Para el espectador que desde México observó la época convulsiva de los procesos armados centroamericanos —etapa experimentada desde finales de la década de 1970 y durante toda la de 1980, como también puede suceder para el público latinoamericano, y aun para aquel allende las fronteras de la América Latina— permanece en la memoria aquella imagen icónica del fotógrafo mexicano Pedro Valtierra en la cual se evocó el triunfo sandinista de julio de 1979. Un grupo de hombres encaramados en un vehículo que circulaba frente al Palacio Nacional, en Managua, conjunto retratado que, con sus armamentos empuñados y alzados en actitud triunfante, representaba al Frente Sandinista de Liberación Nacional (fsln), cuyas siglas se apreciaban en los cristales delanteros del automotor.1 El fsln había impulsado la lucha contra la tiranía de los Somoza, y la victoria se había alcanzado luego de años de insurrección.
La política de aquellos tiempos, simbolizada en la imagen fotográfica de la caída de una de las dictaduras más oprobiosas del continente, como lo fue la somocista, y no obstante que la toma fotográfica de Valtierra rememora un ideal democrático que sigue siendo referencia de la esperanza de un verdadero cambio social, en nuestros días aparece como un paradigma cansado, difuminado, que se manifiesta como de experiencia de insatisfacción, diluida y decepcionante.
Hoy, iniciado el 2022, son muy distintas las razones por las cuales Nicaragua aparece ante los observadores que buscan información del panorama internacional. Justo apenas el 10 de febrero de este año, y también precisamente en la Plaza de la Revolución, se llevó a cabo el cambio de gobierno del país centroamericano. Evento que, en realidad, más que de cambio puede calificarse de continuidad, ya que con él se iniciaría el cuarto periodo presidencial consecutivo de Daniel Ortega Saavedra (2007-2012, 2012-2017, 2017-2022, 2022-2027) y su quinto en total, luego de que ocupara la presidencia en el periodo de 1985-1990. La situación política y social que se vive en ese país de lagos y volcanes, es muy distinta a la que a nivel internacional se observó hace más de cuatro décadas con el triunfo de 1979. El impacto mediático actual no se compara con el escenario que se vivió cuando se derrotó al somocismo.
Desde el propio ámbito informativo en México, que puede pensarse como preocupado en los acontecimientos de la vida política latinoamericana, son evidentes las lagunas noticiosas del caso nicaragüense. Precisamente por esta ausencia de profundidad en la difusión que se ha dado del proceso histórico, político y social de Nicaragua, es que vale la pena revisar la propuesta literaria de Sergio Ramírez, intelectual reconocido y en su momento político militante quien, por su involucramiento en la lucha antisomocista, llegó a participar en la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional (1979-1984), así como a ocupar el cargo de vicepresidente durante el señalado primer gobierno de Ortega.
A lo largo de su novela intitulada Tongolele no sabía bailar, el autor nos presenta una temática que tiene relación íntima con la situación vivida en la actual Nicaragua. Desde sus primeras páginas se anuncia como un “tributo” a aquellos “centenares de jóvenes caídos, y a sus familiares que siguen reclamando justicia”, de quienes se dice que no vivieron una ficción, sino que en carne propia experimentaron sucesos dentro de los primeros meses del año 2018. Ese es el punto de partida de Sergio Ramírez para ofrecer a los lectores una historia y personajes que, no obstante, y como él mismo afirma, son todos resultados de su invención.
Para efectos de este escrito es preciso mencionar que, desde un principio, y a lo largo de muchas de sus páginas, en la novela se resalta la presencia de algunas figuras centrales en la trama que el escritor nica construye; sin embargo, de manera particular, menciona que gana presencia protagónica un conjunto escultórico de “árboles de la vida”. Se trata, ni más ni menos, de una iniciativa que se atribuye a “la primera dama” nicaragüense y, al mismo tiempo, vicepresidenta, Rosario Murillo. Ella, desde el año 2013, promovería la instalación de esas moles de hierro de entre 15 y 20 metros de altura que, poco a poco, fueron haciéndose más presentes en el ámbito de la capital del país centroamericano, intentando dar con su presencia un simbolismo político y esotérico de bienestar. En un principio se instalaron ocho objetos, erigidos en la Plaza de la Fe, en Managua, en conmemoración del 34 aniversario de la Revolución Sandinista, el 31 de julio de 2013, llegando a instalarse hasta la actualidad alrededor de un centenar y medio.
Al lado de la figura de un monumental Sandino —por cierto, de otro personaje polémico dentro de la vida política y cultural nicaragüense, como lo fue Ernesto Cardenal—, obra que se colocó en la parte más sobresaliente de la Loma de Tiscapa, centro del poder político nicaragüense desde hace muchas décadas, también se ubicó uno de esos ejemplares de hierro que ahora se pueden ver por toda la capital. El árbol de la vida en el centro de Managua es muestra de que se intentó generar una nueva simbología; sin embargo, aquella propuesta estética, pese a ponerse a la par del antiguo héroe de Las Segovias, y sin importar el colorido y la luminosidad que se le integró, no pudo superar a la figura histórica, misma que es reconocida de manera oficial como “La sombra de Sandino”. Por el contrario, en sentido totalmente opuesto a lo que se intentó, esos “árboles de la vida” aglutinaron a la población que se manifestó por el cambio en las condiciones sociales de esta nación centroamericana.
