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Revista mexicana de ciencias forestales
versión impresa ISSN 2007-1132
Rev. mex. de cienc. forestales vol.3 no.9 México ene./feb. 2012
Editorial
La ciencia en el México colonial e independiente
Science in the colonial and independent Mexico
Hacia finales del 2011, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología hizo llegar a este Comité Editorial su esplendida edición del libro "Las Revoluciones políticas y la ciencia en México" de Juan José Saldaña. Aun recientes las celebraciones del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución Mexicana, hemos considerado oportuno en este espacio editorial retomar algunos de sus párrafos más significativos, sobre todo, en el ámbito del origen de las publicaciones científicas y el desarrollo de las ciencias de la vida, en las cuales se inscribe la Revista Mexicana de Ciencias Forestales. En una primera entrega nos avocaremos a la relevancia del conocimiento científico para configurar el carácter de las nuevas naciones americanas. Una vertiente soslayada de los estudios históricos que explican el germen de los movimientos independentistas, pero que definitivamente delinean la conciencia, entre muchas cosas, del territorio que junto con la población y el gobierno erigen a los Estados. La ciencia está siendo considerada como uno de los factores que han incidido en la conformación de la historia nacional, desde una perspectiva de un hecho cognoscitivo - cultural. Es así, que se acude a la historia de la ciencia para explicar las revoluciones o aspectos de los regímenes políticos y demostrar la presencia de diversos condicionantes culturales en el comportamiento de los actores y el poder. Las instituciones y la cultura científica se caracterizan por fusionar el saber y lo social, a fin de producir ciencia viable para la colectividad.
En la Nueva España crepuscular, dominada por la corona española, no había llegado aún el momento para que la ciencia y la política local se retroalimentaran recíprocamente. Solo la emergencia del México Independiente, producto de una revolución social y política, habría de dar lugar a la institucionalización de la ciencia en el país, en función de la necesidad del conocimiento y los objetivos políticos.
La actividad científica que tuvo lugar en la Nueva España, en el siglo XVI, estuvo enmarcada en la ciencia europea. España había participado activamente en el desarrollo científico y técnico del Renacimiento y la conquista de América le permitió, así como a Portugal, aumentar su protagonismo en el avance científico de esa centuria. Ramas del conocimiento como la Astronomía -en su aplicación a la navegación-, la Geografía, la Cartografía, la Medicina, y la Botánica tuvieron un impulso importante. También se acrecentaron los conocimientos matemáticos relacionados con el cálculo mercantil y la medición; así como, las técnicas y la fabricación de instrumentos científicos, la metalurgia y la construcción naval. Las contribuciones hispanolusitanas y la enseñanza de lo aprendido de los habitantes locales y lo descubierto de la naturaleza del nuevo mundo, aunado a los desarrollos, que entonces surgieron en las ciencias del resto de Europa contribuyeron en la renovación de la imagen de la naturaleza y del hombre. Al implantarse durante el siglo XVI la ciencia renacentista europea en América, y le correspondió a la Nueva España un lugar destacado, en un primer momento, en la asimilación de los saberes científicos y después en el cultivo de ellos.
La Revolución Científica, aunque se gestó desde la centuria anterior, llegó a su plena madurez a lo largo del siglo XVII. Contrariamente a la opinión tradicional, España entró en contacto con la ciencia moderna en ese mismo siglo. Si bien, en el proceso de incorporación se produjeron varias etapas que correspondieron a la evolución general de la sociedad española. En los primeros treinta años la ciencia española fue una prolongación de la renacentista, desinteresándose por los nuevos planteamientos. En los años centrales de ese siglo se introdujeron en el ambiente científico español elementos modernos, que fueron aceptados como meras rectificaciones de detalle a las doctrinas tradicionales o simplemente rechazados. En las dos últimas décadas del siglo, algunos autores hispanos iniciaron el rompimiento con los esquemas clásicos y la asimilación sistemática de las nuevas corrientes. Este período fue una verdadera preilustración y los historiadores lo denominan el de los Novatores.
