Porque no hay que engañarse: el viaje de la lectura pasa muchas veces por terrenos difíciles que exigen capacidad de emoción inteligente, deseos de comprender al otro y de acercarse a un lenguaje distinto al de nuestras tiranías cotidianas [...] Los lectores les fallan a los escritores cuando sólo buscan en éstos la confirmación de que el mundo es como lo ven ellos.
Enrique Vila-Matas
Introducción
En este artículo abordo diferentes problemas editoriales que enfrentan las revistas especializadas en sociología en México. En primer lugar, ubico este tipo de publicaciones, con una mirada estructural, en el centro de la comunicación del sistema de la ciencia. Después, enmarco el financiamiento y la promoción de la labor científica y las carreras de los profesores-investigadores en el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) y el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) como condición de posibilidad de la producción de artículos y las tareas editoriales. Finalmente, expongo una serie de paradojas de la edición de las revistas resultado de este encuadramiento y del desarrollo de las tecnologías de la comunicación.1
La comunicación científica
La publicación de libros y revistas especializados es uno de los vehículos privilegiados para la reproducción de la comunicación científica en forma de difusión de conocimientos, intercambio de datos, información, ideas y resultados de investigación (Luhmann, 1996). Existen, por supuesto, otros medios de circulación de este tipo de comunicación como, por ejemplo, las clases, las conferencias o los coloquios. Sin embargo, a diferencia de la publicación, éstos últimos dependen en gran medida de la interacción cara a cara, razón por la cual el círculo de interlocutores incluidos en la comunicación es muy estrecho. No sucede así, en cambio, con la publicación de libros y revistas, que, potencialmente, tienen resonancias comunicativas mucho más amplias en el tiempo y el espacio -lo anterior siempre y cuando estén disponibles en librerías, bibliotecas y, hoy día y de manera principalísima, en la internet.
Las revistas especializadas asumen la tarea de enlazar a diferentes lectores-interlocutores, que probablemente nunca se conocerán de manera personal, para discutir sobre temas particulares y ahondar, mediante más investigación, en nuestro conocimiento sobre estos últimos. Sin esta mediación no habría ciencia y, en todo caso, el conocimiento producido en la investigación sería, en general, muy pobre, porque una de las condiciones para su generación es que circulen información e ideas y que éstas puedan ser sometidas al escrutinio de pares expertos que puedan juzgar su relevancia y controlar que el conocimiento haya sido construido de acuerdo con el uso correcto de teorías, métodos y técnicas de investigación. Sin la crítica externa, entonces, el conocimiento adolecería muy probablemente de muchos más sesgos, errores y limitaciones que los de por sí inherentes a toda producción científica.
La difusión de conocimiento especializado para generar más conocimiento especializado es, en resumidas cuentas, la función manifiesta de las revistas científicas. Pero este tipo de publicaciones cumplen, a su vez, otras funciones latentes que, si bien no necesariamente contradicen la primera, sí generan, muchas veces, tensiones y paradojas importantes.
Paradojas de la ciencia de excelencia
La ciencia es un sistema funcional más de la sociedad mundial y, hoy en día, se reproduce globalmente. Sin embargo, su práctica se organiza y tiene lugar en regiones geográficas, culturales y lingüísticas, en países y en comunidades científicas que laboran en universidades y centros de investigación. En el caso de México -que en muchos sentidos es paradigmático de lo que sucede en el resto del subcontinente y allende-, la ciencia es una empresa financiada, fundamentalmente, con recursos públicos. Éstos son administrados y distribuidos por la SEP-Conacyt. Parte de este presupuesto está destinado al apoyo editorial de las muchas revistas científicas nacionales -sobre lo que hablaré más adelante.
