Introducción
La mañana del 14 de junio de 1982, las fuerzas armadas argentinas y británicas firmaron el cese al fuego. De los cerros que rodean Puerto Argentino/Stanley, bajaban cientos de soldados que dejaban tras de sí la experiencia del combate y muchos de los objetos que los habían acompañado durante los 74 días que duró el conflicto. Muchos de ellos escondidos, para ser buscados y recuperados en el futuro. Otros, dejados en medio de una orden de repliegue o en el fragor de la batalla. Allí quedaban, dentro de los pozos de zorro, esparcidos por las laderas y los ríos de piedra, aferrados a la tierra y a los campos de batalla de los que fueron testigos: huellas y trazas de la guerra. Cascos que los defendieron de la metralla, cartas que le dieron un sentido a esa realidad insoportable, camperas que los protegieron del frío, fotos que esperaban ser reveladas para contar esa historia. Como prisioneros de guerra, muchos argentinos escondieron objetos con el ansia de llevarlos a casa. Las requisas de los británicos previas al embarque hicieron su aporte para hundirlos en el fondo del mar o condenarlos a los archivos de inteligencia. La amnesia social durante los primeros gobiernos democráticos en Argentina llevó este gesto al campo de las memorias de los ex combatientes.
Casi veinte años después, a fines de la década de los noventa, Argentina y Gran Bretaña firmaron un acuerdo para que los argentinos pudieran volver a viajar a las islas Malvinas. Cuando los primeros ex combatientes y familiares de caídos llegaron a los campos de batalla, encontraron un paisaje plagado de marcas y objetos, lo que Pierre Nora (1984) describiría como “sitios de memoria”. En enero de 2020, el historiador Sebastián Ávila halló un panorama similar. Esta conservación se explicaba, en parte, por el turismo de campos de batalla que explotan distintas empresas isleñas y por las restricciones legales que impiden llevarse de las Islas cualquier tipo de objeto referido al conflicto bélico. A pesar de estas normas, familiares y ex combatientes argentinos volvieron a los campos de batalla en busca de objetos que reclamaban y sentían como propios, lo que generó conflictos durante las requisas que realizan las autoridades en el aeropuerto de Mount Pleasant.
Sorteando todo tipo de controles, tanto durante la guerra como en la posguerra, muchos objetos lograron salir de las islas y convertirse en insumo de museos personales, de la sociedad civil o estatales. Unas veces resguardados en los domicilios de cada veterano, conformándose en portadores de una memoria privada. Otras, en salas de acceso público.
Al regresar de las Islas, Ávila contactó a los arqueólogos Carlos Landa y Juan Leoni, quienes se dedicaban a la Arqueología de Campos de Batalla en Argentina. Las preguntas que surgieron en ese primer momento se relacionaban con la forma de abordar estos objetos para trabajar la historia del conflicto. Hasta ese momento, muy pocas investigaciones habían trabajado la temática Malvinas desde el punto de vista de la cultura material. Luego de varios encuentros virtuales en plena pandemia, el incipiente equipo decidió comenzar a realizar entrevistas semiestructuradas a veteranos de guerra argentinos centradas en sus objetos relacionados con la guerra y la posguerra.
Este artículo se propone trabajar sobre el registro de cuatro de las treinta y cinco entrevistas (N 35) realizadas hasta el momento por el equipo. La selección de las mismas se relaciona con los objetos presentados por los veteranos de la guerra de Malvinas (VGM) y la relación forjada a lo largo de la entrevista entre lo material, lo mnemónico, lo gestual y la palabra. ¿Cuál es la relación que se establece entre esta cultura material y las memorias de la guerra? ¿Todos los objetos son portadores de memorias? ¿Qué objetos ausentes aparecen en los relatos?
A su vez, el recorte admite la posibilidad de abordar distintos tipos de objetos -recuperados, evocados, reciclados, creados, abandonados- sobrevivientes del conflicto bélico en la materialidad o en la memoria. Para analizarlos, indagaremos tanto en su recorrido vital -coincidente o no con el del veterano que lo porta o evoca-, como en su dimensión puramente física y en las posibles marcas de la violencia que surjan de los mismos. Nuestro foco también se centrará en la dinámica de estos objetos durante la guerra, en su función inicial y en las acciones concretas que posibilitan o impiden como objetos actantes (Latour 2005). Este tipo de análisis se entrecruzará con lo testimonial y lo gestual con el afán de quebrar la falsa separación entre narrador, narración y sitio de memoria (De Nardi 2014). Por último, uno de nuestros objetivos es determinar qué tipo de memorias surgen de estos objetos portadores de memorias. ¿Tienen su centro en lo bélico? ¿Pueden generar un relato coral, diverso y a la vez representativo de la experiencia de muchos veteranos?
Antecedentes
Estado de la cuestión
En cuanto a investigaciones sobre la Guerra de Malvinas que refieren a la cultura material y a la memoria, contamos con escasos trabajos académicos. En el plano local podemos nombrar algunas investigaciones como el trabajo de Juan Leoni (2019), referido a las distintas contramonumentalidades erigidas por familiares de caídos en Malvinas, a pesar de las prohibiciones que impiden que se instale cualquier tipo de marca de la memoria -de parte de argentinos- en los campos de batalla. Por su parte, el estudio de Mirta Amati y Gabriela Alatsis (2017) compara las concepciones patrimoniales del Museo de Malvinas e Islas del Atlántico Sur, ubicado en la Ciudad de Buenos Aires, y del Historic Dockyard Museum ubicado en Puerto Argentino/Stanley. Por último, el trabajo de Rosana Guber (2016) sobre la experiencia de los pilotos del Grupo de Caza 5 en la Guerra de Malvinas y la “unidad ontológica” en la que se constituyen el piloto y el avión, a partir de una relación instrumental y afectiva.
Asimismo, Ávila desarrolló una investigación sobre las zapatillas Flecha (Ávila 2021) utilizadas por las fuerzas argentinas en la guerra y la relación entre este objeto, las memorias de los veteranos y las interpretaciones históricas sobre el conflicto bélico. El trabajo analiza los imaginarios sociales en torno a este objeto y su uso como insumo para la discusión histórica.
