El objetivo del presente documento es presentar una reflexión de corte teórico acerca de la relación de cierto tipo de turistas que entablan una relación especial con escenificaciones étnicas en contextos turísticos. Por el momento, la intención no es llegar a conclusiones ni demostrar hipótesis alguna. Más bien, la propuesta es de tipo expositiva, pues pretende sugerir y comenzar a abrir una posible ruta de análisis para desarrollarse en el futuro. En este trabajo son objeto de particular atención aquellos viajeros que, a pesar de que saben que se encuentran ante ficciones de autenticidad, se involucran en ellas de manera especial. Esto es, por un lado, el hecho de que los viajeros pueden estar al tanto de su identidad como turistas y que, en consecuencia, saben que la industria turística les ofrece escenificaciones para su entretenimiento.
Por otro, resalta que lejos de rechazar esas escenificaciones por su inautenticidad, el turista puede disfrutarlas como si todo fuera real. Aquí se sugiere que al reflexionar acerca de la relación de este tipo de turista con las escenificaciones con las que se encuentra, es posible darles vuelta a los obstáculos teóricos impuestos por el concepto de autenticidad. Actualmente, una basta y sustanciosa literatura sobre turismo, inspirada en un largo debate acerca de la noción de autenticidad que inició en 1973 Dean MacCannell, ha documentado y analizado diferentes tipos de experiencias turísticas. Por ejemplo, hay quienes han propuesto ir más allá de este debate (Cole, 2007); retornar a Heidegger para aprovechar el concepto de autenticidad (Pearce, & Moscardo, 1986); hacer un llamado acerca de la relevancia del concepto (Mkono, 2012; Bellhassen, & Caton, 2006); buscar formas creativas de entrar en el tema si se vinculan las cualidades de diferentes perspectivas (Knudsen; Waade et al., 2010); proponer una autenticidad existencial (Wang, 1999); o pensar los procesos de autentificación (Xie, 2011). A pesar de la diversidad de tales lecturas, construidas principalmente en el mundo anglosajón, considero que son insuficientes para dar cuenta del tema que aquí se trata.
Para comenzar a construir una perspectiva teórica que permita dar cuenta del tipo de relación antes señalada, tomo como punto de partida el debate entre tres de los teóricos más conocidos en las discusiones sobre el tema: Dean MacCannell, Daniel Boorstin y Eric Cohen. De este debate recupero principalmente la propuesta de Erik Cohen acerca del make belive o juego del como si (Cohen, 1985), el cual consiste en una predisposición lúdica para creer en lo que de antemano se sabe que es inauténtico. No obstante, si bien esa propuesta es buen punto de partida, sugiero que genera un obstáculo teórico, pues de manera implícita construye una noción problemática del turista como sujeto cínico, uno que “sabe lo que hace y aun así lo hace”, de modo que representa a las sociedades actuales como sociedades post-ideológicas.
Ante ello, a partir de Robert Pfaller (2014), presento una posible ruta de reflexión desde los conceptos de interpasividad e ilusiones sin sujeto, los cuales podrían ayudar a pensar la forma en que los turistas disfrutan de cosas en las que no necesariamente creen, pero que aun así se involucran en ellas. La diferencia fundamental frente al sujeto cínico es que, desde la interpasividad, el turista puede delegar el disfrute o consumo de aquello en lo que no cree del todo y, al hacerlo, no ser consciente de la posibilidad misma de la delegación y de los resultados que genera. De esta forma, es posible pensar en la existencia de ilusiones y fantasías que se rehúsan a desaparecer, pues no son producto del conocimiento o de la ausencia de éste, sino de la dinámica de ciertas relaciones sociales.
La construcción de una pregunta
En 2016 realicé trabajo de campo con danzantes aztecas prehispánicos2 en los municipios de San Andrés Cholula y San Pedro Cholula, Puebla, México. Uno de los atractivos principales de esa zona turística es la construcción prehispánica con la base piramidal más grande del mundo, la Gran Pirámide de Cholula. La zona arqueológica se encuentra ubicada justo en la frontera entre aquellos municipios, por lo cual, en 2012, de manera conjunta se les otorgó el reconocimiento de “Cholula Pueblo Mágico”. El proyecto del gobierno federal “Pueblos Mágicos” brinda recursos especiales para la restauración de fachadas, vías de comunicación y promoción turística, entre otras cosas, para incentivar la economía basada en servicios. En el caso de “Las Cholulas”, el tema clave para ello ha sido el manejo de un discurso enfocado en la historia prehispánica de la ciudad. Como resultado de este proyecto, en agosto de 2021 el cabildo de San Pedro Cholula aceptó el cambio de nombre de Cholula de Rivadavia a Cholula de Quetzalcóatl.
Este dato resulta interesante, pues es una muestra simbólica de la transformación del lugar de acuerdo con la vinculación entre proyectos estatales y la economía turística, proyectos enfocados en vender una imagen y un tipo de experiencia vinculados a la cultura. Un proceso similar, aunque inverso, sucedió en 1895, cuando los rasgos que se intentaban destacar de la ciudad eran los coloniales y occidentales. En honor a un presidente argentino, el municipio fue nombrado Cholula de Rivadavia, pues en ese entonces la Argentina era sinónimo de blanquitud. También es importante destacar que en la década de los sesenta el sector económico más importante de la región era el industrial (Bonfil, 1973). En el contexto actual, cuando el turismo y las referencias a la cultura prehispánica prevalecen, los danzantes aztecas desempeñan un rol protagónico en el mercado de lo étnico, pues con sus danzas, rituales y espectáculos dan vida material a aquellas ideas que sustentan el proyecto de Cholula Pueblo Mágico. Esto me permitió dar cuenta de la relación entre turistas y las escenificaciones realizadas por los danzantes, mismas que presento a continuación como punto de referencia para la discusión teórica que propongo.
