Introducción
“Sé que mis compañeros de trabajo, mi familia y hasta mi esposo se burlan de mí o me ofenden por mi aspecto corporal. Creen que soy descuidada y por eso he llegado hasta este estado de obesidad. Todos los días sufro por lo que voy a comer, la ropa que voy a usar, cómo me voy a trasportar…todos los días lucho por cambiar, pero nada funciona…”. Este es el discurso de una de las pacientes con obesidad mórbida que participaron en un estudio conducente a definir el perfil psicológico de candidatos a cirugía bariátrica (Bautista, 2015). Pacientes que tienen la esperanza de que el tratamiento quirúrgico funcione en la reducción de peso, y así dejar de padecer las consecuencias no solo físicas sino también psicosociales de la obesidad.
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2016), la obesidad es una enfermedad crónica que se caracteriza por el exceso de tejido adiposo en el organismo, condición que se asocia con deterioro en la salud física y mental de quien la padece. Han transcurrido cuatro décadas desde que, en 1977, la OMS (2016, 2017) declarara una epidemia mundial de obesidad, convirtiéndose en la primera enfermedad crónica no transmisible con este estatus. En México, los datos de la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición de Medio Camino (ENSANUT MC 2016; Shamah, Cuevas, Rivera y Hernández, 2016) indican que 32.5% de los niños, 36.3% de los adolescentes, así como 72.5% de los adultos mayores de 20 años presentan sobrepeso u obesidad y, por ende, se les asume como víctimas potenciales de experimentar las consecuencias de esta condición.
En consonancia con la complejidad que supone la etiología multifactorial del exceso de peso corporal (PC), en la que confluyen tres dimensiones (biofisiológica, psicológica y sociocultural), las consecuencias de la obesidad -a su vez- trastocan a estas. En cuanto a la dimensión biofisiológica, destaca su comorbilidad con un amplio espectro de enfermedades, como son: la diabetes mellitus tipo 2, la hipertensión arterial, los accidentes cerebro-cardiovasculares, entre otras (Barquera, Campos-Nonato, Hernández-Barrera, Pedroza-Tobías y Ribera-Domarco, 2013; Cabrerizo, Rubio, Ballesteros y Moreno, 2008; Campos-Nonato, Barquera y Aguilar, 2012; Caterson, 2009; O´Brien, Hinder, Callaghan y Feldman, 2017). En la dimensión psicológica se le asocia con baja autoestima, depresión, ansiedad, trastornos alimentarios, etc. (Bautista, López y Franco, 2014; Bautista-Díaz et al., 2016; Chu et al., 2019; Contreras-Valdez, Hernández-Guzmán y Freyre, 2016; Durso et al., 2012; Gariepy, Nitka y Schmitz, 2010; Godoy, 2014; Reyes, Betancur y Samaniego, 2015; Salazar, Castillo, Pastor, Tejada-Tayabas y Palos, 2016; Wit et al., 2010). Finalmente, en la dimensión sociocultural, la estigmatización de que es objeto la obesidad y la discriminación que se ejerce sobre quien la presenta, pueden potenciar las consecuencias de las otras dos dimensiones (Heijens, Janssens y Streukens, 2011; Kerr y Gini, 2017; Puhl, 2009; Puhl y DePierre, 2012; Puhl y Heuer, 2010).
Pruebas de resonancia magnética han evidenciado que el dolor resultante de la discriminación social es análogo al dolor físico, ya que ambas experiencias activan las mismas funciones neurocognitivas (Eisenberger, Lieberman y Williams, 2003; Kross, Berman, Mischel, Smith y Wager, 2011). Así, la estigmatización y la discriminación de ninguna forma son un problema menor. Por tanto, el objetivo del presente trabajo documental fue hacer un recuento de los contextos y/o situaciones que propician la discriminación hacia las personas con exceso de peso.
