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Derecho global. Estudios sobre derecho y justicia

versión On-line ISSN 2448-5136versión impresa ISSN 2448-5128

Derecho glob. Estud. sobre derecho justicia vol.4 no.10 Guadalajar nov. 2018  Epub 14-Oct-2020

https://doi.org/10.32870/dgedj.v0i10.194 

Artículos de investigación

La crisis del Estado-Nación en el malestar de Europa

The crisis of the Nation-State in Europe’s malaise

José J. Jiménez Sáncheza 

a Universidad de Granada, España. Correo electrónico: jimenezs@ugr.es


Resumen:

En este trabajo se abordan algunos de los problemas a los que hoy día se enfrenta la democracia en Europa, especialmente aquellos relacionados con el uso del concepto Estado-nación. Es cierto que este concepto se usó a fin de fundamentar la emergencia de los Estados europeos modernos. Sin embargo, el mismo concepto ha permitido ahora que se adopte un camino diferente hasta el extremo de reclamar una Europa distinta, la Europa de las naciones, que trata de ocupar el lugar de la antigua Europa de los Estados. Ambas alternativas, tanto la de los tradicionales Estados-nación, como la nueva de las naciones que reclaman su propio Estado, poseen el mismo fundamento filosófico-político, el concepto de Estado-nación. En este texto se reflexiona sobre ese concepto con el fin de descubrir la razón de su ambigüedad. A fin de conseguirlo, habremos de entender el mecanismo de su funcionamiento, lo que nos permitirá subrayar que el concepto de Estado-nación se basa en una doble universalidad.

Palabras clave: Europa; democracia; Estado-nación

Abstract:

This paper discusses some of the problems that democracy in Europe now faces, especially those related to the use of the concept of Nation-State. It is true that this concept was precisely the one used to ground the emergence of modern European states. However, that same concept has now enabled a different path to be taken today to the extent that it demands a distinct Europe, the Europe of nations, which tries to occupy the place of the old Europe of States. Both paths, both the initial one of the traditional Nation-States, and the new one of nations that claims their own Statehood possess the same philosophical-political foundation the concept of the Nation-State. This work, therefore, reflects on this concept. This would lead us to raise the reason for its ambiguity. To do this we must understand the mechanism of how it works, which would enable us to highlight that the concept of Nation-State is based on a double universality.

Key words: Europe; democracy; Nation-State

La falsa universalidad es aquella que lima todas las

formas de cultura particulares y se basa en el término

medio.

F. Schlegel, Poesía y filosofía

[D]ass der Nationalstaatsgedanke heute das Unheil

Europas und nun auch aller Kontinente ist.

K. Jasper, Freiheit und Wiedervereinigung

La política no afirma: da cabida a las exigencias de

la afirmación […] La política democrática abre el

espacio para identidades múltiples [...] La democracia

[…] impone configurar el espacio común de tal modo

que pueda abrirse en él toda la riqueza posible de las

formas que lo infinito es capaz de adoptar.

Jean-Luc Nancy, La verdad de la democracia

I. Introducción

Son muchos los males que recorren Europa, son muchas las causas a las que se debe el malestar de Europa: el llamado déficit democrático, la crisis del Estado- Nación, las políticas económicas que Bruselas ha establecido a fin de acometer la crisis económica que nos acompaña desde hace años, etc. Entre ellos, sólo me ocuparé del que de un modo más directo nos afecta también a nosotros. Podríamos pensar, claro está, que se trata de la cuestión económica, pero ésta aun siendo siempre difícil, termina por encontrar vías de solución, como parece que está sucediendo. De ahí que me refiera al problema político que más nos acucia, que tampoco deberíamos confundir con el de las insuficiencias de nuestra democracia, sino que versa sobre la crisis del Estado-Nación y ello hasta el punto de que a veces no sabemos si somos ciudadanos de un Estado, de un Estado- Nación o incluso de un Estado-Nación de naciones. La realidad es que el Estado diseñado en la Constitución de 1978 como Estado-Nación parece insuficiente para resolver la cuestión territorial que arrastramos desde hace ya demasiado tiempo. Es verdad que con la Constitución de 1978 pareció durante un tiempo que los grandes problemas de España, el social, el religioso y el territorial, habían encontrado una vía razonable para su encauzamiento y solución. Así sucedió con los dos primeros, aunque no con el último. Me referiré sólo a lo que ha ocurrido en los últimos quince años, primero en el País Vasco, después en Cataluña. Con tal fin me centraré únicamente en tres acontecimientos que pueden considerarse como relevantes: el discurso de Ibarretxe de 2002, el Estatuto de Cataluña de 2006 y la Resolución soberanista del Parlamento de Cataluña de 2013.

Desde una perspectiva nacionalista no se piensa que la forma Estado- Nación sea insuficiente para preservar los distintos modos de vida ni siquiera que desde esa forma jurídico-política no puedan abordarse las nuevas dificultades que conlleva el proceso de globalización, sino justamente lo contrario, ya que el nacionalismo piensa que la solución a sus problemas se encuentra en el Estado-Nación, que si se pone en cuestión es precisamente por no haberse ajustado estrictamente a los principios sobre los que se construyó: la estructura jurídico- política de una nación1 . Así, la oposición al Estado-Nación se resuelve en su propia reivindicación, es decir, el orden jurídico-político del Estado-Nación se remueve con base en sus propios presupuestos. Ésta es la posición que hoy ocupan los llamados nacionalismos y resulta irrelevante, en relación con lo que nos interesa, que su lucha por la forma Estado-Nación se lleve a cabo mediante la creación de un Estado libre asociado, por medio de la exigencia de que se reconozca que el poder de una comunidad emana de sí misma o a través de cualquier otro medio, pues al final todos están presididos por lo que importa, el derecho a decidir libremente en tanto que se trata de pueblos con historia propia, o dicho con otras palabras, por la petición del derecho de autodeterminación. La reclamación del derecho a decidir no es sino la reivindicación de la soberanía, que al ser exigida por una parte de un Estado soberano construido sobre principios liberal-democráticos provoca necesariamente un conflicto entre estos principios y aquellos sobre los que se apoyan los elementos de identidad2 . En definitiva, el reverdecimiento de las propuestas nacionalistas con la consiguiente exigencia de nuevos Estados nacionales y la quiebra de los Estados existentes, se apoya en una comprensión de la democracia sustentada sobre la defensa de unos derechos colectivos enraizados en la lengua, la tierra y la historia, lo que constituye sólo una primera universalidad, alejada de la de una democracia más avanzada, en la medida en que se asiente sobre la universalidad no de los pueblos como naciones, sino de un demos como pueblo político.3

II. El caso vasco

En septiembre de 2002, el lehendakari Ibarretxe pronunció un discurso ante el Parlamento vasco. Su propuesta se levantaba sobre tres premisas: la decisión que se adopte ha de ser democrática; habrá de tomarse en una situación de paz y diálogo y además, se encuentra fundamentada en que el pueblo vasco tiene identidad propia, por lo que tiene derecho a decidir sobre su futuro ( Ibarretxe, 2002 ). Este tercer elemento se asienta sobre la idea de que a cada nación le corresponda la forma política estatal y a cada Estado una nación. Frente a esta idea se puede contraponer aquella que reconoce que si bien la nación posee una soberanía de tipo espiritual, no la posee política, que es la propia del Estado. La razón de tal distinción se encuentra en que la nación es “un hecho, en primer lugar, cultural”, y el Estado “una realidad primariamente política”, que “puede coincidir con una sola nación o bien albergar en su seno varias naciones o entidades nacionales” ( Conferencia Episcopal, 2002 ).

Las dos opiniones giran, y esto es lo que ahora nos importa, en torno al problema central sobre el que discurre el discurso de Ibarretxe, en tanto que aborda lo que considera, y con razón, “uno de los grandes debates que el mundo debe afrontar en el siglo XXI, esto es, cómo dar encaje jurídico, social y político a las realidades nacionales. Cómo respetar la personalidad de las naciones que no son estado” ( Ibarretxe, 2002, p. 18 ). La dificultad del problema consiste en que no posee una única solución, sino que se han ofrecido al menos dos. La de aquellos que estiman que existe una conexión ineludible entre nación y Estado, y la de quienes piensan que la vinculación del Estado a una nación ha dejado de tener sentido en una época, la nuestra, en la que la comunidad política del pueblo del Estado es una comunidad donde coexisten una pluralidad de formas de vida culturales, religiosas, lingüísticas, etc., por lo que querer arbitrar su convivencia asentándola en una homogeneidad de carácter sustancial podría generar más problemas que soluciones. La tensión existente entre las dos soluciones esbozadas muestra con claridad que las transformaciones que ha sufrido el liberalismo, bien por medio de las correcciones que introdujo la construcción del Estado social; bien por los nuevos intentos de profundización democrática a través del aseguramiento del ejercicio tanto de la autonomía privada, como de la autonomía pública de los ciudadanos; bien por su reordenación de acuerdo con ciertos principios de justicia, no han sido suficientes para impedir que se sigan subrayando sus insuficiencias. Aquí sólo me ocuparé de las que ha puesto de manifiesto el nacionalismo.