Con la conformación en España, desde los años 30 del siglo XVIII, de un punto de vista político-económico que consideraba al conocimiento de la naturaleza en función de una utilidad, en particular, por su aplicación a las actividades productivas y a las militares se promovió una reforma de la economía fundamentada en el mercantilismo, primero, y posteriormente en el liberalismo; así como una reforma educativa basada en el utilitarismo. Su objetivo principal era la transformación de la sociedad mediante la intervención estatal, para favorecer las exportaciones y el comercio y, bajo la doctrina librecambista, a la industria. Este programa reformista comprendía, desde luego, a las colonias que España mantenía en América, lo cual suponía formas de explotación colonial que ignoraban las dinámicas social, económica y científica existentes en los principales virreinatos: México, Perú y Nueva Granada. Cuando se erigieron en México instituciones inspiradas en sus correspondientes españolas, como el Jardín Botánico de Madrid o el Semanario de Vergara, se difundieron ciencias como la Química Lavosiana y la Metalurgia de Born; se establecieron profesiones como las de perito facultativo minero, botánico o químico; sin embargo, al instituirse formas de organización del conocimiento, del trabajo y de la producción no se tomaron en cuenta las características socio-culturales vigentes en el país. Tampoco se valoraron los individuos ni el estado de sus conocimientos. En la Nueva España antecedían a las reformas y a las iniciativas borbónicas en la materia una comunidad científica formada desde el siglo XVI, que además había entrado en contacto directo con los focos de la modernidad científica e intelectual del siglo XVIII y en algunos de sus miembros ya había germinado la semilla de la independencia, como se pondría de manifiesto pocos años después.
Por su parte, la agricultura y la producción artesanal siguieron el ritmo de la intensa actividad desarrollada en los centros mineros. El Alto Perú fue para Quito, Cuzco, Arequipa y Buenos Aires, lo que el norte de México para el Centro y el Bajío: consumidores capaces de estimular un comercio interior a grandes distancias. El suministro de algodón, azúcar, vino, maderas, leña, paja, yerba mate, coca, mulas, sebo, tabaco, lana, cueros, textiles, y otros muchos "productos de la tierra" se realizaba gracias a una producción agrícola y artesanal local dentro de activos circuitos comerciales que relacionaban a extensas regiones del continente. Esta intensa actividad económica requería, para su desarrollo, de diversos insumos producidos localmente y de naturaleza tanto material como intelectual, esto ante la lejanía de la metrópoli. En efecto, dicha necesidad llevó a buscar materias primas (mercurio, hierro, etc.) en varios lugares y a efectuar innovaciones técnicas para la industria (extracción y beneficio de minerales, acuñación de moneda, etc.) y la agricultura (azúcar, tabaco, seda, algodón, añil, etc.), con el consecuente rompimiento ocasional o permanente con las antiguas prohibiciones metropolitanas. Para ello, fue importante el reconocimiento geográfico y de los recursos naturales existentes. Muy pronto, se comprendió que esto contribuiría al aumento de la riqueza y prosperidad, pero ya no en beneficio exclusivo de España. La participación de expertos (mineros, botánicos, geógrafos, ingeniero, etc.) con entrenamiento científico y tecnológico; así como, la creación de instituciones con vocación científica moderna, en donde se ofrecieron los estudios demandados por la sociedad, se convirtió paulatinamente en una necesidad.
El cultivo individual y erudito del saber se substituyó, hacia finales del siglo XVIII, por un interés de las "artes útiles" y apareció una demanda social por el conocimiento científico y técnico. Las iniciativas para proceder a la modernización de varios sectores económicos partieron con frecuencia de los mismos interesados y siempre con su participación en la financiación y en la operación de los proyectos. La sanción real intervenía una vez que las ideas, el modus operandi, las pruebas de la viabilidad del proyecto e incluso, en muchas ocasiones, su financiamiento habían sido aportadas por los americanos. Este fue un viraje cultural y un cambio de actitud de los sectores más dinámicos de la sociedad colonial inspirados en el ideario de la Ilustración.