Estigma y discriminación por exceso de peso
En el ámbito de la psicología social, estigmatizar significa atribuir a alguien una característica que le devalúa o le degrada. Le subyace un proceso cognitivo aprendido, a partir de la propia experiencia y la información que transmite el contexto, mediante el que se construyen juicios elementales (o prejuicios) acerca de los otros (Muñoz, Pérez, Crespo y Guillén, 2009). En tanto que discriminar denota la dimensión conductual de la estigmatización, y supone dar un trato diferencial a alguien por el hecho de asumir que posee (e.i., atribuirle al otro) alguna característica que le ubica en una cierta “categoría de persona” (Puhl y Peterson, 2012; Smith, 2006). En la taxonomía de estigmas destacan dos tipos: los referentes a deficiencias o discapacidades físicas y los relativos a defectos de carácter; sin embargo, en función de la causalidad atribuida, no activan la misma respuesta social (Marichal y Quiles, 1998; Puhl y Peterson, 2012). Los estigmas de origen físico generan mayor empatía, tolerancia o piedad, una vez que se les percibe como fuera del control de la persona; pero a los segundos se les atribuye un origen psicológico y, por ende, bajo factible control de la persona, por lo que suele generar una respuesta social más negativa.
Con relación al PC, especialistas en el tema han indicado que en los países occidentalizados el canon de belleza y de éxito que prevalece es el de la delgadez o la esbeltez (Raich, 2016; Thompson, Schaefer y Menzel, 2012; Thompson y Smolak, 2001). Por tanto, la discriminación hacia el exceso de peso se ha generalizado y agudizado, instaurándose una sociedad obesófoba en la que impera una excesiva preocupación por el peso y la forma corporal, misma que induce a la búsqueda desmesurada de encarnar el ideal corporal y, en consonancia, se juzga y sanciona a quienes no cumplen con las normativas que dicta la estética corporal (Couch, Thomas, Lewis, Blood y Komesaroff, 2015; Puhl y DePierre, 2012; Solbes, Enesco y Escudero, 2008). Puhl (2009) denomina estigma del peso a las actitudes y las creencias negativas acerca del exceso de PC, mismas que se suelen expresar a través de múltiples formas, ya sea verbalmente (e.g., burlas, insultos, nombres despectivos, lenguaje peyorativo), por exclusión social (e.g., trato injusto individual o colectivo) y, en casos extremos, por agresión física (De Domingo y López, 2014; Puhl, 2009).
Pero entonces surge la pregunta: ¿El exceso de peso corresponde a un estigma físico o a un estigma psicológico? Interrogante que nos conduce, de nueva cuenta, a la determinación de su origen. En cuanto a la etiología de la obesidad, como ya se señaló, el consenso entre los especialistas se remite a reconocer su origen multifactorial, tratando con ello de dar cuenta de sus posibles causales (e.g., genéticas, endocrinas, metabólicas, neuro-químicas). Sin embargo, la tendencia general, particularmente en el contexto de la promoción de la salud y la prevención de la obesidad, ha sido la de atribuirle un rol causal primordial a los hábitos inadecuados de alimentación (Barragán, López-Espinoza, Martínez, López-Uriarte y Magaña 2014) o de actividad física (Del Río, Velasco y Pérez, 2014).
Como ejemplo, uno de los programas puesto en marcha en México por la Presidencia de la República (2013), “Chécate, mídete y muévete”, procedente del Acuerdo Nacional para Atender y Prevenir el Sobrepeso, la Obesidad y la Diabetes, supone al menos tres elementos básicos: 1) individualiza la responsabilidad; 2) promueve la autovigilancia y la comparación respecto a la norma; y 3) fomenta el autocontrol o la autoregulación, presuponiendo un déficit de ello. Condiciones que asumen que el combate al exceso de peso representa un mero acto de voluntad personal y, por tanto, a esta condición se le atribuye una causalidad psicológica, en tanto un “defecto de carácter” (Bertrán y Sánchez, 2009; Couch et al., 2015). No obstante, el riesgo de este tipo de posiciones es que parecen legitimar la estigmatización y la discriminación hacia la composición corporal y, por tanto, a las personas con sobrepeso u obesidad, porque el mensaje que recibe la población es que el exceso de peso es un problema individual que se convierte en social. Así, en aquellos casos en los que el PC realmente representa un problema, no solo lo trivializa, sino que además promueve el señalamiento y la intolerancia, ya que el exceso de peso parece ser el estigma (concreto, físico, visible) que evidencia la transgresión de dos valores ahora como nunca exaltados: la fuerza de voluntad y el autocontrol. Además, no se puede perder de vista que así como hay una representación social del exceso de peso, también la hay respecto a la delgadez y, frecuentemente, evitar o combatir a la primera, se convierte en buscar o promover a la segunda, lo que puede suponer un incremento en el riesgo de desarrollar problemas relativos a la adopción de estrategias extremas con la finalidad de adelgazar, y ejemplo de ello son los trastornos alimentarios.