El texto de Ibarretxe se articulaba de manera compleja en torno a tres parámetros, el primero es el propio de un discurso nacionalista al defender el carácter propio y singular de un determinado pueblo, el segundo es característico de un discurso liberal-demócrata y se asienta sobre los presupuestos del principio de las mayorías, el pluralismo y los derechos y libertades individuales. Y el tercero consiste en la defensa de los derechos colectivos, especialmente, el derecho de un pueblo a su libertad. Hasta aquí los presupuestos del discurso no se diferenciarían de aquellos sobre los que se construiría cualquier otro nacionalismo que fuera democrático, como por ejemplo podría suceder con el españolista. Éste se asentaría en la defensa de la independencia de la nación española frente a otras, esto es, la defensa de la libertad nacional; la articulación de su voluntad soberana por medio del principio de las mayorías y el respeto de los derechos y libertades individuales y, finalmente, el arraigo de la misma en condiciones de existencia que poseen un carácter prepolítico, normalmente la realidad de una cultura y lengua comunes.

Estos requisitos responden a las características propias de los Estados nacionales que constituyeron el resultado de la fusión entre el Estado –aparato político de carácter militar-administrativo que tenía la finalidad de ejercer el monopolio de la fuerza y ordenar el mercado- y la nación4 , respecto de la que hubo dos conceptos en juego, el concepto político de nación, manejado por franceses y anglosajones –‘la nación como comunidad política’-, y el de carácter étnico-cultural de los alemanes, “la idea de nación como una comunidad cultural y lingüística” ( Schulze, 1997 )5 . No obstante, el Estado moderno configuró el espacio social de acuerdo con la regulación jurídico-política de las relaciones entre el súbdito y el soberano, al mismo tiempo que se iba conformando una nación homogénea. El recurso a la nación favoreció de modo importante el enorme desarrollo, así como la transformación del Estado moderno. Éste se extendió porque el Estado nacional “ofrecía la solución a la pérdida de normas políticas, a la conmoción de los tradicionales lazos de lealtad: un Estado, por lo tanto, cuyas instituciones eran lo bastante sólidas y permanentes como para proteger de modo duradero y promover las conquistas del liberalismo, apoyado en su legitimación por la nación, su historia y su cultura” ( Schulze, 1997 ). Así se alcanzó una nueva integración, diferente de la anterior, pues mientras que ésta se asentaba sobre vínculos tradicionales, aquélla se logra por medio de la abstracción propia de la construcción jurídico-política que define la idea de un ciudadano que participa democráticamente, lo que se articula a través de conceptos como la soberanía popular y los derechos humanos. No obstante, esta abstracción jurídico-política se equilibró con la idea de nación, una “comunidad arraigada en los sentimientos colectivos” ( Schulze, 1997 ). La fusión entre ambos, entre nación y Estado, produjo solidaridad, al apelar a los sentimientos, pero también una nueva forma de legitimación, la legitimación democrática, pues el “nuevo Estado ya no recibía su justificación de Dios, sino de la nación” ( Schulze, 1997 ). La soberanía del príncipe se transformó en la soberanía popular, los derechos del súbdito en los derechos del ciudadano.

Ahora bien, la diferencia entre el nacionalismo vasco y el español estribaría, en principio, en que el primero no ha logrado constituirse como una comunidad política soberana, mientras que el segundo sí. El problema es muy difícil, entre otras razones por la misma complejidad del nacionalismo español6 , pero además se complica porque podría entenderse que las exigencias del nacionalismo vasco, se alcanzarían a costa del segundo. El discurso de Ibarretxe suponía graves dificultades, en tanto que afectaba a nuestra estructura constitucional, pero también a nuestra paz social. No hace falta sino recordar los primeros artículos de la Constitución, en los que se dice que la “soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado” ( Art. 1.2 CE, 1978 ), así como que la “Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” ( Art. 2 CE, 1978 ), lo que es radicalmente contrario a cualquier propuesta de raíz soberanista. Por otra parte todos sabemos de los inconvenientes que conllevaría la apertura de un proceso de reforma constitucional del calado que entraña la alteración de estos presupuestos, sobre todo porque cualquier cambio de esta entidad requeriría de un consenso fáctico que difícilmente estuvo asegurado, como tampoco lo estaría hoy, y porque en esas circunstancias no podríamos predecir la manera en que acabaría esa reforma. Asimismo, la finalidad de estas reflexiones se sobrepasaría si prestáramos atención a las consecuencias que tendría una propuesta como ésta a la hora de pensar Europa bien como una Europa de los ciudadanos, bien como otra de los Estados-Nación o bien, como se propone ahora, una Europa diseñada como las ‘Naciones Unidas de Europa’.

La proposición de Ibarretxe se apoyaba, como acabamos de ver, en la articulación de un discurso nacionalista con un discurso liberal-democrático, que responde a la misma idea que presidió la construcción de los Estados nacionales, en los que la articulación entre Estado y nación propició el surgimiento de la república democrática, en la que se alcanzó al mismo tiempo una legitimación de carácter democrático sobre la base de la soberanía popular y los derechos humanos y una solidaridad basada en los sentimientos de pertenencia a un ‘nosotros’. Los Estados nacionales se asientan, pues, sobre la singularidad de un determinado pueblo, pero también sobre el reconocimiento de las libertades y de los derechos individuales, la defensa del pluralismo y el principio de las mayorías. Desde este punto de vista no habría nada que objetar.

Sin embargo, el problema no se encontraba aquí, en el reconocimiento de los derechos y libertades propias del discurso liberal-democrático y su articulación con el discurso nacionalista, pues ésta es una cuestión ya resuelta históricamente con la creación de los Estados nacionales. El problema se halla en la misma raíz del discurso nacionalista, esto es, en la reivindicación ahora de un Estado- Nación sobre el que el pueblo vasco en tanto que tal, es decir, en tanto que posee identidad propia, tiene el derecho a decidir libremente. Hay que preguntarse por la razón que existe para que se reivindique una idea como la del Estado-Nación justo en el momento en el que parece que el mismo intenta si no desprenderse de su raíz nacional, al menos debilitarla, con el fin de tratar de solucionar los problemas que acompañan la existencia de Estados multiculturales en una época de globalización, esto es, de internacionalización económica, cultural, militar y política.

La consecuencia de tal derecho a decidir libremente es la de reconocer que el pueblo vasco tiene derecho, si así lo estima, a poseer una individualidad como sucede con los Estados nacionales a los que se los considera como individualidades con libertad. El concepto de la libertad nacional como libertad colectiva es lo que ha servido para justificar la relación del individuo con el Estado como la relación de la parte con el todo. Quizá sea esta la razón por la que cuando Ibarretxe habla de los derechos humanos, no se limita a reconocer como tales los de carácter liberal, sino que defiende que “todos los derechos humanos (...) tanto en su esfera individual como colectiva” ( Ibarretxe, 2002, p. 6 ). Hay que entender, entonces, que entre estos derechos colectivos está el derecho de un pueblo a su soberanía, a un Estado. Esto es congruente con su argumentación, con la reivindicación del Estado-Nación, puesto que si existe un derecho de autodeterminación de los pueblos, como este pueblo puede reconocerse como tal en tanto que tiene identidad propia, la conclusión es evidente, este pueblo tiene derecho a su libertad, a decidir su futuro. Este era el sentido último de su propuesta.

Otra cuestión distinta consistiría en plantear si sería posible comprender el nacionalismo sin necesidad de Estado o si sería factible entender una realidad plurinacional en un Estado. Desde esta perspectiva habría que entender el derecho colectivo no como un derecho a la soberanía sino como el derecho de un pueblo a preservar su cultura, su identidad y a expresar lo que ama y siente libremente. En cierta medida esto es lo que ya apuntó Kelsen cuando sostuvo que “los derechos políticos no tienen que estar necesariamente vinculados a la nacionalidad” (2006, p. 68), al mismo tiempo que mantenía que “en Estados nacionalmente heterogéneos”, se debería sustraer “al Parlamento central la competencia para decidir sobre cuestiones referidas a la cultura nacional y transferirla a entidades autónomas” (2006, p. 162), con lo que se evitaría dejar la solución de tales cuestiones al ejercicio del principio de la mayoría, que “sólo tiene pleno sentido en el interior de un cuerpo nacional uniforme” (2006, p. 162). La razón se encontraba en que para lograr la formación de la voluntad social creía que un requisito imprescindible tenía que ser la capacidad de entenderse entre quienes tenían que conformarla lo que se alcanzaría más fácilmente en “una sociedad relativamente homogénea desde el punto de vista cultural y, en particular, una misma lengua” (2006, p. 163). De ahí que cuando no se diera esa situación, habría cuestiones cuya solución habría de quedar al margen del ejercicio de la voluntad de todos, mediante la que podría imponerse fácilmente la cultura de la nacionalidad mayoritaria.