La Ilustración tuvo en la nueva ciencia el núcleo duro de su programa y la prueba evidente del progreso que pregonaba. En siglo XVIII evolucionaron las ciencias exactas y las matemáticas, la física experimental, la historia natural (Botánica, Zoología, Paleontología, Mineralogía), la Geología, la Química y la Fisiología; además se sentaron las bases de las ciencias del hombre y de la sociedad. Por otra parte, los beneficios prácticos esperados se pusieron de manifiesto en diversos campos: medicina y farmacia, agricultura, minería, náutica, geografía, guerra, industria, etc., lo cual trajo consigo un gran prestigio para la ciencia, sus instituciones y sus cultivadores. Un nuevo mañana pudo, entonces, ser concebido para la humanidad, "portador de innumerables promesas de bienestar y felicidad para todos". Esta fue la ideología de la Ilustración; empero, las formas históricas que adoptó la incorporación del ideario ilustrado en América fueron sui generis, respecto del modelo europeo como resultado de la interacción con el contexto social y cultural local.
La formación científica estuvo firmemente apoyada por la obra divulgativa llevada a cabo por los ilustradores americanos. El género utilizado para este fin fue, principalmente, el periodismo científico y técnico; aunque también se emplearon folletos, manuales y libros, resultado tanto de empresas individuales como colectivas. El primer periódico propiamente científico del periodo ilustrado americano se publicó en México por el novohispano José Antonio Alzate y Ramírez: Diario Literario de México (1768). Este inquieto científico y polígrafo criollo se impuso una enorme tarea divulgativa, pues además editó los diarios Asuntos varios sobre ciencias y artes (1772-1773), Observaciones sobre la física, historia natural y artes útiles (1787-1788) y las Gacetas de Literatura de México (1788-1795). Los trabajos científicos de Alzate y su obra divulgativa tuvieron gran repercusión, no solo en la república mexicana, sino en otros sitios de América y en Europa. De hecho, fue electo miembro correspondiente de la Academia de Ciencias de París.
El Diario Literario de México solo tuvo ochos números en un periodo de tres meses, pues fue suprimido por orden virreinal debido a "justos motivos". Respecto a su objetivo, según lo señalado por Alzate en la primera entrega, era imitar a los periódicos europeos en sus tres estilos habituales: reseñas de todo tipo de obra literaria, exponer obras físicas y matemáticas y los económicos que se ocupan de la agricultura, comercio,
Especial atención se le daría a los temas locales como la agricultura, minería, geografía de América, historia natural y medicina. Finalmente, invitaba a sus lectores a que se le hicieran sugerencias y observaciones, y se le enviaran noticias para difundirlas.
La siguiente publicación de este tipo fue el Mercurio Volante, con noticias sobre física y medicina, de José Ignacio Bartoloche, el cual se publicó semanalmente en México del 17 de octubre de 1772 al 10 de febrero de 1773. Llegó a sumar 16 números; constituyó el primer diario dedicado a temas médicos y casi fue simultáneo con el segundo periódico de Alzate: Asuntos Varios Sobre Ciencias y Artes (13 números). Ambos autores se propusieron escribir para el vulgo haciéndolo, por ello, en castellano. Publicaciones subsecuentes fueron Advertencias y Reflexiones Varias Conducentes al Buen Uso de los Relojes Grandes y Pequeños y su Regulación. Papeles periódicos, publicado en México por Diego Guadalajara en 1777; estaba dedicado a la cronometría y a la construcción de instrumentos; Observaciones sobre Física, Historia Natural y Artes Útiles (1787-1788) y Las Gacetas de Literatura (1788-1795).
A partir de esos antecedentes y con un público cada vez mayor, el periodismo científico y técnico creció rápidamente en las principales ciudades del continente, a la vez que fue mejorando sus métodos de divulgación y ampliando sus coberturas. Aún las gacetas y otras publicaciones periódicas de carácter general, que ya se imprimían con anterioridad, o que surgieron en esta época empezaron a incorporar noticias y escritos científicos y técnicos. Por otra parte, un hecho relevante fue la creación de asociaciones por los ilustrados con la participación de otros sectores para mantener publicaciones científicas, las cuales estaban animadas por la filosofía ilustrada que caracterizaba a las sociedades de esos tiempos: el estudio del país, la promoción de reformas en ramos de la actividad económica; así como de, la educación y la modernización científica y técnica.
