Introducción
Las emisiones antrópicas de CO2, de metano (CH4) y de óxido nitroso (N2O), distinguen a estos gases de efecto invernadero (GEI) como los principales causantes del calentamiento en el planeta. De acuerdo con el panel intergubernamental de cambio climático (IPCC, 1996), la concentración actual de los GEI es la más alta de los últimos 160 000 años: el CO2 aumentó más de 30%, el CH4 100% y el N2O 15%.
De los GEI se distingue al CO2 debido a su alta producción y tiempo de residencia en la atmósfera. Casanova-Lugo et al. (2011) mencionan que, a escala mundial, las cantidades totales anuales de CO2 alcanzan 444 millones de toneladas. De esa cantidad, 70% se relaciona con diversos procesos de combustión de los sectores energético, industrial, de transporte y otros servicios, 30%, con cambios del uso del suelo asociados a la agricultura y a la ganadería convencional (Masera y Sheinbaum, 2004).
Robertson (2004) indica que las actividades agrícolas emiten 25% de los f lujos de CO2 antrópico, 55-60% del total de las emisiones de CH4 y 65-80% de los f lujos totales de N2O. El CO2 se genera, principalmente, por la deforestación en las regiones tropicales; el CH4, de la ganadería y cultivos de arroz, el N2O por el uso de fertilizantes en la agricultura (FAOSTAT, 2014). Honty (2011) sugiere que las actividades agropecuarias, la silvicultura y la deforestación, son responsables de 63% de las emisiones de GEI en América Latina.
Manejo del suelo y captura de carbono
En el suelo hay una cantidad de carbono orgánico (CO) tres veces mayor del que se almacena en la vegetación (Eswaran et al., 1993) y representa 69.8% del total existente en la biosfera (FAO, 2002). Anualmente, en su proceso natural de respiración, libera entre 75 y 80 Gt (Giga toneladas) (Gt= mil millones de toneladas) de CO2-C (Santacruz, 2010). Por lo que el suelo actúa como fuente o reservorio de carbono atmosférico, según el manejo que presente.
Existen evidencias de cuando un sistema agrícola se convierte en un bosque o pastizal, se obtiene una ganancia, cuya tasa de acumulación de CO en el suelo es de 0.338 o 0.332 Mg C ha-1 año-1, respectivamente (Post y Kwon, 2000). Si el cambio se presenta de agrícola a forestal bajo sistemas de manejo, la ganancia asciende hasta 7 Mg C ha-1 año-1, en regiones templadas, entre 0.2 y 0.6 Mg C ha-1 año-1 y en sistemas forestales tropicales y subtropicales, entre 1 y 7.4 Mg C ha-1 año-1 (Izaurralde et al., 2001).
De igual manera, los sistemas agroforestales remueven cantidades significativas de carbono de la atmósfera, ya que las especies arbóreas retienen dicho elemento, en su madera por tiempo prolongado. Estos sistemas podrían acumular entre 1.1 y 2.2 Pg en los próximos 50 años en todo el mundo (Albrecht y Kandji, 2003). Incluso, la vegetación secundaria de bosques naturales bajo prácticas adecuadas puede, superar la fijación de este gas con respecto al bosque nativo (Montaño et al., 2016). Lo cual implica, que pequeños cambios en los almacenes del carbono orgánico del suelo (COS) afectan, directamente, el contenido de CO2 en la atmósfera (Weihermuller et al., 2011).
Sector agrícola
Los suelos agrícolas ocupan alrededor de 38% de la superficie terrestre (12% cultivos y 26% pastizal inducido), lo que representa el uso de la tierra más extendido en el planeta (FAOSTAT, 2014). En ellos, se almacena cerca de 10% del CO total de la superficie terrestre (Paustian et al., 1997) y contribuyen con 30-35% de los GEI (Saynes et al., 2016).
Los sistemas de producción agrícola constituyen uno de los factores que causan un importante incremento en las emisiones de CO2 a la atmósfera (Lal, 1997). Particularmente, la agricultura convencional ha ocasionado la pérdida de 20-80 Mg C ha-1 en las zonas agrícolas tropicales; las actividades agrícolas y los cambios de uso del suelo de los últimos 200 años, han provocado pérdidas por alrededor de 78 ±12 Pg (Lal, 2004). Y es que a partir de que se incorporan nuevos suelos a la agricultura, hasta el establecimiento de sistemas intensivos de cultivo, se producen disminuciones de CO que fluctúan entre 30 y 50% del nivel inicial (Reicosky, 2002).