El Conacyt y después el SNI surgieron a mediados de los años ochenta del siglo pasado bajo dos lógicas diferentes que, a la larga, resultaron ser contradictorias y contraproducentes. Por un lado, se buscaba contrarrestar el deterioro de la profesión académica y científica producto de las recurrentes crisis económicas del país -un sector social con una importante capacidad de airear su descontento en los medios de comunicación e influir en la opinión pública-. A esta lógica económico-salarial, se sumó la orientada a fomentar la investigación científica de excelencia para la generación de conocimientos, tecnología y recursos humanos que contribuyeran, en diferentes áreas, al desarrollo del país. Como la política económica del Conacyt no se concibió en términos de beneficio universal para todos los profesores e investigadores, se ideó un mecanismo que, bajo ciertos criterios, que en un momento mencionaré, seleccionara “a los mejores entre ellos” para apoyar su labor y carrera científicas. En otras palabras, a los integrantes del SNI (Gil Antón, 2014).
La membresía en el SNI está condicionada por una serie de criterios que cada uno de sus integrantes debe satisfacer para permanecer o ascender en alguno de los tres niveles de clasificación del sistema. En efecto, el profesor-investigador debe contribuir a la “formación de recursos humanos” mediante la docencia y la dirección de tesis (particular, aunque no exclusivamente, en los posgrados de maestría y doctorado), la participación en eventos académicos (como coloquios y conferencias), la formación de grupos de investigación y, sobre todo, la publicación de libros y revistas. Se sobreentiende que todo ello ha de cometerse con los más altos estándares científicos. Por cumplir con estos y otros requisitos más, el profesor-investigador se vuelve beneficiario de un “estímulo” mensual que, dependiendo del nivel SNI al que pertenece, va, más o menos, de $8 mil hasta $24 mil pesos. En muchos casos, este estipendio llega a ser un poco menos que el ingreso mensual base del profesor-investigador. La precarización de los salarios de los profesores-investigadores hace, por tanto, muy atractivo ingresar, permanecer y ascender en los niveles del SNI -que, por cierto, trae como beneficio extra que facilita recibir financiamiento de proyectos de investigación por parte del Conacyt.
Paradojas de la edición
Todos estos procesos tuvieron como efecto la necesidad, desde el punto de vista de los investigadores, de publicar libros, pero sobre todo publicar en revistas especializadas nacionales e internacionales. Esta marea de producción de artículos ha creado, sin duda, una gran cantidad de conocimiento en las diferentes disciplinas científicas. Al mismo tiempo, refleja la plástica adaptación de los investigadores a las reglas del juego para beneficiarnos de los estímulos -por cierto, libres de impuestos-. Para cada uno de nosotros se ha vuelto indispensable publicar, inclusive a toda costa. La brutal frase de la academia norteamericana, publish or perish es, entre nosotros, una realidad que la coacción económica ha institucionalizado.
Todo esto ha sucedido, de manera paralela y con mayores o menores semejanzas, en Latinoamérica. En consecuencia, la producción de conocimientos y el imperativo de publicar se multiplican con enormidad. Sucede, sin embargo, que no existen muchos espacios de publicación y no todos ellos gozan del reconocimiento y del suficiente atractivo para ser destinatarios de artículos que sean evaluados positivamente por el SNI al haber sido publicados en “revistas de excelencia”.
Masa ¿crítica?
Todos los editores y miembros de los comités editoriales de las revistas especializadas nos enfrentamos semanalmente con una verdadera avalancha de propuestas de colaboraciones para su eventual publicación. Con la aparición de la internet, esta cantidad de textos se ha vuelto un gigantesco alud, debido a que recibimos artículos de todo el continente y más allá -eso sin contar que muchas de estas colaboraciones están escritas en portugués, inglés, francés o alemán-. Si hace un par de décadas existía el riesgo de que no se contara con suficientes escritos para formar, de manera periódica, un número de la revista -por lo que se recurría, con sabiduría, a pergeñar traducciones e ir a la caza, casi físicamente, de material digno de publicación-; hoy día la situación es inversa, pero nuestras capacidades de selección de los textos eventualmente publicables no han crecido de manera proporcional. Hay muchas colaboraciones, tenemos poco tiempo para revisarlas con cuidado y dependemos de la buena disposición de evaluadores externos para dictaminar los trabajos. Se puede entender bien qué significa que nuestras capacidades de “reducción de la complejidad” sean limitadas, si se toma en cuenta que detrás de la palabra “revista” no hay un enorme equipo editorial de varias decenas de personas, sino tan sólo un puñado de entusiastas (¿o de condenados?) conformado por el director o la directora de la revista, la secretaria y, eventualmente, un corrector de estilo.2 Los comités editoriales tienen, para la conducción diaria de la revista, poco quehacer -esto sin mencionar al “comité internacional”, cuya función real es la de legitimar la existencia de la revista a través del prestigio académico de sus integrantes y su pertenencia a grandes universidades nacionales e internacionales. Aunque para efectos prácticos no tenga ninguna relevancia, luce mucho tener el nombre de Jon Elster o Bernard Lahire en la nómina del comité internacional de la publicación.