Es cierto que desde el punto de vista del nacionalismo, toda nación en tanto que “pueblo homogéneo” tiene el derecho a autodeterminarse y gobernarse por sí misma, esto es, a un Estado independiente. Sin embargo, Habermas cree que no habría justificación para un derecho a la autodeterminación en regímenes democráticos donde se reconocieran derechos civiles iguales, por lo que la secesión sólo se justificaría “cuando la violencia de un Estado central priva de sus derechos a una parte de la población que está concentrada en su territorio” ( Habermas, 1999, p. 122 ).7

Parece evidente que la reivindicación por un pueblo de su derecho a decidir libremente sobre su futuro entraña dificultades, por lo que habría que deslindar con claridad en qué sentido se entiende el mismo, si del modo en que podemos entender que el Estado-Nación posee soberanía política o bien de un modo distinto, tal y como Kelsen señala, de manera que se permita y asegure la preservación y desarrollo de las características que sirven para asentar la identidad propia de un determinado pueblo, aunque sin que tal reconocimiento arribe en aquélla, la soberanía política. Tampoco podemos olvidar que el propio Ibarretxe partía de una pregunta: ‘cómo respetar la personalidad de las naciones que no son estado’, al mismo tiempo que definía su nacionalismo como “compatible con el sentimiento de pertenencia a otras realidades nacionales o estatales” ( Ibarretxe, 2002, p. 15 ), por lo que reconoce implícitamente la posibilidad de las identidades múltiples, a la vez que habla de un ‘estado plurinacional’, lo que en el fondo podría estar en consonancia con la propia historia de la conformación del Estado español.

III. El caso catalán

En este apartado me ocuparé de dos acontecimientos que, en mi opinión, son los más relevantes de la historia reciente de Cataluña. Me refiero al Estatuto de 2006 y a la Resolución del Parlamento de Cataluña en la que se declara al pueblo catalán como soberano. Después entraré en el asunto de fondo, la crisis del Estado-nación y la necesidad de ir más allá del mismo, aunque sólo se plantee en el plano conceptual a fin de sugerir una posible salida al conflicto territorial que se encuentra completamente bloqueado, en la medida en que los deseos de una parte importante de la población de Cataluña chocan frontalmente con el orden jurídico-político constitucional. La situación que se vive en Cataluña desde hace ya demasiado tiempo, me hace recordar aquella reflexión de Th. Hobbes sobre los ‘innovadores diversos’, a los que criticaba pues “suponiéndose más sabios que otros, intentan innovar […] lo cual no es otra cosa que mero frenesí y guerra civil” ( Hobbes, 2016, p. 133 ), una confrontación que viene siempre precedida por disputas “acerca de los derechos del poder y la obediencia” ( Hobbes, 2016, p. 57 ). Advertencia que habría que poner en conexión con la que nos hizo Eugenio Trías cuando afirmó que “[s]i algo define la necedad, la idiocia en política [...] es lo siguiente: la capacidad de arruinar un modelo que funciona bien, que es del agrado de la gran mayoría, bajo el pretexto de que puede proponerse algo mejor” ( Trías, 2005 ). Desgraciadamente ninguno de estos consejos surtió efecto, quizá porque un consejo sólo ha de darse “a quienes tienen deseo de recibirlo” ( Hobbes, 2016, p. 254 ) y porque sean cuales sean las razones que avalen a nuestros consejeros, la realidad es que nos encontramos en una situación muy delicada para la que tenemos que encontrar una solución que no nos lleve ni a destruir lo que tenemos ni mucho menos al enfrentamiento.

Es cierto que descubrir una solución para este problema, es muy difícil, aunque el mayor riesgo que afrontamos, se halla en que se quiera plantear y resolver al margen de las reglas básicas de convivencia, esto es, al margen del orden constitucional establecido, un orden que responde, claro está, a los presupuestos de las democracias liberales: el respeto de los derechos individuales y las decisiones mayoritarias de acuerdo con las reglas establecidas, es decir, de acuerdo con las exigencias del Estado de derecho o imperio de la ley. Las consecuencias de actuar al margen del orden constitucional de una democracia liberal son enormes, primero porque supone una quiebra de la legalidad y, segundo, porque no hay razones que pudieran justificar tal quebrantamiento del orden jurídico, es decir, que no es posible sostener la legitimidad de la quiebra de la legalidad democrático-liberal. Esto sólo podría defenderse si hubiera razones bastantes que pudieran actuar de contrapeso de la violación de la legalidad que no se sabría dónde encontrar. De ahí que en un orden democrático-liberal los cambios o reformas tienen que hacerse de acuerdo con las reglas preestablecidas, pues ese orden no se apoya sólo y exclusivamente en las decisiones mayoritarias, sino en que éstas se adopten respetando los derechos individuales, lo que se garantiza mediante el respeto a las normas de juego previamente definidas. Además, cualquier solución que se adoptara sin tener en cuenta la Constitución conllevaría la quiebra del poder soberano, ya que se habría realizado un cambio de las normas constitucionales al margen de tal poder, al mismo tiempo que supondría una lesión del derecho de participación, efecto inmediato de la realización de una reforma constitucional por cauces distintos a los establecidos formalmente.

La democracia liberal se asienta sobre el reconocimiento de una serie de derechos políticos, entre los que el derecho central es el derecho de participación, si bien, siempre que venga acompañado de otros como la libertad de expresión, etc. No obstante, estos últimos son instrumentales respecto del primero, pues todos ellos encuentran su razón de ser en coadyuvar a la realización de éste. Ahora bien, es verdad que una gran parte de la ciudadanía no percibe con claridad la entidad de estas cuestiones, fundamentalmente porque se desenvuelven en un nivel de abstracción difícilmente comprensible. Tampoco, esa lesión del derecho de participación alcanza de manera habitual a las libertades subjetivas de acción 8 , en las que cualquier daño sí que se percibe con mayor facilidad, pues nos afecta directamente, de manera concreta, en tanto que lo hace en el ejercicio de nuestras libertades privadas, las libertades negativas, que nos resultan por su inmediatez mucho más asequibles.

Es cierto que con la reforma del Estatuto de Cataluña de 2006, el orden constitucional no se orilló de manera abrupta y fácilmente reconocible, como sucede cuando se produce un golpe de estado9 , sino que se llevó a cabo de “manera subrepticia”10 , relegando las normas y procedimientos que deberían haberse seguido, y sustituyéndolos por otros que no estaban predefinidos. Así trató de iniciarse una segunda transición, en la que se quería llevar a cabo la reforma desde la ley, ley orgánica, pero al margen de la Constitución, lo que la hace, desde un punto de vista jurídico-racional, imposible. Las consecuencias inmediatas de tal actuación conllevaban la quiebra del derecho de participación y la parcelación de la soberanía, efectos necesarios de la sustitución de la autoridad propia del poder constituyente-constituido, tal y como viene prefigurada en la Constitución, por la autoridad legislativa.

La razón fundamental del problema con el que entonces nos enfrentamos, se encontraba, primero, en el hecho de haber mezclado dos procedimientos que debieron mantenerse separados, hasta tanto el primero hubiera quedado perfectamente claro, libre de toda falta. Esta confusión ha conducido, en segundo lugar, a una dificultad aún mayor, a la oposición entre dos legitimidades, la que deriva del pueblo, esto es, la democrática, y la que procede del propio Tribunal, es decir, la que se origina en los límites en que ha de asentarse la democracia, si es que queremos entender la democracia como democracia constitucional.

La primera cuestión a la que me refiero, surgió al entreverar el plano institucional con el plano político. En aquél se desenvuelve el procedimiento legislativo, de manera que la autoridad legislativa creada por la Constitución dicta las normas de acuerdo con los procedimientos y limitaciones que la norma fundamental establece. Junto a esto hay que tener en cuenta que en nuestro ordenamiento jurídico se exige que algunos Estatutos, los llamados del artículo 151 C.E., han de ser aprobados finalmente en referéndum, con lo que mezclamos el plano legislativo, institucional, con el plano político, en la medida en que la aprobación por referéndum supone la intervención de una parte del pueblo, esto es, de una parte del poder soberano. Este procedimiento no conlleva ningún inconveniente si lo que se aprueba es plenamente constitucional. Indudablemente, eso no sucederá en caso contrario. Ésta es la razón por la que se debería haber mostrado un cuidado exquisito en procurar que el texto que se sometiera a referéndum estuviera libre de cualquier tacha de inconstitucionalidad, pues si antes de que el texto fuera claro desde el punto de vista constitucional, me adentro en el terreno político llamando a la ratificación del pueblo, podría estar introduciendo la política de los hechos consumados. Además, si ese texto constituyera de hecho una reforma constitucional -lo que no podría ser de derecho al haberse formulado por la autoridad legislativa y no por la constituyente-, nunca se podría acudir para su validación a una parte del pueblo -en este caso, el catalán-, sino que se tendría que llamar a quien por ser titular de la soberanía tiene capacidad para hacerlo, esto es, el pueblo español.