A nivel internacional, ha sido el trabajo del arqueólogo escosés Tony Pollard (2016) el que más ha ahondado en la temática de la cultura material sobre la Guerra de Malvinas desde la arqueología del conflicto. Sus distintos trabajos confluyen en llamar la atención al gobierno isleño-británico hacia lo que considera “componentes vitales del patrimonio cultural de las Falklands” (Pollard 2016: 208). No sólo a los “artefactos militares” -entre los que incluye casquillos de bala, cajas de munición, baterías de radios, restos de aviones o búnkeres- sino también a las “cicatrices en el paisaje” provocadas por los continuos bombardeos de artillería terrestre y naval, y a los objetos referidos a la vida cotidiana de los soldados -latas de comida, cocinas de campaña, cubiertos, cepillos de dientes, botas, etcétera.
Marco arqueológico general
En términos más generales, la concepción de los objetos como soportes de memoria puede remontarse, en la arqueología, a autores como Leroi-Gourhan (1971), inspirados en el modelo de intercambio propuesto por Mauss (1925), y a otros como Schiffer (1987) que desarrollaron esta perspectiva desde la arqueología conductual. La misma tradición puede rastrearse en otros campos como el de los estudios sobre la memoria con los aportes de Bergson (1896), Proust (1922), Benjamin (1939) y Halbwachs (1950), en la sociología con los trabajos de Morin (1969) y Braudillard (1969), en los trabajos historiográficos de Nora (1984) y en la filosofía de Stiegler (1994).
Durante la década de los ochenta, distintos antropólogos y arqueólogos, como Appadurai (1986), Kopytoff (1986), Miller (1987) y Shanks (1998), recuperaron esta idea y propusieron un enfoque en el que los objetos fueran observados en su recorrido vital similar al de las personas, tomando en cuenta su génesis, sus trayectorias, reapropiaciones, su descarte y posterior reciclaje.
Al elegir abordar objetos y memorias de un conflicto bélico es necesario retomar las perspectivas de la arqueología para analizar este tipo de eventos y la materialidad que los expresa. Desde mediados de la década de los noventa, la arqueología retomó el interés en el estudio de los conflictos bélicos y otras formas de violencia grupal. El devenir de la arqueología del conflicto como campo disciplinar específico dio impulso a esta tendencia expandiendo las investigaciones sobre guerra y materialidad (González Ruibal y Moshenska 2015; Landa y Hernández de Lara 2014; Leoni 2015). En lo que respecta al estudio de conflictos recientes, tomando como punto de partida el siglo XX, distintos referentes de este campo disciplinar, como Saunders (2012) o Harrison y Breithoff (2017), remarcan la importancia de abordar el objeto de estudio poniendo especial atención en sus persistentes legados físicos, simbólicos y culturales, y en especial, en la vida social y cultural de los objetos referidos a los conflictos bélicos.
Con la llegada del siglo XXI, distintos referentes del neomaterialismo como Delanda (1996), Latour (2005) y Bennet (2010) ahondaron esta línea de análisis observando la cultura material ya no como “telón de fondo” o “determinante” de la actividad humana, sino como entidad actante capaz de “autorizar, permitir, alentar, sugerir, influir, bloquear, prohibir” (Latour 2005: 106). Esta mirada fue desarrollada en el campo de la arqueología a partir de los trabajos de la denominada arqueología simétrica (Shanks 2007; Olsen 2010) o de otros autores como Hodder (2011).
Las distintas líneas de investigación hasta aquí esbozadas fueron retomadas en los últimos años a partir del trabajo interdisciplinar entre diversas áreas como la arqueología del conflicto, la antropología y la geografía cultural en estudios que analizan la relación entre objetos, sujetos y memorias de distintos conflictos bélicos. Este nuevo campo de estudios entiende a los objetos sobrevivientes de la guerra como disparadores de memoria: “studies focusing on mementoes preserved by war veteran and their families (be it an old letter, a commemorative scrapbook, or the bloodstained shirt of a fallen partisan) demonstrate how such artefacts can activate embodied storytelling” (Dziuban y Stanczyk 2020: 3).
Dentro de esta línea de análisis, se propone un acercamiento “corporizado” al análisis de la interacción entre objetos y sujetos buscando entender de qué manera recordamos a través del cuerpo y en la intercorporalidad entre los objetos y las personas: “I would argue instead that engaging with wartime histories involves dealing with tales of the body (the soiling of the body, the violence perpetrated on the body) as well through the body” (De Nardi 2014: 447).
Nuestro equipo de investigación inició su trabajo con la voluntad de acercar estas premisas al campo de estudios sobre la Guerra de Malvinas. En primer lugar, por la ausencia de este tipo de trabajos en nuestro país y la escasa atención puesta sobre la cultura material del conflicto. En segundo lugar, tomando en cuenta los efectos de la desmalvinización y el olvido montado en torno a la experiencia de los ex combatientes y las dificultades que esto representa para el trabajo sobre sus memorias.
Nos proponemos trabajar sobre un momento puntual de estos objetos que es el cruce entre estos -presentes o evocados- y los testimonios de individuos que habitaron la violencia de la guerra hace 40 años. Sin esta interacción entre los actores y los objetos, la potencia de estos portadores de memoria se reduce y en muchos casos, desaparece.
Andamiaje teórico-metodológico
El Testimonio y los objetos sobrevivientes atravesando tiempos y espacios
El debate en torno al testimonio como idea, concepto o herramienta metodológica ha sido extenso desde mitad del siglo XX en adelante, al punto que Elie Wiesel (1977) ha denominado a este periodo como la “era del testimonio”. De esta manera, sus definiciones, características y componentes constitutivos, naturaleza de la relación entre testigo y audiencia, así como el rol jugado en el campo historiográfico, antropológico, ético, filosófico, teológico, literario o judicial han sido tratados con creces a lo largo de los últimos 50 años (Wiesel 1977; Beverley 1987; Ricoeur 1999, 2004; Coady 1992; Cuesta 2003; Lythgoe 2008, entre otros). A su vez, el testimonio ha sido comprendido como forma suprema o principal sustentador del campo de la memoria (Ricoeur 2004; Lythgoe 2008) y empleado en el estudio de múltiples temáticas entre las que resaltan el conflicto, la violencia y las guerras (De Nardi 2014).
En este trabajo partimos de una concepción espacial, estrechamente vinculada a la materialidad y gestualidad del testimonio de VGM. Sus testimonios constituidos por decires, objetos y gestos crean un espacio compartido, en donde convergen lugares y tiempos distantes. A partir de ellos se constituyen memorias que, en conjunto, posibilitan una nueva mirada del conflicto y un acercamiento más profundo a los sentidos y sentires que los protagonistas del conflicto dan a ese pasado.