Al aplicar el método de observación participante, presencié cómo el líder del grupo llevaba a cabo una ceremonia dedicada al sol durante el equinoccio de primavera. Además de danzar y tocar instrumentos de inspiración prehispánica, dedicó buena parte de su tiempo a dirigir la palabra a la gente reunida a su alrededor, muchos de ellos turistas. Su discurso estuvo enfocado en resaltar el ciclo astronómico del sol y la importancia de mantener las tradiciones. “Nuestras danzas -señaló- brindan energía al padre el sol, Tonatiuh, quien todas las mañanas lucha para vencer a la oscuridad, a la noche. Sin estos rituales el sol no podría lograr repetir esta batalla cada día…” A pesar de que ya había escuchado este tipo de discurso muchas veces, nunca había considerado importante el contenido del mismo, pues asumí que se trataba de algún tipo de licencia poética que sólo tenía como fin imprimir un tono de solemnidad al ritual. Sin embargo, aprovechando una pausa en la ceremonia, decidí cuestionar al danzante: “¿realmente crees que las danzas mantienen el equilibrio del universo?”. Al escuchar mi pregunta estuvo unos segundos asimilando la idea, después soltó una ligera risa y me dijo: “claro que no, pero estamos aquí para honrar a nuestros antepasados, y dicen que ellos sí lo creían”.
Este dato de campo es por demás interesante, pues de manera sutil crea una fisura en la idea de que pensamiento y actos se encuentran en sintonía, que el conocimiento desvanece las ilusiones, ficciones o fantasías, y que la gente cree de manera directa en lo que hace. La riqueza del dato y la fisura que abre, invitan a abrir interrogantes. Entre ellas, la más relevante es: ¿cómo se puede explicar esta relación entre una persona que “no cree” pero que, al vincular la creencia a un “otro” que “realmente creía”, replica la creencia con sus actos? Además, si se piensa en términos del objetivo de este documento, el cual es pensar en la experiencia de los turistas, ¿es posible que algo similar ocurra en la relación entre turistas y las escenificaciones étnicas que se realizan en contextos turísticos? Por ejemplo, los turistas que presenciaron el ritual de festejo del equinoccio de primavera llevado a cabo por los danzantes aztecas. ¿Será posible que los turistas estuvieran guiados por la misma lógica, que no “creyeran” realmente, pero que se dejaran llevar por los actos de los danzantes delegándoles a ellos la creencia?
La relación entre turistas y aquellos danzantes aztecas en Cholula fue un tema poco explorado en mi tesis de maestría (Arenas, 2018), pues en ese entonces me enfoqué en la construcción de subjetividades en el marco del multiculturalismo neoliberal, lo cual analicé desde el concepto gramsciano de hegemonía. No obstante, registré en mi diario la interacción entre ellos, la cual siempre consideré difícil de clasificar. Esto se debe a que, a pesar de que los turistas se involucraban en las escenificaciones de los danzantes, me parecía que esto no se debía a una creencia fiel en los rituales en los que participaban, sino, tal vez, a que eran absorbidos por el momento o la experiencia que vivían. Por ejemplo, llamó mi atención que turistas y danzantes podían establecer una relación de fiesta, en la que bromeaban, hablaban de cosas triviales de la vida cotidiana, e incluso compartían bebidas alcohólicas, es decir, se rompía la solemnidad de la ceremonia.
Con ello la noción de autenticidad parecía tener poca relevancia. Aun así, cuando el líder de los danzantes tomaba el micrófono y, al dirigir el ritual, pedía a los turistas que levantaran las manos hacia el cielo, que gritaran “Quetzalcóatl” o que cerraran lo ojos mientras una danzante los “limpiaba” con resinas aromáticas como el copal, la gente seguía sus órdenes. En una charla informal, este danzante me confesó que le parecía estimulante tener el poder o la capacidad para hacer que los turistas siguieran sus indicaciones, lo cual era una de las cosas que más disfrutaba de ganarse la vida haciendo rituales prehispánicos.
En otro momento de la interacción, cuando los turistas se acercaban al puesto de artesanías de los danzantes, quienes decían vender objetos de uso ritual, entre ellos piedras de diferentes tipos para limpiar energías, aretes con plumas de aves exóticas o pulseras hechas con pieles de jaguar, venado y coyote, las cuales “tienen la energía de esas aves y animales”, algunos turistas, tal vez sospechando que trataban con simples comerciantes, solían preguntar quién les había enseñado que esos objetos tenían algún tipo de poder. Los danzantes respondían de manera general que lo habían aprendido de un viejo campesino que preservaba el conocimiento antiguo, que era sabiduría heredada en la tradición de la danza o, simplemente, que todo mundo sabía que eso funcionaba así. Después de hacer esta investigación en la que se indagaba quién creía en los usos rituales de dichos objetos, el turista negociaba el precio y lo compraba o prometía regresar después de terminar su tour.
En diferentes ocasiones pude observar cómo después de una presentación de danzas, alguna turista de edad adulta o una mujer mexicana de clase alta, se acercaba a expresarle a los danzantes que se sentía “conmovida” por lo que habían hecho. Esta expresión llamó mi atención, pues salía de la habitual felicitación por “conservar las tradiciones”. Después de expresar aquel sentimiento, la turista preguntaba si se podía contratar a los danzantes para replicar la ceremonia para una fiesta privada en el hotel en donde se hospedaba. En ambos sucesos, el de las turistas conmovidas por las danzas y el de preguntar por las personas detrás de las creencias en el poder de los objetos que vendían los danzantes, parece que el turista no se posiciona como alguien que “cree” en lo que los danzantes hacen, pero aun así se involucra de manera peculiar con ellos y sus prácticas.
Por último, quiero presentar un dato que surgió durante un viaje que realicé como turista por los Altos de Chiapas. Entre los turistas con los que compartí un tour por Zinacantán, se encontraba una mujer alemana que expresó ante nosotros que el lugar que visitaríamos no era más que una escenificación preparada para “nosotros los turistas”.3 Esto lo hizo mientras nos encontrábamos en el transporte asignado por la agencia de viajes, el cual nos conducía hacia la casa de una familia de artesanas tzotziles. Cuando llegamos al lugar, una joven que se encontraba de rodillas simulaba el proceso de tejido tradicional de textiles. Lo que llamó mi atención no fue la escenificación que veíamos, sino que la turista alemana se involucró en ella con mayor entusiasmo que el resto de sus compañeros de viaje. Fotografió los textiles exhibidos en la sala de la casa, preguntó por su significado y origen, incluso se los probó. Entró a la cocina en donde una mujer mayor preparaba tortillas, a la cual le preguntó por el simbolismo de la materia prima de los alimentos, el maíz. De regreso a la ciudad de San Cristóbal de las Casas, al notar que todos habíamos comprado algo en casa de las artesanas, la turista alemana nos dijo que ella no había comprado nada, pues en esos lugares dan “precios de turista”. ¿Por qué esta turista, a pesar de saber bien que todo era parte de una escenificación, se involucró de manera activa con dicha escenificación y pudo disfrutarla?, ¿esta relación puede explicarse como un juego que la turista decidió jugar?, ¿se trata tan sólo de una especie de acto cínico?