Lo anterior, debido a la reducción de la materia orgánica (MO) de la capa arable, derivada de un menor aporte e incorporación de residuos que a su vez propician un incremento en la temperatura del suelo; y la destrucción de macro y microagregados por el laboreo (Trumper et al., 2009). Adicionalmente, la pérdida de material húmico de los suelos cultivados es superior a la tasa de formación de humus en suelos sin disturbio (Reicosky, 2002). Cuando las modificaciones ocurren en ecosistemas forestales o pastizales a sistemas agrícolas, las pérdidas representan entre 42 y 59%, respectivamente (Guo y Gifford, 2002).
Los sistemas de labranza que propician la manipulación mecánica del suelo con el fin de alterar su estructura y disminuir su resistencia a la penetración de las raíces, a la vez que lo transforman en un medio con las condiciones óptimas para que germinen las semillas y se desarrollen los cultivos, ocasionan la pérdida de CO, que en forma CO2 fluye a la atmósfera (Janzen, 2003). Por lo que las pérdidas-ganancias de COS dependen de la forma de manejo agrícola y de su capacidad para tolerar o resistir el aumento de las concentraciones del CO2 atmosférico (Janzen, 2003).
Diversas prácticas agronómicas se han desarrollado, a fin de favorecer la captura de carbono edáfico (West y Post, 2002). La labranza de conservación (LC) consiste en el menor movimiento posible del suelo (arado) y solo en la línea de la siembra, requiere manejar los residuos de la cosecha anterior (al menos 30%) para evitar la erosión y aumentar la fertilidad. Esta práctica, que incluye a la labranza reducida (LR) y a la labranza cero (LZ) (FAO, 2001) tiene capacidad potencial para secuestrar carbono en el suelo (Rasmussen y Parton, 1994). Independientemente del tipo de labranza, el ingreso de CO es inferior a la emisión de CO2, lo que responde a la pérdida de MO conforme aumentan los años de agricultura (Wilson et al., 2000). La rotación de cultivos y la introducción de varias especies en la LC, aumenta los beneficios productivos y ambientales.
El manejo de fertilización (MF) suministra los elementos nutrimentales necesarios para el desarrollo del cultivo y la fertilidad del suelo, a través del mejoramiento de sus propiedades físicas, químicas y biológicas. El manejo de residuos de cosecha (MRC) también eleva la fertilidad y protege al suelo contra la erosión hídrica y eólica. Los residuos se aplican sobre la superficie o se incorporan mediante el arado tradicional o el de vertedera; en ambos casos, se descomponen y se transforman en abono orgánico para la próxima siembra. Esta práctica se puede combinar con LR y LZ.
Los residuos de cosecha pueden dificultar las labores de preparación del suelo previo a la siembra, por lo que en algunas zonas su manejo combina la quema, el empacado o su incorporación al suelo con el arado y la rastra (Fregoso, 2008). El mantenimiento de los residuos de cosecha aumenta el contenido de MO y favorece la actividad microbiana, la disponibilidad de nutrimentos, la infiltración y almacenamiento de agua y los rendimientos de los cultivos (Prasad y Power, 1991).
La rotación de cultivos (RC) mantiene la fertilidad del suelo y reduce la erosión. La RC se puede realizar conjuntamente con otras prácticas (como cultivos intercalados, CI), para incrementar su utilidad. Los cultivos de cobertura (Cc) incluyen leguminosas, cereales o una mezcla de cultivos que se caracterizan por desarrollar un follaje abundante, el cual protege al suelo del impacto de las gotas de lluvia y de la acción del viento en forma más eficiente que los cultivos de escarda o en huertos. La producción de forraje o grano se puede incorporar al suelo para protegerlo de una etapa crítica de erosión y mejorar la fertilidad.
Los sistemas agroforestales (SAF) manejan especies leñosas en asociación con cultivos agrícolas o usos ganaderos. Se distinguen los de tipo: secuencial, donde se advierte una correspondencia cronológica entre los cultivos anuales y las plantaciones arbóreas que se suceden en el tiempo y los simultáneos, que integran en forma continua los cultivos anuales o perennes, árboles maderables, frutales o de uso múltiple o la ganadería.