El testimonio no se forja en la nada, se busca, se solicita, se provoca, se concerta, se elabora y se ofrece. Es móvil y poroso, suele encontrarse signado por un aparente desorden y un abanico intenso de emociones: pasiones, rencores, afectos, desilusiones, apatías o anhelos, redención o venganza. A través suyo se establece una relación social concreta entre el nosotros participante y lo que se evoca y recrea. Dista por completo de la inalterabilidad del documento archivado y, por lo tanto, de la fuente principal de la que se alimentan los historiadores.
El testimonio, en ese cara a cara, crea un espacio que se expande dando lugar al que escucha. En esta práctica se genera una relación de espacios y tiempo móviles que, siguiendo las ideas de Michel de Certeau, se entrecruzan y posibilitan que las personas, los objetos, los gestos y las palabras hagan, deshagan, oscilen, se desplacen, huyan y retornen (De Certeau 1996, 2006; Di Cori 2015).
El entorno -elegido o no- es parte constitutiva de ese espacio que posibilita tanto el flujo y reflujo de los tiempos como la superposición de lugares. En nuestro caso, ese lugar está habitado por objetos-sobrevivientes de un conflicto bélico y su cruzamiento se produce con los gestos y la palabra del sujeto-sobreviviente. El objeto asido por su mano y tomado por su palabra asalta este espacio construido, ellos son la trinidad que lo define. Esos gestos, cosas y enunciaciones son también memoria, entendida ésta como la condensación de recuerdos y olvidos.
Los objetos, al igual que los veteranos, son sobrevivientes. Sus vidas se han entrecruzado y vuelto a entrecruzar en distintas etapas de sus existencias. Dados sus avatares -por separado o en conjunto-, han sufrido intensos recorridos, por lo que bien podrían no estar/ser presentes. En definitiva, las geografías de ausencias son lo que priman en la historia humana. Sin embargo, se manifiestan ante nosotros con sus brillos y oscuridades, con sus silencios; con sus gestos. Precisamente, el gesto es performance sensible del reencuentro de estos dos cuerpos sobrevivientes: veterano y objeto (Aquino 2021 com. per.)
Los objetos-sobrevivientes son numinosos en el sentido plasmado por Rudolf Otto (1980), emanan un misterio, terror y fascinación que irrumpe desde lo profundo del alma, son inquietantes e invocan sentimientos personales que se condensan con lo histórico y lo presente. Estos objetos son sobrevivientes, tanto en calidad de testigos que atraviesan las eras, como de disparadores o provocadores de la práctica testimonial. Objetos y veteranos se prestan voces y sentires y, así, enhebran memorias. Ambos son testigos de un momento y están aquí para contarlo, porque entre objetos y personas ocurre una dialéctica de la supervivencia: unos salvan a otros y viceversa. Ambos se salvan, ambos se pierden y reencuentran, ambos se conservan, ambos son hablados; ambos morirán.
El pasado -lo ausente, lo que ha dejado de ser- retorna al corporeizarse en el objeto que vectoriza la palabra y los gestos. Entonces, por unos instantes limitados, nos hallamos en un tiempo y lugar que se ha descentrado de nuestro existir. Ocurre allí un vaivén, una serie de desplazamientos temporal-espaciales que recrean lo vivenciado: el darse cuenta de la proximidad de la guerra, la cercanía de la muerte y el dolor, la cotidianidad exasperante de la espera, las conductas de los líderes, el fragor de la batalla, el oprobio/alivio de la rendición; entre muchos otros aspectos.
La ventaja de la entrevista semi estructurada -técnica metodológica escogida- radica en su versatilidad. Las pocas preguntas que orientan la investigación y guían al entrevistado hacia el tópico de interés no constituyen una barrera para el ancestral ritual de la conversación, aquél que se ha repetido desde los fogones cavernarios de nuestros antepasados, aquél que aleja el miedo y el peligro. Todo lo contrario, se erigen como aberturas que posibilitan el acto creativo de la memoria y conducen a la certeza de lo inesperado. Así, la memoria que emerge puede tomar la forma de múltiples metáforas: el laberinto, el puente, la caverna, el iceberg, el espiral o el círculo; entre otras. Será en el análisis de lo testimoniado donde se producirá su desentrañamiento.
El recordar, desde sus reminiscencias latinas, es volver a pasar por el corazón, un volver a vivir; de esto se deduce que olvidar es sacar del corazón -al menos por un lapso de tiempo- aquello que no deseamos o no podemos contener allí, lo invivenciable. Esto no se evidencia sólo en el decir o el callar, sino también en los gestos de ímpetu y de reposo. El testimonio, en su plena manifestación como uno de los vehículos de la memoria, no escapa a este juego.
Desde lo tripartito, esa memoria no es producto de un desempolvamiento ni de una excavación del espíritu. No es una arqueología en el sentido arqueológico del término, sino una creación de los sentidos, una resignificación de lo experimentado, una composición que sólo sucede en el centro del tiempo que es el ahora. Lo estático es lo muerto y la memoria es dinámica que vive en un presente transcurrido. El necesario testimonio, una vez lanzado, queda fijo, congelado. En palabras de Paul Ricoeur: “Un recuerdo archivado ha dejado de ser en el sentido propio de la palabra un recuerdo, es decir, algo que mantiene una relación de continuidad y de pertenencia con un presente del que se es consciente. Ha adquirido el estatus de resto documental” (Ricoeur 1999: 45). La memoria es siempre una pasajera en tránsito, una recorredora de distancias y, como el deseo, es una eterna atravesadora de umbrales.
Las entrevistas
Como ya fue esbozado, nuestro equipo trabaja sobre entrevistas semi-estructuradas a VGM registradas con medios audiovisuales. Los entrevistados fueron contactados por medio del método conocido como “bola de nieve” (Taylor y Bogdan 1992), el cual consiste en que informantes conocidos presenten o introduzcan a nuevos informantes. Su ventaja se instaura en la accesibilidad y generalmente buena disposición de los nuevos entrevistados. Si bien se trata de un método dirigido, puede combinarse con otros tales como muestreos aleatorios, en aras de generar una representación del universo muestral acorde al problema de investigación.