El turista sabe bien
Algunas décadas atrás, Dean MacCannell catalogó al turista como una “clase ociosa”, la cual, consideró, era la última clase con conciencia para-sí (MacCannell, 2013, p. xxi). De acuerdo con su lectura de la época, el turista podía definirse como aquellas personas que, “beneficiadas por la modernidad”, tenían la posibilidad de viajar por el mundo en busca de nuevas experiencias, mismas que se esperaba fueran más reales y auténticas (MacCannell, 2013, p. 5). Con ello se refería de manera específica a la naciente clase media internacional, la cual llamó la atención de MacCannell pues, por un lado, viajar era una actividad que pocos podían hacer y, por otro, esa clase ociosa ya se presentaba como una fuerza activa que estaba moldeando al mundo moderno a partir de sus expectativas. A decir de Hiernnaux (2000), el énfasis en el análisis del ocio, como una actividad con características propias, ha permitido dar cuenta de la existencia y crecimiento de una multiplicidad de experiencias diferenciadas de las personas que viajan en busca de romper con la dinámica cotidiana de sus trabajos y de las sociedades en que viven. Lo cual es posible, en buena medida, por el desarrollo tecnológico y por una apuesta generalizada en favor de la economía de servicios.
Por otra parte, Dabellay y Stock han señalado que la experiencia turística ya no se encuentra limitada al viaje y a una huida de la vida cotidiana. El turismo, pensado como un giro recreacional (Dabellay, & Stock, 2012), es una experiencia que se ha hecho omnipresente, por un lado, debido a su capacidad para moldear ciudades y el entorno urbano y, por otro, porque incluso en el curso de la vida cotidiana es posible experimentarlo. Por ejemplo, como una excursión escolar a una estación de bomberos, o cuando los restaurantes exponen ante los ojos de los comensales y transeúntes el proceso de preparación de alimentos a través de paredes de cristal (MacCannell, 2013).
De acuerdo con esta lógica, difícilmente se puede seguir pensando a la clase media como modelo del turista y, debido a la gran variedad de espacios turísticos y de turistas, tanto en sus objetivos y origen social, asegurar que se trata de una clase con conciencia para-sí sería algo discutible. Sin embargo, esta última idea, tomada de manera más laxa y al margen de los complejos debates filosóficos en torno a la diferencia entre la conciencia de clase en-sí y para-sí,4 puede considerarse parte del sentido común. Me explico. No sólo es que instituciones del Estado,5 agencias privadas y la población local6 establezcan relación con el visitante mediante la categoría cultural de turista, pues además, éste responde a dicha identificación. Es bien sabido que el turista es consciente de la forma en que se le cataloga cuando realiza turismo, esto es, sabe bien que es un turista. La frase “me quieren ver la cara de turista”, o tal como lo expresó la turista alemana “son precios de turista”, lo ejemplifican muy bien.
Al mismo tiempo, quien hace turismo, además de saber bien que es un turista, sabe igualmente que es común en los lugares que visita desplegar escenificaciones cuyo objetivo no es otro que atraer su atención, entretenerlo y hacerlo consumir. De nuevo, el ejemplo de la turista alemana en Zinacantán es buena prueba, pues informó a sus compañeros de viaje que ella sabía que la casa de las artesanas tzotziles no era más que una escenificación “para nosotros los turistas”. Como ha mostrado Fuller, “los turistas de hoy saben que el turismo es una industria organizada y que lo que se les ofrece ha sido preparado para su consumo” (Fuller, 2015, p. 103). Estas escenificaciones pueden ser tan simples como un restaurante decorado como la choza de un pescador o la cocina de una hacienda (MacCannell, 1973), o bien se puede tratar de escenificaciones presentadas como rituales o espectáculos. Un buen ejemplo de ello son los danzantes aztecas en Cholula quienes, según quien los contrate, pueden llevar a cabo espectaculares coreografías con fuego, rituales solemnes o simplemente saludar amistosamente a las cámaras cuando los turistas pasan por la zona arqueológica del lugar.
Estos performances, que son parte de lo que los Comaroff han llamado la venta de la etnicidad (2011), no necesariamente deben tacharse de una gran mentira o una farsa, al menos no en el sentido de que la industria turística tiende una trampa a los viajeros. De acuerdo con Oehmichen (2013), la industria turística moldea el deseo de los turistas y, posteriormente, los involucra en la construcción de una gran obra de teatro. Tanto huéspedes y anfitriones saben que todo es parte de un performance, de modo que turistas y prestadores de servicios “se confabulan para hacer del simulacro una representación verosímil” (Oehmichen, 2013, p. 44).
