I
El objetivo de mi proyecto de investigación actual consiste en esbozar una sociología sistémica de lo político, útil para la investigación empírica en las ciencias sociales.
Mi preocupación por lo político es resultado de mi creciente insatisfación respecto a los abordajes que las teorías dominantes hacen de los movimientos sociales y la acción colectiva para tratar la dimensión política de estos fenómenos. En su versión norteamericana, los movimientos son vistos, básicamente, como contendientes que buscan ingresar a la polity o sistema político y, de este modo, influir en la toma de decisiones en torno a sus intereses colectivos. Los movimientos son políticos sólo en la medida en que se vinculan con el sistema político, sus estructuras, procesos y actores (Olson, 1965; Tilly, 1978; Oberschall, 1973; Tarrow, 1997; McAdam, Tarrow & Tilly, 2001). En la versión europea de los nuevos movimientos sociales, estos actores colectivos se constituyen en el mundo de vida como respuesta a los efectos e intervenciones del sistema político-administrativo y la economía en este espacio. De esta manera, los movimientos politizan a las personas, democratizan relaciones sociales y culturales y optan por vías de participación política extrainstitucionales para defender intereses materiales, formas colectivas de vida o identidades particulares (Offe, 1985, 1988; Touraine, 1974, 1995, 1999, 2002; Melucci, 1989, 1996; Habermas, 1988, 1989).
A pesar de la aceptación casi generalizada de estas teorías, resultan sesgadas y poco complejas, pero sobre todo empobrecedoras de la riqueza fenomenológica de las dimensiones políticas de los movimientos sociales, por un lado, y de las formas políticas que adoptan sus relaciones con el sistema político y el Estado, por el otro. En efecto, en estas teorías se reproduce la representación moderna de la sociedad como un conjunto de esferas autónomas compuestas por el Estado, la sociedad y el mercado, y con tipos de racionalidad particulares. Los movimientos sociales son ubicados del lado de la sociedad (o el mundo de vida), mientras que la política, a un costado del Estado (o sistema político). En esta distinción fundamental subyace la concepción no menos central entre lo público (Estado) y lo privado (sociedad/ mercado). El carácter político de los movimientos sociales se explica en términos de la relación (interacción o conflicto) que entablan con el gobierno, el sistema político o el Estado, según la semántica particular. En este sentido, sus características políticas no se distinguen en nada de las de partidos políticos, grupos de presión o de cabildeo, por ejemplo.
Por estas razones, desde muy temprano en mi carrera me interesé por lo político y las dimensiones inherentemente políticas de la acción colectiva. En mi libro Participación política y actores colectivos (1995) estudié la constitución de actores colectivos desde el mundo de vida. Observaba ya que, en sus desafíos al sistema, la participación política de dichos actores no se limitaba a sus interacciones conflictivas con las instituciones político-estatales ni se agotaba en ellas, sino que generaba, a la par, “esferas de vida pública autónoma” en las que se constituía lo político. En una segunda obra, Die deliberative Rationalität des Politischen (2002), al reconstruir la doctrina del juicio en la obra de Hannah Arendt, regresé al tema de lo político de mano de la filósofa judeoalemana y delineé su racionalidad particular -“deliberativa”- como resultado de la acción concertada y la generación de poder mediante el intercambio de opiniones.
Al estudiar empíricamente complejos conflictos sociales y políticos en México, como los que dieron origen a la guerrilla del Ejército Zapatista de Liberación Nacional o a la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (Estrada Saavedra, 2007, 2016, respectivamente), mi insatisfacción con las teorías convencionales y dominantes de los movimientos sociales me condujo a reevaluarlas radicalmente. En pocas palabras, percibí que muchos de sus problemas teóricos y metodológicos son inherentes a los presupuestos accionalistas con los que operan y a la filosofía moderna del sujeto que les subyace. Por tales razones, consideré más apropiado entender estos fenómenos como sistemas sociales o, con mayor precisión, como sistemas de protesta (Estrada Saavedra, 2015). Lo anterior me permitió dar cuenta de su complejidad interna y de las diversas relaciones que entablan con su entorno, que nunca se reducen al sistema político.
Este cambio paradigmático en el estudio de los movimientos sociales me obliga a reevaluar mis antiguas ideas de lo político concebidas en términos accionalistas. Lo que busco en este proyecto de investigación es repensar la cuestión y elaborar un modelo de análisis sistémico de lo político que incluya no sólo los movimientos sociales (o “sistemas de protesta”, como prefiero denominarlos), sino además tomar en cuenta las dimensiones de lo político en el mismo sistema político y el Estado.