Contexto familiar
Cada individuo construye a lo largo de su vida una compleja red de elementos de juicio -conscientes o inconscientes- para normar su conducta con relación a la de sus semejantes (Bermúdez y Hernández, 2012). La familia constituye el contexto social primario, un espacio privilegiado de aprendizaje, que moldea la percepción y el comportamiento social de sus miembros (Mínguez, 2014; Minuchin y Fishman, 2002), a la vez que promueve y refuerza la adopción de actitudes, emociones y cogniciones referentes a la imagen corporal en general, y del exceso de peso en particular (Rodgers, 2012).
Al respecto, se ha documentado que una mayor preocupación de la madre o el padre por su propia figura o la expresión de más comentarios negativos a sus hijos con relación al peso, se asocia a mayor presencia -en sus hijos- de estereotipos negativos acerca de la figura (Eisenberg, Berge, Fulkerson y Neumark-Sztainer, 2011; Jiménez y Silva, 2013; Rodgers, 2012). De modo tal que los padres con actitudes “anti-obesidad” tienden a prestar menos atención a los hijos con exceso de peso y a realizarles más comentarios negativos hacia su forma corporal o apariencia (Holub, Tan y Patel, 2011); sin embargo, se ha visto que estos padres suelen ser más severos en cuanto al PC de aquellos miembros de la familia que son adultos respecto a los que son niños.
Los adolescentes mexicanos con obesidad han reportado que la interiorización de las actitudes de rechazo hacia la persona con exceso de peso tiene lugar desde edades muy tempranas, como resultado de los comentarios, principalmente de los padres, acerca de la forma corporal de los miembros de la familia (Bermúdez y Hernández, 2012), por lo que estos autores sugieren que desde la infancia la autoestima podría estar condicionada por el peso y la figura, estimulando alteraciones en la vida familiar, escolar y social, al generar sentimientos de desesperación, enojo, reproche hacia sí mismo y hacia las personas que los critican o se burlan de su apariencia.
En mujeres adultas con obesidad, Puhl y Brownell (2006) encontraron que estas reportaban que quienes más las estigmatizaban por su peso eran los integrantes de su familia, y particularmente, en orden de frecuencia decreciente: la madre, el esposo, el padre, la hermana o el hermano. Además, 79% reportó que la estrategia para afrontar la discriminación por el peso era consumir alimentos en exceso aun sin tener hambre. En tanto que, en adolescentes con obesidad, Bermúdez y Hernández (2012) señalaron que, de acuerdo a la percepción de sus participantes, las madres eran la fuente principal de presión para perder peso y, en segundo lugar, las amigas; y aunque en ambos casos dicho exhorto se relacionaba explícitamente con las posibilidades de elección de pareja, indirectamente el cometido se enfocaba en cumplir con las expectativas que se les atribuían a los varones. No obstante, aunque a la imagen corporal se le suele considerar un factor/valor determinante para la elección de pareja sentimental y/o sexual, quizá responda a un prejuicio infundado acerca de lo que esperan los varones y, en todo caso, lo relevante está en el hecho de que las mujeres asuman que ellos prioritariamente elijen pareja en función del PC, presunción que puede afectar a las mujeres al momento de establecer relaciones interpersonales. Sin embargo, y justo es decirlo, de acuerdo con un estudio realizado con estudiantes universitarios, tanto en mujeres como en hombres la preferencia de elegir como pareja a una persona con obesidad fue semejante a la de elegir a una persona en silla de ruedas o con alguna enfermedad mental, y esto independientemente de si el cuestionado tenía o no sobrepeso (Chen y Brown, 2005).