Precisamente, el universo muestral de la investigación busca abarcar las distintas experiencias de una guerra que tuvo diversos tipos de enfrentamientos -terrestre, aérea, aero-naval y naval- como así también diferentes espacios -Istmo de Darwin, Isla Gran Malvina, Isla Soledad, Isla Borbón. Por lo tanto, la selección de entrevistados se organiza en torno a los tipos de fuerza (Ejército, Fuerza Aérea, Marina, Gendarmería) y en el caso de las unidades de tierra, alrededor de sus posiciones, regimientos, secciones y especialidad, teniendo en cuenta el número de participantes, en aras de desarrollar un muestreo representativo.
La preparación de los encuentros requiere un primer contacto donde se establecen pautas generales como la necesidad de que el entrevistado tenga algún objeto presente -de preferencia físico, pero también evocado- y el acuerdo del tiempo y lugar de realización de la entrevista. La impronta general de este primer momento es generar un ambiente donde entrevistado y entrevistadores puedan forjar un espacio de confianza que coopere con la canalización de la experiencia a través de la palabra y la gestualidad. En algunos casos, la relación previa entre ellos coopera, o no, con este primer paso de apertura. Los sitios de realización suelen ser elegidos por el entrevistado, oscilando entre su propio hogar, algún lugar público o un espacio propuesto por el equipo de investigación donde la evocación pueda ser facilitada por el contexto.
Contexto histórico: la Guerra de Malvinas (1982)
Las Islas Malvinas se ubican en el Océano Atlántico Sur y están compuestas por dos grandes islas (Soledad y Gran Malvina), acompañadas de otros 700 pequeños archipiélagos. Tanto España como Argentina ocuparon efectivamente las Islas desde 1766 en adelante constituyendo gobernaciones y poblados permanentes -Puerto Soledad, Puerto Luis. El control efectivo que realizaba el gobierno de Luis Vernet contra barcos balleneros que explotaban recursos sin permisos derivó en la destrucción del poblado argentino por parte de una fragata estadounidense y más tarde, en la ocupación militar de Gran Bretaña en 1833 expulsando por la fuerza a la guarnición argentina. Desde entonces, el Estado argentino reclamó sistemáticamente la restitución de sus territorios usurpados a través de la diplomacia.
Para 1982, el Reino Unido se había negado a aceptar estos reclamos que incluían a las Islas Georgias, Sándwich y Orcadas del Sur. Argentina se encontraba entonces gobernada por una dictadura militar en decadencia, mientras que el Reino Unido mantenía como primera ministra a Margaret Thatcher, cuyo gobierno neoliberal había generado una recesión económica inédita (Farfán 1991).
Tras varias semanas de tensiones diplomáticas, el 2 de abril de 1982 la marina argentina desembarcó y recuperó el dominio sobre las Islas con la denominada “Operación Rosario”. Si bien la estrategia argentina inicial preveía que la acción militar sirviera a los fines de reforzar su posición en la mesa de negociaciones para luego retirar los efectivos de las Islas, el apoyo popular que despertó la noticia modificó los cálculos de la dictadura (Lorenz 2009). A pesar de que existe un consenso acerca de esta modificación de los planes originales, existen visiones contrapuestas sobre los motivos del gobierno militar para efectuar la Operación Rosario. Por una parte, algunos autores (Cavarozzi 1986; Borón 1988; Lorenz 2006; Novaro y Palermo 2003) sostienen que la guerra no fue más que un evidente “manotazo de ahogado” para salvar el gobierno militar y ocultar los crímenes de lesa humanidad. Por la otra, distintas obras (Kasansew 1982; Carballo 1984; Farinella 1985) estipulan que la guerra fue una gesta heroica del pueblo argentino contra una potencia imperial.
Más allá de estas lecturas contrapuestas, el gobierno británico alistó rápidamente a su Fuerza de Tareas para recorrer los más de 11 000 kilómetros que separaban a las Malvinas del Reino Unido. Mientras la flota inglesa se acercaba, las negociaciones diplomáticas continuaron a contrarreloj, hasta que el Reino Unido decidió hundir el ARA General Belgrano, aun cuando éste se encontraba fuera del área o zona de exclusión total determinada por el mismo Reino Unido. Desde ese día, 2 de mayo, hasta el 14 de junio, las Fuerzas Armadas de Argentina -compuestas en su mayoría por conscriptos- se enfrentaron a una fuerza de tareas profesional -con apoyo logístico y tecnológico de la OTAN (Bartolomé 1997)- por aire, mar y tierra, dejando un total de 258 bajas británicas y 649 bajas argentinas. La victoria militar británica significó la continuidad de Thatcher y sus políticas neoliberales (Bartolomé 1997), y el capítulo final de la dictadura militar argentina (Lorenz 2009). Por su parte, el Estado argentino no renunció a sus reclamos de soberanía sino que los continuó y profundizó una vez que la democracia fuera recuperada.
Encuentros
El casco de Jorge, el padre y la vida
Jorge Ibáñez participó en la Guerra de Malvinas como capitán médico de la Compañía de Sanidad 3 en el Puerto Yapeyú/Howard de la Isla Gran Malvina/West Falkland. En su juventud, estudió medicina en la Universidad de Buenos Aires hasta recibirse en 1976 e ingresar, un año después, al Ejército como médico profesional. -Yo, cuando entré al ejército, pensé que todos los militares eran como San Martín.
Al regresar de la guerra, y tras ser rechazado en varios empleos por su condición de ex combatiente, trabajó en instituciones médicas como el Hospital Militar y el Hospital Italiano, donde desarrolló su investigación y práctica sobre “Magia terapéutica”. Tras formarse y llevar adelante este tipo de terapias, sintetizó su experiencia en un libro que publicó en 2020 junto al cirujano García Sordelli y el profesor-coach mágico (Juan Miraz Ibáñez 2020).
Nuestro primer contacto con Jorge Ibáñez fue a través de la madre de Carlos Landa, quien había forjado una relación de amistad con la esposa de Jorge y su familia. Carlos conoce a Jorge desde su juventud en calidad de vecino, doctor y amigo de su familia.