No obstante, la solución era clara y fácil de alcanzar, pues se trataba de seguir la recomendación del Consejo de Estado ( Consejo del Estado, 2006 ) consistente en reintroducir el recurso previo de inconstitucionalidad. Esto no se hizo y por eso, al final, nos encontramos en una situación aún más difícil y complicada, pues se provocó el enfrentamiento entre dos clases de legitimidad. Por un lado, la que proviene del pueblo que ha aprobado el texto y, por otro, la que procede del Tribunal Constitucional, en tanto que es él el que tiene que velar por la adecuación de los textos legislativos al primado de la Constitución.

Desde entonces las cosas han ido empeorando, especialmente a partir del año 2012, en el que se puso en marcha el proceso de independencia. Sólo pondré un ejemplo más, aunque cabría multiplicarlos hasta el infinito, pues raro es el día en el que la prensa no nos anuncia un nuevo estropicio del Estado democrático de derecho. Con ese ejemplo me refiero a la Resolución 5/X del Parlamento de Cataluña de 23 de enero de 2013, en la que se formula una declaración de soberanía, así como se defiende el derecho a decidir del pueblo de Cataluña. Respecto de la primera se afirma que el “pueblo de Cataluña tiene, por razones de legitimidad democrática, carácter de sujeto político y jurídico soberano” ( Parlamento de Catalunya, 2013, p. 3 ). Esta afirmación plantea dos tipos de dificultades, que se refieren tanto a la definición del pueblo como soberano, como a las razones de su justificación. Empezaré por tratar de clarificar estas últimas, pues en principio no es nada claro qué quiera decirse con la expresión ‘por razones de legitimidad democrática’, pues por ella podría entenderse o lo que haya decidido la voluntad mayoritaria del pueblo, esto es, la democracia se comprendería como el gobierno de la voluntad mayoritaria del pueblo, o lo que esa misma voluntad haya acordado bajo ciertas condiciones, con lo que la democracia no se identificaría simplemente con esa voluntad mayoritaria, sino que ésta estaría sometida a ciertos requisitos.

En la introducción de esa declaración se dice que la misma se formula “[d]e acuerdo con la voluntad mayoritaria expresada democráticamente por parte del pueblo de Cataluña” ( Parlamento de Catalunya, 2013, p. 3 ). Si bien esta enunciación no nos permite aclarar lo que pudiéramos entender por ‘razones de legitimidad democrática’, al menos nos facilita descartar aquello que no cabría bajo esa expresión, es decir, que la legitimidad democrática no cabe identificarla simplemente con la manifestación de una voluntad mayoritaria del pueblo, ya que ésta sólo estaría legitimada si su formulación fuese una expresión democrática, lo que remitiría a la exigencia de ciertas condiciones que aseguraran que esa voluntad así lo hizo, que se expresó democráticamente, aunque ya no cabría obtener más de esa afirmación.

En la Resolución se defiende también el derecho a decidir, en relación con el que se hacen dos precisiones, que nos pueden ayudar en nuestra comprensión de lo que cabe entender por legitimidad democrática. Primero, que tal derecho habrá de ejercerse ‘utilizando’ los marcos legales existentes, de modo que así se alcance “el fortalecimiento democrático” ( Parlamento de Catalunya, 2013, p. 3 ), de donde cabe deducir que el respeto a la legalidad es imprescindible en una democracia que pudiéramos considerar legítima. Y en segundo lugar se afirma que el derecho a decidir sólo será democrático si se garantiza la pluralidad y el respeto de las diferentes opciones, de manera que se asegure el diálogo y la deliberación. Únicamente así se afirmaría la legitimidad democrática de la voluntad mayoritaria.

Por tanto, la respuesta que encontramos a las dificultades que planteábamos más arriba cuando nos hemos preguntado por lo que podríamos entender por ‘razones de legitimidad democrática’ es una respuesta compleja, que nos lleva a que no podamos identificar sin más la expresión de la voluntad política mayoritaria como la expresión democrática de esa misma voluntad, sino que aquélla sólo será democrática si atiende en su conformación y expresión a una serie de condiciones que serán las que le otorguen el carácter de democrática, esto es, su legitimidad democrática. Esas condiciones son dos: en primer lugar, la voluntad política mayoritaria será democrática si se ejerce dentro del marco legal, esto es, si el principio democrático se entrelaza necesariamente con el principio del Estado de Derecho, y en segundo lugar, no basta simplemente con que la voluntad mayoritaria democrática respete la legalidad, sino que la legitimidad democrática exige que la voluntad política se asiente en razones que van más allá de un marco normativo concreto. Esta es la razón por la que se requiere que la voluntad política mayoritaria se articule en torno a la defensa de los requisitos exigidos por la realización en una determinada sociedad de lo que podríamos denominar el principio discursivo, esto es, la defensa de la pluralidad, el respeto a las diferentes opciones y el aseguramiento de la deliberación en común. En definitiva, la regla de la mayoría, es decir, una voluntad política mayoritaria, sólo se justificaría si se atuviera al principio democrático, lo que exigiría, por su parte, que éste se pudiera articular con otros dos principios, el del Estado de Derecho y el de discurso. Habermas (1998) lo había formulado diciendo que un Estado democrático de Derecho se alcanzaría cuando el principio de discurso se transformase a través del medio derecho en un principio democrático.

Si la Resolución pudiese ser vista así, no habría nada que objetar. Sin embargo, esta Resolución no sostiene sólo lo que acabamos de decir, sino que afirma, como vimos más arriba, algo más, que ‘el pueblo de Cataluña tiene carácter de sujeto político y jurídico soberano’, lo que se justificaba ‘por razones de legitimidad democrática’. En realidad sabemos que no importa tanto lo que se diga, como las razones en que se apoya aquello que se afirma. Si esto es así, habríamos de fijarnos en las razones en que se apoya esa afirmación de soberanía, esto es, las razones democráticas, y si tal y como hemos dicho el principio democrático se encuentra entrelazado con otros principios como son el de discurso y el del imperio de la ley, parece evidente que basándonos en aquél no podríamos ir más allá de este último, por lo que sería contradictorio afirmar algo y lo contrario al mismo tiempo. Es decir, que si se sostiene la democracia por la legalidad, no se puede defender algo que exceda esa legalidad y decir, al mismo tiempo, que es democrático. Este es el problema de la Resolución, que defiende a la vez una cosa y su contraria, pues afirma que el pueblo catalán tiene carácter de sujeto político y jurídico soberano por razones democráticas, cuando tales razones nos llevan necesariamente a defender el imperio de la ley, desde el que se sostendría justamente la afirmación contraria, esto es, que la soberanía radica, de acuerdo con la Constitución, en el pueblo español en su conjunto.

Este problema es el mismo que vimos al comienzo cuando analicé la propuesta de Ibarretxe, y su trasfondo lo constituye el debate sobre el derecho a decidir, un debate que pone en conexión de manera acertada el derecho a decidir con el principio democrático, pero que yerra a la hora de abordar la cuestión decisiva, esto es, qué hemos de entender por el principio democrático, pues aunque todos estemos de acuerdo en que por democracia ha de comprenderse el gobierno del pueblo, es cierto que cabría establecer diferencias respecto a cómo habría de pensarse ese gobierno. Una gran parte de los autores identifica el principio democrático con la voluntad política de un determinado pueblo o de un grupo de población bajo ciertas características11 , es decir, lo democrático consistiría no sólo en que esa voluntad política pudiera expresarse, sino en admitir aquello que tal voluntad manifestara. No cabe oponerle ningún impedimento a esa voluntad, pues ésta queda legitimada en la medida en que es expresión de la opinión de la mayoría bien de un determinado pueblo, bien de un grupo concreto. De esta manera queda entrelazada una voluntad política mayoritaria con el principio democrático. Este principio definiría como legítimo el deseo de la voluntad política mayoritaria.

Si admitimos que la democracia ha de entenderse como una democracia de carácter mayoritario, en la que la voluntad política que ha de prevalecer es aquella que puede identificarse con la voluntad de la mayoría, no queda más remedio que reconocer, primero, que hay que facilitar los medios, que no son otros que los jurídicos, para que esa voluntad política pueda expresarse; segundo, que esa voluntad no puede quedarse simplemente en su mera expresión, en la medida en que aquélla exige ir más allá, puesto que ha de poder ejercer su derecho a decidir, esto es, ha de poder tomar una decisión, y tercero, que la adopción de una decisión exige que se ejecuten las medidas imprescindibles para llevar a cabo su realización. En definitiva, el principio democrático demanda necesariamente que se tomen las medidas imprescindibles para la ejecución de aquello que quiere la voluntad política mayoritaria.