Aunque los argumentos de la familia para inducir que alguno de sus miembros disminuya su PC generalmente se fundamentan en la preservación de la salud y la prevención de enfermedades, en la práctica se suman aspectos relacionados con la estética, mismos que conducen a la expresión de comentarios, bromas o burlas. Por tanto, De Pierre y Puhl (2012) advierten que el contexto familiar parece constituir el primer escenario en el que la persona con exceso de peso está expuesta a estereotipos negativos. No obstante, como contraparte, el consenso general dicta que en las labores de prevención y tratamiento del exceso de peso, la familia debe constituirse en una aliada, por lo que sus miembros no deberían insistir en sobrevalorar la importancia de los aspectos relacionados a la apariencia física de las personas, juzgar o criticar a los niños y los adolescentes a partir de su forma o PC, y menos aun motivarles a la realización de dietas estrictas o ejercicio excesivo. Por el contrario, se sugiere que los miembros de la familia se involucren en la adopción de una alimentación adecuada, completa y equilibrada, acorde a los requerimientos del desarrollo humano (Bermúdez y Hernández, 2012).
Contexto escolar
Como ya se mencionó, la interiorización de las actitudes de rechazo hacia el exceso de peso se instaura desde edades tempranas; incluso, niños y niñas de entre tres y seis años ya las exteriorizan (Gorobey y Gorobey, 2014; Musher-Eizenman, Holub, Miller, Goldstein y Edwards-Leeper, 2004; Vazquez-Arevalo, Rodríguez, López y Mancilla-Díaz, 2018). Si bien en la construcción de los estereotipos y los estigmas relativos a la apariencia de las personas, el papel de los miembros de la familia es esencial, también en ello influye el ambiente escolar. En este sentido, mientras que las mujeres jóvenes adultas podían identificar que durante la adolescencia había sido la familia el principal contexto de ridiculización por su peso, los varones ubicaron en primer lugar a la escuela, y específicamente a sus compañeros de clase (Eisenberg et al., 2011).
Se ha estimado que los niños-adolescentes con obesidad, sin importar el sexo, tienen el doble de riesgo de ser víctimas de acoso por parte de sus pares (Hayden-Wade et al., 2005; Jansen et al., 2014); no obstante, Warschburger (2005) identificó que dicha situación era ligeramente más reportada por las mujeres (58%) que por los varones (50%). Hace casi dos décadas que se documentó que los adolescentes mexicanos describían a sus pares-escolares con obesidad haciendo alusión a características esencialmente negativas, mencionando: falta de disciplina, torpeza y flojera (Unikel, Mora y Gómez, 1999). Recientemente, Ortiz, Flores, Oropeza, Segundo y Vázquez (2015) replicaron dicho estudio en estudiantes de secundaria y encontraron que casi 70% asociaba la condición de obesidad con atributos negativos, como: malo, tonto y flojo. Esto evidencia que, a través del tiempo, continúa el sesgo hacia la condición de obesidad.
En función del sexo, Latner y Stunkard (2003) encontraron que si bien varones y mujeres púberes mostraban rechazo hacia imágenes de pares del mismo sexo con obesidad, ellas lo fundamentaban principalmente en razones asociadas a la apariencia, mientras que los varones lo basaban mayormente en razones funcionales (e.g., agilidad, velocidad). Además, con relación a ello, se ha identificado que particularmente la asignatura de activación física en el nivel escolar básico o secundario supone una situación aversiva para los alumnos con sobrepeso u obesidad, principalmente debido al temor a ser objeto de ridiculización o burlas (García y Conejero, 2010). Pareciera que el deseo de bajar de peso y la adopción de estrategias para lograrlo constituyen un mecanismo adaptativo que permite a los adolescentes y los jóvenes conseguir la aceptación del grupo y el respeto de sus pares o iguales (Martínez-Aguilar et al., 2010; Valenzuela y Meléndez, 2018).
Aunque se esperaría que conforme aumenta la edad y se avanza en la preparación académica disminuyeran los prejuicios hacia la condición de obesidad, en estudiantes de licenciatura Ambwani, Thomas, Hopwood, Moss y Grilo (2014) encontraron que 92% de los jóvenes expresaron al menos una de 20 actitudes negativas hacia las personas con obesidad, en tanto que 40% expresó entre ocho y 13. Como contraparte, también en estudiantes universitarios, Almeida, Savoy y Boxer (2011) encontraron que la experiencia de ser víctimas de estigmatización por el peso se asoció a mayor conducta de atracón.