Jorge nos recibió, con la confianza de alguien ya conocido, en el living de su casa rodeado de decenas de relojes que a cada hora suenan al unísono. Los hay de péndulo, de gran esfera, y también de estilo cucú. Llegamos hasta su hogar para hablar de un tiempo que esas agujas ya no pueden medir. Henri Bergson (1896) afirma -en su concepto de durée o duración- que el tiempo se mide subjetivamente y que la única forma de volverlo atrás es a través de una decisión libre inspirada en la “vida contemplativa”, opuesta a la “vida activa” de la modernidad. Ésa donde el sujeto puede reencontrarse “con una vida anterior”. En su obra maestra, En busca del tiempo perdido, su primo Marcel Proust (1922) afirma que, para regresar a esas imágenes perdidas, hace falta suspender la voluntad del sujeto y emanciparlo de su propia conciencia. Una actitud pasiva, abierta al azar objetivo de André Breton (1924) donde conviven “lo fortuito y lo necesario”. Se trata de los “días especiales”, cuando se produce el encuentro del sujeto con su vida interior, donde regurgitan las imágenes que envía la memoria involuntaria. Un tipo de memoria opuesta a la memoria inteligente, ésa que siempre está a disposición del intelecto y la conciencia y que no logra conservar nada verdadero del pasado, sino pura reconstrucción. En su novela, Proust logra activar la memoria voluntaria cuando degusta la famosa magdalena que lo remite al pueblo de su infancia. Ese cruce, entre el objeto, los sentidos y la memoria involuntaria se pone en manifiesto cuando Jorge toca el casco utilizado en Malvinas, lo levanta, lo presenta a la cámara y cuenta:
Este casco, el día que me lo dieron para ir a la guerra, fui a mi viejo y le dije si me lo podía pintar y estas cruces las pintó mi papá. Me las pintó con un aerógrafo. Entonces yo lo veía que mientras pintaba el casco del hijo que se iba a la guerra, le caían las lágrimas -Jorge se toca la cara y reproduce la caída de las lágrimas con sus dedos arrastrándose sobre la piel. Fue la única vez que lo vi llorar en mi vida.
Sólo unos minutos antes, Jorge había respondido a la primera pregunta de esta forma:
- ¿Cuál fue el primer objeto que te resultó importante en tu vida?
-A mí me llamaban mucho la atención las pinturas de mi papá que pintaba cuadros. No me dejaban tocarle las herramientas de trabajo que eran sus pinceles. Yo metía las manos en los óleos y las veces que agarraba un pincel mojado le arruinaba los cuadros.
La interacción entre Jorge, sus sentidos y el objeto descentra el presente de entrevistadores y entrevistado, evocando y transmitiendo un pasado que se resiste a organizarse en una línea de tiempo. Los ejes que lo organizan son los objetos -la pintura, los pinceles, el casco, el aerógrafo-, las manos y el tacto de Jorge y las memorias de una emoción: un padre pintor que llora la partida de su hijo a la guerra mientras señala el objeto que puede salvarle la vida.
Hasta ese momento, el casco no era sino uno más del modelo M-1 de acero granulado, primero importado desde Estados Unidos y luego producidos en serie por Fabricaciones Militares durante la década de los setenta (Cascos de Colección 2021). A pesar de que se le imprimían distintos colores según la fuerza, no existía un modelo específico para el personal médico. La cruz pintada por el padre funcionaría desde entonces como símbolo universal para comunicar la especialidad de Jorge. Tanto para argentinos, como para isleños e ingleses, esa cruz -instrumento de muerte y de salvación en el imaginario cristiano- lo convertiría en un objeto sobreviviente, salvándolo de ser tirado a la pila de objetos donde terminaban los cascos del resto de los soldados tras la rendición. A su vez, la cruz haría sobrevivir a otros objetos:
- ¿Llevaste tu propia cámara?
- No, esas me las sacó otro veterano y yo traje el rollo, porque como era médico me dijeron “a vos no te van a revisar, lleva el rollo”. Lo sacamos una noche adentro del baño y yo me lo escondí, pero no hacía falta esconderlo porque no me revisaron. Y cuando llegamos acá lo revelamos y las repartimos.
La agenda-diario y el espacio para las palabras que sobreviven
Jorge nos invitó a tomar asiento alrededor de una mesa redonda. De a poco, la llenó con objetos relacionados a la guerra como instrumentos médicos, medallas, documentos, fotos. Esa materialidad se encuentra preservada en un cuarto especial de su departamento, donde agrupa objetos referidos a su historia. Entre tantos, sobresale uno donde la experiencia se vierte en la palabra escrita. Un diario de guerra que es, en esencia, un objeto construido y reconstruido en el trajín de la guerra a partir de las hojas de una agenda militar correspondiente al año 1982:
Las primeras hojas ves cómo era la agenda de verdad. Papel no había. No era chiste. Abrías un paquete de harina y te guardabas la parte de adentro que era blanca para escribir, porque no tenías dónde escribir.
El diario parecía reproducir la misma función que la foto, en cuanto a fijación de la experiencia, pero su nivel de detalle lo habilita a replicar la función de disparador de la memoria involuntaria. En este caso, aquella que evoca la cercanía de la muerte:
Hay una que tiene un papelito acá. Yo estaba como anestesista en Howard, entonces me llaman para que vaya a Puerto Argentino. El que estaba de cirujano jefe me dijo “no, no lo podemos mandar porque nos quedamos sin anestesista”, entonces pidió permiso para que yo me quedara. Cae un helicóptero a la una de la tarde y me dicen “te vinieron a buscar, te tenés que ir”. Hice el bolso y me iba para el helicóptero. Llego al helicóptero, estoy por subir y viene un soldado corriendo con esto. Dice: “referente a solicitud permanencia capitán médico, autorizado”. Yo me quedé. Se va el helicóptero y lo bajaron, murieron todos. ¿Ves qué dice? “Este papelito me salvó la vida”.
El papel (Figura 3) -un recorte casi minúsculo que demuestra nuevamente su escasez- como medio de comunicación termina por cumplir la función destinada al casco. Al soldado que corrió no se le hubiera ocurrido llegar hasta el helicóptero sin un soporte material que diera sustento a su palabra. En esa acción, el soldado, su palabra y el papel interactúan hasta hacer casi imposible la tarea de diferenciarlos. Jorge agrega el papel que le salva la vida a la agenda-diario y también lo convierte en sobreviviente. Ambos sobreviven, extendiendo el tiempo de existencia de una memoria que no podría ser sin la interacción de sujeto-sobreviviente y objeto-sobreviviente.