Ahora bien, este principio democrático exige que atendamos no sólo a la voluntad de un determinado pueblo, sino a toda voluntad política que adquiera cierta densidad, esto es, que de hecho tenga cierta entidad y por lo tanto pueda constituirse con una identidad propia, diferenciada de cualquier otra. Este sería el caso de Cataluña, en la que después de los hechos acaecidos parece constituirse una voluntad política mayoritaria que quiere expresar su deseo de decidir sobre su futuro político. Así pues, el principio democrático nos reclamaría que afirmásemos la legitimidad de tal pretensión, aunque eso no evitaría que nos tuviésemos quey con las dimensiones y recursos necesarios para constituirse en Estado, desea la independencia, el principio democrático impide oponer a esta voluntad obstáculos formales que pueden ser eliminados. Si la Constitución lo impide habrá que reformarla, pero antes de llegar a ese extremo, hay que averiguar la existencia y solidez de esa supuesta voluntad”, F. Rubio Llorente, “Un referéndum para Cataluña”, El País, 8-10-2012 . enfrentar con toda una serie de cuestiones de extrema complejidad, en tanto que la realización de la aspiración del pueblo catalán habría de hacerse compatible con el respeto a la legalidad vigente, esto es, tendríamos que lograr una articulación coherente entre el principio democrático y el principio del Estado de Derecho. De ahí que habría que resolver tanto problemas de carácter interno, aquellos referentes a si se ha de hacer y cómo un referéndum o una consulta con todos los problemas jurídicos que tales convocatorias podrán entrañar, pero también de carácter externo, relativos a las consecuencias que podrían derivarse de la constitución de un nuevo Estado, especialmente en un ámbito como es el de la Unión Europea.12

IV. Más allá del Estado-Nación

Creo, sin embargo, que aunque pudiéramos sortear todos estos obstáculos con los que nos enfrentamos, no impediríamos con ello que con posterioridad tuviéramos que afrontar mayores dificultades, precisamente las derivadas de la quiebra del poder soberano. Esta es la razón por la que, en mi opinión, la única manera de abordar lo que podríamos considerar como el problema jurídico-político más importante al que ha de hacer frente la democracia en España, pero también la Unión Europea, consistiría en ir más allá del concepto Estado-nación, puesto que ese problema se encuentra directamente enraizado en la insuficiencia del mismo concepto, lo que se incrementa a su vez por su errónea utilización. Esto sucede cuando se quieren solucionar las dificultades que derivan del Estado-Nación por medio del mismo Estado-Nación.

Es cierto que la idea del Estado-Nación sirvió para fundamentar y asentar los Estados europeos modernos. No obstante, ese mismo concepto ha permitido hoy día iniciar un camino inverso, la destrucción del Estado-Nación, en la medida en que con base en él se reivindican nuevos Estados. La llamada Europa de las naciones se incardina en tal proceso. Ambas trayectorias, tanto la inicial de los tradicionales Estados-Nación, como la nueva de las naciones que reclaman un Estado propio, poseen el mismo fundamento filosófico-político: el concepto Estado-Nación.

Se trataría, por tanto, de reflexionar sobre ese concepto, en la medida en que justifica ambas prácticas. Esto nos llevará a plantear la razón de esta ambigüedad, así como la posibilidad de salir de la misma. Para ello tendremos que desentrañar tal concepto y entender el mecanismo de su funcionamiento, lo que nos permitirá poner de relieve que, desde el momento en que sus dos elementos, Estado y nación, se asientan sobre universalidades diversas, que responden en cada caso, sea la nación, sea el Estado, a fundamentos distintos, la utilización de ambos al unísono se cimenta sobre una doble universalidad que termina necesariamente por ser contradictoria y muy vacilante.

Para entender de manera adecuada la complejidad del concepto Estado- Nación, creo que sería acertado compararlo con la nitroglicerina, un explosivo muy potente, aunque también muy inestable. Esta es la razón por la que a pesar de poseer una capacidad demoledora enorme, su uso nunca se generalizó. El concepto Estado-Nación también posee una enorme capacidad de destrucción. Su utilización sirvió para dinamitar las postrimerías del orden medieval y construir el mundo moderno. Se parece a la nitroglicerina porque su eficacia destructora es ingente, pero también se asemeja a ella en que es muy sensible. Por eso tendría que haber ocurrido con el concepto Estado-Nación lo mismo que sucedió con la nitroglicerina, debería haberse dejado de utilizar dados sus inconvenientes. Sin embargo, eso no ha acontecido, su uso no ha disminuido, sino todo lo contrario, el concepto Estado-Nación sigue ocupando un lugar central. De hecho una parte muy importante de los grandes problemas que Europa ha padecido desde la instauración de la paz de Westfalia, han tenido relación con la inestabilidad propia del concepto Estado-Nación. Nuestra propia vida política se encuentra presidida por los desequilibrios que arrancan del papel primordial que tiene en ella ese concepto.

La nitroglicerina dejó de usarse porque se encontraron nuevos materiales que aseguraban la capacidad de la misma, al tiempo que evitaban sus insuficiencias, las derivadas de su inestabilidad. Sin embargo, en el terreno jurídico-político nos ha sido imposible encontrar un nuevo concepto, que nos permitiera la sustitución del anterior. Creo que la razón de este fracaso se encuentra en que no hemos logrado analizar consistentemente los componentes del mismo. Esto nos habría permitido comprenderlo con exactitud y, por tanto, ser capaces de reemplazar alguno de sus elementos de manera que se evitaran los inconvenientes que el mismo lleva aparejados. Por eso me ocuparé del análisis de ese concepto con la finalidad de entender las razones de su inestabilidad. Si lo consiguiéramos, entonces sería posible su sustitución por un concepto mejor diseñado que evitara los defectos del anterior. En definitiva, se trataría de repetir en el ámbito jurídico- político lo que aconteció con la sustitución de la nitroglicerina por la dinamita.

Para este fin habrá que reparar en las ideas de Kant y Fichte, sin olvidar las reflexiones de Hegel al respecto. Kant escribió contra Hobbes y su concepción del pacto social. De acuerdo con Kant, el pacto social es la unión de un conjunto de personas con el fin de formar una sociedad, para lo que establecen una constitución civil. Hasta aquí no se diferencia de Hobbes, aunque lo hará cuando sostenga a continuación que “tal unión sólo puede encontrarse en una sociedad en la medida en que ésta se halle en estado civil, esto es, en la medida en que constituya una comunidad” ( Kant, 1986, p. 25-26 ). Así pues, la constitución civil es un paso necesario, aunque haya de darse sobre algo previo, la comunidad, a la que califica “como el seno materno” ( Kant, 1986, p. 28 ), y que fácilmente podemos entender como una comunidad de lengua y cultura. Fichte ahondará sobre la posición kantiana en un determinado sentido y Hegel lo hará justamente en la dirección opuesta, pues mientras que para aquél la convivencia social se construye sobre la comunidad, supeditando la construcción estatal a la primera, en el caso de Hegel sucederá lo contrario. Fichte se basará en la preeminencia del concepto de nación, Hegel lo hará sobre la del Estado.

En sus Discursos a la nación alemana, Fichte había sostenido que “[p]ueblo y patria […] como portadores y garantía de la eternidad terrena y como aquello que puede ser eterno aquí en la tierra, son algo que está por encima del Estado […] están por encima del orden social” (2002, p. 142). Las consecuencias de tales afirmaciones son evidentes. En primer lugar, Fichte defiende que “el amor a la patria debe gobernar al mismo Estado” (2002, p.144), por lo que “la llama ardiente del amor superior a la patria que entiende la nación como envolvente de lo eterno y al que el noble se entrega con alegría y al que el no noble, que sólo está ahí por amor [… “cívico a la constitución y a las leyes”], debe entregarse quiera o no” (2002, p. 145). Así pues, Fichte diferencia entre el amor a la patria, un amor superior, propio de quien es noble de carácter, y el amor cívico adecuado a quien no posee esa nobleza, el amor a la constitución y las leyes, que necesariamente se encuentra supeditado al primero. Además añade, en segundo lugar, que de “todo esto se deduce que el Estado, como mero gobierno de la vida humana que se desarrolla en el regular camino de la paz, no es algo primero y existente para sí, sino que es simplemente el medio para el objetivo superior de la educación, que avanza eternamente y con regularidad, de lo puramente humano de esta nación; que sólo la visión y amor a esta formación eterna es quien debe dirigir en todo momento, incluso en épocas de paz, la fuerte vigilancia sobre la administración del Estado y es sólo ella quien puede salvar la independencia del pueblo cuando se encuentra en peligro” (2002, p. 150).

De ahí que quede claro para Fichte el papel instrumental del Estado como medio para asegurar lo que es común a un “conjunto total de hombres que conviven en sociedad” (2002, p. 139), un conjunto que “está sometido en su totalidad a una determinada ley especial del desarrollo de lo divino a partir de él” (2002, p. 139), siendo lo “común de esta ley especial […] aquello que en el mundo eterno, y por tanto también en el temporal, une a esta multitud en un todo natural y consciente de sí mismo” (2002, p. 139).