Con respecto a los maestros, se ha advertido que los prejuicios o las actitudes negativas relativas al PC expresadas por ellos pueden ser equiparables a las de sus alumnos adolescentes (De Caroli y Sagone, 2015). Incluso, en un estudio en el que participaron estudiantes de secundaria, bachillerato y licenciatura se compararon las puntuaciones obtenidas en pruebas de inteligencia y ejecución entre alumnos con obesidad y normopeso, sin registrarse diferencias entre los grupos; sin embargo, los primeros tenían un historial de calificaciones escolares menores a las de los segundos (MacCann y Roberts, 2013). Ante estos resultados, dichos autores sugirieron que las calificaciones bajas pueden ser reflejo, o estar en alguna medida influidas, por los prejuicios de los maestros hacia la condición de obesidad.
Específicamente en cuanto a los profesores de activación física, se ha encontrado que estos presuponen menor habilidad y desempeño en sus alumnos con exceso de peso, y principalmente cuando estos son hombres (Peterson, Puhl y Luedicke, 2012a); aunque también es justo señalar que cuando son sus alumnas mujeres víctimas de ridiculización o acoso por parte de sus pares, se muestran más reactivos a intervenir que cuando son sus alumnos varones objeto de ello (Peterson, Puhl y Luedicke, 2012b). Más recientemente, con el propósito de evaluar el estigma hacia la obesidad de estudiantes de la licenciatura en activación física, se encontró que tanto hombres como mujeres presentan aversión contra la obesidad y miedo a engordar, aunado a que hasta 90% de los futuros profesionistas que impartirán la asignatura de activación física adjudican atributos negativos a las personas con obesidad (Lorenzo, Cruz-Quintana, Pappous y Schmidt, 2016).
Contexto laboral
La estigmatización de la persona con exceso de peso se presenta, como se ha mencionado, en diferentes contextos de tipo primario y situaciones de la vida privada y pública. Respecto a esta última, se ha advertido que dentro de las empresas u organizaciones la discriminación a causa del PC puede ser mayor que la debida a razones de etnia o de género (Roehling, 1999). De modo que el estereotipo de delgadez también permea los escenarios laborales, a través del estigma de los empleadores.
De acuerdo con los resultados de una encuesta publicada por el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación ([CONAPRED], Edelberg, s.f.), 93% de los profesionales en recursos humanos y 95% de los empleados creen que la obesidad conlleva un estigma social. En cuanto a los empleadores, cerca del 14% prefieren no ascender a un empleado con obesidad, 44% considera que la obesidad afecta negativamente la productividad del empleado, 93% indican que en caso de tener que elegir optarían por un empleado de peso “normal”, y más del 50% opina que las personas con obesidad carecen de autodisciplina. Bajo un diseño experimental, Agerström y Rooth (2011) sometieron a gerentes de contratación a una tarea de selección entre solicitudes reales de empleo, cuyas fotografías de los candidatos fueron previamente manipuladas en términos de su PC, y encontraron que fue significativamente menor el número de candidatos con exceso de peso llamados a entrevista, en comparación con aquellos normopeso. Giel et al. (2012) confirmaron esta tendencia en profesionales de recursos humanos, quienes debían evaluar y asignar puestos de trabajo a diferentes personas (imágenes computarizadas), y se encontró que estos profesionales asignaban con menor frecuencia puestos de altos mandos o de supervisión a aquellos candidatos con sobrepeso vs. los normopeso, y aún menos si se trataba de mujeres.
Algunos otros autores han hecho extensivo ese tipo de investigaciones a estudiantes de licenciaturas relacionadas con el área laboral u organizacional. Finkelstein, Frautschy y Sweeney (2007), a través de videos de entrevistas simuladas, encontraron que los estudiantes percibían menores habilidades personales, capacidad de rendimiento e idoneidad para ser contratado en los candidatos con obesidad vs. los normopeso. Swami, Chan, Wong, Furnhan y Tovée (2008) solicitaron a estudiantes varones la selección de candidatas, todas ellas con adecuadas competencias profesionales y laborales para ocupar un puesto como gerente de ventas, pero sus fotografías (de cuerpo completo) fueron homologadas en cuanto a la vestimenta y expuestas sin rostro. Si bien los resultados de este estudio confirmaron la mayor tendencia a seleccionar a las candidatas normopeso, un hallazgo interesante es que el número de mujeres emaciadas seleccionadas también fue mayor al de aquellas con obesidad.