Silvio y la memoria de un abrazo
Silvio Katz participó en la guerra como conscripto del Regimiento de Infantería Mecanizado 3 «General Belgrano». Su sección ocupó posiciones al sur de Puerto Argentino/Stanley, de cara al mar, zona intensamente bombardeada por el fuego de la flota inglesa simulando un posible desembarco en aquellas playas. Al estrés del ablandamiento, la falta de alimentos y la inclemencia del clima antártico, Silvio debió sumarle las torturas y el antisemitismo del suboficial que comandaba su sección.
El Silvio de diecinueve años no volvió de las Islas. Cuando uno habla de los muertos en combate, los demás también dejamos al muchacho de diecinueve años en la isla. Hubo que reinventarse y reconstruir sobre destrucción total.
Antes de la entrevista, Sebastián conoció a Silvio cuando era docente de primaria en la escuela Arlene Fern. Allí, Silvio daba charlas sobre su experiencia a los alumnos de distintos grados. Esta vez, en la terraza de la casa de Sebastián, Silvio despliega fotos, medallas y un piluso marinero que hasta ahora no había sido nombrado en ninguno de sus relatos. De entre todas las fotografías, elige una (Figura 4) y la sostiene hacia la cámara con ambas manos:
Esta foto resume todo lo que estaba bien en la vida: abrazar a mi mamá. Cuando me dicen ¿qué esperaba yo en Malvinas? Y... era que terminara para abrazar a mi mamá.
La fotografía muestra en primer plano a una chica de pelo enrulado tocando una guitarra criolla acompañada de otras que parecen cantar una canción. De fondo, y contra el marco de una puerta de madera, Silvio abraza a su mamá que mantiene los ojos cerrados. Tal como nos cuenta luego, la foto refleja el clima con el que Silvio fue recibido por sus amigos, familiares y vecinos.
No hay como el papel, a mí ver una foto en la computadora me gusta, pero no me emociona. En cambio yo toco la foto -Silvio mueve las manos hacia delante y hacia atrás como atrayendo algo- y parece que tiene vida. Hay fotos que traje hoy que es emocional, son fotos que tienen muchas emociones.
La fotografía ha sido analizada por diversos autores en su capacidad o incapacidad como disparador de memorias (Proust 1922; Benjamin 1939; Sontag 2003; Burke 2005; Berger 2008). En este caso, al sentido de la vista se le suma el tacto que parece otorgar vida al objeto y por lo tanto revivir, por un instante, el abrazo con su mamá. Esa interacción entre los sentidos y el objeto dispara una memoria del cuerpo y el afecto que se resume en el abrazo evocado (De Nardi 2014). A partir de ese momento, muchos objetos aparecen organizados en torno a esta relación:
Lo que más extrañaba era mi cama. Dormir parado o sobre un pedazo de tierra dura o todo lleno de agua... lo que más extrañaba era mi cama. Extrañaba estar intentando cebarle mates a mi mamá en la cocina.
Ese hilo conductor -los objetos que evocan a la madre- se traslada de respuesta en respuesta. En este caso, a partir de la recreación de un objeto que fue creado en plena guerra y que ahora pervive en su evocación:
En Malvinas inventamos un mate con una lata de corned beef -Silvio arma un círculo con ambas manos simulando la extensión de la lata- que encima son rectangulares, no es que eran redondas, una birome bic -flexiona su dedo meñique como si estuviera contabilizando una lista- a la que le habíamos hecho en el taponcito agujeritos -describe con sus manos la acción- y era el mate -su mano derecha gestualiza una calabaza. Nos daban un polvito que tenía mezclado leche en polvo, azúcar y yerba. Tomábamos eso -lleva su mano izquierda a la boca como si estuviera ingiriendo algo- como si fuera una infusión, era glorioso. Ahí me di cuenta como extrañaba tomar mate con mi vieja en la cocina. Yo cebaba uno y mi mamá el resto porque yo era un inútil.
En un segundo encuentro, Silvio expone los tatuajes que se realizó en la posguerra. Entre ellos un sol, con el que firmaba cada carta que le enviaba a su mamá desde las islas:
Yo se lo dibujaba al final de la carta y le ponía que, a pesar del frío, el sol me iluminaba y me calefaccionaba. Entonces siempre era el sol y una posdata adentro de ese sol. Ahí dije, ese sol me recuerda a mi mamá... perdón me gana la emoción... era mi mamá... y mi mamá tenía que estar. Ese sol representaba todo lo opuesto a lo que estaba viviendo en Malvinas. Ese sol era vida, era alegría, era calorcito y yo me estaba congelando.
Sobre su antebrazo derecho, Silvio muestra el sol -copiado por el tatuador- de una carta que viajó desde Malvinas. El sol como memoria del cuerpo que sufrió el frío antártico, pero también como símbolo de la resistencia a un medio plagado de violencias, tortura y desafecto. Ahora tatuado, inscripto en su cuerpo a través de una herida voluntaria, se convierte en sitio de afecto y memoria (De Nardi 2014).
Julio, José y las memorias del hambre
José Rizzo y Julio Mena viajaron como parte del Regimiento 6 de Infantería Mecanizada de Mercedes y tomaron posición en distintas compañías ubicadas entre el sur de Puerto Argentino/Stanley y los alrededores del aeropuerto. A pesar de la cercanía de sus posiciones con el pueblo, donde se concentraba la mayoría de los recursos, ambos sufrieron la misma escasez de alimentos. Un problema antiguo en la historia militar universal pero en particular la argentina, desarrollado en distintas investigaciones respecto al siglo XIX (Krebs 2014).
José y Julio no compartieron la misma posición durante la guerra pero sí efectuaron el mismo tipo de técnicas y readaptación creativa de objetos (Schiffer 1987) para sobrevivir. Ambos, fueron entrevistados en la Sala Permanente Malvinas de Luján (Provincia de Buenos Aires) y nos solicitaron hacer la entrevista en dupla, ya que decían sentirse más cómodos a la hora de evocar sus experiencias en la guerra.
Después de Malvinas nunca quise que en la heladera faltara la comida. Si querés no cocines, pero cien gramos de mortadela y pan tiene que haber siempre. Si abría la heladera y no había comida discutía con mi señora. Yo de Malvinas volví con diabetes, perdí 40 kilos en 76 días.