La internet y el nervioso tempo de la edición
En muchos sentidos, la experiencia moderna implica la “aceleración del tiempo”. Los desarrollos en las tecnologías de la comunicación, como la telefonía celular o la internet, son elocuentes al respecto. El remitente de un correo electrónico no tiene la misma paciencia ni la misma experiencia de horizonte temporal que el remitente de una carta. El primero espera una respuesta si no inmediata, sí pronta. El segundo está más dispuesto a esperar que el cartero deposite, en un día futuro indeterminado, una carta como respuesta a la suya. En la comunicación entre editores de revistas, autores y dictaminadores en el pasado anterior a la masificación del uso de la internet había más tiempo y disposición casi pueblerina a esperar más. A veces una llamada telefónica podía acelerar una respuesta del evaluador atrasado en la entrega de su dictamen -que se concretaba, por supuesto, vía postal-. Claro está, que difícilmente se podían hacer llamadas de larga distancia nacional o internacional por los prohibitivos costos que entonces esto implicaba. Por tanto, el círculo real de colaboradores de las revistas era muy estrecho y, hasta cierto sentido, local.
En términos de velocidad e interacción cara a cara, la era previa a la internet en el mundo editorial de las revistas especializadas era una suerte de Gemeinschaft. Con el uso de la internet, transitamos con rapidez inusitada a la Gesellschaft editorial: remitentes y destinatarios se han multiplicado en número y en el espacio y son, en principio, alcanzables al instante -por supuesto, bajo la condición de que tengan abierto el buzón de su correo electrónico y reaccionen a la oferta comunicativa-. La telecomunicación tiene el efecto de anonimizar a destinatarios y remitentes: dos cajas negras se comunican entre sí -aunque usan, con toda cordialidad, nombres, apellidos, títulos académicos y referencias institucionales- para poner a disposición un artículo para la revista o para solicitar el parecer de un trabajo. La comunidad académica -compuesta por productores y evaluadores de artículos que, en tiempos anteriores a la internet, uno más o menos conocía en persona o por referencias de algún conocido común- se ha agrandado y vuelto más abstracta e impersonal. Esto tiene cierta ventaja en términos de aumentar las probabilidades de aseguramiento de una evaluación imparcial. En efecto, cuando las revistas y los públicos eran, en gran medida, órganos de publicación de y comunicación entre grupos y públicos de expertos locales, regionales o nacionales, uno podría saber más o menos quién era el probable autor del trabajo a evaluar, ya que se tenía un conocimiento casi de primera mano de los integrantes del campo de su subdisciplina. La imparcialidad del juicio podía verse comprometida si había buenas o malas relaciones con el autor o su grupo de investigación. No es de extrañar que, bajo esas condiciones, se utilizara la elaboración de dictámenes para continuar, en otros terrenos, guerras soterradas o bien para promover la publicación de textos de personas o grupos con los que se simpatizaba, aunque los méritos del trabajo no lo justificasen. El mecanismo de evaluación del “doble ciego” se introdujo para generar condiciones de arbitraje más imparciales que protejan tanto al autor como al propio dictaminador. Hoy en día las filias y fobias que estructuran las relaciones de los integrantes de las comunidades científicas locales y nacionales pueden ser, hasta cierta medida, neutralizadas solicitando dictámenes de trabajos de colegas de México a expertos de Colombia o Brasil, por ejemplo. Con ello se genera, sin embargo, un alto grado de incertidumbre con relación a la cuestión de si el dictamen realmente se solicitó a la persona más adecuada, porque, después de todo, no se sabe quién es ésta, más que en forma de una serie de “referencias bibliográficas”.
