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Estudios sociológicos

On-line version ISSN 2448-6442Print version ISSN 0185-4186

Estud. sociol vol.35 n.103 Ciudad de México Jan./Apr. 2017

https://doi.org/10.24201/es.2017v35n103.1523 

Notas de investigación

Fracturar las fronteras carcelarias. Notas en torno a una investigación sobre la sexualidad en situación de reclusión

Breaking prison borders. Notes around a research on sexuality situation in prison

Velvet Romero García1 

1El Colegio de México, rgvelvet@colmex.mx


Resumen:

La presente nota de investigación presenta avances teóricos de la tesis que se desarrolla actualmente en el doctorado en ciencia social con especialidad en sociología de El Colegio de México. Tiene como tema general la construcción de espacios y la puesta en marcha de prácticas sexuales que se llevan a cabo como formas ilícitas de usos corporales dentro de un reclusorio. En este trabajo se considera la sexualidad como campo político que permite poner en evidencia tensiones, relaciones de poder, mandatos de género y usos lícitos e ilícitos del cuerpo. El contexto de reclusión pone en evidencia una serie de transgresiones, acomodaciones, rupturas y fracturas espacio-temporales, donde la sexualidad resulta el campo privilegiado que permite tales fisuras.

Palabras clave: sexualidad; género; reclusión

Abstract:

This research note presents theoretical developments of a dissertation thesis currently being developed at the doctorate in social sciences with a major in Sociology of El Colegio de México. The dissertation’s general topic is the construction of spaces and the implementation of sexual practices carried out as illegal forms of corporal uses within a prison. In this paper, sexuality is interpreted as a political field that reveals tensions, power relations, gender mandates and lawful and unlawful uses of the body. The context of detention reveals a series of transgressions, accommodations, breaks and space-time fractures, where sexuality becomes the privileged field allowing such fissures.

Key words: sexuality; gender; prison

Introducción

La sexualidad puede ser comprendida como una “arena política” (Córdova, 2003), cruzada por diversos discursos y normativas que muestran el amplio tejido de relaciones de poder que la atraviesan. La sexualidad se encuentra en el punto central donde se intersecan saberes, creencias religiosas, juicios morales, procesos económicos, decisiones políticas, luchas corporales y relaciones de género, etnia y clase.

En situación de reclusión, la sexualidad muestra las características propias del contexto social extracarcelario, pero adquiere tonalidades y matices distintos debido a las propias condiciones de reclusión. Se parte del supuesto de que existen dos regímenes diferentes que autorizan a los cuerpos de hombres y mujeres a ejercer su sexualidad. Por un lado, se encuentra la sexualidad “legítima” o “institucional”, delimitada por una serie de reglas institucionales que determinan los usos adecuados del cuerpo, las personas con las que es moralmente correcto ejercer la sexualidad y estipula las condiciones bajo las cuales se pueden tener encuentros sexuales. El segundo régimen es el “ilegítimo” o “paralelo”, que se deriva de las condiciones restrictivas del primer régimen; éste se regula a partir de las jerarquías carcelarias, las posiciones de sujeto en la estructura carcelaria, las relaciones de poder intra e intergenéricas y las prácticas informales del personal administrativo y de custodia.

A pesar de parecer opuestos, en realidad ambos regímenes comparten funciones regulatorias que intentan mantener el orden al interior del reclusorio: determinar quiénes cumplen con requisitos legales, morales y económicos para tener acceso a la visita íntima, así como dónde, cuándo y con quiénes los sujetos tienen autorizado ejercer su sexualidad. En definitiva, establecer una disciplina corporal, sexual y de género para garantizar “la normalidad”.

La cárcel posee un carácter dual: se trata de un espacio “moralizador” que intenta normar sexualidades y cuerpos a través de una estricta vigilancia de los estereotipos de género, donde a las mujeres les es requerido el autodominio sexual y el control de la sexualidad de los hombres que habitan esos espacios (administrativos, custodios, trabajadores). Al mismo tiempo, el reclusorio es un espacio de encierro de sujetos que ya se encuentran fuera de la norma, lo que genera un orden sexual alterno.