Francisco José de Caldas en Nueva Granada, animado igualmente por los principios ilustrados, inicio el 3 de enero de 1808 la publicación del importante Seminario del Reino de Granada. Apareció en pliegos semanales en 1808 a 1809, y posteriormente, en cuadernos mensuales o memorias sobre temas particulares de los que llegaron a imprimirse 11. Se publicaban trabajos sobre agricultura, industria, estadística, caminos, ríos navegables, montañas, agronomía, ciencias exactas, elocuencia, historia, etc. Para Caldas, el periódico era de interés general: "los obispos, los gobernadores hallaran muchas luces para el acierto de su mando; el economista, el agricultor, el geógrafo, el comerciante recogerán conocimientos de hoy o que no existen o se hallan en los manuscritos de los hombres de letras y que no verían a luz pública si no existiese el Seminario. Por ello convocó a los hombres de letras y buenos patriotas a sostener la publicación con sus suscripciones y escribiendo para ella". La respuesta no tardó en producirse y autores neogranadinos enviaron trabajos, entre ellos Eloy Valenzuela, José de Restrepo, José Manuel Campos y José Joaquín Camacho.
La evolución de esta literatura científica, entre 1768 y 1810, permitió seguir el curso del fuerte debate ideológico llevado a cabo por los ilustrados contra la escolástica y el saber tradicional. Se percibe, igualmente, la gradual introducción del pensamiento científico moderno (Copérnico, Newton, Buffon, Lineo, Lavoisier, etc.) y las intensas polémicas que mantuvieron los científicos criollos (Alzate, Unánue, Bartolache, Espejo, Mejía, Caldas, etc.) con españoles y europeos (Martí, Cervantes, De Paw, Reyna, Robertson, etc.) para reivindicar la cultura científica, la historia y la naturaleza americanas frente a los desprecios, ataques y calumnias de que fueron objeto en repetidas ocasiones.
Los periódicos americanos también sirvieron para ampliar la influencia del movimiento ilustrado criollo a los diversos sectores de la población, ahora involucrados en la tarea reformadora. Como resultado, en el terreno educativo, cultural, agrícola, minero e industrial se introdujeron diversas reformas. Ejemplos de ellas fueron el gradual abandono del escolasticismo en la enseñanza; el rescate y difusión de las lenguas y otros aspectos de las culturas autóctona; diversas medidas para mejorar los cultivos y varias innovaciones introducidas en la minería y otros ramos industriales. Valiéndose de las ciencias y "artes útiles" los ilustrados criollos proponen e introducen innovaciones que juzgan adecuadas para la realidad que ellos conocen directamente, aunque ello implicó oponerse a las iniciativas autoritarias del gobierno español y mostrar la corrección o incluso la superioridad de sus puntos de vista.
Los científicos tuvieron que utilizar sus conocimientos para oponer resistencia a las medidas de sometimiento económico que el gobierno español intentó poner en práctica a partir de 1770, en su beneficio, y que buscaban aumentar la explotación económica de las colonias americanas y someterlas a un régimen de férreo control administrativo, fiscal político y militar. Por su parte, los periódicos científicos ilustrados hicieron posible que se estableciera una comunicación entre los científicos de diversos lugares en cada país y, hecho muy importante, que se relacionaran las diferentes regiones americanas. Lo anterior se evidencia con la correspondencia que los lectores establecían con los impresores, en los artículos de diversos autores, en los debates que se establecen, etc. Respecto a la comunicación transversal entre los diversos países, se observa en las citas y en la producción de artículos publicados en otros periódicos americanos una solidaridad de ideales y la gradual formación de la "República de la Ciencia" americana. Varios trabajos de Alzate fueron publicados en Lima y Santa Fe, además algunos artículos del Mercurio Peruano se reprodujeron en la Habana.