José no conserva el dato exacto de los kilos perdidos, pero puede medirlo a través de los objetos que vendía en su vida civil:
Yo trabajaba en un comercio y me fui a la colimba con un talle 54 o 56 de pantalón y un talle 44 de camisa, así que imagínate cómo era. Cuando volví de Malvinas todavía no tenía la ropa de civil, tenía la de colimba. Así que nos dijeron que nos acomodemos como puedan y me acuerdo patente que salí con un talle 38 de camisa y 44 de pantalón.
Unos minutos antes, y ante la pregunta sobre el objeto que hubieran deseado tener en las Islas, Julio respondía:
En mi caso me hubiese gustado haber tenido un buen cuchillo. Nos hubiera hecho falta para cortar una lata, porque a veces no teníamos con qué. Y será por eso que a lo mejor a esta altura de mi vida tengo más de veinte cuchillos y da la casualidad que cuando fui en el año 2009 a Malvinas encontré un cuchillo.
Acto seguido, Carlos descuelga el cuadro donde se exhibe el cuchillo junto a otros objetos hallados:
Lo encontré enterrado hasta acá, en un arroyo seco donde había pedazos de piedra. Se ve que era un lugar donde había agua y se había secado y estaba enterrado hasta acá. A partir de ahí, mi vida con los cuchillos fue otra. Siempre sentí la necesidad de tener uno y hoy tengo más de veinte. Teniendo un buen cuchillo uno puede cortar un alambre, abrir una lata, hacer muchísimas cosas. Esa herramienta me hubiese gustado tenerla en Malvinas.
Como en otras entrevistas, los recuerdos de la guerra se entremezclan sin aviso con los del regreso y la posguerra, cruzando el mismo eje de las memorias del hambre. Lo que sirve de puente hacia el objeto evocado a través del sentido del gusto y la vista, pero también del gesto y de la voz que se quiebra:
Cuando llegué a mi casa estaba chupado. Me acuerdo esa noche mi vieja me había hecho… -la voz de José se quiebra- un pollo al horno. Me comí hasta las plumas que había dejado.
José y Julio paliaron el hambre a través de la reutilización de objetos cuya función original no fue respetada. Por ejemplo, una media lata de dulce de batata se convierte en fuente y sartén:
Daniel Cumming, compañero de covacha sabía escaparse al pueblo muy seguido. Y en una de esas escapadas se trajo una lata de dulce batata. Entonces esa lata la usamos para freír, porque él traía harina del pueblo. En esa misma lata preparábamos la masa y ahí mismo se mezclaba con la grasa de un pato salvaje que cazábamos, que un sargento primero nos dijo un día que se llamaban avutardas. Cada vez que cazábamos le sacábamos la grasa y esa grasa la usábamos de aceite para fritar las torta fritas.
También Julio, unos kilómetros hacia el sur, reutilizaba el mismo tipo de elemento para cocinar:
Nosotros cazábamos vacas, pajaritos. Íbamos a la orilla a buscar porque las olas golpeaban contra las piedras y en las piedras quedaban pescaditos. Eso lo hervíamos en una lata de dulce de batata.
La cocina que faltó: memorias y acción colectiva
Julio y José retornaron a Malvinas en 2009. Volver a trashumar y habitar ese espacio permitió que Julio hablase de un tema que hasta entonces percibía como un capítulo cerrado (Halbwachs 1950; Nora 1984):
Empezamos a recorrer los lugares donde estuvimos y a recordar de vuelta lo que había vivido. Al llegar al cementerio y ver las cruces de mis compañeros, los que habían quedado ahí en Malvinas, cuando me arrodillo ante la cruz del Negro Guanes, siento que me dice “si yo hice esto por vos, ¿vos que estás haciendo por mí?”. Cuando llego acá le digo a mi familia: “quiero construir un museo”.
Desde entonces, junto a José y otros VGM, forman parte de la Sala Permanente Malvinas de Luján. Un museo montado en el antiguo quincho de la familia de José, en el que conviven todo tipo de objetos, fotos, mapas, libros y revistas sobre la guerra. Al entrar en la sala principal, el primer objeto que aparece es una cocina de campaña que no estuvo en Malvinas, pero que recrea las que algunos regimientos trasladaron a las islas.
La mayoría de estas cocinas fueron construidas en el país a partir de la década de los cuarenta, imitando el modelo alemán de la “cocina rodante” o “Gulaschkanone” (Krebs 2008) creado en 1908. Como todavía puede leerse en la chapa identificatoria, la empresa que produjo una parte de estas cocinas en Argentina, Klöckner S. A., era dirigida por descendientes de alemanes.
Las “morochas” -así apodadas por la tropa- llegaron a Malvinas en forma dispar. En algunos casos, como el del RI12 de Mercedes (Corrientes) directamente no pisaron las islas por problemas logísticos. En el caso del RI6, al que pertenecían José y Julio, la cocina llegó (Pignatelli 2021) pero estuvo lejos de sus posiciones, por lo que eran abastecidos -solo en algunas oportunidades- por aquellas que funcionaban en Puerto Argentino.
Si bien la cocina de campaña tiene, desde sus orígenes, la función de cocer o calentar alimentos lo más cerca posible del frente de batalla, José y Julio ensayaron una reutilización, en la que los comensales no son soldados o suboficiales, sino niños y niñas. No saben con certeza si esa cocina estuvo o no en las Islas, ya que la adquirieron comprando rezagos del ejército, pero reconocen, en la función y estructura del objeto, un potencial social y colectivo. En plena pandemia y en una de las localidades bonaerenses con grandes bolsones de pobreza (Espínola 2018), la cocina sirve para paliar parte del hambre en los sectores populares:
Con las cocinas de campaña que tenemos, siempre estamos haciendo un mate cocido, chocolates en los merenderos, guisos en las instituciones, en las escuelas, en las sociedades de fomento.
Antes de la entrevista, Julio nos envió fotos y videos en los que se ve el momento en que reparten lo cocinado. Una imagen que recrea aquello que no pudieron compartir en Malvinas y que sólo conocen por imágenes de otros soldados.
Conclusiones
Todos los testimonios expuestos en este trabajo extienden un lazo con el entramado social e histórico de la época. Un vínculo que puede ser poroso, móvil y oscilante, pero que funciona como tal. Es moneda común que los veteranos inicien una oración advirtiendo la diferencia entre el tiempo presente y el evocado:
Hay que tratar de ponerse en ese momento, cuando las cosas eran muy distintas.