El espacio carcelario ha sido considerado por Goffman como una “institución total”, definida como “un lugar de residencia y trabajo donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un periodo apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada formalmente” (Goffman, 2007, p. 13). Para el autor, estas instituciones tienden a provocar una ruptura espacio-temporal con el mundo de afuera: en reclusión el tiempo parece suspenderse y el espacio se percibe como fragmentario.

Según Davies (1989), las instituciones estudiadas por Goffman ya no son las mismas ni por su ubicación geográfica ni por su tiempo histórico; por tanto, la institución penitenciaria ya no es aquel espacio que aislaba a los sujetos del mundo exterior. Esta fractura de las fronteras carcelarias ha sido provocada, según Da Cunha (2005), por un cambio en las “geografías de reclusión” que facilita la reclusión de amplios sectores de la población que suelen ubicarse en zonas aledañas; es decir, que dados los procesos de criminalización que tienden a buscar personas “delincuentes” dentro del mismo espacio geográfico, los sujetos que se encuentran recluidos suelen ser vecinos, amigos o conocidos fuera de los límites carcelarios.

La ruptura de las fronteras carcelarias no sólo puede ser apreciada a través de la dicotomía dentro-fuera de reclusión, sino también a partir de la difuminación de los contornos que delimitan los espacios interiores y que, supuestamente, no se deben transgredir. Así, por ejemplo, los hombres no pueden entrar al área femenil; sin embargo, bajo ciertas condiciones, algunos hombres pueden hacerlo: internos que se anotan como voluntarios para hacer reparaciones de las instalaciones del reclusorio, custodios y trabajadores que los van a “vigilar”. La siguiente nota de investigación pretende presentar algunas líneas teóricas que permiten apreciar las fracturas carcelarias a partir de la sexualidad. Dichas prácticas sexuales que se gestan fuera de las normas institucionales ponen en evidencia las formas y posibilidades de transgresión de fronteras intra y extrapenitenciarias; es precisamente este punto de ruptura que permite ver las relaciones de poder, los niveles jerárquicos, los capitales, las normas de género, los usos corporales estratégicos, la construcción de espacios sexuales, la agencia y las prácticas de resistencia.

Presencias y ausencias en los estudios sobre la sexualidad en reclusión

La sexualidad en situación de reclusión ha sido ampliamente abordada, la profusa bibliografía da cuenta de ello. Los temas que se encontraron pueden ser agrupados en seis líneas de investigación: las enfermedades de transmisión sexual, los hombres como agresores sexuales, la homosexualidad, la maternidad dentro y fuera de reclusión, la visita íntima y la violencia sexual intrapenitencia. Debido a los intereses muy particulares de esta investigación, la revisión solamente estará enfocada en los últimos cuatro puntos.

El deseo homosexual fue uno de los primeros temas estudiados que cruzaba sexualidad y reclusión, y fundamentalmente se centraba en comprender por qué un hombre aceptaba mantener contactos sexuales con otros hombres (Hensley & Tewksbury, 2002). Utilizando el modelo de la de privación social se concluyó que tales intercambios eran debidos a una ausencia de oportunidades para tener relaciones heterosexuales (Gibson & Hensley, 2013); desde este punto de vista, la homosexualidad resultaba una práctica anómala. La atención centrada en explicar el origen de la sexualidad impidió mirar hacia temas como las jerarquías, relaciones de poder, normatividad sexual paralela, sexualidades ilegítimas (Camacho, 2007; Alexander & Meshelemiah, 2010; Vitulli, 2010), homoerotismo (Parrini, 2007; Bello, 2013) y, por supuesto, la homosexualidad femenina (Pardue, Arrigo & Murphy, 2011).