La permanente recurrencia en las páginas del periodismo ilustrado de los temas americanos relativos a la geografía, recursos naturales, cultura, economía e historia; así como las posibilidades de desarrollo autónomo que estos ofrecían contribuyó a la formación de la conciencia nacional de las naciones americanas. Al sentimiento patriótico del criollo se sumó, por la vía de la cultura, el nacionalismo científico. Ambos se integraron para producir una cada vez más clara conciencia de la realidad geocultural. El Proceso gradual de autodescubrimiento de los americanos, de su ser histórico e intelectual los condujo inevitablemente a la emancipación de España.
La difusión de las teorías científicas modernas en América tiene antecedentes notables en el siglo XVII, particularmente en la física, astronomía y matemáticas; sin embargo, su asimilación se inicio tardíamente, hacia la mitad del siglo XVIII, y solo adquirió fuerza en el último tercio del mismo. A partir de ese momento, se produjo una notable actualización de los conocimientos, un interés por su uso práctico e investigaciones en algunas de las aéreas que exhiben una contemporaneidad con respecto a lo que se hacía en Europa en la misma época, como lo atestiguan diversos estudios en química, metalurgia y mineralogía. Los sistemas taxonómicos linéanos y, en general, la botánica moderna y otra ramas de la historia natural.
En el otro extremo de la América española, en México, también hacia la tercera década del siglo XVII, se iniciaba el interés por la ciencia moderna en el seno de un pequeño grupo organizado en forma de tertulia. Y se expresaba en un afán por el conocimiento pero, igualmente, en una temprana oposición intelectual y un malestar de los criollos y mestizos con la dominación española comprometida, como estaba, con la ortodoxia. En 1648 se iniciaron varios procesos inquisitoriales contra algunos de sus miembros, como los iniciados a Guillén de Lampart por sus ideas independentistas y su heterodoxia científica y a Melchor Pérez de Soto por posesión de libros prohibidos y practicar la astrología. La persecución de que fue objeto esta comunidad de mexicanos a través de sus procesos, la confiscación de libros y la censura explica el surgimiento de la inconformidad con el control intelectual que ejercía España y, a término, el fermento de un nacionalismo científico que tan fuertemente se expresó un siglo después. Mención aparte merece el también novohispano Carlos de Sigüenza y Górgora (1645-1700), quien ocupó la cátedra de matemáticas; escribió trabajos de ingeniería, agronomía, de cronología indiana y mantuvo una célebre polémica con el jesuita alemán Eusebio Kino sobre la supuesta influencia maléfica de los cometas y puso de manifiesto además de sus cálculos astronómicos precisos (realizados en forma paralela a los de Newton), el carácter moderno de su mentalidad y conocimientos astronómicos.
La incorporación de las ciencias modernas en la parte septentrional de América resultó de la actividad continua de varias generaciones de científicos novohispanos, quienes al actuar finalmente como una comunidad arribaron a formas complejas de organización de su actividad. Durante la primera mitad del siglo XVIII se cultivaron en México, bajo modalidades aún "individualizadas" (por oposición a las "institucionalizadas" que surgieron posteriormente), la geografía, la astronomía, la medicina, la metalurgia y la botánica; así como las artes industriales y la tecnología.
A partir de la segunda mitad del siglo XVIII la actividad científica en la Nueva España creció en cantidad y calidad, y se caracterizó por la integración de una activa comunidad científica, que contó con el apoyo de diversos sectores de la sociedad; la enciclopédica cultura de sus miembros; así como por su interés en las áreas de lo que constituía en la época la "frontera" de la ciencia; la articulación de sus actividades con otras de carácter técnico, productivo, gubernamental, cultural, ideológico y político; la institucionalización de la ciencia y de la tecnología en establecimientos de investigación y enseñanza laicos sostenidos total o parcialmente por los propios novohispanos; un interés por la divulgación de la ciencia, la educación y las artes "útiles" como elementos de un programa de reforma social, la cual incluía la formación de una cultura científica en el país y el establecimiento de relaciones científicas profesionales con personas e instituciones de diversas naciones europeas y americanas. El conjunto de estos rasgos hizo que la ciencia ilustrada novohispana adquiriera un perfil propio frente a la matriz europea, pues no se trató de una simple difusión o traslado de la ciencia y de sus instituciones al medio mexicano, sino más bien, de una transfusión o domiciliación de la ciencia en la sociedad mexicana de entonces. Fue el momento en que la ciencia alcanzó, por primera vez, un protagonismo en la sociedad novohispana.