De acuerdo con Richards y Wilson (2007), podemos decir que esto es resultado de la transición en la industria turística del giro cultural, basado en la venta de productos culturales y la economía de los símbolos, hacia el giro creativo, el cual funciona mediante el despliegue de una industria creativa que utiliza la cultura inmaterial como materia prima para producir y vender experiencias. En esta dinámica, el consumidor (el turista), desempeña un rol activo, pues son sus expectativas y su participación directa las que sirven de brújula de dicho proceso creativo. Por ejemplo, en el Pueblo del Maíz, un parque recreativo con temática maya ubicado en la isla de Cozumel, México, los turistas son invitados por danzantes emplumados a preparar sus propios alimentos (tamales, chocolate y salsa) al estilo tradicional; además, se les involucra en el juego de pelota prehispánico y en una obra de teatro. Los turistas son prevenidos por sus anfitriones de que en el parque se realizan escenificaciones de la cultura maya prehispánica, lo cual no evita que aquéllos participen activamente en la construcción de la experiencia que ahí viven.7 No obstante, llama la atención el hecho de que no es poco común que los turistas expresen su satisfacción al saber que alguien está conservando las tradiciones.8
Con lo dicho hasta aquí, el argumento es que los turistas saben bien, están al tanto de su rol como turistas y, en consecuencia, saben que al viajar se encontrarán con performances que tienen la finalidad de entretenerlos, hacerles pasar un rato agradable y, claro, hacerlos consumir. Este énfasis en lo que el turista sabe no intenta dibujar una imagen del viajero como un hombre ilustrado de conocimiento enciclopédico; más bien, pretende mostrar que la identidad de turista forma parte del sentido común de nuestra época. Por lo tanto, incluso aquellos que no cuentan con el entrenamiento y estudios de, por ejemplo, un antropólogo, pueden deducir que la dinámica del turismo consiste en la presentación de escenificaciones. A continuación, presentaré de manera breve las reflexiones de Erik Cohen quien, a partir de un debate con Dean MacCannell y Daniel Boorstin, aborda este tema y subraya que el turista no es ingenuo, más aún, no es un simple actor pasivo que consume lo que la industria turística le impone, el turista puede ser “cómplice de su propio autoengaño” debido al elemento lúdico que impera en el turismo, aquel que lo involucra en el juego del como si.
Ellos juegan como si todo fuera real
My argument concerning the nature of recreational tourism is construed in precise analogy to that of ‘play theology’ (Miller, 1983), which ‘plays theology’ as if its subject, God (who is in fact dead) really existed (Cohen, 1985, p. 295).
De acuerdo con Cohen, tanto MacCannell como Boorstin, quienes lo precedieron en el estudio del turismo, construyeron modelos universales del turista que dejaron de lado una amplia gama de posibles tipos de experiencia turística (Cohen, 1979). Por un lado, Boorstin, desde una perspectiva un tanto pesimista, criticó la ficción de los pseudoeventos 9 propios de la dinámica del turista, de tal forma que su acercamiento al tema pretendía exponer las ilusiones de esa industria (Boorstin, 1992 [1961]). Por otro, de manera contraria a Boorstin, MacCannell dotó de dignidad al tema al pensar al turista como un peregrino secular embarcado en una búsqueda solemne de experiencias reales y auténticas (MacCannell, 2013 [1973]). Para ambos, la noción de autenticidad fue piedra angular de sus reflexiones, ya sea para denunciar la producción de inautenticidad por el turismo, o para llamar la atención acerca de los deseos del hombre moderno por encontrar algo más verdadero y auténtico “allá afuera”.
Para Cohen, tales lecturas de la dinámica del turismo presentaban un gran problema, si todo se trataba de una farsa y si los turistas, en su búsqueda de autenticidad, se frustraban al darse cuenta de lo inauténtico de las escenificaciones turísticas, ¿cómo se explica el “hecho de que muchas atracciones, descaradamente inauténticas, atraen tantos turistas”? (Cohen, 1985, p. 292). Cohen responde a la pregunta desde su fenomenología de la experiencia turística, en la cual pone de relieve el modo de experiencia que denomina recreacional. Mientras los turistas diversionarios son aquellos que sólo buscan diversión sin la necesidad de encontrar algún significado más allá de ello; los turistas experienciales son personas que quieren participar con limitaciones en la vida auténtica de los demás; los turistas experimentales se embarcan en una búsqueda de alternativas de la vida que llevan; y el turista existencial intenta cambiar la modernidad por la vida del otro; Cohen define al viajero recreacional como un sujeto que se mantiene atado al centro de su sociedad, pues sabe que “allá afuera” no hay nada más que el “vacío” (Cohen, 1985, p. 297).
Guiada por los valores modernos de la “religión del progreso”, la estructura profunda que precede a la experiencia del turista recreacional incluye la ausencia de creencia en otros centros y realidades o valores trascendentales. Dios, la magia y los paraísos terrenales son parte de aquello que el hombre moderno ha perdido. La muerte de Dios decretada por la sociedad moderna es fuente de una añoranza que impulsa al turista a buscar en otros lugares aquello que se ha perdido, lo cual, hasta cierto punto, homologa al viajero con el peregrino religioso. Sin embargo, de acuerdo con Cohen, aunque el turista recreacional tiene algo de la estructura profunda del peregrinaje que busca lo trascendental sagrado, la diferencia radical consiste en que mientras el segundo cree realmente posible encontrarlo, el primero sabe que esa realidad que busca no existe. Por lo tanto, la opción que el turista recreacional encuentra ante esa ausencia reside en elegir creer de manera lúdica en la existencia ficticia de eso que añora, lo cual le permite disfrutar dicha experiencia pues, al final, lo que importa es proteger la experiencia.
Mientras que el turista de MacCannell es puesto a prueba de manera constante por ficciones de autenticidad10 que surgen de la dinámica de la industria turística y de las ilusiones implícitas e inconscientes en la visión del viajero, el turista recreacional de Cohen es consciente de la fantasía que se le presenta y, lejos de sentir frustración por ello, la experimenta “como si fuera real” con un tanto de “alegría y tristeza” al mismo tiempo (Cohen, 1985, p. 295). A partir del juego del como si, el viajero actúa en consonancia con dicha ilusión, de modo que el momento en que el engaño aparece es peculiar. La relación en la construcción de la autenticidad escenificada no es unidireccional, no consiste en una industria que de manera directa inicia y termina un producto con la finalidad de engañar al turista. Más bien, se halla en sintonía con la idea de una autenticidad pensada en términos sociológicos y no filosóficos, esto es, una autenticidad negociada. Cohen sugiere que el turista recreacional participa como “cómplice” en la construcción de su propio engaño (Cohen, 1979, p. 184). Una idea similar acerca de la negociación de escenificaciones étnicas, puede ser encontrada en la noción de autentificación, propuesta por Xie para analizar el caso de Hainan en China (2011).