Gran parte de la investigación que se ha hecho sobre la sexualidad femenina tiende a enfocarse en su papel de madres, y se pueden notar tres vertientes: maternidad en reclusión, los derechos reproductivos y la maternidad a la distancia. La primera línea, más que centrarse en las madres, pone la mirada en las niñas y los niños que habitan esos espacios. Las discusiones han versado sobre la pertinencia de mantener a las y los infantes dentro (para preservar el vínculo con la madre) o bien, sacarlos inmediatamente del reclusorio para evitar que adopten el ethos carcelario (Briseño, 2002). Dentro de esta misma vertiente se pueden encontrar interesantes discusiones sobre la utilización de la condición de madre para obtener ciertos beneficios dentro del sistema carcelario (Spedding, 2008), o bien las representaciones que sobre la maternidad tienen las mujeres acusadas de filicidio (Palomar & Suárez, 2007).

Una segunda línea de investigación explora las condiciones carcelarias que favorecen o impiden la apropiación de los derechos sexuales y reproductivos (López 2007; Vainik, 2008). Finalmente, la última vertiente se centra en el ejercicio de la maternidad a la distancia y los efectos personales, familiares y comunitarios que tiene este tipo de maternidad (Luyt, 2008).

Una tercera línea de investigación con relación a la sexualidad en reclusión explora las formas en que la visita íntima irrumpe el orden carcelario, fragmentando las fronteras que separan el interior del exterior. La ruptura delos límites se puede dar en diversos sentidos: creando espacios sexuales (Bassani, 2011; Bello, 2013), o bien vinculando el mundo interno con el externo a través de amplias redes de información y envío de objetos (Bassani, 2011). Se explora también el estereotipo de “guerrero,” que subyace a la decisión de conseguir una pareja interna (Bassani, 2011), además de que la reclusión resulta ventajosa para desarrollar un sentido de independencia entre las mujeres y el dominio de la relación (Comfort, 2008).

Existen estudios que buscan comprender el significado que adquiere la visita íntima para las mujeres (Lima, 2006), que resulta ser más escasa y menos deseable debido al estigma que hay sobre las mujeres en situación de reclusión, que las convertiría en sujetos menos atractivos (Anthony, 2007). Sin embargo, no se encontraron investigaciones que planteen por qué a algunos hombres les resultan atractivas estas mujeres y por qué deciden mantener vínculos amorosos con ellas.

Finalmente, la última línea de investigación sobre las sexualidades carcelarias se centra en comprender bajo qué condiciones se presenta la violencia sexual. Algunos estudios consideran que las internas y los internos se ven forzados a intercambiar sexo por otros bienes como drogas, comida, protección o favores (Struckman-Johnson & Struckman-Johnson, 2006; Shayo, 2007; Just Detention, 2012); otros más hablan de que las características que hacen a una persona vulnerable a sufrir este tipo de violencia tiene que ver con el sexo (Struckman-Johnson & Struckman-Johnson, 2006), la orientación sexual (Rothstein & Stannow, 2009; Barua, Worley & Mullings, 2010; Dumond, 2000; Just Detention, 2012), el carácter delincuencial (Dumond, 2000; Just Detention, 2012), o bien ser detenidos por crímenes sexuales (Dumond, 2000), y el abandono de familiares, en el caso de las mujeres (Baro, 1997). También se hace referencia a las condiciones físicas y de funcionamiento penitenciario que favorecen la violencia sexual (Shayo, 2007; Rothstein & Stannow, 2009).

Se encontraron estudios que no sólo analizan la violencia dentro, sino como un evento que forma parte de la vida de las mujeres antes, durante y después de la reclusión (Dirks, 2004; Rodríguez et al., 2006); esto último resulta sumamente interesante para comprender que las violencias están encadenadas unas a otras y no se trata de episodios aislados.