Roehling (1999) evidenció que la discriminación de las personas con exceso de peso dentro de los espacios laborales estadounidenses tiene lugar en casi todas las etapas del empleo, como son: selección, contratación, capacitación, promoción y remuneración económica. Puhl y Brownell (2002) encontraron que los empleados con obesidad suelen ser percibidos menos competentes, productivos, organizados y activos por sus empleadores, por lo que tienen menor oportunidad de obtener un ascenso, aun cuando demuestren un buen desempeño laboral; y además, esto se ve acentuado cuando son mujeres. Precedentes que, según advierten Härkönen, Räsänen y Näsi (2011), podrían explicar la mayor tasa de desempleo en mujeres de mediana edad en condición de exceso de peso.
Por otro lado, Roehling (2002) advierte que en EUA existen pocos pronunciamientos legales que regulen las decisiones discriminatorias de las empresas u organizaciones respecto al PC de sus empleados. No obstante, uno de esos pronunciamientos prescribe que los empleadores deben demostrar que el peso es una característica imprescindible del perfil profesional para cierto puesto o empleo, incluso por encima de la competencia para el mismo, por lo que es imperativo que los empleadores fundamenten que la condición requerida de PC se vincula con la capacidad de los empleados para realizar el trabajo.
En México, la norma NMX-R-025-SCFI.2015 en igualdad laboral y no discriminación (Diario Oficial de la Federación, 2015) señala que dentro del mercado laboral nacional persisten diversas formas de discriminación relacionados con género, edad, condición social-económica, salud, jurídica, etc., que inhiben el ejercicio igualitario de libertades, derechos y oportunidades. Por lo anterior, su finalidad es fijar las bases para la adopción y el cumplimiento de procesos y prácticas a favor de la igualdad laboral y la no discriminación. No obstante, en México el reconocimiento legal del exceso de peso como una entidad vulnerable a los procesos sociales de discriminación y estigmatización laboral apenas inicia.
Contexto sanitario/hospitalario
Es indudable que los profesionales de la salud juegan un papel central en la identificación, diagnóstico y tratamiento de las personas con una afección, incluido el exceso de peso. ¿Pero en qué medida los profesionales de la salud están libres de estigmatizar las enfermedades y, en este caso, la condición de exceso de peso? En un estudio de corte cualitativo, Lewis et al. (2011) identificaron que 17% de sus participantes reportaron sufrir de estigma corporal por parte de profesionales de la salud, señalando que tanto la discriminación directa (cara a cara) como la indirecta (notar que hablaban de ellos “en secreto”) afectaba su bienestar emocional, lo que limitaba sus proyectos de vida, particularmente en cuanto a solicitar un nuevo empleo o iniciar una relación de pareja. No obstante, Wadden et al. (2000) reportaron que solo un pequeño porcentaje de pacientes con obesidad (0.4-8.0%) vistos por médicos de atención primaria refirieron frecuentes interacciones negativas relacionadas con su composición corporal; porcentaje que, sin embargo, se elevaba (13%) al tratarse de pacientes bajo protocolo de cirugía bariátrica (Anderson y Wadden, 2004). En pacientes con obesidad usuarios de centros de salud para la reducción de peso, Guzmán y Lugli (2009) encontraron que la relación entre el grado de obesidad y la satisfacción con la vida estaba mediada por la intensidad de burlas percibidas, por la discriminación y por la insatisfacción corporal.
En cuanto al sexo, se ha documentado que entre personas con obesidad tipo II y tipo III, más mujeres (34%) que varones (16%) percibieron haber sido objeto de estigmatización en el momento de asistir a consulta (Carr y Friedman, 2005). Además, a mayor grado de exceso de peso, los pacientes señalaron casi tres veces mayor probabilidad de que alguna vez les hubiese sido negada la atención médica apropiada (Hansson y Rasmussen, 2014). En tanto que Friedman, Ashmore y Applegate (2008) identificaron, en una muestra de pacientes con obesidad mórbida, candidatos a cirugía bariátrica, que más del 60% refirió que en el mes previo había recibido comentarios inapropiados por parte de los médicos tratantes, y que el hecho de que el hospital no contara con equipamiento para su talla (e.g., sillas, camillas, batas), los hacía sentir avergonzados. Como contraparte, se ha encontrado que a “mayor calidad” de la atención, entendida como interés genuino, asegurarse de que el paciente comprendió la explicación y dar la oportunidad de hacer preguntas, fue mayor la motivación de estos pacientes para bajar de peso, comer saludablemente y realizar ejercicio (Jay, Gillespie, Schlair, Sherman y Kalet, 2010).