Los “chayofierros” o “chayolatas”, como son conocidas las grandes esculturas, cohesionaron a la opinión de amplios sectores sociales. El alto costo de su instalación, así como la identificación de ellos con la generación y seguimiento de una política injusta y desigual, fueron detonantes del descontento que se desató de manera conflictiva en abril de 2018, cuando el gobierno Ortega-Murillo implementó una reforma al sistema de seguridad social que afectaría a empleadores, trabajadores y jubilados, medida gubernamental que estimularía una mirada de denostación hacia ese proyecto. Sembrar “árboles de la vida”, en su origen, fue considerada una acción que la propia “promotora” —y actual vicepresidenta, por segunda vez consecutiva— intentó realizar como un mecanismo para generar “buena vibra” en toda la nación.
Partiendo de tales antecedentes, tenemos que desde la primera alusión que aparece en Tongolele no sabía bailar, cuando uno de los narradores nos dice: “¿Vos sabés para qué sirven los árboles de la vida, Pedrito?”, se presenta un claro indicio del carácter que perfila a la obra; es muestra de la actitud que se adopta hacia la problemática que, supuestamente, “mediante la ficción” pretende abordar la novela. A saber, se trata de los sucesos que entre abril y mayo de 2018 se dieron en el país centroamericano; manifestaciones populares que pretendieron mostrar el descontento producido por aquella medida gubernamental que afectaba los ingresos recibidos por los adultos mayores en sus pensiones mensuales, mismos que, desafortunadamente, concluyeron con la represión gubernamental y un saldo de entre 300 y 400 muertes. Pero la inconformidad contra aquellos símbolos quedó como testimonio de oposición.
El título de la novela, que resulta atractivo para quienes identifican el nombre de Tongolele, no es sino una paradoja que atrae al público seguidor del escritor nicaragüense. ¿Cómo sería posible que Tongolele no supiera bailar? Esa sería una circunstancia difícil de creer, toda vez que se trata de una referencia a la famosa bailarina y actriz de origen estadounidense, pero nacionalizada mexicana, Yolanda Yvvone Montes Farrington, conocida, precisamente, como Tongolele. Los lectores encontrarán dentro de la novela, específicamente al tener información sobre uno de los atributos físicos característicos de ella, la explicación al porqué se intitula así a la obra que se reseña.
El escrito es ambientado en una Nicaragua que refleja su cultura culinaria, su historia política y que en particular ofrece una versión ficcional de aquel levantamiento social de principios de 2018, que bien debería precisarse como un movimiento civil de mayoría estudiantil, en el que los “árboles de la vida” ya mencionados, ocupan el lugar como contraparte del proceso. El ambiente místico al que estos se relacionan también es parte del contexto que construye Ramírez. La explicación a la existencia de los “árboles de la vida”, el comentario a la tensión por ellos provocada, hasta llegar a la representación literaria del disgusto socialmente manifestado, son un importante espacio al que se dedica la pluma del autor.
La denuncia aparece sin duda alguna. Se manifiesta de manera abierta, franca. Tan directa, que pareciera que la simple referencia del autor, en el sentido de que los disturbios de 2018 se limitan a ser una ficción, se ve como una evidente falsedad, como un verdadero pretexto de Ramírez para encubrir una acción clara y definida. La acusación a la práctica persecutoria, al aburguesamiento de los dirigentes, a la existencia de una Nicaragua representada por dos sectores, es la parte central de la queja literaria. Por un lado, se habla de aquella cara de la sociedad nica:
[…] la de quienes se lucran del cacareado crecimiento, la de la bacanal sin fin, la de la minoría egoísta, la de la oligarquía vieja que solo cree en el dinero, y [por otra parte, una Nicaragua distinta] la de la nueva clase fastuosa y arrogante de quienes un día se llamaron revolucionarios, y hoy también solo creen en el dinero.
Los lectores encontramos así, lo que es un reproche contundente. Aprovechando un episodio en el cual surge la voz de un locutor radial, el narrador utilizado en esa parte de la obra asume tal postura de desencanto. En dos páginas de la novela se refiere a esa y a la otra Nicaragua. Pero siguiendo con la señalada Nicaragua que viene del decaído sueño de una nueva sociedad, en clara alusión a la que se ve ligado al orteguismo, el escritor acusa a una juventud que antes luchó por un mundo nuevo y que, luego, cambiaría hasta la constitucionalidad para “matar a una revolución” y suplantar el puesto que varios años atrás ocupara una dinastía, una dictadura sangrienta. Entre las quejas, de nueva cuenta tendrían mención los “árboles de lata”, para los cuales se ocupaban impuestos, respondiendo a caprichos que se ligan a una esquizofrenia que, como se señala enfáticamente en la obra, lo único que provocan es gastar más electricidad y permitir menos comida en las casas de los trabajadores oprimidos del país.
La invitación a leer Tongolele no sabía bailar, es una provocación a acercarse a Nicaragua, como tierra de encanto, aunque llena de historias de fatalidad, de alzamientos sociales y erupciones geográficas, de circunstancias penosas y adversas. El propósito de estas líneas es seducir a los lectores para que se aproximen a conocer una Nicaragua que nos maravilla, pero que, con su destino trágico, no puede sacudirse de esa deplorable situación evocada en la interpretación literaria que se reseña, novela que refleja, y que al mismo tiempo es parte de la trayectoria histórica de ese lindo país de lagos y volcanes.