La revisión de las “presencias” lleva a advertir algunos huecos e imprecisiones que resultaron cruciales para construir el objeto de este estudio. Por un lado, parece haber una sentida ausencia de investigaciones que enfaticen en las relaciones de poder y las jerarquías carcelarias que muestren cómo la sexualidad “ilegítima” se gesta y adquiere sentido en el sistema carcelario alterno. El cuerpo como eje analítico se encuentra supeditado al género o la sexualidad, lo cual impide hacer aseveraciones sobre los usos estratégicos del cuerpo para encontrar pareja o esconder objetos; el cuerpo resulta un capital que hombres y mujeres en situación de reclusión suelen explotar.

A pesar de que las investigaciones han enfatizado en que tener pareja resulta una fuente de capitales, asumen que son las relaciones heterosexuales la fuente de este capital; no se ha problematizado el hecho de que la búsqueda de múltiples parejas (hetero, homo o trans) también es una fuente de poder. A pesar de que se reconoce la existencia de una sexualidad alterna a la norma, los estudios no han mostrado interés por las prácticas de resistencia tanto a la sexualidad “institucional” como a la que se gesta paralelamente.

Las investigaciones han carecido de una mirada que comprenda la violencia fuera y dentro de reclusión; el uso de trayectorias sexuales que permitan ver esta continuidad ha sido poco explotado. Lo mismo sucede en el caso de incorporar la perspectiva del sujeto que padece la violencia más allá de las definiciones normativas que sobre la violencia sexual existen. Las personas tienden a elaborar marcos de sentido que les permiten ubicar sus experiencias sexuales como violentas o no violentas y que pueden estar acordes con las propuestas más normativas. Incorporar este último aspecto ayudaría a desestructurar la visión apocalíptica que de la sexualidad en reclusión se tiene: las mujeres no tienen capacidad de agencia y, por tanto, las resistencias resultarían impensables.

Finalmente, aunque las investigaciones tienden a incorporar diversas variables para el análisis (etnia, clase, género, orientación sexual, entre muchas otras), asumen una relación multicausal de estos elementos, pero no necesariamente como potencializadores de la vulnerabilidad (Bello, 2013); por tanto, incorporar el enfoque de la interseccionalidad resultaría sumamente útil para realizar una investigación en el contexto carcelario.

Construyendo el objeto de estudio

Con todos estos elementos aportados por las investigaciones revisadas y por los elementos teóricos que sustentarán este estudio (que más tarde se abordarán), se considera que, a través de las trayectorias sexuales de los sujetos —que permiten apreciar la sexualidad como un continuum— se pretende comprender si la situación de reclusión representa un trastocamiento o una prolongación de su sexualidad expresada en el exterior; cuáles son las formas en que pueden manifestarse dichas prácticas sexuales y cómo los sujetos se enfrentan a las restricciones y posibilidades que les ofrece el contexto para el ejercicio de su sexualidad.

A través de una mirada interseccional se tiene en consideración que las personas no son sólo sujetos sexuados, sino que su condición de género, etnia, edad, nivel educativo, experiencias sexuales previas, posición económica, conocimientos carcelarios y rango jerárquico las posiciona de manera diferencial en el campo social. En función de lo anterior, es de interés para este estudio comprender cómo estas condiciones actúan para que se manifieste una determinada dinámica sexual en reclusión, cuáles son las formas en que los sujetos se enfrentan a dichas posibilidades de expresión sexual y cómo —a través del uso de sus cuerpos— dialogan, enfrentan, adaptan, negocian o resisten tanto a las reglas formales como a las informales que se construyen en torno a la sexualidad.