Como contraparte, Helb y Xu (2001) encuestaron a médicos adscritos a tres hospitales públicos, y encontraron que solo uno de cada tres pacientes con sobrepeso u obesidad era canalizado a interconsulta de nutrición, y únicamente uno de cada cuatro al departamento de activación física. Esto debido a que los médicos decían tener menor deseo de ayudar a aquellos pacientes con mayor grado de obesidad, por la presunción de que suelen mostrar menor adherencia a los tratamientos. Por el contrario, 80% de los médicos especialistas en cuidado primario reportaron que evitaban usar palabras como “gordura o grasa” para que sus pacientes no pudieran sentirse ofendidos (Dutton et al., 2010). Al comparar las percepciones de profesionales de salud (clínicos e investigadores) asistentes a dos diferentes ediciones de un congreso sobre obesidad (2001 vs. 2013), Tomiyama et al. (2014) encontraron que si bien en el 2001 era negativa la percepción que los profesionales tenían de los pacientes con obesidad, en el 2013 les atribuyeron aun más características negativas (e.g. perezosas). Además, al evaluar directamente la interacción médico-paciente durante la consulta, ya sea video-grabada (Bertakis y Azari, 2005) o audio-grabada (Gudzune, Beach, Roter y Cooper 2013), en general se encontró que cuando los pacientes padecían obesidad, en comparación con pacientes normopeso, los médicos dedicaban una mayor cantidad de tiempo a cuestiones técnicas y menor tiempo al rapport o a la comunicación acerca de los aspectos relativos a la enfermedad.
Finalmente, y como era de esperar, los profesionales de la salud en formación no escapan de los embates de la estigmatización del sobrepeso y la obesidad. Por un lado, León, Jiménez, López y Barrera (2014) encontraron que si bien estudiantes del segundo año de la carrera de psicología podían reconocer el origen multicausal de la obesidad, consideraban preponderante la responsabilidad individual. Cuando se compararon las actitudes hacia la obesidad de estudiantes mexicanos de medicina y psicología, se encontró que los primeros tenían hasta tres veces mayor probabilidad de expresar actitudes negativas hacia los pacientes con obesidad (Soto, Armendáriz-Anguiano, Bacardí-Gascón y Jiménez, 2014). Pero, en el otro extremo, Persky y Eclestton (2011) advirtieron acerca del inconveniente de acotar la causalidad de la obesidad a los aspectos genéticos, porque entonces en la recomendación clínica de los estudiantes de medicina a sus pacientes perdía relevancia la prescripción de cambios en su estilo de vida, vía la realizacion de ejercicio o la adopción de una dieta saludable.
Consideraciones finales
Si bien es un hecho afortunado el que entre el exceso de peso y la satisfacción-insatisfacción con la vida no hay una relación lineal directa, debe tomarse con seriedad la evidencia de que esta relación parece estar mediada por la insatisfacción corporal y por la percepción de estigmatización, ridiculización y exclusión social, ya que el estar expuesto a estigmatización o discriminación debida al PC tiene implicaciones negativas en el desarrollo del individuo, y algunas de ellas pueden persistir a lo largo de la vida. De esta forma, las evidencias apuntan a que social y emocionalmente no es el exceso de peso lo que afecta a las personas, sino la frecuencia e intensidad de la discriminación percibida, limitando los proyectos de vida, tanto en el plano social, como en el económico, el educativo o de bienestar psicológico. Además, en algunos casos la conducta alimentaria de riesgo (e.g., el atracón) podría funcionar como un regulador emocional para enfrentar la estigmatización y la discriminación hacia el sobrepeso o la obesidad y, a su vez, como un mantenedor de dicha condición corporal.
Las investigaciones aquí presentadas fundamentan que la estigmatización y la discriminación por el PC tienen lugar desde la niñez hasta la adultez, las cuales se engendran, expresan, reproducen y toleran en los contextos primarios de socialización, en esos mismos en los que, por el contario, se debería de promover y resguardar la interiorización de valores, como lo es el respeto y la tolerancia a la diversidad y, en este caso, a la diversidad corporal.