El silencio de los inocentes
La internet es una herramienta inestimable para el trabajo cotidiano de los editores. Facilita la comunicación con autores y dictaminadores; pero también multiplica, al mismo tiempo, los silencios entre ellos. En efecto, por razones distintas -por ejemplo, una carga excesiva de trabajo o el mero desinterés-, cada uno de ellos puede decidir reaccionar a la contraparte con un sonoro silencio.3 Los días, semanas y meses pasan y no se recibe respuesta a la “amable solicitud” de evaluar un artículo para la revista. En el penoso caso de que Ego y Alter se encuentren en persona o se comuniquen por teléfono, el segundo siempre puede alegar que “no recibió el correo” -fatalidad ante la cual, para guardar las formas, simplemente se hace como si se creyera al interlocutor, porque uno nunca sabe si en el futuro se requerirá de una “nueva colaboración”-. Los investigadores, que en su rol de autores son tan solícitos y comunicativos, en su papel de evaluadores pueden volverse huraños y hasta llegar al mutismo. El resultado es la pérdida de tiempo, de por sí escaso, en un sentido muy real: lo que queda no es sino volver a buscar otro dictaminador con la esperanza de que acepte arbitrar el trabajo en cuestión, cuyo autor desespera, entre tanto, por no tener noticias del editor, quien, a su vez, también debe dominar, con diplomacia, el arte de hacer mutis. Esta falta de reciprocidad entre muchos de los miembros de la “comunidad científica” produce retrasos en la publicación de la revista. Entre los autores, cuyos trabajos se encuentran por esta razón, sin que ellos lo sepan, en “modo de stand by”, se alimenta la sospecha de que esa publicación tan “prestigiosa”, después de todo, no es tan seria.
Otros de los devoradores del escaso tiempo editorial son, sin duda, los autores cuyos trabajos han sido aceptados, programados e, incluso, anunciados para el siguiente número, pero que retrasan la entrega de su colaboración y, con ello, la posibilidad de que el número en su conjunto se imprima.
¿El Conacyt como enemigo de la edición científica de calidad?
En la edición de las revistas especializadas el tiempo se ha acelerado, como ya mencioné, por la introducción del uso de internet. El tiempo se vuelve también más escaso. Su escasez está condicionada por dos factores. El primero es tradicional y conocido: las revistas son publicaciones periódicas, cuyos plazos de edición hay que cumplir por respeto a los autores y al público lector -respeto que con frecuencia no se garantiza-. El segundo factor tiene que ver con el Conacyt. De manera semejante a la situación de los profesores-investigadores en relación con el SNI, las revistas se enfrentan a la disyuntiva de pertenecer o no, de unos años a la fecha, al “padrón de excelencia de revistas científicas del Conacyt”. Para las instituciones editoras de las publicaciones es una cuestión de prestigio que sus revistas estén en este padrón; para las revistas mismas, es un asunto, incluso, de sobrevivencia editorial. Y esto es así no necesariamente porque dependan del presupuesto anual de 100 mil pesos que otorga el Conacyt a las revistas integrantes de su padrón -cantidad, a todas luces, insuficiente para cubrir los gastos de producción de la revista: pago de los honorarios de la secretaria, el corrector de estilo, los traductores y los servicios de impresión y distribución-. Para las grandes instituciones universitarias, como la UNAM o la UAM, esta aportación es simbólica. Aun sin contar con ella, podrían financiar perfectamente la publicación de sus revistas -no es el caso, hay que decirlo, de muchas revistas editadas por universidades públicas estatales, que sí requieren tal monto de dinero para existir como tales-. La sobrevivencia a la que me refiero con la pertenencia o no al “padrón” se vincula con el hecho de que, para los integrantes del SNI, sólo es atractivo, en términos de su permanencia en el sistema, publicar en revistas “indexadas” al menos en este padrón. Para el autor es todavía mejor publicar en el extranjero, en particular en Estados Unidos y Europa, ya que Conacyt supone -no siempre de manera equivocada- que estas revistas tienen más prestigio y son más rigurosas en la selección que sus contrapartes nacionales (¡incluyendo a las revistas de su propio listado!). En consecuencia, las revistas deben racionalizar sus esfuerzos para mantenerse en dicho padrón y ser consideradas por los autores como espacios deseables para publicar sus trabajos.