Mi interés en ampliar mi radio de atención de lo político es resultado de mi ocupación, en los últimos seis años, en temas de dominación, hegemonía y socioetnografías del Estado (Estrada Saavedra & Viqueira, 2010; Agudo Sanchíz & Estrada Saavedra, 2011, 2014; Agudo Sanchíz, Estrada Saavedra & Braig, 2017). El rico material empírico de estas obras colectivas -en las que colaboran sociólogos, antropólogos, historiadores y politólogos mexicanos y latinoamericanos- me ha permitido reconocer las complejas dimensiones micro, meso y macro de lo político, así como sus configuraciones sincrónicas y diacrónicas. Por tales razones, ahora me parece indispensable un examen profundo y amplio del tema.
II
Tal como lo concibo, la elaboración de un modelo de análisis sistémico de lo político implica conjugar las discusiones de tres disciplinas: filosofía política, sociología y antropología. En particular, quiero poner a dialogar las intervenciones de la filosofía política de las cinco últimas décadas sobre “lo político” con la teoría de los sistemas sociales de Niklas Luhmann y la denominada antropología del Estado. Pienso que al vincular sus aportes se pueden superar sus respectivas insuficiencias y, de este modo, esbozar dicho modelo teórico.
Las discusiones filosóficas han contribuido de manera decisiva a ampliar nuestra concepción de la política y lo político (Arendt, 1985, 1992, 1993, 1994; Badiou, 1988, 1985; Castoriadis, 2008, 2001, 1995a, 1995b, 1989; Lefort, 1986, 1991, 1992, 1999; Rancière, 2002, 2004, 2007; Vollrath, 1977, 1987, 2003; Laclau & Mouffe, 2011; Laclau, 2008, 2014, 2015).1 En términos generales, en estos debates predomina una preocupación por la democracia y las amenazas a las que está expuesta (desde el totalitarismo hasta su colonización por el mercado). Estos pensadores coinciden en que las democracias realmente existentes no satisfacen sus propias pretensiones normativas ni los proyectos políticos que las animaron, por lo que se han vuelto una suerte de administración colectiva de los asuntos públicos en beneficio de élites políticas y económicas y en las que la libertad, la igualdad y la representación políticas resultan quimeras. En una palabra, en los modernos sistemas políticos con sus democracias liberales representativas -afirman estos filósofos- la política se encuentra exiliada y sus ciudadanos se caracterizan por su desinterés en los asuntos públicos y por estar sometidos a fuerzas despolitizadoras.2 En consecuencia, elaboran un pensamiento en el que oponen la experiencia política auténtica a su perversión encarnada en la dominación político-económica de “oligarquías liberales”. Esto expresaría básicamente la oposición binaria la política/lo político, en donde el lado izquierdo señala la política institucional burocratizada, mientras que el derecho, la acción en concierto de los ciudadanos que irrumpen episódica y extraordinariamente en la arena institucional, cuestionan y pretenden modificar aspectos importantes del orden social, político y económico.
El mérito de la dicotomía la política/lo político es que permite observar fenómenos políticos fuera de la lógica de funcionamiento normal del Estado y las instituciones políticas, que, por lo común, pasan inadvertidos, o bien son insuficientemente comprendidos. No obstante, esta oposición resulta problemática. En mi opinión, hay que ver la política y lo político, en términos heurísticos, como una línea continua en la que todo fenómeno político se mueve, en determinado momento y circunstancias, a un lado u otro, dependiendo de cursos de acción y conflictos específicos. Esto permite desesencializar actores, instituciones, procesos, prácticas y discursos.3 Por tanto, conviene superar la falsa dicotomía entre la política -como institucional, gubernamental, administradora, controladora, rutinaria- y lo político -como episódico, contingente, instituyente, creativo, libertario y conflictivo.
En resumen, al menos para los interesados en la investigación empírica, el gran problema de estas discusiones consiste en que, por la naturaleza misma del discurso filosófico, sus aportaciones resultan abstractas, generalizantes, en ocasiones ahistóricas y normativas y, sobre todo, poco operacionalizables y útiles para la investigación empírica.
Por otro lado, la sociología política de Niklas Luhmann ofrece un marco conceptual apropiado para dar cuenta de la organización y funcionamiento general del sistema político en las sociedades contemporáneas (Luhmann, 2000, 2010, 2012). Para el sociólogo alemán, la política es un sistema especializado más de la sociedad, cuya función central consiste en la elaboración de decisiones colectivamente vinculantes. Internamente, el sistema político se diferencia en política, administración pública y público. Las comunicaciones específicamente políticas son sólo aquellas que se configuran de acuerdo con el código, los programas y el medio de comunicación simbólicamente generalizado propios del sistema político.