Si se considera que, a través de su experiencia sexual fuera de reclusión, los sujetos construyen parámetros normativos sobre la licitud e ilicitud de sus deseos, usos corporales y prácticas sexuales, es necesario comprender cómo se construyen los parámetros de justicia e injusticia en torno a la sexualidad propia y del otro; de qué forma esta percepción de justicia e injusticia se aproxima o aleja tanto de los códigos que definen los derechos sexuales y reproductivos, como de las normas morales socialmente predominantes. En este sentido, resulta imprescindible explorar las diferencias que se presentan inter e intragenéricamente, a fin de analizar qué elementos intervienen y en qué forma se intersecan para la apropiación de sus derechos sexuales y reproductivos.

Finalmente, se busca comprender cómo los parámetros de licitud e ilicitud de deseos, prácticas sexuales y usos del cuerpo que los sujetos van construyendo para sí mismos y para otros, intervienen en la percepción de la dinámica sexual carcelaria en función de considerarla violenta o no. Se busca descifrar —desde la perspectiva de los sujetos que la experimentan— cómo son construidos los marcos de violencia sexual fuera de reclusión y cómo estos mismos pueden ser trasladados o modificados en situación carcelaria para que, en función de esta percepción, y considerando los límites que el contexto impone, los sujetos puedan acomodarse, adaptarse o resistirse ante esta violencia sexual.

El tejido analítico

Identificar los hilos que componen la madeja resulta un ejercicio indispensable para tejer el marco de análisis. De acuerdo con todo lo dicho anteriormente, se definieron tres hilos principales: el cuerpo, el género y la sexualidad.

Los estudios del cuerpo fueron inaugurados por Mauss (2005), que concibió el cuerpo como el primer instrumento del ser humano y delimitó las “técnicas corporales” como prácticas corporales que tienen un doble carácter: uno material y otro simbólico; tales técnicas se encuentran situadas en un espacio histórico, cultural y geográfico que permite aprehender y comprender los significados de las acciones corporales. En el estudio del cuerpo existen varios niveles de análisis, a decir de Sabido (2010). El primero lo nombra como “el orden de la interacción”, que se enfoca en las formas en que los sujetos participan en interacciones sociales, llevando con ellos “su cuerpo y sus pertrechos” (Goffman, 1983, p. 4); este intercambio dialógico se ve enmarcado por jerarquías, atribuciones, relaciones de poder, inclusiones y exclusiones que delimitan las posibilidades de interacción. El segundo nivel propuesto por Sabido (2010, p. 817) es el “orden de las disposiciones”, es decir, “tendencias e inclinaciones a actuar así y no de otro modo”; así, las prácticas corporales serían el producto tanto del aprendizaje incorporado como de los marcos sociales, históricos, políticos y geográficos que le otorgan sentido.

El orden de las disposiciones, según Sabido (2008), permite mostrar la estructura socio-histórica que se encuentra presente en cada representación corporal, haciendo patentes las distinciones de clase, etnia, género y generación, pero también las posibilidades de agencia que tienen los sujetos. De estos marcadores corporales, el género es el que interesa más a este trabajo.

El género puede ser concebido como una categoría relacional constituyente de las relaciones sociales basadas en significantes de poder (Scott, 1996). No se trata de una entidad fija cuya naturaleza estática permite la asignación de roles, atributos, creencias y/o valores a los géneros, sino más bien representa un proceso en continua construcción que se va delineando a través de una serie de actos corporales repetidos; lo que Butler (1988) llamó actos performativos.

Butler (1988) menciona que, aunque los sujetos a través de sus acciones cotidianas representen y delimiten las atribuciones genéricas, no significa que el género se constituya de manera arbitraria. Las posibilidades de actuación se encuentran delimitadas por una serie de normas y prescripciones sociales; de esta manera, el género es un asunto social y no una simple actuación individual. Tales prescripciones determinan qué representaciones deben tener los hombres y las mujeres para ser llamadas femeninas o masculinos; del mismo modo, si la normatividad no es cumplida, también se tienen sanciones preestablecidas. Los mandatos de género también delimitan quién o quiénes, por sus atribuciones genéricas, se encuentra más arriba en la escala social; en este sentido, son las mujeres quieres ocupan los escaños más bajos, junto con algunos hombres que no calzan con los estereotipos de la masculinidad hegemónica (Connell, 2003).