El autoengaño permite representar al turista recreativo, no como un actor pasivo que se limita a experimentar una farsa maquilada por una agencia ajena a él, sino como un sujeto activo, el cual participa en la elaboración de una fantasía que desea vivir. De este modo, Cohen señala que es incorrecto suponer, como generalmente se hace, que el turista es un ingenuo que puede ser engañado fácilmente; más bien, debe hacerse notar la disposición que éste tiene ante el juego del make-believe, el juego del como si. “El turismo recreativo lúdico”, apunta Cohen, presenta una predisposición hacia la creencia, “es un sustituto ‘como si’ de un ritual serio en un mundo secular y moderno para el que Dios ha muerto (Cohen, 1985, pp. 298, 301). Los casos etnográficos expuestos por Beatriz Pérez acerca de escenificaciones rituales inventadas en Cusco, Perú (2006), el caso de los festivales en Interlaken, Suiza, en los que existe una negociación entre locales y turistas para crear exhibiciones culturales como lo ha propuesto Regina Bendix (1989), y las ficciones orientadoras acerca de las que reflexiona Margarita Barreto (2005), podrían ser leídos en esta clave.
Cohen retoma tal idea del trabajo de Alexander Moore (1980), quien, al pensar en el éxito del parque temático Walt Disney World, aplicó la noción de centro de peregrinaje lúdico. No obstante, a diferencia de este parque que no reclama autenticidad alguna, cuyo carácter lúdico está totalmente expuesto y que se encuentra separado del entorno circundante como si fuera un reino autónomo, existen atracciones que generan la apariencia opuesta. Se trata de atracciones turísticas que se muestran como si fueran parte integral del mundo cotidiano, de modo que su atractivo consiste “en su apariencia como si fueran reales” (Cohen, 1985, p. 298). Como ya se ha dicho, el turista recreativo es consciente de ello, pero aun así está dispuesto a colaborar en la creencia de esta ficción que se experimenta como si fuera real. Para Cohen esto explica el rotundo éxito de lugares como los llamados paraísos turísticos: “los turistas disfrutan del juego paradisiaco sabiendo muy bien que no pueden ser sino paraísos ficticios” (Cohen, 1985, p. 298). La realidad trascendental que se busca experimentar, aquella que genera nostalgia, sólo puede ser vivida de manera lúdica, pues no existe de manera real.
Al pensar en la relación entre turistas y danzantes aztecas en Cholula, ¿podemos decir que simplemente aceptaron un rol en un juego en el que cada quien decidió entrar, en el que la voluntad de cada uno moldea dicha experiencia y controla el juego en sí mismo?
El turista de Cohen es un cínico
Hasta cierto punto, el turista recreativo es similar al sujeto ilustrado cuyo saber bien le permite ver la realidad sin mistificaciones; no obstante, su característica principal es que parece ir un paso más allá o, tal vez, da un paso atrás. Mientras el sujeto ilustrado intenta romper con la fantasía para atravesarla y llegar a la verdad, el turista recreativo, una vez que ha identificado la ficción, vuelve sobre sus pasos y decide abrazar la ilusión. En ese sentido se trata de un sujeto cínico. Con ello no debe entenderse la puesta en marcha de una farsa o la expresión de una simple contradicción entre lo que se sabe y lo que se hace.
De acuerdo con Peter Sloterdijk, en su Crítica de la razón cínica (2003), el sujeto cínico es aquel que sabe que “los tiempos de ingenuidad han pasado”, se trata de un caso límite del melancólico que, si bien es capaz de tener bajo control los síntomas depresivos, “se da cuenta de la nada a la que todo conduce” (Sloterdijk, 2003, p. 40). De modo distinto al hombre ilustrado que se esforzaba por entender los efectos de la ideología en sus acciones y así dejar de reproducir mentiras, fanatismo y supersticiones, el cínico sabe lo que hace y aun así lo hace (Sloterdijk, 2003, p. 40). Por lo tanto, la crítica tradicional de la ideología que busca desmitificar la realidad parece no tener efecto sobre él, pues la falsedad de su conciencia ilustrada está “reflexivamente amortiguada” (Sloterdijk, 2003, p. 41).
Sloterdijk señala que es en la época de la globalización cuando se generaliza la condición cínica, lo cual podría ser resultado de la desilusión que genera el hecho de que “todo sea problemático” y que la razón ilustrada no ha sido capaz de seguir el paso de ello, de modo que al final todo “da lo mismo” (Sloterdijk, 2003, p. 21). El soporte del cínico moderno se encuentra en una forma de conciencia que se presenta como una paradoja ante la Ilustración: se trata de una “falsa conciencia ilustrada” (Sloterdijk, 2003). Mientras la crítica tradicional de la ideología operaba como una teoría del “desenmascaramiento” que buscaba señalar e iluminar la falsa conciencia de los otros, el cínico, quien ha dejado atrás la ingenuidad, que conoce el engaño, la fantasía o la falsa conciencia, parece que aún encuentra razones para seguir con ella. Esto es, mantiene una falsa conciencia ilustrada.
Una vez dicho esto comienza a quedar claro uno de los argumentos principales del presente documento: el turista recreacional de Cohen es un sujeto cínico. Varias características del cínico moderno están presentes en la experiencia del turista recreativo, entre ellas destaca la más relevante: una falsa conciencia ilustrada. Como bien señaló Cohen, este tipo de viajero no es ingenuo, pues es capaz de identificar la falsa conciencia que la dinámica de la industria turística construye, de modo que sabe que hay intentos de introducirlo en una relación con ficciones que se presentan como autenticidad escenificada. En su negociación de la autenticidad, el turista recreativo está al tanto del engaño y lejos de intentar disiparlo, participa como sujeto activo en su construcción. Su falsa conciencia ilustrada se refleja de manera fiel en su predisposición lúdica a creer en algo que de antemano sabe que no cree, en su predisposición al autoengaño.
El sujeto cínico y el turista recreativo parecen estar en sintonía en otros rasgos, lo cual permite reforzar la afirmación de que Cohen, de manera implícita, construyó una ontología del turista recreativo como sujeto cínico. Mientras el segundo es descrito como un ser nostálgico que añora una realidad trascendental que la sociedad moderna y secular ha perdido, el primero se presenta como un melancólico cuya nostalgia se remite a la pérdida de la inocencia. El cínico se ha rendido ante el hecho de que el conocimiento ilustrado sólo ha llevado a evidenciar y provocar más problemas de los que la razón es capaz de enfrentar, de modo que el futuro equivale a la nada, todo da lo mismo. El turista recreativo sabe que tanto “allá” afuera como “aquí” adentro sólo le espera el vacío, de tal forma que la única opción que le queda es actuar como si las cosas fueran diferentes.