La contextualización no funciona como justificación de lo sufrido, sino como un intento por llevar al entrevistador a un campo que desconoce y que no puede alcanzar sino a través de la reconstrucción del testimonio, de la interacción intercorporal con los objetos y a través de su propio cuerpo y sentidos.
En los relatos sobre los objetos prima la vida sobre la muerte, la supervivencia sobre la locura. En ese gesto, Malvinas no funciona como un objeto archivado del pasado sino como un motor del presente que se reconstruye en cada acción de los veteranos. 100% de los entrevistados se consideran a sí mismos como “malvinizadores” y en esa tarea generan interacciones con nuevos soportes de memoria. Muchas de las entrevistas terminan con el obsequio de objetos impresos con la silueta de las islas y algún mensaje reivindicador de la soberanía argentina -cintas para atar en las muñecas, banderas para colgar en el espejo de un auto…- que el veterano otorga a cada integrante del equipo. Ese puente de anchos carriles entre pasado y presente se extiende a las actividades que desarrollan en su vida cotidiana. Algunos llevan su testimonio y experiencia al campo de la justicia social, como en el caso de José y Julio, al de la medicina, como Jorge con su magia terapéutica, o al de la educación, como Silvio en las escuelas. Malvinas no es algo muerto del pasado. Malvinas late en el brazo de Silvio, en la rememoración de Jorge y en el museo de Julio y José. Así como los conscriptos, suboficiales y oficiales readaptaron objetos para sobrevivir durante la guerra, hoy reciclan ese pasado doloroso y traumático en acciones que consideran “necesarias” para que el olvido y la desmalvinización sean derrotados.
Los objetos aquí estudiados escapan a la mera definición de “indicios” o “fuentes”. Tanto los presentes como los evocados generan un tipo de narración poco asequible a ese tipo de formatos. Muchas veces esquiva al corsé de la cronología o de lo “comprobable”, tejiendo relaciones entre tiempos distantes, como la niñez y la adolescencia de Silvio o girando sobre un mismo eje, como lo es el del hambre en Julio y José. Su cualidad como portadores de memorias en relación con los sujetos que pueden evocarlas los alejan de la fuente documental clásica que estudia la historia. Más aún, su caracterización como sitios de memoria (Nora 1984) y afecto (De Nardi 2014) hace necesaria su interacción con quienes los portaron y guardan sus memorias en ellos.
Si bien podría pensarse que las narrativas que surgen de estas fuentes refieren solamente a memorias y experiencias individuales, las mismas irrumpen conformando nuevas memorias colectivas subalternas que ponen en duda aquellas sostenidas desde el Estado en la primera posguerra (Lorenz 2009). Esta función de las memorias individuales como disparadoras de nuevas memorias subalternas ha sido analizada en distintos casos históricos por la arqueología del conflicto (Moshenska 2010).
El centro del relato que despiertan las entrevistas aquí analizadas no está en lo puramente bélico. De hecho, la mayoría de los entrevistados evitaron hablar de la experiencia de combate. La guerra de Malvinas, como tantas otras guerras en la historia humana, es hambre, espera, incertidumbre, confusión, miedo, desesperanza y artilugios para sobrevivir. De esa necesidad vital puede surgir el eje de cada entrevista donde se entrecruzan objetos, sentidos y personas, por ejemplo, en las cartas de Silvio y la figura de su madre y en el cuchillo encontrado por Julio y evocado como “necesario” para paliar el hambre y la escasez de todo.
Si bien, en su fisicalidad, los objetos no siempre presentan marcas de la violencia de la guerra, pueden sugerirnos algunos indicios de la cercanía de la misma a partir de los relatos que evocan, como el papelito que le salva la vida a Jorge, minutos antes de que el helicóptero donde iba a subir fuera derribado por un misil y las fotografías que sobreviven a la requisa inglesa por medio del casco y la cruz pintada por el padre. Esta violencia también se expresa en el bloqueo naval y aéreo sobre las Islas, que genera el recuerdo casi unánime del empeoramiento de las condiciones de vida a medida que el conflicto se agudizaba. Violencia que se imprime en los cuerpos que regresan al continente con bajo peso y nuevos problemas de salud.
Esa relación entre objeto, memoria, cuerpos y sentidos se repite en todas las entrevistas. El pasado se corporiza en el tatuaje de Silvio. El pasado se quiebra en la voz de José evocando la primera cena de posguerra con su mamá. El pasado llora cuando Jorge gestualiza las lágrimas que caían por la mejilla de su papá. La experiencia bélica se funde en los cuerpos de los entrevistadores que ahora replican las historias oídas en artículos, charlas y nuevos soportes de memoria.
Objetos y sujetos comparten la cualidad de ser sobrevivientes, pero no comparten un mismo ciclo vital. Actúan como dos líneas paralelas que, en algún punto de su devenir, convergen íntimamente. Si en esa coordenada los objetos se convierten en portadores de memoria, los sujetos buscarán la forma de hacerlos sobrevivir tanto como los objetos pudieron hacer lo mismo por ellos. A veces, bajo la turba malvinera, esperando su reencuentro. Otras, en pequeños museos privados como los de Silvio y Jorge, o en otros públicos como el de Julio y José.
La diversidad de objetos trabajados indica una posible categorización por tipo, material o por su repetición en los relatos. Éste es un punto a desarrollar en futuros trabajos, a medida que el corpus de entrevistas se amplíe y puedan detectarse continuidades, rupturas o relaciones entre objetos, sentidos y memorias coincidentes. En lo que respecta a las entrevistas analizadas en este artículo, podemos afirmar que más allá de los distintos tipos objetos -evocados o presentes, bélicos o de uso civil-, todos funcionan como soportes/portadores de memoria y como sitios de afecto cuando interactúan con los sujetos sobrevivientes que los resguardan.
A casi 40 años del conflicto, la perspectiva aquí planteada invita a trabajar y pensar en una nueva mirada sobre la Guerra de Malvinas. Una cuyo centro resida en la constitución mutua entre memorias, objetos y personas. Una más cercana al “mundo de sentires” de los veteranos argentinos (De Nardi 2014) y, por lo tanto, más asequible a ser transmitida a través de los sentidos y los cuerpos. Una que evite el exceso de contexto y discursos con que muchas veces se invoca al pasado (Ankersmit 1996), condenándolo al rincón de lo distante e inasequible, de aquello que ya no puede ser sentido ni experimentado.