El protagonismo de la ciencia en la sociedad novohispana de finales del siglo XVIII, su apego a las costumbres, valores e idiosincrasia lograron el surgimiento de una ciencia domestica, la cual se agrupó en ejes como la minería, las obras públicas, la educación; así como, el conocimiento del territorio y sus riquezas naturales. El hecho de la aparición del periodismo científico y de su permanencia -pese a la censura y las prohibiciones del gobierno virreinal- revelan el interés que existía por la formación técnica, pero sobre todo la conformación de una novel mentalidad, desde la tribuna científica, que daba a conocer las nuevas teorías y permitía el debate. Se formó una generación de científicos que provenían de distintas profesiones (médicos, boticarios, abogados, arquitectos, clérigos, etc.), y que asistían en gran número como aficionados o practicantes a las cátedras científicas. Algunos de ellos brillaron con luz propia en el horizonte cultural de las colonias, verbigracia José Mariano Mociño (1757-1820) en medicina y química. Este efecto cultural, que puso en contacto con la ciencia y el pensamiento ilustrado europeo, fue de gran trascendencia para la vida novohispana de finales de la colonia y un factor relevante para la consolidación de la ideología independentista. No está de más recordar que un buen número de esos científicos ilustrados novohispanos participaron con sus conocimientos y murieron en la Guerra de Independencia (1810-1821).
El conocimiento del territorio y sus riquezas naturales y humanas constituyó uno de los rasgos más acusados del nacionalismo ilustrado americano. Este sentimiento que ata a los hombres con su entorno de nacimiento, o aún a los llegados a él, como aconteció con europeos que se naturalizaron americanos (Leopold Hancke en Charcas; Vicente Cervantes en México, José Celestino Mutis en Nueva Granada, Antonio Parra en Cuba, etc.), también puede explicar los motivos del trabajo de exploración y estudio en áreas como la botánica, zoología, paleontología, mineralogía y geología.
El interés por el territorio y sus características tenía una doble motivación. Por una parte, estaba el sincero interés de su conocimiento, actitud que se imponía ante una realidad inmediata y familiar a los americanos, pero que no formaba parte de la ciencia establecida que la ignoraba o la menospreciaba hasta llegar a establecer la inferioridad de la naturaleza, el hombre y la sociedad americana. Por la otra, el pragmatismo de beneficiarse de los recursos existentes orientándolos al bien común del naciente sentido patriota. Para ambos propósitos fueron muy importantes los trabajos cartográficos, las observaciones de posición y de fenómenos astronómicos, los viajes y expediciones de reconocimiento, las descripciones de la fauna y flora, las herborizaciones y clasificación de plantas, las colecciones mineralógicas y la prospección de energéticos, el estudio de enfermedades, entre otros que realizaron los científicos novohispanos que, a su vez, permitieron un conocimiento pormenorizado de su tierra y sus productos.
Así, la creación del Jardín Botánico (1788) como parte de la Expedición Botánica a la Nueva España (propuesta desde México por el médico español Martín Sessé) resultó una iniciativa muy importante para el conocimiento de la riqueza florística del país; además de haber sido esta institución el sitio en que se inició la enseñanza de la Química Lavosiana. Igualmente, el Jardín contribuyó a la reforma de la enseñanza de la Medicina y la farmacia novohispanas. De esta manera, la dinámica histórica de la región condujo en el espacio de algo más de cien años a un cambio fundamental: el surgimiento de un conjunto de sociedades que adquirían una cota de autonomía cada vez mayor en todos los ámbitos y una conciencia de sí mismas.