Tanto el cuerpo como el género pueden ser entendidos como un capital, definido por Bourdieu (2001, p. 132) como “una fuerza inscrita en la objetividad de las cosas”, operando —según el autor— como un principio secundario, ya que al estar naturalizado se muestra como socialmente legítimo. Esta idea lleva a Bourdieu a no reconocer las asimetrías de capital cultural entre los hombres y las mujeres (McCall, 1992). Los capitales tienen sentido dentro de un determinado campo que, a decir de Bourdieu (2002), se trata de un espacio social jerarquizado donde los sujetos asumen posiciones dependiendo de sus capitales; el campo, a su vez, se estructura a partir de las relaciones entre sujetos y sus capitales. Cada persona participante de la dinámica del campo ha adquirido las disposiciones corporales necesarias para participar, lo que Bourdieu nombró habitus. Skeggs (2003) critica la concepción de habitus como inconsciente y prerreflexivo, ya que, según la autora, la reproducción cotidiana de ciertos mandatos —como los de género— muestran que se piensan y, en ocasiones, se ejercen de manera estratégica.

Otro elemento de análisis es la sexualidad. Como construcción social, se halla cruzada por relaciones de poder, intereses económicos y pugnas políticas (Weeks, 2000) que delimitan la utilización adecuada de los cuerpos y sus orificios, regulan las prácticas sexuales lícitas e ilícitas y “establecen quién tiene el derecho de hacer qué a quién” (Córdova, 2003, p. 348). La sexualidad está sujeta a jerarquías y parámetros de normalidad; según Vance (1989), lo masculino, heterosexual y de clase alta o media funcionan como puntos de referencia definitorios de las prácticas sexuales “correctas”, de tal suerte que todo lo demás que se aleje de dichos parámetros será socialmente —y a veces legalmente— sancionado.

Cruzada por múltiples discursos (Foucault, 2009), la sexualidad en nuestro contexto occidental está tocada primordialmente por una normatividad religiosa judeocristiana, donde, al ser peligrosa, debe ser vigilada y regulada. Aunque existen muchas más regulaciones, es de interés de esta investigación enfatizar en dos aspectos: la norma heterosexista y la sexualidad distintiva para los hombres y para las mujeres.

Cada cultura establece con quién y de qué manera las personas vamos a utilizar sexualmente nuestros cuerpos. Estas restricciones del quién y del cómo —como las llamó Plummer (en Weeks, 2000)— mostrarían la manera en que la moralidad cristiana imperante (traducida a prácticas sociales bien definidas) delimita que la sexualidad se ejerce primordialmente con fines reproductivos y asigna, según sea el caso, las sanciones por una utilización diferente del cuerpo y la sexualidad (Rubin, 1989).

La concepción de la sexualidad como prácticas “naturales” y “esenciales” lleva también a una distinción en la forma de percibir la sexualidad femenina y masculina: los hombres poseerían por “naturaleza” una sexualidad desbordante que necesita satisfacerse dado su espíritu impetuoso (Weeks, 2000); la sexualidad de las mujeres, por el contrario, tendría un carácter “esencialmente” pasivo, controlado y controlable (Castro, 1998), que requiere de vigilancia para evitar cualquier tipo de anormalidad como el deseo erótico. La perspectiva construccionista —que se asume como modelo para esta investigación—, reconoce que hay una sexualidad diferente entre los hombres y las mujeres, que no proviene de causas “esenciales” o “naturales”, sino de una normatividad que regula los cuerpos, los espacios y las prácticas sexuales y que, al mismo tiempo, establece castigos para quien transgrede dichas reglas.