Frente a la posición de Fichte, en la que la nación juega un papel central por su vinculación con lo eterno, Hegel defenderá que la universalidad de la misma no sobrepasa su inmediatez, mientras que la universalidad del Estado sí que lo hace. La primera se asienta sobre lo común, lo que se corresponde con una universalidad superficial ( Hegel, 1981, p. 120 ), la segunda es la propia de la voluntad general, lo en y por sí racional, y su realidad tendrá lugar en el Estado. En definitiva, Hegel le da la vuelta a Fichte. Ahora el Estado adquirirá un papel central y no meramente instrumental. Para sostener esta posición, Hegel desarrolla en la Fenomenología del Espíritu una argumentación breve, aunque muy compleja que paso a exponer.

En relación con el concepto nación dice que su universalidad, que es primera y superficial, se construye sobre la lengua. Ésta es una exteriorización “que deja que lo interior caiga totalmente fuera de sí” ( Hegel, 1966, p. 183 ), de modo que la interioridad sea a un tiempo exterior, esto es, una “exterioridad interior” ( Hegel, 1966, p. 420 ), “que ha adquirido su contenido claro y universal” ( Hegel, 1966, p. 421 ). Por tanto, el espíritu se enajena y se despoja en la lengua “de las particulares impresiones y resonancias de la naturaleza, que llevaba dentro de sí como el espíritu real del pueblo (der wirkliche Geist des Volks / the Spirit of the nation). Su pueblo (Volk / nation) no es ya, pues, consciente en él (ihm / el espíritu) de su particularidad, sino que es más bien consciente de haberse despojado de ella y es consciente de la universalidad de su existencia humana” ( Hegel, 1981, p. 421 ).

Así pues, en la exteriorización del espíritu, que es la lengua, el espíritu como espíritu del pueblo se despoja de la particularidad, por lo que el pueblo deja de ser consciente de ésta, la particularidad, en aquél, el espíritu, para serlo de la universalidad de la existencia humana, una universalidad que se alcanza en la lengua. Hegel repite el mismo argumento cuando afirma que los “espíritus de los pueblos [die Volksgeister / the national Spirits] que devienen conscientes de la figura de su esencia en un animal particular se conjugan en unidad; de este modo, los bellos genios nacionales particulares [die besonderen schönen Volksgeister / los bellos y particulares espíritus de los pueblos] se agrupan en un panteón cuyo elemento y cuya morada es el lenguaje” ( Hegel, 1981, p. 421 ).

La conciencia que un particular espíritu del pueblo adquiere de la universalidad de su existencia humana, únicamente podrá lograrla en la unidad, que sólo se obtiene en la morada que representa la lengua. Hegel habla del espíritu del pueblo y de ese espíritu en tanto que deviene consciente de sí mismo, lo que sólo puede suceder cuando se alcance la unidad por parte de los particulares espíritus de los pueblos, es decir, cuando se agrupan en la unidad que supone la lengua, puesto que el espíritu del pueblo si deviene consciente, lo ha de hacer en la lengua. Dicho de otra manera, cuando el espíritu del pueblo adquiere su conciencia, la particularidad queda rebasada en la unidad de la lengua, en torno a la que deviene la esencia de un determinado pueblo, que necesariamente es universal, lo que es propio de toda humanidad.

Es cierto que hasta ahora Hegel ha utilizado sólo el concepto de pueblo (Volk) y espíritu del pueblo (Geist des Volks y Volkgeist). También lo es que la traducción española se ajusta a sus exigencias. Sin embargo, la traducción inglesa maneja los términos nación (nation), espíritu nacional (national Spirit) y espíritu de la nación (Spirit of the nation), lo que en apariencia resulta irrespetuoso, aunque creo que en esencia es más acertado, pues en esta traducción se entrevé lo que el propio Hegel está buscando y que pondrá de manifiesto cuando conceptualice la nación (Nation) como el resultado de la empresa común de todos, que no es sino la forma que alcanza la realidad de un particular espíritu del pueblo en tanto que se intuye como humanidad universal, lo que se logra a través de la universalidad de la lengua. Hegel lo dirá del siguiente modo: “La intuición pura de sí mismo [seiner selbst, es decir, del espíritu del pueblo] como humanidad universal [cursivas propias] tiene en la realidad del espíritu del pueblo [Volkgeistes / national Spirit] la forma de que [er / the national Spirit] se une en una empresa común con los otros, con los que constituye por medio de la naturaleza una nación [mit denen er durch die Natur eine Nation / with which it constitutes through Nature a single nation], y para esta obra forma un solo pueblo [Gesamtvolk / collective nation] y, con ello, un solo cielo [Gesamthimmel / collective Himmel]” ( Hegel, 1981, p. 421 ).

Sólo haría falta precisar, por ahora, que para construir esa empresa común en torno a la cual todos se unen y que constituye una nación, se requiere que se forme, dice Hegel, un ‘Gesamtvolk’ y, por tanto, un ‘Gesamthimmel’. Es decir, esa obra común en que consiste la nación exige una unidad muy rigurosa, que reclama la formación de un pueblo ‘total’, ‘completo’, con una meta también ‘total’, ‘completa’, requerimientos implícitos en toda obra que se quiere considerar como común. Si Hegel se hubiese quedado aquí, habría dejado bloqueado su concepto de nación, lo habría limitado a la inmediatez de un solo pueblo, por muy completo que pudiera concebirse. Sin embargo, Hegel tiene presente desde un principio que tras su concepto de nación y la unidad de la empresa común que el mismo supone se encuentra la posibilidad de alcanzar una universalidad más compleja que aquella que sólo puede lograrse cuando el espíritu del pueblo se intuye como humanidad universal en la realidad del mismo por medio de la unidad que representa la lengua y que viene identificada por la construcción de lo común como finalidad. Así pues, la universalidad de la nación no es sino una primera universalidad. Hegel lo dirá con meridiana claridad al afirmar que “[e]sta universalidad a la que el espíritu llega en su ser allí no es, sin embargo más que la primera universalidad que sale de la individualidad de la vida ética” ( Hegel, 1981, p. 421 ).

El espíritu llega a una universalidad a través de la forma que alcanza su particularidad en la obra común de todos, cuyo resultado es la nación. Esto quiere decir que la humanidad universal o dicho con otros términos, la universalidad, aunque sea una primera universalidad, sólo puede alcanzarse en la obra humana, empresa común o comunidad con los otros, que representa la lengua. Así pues, sólo hay vida ética en la construcción de lo común, cuya primera manifestación como humanidad universal se encuentra en la lengua. La individualidad de la vida ética que supone un ‘Gesamtvolk’, así como un ‘Gesamthimmel’, que son los que facilitarán la construcción de una nación como empresa común, en la que todos se unen, queda representada por la lengua, por medio de la que se alcanza esa primera universalidad, aunque no haya “sobrepasado aún su inmediatez” ni haya “formado un Estado, partiendo de estas poblaciones” ( Hegel, 1981, p. 421 ).

Es evidente que esa primera universalidad no constituye aún un Estado, aunque ambas realidades, la realidad de la nación y la del Estado, se encuentren incardinadas en la eticidad, pues el carácter ético del espíritu real de un pueblo se asienta tanto sobre aquélla, -“la confianza inmediata de los singulares [Einzelnen / individuals] hacia la totalidad de su pueblo [zu dem Ganzen ihres Volkes / in their nation as a whole]” ( Hegel, 1981, p. 421 )-, como sobre éste, el Estado, en la medida en que los singulares no se limitan a expresar esa confianza, sino que participan en “los actos y decisiones del gobierno” ( Hegel, 1981, p. 421 ), lo que exige necesariamente una estructura de Estado. Parece como si ocurrieran sucesivamente dos transformaciones. Primero, la que acaece en un grupo de singulares por medio de la tarea común en un pueblo completo, en el que encontramos ya un espíritu ético que, sin embargo, desborda ese mismo concepto de pueblo, puesto que el carácter ético del espíritu del pueblo se asienta en la confianza de los individuos hacia la totalidad de su pueblo, al mismo tiempo que va más allá de la inmediatez representada por esta primera universalidad en la medida en que ese espíritu ético gravita, en segundo lugar, sobre la participación de todos, al margen de cómo se estructure esa participación, en los actos y decisiones del gobierno. Esto es, el espíritu ético en el que se asienta la primera universalidad se extiende asimismo hacia una segunda universalidad, la propia del gobierno de la totalidad de un pueblo. Hegel lo expresa a su modo cuando afirma que en “la unión, que no constituye primeramente un orden permanente, sino que se establece solamente con miras a una acción común, se deja de un lado, por el momento [cursivas propias], esta libertad de participación de todos y de cada uno” ( Hegel, 1981, p. 421 ).