Las nacientes naciones americanas adquirieron un perfil nuevo que las identificaba; no obstante, opaco a la mirada de sus propios protagonistas. Para develarlo fue necesario que un segmento autónomo de la élite intelectual, formado por científicos en su mayor parte autodidactas, acudiese a la divulgación, incorporación y domesticación de la ciencia moderna y del ideal ilustrado. Con tales elementos pudieron aportar la respuesta cultural necesaria a una situación histórica inédita.
Ante una realidad para la que no existían recetas de comportamiento previamente elaboradas, les correspondió a los propios americanos inventar las soluciones adecuadas a su problemática y con sus propios recursos. Para conseguir la validación social de la ciencia se siguió un proceso difícil de negociaciones con ciertos sectores, a partir de las estrategias elaboradas por los selectos grupos intelectuales. Al encontrar interlocutores interesados en la modernización cultural, económica y política, los científicos incorporaron a sus prácticas el ideal ilustrado de reforma social y política, mediante la domesticación de la ciencia europea. Solo así se logró trascender el plano de la cultura científica erudita, individual o de pequeños conjuntos, y se consiguió la formación de un ideal o imaginario colectivo, que su posterior institucionalización le daría una presencia efectiva en la sociedad.
Finalmente, la incorporación de la ciencia moderna a las sociedades americanas tuvo lugar cuando se estaba constituyendo un tramado social nuevo, que no se correspondía más con el régimen político autoritario y colonial que había regido hasta entonces. En él, los científicos americanos pugnaron por la libertad y la independencia, único marco en el que la ciencia podría desarrollarse. Pero al hacerlo estaban dotando a la sociedad, a la que pertenecían, de un ideal de gobierno al que la ciencia habría de integrarse como elemento de una gobernabilidad para la "felicidad pública". Algunos se identificaron con las luchas que se iniciaron para conseguir la independencia de sus países y tomaron parte activa en ellas, incluso murieron, y aportaron su saber a los ejércitos insurgentes. Los hechos históricos que se produjeron a partir de 1808 en España, y luego en sus colonias americanas, crearon el momento propicio para una ruptura con el pasado; así como, para la instauración de una política de la que las antiguas colonias habrían de emerger como naciones independientes y modernas.
Independencia y ciencia
La proclamación de la Independencia de México, que tuvo lugar el 27 de septiembre de 1821, también motivó a percatarse que la ciencia mexicana obtenía su libertad, ya que pasó a ser parte constitutiva del estado nacional que se había creado, y así lo afirman Pablo de la Llave y Juan José Martínez de Lejarza al publicar su obra botánica en 1824. Llave era un clérigo criollo que se formó como botánico en España en donde llegó a ser catedrático y director del Jardín Botánico. Fue también diputado en las Cortes de Cádiz en 1820 y a su regreso a México fue Ministro de Justicia en 1823 en el gobierno que preparó la primera organización política republicana y constitucional. Martínez de Lejarza estudió en el Seminario de Minería, y en el ejército colonial alcanzó el grado de teniente coronel, del que se separó en 1810, por razones patrióticas. En 1822 escribió y publicó un Análisis Estadístico de la Provincia de Michoacán, el primer estudio estadístico e histórico de una región del México independiente y antecedente de los que por encargo gubernamental se empezaron a elaborar sobre otras regiones.
La obra botánica en latín de estos naturalistas cuenta con dos volúmenes y lleva por título "Descripciones de Nuevos Vegetales" y está dedicada a Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Ignacio Aldama, Mariano Abasolo, José María Morelos y Pavón y Mariano Matamoros, entre otros: "...declarando en grande sumo de la patria beneméritos, muy honoríficamente declarados, las nueve especies contenidas en este fascículo dedican."