Vance (1989) menciona que las perspectivas feministas sobre la sexualidad suelen recaer en dos polos. Uno de ellos enfatiza que la sexualidad es predominantemente violenta, peligrosa y donde la mujer sería entonces un ser dominado y pasivo; este discurso escondería la capacidad de agencia y resistencia de las mujeres. El otro polo lo ocupa la sexualidad como placentera, donde las mujeres son sujetas activas que buscan continuamente su gratificación sexual; este discurso, si bien se centra en el reconocimiento del deseo erótico femenino, tiende a esconder los sistemas de opresión que limitan su sexualidad. En esta investigación se asume que las mujeres son agentes de su propio deseo erótico; sin embargo, también existen muchas fuentes de peligro, desprotección y una normatividad sexual más rígida que va limitando las posibilidades de acción para las mujeres. La sexualidad es, en suma, como Vance (1989) considera: una fuente de placer, pero también de peligro.

Esta tensión entre el placer y el peligro permite mostrar tanto las fuentes de dolor como la capacidad de las personas para resistir. La violencia sexual deja entrever que lo que podría ser una sexualidad placentera se puede convertir por disposición de otro en algo doloroso. La violencia en general y la violencia sexual en particular no parecen ser eventos extraordinarios en la vida de las personas, sino que resultan ser, como dicen Schepper-Hughes y Bourgois (2004), un continuum que se encadena con otro tipo de violencias. Es decir, la violencia se manifiesta no como un evento episódico, sino como una serie de prácticas más o menos constantes que abarcan múltiples esferas de la vida y que pueden presentarse como “naturales” por estar normalizadas; dicha violencia, además, se va encadenando con otras: la violencia estructural de la desigualdad, de las instituciones, con la familiar o la escolar, por ejemplo.

La violencia sexual es un concepto difícil de definir, ya que parece implicar tres aspectos que se encuentran más allá de lo que las definiciones normativas puedan apreciar. Un primer punto es que este tipo de violencia no es un comportamiento que se reduce a la interacción cara a cara, sino más bien es una práctica que remite al contexto histórico, social, geográfico y cultural donde entran en juego relaciones desiguales de poder, mandatos de género, resistencias y disciplinamientos corporales; por tanto, no se trata de un episodio, sino de un proceso (Ramírez, 2005).

El segundo aspecto es que, para comprender los sentidos y significados de la violencia sexual, es necesario conocer la perspectiva de quien la padece, cómo se interpreta, qué prácticas son reconocidas como más o menos violentas y a qué sistemas de clasificación y gradación están operando. Finalmente, la violencia sexual ha tendido a definirse en términos de la ausencia de “consentimiento”, sin embargo —como dice Fraisse (2012)—, éste parte de una óptica liberal donde los sujetos son capaces de decidir autónomamente y donde además existe una valoración de género diferencial: la expresión del consentimiento para el hombre representa voluntad, mientras que para la mujer remite a la dependencia y a la sumisión. En suma, esconde los códigos eróticos bajo los cuales se regula la sexualidad (Fassin, 2008).

La violencia sexual remite también a las relaciones desiguales de poder, concebidas éstas como circulantes que funcionan bajo una organización reticular; como no se pueden poseer, quienes participan en las relaciones sociales pueden ejercer en alguna medida el poder (Foucault, 1999). Foucault (1999) menciona que el poder dista de ser represivo; por el contrario, es expresivo y creativo. Las relaciones de poder presentan fisuras, fracturas, quiebres y espacios por donde se pueden subvertir a través de las resistencias, por lo que el poder y las resistencias serían coexistentes (Foucault, 1988), lo cual no quiere decir que se trate de polos opuestos.

Mahmood (2001) critica el hecho de que, desde las concepciones postestructuralistas, se han tendido a percibir las resistencias como opuestas a la dominación y a considerarlas como sinónimo de agencia. Para esta autora, la agencia es la capacidad que tienen los sujetos de actuar; en este sentido, la resistencia sería únicamente una respuesta posible ante las múltiples respuestas que se pueden dar y, de esta manera, la agencia puede ir en sentido de fisurar el orden social, o bien de adherirse a las normas sociales.