En los SAF se emplean prácticas sostenibles de bajos insumos que minimizan la alteración de los suelos y plantas, se privilegia a la vegetación perenne y al reciclaje de nutrimentos, por lo que también contribuye al almacenaje de carbono a largo plazo (Nair, 2004). En los SAF, el potencial de captura varía entre 12 y 228 t ha-1 (Dixon, 1995), con valores significativos en las zonas tropicales húmedas, cuya posibilidad de secuestro alcanza 70 t ha-1 en la biomasa aérea, 25 t ha-1en los primeros 20 cm de profundidad del suelo (Mutuo et al., 2005). Los SAF retienen el carbono en la vegetación y en el suelo con una tasa de 0.2 a 3.1 t ha-1 año-1, lo que sugiere un potencial de secuestro de hasta 7 Gt de carbono en un periodo aproximado de 50 años (Casanova-Lugo et al., 2011). Los SAF tienen poder de mitigación de GEI cuando se conservan los residuos de cosecha, ya que se reduce la labranza y se introducen cultivos de cobertura (Lal, 2003). El acolchado (Ac) se cubre el suelo con un material, generalmente orgánico, para mantener la humedad y el calor del suelo, y estimular el crecimiento y desarrollo del cultivo.
Sector forestal
La vegetación juega un papel importante en el ciclo integral del carbono, por lo que los bosques constituyen un elemento esencial en el secuestro de CO2 atmosférico, además de actuar como reguladores del clima global. Los ecosistemas forestales almacenan más de 80% de carbono en comparación con otros reservorios terrestres (Six et al., 2002). A escala mundial, los bosques contienen 861 Pg de carbono, del que 44% forman parte del suelo, 42% de la biomasa aérea, 8% de la madera muerta y 5% del mantillo (Pan et al., 2011).
Los bosques tropicales contienen 32% de carbono en el suelo; los templados y boreales 60% (Pan et al., 2011). Particularmente, los bosques templados ocupan 10 000 000 km2 en el planeta: representan 25% del área forestal, 8% de la superf icie continental y 13.7% de la productividad primaria neta mundial (Galicia et al., 2016); con una reserva de CO de 175 Pg en la biomasa aérea y de 262 Pg en el suelo (Haine et al., 2003 en Galicia et al., 2016). Sin embargo, la transformación de los bosques en otros usos de suelo ha disminuido las reservas de carbono edáfico en aproximadamente 22% (Murty et al., 2002), también se ha alterado el flujo natural de CO2 entre el suelo y la atmósfera (por la fotosíntesis y la respiración), el cual se ha estimado en 50 Pg año-1 (Brown et al., 1996).
Los bosques tropicales tienen una tasa de deforestación de 13 000 000 ha año-1 (PNUMA, 2007, en Álvarez y Rubio, 2013), lo que liberó entre 1 y 2 t ha-1 de carbono en la década de 1990; es decir, de 15 a 20% de las emisiones anuales globales de los GEI (Fearnside and Laurance 2003). En la actualidad, la deforestación es la responsable de 10% de las emisiones antrópicas de los GEI, para la apertura de nuevas tierras de cultivo y para el aprovechamiento maderable.
En el contexto de América Latina y el Caribe, México es el segundo emisor de GEI, a partir de los cambios de uso de suelo y del sector forestal, este es responsable 27% de las producciones totales del país (UNFCCC, 2005). En México, alrededor de 40% del área ocupada, originalmente por los bosques templados se transformó por otros usos de la tierra, como el agrícola y el pastoreo (Challenger, 1998). En la actualidad, dichos ecosistemas ocupan un área de 323 305 km2, que representa 17% del territorio nacional (Gamboa y Galicia, 2011), cuyo potencial de captura de carbono se ha estimado en 200 y 327 Mg ha-1 en la vegetación y en el suelo, respectivamente (Monreal et al., 2005).
Las estimaciones más recientes del sector forestal indican que las emisiones nacionales de CO2 son de 87×106 (±34.4) Mg año-1, de las que 74.2% se originan por la pérdida de biomasa, 5.6% por el aprovechamiento de los bosques, 34.8% por escapes de carbono edáfico y una compensación de -14.8 % correspondiente al secuestro de carbono en terrenos abandonados (De Jong et al., 2010). Los ecosistemas áridos y semiáridos constituyen un tercio de la superf icie terrestre global y 60% del territorio mexicano (Montaño et al., 2016). En ellos, el suelo es el principal almacén de carbono, constituye entre 45 y 90% en la biomasa del matorral y pastizal, respectivamente. El cambio de uso de suelo disminuye en esas zonas, hasta 50% de su contenido de CO.
