El libro de Lucía Álvarez empieza con un párrafo muy elocuente y tremendamente actual: “En un mundo donde la informalidad, las migraciones, la desigualdad y la discriminación, lejos de mitigarse cobran nuevo vigor; donde los despojos, las exclusiones y la violación de los derechos humanos son el pan de cada día; donde las identidades se trastocan y a cada paso pierden los referentes que hasta hace poco contenían (el Estado, la nación, la comunidad, el barrio, etc.), la pregunta sobre la ciudadanía se vuelve pertinente”. En suma, en este mundo donde se han movido los enfoques y paradigmas, porque la realidad se ha transformado en oleajes de incertidumbre y miseria, cómo queda la ciudadanía, una categoría que fue muy útil para empujar proyectos de democratización, exigencia de derechos y, para, de una forma o de otra, ubicar significados de un mundo que todos los días comprobamos que ya no existe.
Millones de ciudadanos hoy viven en condiciones anticiudadanas porque, como aprendimos de algunos autores clásicos, no tienen salarios dignos ni educación de calidad para jugar a la democracia. Hoy se vacía de contenido la condición ciudadana y las democracias entran en crisis. Hace unos años, las obras más leídas sobre la materia nos explicaban los pasos de la transición, las relaciones entre capitalismo y democracia, el poder del voto, el valor de la representación y de la participación; hoy, en cambio, esas referencias nos hablan sobre cómo “se mueren las democracias”, cómo llegamos a la “posdemocracia”, de una crisis grave, del regreso del “fascismo social”, del arribo de los populismos, del rompimiento de los pactos sociales, de las fake news, de la ruptura del orden liberal, de la destrucción de las autonomías, de las fracturas del tejido social y la irrupción de la violencia, la impunidad y la ley del más fuerte. ¿Cómo (re)pensar a la ciudadanía frente a este conjunto de precariedades en sus múltiples transformaciones y deformaciones?
Cualquier mirada a la actual generación de gobernantes de las democracias emblemáticas, y ya no tan emblemáticas, nos provoca malestar, desde Trump, pasando por los británicos conservadores y su Brexit, Italia, Hungría, Polonia, Turquía, India, Brasil y otros más que nos muestran la descomposición que ha dejado la última fase del desarrollo capitalista después de la crisis de 2008: una financiarización salvaje, burbujas especulativas, migraciones acrecentadas de África a Europa, de Medio Oriente a Europa, de Centroamérica a Estados Unidos. Los migrantes se han vuelto una amenaza para los países ricos y su peor pesadilla. ¿Qué pasa con la condición ciudadana de esos migrantes, con los ciudadanos que son carne de cañón de los populismos, de esos conservadores que quieren cerrar fronteras y levantar muros? ¿Qué pasará con la ciudadanía de los centroamericanos detenidos en la frontera sur? ¿Tendrán que esperar años en México o en Guatemala para que en Estados Unidos les digan que no pueden entrar?
Las promesas a esa ciudadanía, que supuestamente se empoderaría con las redes sociales para imaginar nuevos espacios de ampliación democrática, han quedado sepultadas debajo de la manipulación mediática y del abuso de las redes para generar nuevas distopías. Lo que resalta es el salto a las redes de la extrema derecha, como en los tuits de Trump y el uso del WhatsApp en la campaña de Bolsonaro. ¿Dónde quedan los derechos ciudadanos cuando una red social inventa (modula y modela) la “realidad” sin más objetivo que la voluntad de manipular y ejercer el poder sin los ropajes civilizatorios que le intentó poner la ley y la democracia?
Los conceptos añejados con el paso del tiempo -de siglos- nos llevan a tener no sólo múltiples significados, sino muchos usos y tipos. Poder, democracia, ciudadanía, Estado, ideología son referentes que se han multiplicado en selvas de significados donde resulta que cada quien se queda con su significado y su pedazo de sentido. En otro párrafo del libro se da cuenta de esta fragmentación, y dice la autora que tenemos “la ciudadanía del discurso político liberal (protección jurídica, legal, formal); la ciudadanía del régimen neoliberal (individualismo emprendedor, autónomo, consumidor y autosustentable); la ciudadanía para los organismos internacionales (corresponsabilidad y competencia); la ciudadanía en el discurso académico (expresión de las prácticas sociales); la ciudadanía de los ilegales y excluidos (reclamo de inclusión y pertenencia); la ciudadanía cívica de los sectores medios (convivencia, civilidad, tolerancia), entre otros muchos”.
Muchas ciudadanías y cada quien con su especialidad; en este caso, Lucía Álvarez se enfoca en cuatro fenómenos amplios para (re)pensar la ciudadanía: globalización-urbanización, flujos migratorios, diversidad e informalidad. Cada uno es un mundo complejo en sí mismo, pero al mismo tiempo se trata de espacios que desafían las interpretaciones “clásicas”, y aquí queda la construcción de la autora para preguntar qué ha pasado con los derechos, la formalidad jurídica, el territorio, la sociedad homogénea. Porque lo que tenemos son desposesiones, desnacionalismos, desterritorialización, falta de pertenencia, identidades fracturadas.