La propuesta del juego del como si en el que entra el turista recreacional, al cual ahora podemos llamar un sujeto cínico, es ilustrativa y sirve como punto de partida. No obstante, considero que esta perspectiva ontológica del sujeto cínico tiene sus propios límites. El turista recreacional de Cohen es representado como alguien que tiene control de las fantasías en las que entra, las cuales no sólo es capaz de identificar, sino que además construye de manera voluntaria. En ese sentido, se trata de una lectura que sólo alcanza a rasgar la superficie de la ideología y la crítica de la falsa conciencia, lo cual se debe a que “deja intacto el nivel fundamental de la fantasía ideológica, el nivel en que la ideología estructura la realidad” (Žižek, 2012, p. 58). Por ello, hace falta involucrar en el análisis aquello que los sujetos hacen y no sólo lo que saben.
La ilusión no se desvanece
Como bien ha hecho notar Žižek en su crítica a Sloterdijk, la cual aquí se aplicará también a Cohen, el problema con la noción del sujeto cínico inicia cuando se asume que la fantasía y la creencia habitan en el interior del sujeto. Esto es, no se plantea la posibilidad de que existan de manera externa al sujeto y, por lo tanto, que no dependan de lo que éste sabe. Žižek, de acuerdo con Blaise Pascal, sugiere que la fantasía ideológica no se encuentra en el “saber” como usualmente se piensa, sino más bien “encarnada en la conducta práctica y efectiva de la gente” (Žižek, 2012, p. 62). De este modo, no es posible separar la realidad de la fantasía, pues la realidad misma está estructurada como una fantasía.
Mientras que Sloterdijk reformula la máxima marxista “ellos no lo saben, pero lo hacen” y nos dice que el cínico moderno “sabe lo que hace y aun así lo hace”, Žižek propone darle un giro más a la tuerca: “ellos saben que, en su actividad, siguen una ilusión, pero aun así, lo hacen”. No obstante, “lo que ellos dejan de lado, lo que reconocen falsamente, no es la realidad, sino la ilusión que estructura su realidad, su actividad social real” (Žižek, 2012, p. 61). Derivado de esto tenemos una diferencia fundamental entre el juego del como si de Cohen -el turista como sujeto cínico-, y la idea de que la realidad está estructurada como una fantasía. Cohen parte desde las experiencias de los turistas, las segmenta y dentro de ese campo realiza su análisis. El conocimiento, el tipo de experiencia, el nivel de alienación, las expectativas, la intensidad del desencanto, son el punto de partida del turista en su negociación de la autenticidad. En la propuesta de Cohen el turista podría decidir dejar de jugar al como si, de modo que la fantasía se desvanecería, y la realidad revelaría no más que una simple farsa. Sin embargo, hay fantasías que funcionan de manera generalizada y que operan con independencia de la voluntad de los sujetos.
Un buen ejemplo de una fantasía ideológica es la forma en que funciona el dinero (Žižek, 2012; Sohn-Rethel, 2017; Karatani, 2005). Sabemos bien que si rascamos una moneda o cortamos un billete no encontraremos algo así como la esencia del valor. Entendemos que si el dinero es útil, lo es solamente porque hay instituciones que respaldan su valor, porque es producto de las relaciones sociales en las que vivimos todos los días. No obstante, cuando usamos dinero, cuando intercambiamos dinero por servicios y objetos particulares, lo hacemos como si creyéramos que por sí mismo posee valor. Esto es, a pesar de que sabemos bien, que estamos al tanto de que la función del dinero es ilusoria, en la práctica, en la relación social de intercambio actuamos como si no lo supiéramos. Esto no es resultado de la voluntad de los sujetos. El sujeto no decide simplemente entregarse al juego del como si, pues aunque intentara salir de él, la ilusión o la magia del dinero seguiría funcionando y el sujeto continuaría reproduciéndola. La fantasía, la fantasía ideológica, es parte de la realidad, la sustenta, de modo que ni el saber bien ni la voluntad de los sujetos puede desvanecerla.11
Con esto llegamos al momento en que podemos decir que la creencia y la fantasía pueden existir “allá” afuera, no en la interioridad psíquica de los sujetos o en la particularidad de experiencias diferenciadas, sino en la exterioridad y objetividad de las relaciones sociales. Puesto que es la práctica lo que les da vida, no se desvanecen a pesar de que nadie crea en ellas. Ante ello, la condición cínica queda desarmada. La fantasía ideológica, por un lado, no es una simple mentira que pueda ser desactivada mediante el conocimiento; por otro, no se trata de una falsa conciencia ilustrada que sigue funcionando debido al actuar cínico de sujetos que juegan al como si. De esta forma, es posible decir que hay ilusiones que no requieren sujetos que crean en ellas para que funcionen. Si bien con esto se delinea la posibilidad de la existencia de la exterioridad de las ilusiones, poco se ha dicho acerca de los sujetos que mantienen relación con ilusiones en las que no creen. Es justo en esa relación en donde podríamos encontrar una nueva forma de replantear la experiencia de los turistas de los que aquí se ha hablado. El concepto de interpasividad puede ayudar a profundizar en este tema y, con ello, abrir nuevos caminos en la reflexión de la dinámica turística.
Interpasividad: magia moderna
Un día Neils Bohr, ganador de un Premio Nobel y reconocido como padre de la física moderna, recibió a un amigo en su casa. Su colega quedó sorprendido cuando se dio cuenta que había una herradura colgada en la entrada, de modo que cuestionó a su anfitrión: “¿Cómo es posible que alguien como tú crea en ese tipo de supersticiones?”. A lo que el premio Nobel respondió: “Por supuesto que yo no creo en supersticiones, pero me dijeron que, aunque no crea, funciona”.12
Si bien la escena anterior sigue la misma línea de la forma en que funciona el dinero, pues comparten el hecho de que son muestra de la objetividad o exterioridad de las ilusiones, se distancian en un elemento fundamental. Mientras que el dinero es una fantasía ideológica con aplicación universal, pues se trata de un efecto estructural de las sociedades capitalistas (nadie puede escapar a la magia de la objetividad fantasmagórica del valor), la anécdota acerca de Neils Bohr consiste en un tipo de relación especial entre sujeto e ilusión (Pfaller, 2014). Desde el inicio, el sujeto en cuestión toma distancia de la creencia, la rechaza, la trata como un sinsentido; sin embargo, la ilusión no desaparece, es más, parece que se refuerza.