Por esta razón, tienen que cumplir rigurosamente una serie de requisitos que impone el Conacyt para incluirlas o mantenerlas, según sea el caso, en su índice: a) que cada número se publique en el periodo correspondiente; b) que al menos 75% del material publicado sea inédito y producto de investigación científica; c) que este porcentaje de artículos sea dictaminado de manera anónima y que quede constancia de ello en expedientes; d) que no más del 15% del material publicado sea de la autoría de miembros de la misma institución que edita la revista; e) que los dictámenes de los artículos de miembros de la institución editora de la revista sean elaborados por colegas externos a ésta; f) que el contenido de los números no sea temático, sino misceláneo, etc. Todo esto, entonces, estrecha el tiempo de las revistas para editar sus números, ya que el Conacyt somete a evaluación constante a las revistas para supervisar que sus normas sean acatadas.
No es de extrañar que, bajo estas presiones, los editores padezcan de falta de sueño, gastritis, mal humor y que acaricien, con harta frecuencia, la idea de dejar tan pronto sea posible la dirección de la revista para liberarse de este gulag editorial -sobre todo cuando “tener el honor” de editar una revista no se ve compensado con un sobresueldo, como es el caso de muchos editores-. Es verdad, para matizar lo dicho, que ser editor trae mucho prestigio en la comunidad profesional, en la medida que se reconoce su función de facilitar la conversación entre autores y lectores. Además, es una buena forma de hacer carrera participando en una actividad, por lo demás, muy creativa y enriquecedora intelectualmente. Prestigio, bien vista la cosa, del que muchos, a pesar de todo, no quieren gozar, por lo difícil que resulta encontrar “voluntarios” de editor en los departamentos. Pero el otro lado de la moneda del estatus de este “héroe cultural” es que también es considerado un villano, en particular por parte de los autores cuyos trabajos fueron rechazados. Esta es una situación curiosa, porque se responsabiliza de ello al que muchas veces sólo juega un papel de mediador entre los dictaminadores y el autor. La consecuencia es que el editor se vuelve un apestado y se le imputan toda una serie de carencias morales para explicar su conducta: se trataría, en definitiva, de un ser resentido, engreído, vengativo, mediocre, abusador de su ínfima parcela de poder, etcétera.4 No menos cierto es que el editor de una revista goza, también, de considerable prestigio entre los miembros de las comunidades científicas nacionales e internacionales. Es, en cierto sentido, una “personalidad” con la que más vale mantener buenas relaciones. Además ejerce una gran influencia (inclusive en carreras profesionales) en un mundo caracterizado por la producción de textos. Variando una conocida fórmula de Carl Schmitt, el editor-soberano es aquel que decide, en última instancia y más allá del arbitraje ciego, qué se publica o no y cuándo se da a conocer un artículo.