En el largo recorrido del tema, la autora nos lleva a través de una vía muy académica que va desde los griegos y el derecho romano hasta el siglo XIX, para luego entrar al siglo XX, que ya no es nuestro horizonte, pero allí siguen los trabajos fundadores de Marshall y Keynes, y Rawls, y los republicanos y los comunitaristas, el estado mínimo y el estado social. Con esta trama conceptual se pasa a los dilemas con los que nos hemos entretenido durante años y que tal vez han perdido sentido: entre la democracia representativa y la participativa, entre lo formal y lo sustantivo, entre lo restringido y lo ampliado, y entre lo individual y lo colectivo. Todo está planteado en los primeros tres capítulos, un recorrido, un recordatorio y un ejercicio disciplinario y académico. Un mapeo multifacético.
¿Qué queda de los grandes paradigmas frente a los problemas que hoy enfrentan las ciudadanías fracturadas, desiguales, desechables? Nos queda, dice la autora, “la ciudadanía en el siglo XXI”, y entramos a la segunda parte del libro.
El concepto -con una dimensión histórica densa- ha cambiado entre los telones del estatus, la formalidad, los derechos, la agencia, la identidad, las capacidades. ¿Todavía sirve la condición ciudadana en términos de defensa y de empoderamiento de los más vulnerables? Tantos casos de violación de derechos humanos a esos ciudadanos desechables indican que la respuesta es negativa.
¿Qué futuro tiene el concepto de ciudadanía en un mundo donde las redes, la tecnología, el modelo financiero se mueven en una realidad virtual que ha transformado radicalmente el acceso automático que hasta hace poco se tenía prácticamente como algo dado, normal? Otra de las claves de la autora es entrar a las dimensiones nacional, posnacional, subnacional.
Después de ver las nuevas amenazas a la ciudadanía, como la urbanización globalizada, la inmigración, la informalidad, escenarios o territorios donde el neoliberalismo marcó los nuevos “bordes” de poder (Saskia Sassen dixit), ¿cómo nos enfrentamos a los retos que se plantean? La pregunta es: ¿quién tiene la capacidad para generar esos bordes, esas fronteras y muros?
Podemos recurrir a estudios empíricos que nos dicen que la ciudadanía en México se distingue por tres “d”: desconfianza de la autoridad, desencanto de la democratización y desvinculación social, según el estudio Informe País que se hizo en 2014 desde el IFE. Con este panorama quizá podamos entender mejor qué pasó en México el 1° de julio de 2018.
Las dimensiones de la ciudadanía nos llevan a los problemas que enfatiza el libro en este siglo XXI. La informalidad o la globalización desde abajo o, como dicen algunos, lo global desde una perspectiva diferente a la globalización hegemónica. La dimensión cultural de la ciudadanía se puede combinar con lo multicultural, y tenemos de un lado a Huntington y del otro a Kymlica y Rosaldo. También tienen una presencia relevante los llamados teóricos de la subalternidad y lo poscolonial, quizás en la perspectiva posgramsciana de Partha Chatterjee y su explicación de la gubernamentalidad y “la política en tiempo real”.
Hay esfuerzos teóricos y empíricos para explicar las grandes y las pequeñas contradicciones de los conflictos que antes se ordenaban de una forma y ahora obedecen a otra lógica. Esto puede llevar a leer el libro como un ejercicio de traducción de conceptos. Por ejemplo, la contradicción entre Estado capitalista y comunidades locales se ha estudiado mucho desde la perspectiva del extractivismo y el neoextractivismo.
Los retos de una ciudadanía en el espacio trasnacional, global y posnacional se enfrentan a una débil gobernanza de lo global donde la lógica económica manda y subordina cualquier otro espacio, como los derechos de los inmigrantes, los precarios, los desechables. ¿Dónde queda la autoridad y la legalidad de los estados nacionales para regular lo global? En qué tribunal internacional se juzga, además del que hay en la ciudad de La Haya, la Corte Penal Internacional; o el del sistema interamericano, con la Corte y la Comisión de Derechos Humanos. En este sentido, el sistema de las Naciones Unidas necesita un replanteamiento.
¿Qué decir del nivel subnacional? La ciudad, la comunidad, los derechos como espacios donde se experimentan condiciones de ciudadanía violentadas por los intereses y los poderes. La reflexión de Lucía en esta parte presenta más interrogantes que respuestas. Quizá las nuevas pistas se empiecen a encontrar en las investigaciones empíricas porque las teorías encuentran sus límites o, para decirlo de otra manera sin sonar empirista, tendremos que buscar la construcción ciudadana en los espacios subnacionales, en la investigación de lo que le pasa a los ciudadanos de a pie, sobre todo cuando van a gestionar un trámite para un servicio y se encuentran con una burocracia que los invisibiliza antes de atenderlos, o en cualquier Ministerio Público donde reina la corrupción, porque la realidad rebasa cualquier objetivo de tratar con respeto a los ciudadanos.
Hay un tono de optimismo en el colofón del libro, que no se atrevió a ser de conclusiones, quizá porque estamos en medio de un proceso terriblemente complicado y de pronóstico incierto. Los conceptos se han desgastado, la realidad arroja a borbotones nuevos problemas que rebasan cualquier intento de tener un orden donde pueda encontrar espacio la ciudadanía. Dice Lucía al final que hay que “rearmar las instituciones, fortalecer articulaciones e intermediarios”, pero ya vemos lo complicado de hacer cambios y tener resultados positivos en materia de violencia, corrupción y lucha contra el empobrecimiento social. Así pues, (re)pensemos la ciudadanía con cierta pasión, porque lo que vemos todos los días en el plano nacional, posnacional y subnacional nos muestra un país, un mundo y muchos submundos tremendamente pesimistas.
En este libro hay materia abundante para re-pensar las ciudadanías.