Según Mahmood (2001), la perspectiva liberal de agencia y resistencia ha primado dentro de los estudios feministas, lo que ha llevado a pensar que existe un deseo de autonomía “natural” en los sujetos que los lleva a su liberación, además de que sólo es posible cuando se va en contra de las tradiciones o las normas sociales. Las resistencias, en este mismo sentido, serían viables cuando se subvierten las normas hegemónicas masculinas. Esta autora señala que esta postura no asume que el deseo de liberación es una construcción social aprendida o delimitada por todo el marco socio-histórico, sino que la agencia puede ir en diversas direcciones que no necesariamente se muestran como opciones disruptivas. Sin embargo, sí evidencian claramente que las mujeres pueden utilizar estratégicamente las normas que las constriñen.

Palabras finales

Este estudio considera el cuerpo como un lugar de derechos (De Barbieri, 2000), mismos que son privilegios que operan en sistemas liberadores o represivos (Chandiramani, 2001) y son construidos bajo premisas sociales, pero también representan los intereses políticos y económicos de determinada latitud. El estudio de la sexualidad debe incluir necesariamente la comprensión de las formas en que los sujetos se reconocen en mayor o menor medida como sujetos de derechos, y también las interpretaciones y apropiaciones que hacen de ellos.

Este estudio busca, además de lo ya mencionado, conocer precisamente bajo qué marcos de significado los sujetos se autorizan a sí mismos a experimentar su sexualidad, qué prácticas sexuales consideran que son adecuadas o peligrosas para sus vidas dentro y fuera de reclusión, y cómo el propio encierro puede dar cuenta de una serie de continuidades, tensiones y fracturas, lo que Correa y Petchesky (en Correa, 2008) llamaron “construcción subjetiva de derechos”.

Como una manera de hacer visible esa forma en que los sujetos construyen su marco propio de “derechos” se propone realizar trayectorias sexuales y reproductivas. Las trayectorias muestran el curso de vida de una persona en determinada esfera (laboral, familiar, sexual) y se encuentran divididas en diferentes transiciones, mismas que son cambios en la secuencia de las trayectorias que pueden deberse a factores sociales, o bien a otros más ligados a la cotidianidad del sujeto (Carpenter, 2010). Algunas transiciones pueden ser descritas como puntos de quiebre; es decir, acontecimientos que dejan una huella profunda en la vida de las personas (Denzin, 1989).

Finalmente, para comprender cómo se articulan las condiciones de reclusión, el género, la sexualidad, la edad y las jerarquías carcelarias con el tipo de delito y el carácter delincuencial se usará el enfoque de la interseccionalidad, que permite articular diversas fuentes de vulnerabilidad y percibir cómo éstas se potencializan unas a otras (Viveros y Gregorio, 2014), además de comprender cómo los diferentes sistemas producen efectos interseccionales (Bosse, 2012, pp. 68-69).

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Recibido: 01 de Abril de 2016; Aprobado: 02 de Abril de 2016

Correspondencia: Centro de Estudios Sociológicos/El Colegio de México/Camino al Ajusco núm. 20/Col. Pedregal de Santa Teresa/C. P. 10740/Ciudad de México/correo electrónico: rgvelvet@colmex.mx

Velvet Romero García es candidata a doctora en ciencia social con especialidad en sociología por El Colegio de México. Es maestra en estudios de género por la Universidad de Chile. Sus líneas de investigación son la violencia, el género, el cuerpo y la sexualidad. Dos de sus publicaciones recientes son “La reclusión del cuerpo trans”, “Los albures: un espacio simbólico de competencia entre hombres” y “De mamás, chequeras y borregas: la construcción de las jerarquías masculinas en un espacio carcelario”.

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