La conjugación de las lógicas del SNI y del padrón de revistas provoca, por otro lado, efectos paradójicos. Ambos fueron concebidos para generar excelencia en la investigación científica. No obstante, el imperativo de publicar mucho y con regularidad ha conducido a la situación de que la calidad de los artículos tienda, más bien, a la institucionalización de la mediocridad. En un sentido sustantivo, la práctica científica requiere de mucho tiempo para la lectura, el trabajo de campo, archivo o gabinete, el levantamiento de encuestas, la sistematización y análisis de datos, la discusión con colegas y estudiantes y, por supuesto, la redacción de textos. Las investigaciones de calidad son resultado de la ardua y continua dedicación invertida en ellas. Elaborar un artículo -ya no digamos un libro- requiere mucha reflexión para decir algo interesante y proponer una contribución, por modesta que sea, al estado del arte. La exigencia de publicar mucho y rápido socava las condiciones necesarias para la investigación meticulosa y el pensamiento profundo.5 Pero estas últimas no son valoradas por los criterios del SNI, que sólo miden, en términos cuantitativos, la “productividad”, mas no la calidad, del trabajo científico.6
La contraparte de todo esto se refleja en que los editores reciben una cantidad de propuestas de colaboraciones con una muy baja calidad que, en el caso de que no sean evidentemente malas -por lo que son descartables de manera expedita-, exigen, por amor a la imparcialidad, poner en marcha el carrusel de la evaluación para juzgar los recónditos méritos de los textos. Los dictaminadores se quejan, por su parte, de tener que leer trabajos si no malos, sí mediocres y poco interesantes para cumplir, como lo pide el Conacyt, con el formalismo del procedimiento de evaluación anónima. La verdad es que la gran mayoría de los artículos recibidos no es aprobada.7 Se pierden mucho tiempo, energía y recursos para llegar a esta conclusión que quizás una primera lectura ya puede intuir, pero que por reglamentos del Conacyt se le considera insuficiente y sesgada.
Esta lógica contribuye a hacer de los editores, muchas veces, una suerte de “oficialía de partes”, que recibe el material y lo pasa, mecánicamente, al siguiente nivel para la evaluación burocrática, en donde lo que importa es que quede constancia del procedimiento en forma de un expediente supervisable, en el futuro, por las comisiones ad hoc del Conacyt. Al editor se le amputa, de este modo y en “interés de la excelencia”, toda posibilidad de utilizar su mejor criterio y tomar decisiones adecuadas y expeditas en beneficio de la calidad y la inteligencia. Se le priva, asimismo, de ser el promotor de un proyecto científico editorial en el que una idea sustantiva de sociología se vislumbre y se haga realidad en la comunidad de investigadores. Su papel de modulador de la conversación científica entre autores y público se degrada en aras del formalismo evaluador. Bajo estas circunstancias, ¿vale la pena mantener el sistema de doble ciego a capa y espada? Aún más: ¿contribuyen realmente el Sistema Nacional de Investigadores y el padrón de revistas del Conacyt a producir “ciencia de calidad”?
Por último, el ayuntamiento del SNI y el padrón de excelencia del Conacyt determinan otra de las funciones latentes de las revistas especializadas. Éstas sirven para aumentar los ingresos de los profesores-investigadores. Entre más se publique, más se garantiza su permanencia en el SNI y los ascensos en el escalafón laboral y salarial al interior de las universidades. Otra función latente más es que al publicar mucho, se crea la ilusión de que se lee también mucho lo que editan las revistas. Pero, ¿es así realmente? Los índices de impacto, que no registran aún de manera suficiente información al respecto en nuestro idioma, no nos dan información segura. Pero para que el sistema se reproduzca, lo importante es que siga existiendo la ilusión de la expectativa cumplida.
El desdibujamiento de los proyectos editoriales
En muchos casos, las revistas de sociología surgieron como el órgano de difusión del trabajo de los profesores-investigadores adscritos a la institución que las editaba. Conforme el proyecto editorial se institucionalizaba y por la necesidad de contar con más textos publicables, las revistas empezaron a abrir sus páginas, de manera más sistemática, a colaboraciones externas. Fuera de las traducciones y de las invitaciones personales y, por tanto, ocasionales para poner un artículo a disposición de la revista, los textos que provenían del extranjero eran relativamente pocos. En efecto, la autoría de la gran mayoría de los artículos era de miembros de la comunidad sociológica del país. Esto permitía que la idea directriz que había dado forma al proyecto de las revistas estructurara, de verdad, la organización editorial y, sobre todo, rigiera la selección del contenido de la revista.