De acuerdo con estimaciones del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) (Valdés, 2010), los humedales ocupan 570 millones de hectáreas, lo que significa alrededor 6% de la superficie terrestre, y se distribuyen en lagos (2%), turberas de gramíneas o carrizo (30%), pantanos (20%) y llanuras aluviales (15%). En el año de 2002 existían aproximadamente 4.5 millones de hectáreas de vegetación hidrófila en México, correspondiente a humedales, donde los manglares se extendían sobre 240 000 km2 de la zona costera (Valdés, 2010). Los suelos de manglar se distinguen por presentar promedios bajos de descomposición de MO y un alto potencial de almacenamiento de carbono, por lo que constituyen una alternativa para el secuestro de ese elemento (Moreno et al., 2002).
Armentano (1981) indicó en la década de 1980, que 230 000 ha de manglares en los trópicos habían sido transformados a estanques piscícolas, lo que estimó, ocasionaría la liberación de 86 250 000 t de carbono en los años subsiguientes, como consecuencia de la exposición de los suelos y el restablecimiento del equilibrio natural. Se calcula que después de 10 a 20 años esos depósitos habían liberado a la atmósfera entre cuatro y nueve millones de toneladas de carbono (Valdés et al., 2011).
En los bosques naturales, el carbono del suelo está en equilibrio, el cual se modifica cuando se produce una alteración. De acuerdo con la FAO (2002), cada año se deforestan entre 15 y 17 millones de hectáreas, principalmente en los trópicos. En tanto que, la conversión de tierras forestales y pastos a superficie arable ha supuesto una pérdida significativa del CO, previamente almacenado en el suelo y una liberación a la atmósfera de CO2 (Álvaro et al., 2010).
En México se han presentado tres modelos de deforestación: i) en bosques templados tropicales y subtropicales, para la agricultura de subsistencia y el pastoreo de ganado; ii) en bosques tropicales debido a la colonización bajo la reforma agraria; y iii) para actividades de ganadería y agricultura de gran escala (Jhonson et al., 2009). Sin embargo, el implemento de ciertas prácticas para el manejo de los ecosistemas forestales puede incrementar el secuestro de carbono; por ejemplo, el desarrollo natural de los bosques y de su biomasa, un menor aprovechamiento de los recursos maderables (Niles, 2002), el repoblamiento de vegetación secundaria o por reforestación (Guo y Gifford, 2002) y aforestación -plantación de especies arbóreas en sitios donde no existían, al menos en los últimos 50 años-, entre otras (Six et al., 2002).
Paul et al. (2002) señalan que después de 10 años de haberse efectuado la aforestación en un suelo con antecedentes agrícolas, el COS aumenta 0.87% por año en los primeros 30 cm de profundidad (1.88% por año en los 10 cm). Guo y Gifford (2002) registran que dicho aumento se presenta en razón de 18%. Andrade y Muhammand (2003) citan que cuando la deforestación es inminente, se necesita un manejo correcto para minimizar las pérdidas de carbono, por lo que los sistemas agroforestales remueven cantidades significativas de CO2 atmosférico.
Debido a la tala y a los cambios de uso de suelo de los ecosistemas forestales de México, la reforestación y la aforestación, se han estudiado como prácticas del manejo del suelo para conservar el carbono edáfico. Las cuales, tienen numerosos beneficios, entre los que se encuentran el mejoramiento de los suelos por aporte de MO y penetración de raíces, protección contra la erosión hídrica y regulación del ciclo hidrológico, restauración del ecosistema, aumento y conservación de la diversidad biológica, hábitat para fauna terrestre y avifauna, y absorción de CO2 de la atmósfera que reduce el impacto de los GEI.
Sector pecuario
Las tierras de pastoreo representan cerca de 30% de la superficie terrestre. Ocupan 3200 millones de hectáreas y almacenan entre 200 y 420 miles de millones megagramos por hectárea (Mg ha-1= t ha-1) de carbono (FAO, 2002), lo que equivale a 70 Mg ha-1, cantidad similar a la almacenada en los suelos forestales (Trumbmore et al., 1995). Particularmente, en las áreas tropicales de pastoreo, el carbono edáfico y en las herbáceas se estima entre 16 y 48 t ha-1 (Houghton et al., 1985).
Los pastizales de gramíneas mejoradas, comparados con las sabanas, secuestran más carbono en las partes profundas del perfil del suelo, lo que hace que este quede menos expuesto a los procesos de oxidación y por tanto, a su pérdida como gas (Fisher et al., 1994). Y es que las gramíneas utilizadas en la producción animal tropical, en general, son de metabolismo C4; característica que aumenta su capacidad para integrar el gas en la MO de las plantas (Botero, 1999). Cuando ese material se consume por los animales, entre 30 y 70% regresa al suelo en forma de heces y orina, lo que asegura la reincorporación de MO.