En el prefacio del libro primero se menciona cuáles eran las limitaciones y obstáculos que existían para hacer investigación científica en el México de aquellos años: falta de libros, de instrumentos que, en este caso, era el papel adecuado para conservar las plantas; estar expuestos a que investigadores extranjeros con mejores medios y beneficiándose de la apertura del país obtuvieran la prioridad en los descubrimientos o, ser llamados (como en el caso de Llave) a "los asuntos del Estado". Por otra parte, se aborda la relación que guarda la ciencia con el Estado. Al preguntarse si en la denominación de los nuevos géneros que describían solo debiesen considerar a los científicos a quienes se deseaba honrar, como es lo usual, estaban introduciendo un hecho muy importante relativo a que también tendrían que tomar en cuenta los nombres de "los jefes inmortales de nuestra nación, a pesar de que para nada hayan sido instruidos en el conocimiento de las plantas". La razón para pensarlo así es que aquéllos que constituyeron a la nación libre y al Estado nacional merecen tal honor porque "no parece que tengan que ser despreciados, quienes cautivados e impulsados por el amor a la verdad, o cultivan las ciencias, o impulsan con la simpatía y con la humanidad a su cultivo". Es decir, quienes desde el Estado, y el Estado mismo impulsan el cultivo de las ciencias realizan una función que es esencial y decisiva para las ciencias, y por ello preguntan:
¿Quién no ve a las acciones increíbles de nuestros varones, entre nosotros están unidas al incremento de las buenas artes? ¿Quién es tan ignorante de las cosas, que no se dé cuenta, cuántos beneficios en el futuro haya acarreado para el estudio de las ciencias naturales la libertad, la cual aquéllos prepararon para nosotros, en una palabra, tanto por un proyecto divino, como por una inquebrantable fortaleza de ánimo?
El momento decisivo para la naturalización de la ciencia en América sucedió cuando sus promotores lograron su protagonismo social, hacia la década de 1780. Las alianzas que se establecieron con varios sectores de la sociedad (mineros, comerciantes, etc.) permitieron que se pusiera en marcha un proceso de institucionalización exitoso. Entre las nacientes instituciones que cultivaron con un sentido práctico la física, la química, la astronomía, la botánica, la mineralogía, la medicina y la cirugía estuvieron el Seminario de Minería (1792) y el Jardín y Cátedra de Botánica (1788) de México.
Al iniciarse el siglo XIX en casi toda la América española existía un movimiento por la ciencia y por las "artes útiles". Se contaba con un número significativo de científicos que integraban una comunidad en varios países, además de instituciones dedicadas a la investigación y enseñanza. En ámbitos como la química, la historia natural, la geografía, la mineralogía y la astronomía se conseguían resultados valiosos. Y existía entre sectores sociales, cada vez más amplios, una conciencia de lo que podía esperarse de la ciencia para el progreso y bienestar de la sociedad.
El nacimiento de naciones americanas despertó en todos los casos esperanzas de que la ciencia pudiera fomentarse, su empleo dejase de ser en beneficio, si no exclusivo, si preferente de las autoridades coloniales, y que también se superase el abatimiento en que el régimen colonial la mantenía al haber dispuesto que solamente las ciencias aplicadas se fomentaran, en detrimento de otros fines meramente cognoscitivos. Los científicos americanos sintieron que su hora había llegado para realizar sus ambiciones de conocimiento y de promoción social durante tanto tiempo propuestas. Andrés del Río, en una comunicación de 1820 a Haüy le decía "... en tiempos de servidumbre estaba nuestra ilustración atrasada respecto a la Europa; mas ahora por fortuna pronto nos pondremos de nivel."
Por ello, es interesante observar también que los científicos tuvieron un destacado papel, una vez iniciada la etapa institucional, en el diseño de las nuevas naciones aportándoles en forma destacada una visión de sociedad con la participación de la ciencia, la cual se plasmó en los textos constitucionales. Varios fueron los que se desempeñaron como diputados en las asambleas constituyentes y dejaron en el trabajo legislativo su impronta particular, pues generalmente quedó reconocida la importancia que tendría la educación y la ciencia para la formación de las nuevas naciones.
Carlos Mallén Rivera
Editor en Jefe
REFERENCIAS
Fuente: Saldaña J., J. 2010. Las revoluciones políticas y la ciencia en México. Ciencia y Política en México en la época de la independencia. Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. México, D. F. México. 260 p. [ Links ]