Esto cambió de manera importante con la aparición y uso de la internet y de la conformación del padrón de revistas de excelencia del Conacyt. En efecto, la comunicación telemática borró, para fines prácticos, toda distinción entre lo local y lo foráneo en la comunicación con los autores y dictaminadores que, de manera creciente, empezaron a provenir del extranjero. En términos de tiempo, no hay ninguna diferencia entre pedir un dictamen a un colega que labora en la Patagonia o a uno que lo hace en Sonora o Cataluña. El tamaño del pool de dictaminadores aumenta considerablemente para que el editor pueda seleccionar.
Lo mismo sucede con la procedencia geográfica e institucional de los autores, para quienes resulta muy atractivo publicar en nuestras revistas indexadas y reconocidas internacionalmente -o, al menos, en nuestra región geográfica y cultural-, porque ellos mismos se encuentran sometidos a mecanismos de promoción laboral y científica semejantes a los de nuestro Conacyt. Además, resulta una buena estrategia publicar fuera en la medida en que no hay tantas revistas en sus respectivos países, muchas de ellas quizás sin reconocimiento internacional y, debido a la competencia interna, estas publicaciones periódicas cuentan con poco espacio en sus páginas para satisfacer la demanda de los autores locales.
Esta auténtica globalización -en este caso regional- de las revistas científicas resulta paradójica. Por un lado, fomenta el diálogo y el intercambio entre diferentes comunidades científicas de diversos países y permite a los lectores saber qué se está investigando en Ecuador o Chile sobre determinado tema. En este sentido, se desprovincializan las comunidades científicas y el contenido de las revistas mismas y, sobre todo, contribuye a crear una auténtica esfera pública científica iberoamericana. Por el otro, cada vez más las revistas dejan der ser “órganos de difusión” del trabajo de los departamentos, centros o institutos que las editan. En consecuencia se desdibuja, hasta lo irreconocible, el proyecto editorial que las animó en sus inicios. Esta situación se potencia por la exigencia del Conacyt de que, para mantener la revista en su padrón, en cada fascículo no se debe publicar más de un pequeño porcentaje de colaboraciones de miembros de la misma institución editora y que, además, el contenido de los números sea misceláneo y no temático. Por las presiones de tiempo y la necesidad de seleccionar entre la inmensa oferta de artículos que se reciben semanalmente, las revistas no pueden más que adoptar, de manera típica, la práctica de organizar el contenido de cada número siguiendo el principio de “hacer cola”. En estas condiciones, es muy difícil fomentar un proyecto editorial autónomo. Lo único que nos queda a los editores es tratar de garantizar al máximo que lo que publicamos realmente tenga la calidad suficiente para ser ofrecido al público especializado -y a veces no podemos lograr ni siquiera esto.
Las revistas especializadas como vehículos de política cultural
Entre las actividades profesionales, la científica es una de las más cosmopolitas en el mundo. En un sentido muy real, la ciencia es un sistema funcional global. La internet sólo reafirma esto de manera palpable y cotidiana. Sin embargo, también es obvio que las comunicaciones científicas que se producen en cualquier lugar del planeta no tienen la misma “capacidad de enlace” o, en otros términos, no son igualmente influyentes para ser tomadas en cuenta y organizar las discusiones e investigaciones en las áreas correspondientes de su especialización temática. Existen, por tanto, regiones culturales y lingüísticas y comunidades científicas dominantes y otras subordinadas.
Esto se refleja también en el mundo editorial de las revistas especializadas. En efecto, la forma actual de organización interna de nuestras revistas es producto, en un sentido esencial, de la hegemonía del mundo universitario y editorial norteamericano: utilización de resúmenes, palabras clave, el sistema Harvard para organizar la bibliografía, el orden de presentación del argumento -introducción, estado del arte, marco teórico-metodológico, exposición del tema, análisis de los datos y conclusiones-, el sistema de evaluación de doble ciego, la exigencia de pertenecer a “índices internacionales de citas” y de contar con “índices de impacto” o de estar incluidas en plataformas de bases de datos como Scopus o Jstor, etcétera.