El uso del suelo determina, en gran medida, la descomposición de la MO (Fisher et al., 1994). Un suelo agrícola pierde 40% del carbono edáfico que existía cuando su uso era forestal; un pastizal, 20% (después de cinco años de tumba). Aunado a ello, las pobres prácticas de manejo en las tierras de pastoreo han conducido al decaimiento de las reservas de carbono en las últimas décadas, al respecto, el sobrepastoreo es la principal causa (Lal, 2004a). Por un lado, la ganadería reduce la cobertura vegetal con consecuencias en la fertilidad del suelo y en la erosión del carbono (Mchunu y Chaplot, 2012). Por otra parte, el pisoteo de los animales reduce el espacio poroso y la infiltración. Así, el sobrepastoreo disminuye el desarrollo de la biomasa y los insumos de carbono que se asocian al suelo.
Las actividades pecuarias, debido al mal manejo de la capacidad de carga, presentan baja productividad en los pastizales y agostaderos, lo que con frecuencia conduce a su abandono; esto permite que se desarrollen especies consideradas como invasoras e indeseables por los productores, ya que desconocen sus cualidades como mitigadoras del cambio climático (Yerena et al., 2014). El potencial de captura de carbono disminuye con el aumento del tiempo de abandono de los sistemas: se considera que los individuos de mayor edad presentan menor crecimiento y productividad, lo cual se relaciona con el secuestro de carbono (Yerena et al., 2014).
Por lo anterior, en la actualidad se presenta un cambio en el manejo de los pastizales, a fin de proporcionar algunos servicios ambientales a la sociedad, como la captura de carbono (Brown y Thorpe, 2008). Por ejemplo, la revegetación de pastizales degradados ofrecen un potencial global de mitigación de GEI de hasta 300 Pg C (Ravindranath y Ostwald, 2008).
En México, el uso pastoril de la tierra está ampliamente difundido, sobre todo hacia el norte árido y semiárido, donde los pastizales y matorrales son la base de la ganadería extensiva (Jurado et al., 2013). Jiménez (1989) considera que 50% del territorio (±98 millones de hectáreas), está ocupado por diversas comunidades vegetales adaptadas al pastoreo con animales, como la pradera natural (pastizal), matorrales, selva tropical caducifolia y bosques mixtos de coníferas y encinos. Arroyo (1990) puntualiza que 38% del territorio se utiliza como tierra de pastoreo, del cual 76% se localiza en el norte del país.
En el país, las prácticas de manejo de suelo en el sector pecuario, son limitadas. Al respecto, se han estudiado la rotación de ganado y la capacidad de carga animal. El pastoreo rotacional intensivo consiste en destinar para ese fin un área en un período de tiempo relativamente corto (menor a un año), en el que se alternan lapsos cortos de pastoreo intensivo (una alta presión animal), con períodos de largo descanso, para que la pradera se recupere. La carga animal implica el número de animales que pastorean cierta superficie por un tiempo determinado, se expresa como la cantidad de unidad animal por hectárea. Es decir, una unidad animal como una vaca adulta (de 450 kg con becerro al pie) o bien, su equivalente.
Entre los beneficios de estas prácticas de manejo de suelo, se pueden citar la obtención de forraje de mejor calidad, mayor control del consumo y ración del alimento para el ganado, equilibrio entre la cantidad de forraje producido (por unidad de superficie) y su óptimo aprovechamiento por el ganado; captura de carbono y menores emisiones de CO2. En este sentido, la rotación del ganado en potreros permite la captura de COS debido a que la vegetación se recupera entre los periodos de pastoreo y descanso.
Conclusiones
En el contexto del cambio climático, el carbono orgánico del suelo ha recibido particular atención en los últimos años. Esto se debe a su influencia dentro del ciclo global del carbono y a que representa, la principal reserva de dicho elemento en el medio terrestre.
Esto ha derivado en un creciente desarrollo de investigaciones sobre el comportamiento del carbono edáfico, desde métodos analíticos y modelos predictivos para determinar su contenido en el suelo, hasta evaluaciones de distintas prácticas en el manejo del suelo que coadyuven a mantener y a incrementar dichas reservas.
Aun cuando se han realizado diversas investigaciones que han contribuido a la generación de conocimiento y que estas han permitido un mayor entendimiento sobre la importancia de la conservación e incremento del carbono en el suelo, el tema ‘captura de carbono orgánico’ con relación a las prácticas de manejo del suelo, en los sectores agropecuario y forestal de México, se encuentra en proceso de desarrollo.