Así, dado que la familia constituye una de las redes de apoyo primarias en la cotidianeidad del individuo, ello se debiese extender, en primer lugar, a la prevención de la estigmatización y la discriminación por el PC dentro del hogar, desalentando el uso del término gordo/gorda como adjetivo descriptivo/calificativo de una persona y, aún más, cuando el uso del término tiene la finalidad de avergonzar, humillar o agredir. Así como desterrar el uso irracional del término, como en las expresiones “fulanito(a) me cae gordo(a)” o “qué pesado(a) es”, las cuales suelen emplearse para denotar a una persona que no es de nuestro agrado, independientemente de su PC. Estas son medidas extremadamente sencillas que pueden fácilmente extrapolarse al contexto escolar. Al respecto, en el caso del sistema educativo, se ha avanzado sustancialmente en este sentido, con la implementación de la campaña anti-bullying actualmente vigente; no obstante, esta se ha centrado en mayor medida en aquellos casos en los que el acoso escolar supone una agresión física, por lo que la expectativa es que este programa también dé cuenta de aquellas otras formas más sutiles de violencia, las que subyacen a la estigmatización y la discriminación por el PC.
Paralelamente, en México, el CONAPRED busca no solo prevenir, sino también regular y sancionar los hechos de discriminación general, aunque identificando a ciertos grupos en situación de mayor vulnerabilidad, como son: mujeres, niñas y niños, adultos mayores, afrodescendientes, miembros de grupos étnicos, personas que viven con VIH, personas con capacidades diferentes, pero -al menos explícitamente- hasta antes de 2017 ninguno de ellos hacía referencia a los actos de discriminación por la apariencia, y más específicamente por el PC. Sin embargo, en la más reciente Encuesta Nacional sobre Discriminación (CONAPRED, 2018), en la causal de discriminación por la apariencia, figura ya una alusión a la discriminación debida al PC. Inclusión que, aunque de manera incipiente, permitirá empezar a visibilizar y a dimensionar la problemática, al sacarla de los espacios más íntimos de la interacción social (e.g., familia) hacia espacios más públicos (e.g., la escuela, el ámbito laboral).
Como en su momento se mencionó, los programas de prevención y control del exceso de peso en México tienen como eje principal la promoción de estilos de vida saludables, basados esencialmente en una “alimentación sana” y la realización de actividad física, siendo un eje distal las condiciones psicológicas, sociales, culturales y económicas de la población. En pocas palabras, se ha sobrevalorado el papel de la individualidad en el cuidado de la salud, dejando de lado las características socio-ambientales particulares en las que el individuo se desarrolla. Si bien son de suma importancia estos programas, los esfuerzos son limitados si no incluyen a la psicoeducación para afrontar y erradicar la estigmatización y la discriminación por el PC.
Así, la propuesta derivada del presente trabajo es el desarrollo e implementación de intervenciones psicoeducativas sobre los efectos de la discriminación debida al PC, dirigidas principalmente, en tanto agentes de formación y cambio, a los padres, los maestros y los profesionales de la salud, ello con el propósito de desvanecer el efecto halo, es decir, dejar de atribuir o presuponer características en una persona por un solo rasgo concreto (como el PC), ya que si bien el exceso de peso es un problema de salud pública, también lo es su discriminación. Y, para ello, un buen comienzo sería dar a conocer en los medios masivos de comunicación los hallazgos sobre el tema y, como paso siguiente, concientizar a aquellos agentes que pueden servir como células transmisoras del respeto civil y social a la diversidad corporal. Además, los programas de prevención y tratamiento del exceso de peso debiesen incluir un componente psicoeducativo que aborde cómo los estereotipos, la estigmatización y la culpabilización son también factores que atentan contra el bienestar de la persona e, incluso pueden incidir en el desarrollo, exacerbación y/o mantenimiento de la misma condición corporal.
De esta manera, bajo un formato más inclusivo, en términos de participación social, se puede también coadyuvar a la prevención y control de lo que se ha definido como el reto del siglo XXI. Porque, en todo caso, como advirtieron López de la Torre y Bellido (2008), se debe luchar contra la condición de obesidad, pero no contra quienes la padecen.