Hegel no dice demasiado en la Fenomenología sobre la cuestión que nos ocupa, el concepto de Estado, aunque lo que afirma es plenamente relevante. Había hablado, en primer lugar, de la superación de la particularidad de un pueblo en su universalidad, aunque fuese una universalidad que quedaba radicada en la inmediatez de la unidad que representaba la lengua. Después construye una nueva dualidad. Considera que el concepto de pueblo se puede abordar bajo dos perspectivas, primero, la “del Estado o el demos” ( Hegel, 1981, p. 432 ), esto es, la de su universalidad y, en segundo lugar, la “de la singularidad familiar” ( Hegel, 1981, p. 432 ) es decir, su particularidad, dejando la universalidad en sentido estricto como la característica adecuada del demos. De la relación entre ambos dice: “Aquel demos, la masa universal que se sabe como señor y regente, y también como el entendimiento y la intelección que deben ser respetados, se violenta y perturba por la particularidad de su realidad y presenta el ridículo contraste entre su opinión de sí y su ser allí inmediato, entre su necesidad y su contingencia, entre su universalidad y su vulgaridad” ( Hegel, 1981, p. 432 ).

Como podemos apreciar, Hegel juega ahora con la ambivalencia del concepto de pueblo, que se entiende como demos, pero también como algo singular, particular. El primero fundamenta la idea de soberanía, el segundo se construye sobre el aspecto particular de un determinado pueblo. Hablará del demos como masa universal, opinión de sí, necesidad y universalidad. Estas características las opone a aquellas con las que caracteriza el concepto de pueblo como particularidad, tales como su ser allí inmediato, contingente y vulgar. Cuando pensó el concepto nación, lo hizo distinguiéndolo por su universalidad, aunque inmediata, de la particularidad de un determinado pueblo; ahora habla del pueblo como demos, con lo que construye una universalidad de carácter distinto a la de la nación, pues se trata de una universalidad política, la que exige el concepto de soberanía. Así pues, Hegel establece una diferencia central entre demos y nación, pues mientras que en el primero ha desaparecido todo rastro de inmediatez, en el segundo, el concepto de nación, su universalidad queda sujeta a lo inmediato. Esto es lo que le permitirá caracterizar, según Dilthey, a “los grandes estados modernos” como aquellos que “abarcan, como en su tiempo el Imperio romano, gentes de distinta procedencia, de lenguaje, religión y cultura diferentes. El peso del conjunto y el espíritu y el arte de la organización estatal operan esta conexión, de suerte que la desigualdad de la cultura y de las costumbres constituyen un producto necesario y, al mismo tiempo, una condición también necesaria para que puedan subsistir los estados modernos” ( Dilthey, 1944, pos. 2519-2535 ). En otros términos, el Estado requiere de la nación, pero la nación requiere del Estado y no como Estado meramente nacional. Aquí es precisamente donde se encuentra el riesgo de tal concepto, en la medida en que uno de sus aspectos predomine sobre el otro. Si la universalidad del Estado predomina, nos perderemos en la abstracción y los problemas que ésta conlleva; si lo que predomina es la contingencia e inmediatez del segundo, caeremos, como Hegel advierte, en la vulgaridad.

En realidad, Hegel ha pensado el concepto de nación a la manera de Fichte, aunque lo considera insuficiente y trata de ir más allá de los Discursos a la nación alemana. La enfermedad de toda comunidad radica, por tanto, en su singularidad, si bien es cierto que esa comunidad puede organizarse en torno a aquella, aunque con ello se emancipa y burla del orden universal, esto es, se instituye una convivencia de carácter irracional por particular, pues sólo en lo universal encontramos un fundamento racional. En La Constitución de Alemania, Hegel lo había expresado de una manera mucho más clara. Allí defendió la diferencia entre la necesidad requerida por el poder político y la contingencia propia de la unión social de un pueblo. De ahí que sostuviera que “[u]na multitud de seres humanos solamente se puede llamar Estado si está unida para la defensa común de la totalidad de su propiedad [… esto es, para] que una multitud constituya un Estado, hace falta que organice una defensa y una autoridad política comunes” ( Hegel, 1972, p. 22-23 ).

Hegel considera la autoridad política “como puro derecho estatal” ( Hegel, 1972, p. 29 ), lo que le permite diferenciar entre lo necesario para la autoridad política, que “tiene que [ser] directamente determinado por ella” ( Hegel, 1972, p. 36 ), y lo que es “meramente necesario para la unión social de un pueblo” ( Hegel, 1972, p. 36 ), que desde el punto de vista de la autoridad política es contingente. Por eso defiende que el Estado, en tanto que sociedad universal ( Hegel, 2007 ), deje “la mano libre en la acción general subordinada” ( Hegel, 1972, p. 36 ) y no en la que sea propiamente general. Por eso puede defender la posibilidad de que “haya una conexión muy superficial, o ninguna, entre los miembros [de un Estado], en consideración a las costumbres, a la educación y al lenguaje; por tanto, la identidad de las mismas que constituyó antiguamente el pilar de la unión de un pueblo, hay que considerarla ahora como accidente cuyas características no le impiden a una masa constituir un poder político” ( Hegel, 1972, p. 27 ).

Así pues, el Estado o la construcción del poder político sólo es posible si se levanta sobre la universalidad propia del demos, que no es accidental ni contingente, sino que va más allá de la particularidad de cualquier pueblo, al mismo tiempo que permite la convivencia dentro de ese poder político de una diversidad de identidades. Por eso defenderá que en el Estado moderno es superfluo que haya identidad en la lengua, las costumbres, la educación y la religión, pues posee la capacidad de imponer el mismo resultado “mediante el espíritu y el arte de la organización política; con la consecuencia de que la desigualdad de la cultura y de las costumbres resulta tanto producto necesario como condición imprescindible para la estabilidad de los Estados modernos” ( Hegel, 1972, p. 27 ).

De esta manera construye una autoridad política que va más allá de la inmediatez de lo común, al mismo tiempo que ampara las identidades propias de esa particularidad. No obstante, el edificio no estará finalizado hasta que inserte en él su propio cierre. Para ello seguirá a Kant cuando hable de la necesidad de que la “autoridad política, en cuanto gobierno, t[enga] que concentrarse en un punto central […] Si este centro está seguro en sí mismo, gracias al profundo respeto popular […] entonces, una autoridad pública, puede dejar libremente, sin temor y sin recelos, al cuidado de sistemas y cuerpos subordinados una gran parte de las relaciones que surgen en la sociedad, así como su conservación según las leyes; de forma que cada estado, ciudad, aldea, comuna, etc., puede gozar de la libertad haciendo y ejecutando aquello que pertenece a su ámbito” ( Hegel, 1972, p. 30-31 ). Si comprendemos el punto central no como el monarca constitucional, sino como ‘nosotros, el pueblo’, como ‘nosotros, el demos’; si comprendemos la universalidad necesaria y no contingente de éste, el pueblo, como soberano, estaremos en condiciones de resolver, si es que verdaderamente lo entendemos, nuestro problema.

V. Conclusión

La conclusión a la que necesariamente se llega es a la de la justificación de un Estado democrático y plurinacional, esto es, un Estado con un único soberano, en nuestro caso, el pueblo, articulado por medio de sus diferencias culturales y lingüísticas. Esta es la idea que Hegel ha defendido en La Constitución de Alemania y en la Fenomenología del Espíritu. Con ello entiende a Kant de una manera radicalmente distinta a como lo había hecho Fichte y permite resolver el problema con el que nos enfrentamos al menos de una manera teórica. No parece que desde un punto de vista racional puedan esgrimirse mejores principios que aquellos que vienen establecidos por el orden jurídico-político propio de un Estado social y democrático de derecho, en el que se aseguran no sólo los derechos y libertades de los individuos, sino también sus propias señas de identidad por medio del reconocimiento de los derechos relativos a la preservación de su propia cultura y lengua. Así pues no se trata de que estas diferencias de carácter nacional sean las que hayan de asegurar la construcción de un Estado propio, sino que es el Estado el que garantiza la pervivencia de tales identidades. De esta manera evitaríamos construir un Estado apegado a la inmediatez de las características nacionales y podríamos erigir un Estado fundamentado en unos principios racionales; por tanto se afianzaría no sólo una universalidad primera, radicada en la naturalidad, sino una universalidad más compleja, propia de un Estado que va más allá de la inmediatez de una cultura y lengua determinadas.