El rasgo particular de este ejemplo reside en que, para que la ilusión funcione, el sujeto se deslinda de ella y pasa la responsabilidad de la misma a un alguien más imaginario. Tal vez al hombre común de la calle o a un verdadero supersticioso que asume con orgullo su creencia. Esta característica permite mostrar un contraste ante la propuesta del juego del como si. El sujeto no entra en un juego, no tiene las características del cínico que sabe lo que hace y aun así lo hace; más bien, ha delegado la creencia a alguien más, de modo que, por un lado, no requiere creer en la ilusión y, por otro, tampoco necesita fingir que lo hace. En el ejemplo de la herradura y el premio Nobel la creencia ha sido delegada o transferida, pero ¿es posible delegar una creencia?, ¿es posible pensar en ilusiones que no tienen un sujeto que crea en ellas?
Para Robert Pfaller (2014) la pregunta plantea un desafío epistemológico. A diferencia de aquellas creencias que son asumidas por personas que se muestran como sus portadoras por ejemplo, un católico que afirma su creencia en Dios-, las ilusiones sin sujeto parecen funcionar aun ante la ausencia de alguien que crea en ellas. Para poder comenzar a indagar acerca de las ilusiones sin sujeto, Pfaller sugiere que es necesario identificar el método con el cual funcionan. Tal método es el de la delegación o transferencia, el de la interpasividad (Pfaller, 2014). Pfaller sugiere que lo que los católicos hacen cuando prenden una veladora y la dejan encendida mientras ellos se dedican a otras actividades, es un acto interpasivo en el que la veladora sustituye o representa al católico.
El creyente enciende la veladora y puede dejar que se consuma mientras dedica tiempo a cualquier otra cosa, ya sea a temas de trabajo, la familia o a sus más “obscenas fantasías” (Žižek, 2013; Pfaller, 2014). El creyente ha delegado el consumo de la religión a la veladora, la cual actúa como su sustituto. Independientemente de que la religión católica tenga o no principios o una idea sobre esta acción, el católico, en la práctica, realiza un acto interpasivo que le permite transferir algunas de sus responsabilidades como creyente a una veladora. De esta forma, de manera objetiva, el sujeto se encuentra rezando mediante la veladora.
Por supuesto, con todo esto Pfaller no intenta decir que la veladora tiene la capacidad de rezar, más bien, lo que le interesa mostrar es el hecho mismo de la transferencia, del acto de sustitución. En este caso, lo que se ha delegado no es la creencia en la religión, sino su disfrute y consumo. Para Pfaller es importante tomar en cuenta que el sujeto interpasivo no se propone de manera consciente realizar el acto de sustitución, pues éste ni siquiera considera que la transferencia sea posible. Ante ello, es relevante señalar que la ilusión de transferencia no equivale simplemente a una ilusión subjetiva, esto es, no debe ser tratada como un efecto psicológico de sujetos específicos. La propuesta de Pfaller es que la ilusión involucrada en el acto interpasivo es una ilusión objetiva en la medida en que se sustenta aun sin el conocimiento del sujeto (es externa), y porque es capaz de producir efectos reales. Entre ellos, el que el sujeto interpasivo pueda sentir satisfacción por el acto de transferencia que no sabe que ha realizado.
La satisfacción que el sujeto interpasivo experimenta puede entenderse mejor utilizando otro ejemplo. Es común que los estudiantes de posgrado descarguen, casi de manera obsesiva, libros y artículos académicos en formato digital, los cuales poco a poco se van acumulando en sus computadoras y discos duros externos.13 Si bien pueden identificar cierta satisfacción al descargar y acumular libros, es más probable que la explicación haga alusión al hecho de que, desde ese momento, tienen acceso a material que antes no poseían. No obstante, es posible que en realidad se trate de un acto interpasivo. Pero ¿quién o qué los estaría sustituyendo o representando? Quienes nos dedicamos a la investigación académica sabemos que la mayoría de los documentos digitales que descargamos nunca son consultados, esto es, no los leemos. La delegación consiste en dejar que la computadora consuma esos libros por nosotros, de modo que la satisfacción que sentimos al descargar archivos que nunca leeremos se debe a la ilusión de transferencia.
Esto nos lleva a otro elemento fundamental de los actos interpasivos. Pfaller nos dice que las acciones interpasivas implican el reemplazo de ciertas acciones por acciones sustitutivas, de modo que aquello que de manera manifiesta se pretende realizar nunca sucede, pues, al ser reemplazado es rechazado. Es justo lo que sucede con la bibliomanía (Pfaller, 2014). Cuando alguien compra “un buen libro” y lo regala o simplemente lo guarda en su librero, lo hace porque pretende que alguien lo lea, ya sea él mismo o aquella persona a la que se le ha otorgado como presente. Sin embargo, al acumular libros en el librero o al regalarlos a alguien más, el momento de la lectura nunca llega. En palabras de Pfaller, “el intento de resistir el impulso anticultural es precisamente lo que siempre, de manera simultánea, realiza este impulso” (Pfaller, 2014, p. 27). La forma en que la bibliomanía promueve la lectura, cuando delega la acción de lectura al librero o a la persona a la que se le regala el libro, lleva de por medio una aversión o rechazo por la lectura.