La globalización pudo haber sido una oportunidad para el encuentro y el intercambio de una pluralidad de tradiciones editoriales, pero el resultado es, hasta ahora, el de su homogenización siguiendo el patrón norteamericano. Tal vez esta estandarización no sea, en sí misma, algo negativo y tenga, por el contrario, también ventajas innegables. Pero está acompañada de una serie de dispositivos y prejuicios que favorecen incluso el uso casi exclusivo del inglés como la lengua franca de comunicación científica.
Para el mundo editorial de las revistas especializadas esto tiene grandes inconvenientes. Uno de ellos es el que en el radar de los índices internacionales de revistas científicas y de impacto de publicaciones prácticamente no se consideran publicaciones en otro idioma que no sea el inglés -por la sencilla razón de que han sido concebidos sólo para la academia angloparlante-. Son índices autorreferentes y sólo observan lo que observan. Para fines prácticos, la ciencia elaborada y publicada en idiomas diferentes al inglés no existe y, por tanto, “no impacta”.8 Así, colegas no hispanoparlantes prefieren publicar en revistas editadas en inglés sus textos sobre Latinoamérica en malos Journals of Latinamerican Studies que hacerlo en buenas revistas, pero que tienen el inconveniente de ser editadas en español -el idioma del mundo cultural que estudian, pero que muchas veces no dominan en su escritura-. Este mecanismo de selección sesgado crea la impresión entre los lectores de que estos colegas son “los expertos” a nivel mundial sobre los asuntos sociológicos latinoamericanos, sencillamente porque no pueden leer en nuestro idioma la rica producción científica, que, en muchos casos, se caracteriza por una mayor calidad que la realizada fuera de nuestras naciones. En el país de los ciegos, el tuerto anglófono es el rey.
Las revistas publicadas en español se encuentran, por tanto, en una situación incómoda. Por un lado, corren el riesgo muy real de mantenerse en la periferia de la circulación y los debates internacionales porque no se les incluye como base de información de la conversación científica global. Por otro lado, si renuncian a nuestra lengua -un escenario nada indeseable para la tecnocracia del Conacyt-, las múltiples miradas a través de las cuales es posible observar el mundo se empobrecerían de manera significativa, si es que hacemos caso a la tradición romántica y hermenéutica alemana de que hay un lazo intrínseco entre lengua y pensamiento que conforma la manera de ser, estar y construir el mundo humano. El inglés como lengua dominante en el comercio científico sufre ya, paradójicamente, su hegemonía, porque, bien vista la cosa, la gran mayoría de publicaciones en ese idioma producidas por “hablantes no nativos” ha menguado esta lengua y sus capacidades de comunicación por tratarse de un inglés homogéneo, artificial y lleno de frases hechas. Finalmente la conservación de la pluralidad de comunidades científicas nacionales (y, en consecuencia, de lenguas diversas al inglés) supone la posibilidad de preservar la existencia de una pluralidad de intereses y agendas políticas y académicas que están orientadas a formular y responder preguntas de investigación distintas a las hegemónicas de los países centrales.
¿La muerte de las revistas especializadas?
La digitalización de las revistas y su disposición en varias bases de datos genera otra paradoja más: las revistas ya no se leen y tienden a desaparecer como unidad y concepto editoriales orgánicos, en especial si su tabla de contenido no es temática, sino miscelánea. Es una situación extraña su suerte en la era de la circulación masiva de la información en la súper carretera de la información, como todavía hace 20 años denominábamos a la internet. Me explico: el hábito de lectura del fascículo en su conjunto o de la mayoría de su contenido ha sido desplazado por la práctica de leer sólo uno o un par de artículos de su contenido “bajados” de la internet. El resto es totalmente ignorado.
En un océano de publicaciones virtuales y análogas, las revistas especializadas se están convirtiendo en un mensaje en una botella arrojada a la mar a la espera de ser leídas por destinatarios improbables, pero no menos amenazados por la marea roja de un volumen ingente de publicaciones globales.