No obstante, no deberíamos olvidar el tópico que afirma: “tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica” ( Kant, 1986, p. 3 ). Los intentos de los nacionalismos periféricos de transformar “el Estado de las autonomías […] en autonomía de los Estados” ( Semprún, 2010, p. 122 ) muestran el problema al que me refiero, por lo que nuestra democracia “sólo estará definitivamente consolidada el día en que la cuestión de [esos …] nacionalismos […] esté resuelta” ( Semprún, 2010, p. 132 ). Es cierto que podríamos pensar, siguiendo a Kant13 , que si no somos capaces de aplicar esa teoría que parece la más racional de todas, la dificultad no radicaría en la práctica, sino en la propia insuficiencia de la teoría. Sin embargo no parece que sea este el caso. Hegel lo expuso muy bien cuando habló del fracaso de Napoleón en España14 . Sus ideas eran más avanzadas, más racionales, pero eso no quiere decir que entonces pudieran ser aprovechadas, es más cuando se aplicaron, el fracaso fue evidente. Algo similar podría estar ocurriendo en nuestro país. Tratar de utilizar la teoría del estado plurinacional en las circunstancias actuales llevaría sin duda a la destrucción del sistema democrático. Esta es una idea que requerirá mucho tiempo para que pueda ser asimilada y practicada, pues si se realizara en estos momentos, cada nación, cada supuesta nación reclamaría su propio Estado, cuando la aplicación de tal teoría solo tendría sentido desde la lealtad a una voluntad general, ‘lo en y por sí racional’, en la que quedara encarnado el interés universal y no intereses irracionales, por particulares, de las distintas naciones.

Hay, pues, toda una teoría desarrollada, pero parece que somos incapaces de llevarla a la práctica. Estados Unidos se construyó sobre la invención genial de un soberano, ‘nosotros el pueblo’, y la renuncia de trece Estados que asumieron la disolución de su propia soberanía en la de ese nuevo soberano. En nuestro caso, habría que comprenderlo de modo similar, aunque no idéntico, pues se trataría de mantener un único soberano en un Estado con una diversidad nacional entendida como una multiplicidad de identidades. El problema es que confundamos identidad con soberanía, es decir, que percibamos las naciones como soberanas. Precisamente, esto es lo que se puede entrever en el debate en el que nos encontramos, aunque a veces es aún peor, pues ni siquiera se entiende el propio concepto de soberanía.

Tampoco deberíamos tener la pretensión de ser de nuevo el banco de pruebas en la resolución de los problemas europeos. Como casi siempre deberíamos esperar a que Europa fuese la solución, a que estas ideas ocuparan su lugar en Europa. La crisis económica ha hecho aflorar el genuino mal europeo, el resurgimiento de los nacionalismos con y sin Estado. Las reivindicaciones de un Estado propio, por parte de unos, así como la reclamación de la soberanía perdida -legislativa, territorial, monetaria y económica-, por parte de otros, muestra más que la crisis del concepto Estado-Nación, su plena consagración, pues aquellos y estos tratan de afirmarlo. La crisis es más bien la del concepto de soberanía, esto es, la preeminencia del Estado, lo que muestra la incapacidad para articular unas prácticas que lleven, tal y como pedía Edmund Husserl en 1935, a la construcción de Europa como “una supranacionalidad de un tipo enteramente nuevo” ( Semprún, 2010, p. 237 ) y, por tanto, de un soberano europeo.15

REFERENCIAS

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1En esta argumentación no se diferencia entre los dos procesos de construcción nacional que se dieron a lo largo del XIX en Europa expresados fundamentalmente por el modelo alemán, cultural, y el francés, político. Vid., al respecto, H. Schulze, Estado y nación en Europa, trad. E. Marcos, Crítica, Barcelona, 1997 (1994), J. Habermas, “El Estado nacional europeo. Sobre el pasado y el futuro de la soberanía y de la ciudadanía”, trad. J. C. Velasco Arroyo, La inclusión del otro. Estudios de teoría política, Paidós, Barcelona, 1999 (1996), págs. 81 y ss.

2Sobre la posible resolución de ese conflicto a favor de los principios liberal-democráticos vid. José J. Jiménez Sánchez, “Nationalism and the Spanish Dilemma: The Basque Case”, Politics and Policy, vol. 34, nº 3, 2006, págs. 532-555.

3Sobre esta diferencia vid., el cuarto apartado, “Más allá del Estado-nación”, de este texto.

4“[L]as naciones son entidades espirituales, comunidades, que existen mientras están en las mentes y los corazones de las personas, y que se extinguen cuando ya no son más pensadas ni deseadas; las naciones se basan en la conciencia nacional. Las naciones se reconocen en una historia común, en una gloria común y en unos sacrificios comunes; debe añadirse que esta historia común corresponde por regla general a una realidad limitada, es generalmente más soñada y construida que real”, H. Schulze, Estado y nación en Europa, op. cit., pág. 87.

5Habla de las “dos ideas nacionales, la política-subjetiva de la Revolución francesa y la cultural-objetiva del romanticismo alemán”, íd., pág. 136.

6Vid. J. Álvarez Junco, Mater dolorosa.La idea de España en el siglo XIX, Taurus, Madrid, 2001.

7En “La constelación posnacional y el futuro de la democracia”, trad. L. Pérez Díaz, La constelación posnacional. Ensayos políticos, Paidós, Barcelona, 2000 (1998), pág. 97, Habermas calificará este derecho de autodeterminación como “extravagancia” y añadirá que “una secesión puede estar a menudo justificada por razones históricas, como en los casos de conquista colonial o en relación con los aborígenes de un territorio que son anexionados por un Estado sin haber recabado su consentimiento. Pero, en general, las demandas de ‘independencia nacional’ se legitiman solamente a partir de la opresión de minorías a las que el gobierno central les escatima la igualdad de derechos, en particular la igualdad de derechos culturales”.

8“Lo ha dicho [...] el consejero de Sanidad de la Junta de Extremadura [...] ‘En España tiene más garantía de ser tratado igual en todas las Comunidades Autónomas un cerdo o una vaca que un hombre’. La explicación es muy sencilla: en materias agropecuarias rige para toda la Unión Europea una normativa comunitaria común; mientras que en materia de Derechos Humanos se están aprobando, dentro de España, disposiciones que tienden a privilegiar a los ciudadanos de una Comunidad sobre los de otras [...] si consideramos, en vez de vacas o cerdos, a los ciudadanos españoles, vemos atónitos como cada día se erigen más diferencias entre los mismos, convirtiendo en papel mojado el artículo 14 de la Constitución.”, en J. de Esteban, “La igualdad de las vacas”, El Mundo, 14 de agosto de 2006, pág. 4.

9Vid., en relación con esta cuestión, K. Marx, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, en K. Marx, F. Engels, Obras escogidas, tomo I, págs. 404 y ss. y C. Malaparte, Técnica del golpe de Estado, trad. J. Gómez de la Serna, en id., Obras, Plaza y Janés, Barcelona, 1960 (1931), págs. 1 y ss.

10V. Pérez-Díaz habla de “una reforma constitucional subrepticia” en “¿Reconstruimos España?, El País, 18 de octubre de 2005.

11Por todos esos autores puede verse la afirmación siguiente: “Si una minoría territorializada, es decir, no dispersa por todo el territorio del Estado […] sino concentrada en una parte definida, delimitada administrativamente

12Vid., Scotland analysis: Devolution and the implications of Scottish Independence, febrero de 2013, en el que podemos apreciar que en su anexo, sobre el que en gran medida está construido el informe, se articula toda la reflexión en torno al Tratado de la Unión, de lo que se obtienen algunas conclusiones: la unión se llevó a cabo libremente por parte de Escocia e Inglaterra y esto condujo a la disolución de Escocia como Estado, por lo que no cabe la reversión. Tampoco considera que aquel Tratado tuviese hoy valor como tratado internacional. Estas afirmaciones les permitirán concluir que será el resto del Reino Unido quien continuará en el ejercicio de las competencias actuales del propio Reino Unido, siendo Escocia la que nacerá como nuevo Estado, con todos los inconvenientes que tal nacimiento acarrea, especialmente el de iniciar su incorporación a la Unión Europea.

13Kant había sostenido que “todo cuanto en la Moral es correcto para la teoría también tiene que ser válido para la práctica” (“En torno…, op. cit., pág. 24), esto es, que lo que era correcto en la teoría, habría de serlo también en la práctica. Por tanto, “cuando la teoría sirve de poco para la práctica, esto no se debe achacar a la teoría, sino precisamente al hecho de que no había bastante teoría, de modo que el hombre hubiera debido aprender de la experiencia la teoría que le falta” (Kant, “En torno…, op. cit., pág. 4)

14“Napoleón, por ejemplo, quiso dar a priori una constitución a los españoles, lo que tuvo consecuencias suficientemente desalentadoras. Porque una constitución no es algo que meramente se hace: es el trabajo de siglos, la idea y la conciencia de lo racional, en la medida en que se ha desarrollado en un pueblo” en Hegel, Principios de la Filosofía del Derecho, trad. y pról. J. L. Vermal, Edhasa, Barcelona, 1988 (1821), agregado, parágrafo 274, pág. 358.

15Vid., al respecto, P. Ehret, “Die Krise des nationalstaalichen Konzepts in der Europäischen Union”, Archiv für Rechts- und Sozialphilosophie, vol. 103, nº1, 2017, págs. 1-21. democrático de derecho en términos de teoría del derecho. Madrid: Trotta.

Recibido: 04 de Marzo de 2018; Aprobado: 30 de Abril de 2018

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