Las acciones sustitutivas propias de la interpasividad no son un tema nuevo en la antropología, pues como lo ha hecho notar Pfaller, en esencia, la magia estudiada por James Frazer en La rama dorada (2011), funciona de la misma forma. De acuerdo con Frazer, la magia se rige bajo la ley de simpatía, la cual consiste en la asociación de elementos que, en el caso particular de la magia imitativa u homeopática, funciona al sustituir lo semejante con lo semejante. Por ejemplo, para hacer llover se realiza un ritual que imita la lluvia (Pfaller, 2014, p. 28); de tal modo, la sustitución simbólica o la naturaleza figurativa de los actos mágicos opera como el componente fundamental del hechicero que intenta dominar las fuerzas de la naturaleza. La diferencia entre la magia del hombre primitivo estudiado por Frazer y la “discreta magia del hombre moderno”, o interpasividad, señalada por Pfaller, es que los primeros sabían cuándo hacían magia, cómo hacerla y con qué objetivo, mientras que los segundos ignoran que los hacen de manera cotidiana y los resultados que obtienen.
La discreta magia del “hombre civilizado” encuentra su método en la representación simbólica de la sustitución. La ilusión que surge de ahí es aquella que permite delegar o transferir el consumo de algo, aunque sea de manera figurada; y que el control del proceso escape de la voluntad y conciencia de los sujetos que la ponen en práctica. Si bien Žižek y Pfaller han abordado diferentes ejemplos de interpasividad, a los que podemos agregar las “risas enlatadas” de los programas de televisión que ríen por nosotros (Žižek, 2012), y las grabadoras que de manera obsesiva acumulan programas que nadie verá después (Pfeller, 2014), ¿es posible que la relación entre ciertos turistas que saben bien que se encuentran ante ficciones de autenticidad pueda ser entendida como un acto interpasivo?; esto es, ¿podríamos utilizar como herramienta de análisis las nociones de interpasividad e ilusiones sin sujeto para abordar las relaciones entre turistas, locales y cultura en el mercado de lo étnico promovido por la industria turística?
Reflexiones finales
Conforme al argumento antes expuesto, quiero aventurar algunas reflexiones finales. El éxito de las escenificaciones de las que aquí se ha hablado podría deberse a la posibilidad de delegar una creencia que se ha negado de antemano, pero que permite obtener cierta satisfacción en la medida en que alguien más la consume. Esto permitiría pensar de otra manera aquella expresión que los turistas exclaman cuando ven a los danzantes aztecas en Cholula, “qué bueno que alguien conserva las tradiciones”, pues aquellas personas que toman el lugar de agencia de consumo delegado, es decir, los danzantes que conservan las tradiciones, estarían haciendo lo mismo que realiza la veladora por el católico que la ha prendido y que se ocupa de otros asuntos, aunque, de manera objetiva, esté rezando mediante ella. Tal vez, el tipo de turistas que aquí comentamos pueden negar la autenticidad de la fantasía que se le presenta, pero de manera objetiva consumen y disfrutan esa fantasía de manera delegada mediante sus anfitriones. No necesitan creer en la fantasía, alguien más lo hace por ellos. De este modo, escapa de su visión la posibilidad misma de que eso suceda, el de “hacer magia” al generar una equivalencia entre ellos y las personas que ocupan su lugar como consumidoras de una fantasía de la que se han distanciado.
Dicho de otro modo. Parte del éxito de los llamados Pueblos Mágicos podría consistir, no en que alguien realmente crea en su magia, ni en que los turistas jueguen como si la magia fuera real, sino en la oportunidad que presentan para que los visitantes puedan hacer magia por su cuenta. La ilusión de transferencia puede ser poderosa en la medida en que no requiere la convicción de creer en algo “verdadero”; además, no necesita de la participación voluntaria y consciente del sujeto interpasivo. Que la población local, que encarna la imagen de lo indígena, sustituya al turista en el consumo de la cultura que se pone a la venta, podría explicar la satisfacción del visitante al saber que las tradiciones se conservan, que alguien más cree en cosmovisiones ajenas al capitalismo y al mundo occidental; esto, claro, a pesar de que se conozca la ilusión de la autenticidad organizada por la industria turística.
La lectura aquí expuesta también permite abrir una ventana para analizar las relaciones de poder y de clase propias de la industria turística. En la dinámica del turismo ¿quiénes delegan y quiénes actúan como agencia de consumo delegado? La lógica de la industria turística transforma a las poblaciones locales de las zonas turísticas en trabajadores del sector servicios y el entretenimiento. Son el Estado y los empresarios quienes toman la decisión de apostar por el turismo como medida de activación económica y de reproducción de capital, lo cual requiere la organización del mercado de lo étnico y un mercado laboral capaz de insertar gente que venda su etnicidad. Para ello es necesario permear a la población con estas ideas, incluso, como lo he mostrado en otro espacio, moldear las subjetividades de dichas poblaciones para que cuenten con una etnicidad que vender (Arenas, 2018). Esto no quiere decir que Estado y empresarios del turismo maquilen de antemano los actos interpasivos de los que hemos hablado; más bien, este argumento permite mostrar cómo la dinámica propiciada por los grupos cuyas decisiones afectan la vida de una sociedad, incentivan un tipo de interacción particular entre turistas y la población local que se gana la vida con la venta de la etnicidad.
Por último, vale la pena preguntarse, en acuerdo con Žižek y con Pfaller, si acaso eso que llamamos cultura no está plagada de ejemplos de actos interpasivos (Žižek, 2013; Pfaller, 2014). Buena parte del argumento que se utiliza para justificar la conservación y reproducción de algunas tradiciones, es que los antepasados así lo hacían porque creían en ello. Hoy, ¿cuántas personas realmente creen que los muertos regresan de su descanso eterno, guiados por el aroma de flores e incienso, para comer frutas, chocolates y comida tradicional?; ¿quién realmente cree en Santa Claus y los Reyes Magos en un momento en el que los niños parecen estar prevenidos de que son sus padres los que se esfuerzan por llenar el árbol de navidad de regalos?; ¿acaso los padres no delegan a los niños la creencia en esta magia? Sucede algo similar con el caso de los turistas que delegan el consumo y creencias a los danzantes, pero que, como lo muestran las palabras de su líder, él mismo transfiere ciertas creencias a “sus antepasados”, los que realmente creían. Lo que aquí se sugiere es que al pensar en términos de la interpasividad, podemos darles la vuelta a algunos obstáculos teóricos propios de los análisis turísticos acerca de la experiencia de los viajeros ante escenificaciones étnicas. Aún más, es posible que tal perspectiva permita hacer una lectura de la condición general de la época en que vivimos. Queda a consideración del lector la utilidad de esta propuesta.