Una lectura ortodoxa de la obra de Luhmann rechazaría la inclusión de lo político, ya que se antojaría un suplemento innecesario o porque abarcaría únicamente fenómenos presumiblemente secundarios del sistema político. Al echar mano de las discusiones filosóficas sobre lo político, me interesa trazar una distinción en el concepto sistémico de la política y determinar lo político como su contraparte. Me explico: todas las comunicaciones que no se ordenan de acuerdo con los procesos, operaciones y enlaces de código, programas y medios de comunicación políticos son, por lo general, ajenas a la política. Sin embargo, lo político se configura justamente en las comunicaciones que si bien se orientan -directa o indirectamente, mediata o inmediatamente- a influir en la toma de decisiones colectivamente vinculantes, no obstante tienen un carácter indeterminado y polémicamente abierto en tanto que cuestionan y transgreden, según sea el caso, códigos, programas y los márgenes de inclusión/exclusión del orden sistémico político. De esta forma, lo político pretende modificarlo y reordenar sus distinciones operativas características, redefiniendo así jerarquías, posiciones de autoridad e influencia, distribución de recursos materiales y simbólicos, categorizaciones identitarias individuales y colectivas, etcétera.4
La idea de lo político nos permite trascender la ciudadela de la política institucional y explorar su configuración y efectos más allá del sistema político. Esto es algo que la teoría de sistemas, por su propia lógica arquitectónica, simplemente no puede observar -ni le interesa aprehender, por cierto-. Precisamente aquí yace la importancia de dialogar con la denominada antropología del Estado. En primer lugar, porque, a diferencia de los filósofos políticos y los cultores de la teoría de los sistemas, tiene una gran experiencia en la investigación empírica y el tratamiento metodológico en el estudio de las complejas y conflictivas relaciones entre el Estado y la sociedad (Agudo Sanchíz & Estrada Saavedra, 2011, 2014; Agudo Sanchíz, Estrada Saavedra & Braig, 2017; Aradhana & Gupta, 2006; Das & Pole, 2004; Joseph & Nugent, 1994; Krupa & Nugent, 2015; Migdal, 2011). En segundo término, su cercanía empírica con sus objetos y sujetos de estudio le permite cuestionar y romper con muchos de los presupuestos convencionales en la ciencia política y la sociología sobre el Estado y la política. En tercer lugar, la antropología del Estado se ha ocupado de la dominación, la hegemonía, la desigualdad, los conflictos sociopolíticos, las prácticas y rutinas de las burocracias estatales en diversas regiones del mundo y ofrece una visión más compleja e incluyente del Estado y la política que las teorías políticas y las sociologías políticas convencionales. Y, en cuarto lugar, porque este enfoque nos permite estudiar lo político no sólo en el Estado y el sistema político, sino también fuera de ellos y en sus múltiples y conflictivas vinculaciones con ellos.
El déficit de la antropología del Estado es que carece aún de un marco teórico común, por un lado, y que hasta ahora no se ha dirigido sistemáticamente a estudiar la política y los Estados de las autodenominadas “sociedades centrales”. Es muy probable que estudios comparativos demuestren que las diferencias entre estas sociedades y las denominadas periféricas no son tan grandes ni sean las que usualmente se utilizan para describirlas desde el “Norte global”.
El diálogo interdisciplinar que propongo se facilita enormemente porque, a pesar de sus diferentes orígenes, objetivos y alcances, la filosofía política contemporánea, la teoría de sistemas y la antropología del Estado tienen en común bases epistemológicas posfundacionalistas, antiesencialistas y deconstructivas, de tal suerte que abordan los objetos de su interés en términos de complejidad, diferencia, contingencia, conflicto, potencia, funciones alternativas, ateleología y materialidad.5
Esta comunidad de presupuestos no debe engañarnos sobre el hecho de que los conceptos centrales de estas disciplinas difieren entre sí en su contenido, alcance y sentido, por lo que requieren una reconstrucción para incorporarlos a un marco teórico común. Por su flexibilidad y gran capacidad integrativa, la teoría de los sistemas sociales de Niklas Luhmann (1987) ofrece la sintaxis y gramática adecuadas para realizar las traducciones conceptuales correspondientes.
Por último, no concibo el esbozo de una sociología sistémica de lo político como una teoría universal de lo político, sino más bien como la propuesta de un modelo conceptual y analítico que sirva para las pesquisas empíricas y la aprehensión de las diferencias sociohistóricas de lo político y las complejas y conflictivas relaciones entre Estado y sociedad en sociedades como las latinoamericanas. Enfatizo este punto, porque las teorías convencionales y dominantes sobre los movimientos sociales, el Estado o el sistema político, por ejemplo, se presentan con la pretensión de validez universal, aunque su rango de explicación y alcance es muy limitado -por no decir, parroquial, debido a lo cual aquello que tienen que decir sobre sociedades modernas en Latinoamérica, Asia o África es muy superficial, si no es que hasta irrelevante-. Esto pasa muchas veces inadvertido, dicho sea de paso, por el tufillo evolucionista que las acompaña, estén o no conscientes de ello sus promotores. Asumir la conciencia de esa diferencia sociohistórica, pero sin caer en los excesos y hasta desvaríos del poscolonialismo y las epistemologías del sur, nos permite considerar la complejidad y las diversas e irreductibles manifestaciones de lo político y la dominación y sus vínculos estructurales en diferentes regiones del mundo.