión a la que me refiero es, desde luego, estética. Ya la propia Iglesia se encargó desde su diabólico Concilio Vaticano II de destruir la prestigiosa tradición musical que nutrió durante siglos. Pero aun sin la ayuda de la Iglesia nuestra sociedad ha cambiado en forma radical su relación con la música religiosa. No escuchamos a Bach, ni a Gutiérrez de Padilla, ni a Handel, por razones religiosas. En nuestro tiempo la música sacra ha pasado por un intenso proceso de distanciamiento estético y desacralización, lo que ha hecho que ateos, judíos, católicos o protestantes podamos escuchar Messiah en nuestra propia casa, con pleno deleite y felicidad y sin necesidad de profesar otra fe que no sea, precisamente, la handeliana. Conviene saber que el texto de Jennings para Messiah contiene fuertes alusiones antisemíticas, a todas luces incorrectas en términos políticos actuales, y que ello se equipara en cierta manera con la polifonía de facistol que fue empleada como reprobable herramienta de sometimiento y fanatismo. Lo sabemos, pero nos distanciamos de ello en aras de encontrar en aquella música otros valores y placeres. Esa distancia estética es la que nos permite reinterpretar estos Disiento, sin embargo, de las alusiones panegíricas a la Iglesia católica que se filtran en sus trabajos, evidentes en varios aspectos: en algunos comentarios textuales, en las referencias a oraciones o poemas religiosos y en la inclusión de textos en canto llano, mismos que, lo sé muy bien, acompañaban o precedían la interpretación de polifonía. Desde luego, así era la praxis musical de entonces. No estoy seguro, en cambio, si así deba ser ahora en aras de una ortodoxa reconstrucción histórica. repertorios para incorporarlos a nuestro canon actual y para darle sentido a las interpretaciones, grabaciones y ediciones que hacemos de esta música. Cuando las interpretaciones y estudios de música colonial no establecen esa distancia, me parece que se vuelven contra sí mismos, ya que oscurecen el sentido estético -ni político ni religioso-, que es el que justifica ocuparnos de dicha música más allá de la cuestión patrimonial. Creo que la investigación de la música novohispana debe crecer en este sentido y por ello es necesario que contemos, de cara al futuro, con mayores estudios estéticos y críticos de esta música, particularmente cuando, como ya es el caso de la polifonía de la catedral mexicana, tanto trabajo ha sido realizado para despejar el camino. Dicho de otra forma, una visión historiográfica renovada de los repertorios coloniales deberá alentar al paso “del culto a la cultura” que ya hemos referido.
Reitero lo dicho: Los libros de polifonía de la Catedral de México es un trabajo monumental que esclarece cuestiones básicas de índole patrimonial y musicológico; es la suma compendiosa de una labor admirable y enorme, que nos abre la puerta a un repertorio fascinante y que, gracias a Javier Marín, desde hoy conocemos infinitamente mejor. Pero sobre todo, estos volúmenes nos obsequian un lujo enorme: imaginar, a partir de ahora y con amplio conocimiento de causa, una relación renovada entre nuestro tiempo y aquel repertorio de música deslumbrante por descubrir y redescubrir.